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Dedicatoria a Carlos Roe, 25 de noviembre de [1925]

Copia fotostática de la dedicatoria manuscrita de José Carlos Mariátegui a Carlos Roe, en un ejemplar de La escena contemporánea, fechada el 25 de noviembre de [1926].

Transcripción de la dedicatoria:
"A Carlos Roe, a quien debo tan solícita e inteligente asistencia de amigo médico y compañero, ofrezco y dedico el primer ejemplar de este libro que he pensado y escrito sostenido por su mano fraterna y su voz cordial".

José Carlos Mariátegui La Chira

El rostro y el alma del Tawantisuyo [Recorte de prensa]

El rostro y el alma del Tawantisuyo

I

En los diversos escritos que componen su reciente libro “De la Vida Incaica”, Luis A. Valcárcel nos ofrece, en trozos tallados distintamente, —leyenda, novela, ensayo— una sola y cabal imagen del Tawantisuyo. El libro de Valcárcel no es un pórtico monolítico. Valcárcel ha labrado amorosamente piedras de diferente porte. Pero luego ha sabido combinarlas y ajustarlas en un bloque único. La técnica de su arquitectura es la misma de los quechuas. ¿Quién dice que se ha perdido el secreto indígena de soldar y juntar las piedras en un monumento granítico? Valcárcel lo guarda en el fondo de su subconciencia, y lo usa con sigilo aborigen en su literatura.

En este libro, en el cual "late una emoción persistente e idéntica, así cuando su prosa es poemática como cuando es crítica, contiene los elementos de una interpretación total del espíritu de la civilización incaica. Valcárcel reconstruye imaginativamente el Tawantinsuyo en una mayestática mole de piedra. Ahí están todos los rostros, todos los perfiles, todos los contornos del Imperio. Valcárcel suprime de su obra el detalle baldío y la esfumatura prolija. Su visión es una síntesis. Y, como en el arte incaico, en su libro, la imagen del Imperio es esquemática y geométrica.

En las páginas del escritor cuzqueño se siente, ante todo, un hondo lirismo indígena. Este lirismo de Valcárcel, en concepto de otros comentaristas, perjudicará tal vez el valor interpretativo de su libro. En concepto mío, no. No solo porque me parece deleznable, artificial y ridícula la tesis de la objetividad de los historiadores, sino, porque considero evidente el lirismo de todas las más geniales reconstrucciones históricas. La historia, en gran proporción, es puro subjetivismo y, en algunos casos, es casi pura poesía. Los sedicentes historiadores objetivos no sirven sino para acopiar pacientemente, expurgando sus amarillos folios e infolios, los datos y los elementos que, más tarde, el genio lírico del reconstructor empleará, o desdeñará, en la 'elaboración de su síntesis, de su épica.

Sobre el pueblo incaico, por ejemplo, los cronistas y sus comentadores han escrito muchas cosas fragmentarias. Pero no nos han dado una verdadera teoría, una completa concepción de la civilización incaica. Y en realidad, ya no nos preocupa demasiado el problema de saber cuántos fueron los incas, ni cuál la esposa predilecta de Huayna Capac, cuyo romance erótico no nos interesa sino muy relativamente. Nos preocupa, más bien, el problema de abarcar íntegramente, a unique sea a costa de secundarios matices, el panorama de la vida quechua. Por esto, los ensayos de interpretación que Valcárcel define y presenta como “algunas captaciones del espíritu que la animó”, poseen un fuerte y noble interés.

Valcárcel, henchido de emoción quechua, parece destinado a escribir el poema del pueblo del sol más que su historia. Su libro no es en ningún instante una crítica. Es siempre una apología. Tiene una constante entonación de canto. Domina su prosa y su pensamiento el afán de poetizar la historia del Tawantisuyo y la vida del indio. Mas esta lírica exaltación logra acercarnos a la íntima verdad indígena mucho más que la gélida crítica del observador ecuánime. Valcárcel interpreta a su pueblo con la misma pasión con que los poetas judíos interpretan al Pueblo del Señor.

II

Si Valcárcel fuese un racionalista y un positivista, de esos que exasperan la ironía de Bernard Shaw, nos hablaría, después de calarse las gruesas gafas del siglo XIX, del animismo y del totemismo indígenas. Su erudita investigación habría sido en ese caso, un sólido aporte al estudio científico de la religión y de los mitos de los antiguos peruanos. Pero entonces Valcárcel no habría escrito, probablemente, “Los Hombres de Piedra”. Ni habría señalado con tan religiosa convicción, como uno de los rasgos esenciales del sentimiento indígena, el franciscanismo del quechua. Y, por consiguiente, su versión del espíritu del Tawantisuyo no sería total.

La teoría del animismo nos enseña que los indios, como otros hombres primitivos, se sentían instintivamente inclinados a atribuir un ánima a las piedras. Esta es, ciertamente, una hipótesis muy respetable de la ciencia contemporánea. Pero la ciencia mata la leyenda, destruye el símbolo. Y, mientras la ciencia, mediante la clasificación del mito de los “hombres de piedra” como un simple caso de animismo, no nos ayuda eficazmente a entender el Tawantisuyo, la leyenda o la poesía nos presentan, cuajado en ese símbolo, su sentimiento cósmico.

Este símbolo está preñado de ricas sugestiones. No solo porque, como dice Valcárcel, ese símbolo expresa que el indio no se siente hecho de barro vil sino de piedra perenne, sino sobre todo porque demuestra que el espíritu de la civilización incaica es un producto de los Andes.

El sentimiento cósmico del indio está íntegramente compuesto de emociones andinas. El paisaje andino explica al indio y explica al Tawantisuyo. La civilización incaica no se desarrolló en la altiplanicie ni en las cumbres. Se desarrolló en los valles templados de la sierra. —Valcárcel, certeramente, lo remarca.— Fue una civilización crecida en el regazo abrupto de los Andes. El Imperio Incaico, visto desde nuestra época, aparece en la lejanía histórica como un monumento granítico. El propio indio tiene algo de la piedra. Su rostro es duro como el de una estatua de basalto. Y, por esto, es también enigmático. El enigma del Tawantisuyo no hay que buscarlo en el indio. Hay que buscarlo en la piedra. En el Tawantisuyo, la vida brota de los Andes.

La ciencia misma, si se le explota un poco, coincide con la poesía respecto a los orígenes remotos del Perú. Según la palabra de la ciencia, el Ande es anterior a la floresta y a la costa. Los aludes andinos han formado la tierra baja. Del Ande han descendido, en seculares avalanchas, las piedras y la arcilla, sobre los cuales fructifican ahora los hombres, las plantas, y las ciudades.

Y la dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa así como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena. Este es el drama del Perú contemporáneo. Drama que nace, como escribí hace poco en un artículo de MUNDIAL, del pecado de la Conquista. Del pecado original, trasmitido a la República, de querer constituir una sociedad y tina economía peruanas “sin el indio y contra el indio”.

III

Pero estas constataciones no deben conducirnos a la misma conclusión que a Valcárcel. En una página de su libro, Valcárcel quiere que repudiemos la corrompida, la decadente civilización occidental. Esta es una conclusión legítima en el libro lírico de un poeta. Me explico, perfectamente, la exaltación de Valcárcel. Puesto en el camino de la alegoría y del símbolo, como medio de entender y de traducir el pasado, es natural pretender, por el mismo camino, la búsqueda del porvenir. Mas, en esta dirección, los hombres realistas tienen que desconfiar un poco de la poesía pura.

Valcárcel va demasiado lejos, como casi siempre que se deja rienda suelta a la imaginación. Ni la civilización occidental está tan agotada y putrefacta como Valcárcel supone. Ni una vez adquirida su experiencia, su técnica y sus ideas, el Perú puede renunciar místicamente a tan válidos y preciosos instrumentos de la potencia humana, para volver, con áspera intransigencia, a sus antiguos mitos agrarios. La Conquista, mala y todo, ha sido un hecho histórico. La República, tal como existe, es otro hecho histórico. Contra los hechos históricos poco o nada pueden las especulaciones abstractas de la inteligencia ni las concepciones puras del espíritu. La historia del Perú no es sino una parcela de la historia humana. En cuatro siglos se ha formado una realidad nueva. La han creado los aluviones de Occidente. Es una realidad débil. Pero es, de todos modos, una realidad. Sería excesivamente romántico decidirse hoy a ignorarla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La máscara y el rostro [Recorte de prensa]

La máscara y el rostro

I

Que el escritor italiano Luiggi Chiarelli me perdone si pongo a este artículo el pirandeliano título de su celebrada pieza de teatro. La culpa no es mía sino de Augusto Aguirre Morales. El novelista de "El pueblo del Sol" pretende que la imagen del Imperio Incaico que nos ofrecen la historia y la leyenda —más la leyenda que la historia— es una imagen falsa. Yo había titulado "El rostro y el alma del Tawantisuyo" a mi artículo sobre el libro de Luis A. Valcárcel. Aguirre en su conferencia polémica —Valcárcel nos da la tesis; Aguirre, la antítesis— denuncia la "mentada organización paternal y comunista del Tawantisuyo". Según Aguirre no conocemos el rostro del imperio. No conocemos sino la máscara.

Yo había leído atentamente, mucho antes que el resumen de la conferencia de Aguirre, el primer tomo de su novela “El Pueblo del Sol”. Lo había leído con un interés que no nacía de mi antigua amistad con Aguirre, ni de mi sincera estimación de su talento, como de mi placer de encontrar una concepción nueva de la vida incaica. En el prólogo de "El Pueblo del Sol", Aguirre bosqueja su radical oposición a la tesis de los que definen y presentan la sociedad incaica como una sociedad dulce y virgilianamente socialista. Niega el panorama idílico y bucólico. Le opone un panorama romántico y dramático. En "El Pueblo del Sol", por ende, yo no hallé solo una novela; hallé, sobre todo, un original documento polémico sobre nuestra historia. Y me sentí tentado de escribir enseguida mi impresión acerca del romance y de la tesis ensamblados, en "El Pueblo del Sol". Pero, luego, decidí aguardar el segundo tomo.

El segundo tomo no ha venido todavía. Aguirre ha querido exponernos antes, en una conferencia, toda su teoría respecto del Tawantisuyo. Y resulta de su conferencia que su intento de revisión del Imperio va mucho más allá de lo que el prólogo y el argumento de "El pueblo del Sol", dejaba entrever. El eje de la teoría se desplaza del carácter y la psicología del pueblo incaico, a su organización social y política. Y, en este terreno, Aguirre niega la evidencia.

II

Sostiene Aguirre que la organización incaica no fue comunista. Pero su aserción reposa en puntos de vista artificiales e inconsistentes. Parece que Aguirre ha pretendido encontrar en el comunismo incaico los rasgos y los perfiles del comunismo moderno. Y, claro, no ha logrado descubrir en el mundo gobernado por Inca Rocca las características del mundo concebido por Karl Marx y Friedrich Engels.

El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender el hombre de estudio que explora el Tawantisuyo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a disitntas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los Incas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquella el hombre se sometía a la naturaleza. En esta la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza, esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico. De toda suerte se corre el riesgo cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaúnde en una tentativa de este género.

Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio, indudablemente, no puede ser aceptado sin beneficio de inventario. Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del Imperio Incaico no es una posición relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo incaico fue un pueblo esclavo e infeliz porque careció de libre arbitrio. Me parece el caso de declarar que el libre arbitrio le ha jugado una pasada a Aguirre Morales. El libre arbitrio es un aspecto ideológico del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista puede definirlos como la levadura metafísica de la civilización capitalista. (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirlos como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, el libre arbitrio cabía en la vida incaica. El hombre del Tawantisuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin concebirla. La vida y el espíritu del indio no estaban atormentados por el afán de especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco subordinadas a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podía servirle, por consiguiente, al indio este libra arbitrio inventado por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al quechua, fué sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la idea liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la Libertad, como la revelación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con la imagen concreta de una libertad con gorro frigio —hija del prostentismo y del renacimiento y de la revolucón francesa— es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.

La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad incaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen incaico —constata— fue despótico y teocrático; luego —afirma— no fué comunista. Mas el comunismo no supone, históricamente, libre arbitrio ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo —otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres— es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna, de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo; condena y ataca solo lo que en esta idea hay de negativo y temporal.

Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen incaico. Pero este es un rasgo común de todos los régimenes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.

No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho concreto. Y es real solo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contraría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece haber sido el caso del Imperio Incaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Incas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu, fue la comunidad, fue la célula del Imperio. Los Incas hicieron la unidad, inventaron el imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico
organizado por los Incas reprodujo, sin duda, al Estado natural pre-existente. Los Incas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia. No se debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe. He aquí la razón fundamental por la que los hombres de sensibilidad y mentalidad nuevas no podemos seguirlo en su aventura.

Los vestigios de la civilización incaica declaran, unánimemente, contra la requisitoria de Aguirre Morales. El autor de "El Pueblo del Sol" invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus ojos. Y bien esos huacos dicen que el arte incaico fue un arte popular. Y el mejor documento de la civilización incaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada y sintatista de los indios no puede haber sido producida por un pueblo grosero y bárbaro.

III

Un hombre de ciencia y de letras, James George Frazer, —uno de los helenistas que en nuestro siglo han descubierto de nuevo a Grecia— muy distante espiritual y físicamente de los cronistas de la colonia, escribe: “Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países todos en los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir que en
esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y, por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues, después de todo, hay más libertad, en el mejor sentido de la palabra, —libertad de pensar nuestros pensamientos y de modelar nuestros destinos,— bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias”. (“The Golden Bough” Part. 1).

IV

Aguirre Morales dice que en la sociedad incaica se desconocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo incaico. El economista francés Charles Gide piensa que, más exacta que la célebre fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: "El robo es la propiedad". En la sociedad incaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque existía una organización socialista de la propiedad.

Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es el caso que la teoría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas, de la forma de distribución de las tierras y de los productos. Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas por el consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho más verosímil es que los frutos, que se supone reservados para los nobles y el inca, estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado. Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en un orden socialista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El hecho económico en la historia peruana [Recorte de prensa]

El hecho económico en la historia peruana

Los ensayos de interpretación de la historia de la República que duermen en los anaqueles de nuestras bibliotecas coinciden, generalmente, en su desdén o su ignorancia de la trama económica de toda política. Acusan en nuestra gente una obstinada inclinación a no explicarse la historia peruana sino romántica o novelescamente. En cada episodio, en cada acto, las miradas buscan el protagonista. No se esfuerzan por percibir los intereses o las pasiones que el personaje representa. Mediocres caciques, ramplones gerentes de la política criolla son tomados como forjadores y animadores de una realidad de la cual han sido modestos y opacos instrumentos. La pereza mental del criollo se habitúa fácilmente a prescindir del argumento de la historia peruana: se contenta con el conocimiento de sus “dramatis personae”.

El estudio de los fenómenos de la historia peruana se resiente de falta de realismo. Belaunde, con excesivo optimismo, cree que el pensamiento nacional ha sido, durante un largo período, señaladamente positivista. Llama positivista a la generación universitaria que precedió a la suya. Pero se vé obligado a rectificar en gran parte su juicio reconociendo que esa generación universitaria adoptó del positivismo lo más endeble y gaseoso —la ideología—; no lo más sólido y válido —el método—. No hemos tenido siquiera una generación positivista. Adoptar una ideología no es manejar sus mas superfinos lugares comunes. En una corriente, en una escuela filosófica, hay que distinguir el ideario del frasearlo.

Por consiguiente, aún un criterio meramente especulativo debe complacerse del creciente favor de que goza en la nueva generación el materialismo histórico. Esta dirección ideológica sería fecunda aunque no sirviera sino para que la mentalidad peruana se adaptara a la percepción y a la comprensión del hecho económico.

Nada resulta mas evidente que la imposibilidad de entender, sin el auxilio de la Economía, los fenómenos que dominan el proceso de formación de la nación peruana. La economía no explica, probablemente, la totalidad de un fenómeno y de sus consecuencias. Pero explica sus raíces. Esto es claro, por lo menos, en la época que vivimos. Época que si por alguna lógica aparece regida es, sin duda, por la lógica de la Economía.

La conquista destruyó en el Perú una forma económica y social que nacían espontáneamente de la tierra y la gente peruanas. Y que se nutrían completamente de un sentimiento indígena de la vida. Empezó, durante el coloniaje, el complejo trabajo de creación de una nueva economía y de una nueva sociedad. España, demasiado absolutista, demasiado rígida y medioeval, no pudo conseguir que este proceso se cumpliera bajo su dominio. La monarquía española pretendía tener en sus manos todas las llaves de la naciente economía colonial. El desarrollo de las jóvenes fuerzas económicas de la colonia reclamaba la ruptura de este vínculo.

Esta fue la raíz primaria de la revolución de la independencia. Las ideas de la revolución francesa y de la constitución norteamericana encontraron un clima favorable a su difusión en Sudamérica, a causa de que en Sudamérica existía ya, aunque fuese embrionariamente, una burguesía que, a causa de sus necesidades e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea. La independencia de Hispano América no se habría realizado, ciertamente, si no hubiese
contado con una generación heroica, sensible a la emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución. La independencia, bajo este aspecto, se presenta, como una empresa romántica. Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la revolución de la independencia. Los condottieres, los caudillos, los ideólogos de esta revolución no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico.

El hecho económico encierra, igualmente, la clave de todas las otras fases de la historia de la república. En los primeros tiempos de la independencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece, por ejemplo, como una consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el Perú la Revolución hallaba, menos definidas, mas retrasadas que en otros pueblos hispano americanos, los elementos de un orden liberal y burgués. Para que este orden funcionase mas o menos embrionariamente tenía que constituirse una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder estaba a merced de los caudillos militares. Estos caudillos, herederos de la retórica de la revolución de la independencia, se apoyaban a veces temporalmente, en las reinvindicaciones de las masas, desprovistas de toda ideología, para conquistar o conservar el poder contra el sentimiento conservador y reaccionario de los descendientes y sucesores de los encomenderos españoles. Castilla, verbigracia, el más interesante y representativo de estos jefes militares, agitó con eficacia la bandera de la abolición del impuesto a los indígenas y de la esclavitud de los negros. Aunque, naturalmente, una vez en el poder, necesitó dosificar su programa a una situación política dominada por los intereses de la casta conservadora, a la que indemnizó con el dinero fiscal el daño que le causaba la emancipación de los esclavos.

El gobierno de Castilla, marcó, además, la etapa de solidificación de una clase capitalista. Las concesiones del Estado y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo y una burguesía. Y esta clase, que se organizó luego en el civilismo, se movió muy pronto a la conquista total del poder. La guerra con Chile interrumpió su predominio. Restableció durante algún tiempo las condiciones y las circunstancias de los primeros años de la república. Pero la evolución económica de nuestra postguerra le franqueó, poco a poco nuevamente el camino.

La guerra con Chile tuvo también una raiz económica. La plutocracia chilena, que codiciaba las utilidades de los negociantes y del fisco peruanos, se preparaba para una conquista y un despojo. Un incidente, de orden económico idénticamente, le proporcionó el pretexto de la agresión.

No es posible comprender la realidad peruana sin buscar y sin mirar el hecho económico. La nueva generación no lo sabe, tal vez, de un modo muy exacto. Pero lo siente de un modo muy enérgico. Se da cuenta de que el problema fundamental del Perú, que es el del indio y de la tierra, es ante todo un problema de la economía peruana. La actual economía, la actual sociedad peruana tienen el pecado original de la conquista. El pecado de haber nacido y haberse formado sin el indio y contra el indio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El indio de la República [Recorte de prensa]

El indio de la República

I

Me parece superfino constatar que de la civilización incaica a los hombres de la nueva generación más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. (La nostalgia pasadista es un romanticismo impotente y estúpido. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa).

Ahora bien. Lo único casi que sobrevive del Tawantisuyu es el indio. La civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico del Tawantisuyu se revela, después de cuatro siglos, indestructible y, en parte, inmutable. Aguirre Morales no cree que en el “documento humano’’ de las serranías se pueda descifrar el secreto del Tawantisuyu. El indio de la República, para Aguirre Morales, no es sino el vestigio de la plebe del Imperio. Y, como según su teoría el espíritu de la civilización quechua residió exclusivamente en la nobleza, el residuo deformado de la plebe nada sabe ni puede decirnos. Pero ya hemos visto cómo confutan esta teoría las innumerables cosas en las cuales se descubre la trama humilde y plebeya de esa civilización. Tenemos que obstinarnos por consiguiente, en reconocer en el indio apático de nuestras serranías la mejor ruina, el mejor documento del Tawantisuyu. El vestigio humano de una civilización no es, ciertamente un vestigio negligible.

El estudio del indio de nuestra época enseña mucho sobre la historia incaica. El hombre muda con más lentitud que la que en este siglo de la velocidad se supone. La metamorfosis del nombre bate el record en el evo moderno. Pero este es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que se caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del tiempo. En las sociedades asiáticas —afines si no consanguíneas con la sociedad incaica— se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas en que parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Lo ha vuelto un poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el poso de estos cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el indio guarda todavía su ley ancestral.

II

El libro de Enrique López Albújar “Cuentos Andinos” explora estos caminos. Los “Cuentos Andinos” aprehenden, en sus secos y duros dibujos, algunas emociones sustantivas de la vida de la sierra. Y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con Valcárcel en buscar en los Andes, el origen del sentimiento cósmico de los quechuas. “Los Tres Jircas” de López Albújar y “Los Hombres de Piedra” de Valcárcel traducen la misma mitología. Los agonistas y las escenas de López Albújar tienen el mismo telón de fondo que la teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado es singularmente interesante porque es obtenido por diferentes tempéramentos y con métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere ser, sobre todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética. El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel, su lirismo. López Albújar enfoca en su libro el presente; Valcárcel enfoca en el suyo el pasado. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño; Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual entre los dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua idéntico lejano latido.

La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento mítico no ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepción de la vida que no interroga a la razón sino a la naturaleza. Los tres jircas, los tres cerros de Huánuco, pesan la conciencia del indio huanuqueño más que el ultratumba cristiano.

III

"Los Tres Jircas" y “Como habla la coca’’ a mi juicio, las páginas mejor escritas de “Cuentos andinos”. Son también las más henchidas de sugerencias. Pero ni “Los Tres Jircas” ni “Como habla la coca” se clasifican propiamente como cuentos. “Ushanan Jampi”, en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Su fuerza, su sobriedad, son gemellas de las de ‘‘El Campeón de la Muerte’’. Y a este mérito una “Ushanan Jampi” el de ser un precioso documento del comunismo indígena. Este relato nos entera de la forma cómo funciona hasta ahora en los pueblecitos indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara categóricamente a favor de la tesis de que la organización incaica fue una organización comunista.

En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se burocratiza. Es función de los magistrados. El liberalismo, por ejemplo, la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un régimen de tipo comunista, la administración de justicia es función de la sociedad entera, como en el comunismo indio, función de los vayas, de los ancianos.

El prologuista de “Cuentos Andinos”, señor Ezequiel Ayllón, explica así la justicia popular indígena: “La ley sustantiva, consuetudinaria, conservada desde la más oscura antigüedad, establece dos sustitutivos penales que tienden a la reintegración social del delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yachishum o Yachachishum se reduce a amonestar al delincuente, haciéndole comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto recíproco. El Alliyáchishum tiende a evitar la venganza personal, reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber surtido efecto morigerador al yachishum. Aplicados los dos sustitutivos cuya categoría o trascendencia no son extraños a los medios que preconizan con ese carácter los penalistas de la moderna escuela positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada Jitarishum, que tiene las proyecciones de una expatriación definitiva. Es la ablación del elemento enfermo, que constituye una amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por último, si el amonestado, reconciliado y expulsado, robe o mata nuevamente dentro de la jurisdicción distrital, se le aplica la pena extrema, irremisible, denominada Ushanam Jampi, el último remedio, que es la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cadáver y su desaparición en el fondo de las lagunas, de los ríos, de los despeñaderos, o sirviendo de pasto a los perros y a las aves de rapiña. El Derecho Procesal se desenvuelve pública y oralmente, en una sola audiencia y comprende la acusación, defensa, pruebas, sentencias y ejecución".

IV

Otra nota del libro de López Albújar que se acorda con una nota del libro de Valcárcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La melancolía del indio, según Valcárcel, no es sino nostalgia. Nostalgia del labrador arrancada al agro y al hogar por las empresas bélicas o pacíficas del Estado. En “Ushanam Jampi” la nostalgia pierde al protagonista. Conce Maille es condenada al exilio por la justicia de los ancianos del Chupán. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es más fuerte que el instinto de conservación. Y lo impulsa a volver furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal vez la última pena. Esta nostalgia nos define el espíritu del pueblo del Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los quechuas aventureros ni vagabundos. Quizá por esto ha sido y es también tan poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginación. Quizá por esto, el indio objetiva su metafísica en la naturaleza que lo circunda. Quizá por esto, los jircas o sea los dioses lares o los dioses del terruño gobiernan su vida. El indio no podía ser monoteísta.

Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia indígena no han cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y, como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir nómadamente, porque cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de desesperanza incurable con que gimen las quenas.

V

López Albújar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del alma del quechua. Y describe en su divagación sobre la coca: "El indio, sin saberlo, es schopenahuerista. Schopenahuer y el indio tienen un punto de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es teoría y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es”.

Unamuno encuentra certero este juicio. También él cree que el excepticismo del indio es experiencia y desdén. Pero el historiador y el sociólogo pueden percibir otras cosas que el filósofo y e!l literato tal vez desdeñan. ¿No es este excepticismo, en parte, un rasgo de psicología asiática? El chino, como el indio, es materialista y excéptico. Y, como en el Tawantisuyu. en la China, la religión es un código de moral práctica más que una concepción abstrusamente metafísica. El libro de López Albújar no aborda estas cuestiones ni tenía por qué abordarlas. Pero le pertenece en mérito de plantear su debate. La cual basta para dar una idea de la hondura de sus sugestiones.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Temas de nuestra literatura. Los laureles de Guillén [Recorte de prensa]

Temas de nuestra literatura. Los laureles de Guillén

I

No sé cuántas veces he estado a punto de escribir mi opinión sobre el caso Guillén. No sé tampoco, a ciencia cierta, por qué no he llegado hasta hoy a escribirla. Creo que ha sido siempre porque otros temas y otros casos me han solicitado más urgentemente. Que la egolatría de Alberto Guillen me perdone si confieso que los hombres de letras rara vez consiguen interesarme exclusivamente en sí mismos. Me interesan, ante todo, como agonistas de un drama, que no es, únicamente, su propio drama personal sino, al mismo tiempo, el drama humano. Mejor dicho, me interesan como actores, como intrérpretes, como signos. Sobre todo, como signos. El hombre que en el arte, en la política, en la vida, no logra ser un signo de algo, bueno o malo, negativo o positivo carece de relieve y de atracción para mi curiosidad. El signo, en cambio, me es invariablemente) precioso como cifra de una especie de estenografía del mundo y de la épica.

Guillen, en nuestro pequeño mundo, no es únicamente un valor literario. Es, además, un signo de un instante de nuestra literatura. El poeta de “Deucalión” y de “Laureles” marca la transición del período “Colónida” al período actual. Física y espiritualmente, se le siente entre los dos fenómenos.

El estado de ánimo “colónida” representó una insurrección —decir una revolución sería exagerar su importancia— contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y fanfarrona y su melancolía mediocre y ojerosa. Los ‘‘colónidas”, virtualmente, reclamaron sinceridad y naturalismo. Mas su movimiento era demasiado heteróclito y anárquico para condensarse en una tendencia y para concretarse en una fórmula. El “colonidismo” agotó su energía en su grito iconoclasta, su órgano snobista y sus paraísos artificiales. Tenía un mal congénito: un decadentismo y un d'anunzianismo de segunda mano injertados en el muelle temperamento criollo. Gillén heredó de la generación ‘‘colónida” el espíritu iconoclasta iconoclasta y ególatra. Extremó en su poesía la exaltación paranoica del yo. Pero, a tono con el nuevo estado de ánimo que maduraba ya, tuvo su poesía un acento viril. Extraño a los venenos de la urbe, Guillen discurrió, con rústico y pánico sentimiento, por los caminos del agro y la égloga. Enfermo de individualismo y nietzchanismo, se sintió un super hombre. En Guillen la poesía peruana renegaba, un poco desgarbada pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.

II

Pertenecen a este momento de Guillen ‘‘Belleza Humilde” y “Prometeo”. Pero es en “Deucalión” donde el poeta encuentra su equilibrio y realiza su personalidad. Yo clasifico ‘‘Deucalión” entre los pocos libros que más alta y puramente representan la literatura peruana de la primera centuria. En “Deucalión” no hay un bardo que declama en un tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre, que exalta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de pasión, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que nuestro destino es hallar el camino que lleva al Paraíso. “Deucalion” es la canción de la partida. El poeta se apresta para el viaje. Pero es aún de noche. Y debe aguardar que su día amanezca.

"Esperaré la aurora
para subir,
con la voz de la trompa sonora
del sol he de partir”.

La aurora encuentra pronto al poeta.

"El viento hincha las velas
de mi corazón,
¿Hacia dónde vuelas,
viento, y llevas mi barco sin, timón?

Y el barco parte, y siento las espuelas
del viento en mi corazón.
Vamos como las carabelas
de Colón...

¿Hacia dónde?
¡No importa! La Vida esconde
mundos en germen

que aún falta descubrir:
Corazón, es hora de partir
hacia los mundos que duermen!

Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna. No tiene rocín ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el Juan Bautista de Rodín.

"Ayer salí desnudo
a retar al Destino,
el orgullo de escudo
y el yermo de Mambrino".

Pero la tensión de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus nervios jóvenes. Y, luego, la primera aventura, como la de don Quijote, ha sido desventurada y ridícula. El poeta, además, nos revela su flaqueza del de esta jornada. No está bastante loco para seguir la ruta de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y su sarcasmos. Su ilusión no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el dado grotesco, el flanco cómico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado, vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges a todos los enigmas.

"¿Para que te das corazón,
para que te das,
si no has de hallar tu ilusión
jamás?"

Pero la duda, que roe el corazón del poeta, puede aún prevalecer sobre su esperanza. El poeta tiene mucha sed de infinito. Su ilusión está herida; pero todavía logra ser imperativa y perentoria. Este soneto resume entero el episodio:

"A mitad del camino
pregunté, como Dante:
¿Sabes tú mi destino,
mi ruta, caminante?

Como un eco un pollino
me respondió hilarante,
pero el buen peregrino
me señaló adelante;

luego se alzó en mí mismo
una voz de heroísmo
que me dijo:—¡Marchad!

Y yo arrojé mi duda
y, en mi mano, desnuda,
llevo mi voluntad".

No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso. La duda a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia emponzoñándola y aflojándola. Guillen conviene con el diablo en que "no sabemos si tiene razón Quijote o Panza”. Mina su voluntad una filosofía relativista y escéptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al Mito. Pero Guillén conoce ya su relatividad. La duda es estéril. La fe es fecunda. Solo por esto Guillén se decide por el camino de la fe. Su quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista. “Piensa que te conviene —dice— no perder la esperanza”—Esperar, creer, es una cuestión de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego, esta intuición se precise en términos más nobles: “Y, mejor, norazones, más valen ilusiones que la razón más fuerte”.

Pero todavía el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura. Todavía está encendida su alucinación. Todavía es capaz de expresarse con una pasión sobrehumana:

"Igual que el viejo Pablo
fue postrado en el suelo,
me ha mordido el venablo
del infinito anhelo:

por eso, en lo que os hablo,
pongo el ansia del vuelo yo he de ayudar al Diablo
a conquistar el Cielo".

Y, en este admirable soneto, grávido de emoción, religioso en su acento, el poeta formula su evangelio:

Desnuda el corazón
de toda vanidad
y pon tu voluntad
donde esté tu ilusión;

opón tu puño, opón
toda tu libertad
contra el viejo aluvión
de la Fatalidad;

y que tus pensamientos,
como los Elementos
destrocen toda herida,

como se abre el grano
a pesar del gusano
y del lodo a la vida.

La raíz de esta poesía está a veces en Nietzche, a veces en Rodó, a veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guillen. No es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la forma se consustancian, se identifican, totalmente en "Deucalión". La forma es como el pensamiento, desnuda, plástica, tenso, urgente. Colérica y serena al mismo tiempo. (Una de las cosas que yo amo más en Deucalion es, precisamente su prescindencia casi absoluta de decorado y de indumento; su voluntario y categórico renunciamiento a lo ornamental y a lo retórico). "Deucalión", es una diana. Es un orto. En "Deucalión" parte un hombre, mozo y puro todavía, en busca de Dios o a la conquista del mundo.

III

En su camino, Guillén se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia. Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita enervan y aflojan su voluntad. Su poesía se contagia del humor negativo y corrosivo de la literatura de Occidente. Guillén deviene socarrón, befardo, cínico, ácido. Y el pecado trae la expiación. Todo lo que es posterior a "Decalión" es también inferior. Lo que le falta de intensidad humana le falta, igualmente, de significación artística. "El Libro de las Parábolas" y ‘"La Imitación" de Nuestro Señor Yo encierran muchos aciertos ; pero son libros irremediablemente monótonos. Me hacen la impresión de productos de retorta. El excepticismo y el egotismo de Guillén destilan ahí, acompasadamente, una gota, otra gota. Tantas gotas, dan una página; tantas páginas y un prólogo, dan un libro.

IV

El lado, el contorno de esta actitud de Guillén más interesante es su relativismo. Guillen se entretiene en negar la realidad del yo, del individuo. Pero su testimonio es recusable Porque talvez, Guillen razona según su experiencia personal: —Mi personalidad, como yo la soñé, como ya le entreví no se ha realizado; luego la personalidad no existe.

En "La Imitación de Nuestro Señor Yo", el pensamiento de Guillén es pirandeliano. He aquí algunas pruebas:

"El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en mí”. ¿Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en mí a muchos hombres? "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en ellos".

Estas líneas contienen algunas briznas de la filosofía del "Uno, Ninguno, Cien Mil" de Pirandello.

V

Encuentro en "La Imitación de Nuestro Señor Yo" esta preciosa "estampa" que parece escapada del repertorio de Raymond Radiguet o o de Jean Cocteau.

"Estampa".—El primer novio de esa niña fue un ángel rubio y sonrosado que bajaba a besarla de un cuadro por las noches".

VI

No creo, sin embargo, que Guillén, si persevera por esta ruta, llegue a clasificarse entre los especímenes de la literatura humorista y cosmopolita de Occidente. Guillén, en el fondo, es un poeta un poco rural y franciscano. No toméis al pie de la letra sus blasfemias. Muy adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su psicología tiene muchas raíces campesinas. Permanece, íntimamente, extraña al espíritu quitaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guillén se advierte, enseguida, que no consigue manejar con destreza el artificio.

VII

El título del último libro de Guillén “Laureles” resume la segunda fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros laureles, que él mismo secretamente desdeña, ha luchado, ha sufrido, ha peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la adolescencia su ambición era más alta. ¿Se contenta ahora de algunos laureles municipales o académicos?. No es suficiente Guillén, saber partir desnudo. Hace falta isaber llegar desnudo.

Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guillén de sofocar al poeta de "Deucalión" con sus propias manos. A Guillén lo pierde la impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no perduran. La gloria se construye con materiales menos efímeros. Y es para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones. El deber del artista es el de no traicionar su destino. La peor táctica, la de "burlar esta etapa". La impaciencia en Guillén se resuelve, por ejemplo, en abundancia. Y la ambundancia es lo que más perjudica y disminuye el mérito de su obra. "El Libro de la Democracia Criolla" y "Corazón Infante" podrían bastar a una justicia un poco sumaria para condenarla. Y yo no creo que a Guillén no le importe el juicio de su generación.

Guillén ama a San Pablo. No le molestará mucho, por ende, que yo termine este artículo con un augurio. El augurio de que Guillén encuentre muy pronto su camino de Damasco.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Regionalismo y centralismo [Recorte de prensa]

Regionalismo y centralismo

¿Cómo se plantea, en nuestra época, la cuestión del regionalismo? En algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones regionalistas son imprecisas, indefinidas; no se concretan en categóricas y vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el Perú un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresión vaga de un malestar y de un descontento.

Esto tiene su explicación en nuestra realidad económica y social y en nuestro proceso histórico. La cuestión del regionalismo se plantea, a nuestra generación, en términos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con la ideología jacobina o radicaloide del siglo XIX.

Me parecen que nos pueden orientar en la exploración del tema del regionalismo las siguientes proposiciones:

1a.—La polémica entre federalistas y centralistas, es una polémica superada y anacrónica como la controversia entre conservadores y liberales, teórica y prácticamente, la lucha se desplaza del plano politico al plano social y económico. A la nueva generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal sino lo sustancial.

2a.—El federalismo no aparece en nuestra historia como una reinvindicación popular, sino más bien como una reinvindicación del gamonalismo y de su clientela. No la formulan las masas indígenas.. Su proselitismo no desborda los límites de la pequeña burguesía de las antiguas ciudades coloniales.

3a.—El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas. La tendencia federalista recluta sus adeptos entre los caciques y gamonales en desgracia ante el poder central.

4a.—Uno de los vicios de nuestra organización política es, ciertamente, su centralismo: pero la solución no reside en un federalismo de raíz e inspiración feudales.

5a.—Es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales. Los departamentos descienden de las artificiales intendencias del virreynato. No tienen por consiguiente una tradición ni una realidad genuinamente emanadas de la gente y la historia peruanas.

II

La idea federalista no muestra en nuestra historia política raíces verdaderamente profundas. El único conflicto ideológico, el único contraste doctrinario, de la primera media centuria de la república es el de conservadores y liberales, en el cual no se percibe la oposición entre la capital y las regiones sino el antagonismo entre los “encomenderos” o latifundistas descendientes de la feudaiidad y la aristocracia coloniales, y el demos mestizo de las ciudades, heredero de la retórica liberal de la Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente al sistema administrativo. La constitución conservadora de Huancayo, suprimiendo los municipios, expresa la posición del conservantismo ante la idea del "self-government". Pero, así para los conservadores como para los liberales de entonces, la centralización o la descentralización administrativa no ocupa el primer plano de la polémica.

Posteriormente, cuando los antiguos "encomenderos" y aristócratas, unidos a algunos comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios con el Estado, se convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario liberal se conforma más con los intereses y las necesidades del capitalismo que el ideario aristocrático, la descentralización encuentra propugnadores más o menos platónicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos políticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran relativamente favorables o contrarios a la descentralización. Es cierto que, en este nuevo período, el conservantismo y el liberalismo, que ya no se designan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los mismos intereses ni a los mismos impulsos de clase. (Los ricos, en ese curioso período, devienen un poco liberales; las masas se vuelven, por el contrario, un poco conservadoras). Más, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista, Manuel Pardo, bosqueja una política descentralizadora con la creación en 1873 de los concejos departamentales y que, años más tarde, el caudillo demócrata, Nicolás de Piérola, —político y estadista de mentalidad y espíritu conservadores aunque, en apariencia, insinúen lo contrario sus condiciones de agitador y de demagogo— inscribe o acepta en la "declaración de principios" de su partido la siguiente tesis: "Nuestra diversidad de razas, lengua, clima y territorio; no menos que el alejamiento entre nuestros centros de población, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras necesidades de hoy y de mañana, el establecimiento de la forma federativa; pero en las condiciones aconsejadas por la experiencia de ese régimen en pueblos semejantes al nuestro y por las peculiares del Perú".

Después del 95 las declaraciones anti-centralistas se multiplican. El partido liberal, de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma federal. El partido radical no ahorra ataques ni críticas al centralismo. Y hasta aparece, derrepente, como por ensalmo, un partido federal. La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida por los civilisas que en 1973 se mostraron inclinados a actuar una política descentralizadora.

Pero toda esta era pura especulación teórica. En realidad, los partidos no sentían ninguna urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas sinceros además de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no ejercían influencia alguna sobre la opinión. No representaban un anhelo popular. Piérola y el partido demócrata habían gobernado varios años. Durand y sus amigos habían compartido con los demócratas, durante algún tiempo, los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos ni los otros se habían ocupado en esa oportunidad, del problema del régimen, ni habían pensado en reformar la Constitución.

El partido liberal, después del deceso del precario partido federal y de la disolución espontánea del radicalismo gonzález-pradista, sigue agitando la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea federalista, —que en el partido demócrata se había agotado en una platónica y mesurada declaración escrita,—puede servirle al partido liberal para robustecer su fuerza en provincias, atrayéndose a los elementos enemistados con el poder central. Bajo o, mejor dicho, contra el gobierno de José Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su política ulterior demuestra, demasiado claramente, que el partido liberal no obstante su profesión de fe federalista, solo esgrime la idea de la federación con fines de propaganda. Los liberales forman parte del ministerio y de la mayoría parlamentaria durante el segundo gobierno de Pardo. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarlos, ninguna intención de reanudar la batalla federalista.

También Billinghurst, —acaso con más apasionada convicción que otros políticos que usaban esta plataforma— quería la descentralización. No se le puede reprochar, como a los demócratas y a los liberales, su olvido de este principio en el poder. Su experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e imparcialmente, no se puede tampoco dejar de constatar que con Billinghurst llegó a la presidencia de la república un enemigo del centralismo sin ningún beneficio para la campana anti-centralista.

A primera vista, les parecerá a algunos que esta rápida revision de la actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que, sobre todo, de la fecha de la declaración de principios del partido demócrata a la del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido en el Perú una efectiva y definida corriente federalista. Pero esto sería contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente, esta revisión es que la idea federalista no ha suscitado ni ardorosas y explícitas resistencias ni enérgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido un tema o un principio sin valor y sin eficacia para, por si solo, significar el programa de un movimiento o de un partido.

Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo burocrático. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Perú no se ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmación federalista.

En un próximo artículo estudiaré los aspectos del regionalismo esbozados en las proposiciones que sirven de introducción a este estudio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Un programa de estudios sociales y económicos [Recorte de prensa]

Un programa de estudios sociales y económicos

El debate sobre los tópicos del nacionalismo me parece una ocasión no solo para tratar, en las páginas de esta revista, en sucesivos artículos próximos, algunos temas, del Perú que desde hace tiempo ocupan mi pensamiento, sino también para bosquejar desde ahora, las bases de un programa de estudios sociales y económicos, hacia cuya elaboración creo que tienden los representantes, mas antes en ideas, de la nueva generación. Pienso, como dije en mi artículo del viernes último, que una de las características de esta generación es su creciente interés por el conocimiento de las cosas peruanas. Y pienso, igualmente, que otra de sus características es una naciente aptitud pata coordinar y concretar sus estilemos en una obra común.

El criollo, como es notorio, ha heredado del español su individualismo. Pero el áspero individualismo íbero no ha conservado al menos, en este trópico, su recia fibra original. Ingertado en la psicología indígena, ha degenerado en un egotismo estéril y morbido. El peruano, por ende, no resulta individualista sino simplemente anarcoide. En el intelectual, este defecto se exaspera y se exacerba. En la Historia peruana, no se encuentra ningún eficaz ejemplo de cooperación intelectual. El radicalismo, que aproximó temporalmente a algunos intelectuales, no supo dejarnos un conjunto más o menos orgánico de estudios o siquiera de opiniones. Pereció sin dejarnos más literatura que la de su jefe.

En la nueva generación, en cambio, se advierte mucha menos dispersión y mucho menos egotismo. Los jóvenes tienden a agruparse; tienden a entenderse. La obra del intelectual de vanguardia no quiere ser un monólogo. Se propaga, poco a poco, la convicción de que los hombres nuevos del Perú deben articular y asociar sus esfuerzos, Y de que la obra individual debe convertirse, voluntaria y conscientemente, en obra colectiva.

La exploración y la definición de la realidad profunda del Perú no son posibles sin cooperación intelectual. En esto se declaran de acuerdo todos los intelectuales jóvenes con quienes yo he considerado y discutido el tema del presente artículo. Y de estas conversaciones ha brotado espontánea la idea de la creación de un centro o ateneo de estudios sociales y económicos. El nombre es lo de menos. Lo que a todos nos importa es el fin.

El estudio de los problemas peruanos exige colaboración y exige, por ende, disciplina. De otra suerte tendremos interesantes y variados retazos de la realidad nacional; pero no tendremos un cuadro de la realidad entera. Y la colaboración y la disciplina no pueden existir sino como consecuencia de una idea común y de un rumbo solidario. En consecuencia, no solo es natural sino necesario que se junten únicamente los afines. Los hombres de idéntica sensibilidad e idéntica inquietud. La heterogeneidad es enemiga de la cooperación. Y, sobre todo, en este caso, no se trata de inaugurar una tribuna de polémica bizantina sino de
forjar un instrumento de trabajo positivo y orgánico.

El proyecto en gestación quiere que algunos intelectuales, movidos por un mismo impulso histórico, se asocien en el estudio de las ideas y de los hechos sociales y económicos. Y que apliquen un método científico al examen de los problemas peruanos. Este segundo orden de investigaciones requiere un trabajo de seminario. Por consiguiente, el proyectado grupo tendría que dividirse en secciones. Una sección de Economía Peruana, una sección de Sociología Peruana, una sección de Educación, serían las principales. Cada sección elaboraría, dentro de las normas generales, su propio programa. Para cada tema se designaría un relator que expondría, primero a sus compañeros, luego al público, sus conclusiones. El trabajo estaría sometido a un sistema. Pero este sistema, destinado a obtener una libre cooperación, no disminuiría el carácter y la responsabilidad individuales de las tesis.

Entre los problemas de la Economía Peruana, hacia cuyo estudio se encuentra más obligada la nueva generación, se destaca el problema agrario. La propiedad de la tierra es la raíz de toda organización social, política y económica. En el Perú, en particular, esta cuestión domina todas las otras cuestiones de la economía nacional. El problema del indio es, en úlltimo analisis, el problema de la tierra, sin embargo, la documentación, la bibliografía de este tema no pueden hasta hoy ser mas exiguas. El debate de este tema, que debería conmover intensamente la consciencia nacional, no preocupa sino a algunos estudiosos. Un Ateneo de Estudios Sociales y Económicos lo transtormaría en el mayor debate nacional.

Yo no pretendo, dentro del limitado ámbito de un artículo, trazar el plan de organización y de trabajo de este Ateneo de Estudios Sociales y Económicos. Como digo mas arriba, este artículo no tiene por objeto mas que esbozar sus lineamientos. El programa mismo tiene que ser fruto de una intensa cooperación. Hacia esta cooperación se encaminan los intelectuales jóvenes.

La nueva generación quiera ser idealista. Pero, sobre todo, quiere ser realista. Está muy distante, por tanto, de un nacionalismo declamatorio y retórico. Siente y piensa que no basta hablar de peruanidad. Que hay que empezar por estudiar y definir la realidad peruana. Y que hay que buscar la realidad profunda: no la realidad superficial.

Este es el único nacionalismo que cuenta con su consenso. El otro nacionalismo no es sino uno de los más viejos disfraces del más descalificado conservantismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Regionalismo y gamonalismo [Recorte de prensa]

Regionalismo y gamonalismo

Debo explicar en este artículo las proposiciones que formulé en el anterior, planteando en sus nuevos términos la cuestión del regionalismo. Esas proposiciones declaran superada y anacrónica la polémica entre federalistas y centralistas, dado que la lucha, en nuestro tiempo, se desplaza de un plano meramente politico al plano social y económico; afirman que el federalismo no aparece en nuestra historia como una reinvindicación popular sino como una reinvindicación del gamonalismo y de su clientela y cuyo proselitismo no desborda los confines de la pequeña burguesía de las ciudades coloniales; remarcan que el centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas, según su humor o su favor ante el poder central; y observan la dificultad de definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales, puesto que los departamentos descienden de las artificiales intendencias dal virreynato y no tienen, por tanto, una tradición ni una realidad directa y genuinamente emanadas de la gente y de la historia peruanas.

A todos los observadores agudos de nuestro proceso histórico, cualquiera que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento peruano no son exclusivamente políticas —la palabra “política" tiene en este caso la acepción de “vieja política”— sino, sobre todo, sociales y económicas. El “problema del indio”, la “cuestión agraria” interesan mucho más a los peruanos de nuestro tiempo que el “principio de autoridad”, la “soberanía de la inteligencia”, la “soberanía popular”, el “sufragio universal” y demás temas del antiguo diálogo entre liberales y conservadores. Esto no depende de que la mentalidad política de las anteriores generaciones fuese más abstractista, más filosófica, más universal; y de que, diversa u opuestamente la mentalidad política de la generación contemporánea sea más realista, más positivista y más peruana. Depende, principalmente, de que la polémica entre liberales y conservadores se inspiraba, de ambos lados, en los intereses y en las aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carecía de reinvindicaciones y de ideología propias. Liberales y conservadores consideraban al indio desde su plano de clase y raza superior y distinta. Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se empeñaban en reducirlo a un problema filantrópico o humanitario. En esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa—la cual adquiere gradualmente consciencia y espíritu de clase—surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente la solución del problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a representar el tema capital.

He aquí, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e insinúan superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestran que el programa que se elabora en la consciencia de esta generación es mil veces más nacional que el que, en el pasado, se alimentó únicamente de sentimientos y supersticiones aristocráticas o de conceptos y fórmulas jacobinas. Un criterio que sostiene la primacía del problema del indio es, simultáneamente, muy humano y muy nacional, muy idealista y muy realista. Y su arraigo en el espíritu de nuestro tiempo está demostrado por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el juicio de sus mejores críticos de fuera. Eugenio d’Ors, por ejemplo. Este profesor español, cuyo pensamiento es tan estimado y aún sobre-estimado por quienes en el Perú identifican nacionalismo (y conservantismo, ha escrito, en una carta a un diplomático boliviano, con motivo del centenario de Bolivia, lo siguiente: “En ciertos pueblos americanos, especialmente, creo ver muy claro cual debe ser, cuál es, la justificación de la independencia, según la ley del Buen Servicio; cuales son, cuáles deben ser el trabajo, la tarea, la obra, la misión. Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su pais. Bolivia, tiene, como tiene el Perú, como tiene México, un gran problema local—que significa a la vez, un gran problema universal—. Tiene el problema del indio; el de la situación del indio ante la cultura. ¿Qué hacer con esta raza? Se sabe que ha habido, tradicionalmente, dos métodos opuestos. Que el método sajón ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla, en, lentamente, exterminarla. El método español, al contrario intentó la aproximación, la redención, la mezcla. No quiero decir ahora cuál de los dos métodos deba preferirse. Lo que hay que establecer con franca entereza es la obligación de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es la imposibidad moral de contentarse con una línea de conducta que esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululación de los indios al lado de la población blanca, sin preocuparse de su situación, más que en el sentido de aprovecharla— egoísta, avara, cruelmente—para las miserables faenas obscuras de la fatiga y de la domesticidad”.

No me parece ésta la ocasión de contradecir el concepto, de Eugenio d'Ors sobre la oposición entre un presunto humanitarismo del método español y una implacable voluntad de exterminio del método sajón, respecto del indio. (Probablemente para Eugenio d'Ors el método español está representado por el generoso espíritu del padre de las Casas y no por la política de la conquista y del virreynato, totalmente impregnada de prejuicios adversos no solo al indio sino hasta al mestizo). En la opinión de Eugenio d'Ors no quiero señalar más que un testimonio reciente de la igualdad con que interpretan el mensaje de la época los agonistas iluminados y los expectadores inteligentes de nuestro drama histórico.

II

Admitida la prioridad del debate del “problema del indio” y de la “cuestión agraria” sobre cualquier debate relativo al mecanismo del régimen más que a la estructura del Estado, resulta absolutamente imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente, de la descentralización administrativa, desde puntos de vista no subordinados a la solución radical y orgánica de los dos primeros problemas. Una descentralización, que no se dirija, hacia esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida.

Y bien, la descentralización en sí misma, la descentralización como reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún progreso en el camino de la solución del “problema del indio” y del “problema de la tierra” que, en el fondo, se reducen a un único problema. Por el contrario, la descentralización, actuada sin otro propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una autónoma más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra una solución inspirada en el interés de las masas indígenas. Para adquirir esta convicción, basta preguntarse qué casta, qué categoría, qué clase se opone a la redención del indio. La respuesta no puede ser sino una y categórica: el gamonalismo, el caciquismo. Por consiguiente, ¿cómo dudar de que una administración regional de gamonales y de caciques, cuanto más autónoma, tanto más sabotearía y rechazaría toda efectiva reivindicación indígena?

No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no conseguiría prevalecer jamás contra el gamonalismo en la administración regional. La experiencia de más de un siglo es suficiente para saber a qué atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano, llegue a funcionar en el Perú un sistema democrático que asegure, formalmnete al menos, la satisfacción del principio jacobino de la “soberanía popular”. Las masas rurales, las comunidades indígenas, en todo caso, se mantendrían extrañas al sufragio y a sus resultados. Y, en consecuencia, aunque no fuera sino porque “los ausentes no tienen nunca razón” —les absents ont toujours tort— los organismos y los poderes que se crearían “electivamente”, pero sin su voto, no podrían ni sabrían hacerles nunca justicia. ¿Quién tiene la ingenuidad de imaginarse a las regiones,—dentro de su realidad económica y política presentes,—regidas por el “sufragio universal”?

Tanto el sistema de “concejos departamentales” del presidente Manuel Pardo como la república federal preconizada en los manifiestos de Augusto Durand y otros asertores del federalismo, no han representado ni podían representar otra cosa que una aspiración del gamonalismo. Los “concejos departamentales”, en la práctica, transferían a los caciques del departamento una suma de funciones que detiene ahora el poder central. La república federal, aproximadamente, habría tenido la misma función y la misma eficacia.

Tienen plena razón las regiones, las provincias, cuando condenan el centralismo, sus métodos y sus instituciones. Tienen plena razón cuando denuncian una organización que concentra en la capital la administración de toda la república. Pero no tienen razón absolutamente cuando, engañadas por un miraje, creen que la descentralización bastaría para resolver sus problemas esenciales. El gamonalismo, dentro de la república central y unitaria, es el aliado y el agente, de la capital en las regiones y en las provincias. De todos los defectos y de todos los vicios del régimen central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la descentralización no sirve sino para colocar, directamente, bajo el dominio de los gamonales, administración regional y el régimen local, sustitución de un sistema por otro no aporta promete el remedio de ningún mal profundo.

III

Luis E. Valcárcel me escribe que está en el empeño de demostrar “la supervivencia del Inkario sin el Inka”. He ahí un estudio mucha más trascendente que el de los superados temas de la vieja política. He ahí también un tema que confirma la aserción de que las preocupaciones de nuestra generación no son superficial y exclusivamente políticas sino, principalmente, económicas y sociales. El empeño de Valcárcel toca en lo vivo de la cuestión del indio y de la tierra. Busca la solución no en el gamonal sino en el “ayllu”. Espero conocer sus proposiciones para decir todo lo que pienso al respecto.

Entre tanto, el tema del regionalismo, en sus viejos y nuevos apectos, no queda sino desflorado. Y, como la explicación de mis puntos de vista no cabe dentro del espacio de un artículo, debo continuarla el próximo viernes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La región en la República [Recorte de prensa]

La región en la República

Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de su tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es que las “regiones” son los “departamentos”. El departamento es un término político que no designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula precisa de descentralización. Un regionalismo que se contente de la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo que en su libro "Crear" dedica a la reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región".

Pero este órgano no es nuevo sino como órgano, político y administrativo. Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía dentro de esta, necesita precisamente existir como región. En Francia, nadie puede contestar el derecho de la Provenza, de la Alsacia-Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España donde la unidad nacional es menos sólida ni de Italia donde, es menos vieja. En España y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gens y hasta la lengua.

El Perú, según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se encuentra bien definido es la naturaleza). Y esta división no es solo física. Trasciende, a toda nuestra realidad social y económica. La montaña sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población. La sierra, es indígena; la costa es española o mestiza, (como se prefiera calificarla ya que las palabras "indígena" y "español" adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre el libro de Valcárcel: “La dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobreviene en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena”.

La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen refugiadas hurañamente en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorverlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y conveniencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de civilización, nacida, de la invasión y la conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse, con la raza indígena ni eliminarla o absorverla.

El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce solo un simple descontento de una parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente, de este, contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, mas que un conflicto entre la capital y las provincias, denuncia el conflicto entre el Peru costeño y español y el Perú serrano e indígena.

Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa geográfica y sociológicamente son dos regiones; pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de comunicación sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene, que inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo.

Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.

II

Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan sincera y profundamente sentido como en el Sur, y, más precisamente, en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización incaica. En el sur la “región” reposa sólidamente en la piedra histérica. Los Andes son sus bastiones.

El Sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino puertos y caletas. El Sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreynato y de la república.

Hacía el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y tonalidad españolas. El trafico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimientos.

En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.

III

El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos; pero acepta o emplea, a veces, una division más general: la que agrupa los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y sur. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en el fondo, más arbitraria y artificial que esta demarcación la de la república centralista. Bajo la etiqueta de Norte y de Centro se reune departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término “región” aparece aplicado demasiado convencionalmente.

Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando su comité central sobre tres comités regionales, el del norte, el del centro y el del sur. (Del federalismo de este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y la forma constitucional de 1919, al instituir los congresos regionales, sancionó la misma división.

Pero esta demarcación, como la de los departamentos, corresponde característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original. Este será el tema de mi próximo artículo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La tragedia de sábado [Recorte de prensa]

La tragedia de sábado

I

Era Edwin Elmore un hombre nuevo y un hombre puro. Esto es lo que nos toca decir a los que en la generación apodada “futurista” vemos una generación de hombres espiritual e intelectualmente viejos y a los que nos negamos a considerar en el escritor solamente la calidad de la obra, separándola o diferenciándola de la calidad del hombre.

Elmore supo conservarse joven y nuevo al lado de sus mayores. Lo distinguían y lo alejaban cada vez más de estos su elán y su sed juveniles. El espíritu de Elmore no se conformaba con antiguas y prudentes verdades. Su inteligencia se negaba a petrificarse en los mismos mediocres moldes en que se congelaban las de los pávidos doctores y letrados que estaban a su derecha. Elmore quería encontrar la verdad por su propia cuenta. Toda su vida fue una búsqueda, un peregrinaje. Interrogaba a los libros, interrogaba a la época. Desde muy lejos presintió una verdad nueva. Hacia ella Elmore se puso en marcha a tientas y sin guía. Ninguna buena estrella encaminó sus pasos. Sin embargo, extraviándose unas veces, equivocándose otras, Elmore avanzó intrépido.

Llegó así Elmore a ser un hombre y un escritor descontento de su clase y de su ambiente. El caso no es raro. En las burguesías de todas las latitudes hay siempre almas que se rebelan mentes que protestan.

II

Se explica, perfectamente, el que Elmore no alcanzase como escritor el mismo éxito, la misma notoriedad, que otros escritores de su tiempo. Para el gusto y el interés de las gentes inclinadas a admirar únicamente una retórica engolada y cadenciosa, una erudición solemne y arcaica o un sentimentalismo frívolo y musical, los temas y las preocupaciones de Elmore carecían en lo absoluto de valor y de precio. Elmore, como escritor, resultaba desplazado y extraño. Las saetas del superficial humorismo de un público empeñado en ser ante todo elegante y escéptico tenían un blanco en el idealismo de este universitario que predicaba el evangelio de don Quijote a un auditorio de burocráticos Pachecos y académicos Sanchos.

El conservatismo de los viejos —viejos a pesar, muchas veces, de sus mejillas rosadas y tersas— miraba con recelo y con ironía el afán de Elmore de encontrar una ruta nueva. La inquietud de Elmore le parecía a toda esta gente una inquietud curiosamente absurda. El optimismo panglosiano y adiposo de los que perennemente se sentían en el mejor de los mundos posibles no podía comprender el vago pero categórico deseo de renovación que movía a Elmore. ¿Para qué inquietarse, —se preguntaba— por qué agitarse tan bizarramente ?

Procedente de una escuela conservadora y pasadista, Elmore tenía la audacia de examinar con simpatía ideas nuevas. No propugnaba abiertamente el socialismo; pero lo señalaba y estudiaba ya como el ideal y la meta de nuestro tiempo. Elmore se colocaba por si mismo fuera de la ortodoxia y del dogma de la plutocracia.

III

El conflicto de la vida de Edwin Elmore era éste. Elmore —como otros intelectuales— se obstinaba en la ilusión y en la esperanza de hallar colaboradores para una renovación en una generación y una clase natural e íntimamente hostiles a su idealismo. Se daba cuenta del egoísmo y de la superficialidad de sus mayores; pero no se decidía a condenarlos. Pensaba que "la ley del cambio es la ley de Dios"; pero pretendía comunicar su convicción a los herederos del pasado, a los centinelas de la tradición. Le faltaba realismo.

En el fondo, su mentalidad era típicamente liberal. Una burguesía inteligente y progresista habría sabido conservarlo en su seno. Elmore temía demasiado el sectarismo. Era un liberal sincero, un liberal amplio, un liberal probo. Y, por consiguiente, comprendía el socialismo: pero no su disciplina ni su intransigencia. En este punto la ideología revolucionaria se mantuvo inasequible e ininteligible a Elmore. Y en este punto, por ende, se situó casi siempre el tema de mis conversaciones con él. Yo me esforzaba por demostrarle que el idealismo social para ser práctico, para no agotarse en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en sus reivindicaciones. Y yo sentí que su espíritu, prisionero aún de un idealismo un poco abstracto, pugnaba por aceptar plenamente la verdad de su tiempo. Su último trabajo, "El Nuevo Ayacucho", publicado en el número de MUNDIAL del centenario, es un acto de fe en su generación.

IV

En los libros de Unamuno aprendió quijotismo. Elmore era uno de los muchos discípulos que Unamuno, como profesor de quijotismo, tiene en nuestra América. Sus predilecciones en el pensamiento hispánico —Unamuno, Alomar, Vasconcelos— reflejan y definen su temperamento. Elmore trabajaba noblemente por un nuevo ibero- americanismo. Concibió la idea de un congreso libre de intelectuales ibero-americanos. Y, como era propio de su carácter, puso toda su actividad al servicio de esta idea. Tenía una fe exaltada en los destinos del mundo y la cultura hispánicas. Había adoptado el lema: "Por mi raza hablará el espíritu". Repudiaba todas las formas y todos los disfraces del ibero-americanismo oficial.

Su ibero-americanismo se alimentaba de algunas ilusiones intelectuales, como tuve ocasión de remarcarlo en mis comentarios sobre la idea del congreso de escritores del idioma; pero, gradualmente, se precisaba cada día más como un sentimiento de juventud y de vanguardia.

V

Ante su cadáver, hablemos y pensemos con alteza y dignidad. Su muerte decide su puesto en la historia y la lucha de las generaciones. Edwin Elmore, asertor de la fe de la juventud, pertenece al Perú nuevo. Solidario con Elmore en esa fe, yo saludo con respeto y con devoción su memoria. Sé que todos los hombres de mi generación y de mi ideología se descubren con la misma emoción, ante la tumba de este hombre nuevo y puro.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Descentralización Centralista [Recorte de prensa]

I

Las formas de descentralización ensayadas en el curso de la historia de la república han adolecido, —como en mi anterior artículo lo apuntaba— del vicio original de representar una concepcióm y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando hain intentado aplicarla, no han sabido moverse fuera de la práctica centralista.

Este gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un método definido de descentralización o autonomía, a consecuencia de traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar en poder feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto típico del numen político de la capital.

La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios. Teóricamente, no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes del criterio y del interés centralistas.

II

Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica. El experimento de los consejos departamentales instituídos por la ley de municipalidades de 1873. (El experimlepto federalista de Santa Cruz demasiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad, por su carácter de concepción política impuesta por un estadista cuyo ideal era, fundamentalmente, la unión de Perú y Bolivia).

Los consejos departamentales de 1873 acusaban, no solo en su factura, sino en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva institución había sido buscado en Francia, esto es en la nación del centralismo a ultranza.

Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.

La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones del sentimiento regional. Antes bien, los consejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la artificial división política de la república en departamentos o sea en circunstancias mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.

En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que "la organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871, no respondía a la cultura política de la época". Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los consejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondían absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaba destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder central: la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir todas estas obligaciones, aparte, de no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El financiamiento y el mecanismo del sistema eran además, demasiado complicados. Los consejos constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados por diputados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos parlamentos departamentales una máquina muy embrollada. Su interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su manejo. ¿Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estabn buenas para el poder central. Los consejos departamentales no reposaban, por tanto, ni en el pueblo extraño al juego político, sobre todo en las masas campesonas, ni en los señores feudales y sus clientelas. La institución resultaba completamente artificial.

La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los consejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había comprobado, en sus cortos años de vida, que no podían absolver su misión. Cuando, pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizarla administración no se volvió los ojos a la ley del 73.

III

La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin embargo a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una centralizacion de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia del prefecto. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.

Lo que realmentte, se proponía esta apariencia de descentralización no era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles para la instrucción y la vialidad. Toda la administración continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tedian más objeto que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de obras públicas.

La prueba de que esta fue la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y abolición. A medida que la hacienda pública convaleció de las consecuantcias de la guerra del 79, el poder central empezó a reasumir las funciones encargadas en un período de aguda crisis fiscal a las juntas departamentales. El gobierno tomó integramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaran a representar muy poca cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales, remplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que otra función burocrática en la administración departamental, se produjo su supresión.

IV

La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar un satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente de sus medidas descentralizadoras —la autonomía municipal— no ha sido todavía aplicada. Se ha incorporado en la Constitución del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. En cambio, se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los congresos regionales. Estos parlamentos del norte, e! centro y el sur son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria o adjetiva. Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que no sirven para nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos en última instancia.

No hacía falta, en realidad, esta, prueba, para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es legisalativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.

Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.

El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Conclusiones sobre el regionalismo [Recorte de prensa]

Conclusiones sobre el regionalismo

I

He examinado, en cuatro artículos, la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca, en este artículo final, precisar mis puntos de
vista sobre la descentralización y concretar los términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este problema.

La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el régimen centralista. El gamonalismo, el caciquismo, pudo manifestarse más o menos federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esa solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento, en el más eficaz agente del régimen centralista, ha renunciado a toda reivindicación desagradable a sus aliados de la capital.

Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y federailstas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en el curso de mi estudio, no asumió un carácter dramático. El antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Solo los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar apenas mejore su fortuna política.

No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos en una época en que la economía domina y absorve a la política de un modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino, capitalmente, las bases económicas del Estado.

II

En la sierra subsisten, con mucho más arraigo y mucha más fuerza que en el resto de la República, los residuos de la feudalidad española. La necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la colonia. La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, mas autóctono. Y los enemigos históricos y lógicos de este programa son los herederos de la conquista, los descendientes de la colonia, vale decir los gamonales. A este respecto no hay equivoco posible.

Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical de un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses feudales y que, en consecuencia, se propone como fin esencial un acrecentamiento del peder del gamonalismo.

El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es un dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las cuestiones de arquitectura del régimen pasan a segundo término. Lo que les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Perú se pronuncie contra el gamonal, por el indio.

III

Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan cada día con más fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y dirección totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el régimen centralista. Es una expresión de la conciencia serrana y del sentimiento andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo, indigenista. A Valcárcel, a Velasco Aragón y a los demás representantes de esta tendencia, —que no por azar nace en el Cuzco— no se les puede confundir con los anticentralistas de viejo tipo. Valcárcel percibe intactas, bajo el endeble estrato colonial, las raíces de la sociedad incaica. Su obra, más que regional, es cuzqueña, es andina, es quechua. Se alimana de sentimiento indígena y de tradición autóctona.

El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en nuestra época, de contraste, entre la capital y las regiones sino de conflicto entre dos generaciones, entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina, otro que asciende, ambos difundidos y representados así en la sierra como en la costa, así en la provincia como en la urbe.

Quienes, entre los jóvenes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva generación le toca construir, sobre un sólido cimiento de justicia, la unidad peruana.

IV

Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible discrepancia sustancial, emanada de egoísmos regionalistas o centralistas, queda descartada y excluida. La condenación del centralismo se une a la condenación del gamonalismo. Y estas dos condenaciones se apoyan en una misma esperanza y un mismo ideal: la redención del indio.

La autonomía municipal, el self government, la descentralización administrativa, no pueden ser regateadas ni discutidas en sí mismas. Pero desde los puntos de vista de una renovación peruana integral, tienen que ser consideradas y apreciadas en sus relaciones con el problema indígena y el problema agrario.

Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que aparezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier triunfo formal de la descentralización y la autonomía, están las reivindicaciones sustanciales de la causa del indio. Al menos en la consciencia de la vanguardia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo espíritu y la escuela [Recorte de prensa]

El nuevo espíritu y la escuela

I

Uno de los hechos que prueban más fehacientemente la lenta, pero segura elaboración de una mueva consciencia nacional, como creo haber tenido ya ocasión de remarcarlo, es el movimiento de renovación, que se afirma cada día más entre tos maestro. El maestro peruano quiere ocupar su puesto en la obra, de reconstrucción social. No se conforma con la supervivencia de una realidad caduca. Se propone contribuir con su esfuerzo a la creación de una realidad nueva.

Este movimiento se presenta, en parte, como un eco de tos movimientos análogos de Europa y América. Se nutre de una ideología ampliamente internacional. Se inspira en principios de Dewey, Kerschenteiner, Lunatcharsky, Ingenieros, Unamuno, etc. Pero recibe su impulso de nuestro propio proceso histórico.

El maestro joven muestra, por lo general, un vivo anhelo de reforma que, más que de una moderna filiación ideológica, depende de una espontánea reacción contra las deformidades y las vetusteces de la enseñanza en el Perú. Su actitud no representa, como algunos observadores superficiales podrían suponerlo, la fácil consecuencia de un simple acto de adhesión intelectual a ideas de vanguardia. El fenómeno se explica mejor inversamente. La voluntad de un cambo radical nace directamente de la necesidad de este cambio. Se comienza por sentir el problema; se concluye por adoptar la doctrina que asegura la mejor solución.

Precisamente, lo que falte todavía en el Perú a la corporación de maestros primarios es un definido orientamiento ideológico. Existen núcleos bien orientados y adoctrinados; pero estos núcleos no representan aún la conciencia de la corporación. En cambio la apetencia de nuevos métodos, el deseo de nuevos caminos, son perentoria aunque difusamente sentidos por casi todos los maestros jóvenes. En la misma vieja guardia no son raros los espíritus sensibles a esta sed de renovación. El trabajo o el proceso que tiene que cumplirse gradualmente es el de la transformación de este estado de ánimo en un estado de consciencia.

II

El nuevo espíritu de los maestros empieza a expresarse con clara modulación. Tres profesores inteligentes, estudiosos y dinámicos de la Escuela Normal —Garlos Velasquez, Amador Merino Reyna y César Oré— han fundado hace tres meses una revista —"La Revista Peruana de Educación"— que en sus tres números iniciales ha acreditado su derecho y su aptitud para constituir el órgano Central del movimiento renovador. Estos tres maestros no están solos. Los sostiene la simpatía y la solidaridad de los mejores elementos de su corporación.

Saludando el primer número de la revista, un maestro de Trujillo, C. J. Galarreta, después de constatar que "es urgente plantar el problema de la educación dentro de un ambiente ético e idealista", define así la misión del órgano creado por sus compañeros de la Escuela Normal de Lima: "Necesitamos una revista que vaya, más allá de la pizarra y dril salón de clase; que se proyecte a la sociedad, al ambiente; que sugiera, que modifique ; que discipline energías; que vuele sobre las injusticias, sobre las rutinas y sobre los aplanamientos”.

Todo esto es no solo una promesa sino una realización en esta revista que, aunque no ha merecido de la prensa diaria el comentario tan pródigamente concedido a cualquier charlatanismo y a cualquiera farandulería, significa una de las más válidas manifestaciones recientes de la cultura peruana. Merino Reyna, exponiendo el objeto de la revista, tiene esta frase que revela el valor y la honradez del grupo que la publica: “Pondremos en estas columnas, junto con nuestras convicciones, la responsabilidad de nuestras firmas". ¿Ha sido este alguna vez el lenguaje de las revistas de anima burocrática y genuflexa que han precedido en el tiempo, sin antecederla absolutamente en el espiritu, a la ‘"Revista Peruana de Educación"?

En el preceptorado peruano ha subsistido por mucho tiempo, lo mismo que en el artesanado, el espíritu que condensan y trasuntan las viejas "sociedades de auxilios mutuos" en sus largos elencos de presidentes y socios honorarios, en sus ritos, en sus diplomas, en sus medallas y en sus libreas.

III

Y no es la "Revista Peruana de Educación" el primero ni el único signo del nuevo espíritu de los maestros. Un grupo de maestros arequipeños fundó hace poco tiempo otra revista: "Idearium Pedagógico". Esta revista no pudo desarrollarse materialmente. En la actualidad, "Idearium Pedagógico" no es sino una modesta hojita. Pero esta modesta hojita vale, como voz de la Epoca, más que tanto pedante volumen y tanta acéfala publicación que, sin ningún título intelectual ni moral, solicitan consuetudinariamente la atención del público.

Jauja es otro centre de interesante inquietud. Se publica en Jauja dos revistas pedagógica: la "Revista de Educación" y "La Revista del Maestro". Ambas recomiendan la inteligencia y el entusiasmo de los maestros jaujinos. Carlos Velásquez, juzgando a la primera, observa que su director ha sabido darle "el carácter que hoy por hoy más se necesita en el Perú: el doctrinario, que trae consigo brillantez de ideal, nuevos propósitos. nobles arrebatos, voces de aliento y de estímulo necesarios para sacar a gran parte de nuestros maestros de su peligroso conformismo".

IV

Propugna la ‘‘Revista Peruana de Educación” reunión de un congreso nacional de educadore. "Creemos indispensable —declara— la celebración de un Congreso Nacional de Educación, de Pedagogía o de Maestros, como quiera llamársele, para señalar los ideales que debe perseguir la Escuela Primaria, a fin de que haya unidad de acción en el magisterio y que la resultante de los esfuerzos de éste cea una educación en armonía con las tendencias de la época y el progreso de la Patria".

Este congreso, no producirá ni debe producir un programa definitivo, pero inaugurará una etapa nueva en nuestra vida educacional. Desde su tribuna tos maestros de vanguardia dirán a todo el preceptorado la buena doctrina. Y formulará los principios de una revolución de la enseñanza.

Sera prematuro decir que los maestros peruanos en general se interesan deveras por un debate de ideas. La mayoría está aún compuesta de indiferentes y de conformistas. Pero la sola existencia de una minoría volitiva, que quiere y exige una renovación, anuncia el despertar de todo el cuerpo de maestros.

A nadie que esté al tanto de la historia de la pedagogía moderna puede sorprenderle que este movimiento reclute sus adeptos casi únicamente entre los maestros de primera enseñanza. Todas las ideas que están transformando la enseñanza en el mundo han brotado en el fecundo campo de experimentación y de creación de la escuela primaria. Las escuelas normales constituyen en todas partes el hogar natural de la nueva ideología pedagógica. Las del Perú no tienen porqué ser una excepción.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La evolución de la economía peruana [Recorte de prensa]

La evolución de la economía peruana

I

La tesis de mi anterior artículo, escasa, y rápidamente esbozada en pocos acápites, sobre la cual me propongo volver con mayor detenimiento en próximas oportunidades, me sugiere la idea de fijar, como una explicación de los puntos de vista en que esa tesis se apoya, algunos rasgos de la evolución de la economía peruana.

En el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en cualquier otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruanos. En el Imperio de los Incas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo incaico, —laborioso, disciplinado, panteista y sencillo— vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Incas había enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Incas sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo. Valorizaban el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían sometiendo a su autoridad tribus y tierras vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales. Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía incaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la nación se disolvió en comunidades dispersas. El trabajo indígena cesó de funcionar de un modo solidario y orgánico. Los conquistadores no se ocuparon casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra. Despojaron los templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartireron las tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y medios de producción.

El Virreynato señala el comienzo del difícil y complejo proceso de formación de una nueva economía. En este período, España se esforzó por dar una organización política y económica a su inmensa colonia. Los españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata. Sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal.

Pero no envió España al Perú, como del resto no envió tampoco a sus otras posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio español residió precisamente en su carácter y estructura de empresa militar y religiosa más que política y económica. En las colonias españolas no desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandas de pionniers. A la América española no vinieron casi sino virreyes, cortesanos, aventureros, clérigos, doctores y soldados. No se formó, por esto, en el Perú una verdadera fuerza de colonización. La población de Lima estaba compuesta por una pequeña corte, una burocracia, algunos conventos, inquisidores, mercaderes, criados y esclavos. El pionnier español carecía, además, de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Y los colonizadores no se bastaban a sí mismos para crear una economía sólida y orgánica. La organización colonial fallaba por la base. Le faltaba cimiento demográfico. Los españoles y los mestizos eran demasiado pocos para explotar, en vasta escala, las riquezas del territorio. Y, como para el trabajo de las haciendas de la costa se recurrió a la importación de esclavos negros, a los elementos y característicos de una sociedad feudal se mezclaron elementos y características de una sociedad esclavista.

Solo los jesuítas, con su orgánico positivismo, mostraron acaso, en el Perú como en otras tierras de América, aptitud de creación económica. Los latifundios que les fueron asignados, prosperaron. Los vestigios de su organización restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan hábilmente o provecharon y explotaron la tendencia natural de los indígenas al comunismo, no puede sorprenderse absolutamente de que esta congregación de hijos de San Iñigo de Loyola, como lo llama Unamuno, fuese capaz de crear en la costa peruana los centros de trabajo y producción que los nobles, doctores y clérigos, entregados en Lima a una vida muelle y sensual, no se ocuparon nunca de formar.

Los colonizadores se preocuparon casi únicamente de la explotación del oro y la plata peruanas. Me he referido más da una vez a la inclinación de los españoles a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de desconfianza que les inspiraron siempre en los Andes, de los cuales no llegaron jamás a sentirse realmente señores. Ahora bien. Se debe, sin duda, al trabajo de las minas la formación de las poblaciones criollas de la sierra. Sin la codicia de los metales encerrados en las entrañas de los Andes, la conquista de la sierra hubiese sido mucho más incompleta.

Estas fueron las bases históricas de la nueva economía peruana. De la economía colonial —colonial desde sus raíces— cuyo proceso no ha terminado todavía. En un próximo artículo examinaremos los lineamientos de su segunda etapa. La etapa en que una economía feudal deviene, poco a poco, economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Economía colonial [Recorte de prensa]

Economía colonial

I

El año económico de 1925 nos ha recordado de nuevo que toda la economía de la costa y, por ende, del Perú nacido de la conquista, reposa sobre dos bases que, físicamente, no pueden, parecerle a nadie asaz sólidas: el algodón y el azúcar. Esta constatación carece sin duda de valor para los hombres prácticos. Pero la visión de los hombres prácticas está siempre demasiado dominada por las cosas de la superficie para ser verdaderamente profunda. Y, en algunas cuestiones, la teoría cala más hondo que la experiencia.

La teoría además, interviene, mucho más de lo que se piensa, en conceptos aparentemente empíricos y objetivos. El mundo, por ejemplo, cree en la solidez de la economía británica no tanto por lo que te dicen las cifras de su comercio, sino porque sabe que la base de esta economía es el carbón. Y su confianza en el resurgimiento de la economía alemana tiene seguramente análogos motivos. La prueba está en que esa confianza sólo se ha quebrantado cuando se ha visto amenazado o socavado uno de los cimientos de Alemania: el carbón y el hierro.

La metáfora —que es, evidentemente, una necesidad más bien que un gusto nos ha habituado a representarnos una sociedad, un Estado, una economía, etc. como un edificio. Esto explica la preocupación inevitable del cimiento.

En el discurso del 1925 por otra parte, ha sido la naturaleza —no la teoría— la que nos ha revelado la poca consistencia del azúcar y del algodón como bases de una economía. Ha bastado que llueva extraordinariamente para que toda la vida económica del pais se resienta. Una serie de cosas, que mucha gente se había acostumbrado ya a mirar como adquisiciones definitivas del progreso peruano, han resultado dependientes del precio del azúcar y del algodón en los mercados de New York y Londres.

II

El Perú es, prevalentemente, un país agrícola. No obstante el crecimiento de la producción minera, los productos agrícolas y animales siguen constituyendo la mayor parte de nuestras exportaciones. Y, mientras casi toda la producción minera está destinada a la exportación, una buena parte de la producción agro-pecuaria es absorvida por el país mismo. Teniendo en cuenta este dato, el valor de la producción minera queda muy por debajo del valor de la producción agrícola. Pero el suelo no produce aún todo lo que la población necesita para su subsistencia. El capítulo, más alto de nuestras importaciones es el de "víveres y especies” ¡Lp. 3.620.235 en el año 1924. Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la supresión de todas nuestras importaciones de "víveres y especies"; pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es el de la importación de trigo y harina que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.

Un interés urgente, y claro de la economía peruana exige desde hace mucho tiempo que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo hubiese sido ya alcanzado, el Perú no tendría que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el pan de cada día.

¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es solo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de subsistencias. Tampoco es porque el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos interandinos —que algunos kilómetros de ferrocarril y de caminos abrirían al tráfico— puede abastecer superabundantemente de trigo, cebada, etc a toda la población del Perú.

El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la extructura misma de la economía peruana. La economía del Perú es una economía colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de New York. Estos mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes solo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto, a mejor precio, y en cantidad suficiente, de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.

III

Esta dependencia de la economía peruana se deja sentir en toda la vida de la nación. Con un saldo favorable en su comercio exterior, con una circulación monetaria sólidamente garantizada en oro, el Perú, a causa de esa dependencia, no tiene, por ejemplo, la moneda que deba tener. A pesar del superávit en el comercio exterior, a pesar de las garantías de la emisión fiduciaria, la libra peruana se cotiza con un 23 o 24 % de descuento. ¿Por qué? En esto, como en todo, aparece el carácter colonial de nuestra economía. El saldo del comercio exterior, a poco que se le analice, resulta ficticio. Las naciones europeas tienen "importaciones invisibles" que equilibran su balanza comercial: remesas de los inmigrantes, beneficios de las inversiones en el extranjero, utilidades de la industria del turismo, etc. En el Perú, como en todos los países de economía colonial, existen, en cambio, "exportaciones invisibles". Las utilidades de la minería, del comercio, del transporte, etc. no se quedan en el Perú. Van, en su mayor parte, en forma de dividendos, intereses, etc. al extranjero. Para recuperarlas, la economía peruana necesita pedirlas en préstamo.

Y así, en cada uno de los trances, en cada uno de los episodios de la experiencia histórica que vamos cumpliendo, nos encontramos siempre de frente al mismo problema: el problema de peruanizar, de nacionalizar, de emancipar nuestra economía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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