Partidos Políticos

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04.04.02

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Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La resaca fascista en Austria. La lucha eleccionaria en México.

La resaca fascista en Austria
Viena tiene, desde hace tiempo, una temperatura de excepción en las estaciones políticas de Europa. Hace dos años, cuando la marejada revolucionaria parecía apaciguada completamente en la Europa occidental, Viena sorprendió a los observadores de la estabilización capitalista con las jornadas insurreccionales de julio. Hoy, cuando es la marejada fascista la que declina, los equipos de la Heimwehr se aprestan fanfarronamente para la marcha sobre Viene. La ciudad de monseñor Seipel y de Fritz Adler, guarda de sus faustosas épocas de capital del imperio austro-húngaro, el gusto de un gran rol espectacular y l ambición de un gran escenario europeo.
Se diría que Viena no ha tenido tiempo de habituarse a su modesto destino de capital de un pequeño estado, tutelado por la Sociedad de las Naciones. A la incorporación de este pequeño estado en el Imperio alemán se opone terminantemente una clausula del tratado de paz que ni Francia ni Italia se avendrían a revisar, Francia temerosa de una Alemania demasiado grande, Italia de una Alemania que asumiría el activo y pasivo de esta Austria demasiado chica. Pero Viena, con su sentimiento de gran ciudad internacional, resiste también, aunque no lo quiera, a la absorción espiritual y material del estado austriaco por la gran patria germana. Los partidos y las instituciones de Austria ostentan un estilo autónomo, frente a los partidos y a las instituciones de Alemania. La democracia-cristiana de monseñor Seipel no es exactamente lo mismo que el centro católico de Wirth y de Marx, tal como el austro-marxismo no se identifica con la social-democracia alemana. El fascismo austriaco no podía renunciar, por su parte, a distinguirse del alemán, bastante disminuido, a pesar de las periódicas paradas de los “cascos de acero”, desde que los nacionalistas redujeron a su más exigua expresión su monarquismo para acomodarse a las exigencias de su situación parlamentaria.
Es difícil pronosticar hasta qué punto la Heimwehr llevará [adelante su] ofensiva. El fascismo, en todas las latitudes, recurre excesivamente al alarde y la amenaza. En la propia Italia, en 1928, si el Estado hubiese querido y sabido resistirle seriamente, con cualquiera que no hubiese sido el pobre señor Facta en la presidencia del consejo, el ejército y la policía habrían dado cuenta fácilmente de las brigadas de “camisas negras”, lanzadas por Mussolini sobre Roma. El jefe de estas fuerzas en Austria asegura que está en grado de mantener a raya a la Heimwehr. Aunque adormecido por el pacifismo graso de su burocracia y sus parlamentarios de la social-democracia, el proletariado no debe hacer perdido, en todo caso, el ímpetu combativo que mostró en las jornadas de julio de 1929. A él le tocará decir en esto la última palabra.

La lucha eleccionaria en México
No haya que sorprenderse de la violencia de la lucha eleccionaria en México. Esta lucha empezó con la tentativa desgraciada de los generales Gómez y Serrano hace dos años frente a la candidatura de Obregón. El asesinato de Obregón, victorioso en las ánforas, después de la radical eliminación de sus competidores, reabrió con sangriento furor esta batalla que debía haber concluido entonces con el escrutinio. La insurrección de Escobar, Aguirre y otros, el fusilamiento de Guadalupe Rodríguez y Salvador Gómez, la persecución de comunistas y agraristas, etc. no han sido más que etapas de una batalla, en la que el gobierno interino de Portes Gil, surgido de la fractura del frente revolucionario, no ha sido ni habría podido ser árbitro. Los sucesos de Torreón, Jalapa, Orizaba, Córdoba y Ciudad de México corresponden a esta atmósfera de extremo y acérrimo conflicto.
Presentada por el partido anti-reeleccionista, la candidatura de José Vasconcelos, representaba originariamente el sentimiento conservador, la disidencia intelectual. El partido obregonista detentaba aún, indeciso entre las candidaturas de Aaron Saenz y el ing. Ortiz Rubio, el título de partido revolucionario. Había aparecido ya la candidatura del bloque obrero y campesino, en oposición cerrada a todos los postulantes de la burguesía; pero este mismo movimiento, que reivindicaba la autonomía del proletariado en la lucha política, indicaba que la evolución mexicana seguía adelante y que la extensión de su frente resistía ya la separación clarificadora de fuerzas que hasta entonces había combatido juntas. Rehecho el frente único obregonista, ante la insurrección militar de Escobar y sus colegas, Portes Gil y el Partido Nacional Revolucionario, que ya había elegido como su candidato al ingeniero Ortiz Rubio, hicieron largo uso de un lenguaje de agitación popular contra-revolucionaria, que les restituía su antiguo rol.
Pero desde que, debelada la insurrección militar, el gobierno interino de Portes Gil no virado rápidamente a la derecha, se ha producido un desplazamiento de fuerzas. Puestos casi fuera de la ley los comunistas, el bloque obrero y campesino no ha podido continuar activamente su campaña. Las masas han reconocido en Portes Gil, y por consiguiente en su candidato, a los representantes de los intereses políticos cada vez más distintos y extraños a la revolución mexicana. Vasconcelos, en el poder, no haría más concesiones que Portes Gil al capitalismo y al clero. Hombre civil, ofrece mayores garantías que su contendor del Partido Nacional Revolucionario de actuar dentro de la legalidad, con sentido de político liberal. Puesto que la revolución mexicana se encuentra en su estadio de revolución democrático-burguesa, Vasconcelos puede significar, contra la tendencia fascista que se acentúa en el Partido Nacional Revolucionario, un período de estabilización liberal. Vasconcelos, por otra parte, se ha apropiado del sentimiento anti-imperialista reavivado en el pueblo mexicano por la abdicación creciente del gobierno ante el capitalismo yanqui. Gradualmente la candidatura de Vasconcelos, que apareció como un movimiento de impulso derechista, se ha convertido en una bandera de liberalismo y anti-imperialismo.
El programa de Vasconcelos carece de todo significado revolucionario. El ideal político nacional del autor de “La Raza Cósmica” parece ser un administrador moderado. Ideal de pacificador que aspira a la estabilización y al orden. Los intereses capitalistas y conservadores sedimentados y sólidos están prontos a suscribir, en todos los países, este programa. Económica, social, políticamente, es un programa capitalista. Pero desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía, tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien que, -sin hacerse ninguna ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras,- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado a sus principios y faltado a sus compromisos.
Portes Gil y Ortiz Rubio no acaudillan, por otra parte, una fuerza muy compacta. Dentro del partido obregonista, se manifiestan incesantemente grietas profundas. No hace mucho, se descubrió, según parece, señales de conspiración, dentro del mismo frente gubernamental. Morones y los laboristas, no perdona a los obregonistas el encarnizamiento de su ataque en las postrimerías del gobierno de Calle, su licenciamiento del gobierno, el aniquilamiento de la CRON. Ursulo Galván, expulsado del partido comunista, busca sin duda una bandera al servicio de la cual poner la influencia que aún conserve entre los agraristas.
El panorama político de México se presenta, pues, singularmente agitado e incierto. La guerra civil puede volver a encender en cualquier momento sus hogueras en la fragosa tierra mexicana.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La política de "borrón y cuenta nueva" en España. Schober y Mussolini

La política de “borrón y cuenta nueva” en España
El gobierno de Berenguer caracteriza bien los intereses y los propósitos del retorno a la constitucionalidad en España. El objeto de esta maniobra, a que se ha visto forzada la monarquía ante la amenaza de una insurrección, se reduce al sargento del régimen, seriamente comprometido por la aventura de Primo de Rivera. La elección de Berenguer para el gobierno de España en el período de liquidación de la dictadura, confirma y continúa el espíritu de la política que condujo a la monarquía al golpe de estado de 1923. Las razones de Estado de la suspensión del orden parlamentario y constitucional residían en la cuestión de las responsabilidades de la guerra en Marruecos, estruendosamente agitada por la oposición, con inmensa resonancia en el pueblo. Es sintomático, por tanto, que el Rey eche mano de Berenguer, el general encausado por esas responsabilidades, para liquidar la dictadura y restablecer la Constitución. Berenguer, adversario o rival de Primo de Rivera, reúne para esta tarea condiciones que no se encontraría en otro jefe del ejército. Es uno de esos generales de monarquía parlamentaria, relacionado políticamente con los liberales y conservadores que se turnan en la función ministerial. Alfonso XIII cuenta con que la opinión tendrá más en cuenta su oposición a la dictadura que sus antecedentes de generalísimo de una campaña perdida.
La vieja constitución resulta ahora el mejor y único baluarte de la monarquía. Primo de Rivera no asignó a su dictadura, sancionada y usufructuada por el Rey, otra empresa que la de derogarla y sustituirla. Pero, fracasado este empeño, Alfonso XIII no depone de arma más preciosa para defender y conservar el régimen.
La transición, conforme a las previsiones monárquicas, debía haberse cumplido más suavemente. Se tenía la esperanza de disponer del plazo de algunos meses para la preparación sentimental y práctica del cambio. Pero los acontecimientos, a última hora, se ha precipitado, arrojando una luz demasiado viva sobre el fracaso de la política del Rey. El cambio se ha operado de un modo brusco. Primo de Rivera se ha visto lanzado del poder. Ha sido ostensible para todos el carácter de apresurado acto del salvamento de la monarquía que tiene la constitución del ministerio de Berenguer.
La composición del ministerio corresponde a su función. Si el gabinete de transición se hubiese formado en condiciones normales de suave restauración de la constitucionalidad, habrían aceptado colaborar en él algunas primeras figuras de los partidos monárquicos. Berenguer no ha podido obtener ni aún la participación aislada de Cambó, que se reserva para más altos destinos. Su gobierno está compuesto -salvo el Duque de Alba, personaje dinástico más bien que hombre político- por figuras secundarias del elenco constitucional.
Sin duda, el Rey Alfonso dispone de los diversos Bugallal y Romanones del viejo sistema parlamentario para la defensa de la Constitución y de la Monarquía. Pero a estos mismos consejeros les habría parecido excesiva y prematura su presencia en un gobierno de transición, constituido de manera festinatoria y violenta. Todos esos antiguos consejeros, además, han envejecido mucho políticamente durante la crisis del régimen constitucional. La burguesía española se sentiría, por esto, más eficaz y directamente representada por un hombre como Cambó, que a la encarnación y entendimiento de los intereses políticos, une su agnosticismo doctrinario, su carencia de escrúpulos liberales, su desdén de las fórmulas parlamentarias.
El manifiesto del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores es el documento más importante y explícito de la serie de declaraciones políticas que ha seguido a la caída de Primo de Rivera. El cable, al menos, no nos ha dado noticia de ningún otro de análoga responsabilidad y beligerancia, aunque puede sospecharse fácilmente la existencia de alguna declaración de los comunistas. Los socialistas han planteado, aunque en términos moderados, la cuestión del régimen. Han tomado posición contra Berenguer, reafirmando su posición republicana. Los republicanos y reformistas se comportan con más prudente reserva. Para Melquiades Álvarez, el único ideal posible es, ciertamente, el regreso a un parlamentarismo acompasado y sedentario, en el que su elocuencia tenga por turnos [la batuta]. Pero falta aún saber si los elementos que más beligerante actitud han mantenido frente a la dictadura de Primo de Rivera, se conforman finalmente con una política de “borrón y cuenta nueva”.
El manifiesto socialista puede ser el preludio de una ofensiva contra el régimen dinástico, lo mismo que puede quedar como una platónica actitud doctrinaria. La palabra, ingrata a Alfonso XIII, que debe sonar en las elecciones es la que ya en 1923 intimidó hasta al pánico a la Corte: “responsabilidades”. ¿Exigirán los opositores, de filiación liberal o constitucional, el deslindamiento y sanción de las responsabilidades dictatoriales? España está en un intermezzo. Con la caída de Primo de Rivera, no ha concluido sino el primer acto de un drama cuyo desenlace no será por cierto el idilio parlamentario y constitucional con que sueñan los Melquiades Álvarez en reposo.

Schober y Mussolini
El coloquio entre Schober y Mussolini tiene al entendimiento amistoso entre los fascistas de Italia y Austria. La política reaccionaria reserva grandes sorpresas, ante todo, para el nacionalismo. Italia ha mirado -y sobre todo Mussolini- con recelo y disgusto el sentimiento pangermanista de los nacionalistas austriacos. Pero la solidaridad reaccionaria se sobrepone ahora a los odios racistas. El ejemplo italiano ha enseñado bastante a los reaccionarios austriacos en su lucha contra los socialistas. I la marcha a Viena -inspirada en la marcha a Roma- es para el fascismo austriaco el símbolo de la conquista de la capital social-demócrata.
La diplomacia austriaca necesita orillar, en su pacto con la diplomacia romana, el peligro de resentir o alarmar a Alemania. No se sabe en qué forma este convenio tutelará los derechos de los austriacos de las tierras redentas, tan destempladamente tratados por el fascismo italiano. El nacionalismo de los reaccionarios es fácil y pronto al olvido. Lo evidente parece, en todo caso, que el fascismo austriaco se siente sentimental e históricamente más cerca del gobierno imperialista de Italia, -tan despectivo con todo lo austriaco- que del gobierno democrático de Alemania.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tardieu batido. La conferencia de Londres.

Tadieu batido
Cuando un gabinete es la estrecha mayoría de la combinación Tardieu-Briand, no es posible sorprenderse de que caiga de improviso, batido por un veto adverso del parlamento en una cuestión secundaria. Se asignaba, prematuramente, a Tardieu la misión de inaugurar en Francia una política fuerte que significara, entre otras cosas, la liquidación del viejo parlamentarismo. Tardieu mismo declaró su confianza en la larga duración de su gobierno. Su programa reclamaba para su ejecución al menos cinco años.
Pero la composición de la cámara no autorizaba este optimismo. Tardieu, en realidad, no ha hecho con esta cámara sino una política poincarista. La Tercera República no ha salido todavía de una era que transcurre, gubernamentalmente, bajo el signo de Poincaré. El gabinete Tardieu estaba obligado a un difícil equilibrio, que no ha tardado en fallar al primer paso en falso del Ministro Cheron.
Sin duda, la repentina crisis no excluye la posibilidad de que Tardieu presida el nuevo gabinete. Pero es evidente que no podría asumir esta tarea sin compromisos que ensanchen la base parlamentaria del gobierno. La atención de la fisionomía fascista, derechista, de la fórmula Tardieu será la primera condición de una tregua o un entendimiento con los radicales-socialistas. Tardieu no puede aspirar a más que a la sucesión de Poincaré, si quiere ganar la confianza de la pequeña burguesía francesa, reacia a la experimentación de cualquier mussolinismo altisonante y megalómano.
El hecho de que, apenas producida la crisis, reaparezca en la escena Poincaré, si no como organizador del nuevo gobierno, como consejero principal y decisivo de la fórmula a que se ajustará, está adelantando el espíritu poincarista de la receta gubernamental y parlamentaria que se va a aplicar.
Tardieu representa, sobre todo, en el gobierno un método policial. Ha ascendido a la presidencia del consejo por las gradas del ministerio del interior. Es el funcionario impávido que demandaba en ese puesto la alarma de los Coty, la aprehensión [de una burguesía exonerada de los principios de la Gran Revolución], la algazara de todos los que especulan sobre el pánico de los rentistas y los tenderos, denunciando el peligro rojo y las maniobras de Moscú.
No es este método lo que ha desaprobado, por pocos votos de mayoría, la cámara de diputados. Tardieu, como ministro del interior, como ejecutor de un plan policial como jefe de una renovación que no choque excesivamente a los gustos legales y jurídicos de una Francia poincarista y moderna, queda indemne. Si Tardieu resume sus funciones en el nuevo ministerio, aunque sea con el consenso y la colaboración de los radicales socialistas, continuará su obra policial. Sus amigos se han apresurado por esto a declarar que la cámara ha censurado a Cheron, no a Tardieu.
Pero una cuestión hacendaria o financiera no es, políticamente, una cuestión de segundo orden. El poincarismo se define, en su apogeo, como la política de la estabilización del franco. Poincaré es para la pequeña burguesía francesa el hombre que ha salvado el franco. La autoridad de los hombres se asienta en los intereses económicos. Tardieu ha llegado al puesto de leader por haberse granjeado la confianza de la burguesía industrial, del capitalismo financiero. Su orden policial, su maquinaria de represión no tiene otro objeto que asegurar el tranquilo desenvolvimiento de un programa de racionalización capitalista.
El progreso de la crisis ministerial promete ser interesante como ilustración de las fuerzas y los métodos realmente en conflicto en el parlamento y en la política de Francia. La consulta al electorado puede aparecer indispensable antes de lo generalmente previsto.

La conferencia de Londres
Las bases de un acuerdo naval anglo-americano, convenidas en las entrevistas de Mc Donald y Hoover en Washington, no han bastado, como fácilmente se preveía, para que la Conferencia de Londres logre la conciliación de los intereses de las cinco mayores potencias navales sobre la limitación de los armamentos. El propio acuerdo anglo-americano no era completo. Estaba trazado solamente en sus líneas principales y su actuación depende del entendimiento con Japón, Francia e Italia, acerca de sus respectivos programas navales, que el Japón acepte la proporción que le concede la fórmula de Washington, es la condición de que Estados Unidos no extreme sus precauciones en el Pacífico, con consecuencias en su programa de construcciones navales que no puede resistir la economía británica. Que Francia e Italia se allanen a la abolición del submarino como arma de guerra es una garantía esencial de la seguridad del dominio de los mares por el poder anglo-americano.
El compromiso de que los submarinos no serán empleados, en una posible guerra, contra los buques mercantes, no puede ser más tonto. La experiencia de la guerra mundial no permite abrigar ninguna ilusión respecto a la autoridad de estos convenios solemnes. La guerra, si estalla, no reconocerá límites. No será menos sino más implacable que la de 1914-1918. No la harán estadistas ni funcionarios, formados en el clima benigno y jurídico de Ginebra y La Haya, sino caudillos de la estirpe de Clemenceau, inexorables en la voluntad de ir en todo “jusqu’au bout”. El más hipócrita o ingenio pacifismo no puede prestar ninguna fe a la estipulación sobre el respeto de los buques mercantes por los submarinos de guerra. En la guerra no hay buques mercantes.
La crisis ministerial francesa no estorba sino incidental y secundariamente la marcha de la Conferencia de Londres. Lo que desde sus primeros pasos la tiene en “panne” son los inconciliables intereses de las potencias deliberantes. Esta Conferencia se ha inaugurado, formalmente, bajo mejores auspicios que la de Ginebra de 1927. La entente anglo-americana sobre la paridad es una base de discusión que en 1927 no existía. El carácter de limitación, de equilibrio de los armamentos, perfectamente extraño a todo efectivo plan de desarme, está además, perfectamente establecido. Pero el conflicto de los intereses imperialistas sigue actuando en esta como en otras cuestiones. La contradicción irreductible entre las exigencias internacionales de la estabilización capitalista y las pasiones e intereses nacionalista que con el imperialista entran exasperadamente en juego, opone su resistencia aún a este modestísimo entendimiento temporal, fundado en la paridad anglo-americana, que encubre un profundo contraste, una obstinada y fatal rivalidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira