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El debate del pacto de seguridad [Recorte de prensa]

El debate del pacto de seguridad

El Occidente europeo sigue buscando un equilibrio. Hasta ahora ninguna receta conservadora ni reformista consigue dárselo.

Francia quiere una garantía contra la revancha alemana. Mientras esta garantía no le sea ofrecida, Francia velará armada con la espada en alto. Y el ruido de sus armas y de sus alertas no dejará trabajar tranquilamente a las otras naciones europeas. Europa siente, por ende, la necesidad urgente de un acuerdo que le permita reposar de esta larga vigilia guerrera. La propia Francia que, a pesar de sus bélicos "chanteclers", es en el fondo una nación pacífica, siente también esta necesidad. El peso de su armadura de guerra la extenúa.

El eje de un equilibrio europeo son las relaciones franco-alemanas. Para que Europa pueda convalecer de su crisis bélica es indispensable que entre Francia y Alemania se pacte, si no la paz, por lo menos una tregua. Pero esta tregua necesita fiadores. Francia pide la fianza de la Gran Bretaña. De esto, que es lo que se designa con el nombre de pacto de seguridad, se conversó ya entre Lloyd George y Briand en Cannes. Mas a la mayoría parlamentaria del bloque nacional un pacto de seguridad, en las condiciones entonces esbozadas, le pareció insuficiente. Briand fue reemplazado por Poincaré, quien durante un largo plazo, en vez de una política de tregua, hizo una política de guerra.

Cuando el experimento laborista en Inglaterra y las elecciones del 11 de mayo en Francia engendraron la ilusión de que se inauguraba en Europa una era social-democrática, renació la moda de todas las grandes palabras de la democracia: Paz, Arbitraje, Sociedad de las Naciones, etc. En esta atmósfera se incubó el protocolo de Ginebra que, instituyendo el arbitraje obligatorio, aspiraba a realizar un anciano ideal de la democracia. El protocolo de Ginebra correspondía plenamente a la mentalidad de una política cuyos más altos conductores eran Mac Donald y Herriot.

Liquidado el experimento laborista, se ensombreció de nuevo la faz de la política europea. El protocolo de Ginebra, que no significaba la paz ni representaba siquiera la tregua, fue enterrado. Se volvió a la idea del pacto de seguridad. Briand, ministro de negocios extranjeros del ministerio de Poincaré, reanudó el diálogo interrumpido en Cannes. "On revient toujour a ses premiers amours".

Pero la discusión demuestra que, para un pacto de seguridad, no basta el acuerdo exclusivo de Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica. No se trata sólo de la frontera del Rhin. Las naciones que están al otro lado de Alemania, y que el tratado de paz ha beneficiado territorialmente a expensas del imperio vencido, exigen la misma garantía que Francia. Polonia y Checo Eslovaquia pretenden estar presentes en el pacto. Y Francia, que es su protectora y su madrina, no puede desestimar la reinvindicación de esos estados. Por otra parte, Italia, dentro de cuyos nuevos confines el tratado de paz ha dejado encerrada una minoría alemana, reclama el reconocimiento de la intangibilidad de esta frontera. Y se opone a todo pacto que no cierre definitivamente el camino a la posible unión política de Alemania y Austria.

Alemania, a su turno, se defiende. No quiere suscribir ningún tratado que cancele su derecho a una rectificación de sus fronteras orientales. Se declara dispuesta a dar satisfacción a Francia, pero se niega a dar satisfacción a toda Europa. El pacto de seguridad está empantanado en esta invencible resistencia.

Para Alemania, suscribir un tratado, en el cual acepte como definitivas las fronteras que le señaló la paz de Versalles, equivaldría a suscribir por segunda vez, sin la presión guerrera de la primera, su propia condena. Durante la crisis post-bélica, mucho se ha escrito y se ha hablado sobre la incalificable dureza del tratado de Versalles. Los políticos y los ideólogos, propugnadores de un programa de reconstrucción europea, han repetido, hasta lograr hacerse oír por mucha gente, que la revisión del tratado de Versalles es una condición esencial y básica de un nuevo equilibrio internacional. Esta idea ha ganado muchos prosélitos. La causa de Alemania en la opinión mundial ha mejorado, en suma, sensiblemente. Es absurdo, por todas estas razones, pretender que Alemania refrende, sin compensación, las condiciones vejatorias de la paz de Versalles. El estado de ánimo de Alemania no es hoy, de otro lado, el mismo de los días angustiosos del armisticio. Las responsabilidades de la guerra se han esclarecido en los últimos seis años. Alemania, con documentación propia y ajena, puede probar en una nueva conferencia de la paz que es mucho menos culpable de lo que en Versalles parecía.

Los políticos de la democracia y de la reforma aprovechan del debate del pacto de seguridad para proponer a sus pueblos una meta: la organización de los Estados Unidos de Europa. Unicamente —dicen— una política de cooperación internacional puede asegurar la paz a Europa. Pero la verdad es que no hay ningún indicio de que das varias burguesías europeas, intoxicadas de nacionalismo, se decidan a adoptar este camino. Inglaterra no parece absolutamente inclinada a sacrificar algo de su rol imperial ni de su egoísmo insular. Italia, en los discursos megalómanos del fascismo, reivindica consuetudinariamente su derecho a renacer como imperio.

Los Estados Unidos de Europa aparecen, pues, en el orden burgués, como una utopía. Aún en el caso de que un tratado de seguridad obtuviese la adhesión de todos los Estados de Europa, quedaría siempre fuera de este sistema o de este compromiso la mayor nación del continente: Rusia. No se constituiría por tanto una asociación destinada a asegurar la paz sino, más bien, a organizar la guerra. Porque, como una consecuencia natural de su función histórica, una liga de estados europeos que no comprenda a Rusia tiene que ser, teórica y prácticamente, una liga contra Rusia. La Europa capitalista tiende cada día más a excluir a Rusia de los confines morales de la civilización occidental. Rusia, por su parte, sobre todo desde que se ha debilitado su esperanza en la revolución europea, se repliega hacia Oriente. Su influencia moral y material crece rápidamente en Asia. Los pueblos orientales, desde hace mucho tiempo se interesan más por el ejemplo ruso que por el ejemplo occidental. En estas condiciones, los Estados Unidos de Europa, si se constituyesen, reemplazarían el peligro de una guerra continental, por la certidumbre de una descomunal conflicto entre Oriente y Occidente.

Por el momento, no hay ninguna utilidad en ejercitar la imaginación en estas previsiones. Conformémonos con intentar predicciones
a corto plazo. Las rivalidades y las rencillas de los nacionalismos europeos hacen muy poco probable un pacto occidental. Rusia no tiene por qué preocuparse por ahora de la posibilidad de una unánime coalición capitalista. El pacto de seguridad, como ha sido planteado, no alcanzará mejor suerte que el protocolo de Ginebra.

El problema de la tregua, ya que no de la paz, quedará intacto después del presente debate. Pero la necesidad de resolverlo se hará cada vez más perentoria. Y del desesperado afán de remediarla emergerá, de nuevo, con otro nombre, la misma ilusión impotente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena polaca [Recorte de prensa]

La escena polaca

Una de las reivindicaciones del programa wilsoniano que despertaron más universales simpatías, fue la reivindicación del derecho de Polonia a reconstituirse como nación libre. Durante más de un siglo, la historia del asesinato de la república y la nación polacas —consumado en 1792 por tres imperios, Alemania, Austria y Rusia, que representaban y encarnaban en esa época, a los ojos de toda la Europa liberal, el espíritu y el régimen de la Edad Media— había sido el capítulo doloroso de la edad moderna sobre el cual había llorado sus más exaltadas lágrimas el sentimentalismo de la democracia. Las figuras románticas de los patriotas polacos, emigrados a América y a Europa occidental, interesaban y apasionaban a todos los espíritus liberales. El renacimiento, la reconstrucción de la heroica Polonia revolucionaria constituía uno de los ideales del mundo moderno. Estimulaba esta simpatía la admiración al elan revolucionario de los leaders y agitadores polacos, prontamente ganados a la ideología socialista. La social-democracia alemana contaba entre sus más nobles combatientes a dos polacos: Rosa de Luxemburgo y León Joguisches. Pero a la popularidad polaca le ha tocado, después, una suerte paradójica. Restaurada Polonia por el Tratado de Versalles, su nombre ha dejado casi inmediatamente de representar un lema de la libertad y de la revolución. Polonia se ha convertido en una de las ciudadelas de la política reaccionaria. La causa de este cambio no es de responsabilidad de los polacos. Depende casi exclusivamente de los intereses y las ambiciones de las potencias vencedoras. El pueblo polaco no tiene, en verdad, la culpa de que en Versalles se haya asignado a Polonia territorios y poblaciones no polacas.

Nitti refleja en un capítulo de su libro "La Decadencia de Europa" el sentimiento de los demócratas occidentales respecto de la Polonia creada en Versalles: "Surgía — escribe— una Polonia, no ya cual Wilson la había proclamado y cual todos la querían, una Polonia con elementos seguramente polacos, sino con vastos sectores de poblaciones alemanas y rusas y en la que los elementos polacos representan apenas poco más de la mitad. Esta nueva Polonia —que con sus tendencias imperiales se prepara a sí misma y a sus poblaciones renacidas un terrible destino, si no repara a tiempo estos errores— tiene una función absurda, la de separar duraderamente Alemania y Rusia, esto es los dos pueblos más numerosos y más expansivos de Europa continental, y la de ser un agente militar de Francia contra Alemania".

Contra Alemania y contra Rusia, realmente, ha inventado Francia esta Polonia desmesurada y excesiva que encierra dentro de sus artificiales confines densas minorías extranjeras destinadas a representar, en esta Europa post-bélica, el mismo rol de minorías oprimidas e irredentas representado tan heroica y románticamente por los polacos antes de su liberación y su resurgimiento. En 1920, espoleada por su aliada y madrina Francia, turbada por la propia emoción de su victorioso renacimiento, Polonia acometió una empresa guerrera. Atacó a Rusia con el doble objeto de infringir un golpe a los soviets y de ensanchar más aún su territorio. Parece evidente que Pildsuski acariciaba un amplio pian imperialista: la federación de los estados bálticos y algunos estados que forman parte de la unión rusa, bajo la tutela y el dominio de Polonia. Rusia, derrotada, habría quedado así más alejada y separada que nunca de Occidente. Polonia, engrandecida, militarizada, habría pasado a ocupar un puesto entre las grandes potencias.

Estos ambiciosos designios no tuvieron fortuna. Polonia estuvo a punto de sufrir una tremenda derrota. El ejército rojo, después de rechazar a los polacos, avanzó hasta las puertas de Varsovia. Francia hubo de acudir solícitamente en auxilio de su aliada. Una misión militar francesa asumió la dirección de las operaciones. Varsovia fue salvada. Los rusos, que se habían alejado temerariamente de sus bases de aprovisionamiento, fueron expulsados del territorio polaco. Pero Polonia no pudo llevar más allá la aventura. Entre Polonia y Rusia se pactó la paz en condiciones que restablecían el statu-quo anterior al conflicto.

Después, las relaciones polaco-rusas han sufrido varias crisis, pero uno y otro país se han preocupado de mejorarlas. El cable nos ha comunicado hace pocos días que Tchitcherin había sido recibido cordialmente en Varsovia. Polonia necesita vivir en paz con Rusia. El rol militar que la política de Francia quiere, hacerle jugar es el que menos conviene a sus intereses económicos. "Polonia —ha dicho Trotski— puede ser, entre Rusia y Alemania, un puente o una barrera. De su elección dependerá la actitud de los soviets a su respecto". El tratado de Versalles, y, más que el tratado, la política del capitalismo occidental y en particular del imperialismo francés, no quieren que Polonia sea, entre Rusia y Alemania, un puente sino una barrera. Pero este propósito, esta exigencia, contrarian y tuercen el natural destino histórico de la nación polaca. Y engendran un peligro para su porvenir. "Quienes han amado la causa de Polonia y han visto resurgir la nación polaca —dice Nitti—, ven con angustia que la Polonia actual no puede durar, que debe necesariamente caer cuando Alemania y Rusia restablecidas reivindiquen sus derechos históricos".

Ni la política ni la economía polacas aconsejan ni consienten al gobierno de Polonia proyectos imperialistas y aventuras bélicas. El estado de la hacienda pública polaca revela un profundo desequilibrio económico. En 1919 y 1920 las entradas cubrieron apenas el diez por ciento de los egresos fiscales. En 1922 la situación se presentaba relativamente mejorada. Pero el déficit ascendía siempre más o menos a la mitad del presupuesto. El Estado polaco recurre, para satisfacer sus necesidades, a la emisión fiduciaria o a los empréstitos en el extranjero. Falta de crédito comercial, Polonia no puede obtener sino empréstitos políticos. Y estos empréstitos políticos significan la hipoteca a Francia de su soberanía y su independencia. Polonia se mueve dentro de un círculo sin salida. Su desequilibrio económico proviene en gran parte de los gastos militares y del oficio internacional a que la obligan sus compromisos con el capitalismo extranjero. Y para resolver los problemas de su crisis no tiene otro recurso que los empréstitos destinados a agravar y ratificar más aún esos compromisos.

Polonia es un país en el cual el conflicto entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura, reviste por otra, parte un carácter agudo. El gobierno de Pildsuski necesita apoyarse en los elementos agrarios. Su base social-democrática es demasiado exigua para asegurarle el dominio del país y del parlamento. En 1918 el antiguo partido socialista polaco, se cisionó como los demás partidos socialistas europeos. El ala izquierda constituyó un partido comunista. El ala derecha siguió a Pildsuski En consecuencia, la República polaca no cuenta con un arraigo sólido en la población industrial. El proletariado urbano, en gran parte, manifiesta un humor revolucionario, que el orientalmente reaccionario del régimen se encarga cada vez más de exasperar. El gobierno de Pildsuski inspira su política en. los intereses de los grupos agrarios nacionalistas y anti-semitas. Los tributos oprimen sobre todo a las ciudades con el fin de abrumar a los judíos, que en toda Europa se caracterizan corno elementos urbanos, al mismo tiempo que de contentar y favorecer, los intereses rurales.

La tragedia post-bélica se siente, más hondamente que en las naciones occidentales, en estas nuevas o renovadas naciones de Europa Central. Ahí el desequilibrio, lógicamente, es mucho mayor. Los rumbos de la política interna y externa son menos propios, menos autónomos, menos nacionales. Todas estas naciones han adquirido territorios y poblaciones ajenas a un alto precio: el de su libertad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena checo-eslovaca [Recorte de prensa]

La escena checo-eslovaca

El Estado de Masarick y Benés aparece, ante todo, como una consecuencia política de la gran guerra. O, más precisamente, de la derrota austro-alemana. El nacimiento del Estado Checo-eslovaco ha sido una de las principales faces o etapas de la disolución del Imperio de los Apsburgos.

La espada aliada cortó los lazos que unían, bajo la corona de los Apsburgos, a pueblos de diverso origen y distinta raza. Estos pueblos, en su obligada convivencia dentro del Imperio, no habían perdido su sentimiento nacional. Pero tampoco habían sabido, antes de la guerra, afirmarlo eficazmente frente al poder austríaco. El pueblo húngaro, el que más enérgicamente había reivindicado siempre su libertad, había conquistado cierto grado de autonomía administrativa. Su antigua inquietud secesionista estaba enervada. El sentimiento nacional de húngaros, bohemios, etc., no tenía un carácter beligerante y combativo sino en una minoría más o menos romántica.

La guerra provocó una viva reacción de este sentimiento. Los sufrimientos y las penurias de una empresa que se prolongaba angustiosamente, con creciente incertidumbre de los austro-alemanes sobre su éxito final, generaron en los sectores alógenos del Imperio de los Apsburgos un difuso y extenso descontento contra la política de la monarquía. La predicación democrática de Wilson, y, sobre todo su doctrina del derecho del libre determinación de las nacionalidades, encontraron, en consecuencia, un terreno favorable a la fructificación de los ideales nacionalistas que se proponían suscitar en el heterogéneo conglomerado austro-húngaro.

Mas, desatado, el haz austro-húngaro, resultó prácticamente imposible la libre agrupación de sus elementos según sus afinidades. Las potencias aliadas querían que la nueva organización de la Europa Central no contrariase, absolutamente, ninguno de sus intereses de predominio. Necesitaban que en esa nueva organización ocupasen una posición dominante los pueblos que más eficiente y conspicuamente las habían ayudado contra, la monarquía austríaca. Checo-Eslovaquia obtuvo, por tanto, en la conferencia de la paz, un tratamiento de especial favor. Los checo-eslovacos consiguieron anexarse poblaciones húngaras, alemanas, ruthenas.

Esta protección no sólo se explica por el interés de la Entente de colocar al flanco de la vencida Alemania un Estado fuerte. Se explica también por la importante participación de los leaders del nacionalismo checo-eslovaco en el socavamiento del frente austríaco. Masarick, Lenes y Stefanick, presintiendo que del resultado de la guerra dependía la independización de su pueblo, habían dirigido desde el extranjero un movimiento subterráneo de agitación contra la monarquía austríaca, destinado a producir su derrumbamiento apenas se quebrantara la esperanza de alemanes y austro-húngaros en la victoria. Desde París, Masarick había vivido, en los últimos años de la guerra, en constante y secreta comunicación con sus secuaces de Checo-Eslovaquia, fomentando en los regimientos checo-eslovacos, mediante una sorda propaganda, sentimientos que debían moverlos a la deserción del frente austríaco. Esta agitación nacionalista checo-eslovaca, con la colaboración poderosa de los gobiernos aliados, había empujado a combatir al lado de la Entente a los soldados checo-eslovacos hechos prisioneros por sus ejércitos.

Masarick y Benés pertenecen, pues, típicamente, a la categoría de hombres de Estado emergida de la post-guerra. Heteróclita y varicolor categoría de la que forman parte, de un lado, los leaders, del Estado bolchevique y, de otro lado, Mussolini, Pilsudsky, Horthy, etc. Hasta el día de la victoria aliada, Masarick y Benés no fueron —sobre todo en concepto de la monarquía austríaca— sino dos obsecados agitadores. Dos hombres negligibles en el plano de la política europea. La victoria aliada los convirtió, de golpe, en los conductores de una telón de trece millones de hombres. O sea en personajes bastante más considerables que el ex-emperador Garlos de Apsburgo y que sus cancilleres.

Más conocido que Benés era Masarick. De su historia y de su figura, mucho más antiguas, se tenía difusa noticia en todos los sectores de la internacional socialista.

Hijo de un cochero de Moravia, Masarick se destacó, desde su batalladora juventud, en el seno de la social-democracia checa. Su inteligencia y su dinamismo le abrieron las puertas de la Universidad de Praga. Su posición frente a la monarquía austríaca le valió varios procesos por delitos contra la seguridad del Estado. En esos tiempos Masarick escribió un libro de crítica marxista que hizo notorio su nombre en las revistas y periódicos de la social-democracia europea: "Die philosophisehen und sooio- logisehen Grundlagen des Marxismus".

Pero la notoriedad de Masarick no traspasó, en esos arduos tiempos de combate, los confines del mundo social-democrático. En los parlamentos, en las academias y en los grandes rotativos, el nombre del profesor Th. G. Masarick, autor de varios ensayos sobre el marxismo, era completamente desconocido. Le correspondía a la guerra descubrirlo y revelarlo. Y transformarlo en el nombre del presidente de una imprevista República Checo-Eslovaca.


Por su rol en la creación de Checo-Eslovaquia le tocó a la social-democracia checo-eslovaca asumir, en colaboración con los elementos liberales de la burguesía nacional, la responsabilidad no siempre honrosa y no siempre fácil del poder. La asamblea nacional elevó a la presidencia de la nueva república al profesor Masarick. La política y la legislación del Estado checo-eslovaco se decoraron de principios social-democráticos. El Estado checo-eslovaco se caracterizó por su necesidad de mostrarse como uno de los Estados europeos más avanzados en materia de legislación social. Bajo la presión de las masas, la política del Estado checo-eslovaco hizo varias concesiones a las reivindicaciones proletarias. La mayor de todas fue, acaso, la aceptación de la fórmula de los Consejos de Empresa, que significa un paso hacia la participación de los obreros en la administración de las fábricas.

Esta tendencia no ha sido abandonada. El Instituto Checo-eslovaco de Estudios Sociales, en un reciente opúsculo sobre la política social en Checo-Eslovaquia, dice: "Checo-Eslovaquia rivaliza con los estados más progresistas de Europa en cuanto concierne a la protección de los obreros, los seguros sociales, la asistencia a los sin trabajo, a los inválidos de guerra, a los niños, a los indigentes, la lucha contra la crisis de los alojamientos, etc. En ciertas materias de política social sus leyes van más allá de las exigencias de las convenciones internacionales. Pero no quiere detenerse en tan buen camino; sabe que el progreso— en los límites compatibles con la prosperidad económica del país—debe ser incesante”.

Mas la acción de la social-democracia en Checo-Eslovaquia ha estado paralizada por las mismas razones que en Alemania. La social-democracia checo-eslovaca, forzada a colaborar con la burguesía, se ha comprometido demasiado con sus ideas, sus intereses y sus hombres. La constatación de esta progresiva adaptación del partido socialista checo-eslovaco al mundo burgués, causó en 1920, como en los otros partidos socialistas de Europa, un cisma en su estado mayor y en su proselitismo. La izquierda de la social-democracia se pronunció por una política revolucionaria, fiel al principio de la lucha de clases. Y su tesis alcanzó en el congreso del partido el ochenta por ciento de los votos de los delegados. La escisión dividió a la social-democracia en dos partidos: uno ministerial y otro revolucionario. Este último se adhirió en mayo de 1921 a la Tercera Internacional. Es, presentemente, no obstante las depuraciones que ha sufrido, uno do los más vigorosos partidos comunistas de, Europa. Tiene un numeroso grupo parlamentario. Y publica tres diarios.

La más trascendente de las reformas actuadas por el gobierno checo-eslovaco es la de la propiedad de la tierra. La ley de abril de 1919 establece el derecho del Estado a confiscar la gran propiedad agraria y a repartirla entre los campesinos pobres. Esta ley considera la posibilidad o la conveniencia de crear, en otros casos, cooperativas agrícolas. Según los datos que tengo a la vista del “Annuaire du Travail”, hasta el 31 de diciembre de 1921, el Estado había confiscado el 16.3% de la superficie total de las tierras de cultivo. La confiscación reconoce al terrateniente expropiado el derecho a una indemnización calculada conforme al valor de la tierra entre 1913 y 1915. Le reconoce, además, el derecho de conservar la propiedad hasta de quinientas hectáreas.

Este lado de la política checo-eslovaca es el que atrae, preferentemente, la atención de los estudiosos de asuntos económicos y políticos. El gobierno de Masarick ha aplicado con parsimonia la ley agraria. La ha aplicado, sobre todo, contra los latifundistas alemanes y húngaros, movido por un sentimiento nacionalista. La mayor parte de la propiedad agraria continúa en manos de los ricos terratenientes. Pero la sola ley representa una conquista revolucionaria que ningún acontecimiento reaccionario podrá ya anular. Esa ley no inaugura en Checo-Eslovaquia un régimen socialista. Mas líquida, por lo menos, un rezago del régimen feudal.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira