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La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla del libro

Organizada por uno de los inteligentes y laboriosos editores argentinos, Samuel Glusberg, se ha realizado recientemente en Mar del Plata la Exposición Nacional del Libro. Este acontecimiento, -que ha seguido a poca distancia a la Feria Internacional del Libro,- ha sido la manifestación más cuantiosa y valiosa de la cultura argentina. La Argentina ha encontrado de pronto, en esta exposición el vasto panorama de su literatura. El volumen imponente de su producción literaria y científica le ha sido presentada, en los salones de la exposición, junto con la extensión y progreso de su movimiento editorial.
Hasta hoy, no obstante el número de sus editoriales, la Argentina no exporta sus libros sino en muy pequeña escala. Las editoriales y librerías españolas mantienen, a pesar del naciente esfuerzo editorial de algunos países, una hegemonía absoluta en el mercado hispano-americano. La circulación del libro americano en el continente, es muy limitada e incipiente. Desde un punto de vista de libreros, los escritores de “La Gaceta Literaria” estaban en lo cierto cuando declaraban a Madrid meridiano literario de Hispano-América. En lo que concierne a su abastecimiento de libros, los países de Sud-América continúan siendo colonias españolas. La Argentina es, entre todos estos países, el que más ha avanzado hacia su emancipación, no solo porque es el que más libros recibe de Italia y Francia, sino sobre todo porque es el que ha adelantado más en materia editorial. Pero no se han creado todavía en la Argentina empresas o asociaciones capaces de difundir las ediciones argentinas por América, en competencia con las librerías españolas. La competencia no es fácil. El libro español es, generalmente, más barato que el libro argentino. Casi siempre, está además mejor presentado. Técnicamente, la organización editorial y librera de España se encuentra en condiciones superiores y ventajosas. El hábito favorece al libro español en Hispano-América. Su circulación está asegurada por un comercio mecanizado, antiquísimo. El desarrollo de una nueva sede editorial requiere grandes bases financieras y comerciales.
Pero esta sede tiene que surgir, a plazo más o menos corto, en Buenos Aires. Las editoriales argentinas operan sobre la base de un mercado como el de Buenos Aires, el mayor de Hispano-América. El éxito de “Don Segundo Sombra” y otras ediciones, indica que Buenos Aires puede absorber en breve tiempo, la tirada de una obra de fina calidad artística. (No hablemos de las obras del señor Hugo Wast). La expansión de las ediciones argentinas, por otra parte, se inicia espontáneamente. Las traducciones publicadas por Gleizer, “Claridad”, etc, han encontrado una excelente acogida en los países vecinos. Los libros argentinos son, igualmente, muy solicitados. Glusberg, Samet y algún otro editor de Buenos Aires ensanchan cada vez más su vinculación continental. La expansión de las revistas y periódicos bonaerenses señala las rutas de la expansión de libros salidos de las editoriales argentinas.
La Exposición del Libro Nacional, plausiblemente provocada por Glusberg, con agudo sentido de oportunidad, es probablemente el acto en que la Argentina revisa y constata sus resultados y experiencias editoriales, en el plano nacional, para pasar a su aplicación a un plano continental. Arturo Cancela, en el discurso inaugural de la exposición, ha tenido palabras significativas. “Poco a poco -ha dicho- se va diseñando en América el radio de nuestra zona de influencia intelectual y no está lejano el día en que, realizando el ideal romántico de nuestros abuelos, Buenos Aires llegue a ser efectivamente, la Atenas del Plata”. “Este acto de hoy es apenas un bosquejo de esa apoteosis, pero que puede ser el prólogo de un acto más trascendental. El libro argentino está ya en condiciones de merecer la atención del público en las grandes ciudades de trabajo”. “Por su pasado, por su presente y por su futuro, el libro argentino merece una escena más amplia y una consagración más alta”.
De este desarrollo editorial de la Argentina -que es consecuencia no solo de su riqueza económica sino también de su madurez cultural- tenemos que complacernos como buenos americanos. Pero de sus experiencias podemos y debemos sacar, además, algún provecho en nuestro trabajo nacional. El índice libro, como he tenido ya ocasión de observarlo más de una vez, no nos permite ser excesivamente optimistas sobre el progreso peruano. Tenemos por resolver nuestros más elementales problemas de librería y bibliografía. El hombre de estudio carece en este país de elementos de información. No hay en el Perú una sola biblioteca bien abastecida. Para cualquier investigación, el estudioso carece de la más elemental bibliografía. Las librerías no tienen todavía una organización técnica. Se rigen de un lado por la demanda, que corresponde a los gustos rudimentarios del público, y de otro lado por las pautas de sus proveedores de España. El estudioso necesitaría disponer de enormes recursos para ocuparse por si mismo de su bibliografía. Invertiría en este trabajo un tiempo y una energía, robados a su especulación intelectual.
Poco se considera y se debate, entre nosotros, estas cuestiones. Los intelectuales parecen más preocupados por el problema de imprimir sus no muy nutridas ni numerosas obras, que por el problema de documentarse. Los obreros trabajan desorientados, absorbidos por la fatiga diaria de defender el negocio. Tenemos ya una fiesta o día del libro, en la cual se colecta para las bibliotecas escolares fondos que son aplicados sin ningún criterio por una de las secciones más rutinarias del Ministerio de Instrucción; pero más falta nos haría, tal vez, establecer una feria del libro, que estimulara la actividad de editores, autores y libreros y que atrajera más seria y disciplinadamente la atención del público y del Estado sobre el más importante índice de cultura de un pueblo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

José Carlos en la Inauguración de la Editorial Minerva

José Carlos Mariátegui en la inauguración de la Imprenta y Editorial Minerva.
De izquierda a derecha: José Carlos Mariátegui, Julio César Mariátegui, El Sr. Polanco regente del taller "Minerva" y el capitán Modesto Antonio Cavero, esposo de Guillermina y cuñado de JC.

Variedades

"Jesus" de Henri Barbusse

Los libros de Henri Barbusse se cuentan entre los que más pronta y solícitamente son traducidos al español. Y, aunque no esté motivada por una valoración austera del mérito de Barbusse, hay que anotar esta solicitud editorial en el haber de los libreros de España. En Barbusse se reconoce la estirpe de Zola hasta en el hecho de que sus libros conquistan al gran público sin renunciar jamás a un alto apostolado humano ni a una noble calidad artística.
La obra de Barbusse constituye una de las obras literarias contemporáneas que contradicen la discutida tesis de la deshumanización del arte. Barbusse representa el esfuerzo contrario de la deshumanización. Es, en las letras francesas de hoy, el más legítimo vástago de la tradición racionalista de la Francia del setecientos y ochocientos. Si alguna exageración lo separa un poco de nuestro siglo es, sin duda la de su racionalismo. Supérstite espiritual de la Enciclopedia y la Convención, Barbusse persigue el ideal de la racionalización del arte y la vida. Su doctrina, en postrero análisis, es la de la soberanía de la razón y de la inteligencia. Este racionalismo que llega a ser a veces asaz anti-histórico y abstractista, singulariza a Barbusse en el campo ideológico revolucionario. El socialismo marxista se caracteriza por su fondo hegeliano y su método dialéctico que faltan, evidentemente, en Barbusse, quien no admite lo real como racional. Pero malgrado este racionalismo a ultranza, Barbusse se distingue también, y sobre todo, por su piedad humana, por su emoción humana, el autor de “Jesús” piensa que no existe nada fuera del hombre. Que lo divino está en lo humano. Que la divinidad reside en los hombres. En “Jesus” vigila, alerta siempre, este pensamiento. “El reino de los cielos está dentro de nosotros y aquel que se conoce a sí mismo lo encuentra”. “El cielo no es un objeto que se gana alzando los brazos al aire. Tened el cielo en vosotros mismos”. “Y la Revolución no irá del cielo a la tierra sino de la tierra al cielo”.
“Jesus” es una valiente tentativa de artista y de pensador, Barbusse se propone ofrecernos en este libro una nueva imagen de Cristo que él reivindica, ante todo, como suya. La obra se resiente de este subjetivismo. Todos los que antes y después de Renán han pretendido explorar el misterio de Jesús, con método de historiador, han confesado ya la imposibilidad de asir netamente al personaje histórico. En Jesús lo divino asume una realidad más contrastable que lo humano. Jesus Dios es más evidente que Jesús Hombre. Barbusse ha querido recrear a Jesús Hombre. Y no [lo ha] logrado en su intento. Su versión nos coloca ante un Jesús demasiado racionalista, demasiado barbussiano. La historia es a veces poesía; pero en el libro de Barbusse hay más poesía que historia. El milagro no se deja explicar. Es accesible sólo a los que renuncian a analizarlo.
Parte Barbusse de un sentimiento profundo del sentido y del deber del hombre. “Es necesario -escribe- que cada uno se recree siempre todo entero: su fe, su certidumbre. Y su confianza en un otro. Su confianza, a saber: la gran riqueza que se tiene cuando no se tiene nada”. De su agonía cristiana, ha nacido este Cristo que trae a los hombres de nuestro tiempo un verbo de caridad, de protesta y de esperanza. El empeño de comunicar a Jesús con estos hombres, identificando la lucha de hace veinte siglos con la lucha de ahora, es al mismo tiempo el mérito y el defecto de la obra.
Barbusse siente a Jesús deformado y mistificado por el mismo cristianismo. Esta actitud no es, ciertamente, original. Jesús renace en cada cristiano auténtico. Todos los hombres que lo llevan en su pecho, lo disputan como Barbusse a los demás. La eternidad de Jesús consiste acaso en esta posibilidad inagotable de reivindicación de su verbo. Pero esta reivindicación rebasa sus límites cuando conduce a una condena en bloque del cristianismo de veinte siglos. El mensaje de Jesús nos arriba a través de estos veinte siglos. Concebir la cristiandad simplemente como una larga sucesión de mistificaciones es incurrir en un romanticismo y en un mesianismo que no se avienen con la definición del “idealista práctico” sugerida a Barbusse por la vida de Lenin y de Ghandi. Barbusse dice que hay que tomar a los hombres como son. Lo mismo debería pensar de la historia. No es posible históricamente ver en San Pablo un gran mistificador de la idea de Cristo sino el primero y el más grande de sus realizadores.
A este respecto, están indudablemente en lo cierto las críticas encontradas por el último libro de Barbusse en una parte del sector marxista. Pierre Naville en “Clarté” escribe agudamente: “Por qué Pablo eligió a Jesús como ejemplo y por qué Jesús tuvo necesidad de Barbusse veinte siglos después de su muerte, más bien que de Pablo su contemporáneo, para predicar su verdadera doctrina y restablecer el sentido de su acción, es algo que no sabrá jamás”.
“Cada uno rehace a cada hora el mundo a su imagen”. Barbusse nos habla en este libro con su contagioso lirismo. Cuando evoca la figura de José, el padre de Jesús, nos dice: “Era a tal punto carpintero que sus manos eran de madera”. Cualesquiera que sean las reservas posibles sobre su romanticismo es indiscutible que Barbusse ha escrito una vez más un libro hermoso y humano. Si este libro no tiene sino el valor de una tentativa, hay que reconocerle a esta tentativa su grandeza.

José Carlos Mariátegui La Chira

James Joyce

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses” antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub especie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impreso inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norte América, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación por parte de puritanos, imperialistas e ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”
La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años en la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convengo. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.
He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo de que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin dunda, -aunque larvada todavía,- la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el, artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L’Educatión sentimentale” y de la trilogía de Valles. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo Él es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que ha jugado un rol tan grande en la cristiandad.”
Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta dolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedalus conservan intacta su inocencia.
Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte no es aún una meta, sino sólo una evasión.
Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de la crisis de conciencia de un adolescente, con su espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios íntimos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Maricharlar, este episodio que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, “conserva su misma naturaleza”.
Y no todo es lentitud y minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido de una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera”.
Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de las aventuras. Es un viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui La Chira

H.G. Wells y el fascismo

El juicio sobre el presente de un hombre diestro en traducir el pasado y en imaginar el porvenir, tiene siempre un interés conspicuo. Sobre todo si este hombre es Mr. H. G. Wells, a quien no hay talvez en el mundo quien no conozca como metódico explorador de la historia y la utopía. H. G. Wells, desde su gabinete de historiador y novelista, se ha puesto ha observar “cómo marcha el mundo” y a comunicar al público, por medio de artículos, sus impresiones. Uno de los artículos más comentados hasta hoy, de esta serie, es el que se propone absolver la pregunta: ¿qué es el fascismo?
Wells se ha decidido a enjuiciar y definir al fascismo cuando ha creído ya disponer de materiales abundantes para este examen. Mas prisa y menos prudencia tuvo para estudiar la revolución bolchevique. El experimento sovietista y el escenario moscovita lo atrajeron, más, probablemente por sus romancescos mirajes de utopía. Y, de otro lado, su libro de impresiones sobre la Rusia de Lenin, releído a cierta distancia, le debe haber revelado la diferencia que existe entre sus especulaciones habituales de historiador y novelista y la excepcional empresa de comprender y juzgar una revolución, su espíritu y sus hombres.
El fascismo no es ya la misma nebulosa que en los días de la marcha a Roma, cuando abdicaban ante él muchos eminentes liberales tenidos seguramente en gran estima por el autor de “The Outline of History”. El trabajo de estudiarlo, se presenta, pues, bastante facilitado. Se encuentra hoy con un nutrido acopio de conceptos que definen los diversos factores de la formación del fascismo. El experimento gubernamental del fascismo ha llegado a su cuarto aniversario. El juicio de Wells se mueve, así, sobre una base amplia y segura.
No contiene talvez por esto, proposiciones originales respecto a los orígenes del movimiento fascista. H. G. Wells, en este estudio sigue, más o menos el mismo itinerario que otros críticos del fascismo. Encuentra las raíces espirituales de este en el d’annunzianismo y el futurismo clasificados ya como fenómenos solidarios.
Y lógicamente, tampoco en sus conclusiones, Wells ofrece ninguna originalidad. Su actitud, es la actitud característica, de un reformista, de un demócrata, aunque atormentado por una serie de “dudas sobre la democracia” y de inquietudes respecto a la reforma. El fascismo le parece algo así como un cataclismo, más bien que como la consecuencia y el resultado la de quiebra de la democracia burguesa y de la derrota de la revolución proletaria. Evolucionista conocido, Wells, no puede concebir el fascismo, como un fenómeno posible dentro de la lógica de la historia Tiene que entenderlo como un fenómeno de excepción. Para Wells, el fascismo es un movimiento monstruoso, teratológico, dable solo en un pueblo de educación defectuosa, propenso a todas las exuberancias de la acción y de la palabra. Mussolini, dice Wells: “es un producto de Italia, un producto mórbido”. Y el pueblo italiano, un pueblo que no ha estudiado debidamente la geografía ni la historia universales.
En esta, como en casi todas las actitudes intelectuales de H. G. Wells, se identifica fácilmente las cualidades y los defectos del pedagogo, el evolucionista y el inglés.
Acusa al pedagogo, no solo el corte didáctico de la exposición sino el fondo mismo de su juicio. Wells, piensa que una de las causas del fascismo es el deficiente desenvolvimiento de la enseñanza secundaria y superior en la nación italiana. Las malas escuelas, los insuficientes colegios, han sido a su juicio el primer factor del sentimiento fascista. Pero este concepto no tiene el sentido general que necesitaría para ser admitido y sancionado. Wells parece (...)

José Carlos Mariátegui La Chira

Guillermo Ferrero y la Terza Roma

El historiógrafo de Roma antigua deviene, en su ancianidad, el novelista de Roma moderna. La serie de novelas que con el título de “La Terza Roma” ha comenzado a publicar (“Le Due Veritá”, “La Rivolta del Figlio”, A. Mondadori, Milano, 1927) nos introducen en la vida romana, en los últimos años de la administración de Francesco Crispi, cuando se entrevé ya el fracaso de la aventura colonial de Abisinia. Zola, en una de sus tentaculares novelas, intentó aprehender en un solo volumen el espíritu de esta misma Roma. Pero, encontrando todavía demasiado frágil y exigua la Roma del Risorgimento, esbozó más bien un cuadro de la Roma pontificia. Sus pasos buscaron el ánima compleja y múltiple de Roma en el tortuoso “borgho” transteverino y en los umbrosos palacios eclesiásticos. I por este lado no iban mal encaminados. Mas Roma les escapó siempre. Cerrado el volumen se advierte enseguida que la Roma del Vaticano y del Quirinal no está en la enorme anécdota urdida por Zolá para capturarla.
Guglielmo Ferrero sigue otro derrotero. Nos introduce en Roma por la puerta de un palacio que aloja en sus suntuosos y antiguos salones la alianza de la prepotente y alacre burguesía de Milán y la conquistadora y cultivada aristocracia del Piamonte. En este palacio, en el cual los nuevos amos de la Ciudad Eterna han sucedido a la decaída nobleza romana, se respira el ambiente oficial de la Italia crispiana, que empieza su acercamiento al mundo vaticano, bajo el auspicio de la catolicidad de doña Eduvigis Alamanni.
La figura del senador Alamanni, hijo de un plebeyo, más aún, de un siervo enriquecido, que se hacer perdonar su origen por la aristocracia mediante su unión con una patricia empobrecida, es en los dos primeros tomos de “La Terza Roma” la figura central de la novela. Alamanni tiene en su juventud la dureza, el ímpetu, los dotes de comando y potencia de los grandes burgueses. Capitán de finanza y de industria, posee el genio de los negocios. La acumulación de capitales es, en su teoría y en su práctica, la vía de la posesión del mundo. Siente un desprecio altanero de plebeyo victorioso por la nobleza desmonetizada y parasitaria. Pero en los cuarenta años, el enlace con doña Eduvigis, -a quien Guglielmo Ferrero generoso con los vencidos, caballeresco con el pasado, concede todas las cualidades y virtudes de la nobleza cristiana,- domestica su voluntad agresiva. Alamanni se enamora insensiblemente de los hábitos y de los gustos de la aristocracia. Reconoce a la tradición y a la estirpe el valor que antes les había negado. Se deja ganar por los sentimientos de la aristócrata gentil y delicada a la cual sus millones le han permitido llegar. La psicología de la época es propicia a este cambio. “La Monarquía, la Aristocracia y una parte, la más ambiciosa y la más fina, de la Riqueza no blasonada todavía había comenzado, desde hacía un ventenio, en toda Europa, a atrincherarse en el acrópolis de la sociedad contra la Democracia y la llanura; y a fin de que la trinchera fuese alta y sólida, cada uno aportaba lo que podía que todo servía: la cultura, la gloria, la potencia, el blasón, el valor, la elegancia y las bellas maneras, la riqueza y el lujo y el arte, antiguo patrimonio de los grandes y los humildes; y quien no poseía otra cosa, frivolidad, ignorancia y disipación”. El dinamismo de la idea liberal, generadora del Risorgimento, inquietaba a los espíritus. En las masas prendía la idea socialista, catastrófica y mesiánica. La política de Francesco Crispi tendía a dar al orden el cimiento de la tradición, sofocando las consecuencias lógicas de los principios del Risorgimento. Contra esta política, se alzaban en el parlamento, además de los tribunos socialistas, los hombres de izquierda del liberalismo. Cavalloti y Rudini preparaban con sus requisitorias contra la administración crispiana el advenimiento de la era de Giolitti. Alamanni, que había gastado su impulso original en la creación de una gran fortuna, y que había suavizado su soberbia de nuevo rico en un sedante palacio romano, se sentía un soporte de orden. Intuitivo, práctico, pesimista, no abría en su espíritu un excesivo crédito de confianza a los dotes del presunto Bismarck italiano. Pero sus sentimientos y móviles de conservador lo constreñían a sostener esta política, contra todas las amenazas tormentosas del sufragio y de la plaza. Los paladines de la izquierda demo-liberal, Cavalloti, Di Rudiní, Giolitti, le parecía peligrosos demagogos. Prefería a su victoria, el compromiso directo entre la plutocracia y el socialismo, entre el poder el proletariado, conforma a la praxis bismarckiana. Mas estas ideas eran de naturaleza absolutamente confidencial, privada. Alamanni no era un político; era solo un plutócrata. Daba al orden el apoyo de sus millones, de su riqueza, en cambio de las garantías que le otorgaba para acrecentarlos. Su campo era la economía, no la política ni la administración. Vagamente percibía el peso muerto de la política y de sus funcionarios y doctrinas en el libre juego de los intereses económicos. Los políticos, le parecían costosos y embarazantes intermediarios. Estaba ligado al conservantismo de Crispi por todos los vínculos de su ambición y de su riqueza. Crispi lo había hecho marqués. El despreciador de títulos y blasones, había gestionado solícitamente esta merced, que lo igualaba formalmente con su mujer en la jerarquía mundana.
Pero el argumento de “La Terza Roma” no es la vida misma de un hombre. Ferrero le antepone una intriga de sabor folletinesco, que si nos conduce a la entraña de algunos aspectos de la vida social de la época, se apropia demasiado, con sus episodios, de las páginas de la obra y del espíritu del narrador. El novelista, se impone, con prepotencia de diletante y debutante, al historiógrafo. I, al cerrar al segundo volumen, -“La Rivolta del Figlio”- la impresión de que la Terza Roma está escapando también a Ferrero, nos trae el recuerdo de la frustrada tentativa de Zola. El conflicto sentimental y moral del hijo del senador Alamanni, que parte al África en vísperas del desastre de Adua, acapara demasiado la obra y el novelista. Esperemos que este, en el descanso que ha seguido a “La Rivolta del Figlio”, tenga tiempo y voluntad de advertirlo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Gomez Carrillo

Un nuevo capítulo del periodismo hispano-americano, el del apogeo del “cronista”, principia y termina con Enrique Gómez Carrillo. Capítulo concluido con la guerra que desalojó de la primera plana de los diarios los tópicos de miscelánea, a favor de los tópicos de historia. Con su fin, vino un período de decadencia no precisamente de la crónica sino del cronista. La crónica ha pasado a manos más graves o más finas: Araquistain o Gómez de la Serna. El cronista tiene ahora un lugar subsidiario.
La opinión pública, “emperatriz nómade” como la llama Lucien Romier, condecoró a Gómez Carrillo con el título de “príncipe de los cronistas”. Coronación honoraria, parisiense, democrática, efímera, con algo de la reina de carnaval. Gómez Carrillo ejerció su principado con la alegría bohemia de una griseta. Tenía para todo, la maleabilidad y el mimetismo del criollo, su pasta blanda de mundano innato.
Pertenecía literariamente a una época en que el alma de la América española se prendó de un París finisecular y en que la prosa y poesía hispanoamericanas se afrancesaron algo versallescamente. Rubén Darío, hijo del trópico como Gómez Carrillo, aunque como gran poeta más americano, manos deraciné, condensa, reúne y preside este fenómeno a través del cual nuestra América no asimiló tanto a la Sorbona como al boulevard. Boulevard arriba, boulevard abajo, caminaba todavía Fray Candil, cuando en 1919, me instalé yo por primera vez en la terraza de un café de París, a pocos pasos del café napolitano, donde Gómez Carrillo completaba una peña inestable y compósita. Pero ya ni el boulevard ni Fray Candil, interesaban como antes. Por el boulevard había pasado la guerra, el armisticio, la victoria. Y a la América Latina le había nacido un alma nueva.
A las generaciones post-bélicas, Europa le sirve para descubrir a América. Tramonta cada día más esa literatura de emigrados que, en la crónica, representa Gómez Carrillo. El cosmopolitismo -que puede parecer a algunos un rasgo común de una y otra época literaria- nos conduce al autoctonismo. Además el cosmopolitismo de ahora es distinto al de ayer, también cosa de boulevard, emoción de París. Gómez Carrillo visitó Jerusalén y el Japón sin abandonar sentimental ni literariamente su café parisiense. Con el viajaban siempre sus recuerdos literarios, sus clichés sentimentales. No nos dio nunca, por esto, una visión directa y profunda de las ciudades y de los pueblos. Amó y sintió a los paisajes según la literatura. No descubrió jamás un tópico origen, un sentimiento inédito. Por esto, ignoró siempre a América. Su nomadismo intelectual prefería el último exotismo de moda en un París más Henri Bataille que Paul Bourget. “Jerusalem la Tierra Santa”, “El Japón Heroico y Galante”, “Flores de Penitencia” son otras tantas estaciones del itinerario sentimental de un burgués parisiense de su tiempo. Tiempo de voluptuoso y crepuscular snobismo que se enamoraba versátil lo mismo de Mata Bari que de San Francisco. Anatole France, Gabriel D’Annunzio, diversos pero no contrarios, resumen su espíritu: culto galante de la “mujer fatal” sobre todas las mujeres, epicureísmo, humanismo y donjuanismo burgueses; helenismo de biblioteca y misticismo de menopausia; libídine fatiga y lujo industrial y rastacuero; “La Falena” y “El Martirio de San Sebastián”. Una decadencia no es siquiera exasperada y frenética de “La Noche de Charlotemburgo”, porque no es todavía la noche sino el crepúsculo.
Gómez Carrillo partía de un cabaret de Tebaida. De su viaje libresco -literatura- no imaginación, regresaba con sus artificiales “Flores de Penitencia”. Sabía que un público de gustos inestables se serviría de sus morosos y facticios éxtasis, cristianos con la misma gana que su última crónica del “demi-monde”.
Cortesano de los gustos de su clientela, Gómez Carrillo, esquivó lo difícil, se movió siempre sobre la superficie de las cosas que era casi siempre y brillante como un azulejo. La forma en Gómez Carrillo no era estructura ni volumen. No era sino superficie, y a lo sumo, esmalte. El rasgo de la “crónica” de su tiempo era la facilidad, rasgo característico. Nuestro tiempo ama y busca lo difícil. Lo difícil, no lo raro. La literatura difícil, como lo observa Tribaudet, conquista por primera vez, la popularidad, el mercado.
El “cronista” típico carece de opiniones. Reemplaza el pensamiento con impresiones que casi siempre coinciden con las del público. Gómez Carrillo era sobre todo un impresionista. Esto era lo que en él había de característicamente tropical y criollo. Impresionismo: he ahí el, rasgo más peculiar de la América criolla o mestiza. Impresionismo: color, esmalte, superficie.

José Carlos Mariátegui La Chira

Freudismo y marxismo [Recorte de prensa]

Freudismo y marxismo

El reciente libro de Max Eastman, ''La Ciencia de la Revolución"; que acaba de ser traducido al español, coincide con el de Henri de Man en la tendencia a estudiar el marxismo con los datos de la nueva Psicología. Pero Eastman que, resentido con los bolcheviques, no está exento de móviles revisionistas, parte de puntos de vista distintos de los que del escritor belga y, bajo varios aspectos, aporta a la crítica del marxismo, una contribución mucho más original y sugestiva. Henri de Man es un hereje del reformismo o la socialdemocracia; Marx Eastman es un hereje de la revolución. Su criticismo de intelectual super-trotskista, lo divorció de los Soviets, a cuyos jefes, en especial Stalin, atacó violentamente en su libro Apres la morte de Lenin.

Max Eastman está lejos de creer que la psicología contemporánea en general y la psicología freudiana en particular, disminuyan la validez del marxismo como ciencia práctica de la revolución. Todo lo contrario: afirma que la refuerzan y señala interesantes afinidades entre el carácter de los descubrimientos de Freud, así como de las reacciones provocadas en la ciencia oficial por uno y otro. Marx demostró que las clases idealizaban o enmascaraban sus móviles y que, detrás de sus ideologías, esto es de sus principios políticos, filosóficos o religiosos, actuaban sus intereses y necesidades económicas. Esta aserción formulada con el rigor y el absolutismo que en su origen tiene siempre toda teoría revolucionaria, y que se acentúan por razones polémicas en el debate con sus contradictores, hería profundamente el idealismo de los intelectuales, reacios hasta hoy a admitir cualquier noción científica que implique una negación o una reducción de la autonomía y majestad del pensamiento, o, más exactamente, de los profesionales o funcionarios del pensamiento.

Freudismo y marxismo, aunque los discípulos de Freud y de Marx no sean todavía los más propensos a entenderlo y advertirlo, se emparentan no solo por lo que en sus teorías había de "humillación", como dice Freud, para las concepciones idealistas de la humanidad, sino por su método frente a los problemas que abordan. "Para curar los trastornos individuales —observa Max Eastman— el psico-análisis presta una atención particular a las deformaciones de la conciencia producidas por los móviles sexuales comprimidos. El marxista, que trata de curar los trastornos de la sociedad, presta una atención particular a las deformaciones engendradas por el hambre y el egoísmo". "El vocablo "ideología" de Marx es simplemente un nombre que sirve para designar las deformaciones del pensamiento social y político producidas por los móviles comprimidos. Este vocablo traduce la idea de los freudianos, cuando hablan de racionalización, de substitución, de traspaso, de desplazamiento, de sublimación. La interpretación económica de la historia no es más que un psicoanálisis generalizado del espíritu social y político. De ellos tenemos una prueba en la resistencia espasmódica e irrazonada que opone el paciente. La diagnosis marxista es considerada como un ultraje, mas bien que como una constatación científica. En vez de ser acogida con espíritu crítico verdaderamente comprensivo, tropieza con racionalizaciones y "reacciones de defensa" del carácter más violento e infantil".

Freud, examinando las resistencias al Psicoanálisis, ha descrito ya estas reacciones, que ni en los médicos ni en los filósofos han obedecido a razones propiamente científicas ni filosóficas. El Psicoanálisis era objetado, ante todo, porque contrariaba y soliviantaba una espesa capa de sentimientos y supersticiones. Sus afirmaciones sobre subconciencia, y en especial sobre la libido inflingían a los hombres una humillación tan grave como la experimentada con la teoría de Darwin y con el descubrimientos de Copérnico. A la humillación biológica y a la humillación cosmológica, Freud podría agregado un tercer precedente: el de la humillación ideológica, causada por el materialismo económico, en pleno auge de la filosofía idealista.

La acusación de pan-sexualismo que encuentra la teoría de Freud tiene un exacto equivalente en la acusación pan-economicismo que halla todavía la doctrina de Marx. Aparte de que el concepto de economía es en Marx tan amplio y profundo como en Freud el de libido, el principio dialéctico en que se basa toda la concepción marxista excluía la reducción del proceso histórico a una pura mecánica económica. Y los marxistas pueden refutar y destruir la acusación de paneconomicismo, con la misma lógica con que Freud defendiendo el Psicoanálisis dice que "se le reprochó su pansexualismo, aunque el estudio psico-analítico de los instintos hubiese sido siempre rigurosamente dualista y no hubiese jamás dejado de reconocer, al lado de los apetitos sexuales, otros móviles bastante potentes para producir el rechazo del instinto sexual". En los ataques al Psicoanálisis no ha influído más que en las resistencias al marxismo, el sentimiento anti-semita. Y muchas de las ironías y reservas con que en Francia se acoge al Psicoanálisis por proceder de un germano, cuya nebulosidad se aviene poco con la claridad y la mesura latinas y francesas, se parecen sorprendentemente a las que ha encontrado siempre el marxismo, y no solo entre los antisocialistas, de ese país, donde subconsciente nacionalismo ha inclinado habitualmente a las gentes a ver en el pensamiento de Marx el de un boche oscuro y metafísico. Los italianos no le han ahorrado, por su parte, los mismos epítetos ni han sido menos extremistas y celosos en oponer, según los casos, el idealismo o el positivismo latino al materialismo o la abstracción germanas de Marx.

A los móviles de clase y de educación intelectual que rigen la resistencia al método marxista, no consiguen sustraerse, entre los hombres de ciencia, como lo observa Max Eastman, los propios discípulos de Freud, proclives a considerar la actitud revolucionaria como una simple neurosis. El instinto de clase determina este juicio de fondo reaccionario.

El valor científico, lógico, del libro de Max Eastman, —y esta es la curiosa conclusión a la que se arriba al final de la lectura recordando los antecedentes de su "Apres la Mort de Lenin" y de su ruidosa ex-comunión por los comunistas rusos, —resulta muy relativo, a poco que se investigue en los sentimientos que inevitablemente lo inspiran. El psicoanálisis, desde este punto, puede ser perjudicial a Max Eastman como elemento de crítica marxista. Al autor de "La Ciencia de la Revolución" le sería imposible probar que en sus razonamientos neo-revisionistas, en su posición herética y, sobre todo, en sus conceptos sobre el bolchevismo, no influyen sus resentimientos personales. El sentimiento se impone con demasiada frecuencia al razonamiento de este escritor que tan apasionadamente pretende situarse en un terreno objetivo y científico.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Factura de compra de libros en Librería L'Humanité

Factura de compra de la Librería L'Humanité a nombre de José Carlos Mariátegui por los siguientes títulos:

  • La russie sovietique
  • Bibliographie
  • Le onze mai
  • L'economia capitaliste
  • Explication de get tenoesç
  • Esquise de l'histoire nouvelle

Librería L'Humanité

Elogio de "El cemento" y del realismo proletario

[La celebración del 12° aniversario de la revolución rusa, ha exitado, en revistas y cenáculos, el debate sobre la literatura soviética, suscitando tesis y conjeturas diversas. Aquí mismo,] He escuchado reiteradamente la opinión de que la lectura de “El cemento” de Fedor Gladkov no es edificante ni alentadora para los que, fuera todavía de los rangos revolucionarios busquen en esa novela la imagen de la revolución proletaria. Las peripecias espirituales, los conflictos morales que la novela de Gladkov describe no serías, según esta opinión, aptas para alimentar las ilusiones de las almas hesitantes y miríficas que sueñan con una revolución de agua de rosas. Los residuos de una educación eclesiástica y familiar, basada en los beatísimos e inefables mitos del reino de los cielos y de la tierra prometida, se agitan mucho más de lo que estos camaradas puedes imaginarse, en la subconsciencia de su juicio.
En primer lugar, hay que advertir que “El Cemento” no es una obra de propaganda. Es una novela realista, en la que Gladkov no se ha propuesto absolutamente la seducción de los que esperan, cerca o lejos de Rusia, que la revolución muestre su faz más risueña, para decidirse a seguirla. El pseudo-realismo burgués -Zola incluido- había habituado a sus lectores a cierta idealización de los personajes representativos del bien y la virtud. En el fondo, el realismo burgués, en la literatura, no había renunciado al espíritu del romanticismo, contra el cual parecía reaccionar irreconciliable y antagónico. Su innovación era una innovación de procedimiento, de decorado, de indumentaria. La burguesía que en la historia, en la filosofía, en la política, se había negado a ser realista, aferrada a su costumbre y a su principio de idealizar o disfrazar sus móviles, no podía ser realista en la literatura. El verdadero realismo llega con la revolución proletaria, aunque en el lenguaje de la crítica literaria, el término “realismo” y la categoría artística que designa, están tan desacreditados, que se siente la perentoria necesidad de oponerle los términos de “suprarrealismo” “infrarrealismo”, etc. El rechazo del marxismo, parecido en su origen y proceso, al rechazo del freudismo, como lo observa Max Eastman en su “Más allá del Marxismo” tan equivocado a otros respectos, es en la burguesía una actitud lógica, -e instintiva,- que no consciente a la literatura burguesa liberarse de su tendencia a la idealización de los personajes, los conflictos y los desenlaces. El folletín, en la literatura y en el cinema, obedece a esta tendencia que pugna por mantener en la pequeña burguesía y el proletariado la esperanza en una dicha final ganada en la resignación más bien que en la lucha. El cinema yanqui ha llevado a su más extrema y poderosa industrialización esta optimista y rosada pedagogía de pequeños burgueses. Pero la concepción materialista de la historia, tenía que causar en la literatura el abandono y el repudio de estas miserables recetas. La literatura proletaria tiene naturalmente al realismo, como la política, la historiografía y la filosofía socialistas.
“El Cemento” pertenece a esa nueva literatura, que en Rusia tiene precursores desde Tolstoy y Gorki. Gladkov no se habría emancipado del más mesocrático gusto de folletín si al trazar este robusto cuadro de la revolución, se hubiera preocupado de suavizar sus colores y sus líneas por razones de propaganda e idealización. La verdad y la fuerza de su novela,- verdad y fuerza artísticas, estéticas y humanas,- residen, precisamente, en su severo esfuerzo por crear una expresión del heroísmo revolucionario -de lo que Sorel llamaría “lo sublime proletario”- sin omitir ninguno de los fracasos, de las desilusiones, de los desgarramientos espirituales sobre los que ese heroísmo prevalece. La revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución ni la del cristianismo, ni la de la reforma, ni la de la burguesía, se ha cumplido sin tragedia. La revolución socialista, que mueve a los hombres al combate sin promesas ultraterrenas, que solicita de ellos una extrema e incondicional entrega, no puede ser una excepción en esta inexorable ley de la historia. No se ha inventado aún la revolución anestésica, paradisiaca, y es indispensable afirmar que el hombre no alcanzará nunca a la cima de su nueva creación, sino a través de un esfuerzo difícil y penoso en el que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad. Glieb el obrero de “El Cemento”, no sería el héroe que es, si su destino le ahorrase algún sacrificio. El héroe llega siempre ensangrentado y desgarrado a su meta: solo a este precio alcanza la plenitud de su heroísmo. La revolución tenía que poner a extrema prueba el alma, los sentidos, los instintos de Glieb. No podía guardarle, asegurado contra toda tempestad, en un remanso dulce, su mujer, su hogar, su hija, su lecho, su ropa limpia. Y Dacha, para ser la Dacha que en “El Cemento” conocemos, debía a su vez vencer las más terribles pruebas. La revolución al apoderarse de ella total e implacablemente, no podía hacer de Dacha sino una dura y fuerte militante. Y en este proceso, tenía que sucumbir la esposa, la madre, el ama de casa, todo, absolutamente todo, tenía que ser sacrificado a la revolución. Es absurdo, es infantil, que se quiera una heroína como Dacha, humana, muy humana, pero antes de hacerle justicia como revolucionaria, se le exija un certificado de fidelidad conyugal. Dacha, bajo el rigor de la guerra civil, conoce todas las latitudes del peligro, todos los grados de la angustia. Ve flagelados, torturados, fusilados, a sus camaradas; ella misma no escapa a la muerte sino por azar; en dos oportunidades asiste a los preparativos de su ejecución. En la tensión de esta lucha, librada mientras su Glieb combate lejos, Dacha está fuera de todo código de moral sexual, no es sino una militante y solo debe responder de sus actos de tal. Su amor extra-conyugal carece de voluptuosidad pecadora. Dacha ama fugaz y tristemente al soldado de su causa que parte a la batalla, que quizás no regresará más, que necesita esta caricia de la compañera como un viático de alegría y placer en su desierta y gélida jornada. A Badyn, el varón a quien todas se rinden, que la desea como a ninguna, le resiste siempre. Y cuando se le entrega, -después de una jornada en que los dos han estado a punto de perecer en manos de los cosacos, cumpliendo una riesgosa comisión, y Dacha ha tenido al cuello una soga asesina, pendiente ya de un árbol de camino, y ha sentido el espasmo del estrangulamiento, - es porque a los dos la vida y la muerte los ha unido por un instante más fuerte que ellos mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sargento Grischa, por Arnold Zweig

Arnold Zweig inauguró con esta novela la estación adulta de la literatura de la guerra alemana. Que su éxito editorial no haya igualado al de “Sin novedad en el Frente” de Erich María Remarque se explica claramente. No sucede solo que a este libro le ha faltado el lanzamiento de gran estilo de “Sin novedad en el Frente”. Arnold Zweig no nos muestra la guerra en las trincheras sino la guerra en la “etapa”. El escenario de sus personajes es ese variado y extenso territorio cruzado de rieles y alambres, donde se anuda y repara la malla terca de la beligerancia. El frente es más terrible y patético; pero es la periferia del complejo fenómeno guerrero. Tiene la dramaticidad de esas úlceras en que afloran a la epidermis enfermedades profundas. En la etapa funcionan los centros nerviosos de la guerra. Una novela que registra sus oscuros movimientos impresiona menos directamente al lector que una crónica animada y violenta de las trincheras.
Pero si al lector corriente, que devora la literatura de guerra con un interés un poco folletinista, le es más difícil seguir y apreciar a Arnold Zweig que a Remarque, el crítico literario reconoce seguramente en “El Sargento Grischa” una obra a la que corresponde con más propiedad la etiqueta de novela. Porque en “El Sargento Grischa” la guerra presta su fondo, su atmósfera, sus personajes a la obra; pero con estos materiales el autor construye un relato que se rige por las reglas de su propio e individual desarrollo. El drama de un soldado no es aquí una ventana para asomarse al espectáculo. El novelista no se entretiene completamente en el otro gran drama de las muchedumbres y las naciones. No hay en esta novela nada anecdótico ni ornamental. Únicamente entran en su desarrollo los personajes necesarios a su propio proceso. “El Sargento Grischa” obedece a la ley de su propia y personal biología. Tiene por esto el grado de realización artística de las obras arquitectónicas en que el estilo exento de postizos, desnudos, de recamos, no es sino un resultado de la armonía de los materiales y las proporciones. No se siente en la novela la intención de describir la etapa. Pero acaso por esto la describe más eficazmente. Todos los individuos, todos los hechos que Arnold Zweig nos presenta, del lado por el que tocan el destino del sargento Grischa Ilyitsch Paprotkin, están arrancados a la más cruda y honda realidad de la etapa. De esta zona compleja y profunda de la guerra, Andreas Latzko nos había dado quizás las primeras visiones en los hombres en guerra. Arnold Zweig nos guía por este intrincado tejido, donde en torno del cuartel general pululan, arrolladas por el tráfico inexorable de las órdenes superiores, criaturas que sufren y resisten la guerra, extrañas a su desenvolvimiento y a sus pasiones, con una obstinada voluntad de salvarse y sobrevivir. A través de este tejido pugna por abrirse paso el prisionero ruso Grischa, prófugo de un campo de concentración alemán, avanzado a ratos, enquistándose en un bosque, hasta caer en una plaza militar donde lo alcanza inexorable el poder del cuartel general.
Grischa ha abandonado el campo de concentración de los prisioneros empujado por el poder irresistible de evasión. En Rusia, la revolución promete la paz. Y Grischa no sabe vencer la nostalgia de regresar a su aldea, donde lo aguardan su mujer y una niña. Se refugia por algún tiempo, en un bosque donde otros prófugos rusos viven una existencia peligrosa de tejones. Y ahí conoce una mujer, campesina rusa también, cuyos cabellos se han puesto blancos en un instante de intensa tragedia en que asistió al fusilamiento de su padre y sus hermanos; pero que conserva aún ternura, bastante para alegrar el descanso de un soldado joven. Para preservarlo de los riesgos de su viaje de prisionero prófugo, ella, la del destino trágico, le propone y transfiere una nueva identidad, la del soldado Byuschev. Puede usarla libremente puesto que Byuschev ha muerto. Pero esta identidad ajena pierde a Grischa. Prendido y juzgado, le corresponde como Byuschev una implacable condena de muerte. El tiempo que Byuschev ha vagado por territorio alemán, lo hace responsable del delito de espionaje. Grischa cree que podrá sacudirse de este destino, extraño, confesando su mentira. Lo mismo piensan cuantos lo rodean. Pero reconocido como Grischa Ilyitsch Paprotkin, nada puede librarlo ya de la sentencia. Nada ni el poder del general de división Otto von Lychow, antiguo tipo militar y aristócrata prusiano que Arnold Zweig retrata con simpatía y que, salvo la heterodoxia tiene algunos puntos de afinidad histórica con el “Comandante rojo” de Ernst Glaesser. El comandante general Schieffezanh, trazado con enérgicas líneas, decide que se cumpla con la condena. El duelo entre los dos poderes es obstinado; pero la ley de la guerra la condena ciega e injusta. I Grischa, que en su fuga, inexorable que en el frente, ha conocido a seres de acendrada humanidad, como ese Babka de cabellos blancos y carne aún joven, a la que deja un hijo, como el carpintero judío Tawje, acaba fusilado. En el instante en que disparan los cinco fusiles del pelotón en una extrema defensa, en una desesperada resistencia a la muerte, “su sentimiento vital, hace mucho tiempo sobrepujado y borrado del presente, se inflama, desde los cimientos del alma, por la certeza de haber salvado de la destrucción una parte de su ser. El germen primero, el potente plasma, saciado de haberes seguido dando en cuerpo de mujer a nuevas encarnaciones, arroja en él, en su cerebro, este pálido reflejo fiel, como una gota de lluvia refleja todo el cielo, y le da -a la manera del deslumbrado hombre de carne- el sentimiento de la perduración en el Yo, de la inmortalidad de su individualidad, que sin embargo está extinguida ya en este momento”.
Zweig, que tan admirablemente crea y anima a sus tipos de nobles y burgueses prusianos, de oficiales y enfermeras, y que escoge como protagonista de su novela a un soldado ruso, sobresale en los retratos de judíos. Extraordinarios, inquietantes, magistralmente logrados son los judíos de esta novela: Posnanski, Bertin, Tawje. Sobre todo ese humilde y bondadoso carpintero Tawje, típico espécimen de artesano hebreo de Polonia, transido de teología, lleno de piedad, que confronta de este modo el caso del sargento Grischa con las categorías i las imágenes de la Biblia. “He aquí un hombre que quiere volver a su hogar, huyendo de los extraños como Tobías (en cuya memoria el mismo se llama Tawje) que, de camino, ha caído a falsos consejeros como Absalón, que ha cometido el pecado de tomar nombre falso, casi como Abraham cuando dio a su mujer Sarah por hermana suya; pues el hombre no tiene su nombre al acaso, sino que lo ha recibido de las esferas del cielo. Después fue arrojado a la cueva, como José o Daniel y sentencia de muerte fue pronunciada sobre él como sobre Urías. Pero el señor le ha abierto la boca como a la burra de Balaam, y tornó a la verdad, lo mismo que Jonás; luego halló gracia como la halló Esther; el poderoso le escuchó benévolo; la pena de muerte pasó. Y una vez que todo esto ha quedado aparte, el pecado de cambio de nombre ha sido purgado; ahora ya sucederá algo nuevo”. Nada nuevo podía acontecer. Nada que no fuese la ejecución de la dura e injusta sentencia. Poco esto no se hallaba previsto en el Antiguo Testamento y escapaba de la sabiduría de Tawje, el carpintero.

José Carlos Mariátegui La Chira

El progreso nacional y el capital humano

I
Los que, arbitraria y simplisticamente, reducen el progreso peruano a un problema de capital áureo, razonan y discurren como si no existiese, con derecho a prioridad en el debate, un problema de capital humano. Ignoran u olvidan que, en la historia, el hombre es anterior al dinero. Su concepción pretende ser norteamericana y positivista. Pero, precisamente, de nada acusa una ignorancia más total que del caso yanqui.
El gigantesco desarrollo material de los Estados Unidos, no prueba la potencia del oro sino la potencia del hombre. La riqueza de los Estados Unidos no está en sus bancos ni en sus bolsas; está en su población. La historia nos enseña que las raíces y los impulsos espirituales y físicos del fenómeno norteamericano se encuentran íntegramente en su material biológico. Nos enseña, además, que en este material el número ha sido menos importante que la calidad. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Del misticismo ideológico de estos hombres desciende el misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitanes de la industria y de la finanza norte-americana. El fenómeno norteamericano aparece, en su origen, no solo cuantitativo sino, también, cualitativo.
Pero este es otro tema. No me interesa, por el momento, para otra cosa que para denunciar el punto de partida falso, irreal, del materialismo, al mismo tiempo grosero y utopista, de quienes parecen imaginarse que el dinero ha inventado a la civilización, incapaces de comprender que es la civilización la que ha inventado al dinero. Y que la crisis y la decadencia contemporáneas empezaron justamente, cuando la civilización comenzó a depender casi absolutamente del dinero y a subordinar al dinero su espíritu y su movimiento.
El error y el pecado de los profetas del progreso peruano y de sus programas han residido siempre en su resistencia o ineptitud para entender la primacía del factor biológico, del factor humano sobre todos los otros factores, si no artificiales, secundarios. Este es, por lo demás, un defecto común a todos los nacionalismos cuando no traducen o representan sino un interés oligárquico y conservador. Estos nacionalismos, de tipo o trama fascista, conciben la Nación como una realidad abstracta que suponen superior y distinta a la realidad concreta y viviente de sus ciudadanos. Y, por consiguiente, están siempre dispuestos a sacrificar al mito del hombre.
En el Perú hemos tenido un nacionalismo mucho menos intelectual, mucho más rudimentario e instintivo que los nacionalismos occidentales que así definen la Nación. Pero su praxis, si no su teoría, ha sido naturalmente la misma. La política peruana -burguesa en la costa, feudal en la Sierra- se ha caracterizado por su desconocimiento de valor del capital humano. Su rectificación, en este plano como en todos los demás, se inicia con la asimilación de una nueva ideología. La nueva generación siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes, es indígena y campesina.
II
Uno de los aspectos sustantivos del problema del capital humano es el aspecto médico-social. En el haber de nuestra escasa bibliografía, tenemos que anotar, sobre este tema, un libro interesante. Se titula “Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Sus autores son dos médicos inteligentes y trabajadores, ambos funcionarios de sanidad, los doctores Sebastián Lorente y Raúl Flores Córdova. Este libro, en más de seiscientas páginas, densas de datos y de cifras, estudia documentadamente la realidad médico-social del Perú.
Los autores se muestran por supuesto, optimistas en su esfuerzo y en su esperanza. Pero el método positivo no consiente, en la investigación, engañosas ilusiones. La verdad de nuestra situación sanitaria emerge del libro precisa y categórica. Los índices de la mortalidad y de la morbilidad son en el Perú excesivos. El capital humano se mantiene casi estacionario. En la costa, el paludismo y la tuberculosis; en la sierra, el tifus y la viruela; en la selva, todos los morbos del trópico y el pantano, minan la población exigua de la república. No se tiene una cifra exacta de la población. Pero la cifra, comúnmente aceptada, de cinco millones, basta para constatar la debilidad y la lentitud de nuestro crecimiento demográfico. La mortalidad infantil es uno de los más terribles y trágicos frenos. En Lima y en el Callao mueren antes de llegar a un año de edad la cuarta parte de los niños. En los pueblecitos rurales de la costa el índice de la mortalidad infantil es mayor aún. Tengo a la vista la estadística demográfica del distrito de Pativilca del primer semestre del año en curso que acusa una mortalidad superior a la natalidad.
En el prefacio de su libro, los doctores Lorente y Flores Córdova escriben que ‘‘el panorama médico-social nos presenta en toda su magnitud y en toda su gravedad nuestro problema sanitario”. Su estudio no exagera, en ningún caso, la realidad; tal vez, en alguno, la atenúa. Lo que ensombrece el espíritu cuando se lee este volumen, -que ojalá arribara a las manos de todos los que tan fácilmente se equivocan respecto a la jerarquía o la gradación de los problemas nacionales- no es el juicio, moderado siempre, de los autores, sino el dato desnudo, la observación objetiva, la constatación anastigmática.
III
No me toca ocuparme del mérito teórico, del valor científico de estos ‘‘Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Su estimación pertenece, exclusivamente, a los profesionales, a los competentes. Pero, sin invadir campos de crítica ajenos, quiero señalar su utilidad y su importancia como documento actual y autorizado de la “realidad profunda” del Perú. Me parece evidente, por otra parte, que los doctores Lorente y Flores Córdova, han hecho un trabajo de sistemación y de compilación singularmente meritoria en un medio como el nuestro donde los hombres de estudio difícilmente intentan especulaciones de esta magnitud.
El libro de los doctores Lorente y Flores Córdova no está destinado únicamente al ámbito profesional. Interesa a todos los estudios. Su lectura es un viaje por un Perú menos pintoresco, pero más real del que otros libros nos describen o nos disfrazan.
IV
Los doctores Lorente y Flores Córdova no se contentan en su libro con acopiar, confrontar y clasificar datos preciosos. Solicitan, formal y premiosamente, una mayor atención para el tema del capital humano. ‘‘El problema que requiere en el Perú, más urgentemente, una solución orgánica y eficaz -escriben- es el problema sanitario, no solo porque cada día prevalece y se arraiga más en la conciencia de la época el concepto de que la defensa de la salud pública es un deber primordial de todo Estado moderno, sino, sobre todo, porque ningún otro concepto corresponde con mayor exactitud a apremiantes y evidentes exigencias de la realidad peruana”.
Esto es cierto, pero incompleto. El problema sanitario no puede ser considerado aisladamente. Se enlaza y se confunde con otros hondos problemas peruanos del dominio del sociólogo y del político. Los males, los morbos, de la sierra y de la costa, se alimentan principalmente de miseria y de ignorancia. El problema, a poco que se le penetre, se transforma en un problema económico, social y político. Pero a los distinguidos higienistas, autores de la “Geografía Médica del Perú”, no les tocaba este análisis. Su diagnóstico del mal tenía que ser solamente médico.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema editorial

El problema editorial

El problema de la cultura en el Perú, en uno de sus aspectos, -y no el más adjetivo- se llama problema editorial. El libro, la revista literaria y científica, son no solo el índice de toda cultura, sino también su vehículo. Y para que el libro se imprima, difunda y cotiza no basta que haya autores. La producción literaria y artística de un país depende, en parte, de una buena organización editorial. Por esto, en los países donde se actúa una vigorosa política educacional, la creación de nuevas escuelas y la extensión de la cultura obliga al Estado al fomento y dirección de las ediciones, y en especial de las destinadas a recoger la producción nacional. La labor del gobierno mexicano se destaca en América, en este plano, como la más inteligente y sistemática. El ministerio de instrucción pública de ese país tiene departamentos especiales de bibliotecas, de ediciones y de bibliografía. Las ediciones del Estado se proponen la satisfacción de todas las necesidades de la cultura. Publicaciones artísticas como la magnífica revista “Forma”-la mejor revista de artes plásticas de América- son un testimonio de la amplitud y sagacidad con que los directores de la instrucción pública entienden en México su función.

El Perú, como ya he tenido oportunidad de observarlo, se encuentra a este respecto en el estadio más elemental e incipiente. Tenemos por resolver íntegramente nuestro problema editorial: desde el texto escolar hasta el libro de alta cultura. La publicación de libros no cuenta con el menor estímulo. El público lee poco, entre otras cosas porque carece, a consecuencia de una defectuosa educación, del hábito de la lectura seria. Ni en las escuelas ni fuera de ellas, hay donde formarle este hábito. En el Perú existen muy pocas bibliotecas públicas, universitarias y escolares. A veces se otorga este nombre a meras colecciones estáticas o arbitrarias de volúmenes heterogéneos.

Publicar un libro, en estas condiciones, representa una empresa temeraria a la cual se arriesgan muy pocos. Por consiguiente, nada es más difícil para el autor que encontrar un editor para sus obras. El autor, por lo general, se decide a la impresión de sus obras por su propia cuenta, a sabiendas de que afronta una pérdida segura. Es para él la única manera de que sus originales no permanezcan indefinidamente inéditos. Las ediciones son así muy pobres, los tirajes son ínfimos, la divulgación del libro es escasa. Un autor no puede sostener el servicio de administración de una editorial. El libro se exhibe en unas cuantas librerías de la república. Al extranjero sale muy raras veces.

Una de las limitaciones más absurdas, uno de los obstáculos más artificiales de la circulación del libro es la tarifa postal. La expedición de un pequeño volumen a cualquier punto de la república cuesta al menos 34 centavos. Para una editorial, este gasto, que no tiene como otros plazo ni espera, puede ser mayor que el del costo de impresión del volumen mismo. La distribución de un libro es tan cara como su producción, que no tiene muy ciertas garantías de cubrirse con la venta.

He aquí, sin duda, una valla que al Estado no le costaría nada abatir. El libro debe ser asimilado a la condición de la revista y del periódico que, dentro de la república, gozan de franquicia postal. El correo perderá unos pocos centavos; pero la cultura nacional ganará enormemente. En otros países, el correo facilita por medio de la “cuenta corriente” o del pago de una suma mensual muy moderada, la difusión de toda clase de publicaciones. En un país, donde el público no siente la necesidad de la lectura sino en una exigua proporción, el interés nacional en proteger e impulsar la difusión del libro aparece cien veces mayor.
Y como hay también interés en que el libro nacional salga al extranjero, para que el país adquiera una presencia creciente en el desarrollo intelectual de América, la tarifa postal debe ser igualmente favorable a su exportación. Los autores y los editores triplicarán sus envíos con una tarifa reducida.

No hace falta agregar que el Estado y las instituciones de cultura disponen de otros medios de fomentar la producción literaria y artística nacional. El establecimiento de ediciones del Ministerio de Instrucción, de la Biblioteca Nacional, de las Universidades, es, entre ellos, indispensable, tanto para la provisión de las bibliotecas escolares y públicas como para el mantenimiento de servicios de intercambio, sin los cuales no se concibe relaciones regulares con las Universidades y Bibliotecas del extranjero.
Existe, en el congreso, un proyecto de ley que instituye un premio nacional de literatura. La institución de esta clase de premios ha sido en todos los países provechosa, a condición naturalmente de que se le haya conservado alejada de influencias sospechosas, y de tendencias partidistas. El sistema de los concursos tan grato al criollismo es contrario a la libre creación intelectual y artística. No tiene justificación sino en casos excepcionales. Es, sin embargo, entre nosotros, la única mediocre y avara posibilidad que se ofrece de vez en cuando a los intelectuales de ver premiado un trababa suyo. Los premios, mil veces más eficaces y justicieros, cuando recompensan los esfuerzos sobresalientes de la vida intelectual de un país, sin proponerles un tema obligatorio, estimulan a la vez a autores y editores, ya que constituyen una consagración de seguros efectos en la venta de un libro.
Aunque falte todavía mucho para que los problemas vitales de la cultura nacional merezcan en el Perú la consideración de las gentes vale la pena plantearlos, de vez en cuando, en términos concretos, para que al menos los intelectuales adquieran perfecta conciencia de su magnitud.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconocer siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el rumbo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba frente a la revolución con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más bien que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe fe la Oficina Internacional del Trabajo, -esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc- acuerda sus alabanzas a la legislación obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “En Nuevo Derecho”.
Este libro, sin embargo, conservó un singular valor, como historia de la formación del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito [de] no ser una teoría ni una filosofía del nuevo derecho sino únicamente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa acertadamente: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frio industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”. Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magisteriales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.
Habría, empero que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de George Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la ideal marxista, me parece más particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaures. Mientras Jaures, -a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le perteneces- era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentales del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, -que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”- es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, -con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista, la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volkgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea -la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la consciencia burguesas- mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de las obras de Proudhon, -más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés- son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.
La presencia de la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menos de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban también casi todos los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marzo histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad, los reyes de apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamente del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden social sino a partir del momento en que la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.
Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del Dr. Palacios. Pero este comentario nos llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. I esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, por mi parte, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre algunos debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.
Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítica y su comprensión del fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenin, reviste a su juicio la magnitud que le niegan generalmente los regañones (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconoce siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el mundo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba en 1920, frente a la revolución, con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe de la Oficina Internacional del Trabajo, —esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc.— acuerda sus alabanzas a la política obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “El Nuevo Derecho”.

Este libro, sin embargo, conserva un notable valor, como historia de la formación, del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito de no ser una teoría ni una filosofía del “nuevo derecho”, sino principalmente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa con acierto: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frío industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”.

Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magistrales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.

Habría, empero, que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de Georges Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, —a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la idea marxista,— me parece particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaurés. Jaurés, —a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le pertenecen— era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentaIes del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, —que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”— es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, —con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista,— la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volksgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea —la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la- consciencia burguesa— mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de la obra de Proudhom, —más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés— son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.

La presencia en la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menor de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban asimismo muchos de los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marco histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad. los reyes se apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamento del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden histórico, sino a partir del momento en qué la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.

Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del doctor Palacios. Pero este comentario me llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. Y esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.

Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítico y el equilibrio de su juicio sobre el fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, —a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenín,— tiene en el pensamiento de Palacios la magnitud que le niegan generalmente regañones teóricos y solemnes profesores de la social-democracia. Y en su libro, se revela honradamente contra la mentira de que el derecho “nazca con tanta sencillez como una regla gramatical".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El movimiento socialista en el Japón

El movimiento socialista en el Japón

Poco nos interesamos en Sud América por el Oriente y su nueva historia. Ya he tenido oportunidad de observarlo a propósito de la China. Ahora debo repetirlo a propósito del Japón. El Perú que, por su proceso histórico y su situación geográfica, ha recibido sucesivos contingentes de inmigración amarilla, necesita particularmente, sin embargo, conocer mejor lo que en Europa se llama el Extremo Oriente. El Japón moderno, sobre todo, reclama nuestra atención, porque nos ofrece el ejemplo de un pueblo capaz de asimilar plenamente la civilización occidental sin perder su propio carácter ni abdicar su propio espíritu.

El Japón -según Félicien Challaye, uno de los hombres de estudio europeos que más dominan y entienden sus problemas- “se ha europeizado para resistir mejor a Europa y para continuar siendo japonés”. Este concepto es exacto, como juicio sobre la evolución del Japón de la feudalidad al capitalismo. El verdadero espíritu nacional, en el Japón como en los demás pueblos orientales en los que se ha operado análoga europeización, ha estado representado no por los impotentes y románticos hierofantes de la tradición, sino por los elementos dinámicos y progresistas que la han enriquecido y renovado con la experiencia occidental.

La revolución liberal y burguesa en el Japón se inspiró en las ideas y los hechos de Occidente. Para salir de la incomunicación en que había querido mantenerse hasta la mitad del siglo diecinueve, el Japón tuvo que abandonar a la vez que su voluntario enclaustramiento, sus envejecidas y anquilosadas instituciones. El viejo régimen resultó incompatible con el trato de las naciones occidentales. Y el Japón comprendió que, mientras no podía renunciar al comercio y la relación con el Occidente sin peligro de ser conquistado marcialmente por sus naciones de presa, podía muy bien renunciar a las formas políticas y sociales que estorbaban su desarrollo.

Abatida la feudalidad por la revolución de 1868, el Japón entró en una edad de activo crecimiento capitalista. Durante los últimos decenios del siglo diecinueve, la formación de la gran industria transformó radicalmente la estructura de la economía y la sociedad japonesas. Es notoria la rapidez con que se ha cumplido en el Japón este proceso de industrialización que lo ha convertido en una gran potencia en solo cincuenta años. El Japón era, antes de su revolución, un pueblo de campesinos, artesanos y comerciantes -en lo que concierne a la composición de su clase productora-. El proceso del desarrollo del capitalismo y el industrialismo ha mudado totalmente su panorama social. La gran industria ha creado un numeroso proletariado industrial, en el cual prontamente han prendido las ideas socialistas.

El acontecimiento sustantivo de la historia del Japón moderno es el surgimiento o la aparición del socialismo que, del mismo modo que en otra época el capitalismo, no se presenta en ese país como la arbitraria importación de una doctrina exótica sino como una expresión natural y una etapa lógica de su propia evolución histórica. El socialismo, en el Japón, como en todas partes, ha nacido en las fábricas.

Sus primeros intérpretes han sido intelectuales. Si se recuerda que los intelectuales fueron también los primeros profetas y agentes de la revolución liberal y burguesa de 1868, se constata que la “inteligencia” japonesa acusa una especial sensibilidad histórica. No se comporta, académicamente, como una guardia pasiva de la tradición y del orden, sino, creadoramente, como una avanzada vigilante y alerta de reforma y progreso. La cátedra universitaria ha sido una de las tribunas del socialismo en el Japón. A un catedrático, el doctor Fukuda, de la Universidad Keio, le debe el Japón la traducción de las obras de Karl Marx y a dos escritores, Sakai Yoshihiko y Yamkawa Nitoshi, un libro de 1500 páginas, fruto de diez años de trabajo, sobre la vida del profeta del socialismo moderno. (Don Miguel de Unamuno, refiriéndose a algunas apreciaciones mías sobre su juicio del marxismo en su libro “La Agonía del Cristianismo” me escribe precisándolo y aclarándolo: “Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor”.)

Pero los actores primarios, los creadores sustantivos del socialismo japonés no han pertenecido naturalmente al tipo del intelectual de gabinete. Han sido hombres de acción que a una inteligencia lúcida han unido un carácter heroico. Los mayores líderes del socialismo japonés, Sakai, Kotoku y Katayama -figuras mundiales los tres- no pueden ser catalogados como simples intelectuales. Su relieve histórico depende de su contextura de héroes y apóstoles.

Sakai, escritor vigoroso, de sólida cultura marxista, fue hasta su muerte en 1923, el jefe reconocido del socialismo japonés. Escribió entre otros libros, una “Historia del Japón” en que, como en toda su obra, aplicó el método del materialismo histórico a la interpretación de los problemas y hechos de su país. En 1923, cuando la oleada reaccionaria aprovechó en el Japón del terremoto de Tokio y Yokohama para atacar brutalmente al movimiento socialista, Sakai murió asesinado por agente de la policía. (La misma suerte sufrieron el sindicalista Osugi y su familia.)

Kotoku representó en la historia del socialismo japonés el espíritu y la doctrina kropotkinianos. Traductor de libros de Kropotkin, se pronunció por su comunismo anárquico. Sin embargo, con seguro instinto de la situación, trabajó mancomunadamente con Sakai. Ambos líderes expusieron sus ideas primero en el “Yorozu Choho” y después en el “Heimin Shimbun”. Acusado en 1910 de complotar contra la vida del Emperador, fue condenado a muerte con veinticuatro procesados más. Su ejecución provocó enérgica protesta en Occidente. Todos los partidos socialistas, todas las federaciones obreras, todas las consciencias libres del mundo, condenaron a los jueces de Kotoku.

Katayama, antiguo y valiente propagandista y organizador, de larga actuación sindicalista, figura desde la guerra ruso-japonesa en la escena internacional. La corriente revolucionaria lo reconoce como su fiduciario, mientras la corriente reformista obedece como jefe a Bundzi-Sudzuki.

La gran industria no predomina aún en la economía japonesa. La mayoría de la población está compuesta hasta ahora de campesinos, artesanos y pescadores. Pero la industria, acrecentada e impulsada por la guerra, imprime su fisonomía y su carácter a la urbe, hogar y crisol de la conciencia nacional. El proletariado industrial, ya en gran parte organizado, es en el Japón la fuerza del porvenir. Por otra parte, la concentración de la propiedad agraria, antes completamente fraccionada, está formando un proletariado rural, en el que se propaga gradualmente un sentimiento clasista.

El socialismo, finalmente, recluta gran cantidad de adeptos en la juventud universitaria, en cuya mente la palabra de muchos maestros de verdad puso a tiempo su fecunda semilla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"El juego del amor y de la muerte" de Romain Rolland

La última obra de Romain Rolland es una obra de teatro. El autor de las “Tragedias de la fe” figura habitualmente en el elenco de autores del teatro francés. Pocos, sin embargo, han realizado un esfuerzo tan elevado por renovar y animar este teatro. Pocos contribuyeron tan noblemente a realzar, fuera de Francia, su -asaz- gastado prestigio. No son por cierto los nombres de Bataille, Capus, Bernstein, etc. los que en nuestro tiempo pueden representar el arte dramático de Francia. Son en todo caso los nombres de Rolland, Claudel y Crommelynk.
Romain Rolland participó hace más de veinticuatro años en un hermoso experimento de creación del “teatro del pueblo”, realizado bajo los auspicios de “La Reveu d’Art dramatique” por un grupo de escritores jóvenes. Este grupo dirigió un llamamiento “a todos aquellos que se hacen del arte un ideal humano y de la vida un ideal fraternal, a todos aquellos que no quieren separar el sueño de la acción, lo verdadero de lo bello, el pueblo de la élite”. “No se trata -continuaba el manifiesto- de una tentativa literaria. Es una cuestión de vida o muerte para el arte y para el pueblo. Pues si el arte no se abre al pueblo está condenado a desaparecer; y si el pueblo no encuentra el camino del arte, la humanidad abdica sus destinos”.
Este experimento de renovación del teatro, que se alimentaba del mismo idealismo social del cual brotaron las universidades populares, no encontró en París un clima propicio para su desarrollo. No pudo, pues, prosperar. Pero de él quedó una obra: la de Romain Rolland.
En la formación de un teatro nuevo Romain Rolland había visto ideal digno de su esfuerzo artístico. Acaso desde que, intacto todavía su candor de estudiante de provincia, sufrió su primer contacto con el teatro parisién, empezó a incubarse en su espíritu este propósito. La impresión de este contacto no pudo ser más ingrata. “Recuerdo -escribe Romain Rolland con su cristalina sinceridad- la indignación y el desprecio que sentí cuando, al venir a París por primera vez, descubrí el arte de los boulevards parisienses. Me ha pasado la indignación, pero el desprecio me ha quedado.”
Mas esta repulsa en Romain Rolland tenía que ser fecunda. Sus pasiones, sus impulsos se resuelven siempre en amor, en creación. Tal vez porque el teatro fue lo primero que repudió de París, fue también lo primero que ganó sus potencias de artista. Puede decirse que Romain Rolland debutó en la literatura como dramaturgo. “Saint Louis”, drama “de la exaltación religiosa” (1897) y “Aert”, drama “de la exaltación nacional” (1898), esto es sus dos primeras tragedias de la fe, lo revelaron a un público que, en su mayoría, no era aún capaz de desertar de las salas de la comedia burguesa. Vinieron, después, “Les Loups” que, olvidado quizá en París, yo he visto representar en Berlín hace tres años y “Le Triomphe de la Raison” que completa el tríptico de las tragedias de la fe.
En un volumen, “El teatro de la Revolución”, ha reunido Romain Rolland tres dramas de la epopeya revolucionaria del pueblo francés. (“Le 14 Juillet”, “Danton” y “Les Loups”) Estos dramas, concebidos como piezas de un políptico de la revolución francesa, tienen ahora su continuación en “Le Jeu de l’Amour et de la Mort”. Otros trabajos han solicitado en el tiempo transcurrido desde el experimento del teatro del pueblo la energía y el esfuerzo de Romain Rolland. Sus obras de este tiempo, “Juan Cristobal”, “Colas Breugnon” “El Alma Encantada”, le han conquistado la gloria literaria que cien pueblos han consagrado plebiscitariamente. Pero no lo han distraído de la vieja y cara idea del políptico dramático. Su espíritu ha trabajado silenciosamente en esta concepción.
“El juego del Amor y de la Muerte” es un capítulo del teatro de la revolución. El espíritu es el mismo, mas el acento ha cambiado. El artista, el pensador en los veinticinco años que nos separan aproximadamente de los primeros dramas, toda su plenitud. Nos sentimos en una nueva estación, en una nueva jornada del viaje de Romain Rolland. La tormenta de la juventud se ha calmado. Los ojos del artista aprehenden serena y lúcidamente los contornos de la realidad. Esta integralidad se propone purificar y acrisolar la fe. Pero es quizá superior a la resistencia de los espíritus propensos a la duda. Romain Rolland nos da en este drama su más intensa lección de estoicismo.
El protagonista del drama, Jerome de Courvoisier, como nos advierte Rolland, “evoca por su nombre y por su carácter el martirio del último de los enciclopedistas y del genial Lavoisier. Pero la imagen dominante es aquí la del hombre de frente de vencedor y boca de vencido, Cordorcet, el volcán bajo la nieve como decía de él D’Alembert”. Fugitivo, acosado se asila en la casa de Courvoisier, Vallée, el girondino cuya cabeza ha puesto precio la convención. Vallée ama a la mujer de Courvoisier y es amado por ella. No busca un asilo en su casa, viene a confesar su amor. Es el proscrito perseguido, rechazado por todos sus amigos que, sabiendose perdido, regresa de la Gironda a París, portando a través de toda la Francia su cabeza puesta a precio para que antes de caer besase la boca de la amada”. Courvoisier, que se ha tornado sospechoso a la convención, vuelve de la sesión que ha votado la muerte de Danton. En su casa encuentra a Vallée denunciado ya al comité de salud pública. Y, descubierto el amor del proscrito y de su mujer, resuelve sin vacilar su sacrificio. Un esbirro del comité de salud pública halla en su escritorio un manuscrito que lo compromete irremesiblemente. Carnot, su amigo, acude a salvarlo. Le reclama el sacrificio de sus ideas a la revolución. Pero el filósofo rehusa: ha decidido el sacrificio de su vida, no el de sus ideas. Carnot le entrega entonces dos pasaportes para que antes de que la policía venga a aprehenderlo salga de París. Courvoisier da los pasaportes a Vallée y a su mujer. Pero Sofía de Courvoisier es también un alma heroica. Obliga a Vallée a la fuga. Y destruye su pasaporte para seguir la suerte de su marido. Courvoisier ha renunciado por ella a su vida. Ella renuncia por él a su amor. “¿Para qué nos ha sido dada la vida? -exclama Sofía cuando los pasos de los soldados suenan ya en la antesala. “Para vencerla” -respone Courvoisier”.
En esta respuesta, que habíamos encontrado ya en “L’Ame Enchantée”, en esta estoica respuesta a la eterna interrogación, está toda la filosofía de la obra. Pero no toda la filosofía de Romain Rolland. Todo Romain Rolland no se entrega nunca en un libro, en una actitud, en una creación. En este hombre se realiza la Unidad. Es todos los principios de la vida. Es, como dice Waldo Frank, “un hombre integral en una época de caos”.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

El donquijotismo de Tristan Marof

Un Don Quijote de la política y la literatura americanas, Tristan Marof o Gustavo Navarro, como ustedes gusten, después de reposar en Arequipa de su última aventura, ha estado en Lima algunas horas, de paso para La Habana. ¿Dónde había visto yo antes su perfil semita y su barba bruna? En ninguna parte, porque la barba bruna de Tristan Marof es de improvisación reciente. Tristan Marof no usaba antes barba. Esta barba varonil, que tan antigua parece en su cara mística e irónica, lo ayudó a escapar de su confinamiento y a asilarse en el Perú. Ha formado parte de su disfraz; y ahora, en verdad, tiene el aire de pedir que la dejen quedarse donde está. Es una barba espontánea, que no obedece a ninguna razón sentimental y estética, que tiene su origen en una razón de necesidad y utilidad y que, por esto mismo, ostenta una tremenda voluntad de vivir; y resulta tan arquitectónica y decorativa.
La literatura de Tristán Marof –“El Ingenuo Continente Americano”, “Suetonio Pimienta”, “La justicia del Inca”- es como su barba. No es una literatura premeditada, de literato que busca fama y dinero con sus libros. Es posible que Tristan Marof ocupe, más tarde, un sitio eminente en la historia de la literatura de Indo-América. Pero esto ocurrirá sin que él se lo proponga. Hace literatura por los mismos motivos por que hace política; pero es lo menos literato posible. Tiene sobrado talento para escribir volúmenes esmerados; pero tiene demasiada ambición para contentarse con gloria tan pequeña y anacrónica. Hombre de una época vitalista, activista, romántica, revolucionaria, con sensibilidad de caudillo y de profeta, Tristan Marof no podía encontrar digna de él sino una literatura histórica. Cada libro suyo es un documento de su vida, de su tiempo. Documento vivo; y, mejor que documento, acto. No es una literatura bonita, ni cuidada, sino literatura vital, económica, pragmática. Como la barba de Tristan Marof, esta literatura se identifica con su vida, con su historia.
“Suetonio Pimienta” es una sátira contra el tipo de diplomático rastacuero y advenedizo que tan liberalmente produce Sud y Centro-América. Diplomático de origen electoral o “revolucionario” en la acepción sud-americana del vocablo. “La Justicia del Inca” es un libro de propaganda socialista para el pueblo boliviano. Tristan Maroff ha sentido el drama de su pueblo y lo ha hecho suyo. Podía haberlo ignorado, en el sensual y burocrática comodidad de un puesto diplomático o consular. Pero Tristan Marof es de la estirpe romántica y donquijotesca que, con alegría y pasión, se reconoce predestinada a crear un mundo nuevo.
Como Waldo Frank, como tantos otros americanos entre los cuales me incluyo, en Europa descubrió a América. Y renunció al sueldo diplomático para venir a trabajar rudamente en la obra iluminada y profética de anunciar y realizar el destino del mundo nuevo. La policía de su patria, capitaneada por un intendente escapado prematuramente de una novela posible de Tristan Marof, lo condenó al confinamiento en un rincón perdido de la montaña boliviana. Pero así como no se confina una idea, no se confina tampoco a un espíritu expansivo e incoercible como Tristan Marof. La policía paceña podía hacer encerrado a Tristan en un baúl, sin violentarlo, ni fracturarlo, para aparecer en la frontera, con una barba muy negra en la faz pálida. En la fuga, Tristan Marof habría siempre ganado la barba.
A algunos puede interesarlos el literato; a mi me interesa más el hombre. Tiene la figura prócer, aquilina, señera, de los hombres que nacen para hacer la historia más bien que para escribirla. Yo no lo había visto nunca; pero lo había encontrado muchas veces. En Milán, en París, en Berlín, en Viena, en Praga, en cualquiera de las ciudades donde, en un café o un mitin, he tropezado con hombres en cuyos ojos se leía la más dilatada y ambiciosa esperanza. Lenines, Trotskys, Mussolinis de mañana. Como todos ellos, Marof tiene el aire a la vez jovial y grave. Es un Don Quijote de agudo perfil profético. Es uno de esos hombres frente a los cuales no le cabe a uno duda de que darán que hablar a la posteridad. Mira a la vida, con una alegre confianza, con una robusta seguridad de conquistador. A su lado, marcha su fuerte y bella compañera. Dulcinea, muy humana y moderna, con ojos de muñeca inglesa y talla de walkyria.
Le falta a este artículo una cita de un libro de Marof. La sacaré de la “Justicia del Inca”. Escogeré estas líneas que hacen justicia sumaria de Alcides Arguedas; “Escritor pesimista, tan huérfano de observación económica como maniático en su acerba crítica al pueblo boliviano. Arguedas tiene todas las enfermedades que cataloga en su libro: hosco, sin emoción exterior, tímido hasta la prudencia, mudo en el parlamento, gran elogiador del general Montes... Sus libros tienen la tristeza del altiplano. Su manía es la decadencia. La sombra que no lo deja dormir, la plebe. Cuando escribe que el pueblo boliviano está enfermo, yo no veo la enfermedad. ¿De qué está enfermo? Viril, heroico de gran pasado, la única enfermedad que lo carcome es la pobreza”.
Esta es mi bienvenida y mi adiós a Tristan Marof, caballero andante de América.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

En este libro polémico, agresivo -cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español-Giovanni Papini continúa su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Domenico Giulotti, que, en un libro lleno de pasión y ardimiento, “La Hora de Barrabás”, asumió hace tres años la mística actitud de cruzado tomada por el autor de “La Historia de Cristo”.
El “Diccionario del Hombre Selvático” no es un libro de apologética. Es, más bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores “la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero no cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuliginosos vapores de cinco siglos de pestilencias espirituales”. Este “diccionario” es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los “diccionarios” de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la “Exegese des Lieux Comuns” de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giulotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y Giulotti es un catolicismo beligerante, combatiente, colérico.

Papini y Giulotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giulotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.

Su rencor contra la modernidad se traduce por ejemplo en una acérrima diatriba contra América. “La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, las patatas pesadas para el estómago y la Declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad- fue querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo”.

La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giulotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu -Joseph Delteil- ha hecho en su “Juana de Arco” -libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura- el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.

Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatamos que el caso de Papini, convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos moderno angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo, buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece un asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura. Tenemos en el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.

Papini, extremista orgánico, tenía que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o a la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de raro ni de ilógico en que lo hayan conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre. “¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo de ensangrentar aún sus pies por ásperos caminos, lo veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de las fórmulas religiosas y del éxito material?” Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable. Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El cemento por Fedor Gladkov

El cemento por Fedor Gladkov

“El Cemento” de Fedor Gladkov y “Manhattan Transfer” de John Dos Pasos. Un libro ruso y un libro yanqui. La vida de la URSS frente a la vida de la USA. Los dos super estados de la historia actual se parecen y se oponen hasta en que, como las grandes empresas industriales, -de excesivo contenido para una palabra- usan un nombre abreviado: sus iniciales. (Véase “L’atre Europe” de Luc Durtain) “El Cemento” y “Manhattan Transfer” aparecen fuera del panorama pequeño-burgués de los que en Hispano américa, y recitando cotidianamente un credo de vanguardia, reducen la literatura nueva a un escenario europeo occidental, cuyos confines son los de Cocteau, Morand, Gómez de la Serna, Bontempelli, etc. Esto mismo confirma, contra toda duda, que proceden de los polos del mundo moderno.
España e Hispano-América no obedecen al gusto de sus pequeños burgueses vanguardistas. Entre sus predilecciones instintivas esta la de la nueva literatura rusa. Y, desde ahora, se puede predecir que “El Cemento” alcanzará pronto la misma difusión de Tolstoy, Dovstoyevsky, Gorky.
La novela de Gladkov supera a las que la ha precedido en la traducción, en que nos revela, como ninguna otra, la revolución misma. Algunos novelistas de la revolución se mueven en un mundo externo a ella. Conocen sus reflejos, pero no su conciencia. Pilniak, Zotschenko, un Leonov y Fedin, describen la revolución desde fuera, extraños a su pasión, ajenos a su impulso. Otros como Ivanov y Babel, descubren elementos de la épica revolucionaria, pero sus relatos se contraen al aspecto guerrero, militar, de la Rusia Bolchevique. “La Caballería Roja” y “El Tren Blindado” pertenecen a la crónica de la campaña. Se podía decir que en la mayor parte de estas obras está el drama de los que sufren la revolución, no el de los que la hacen. En “El Cemento” los personajes, el decorado, el sentimiento, son los de la revolución misma, sentida y escrita desde dentro. Hay novelas próximas a esta entre las que ya conozcamos, pero en ninguna se juntan, tan natural y admirablemente concentrados, los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo.
La biografía de Gladkov, nos ayuda a explicarnos su novela. (Era necesaria una formación intelectual y espiritual como la de este artista, para escribir “El Cemento”). Julio Álvarez del Vayo la cuenta en el prólogo de la versión española en concisos renglones, que, por ser la más ilustrativa presentación de Gladkov, me parece útil copiar.
“Nacido en 1883 de familia pobre, la adolescencia de Gladkov es un documento más para los que quieran orientarse sobre la situación del campo ruso a fines del siglo XIX. Continuo vagar por las regiones del Caspio y del Volga en busca de trabajo. “Salir de un infierno para entrar en otro”. Así hasta los doce años. Como sola nota tierna, el recuerdo de su madre que anda leguas y leguas a su encuentro cuando la marea contraria lo arroja de nuevo al villorio natal. “Es duro comenzar a odiar tan joven, pero también es dura la desilusión del niño al caer en las garras del amo”. Palizas, noches de insomnio, hambre -su primera obra de teatro “Cuadrilla de pescadores” evoca esta época de su vida”. “Mi idea fija era estudiar. Ya a los doce años al lado de mi padre, que en Kurban se acababa de incorporar al movimiento obrero, leía yo ávidamente a Lermontov y Dostoyevsky”. Escribe versos sentimentales, un “diario que movía a compasión” y que registra su mayor desengaño de entonces: en el Instituto le han negado la entrada por pobre. Consigue que le admitan de balde en la escuela municipal. El hogar paterno se resiste de un brazo menos. Con ser bien modesto el presupuesto casero -cinco kopecks de gasto por cabeza- la agravación de la crisis de trabajo pone en peligro la única comida diaria. De ese tiempo son sus mejores descripciones del bajo proletariado. Entre los amigos del padre, dos obreros “semi-intelectuales” le han dejado un recuerdo inolvidable. “Fueron los primeros en quieres escuché palabras cuyo encanto todavía no ha muerto en mi alma. Sabios por naturaleza y corazón. Ellos me acostumbraron a mirar conscientemente el mundo y a tener fe en un día mejor para la humanidad”. Al fin una gran alegría. Gorky, por quien Gladkov siente de joven una admiración sin límites, al acusarle recibo del pequeño cuento enviado, le anima a continuar. Va a Siberia, escribe la vida de los forzados, alcanza rápidamente sólida reputación de cuentista. La revolución de 1906 interrumpe su carrera literaria. Se entrega por entero a la causa. Tres años de destierro en Verjolesk. Período de auto-educación y de aprendizaje. Cumplida la condena se retira a Novorosisk, en la costa del Mar Negro, donde escribe la novela “Los Desterrados”, cuyo manuscrito somete a Korolenko, quien se lo devuelve con frases de elogio para el autor, pero de horror hacia el tema: “Siberia un manicomio suelto”. Hasta el 1917 maestro en la región de Kuban. Toma parte activa en la revolución de octubre, para dedicarse luego otra vez de lleno a la literatura. El Cemento es la obra que le ha dado a conocer en el extranjero”.
Gladkov, pues no ha sido solo un testigo del trabajo revolucionario realizado en Rusia, entre 1905 y 1917. Durante este período, su arte ha madurado en un clima de esfuerzo y esperanza heroico. Luego las jornadas de octubre lo han contado entre sus autores. Y, más tarde, ninguna de las peripecias íntimas del bolchevismo han podido escaparle. Por esto, en Gladkov la épica revolucionaria, más que por las emociones de la lucha armada está representada por los sentimientos de la reconstrucción económica, las vicisitudes y las fatigas de la creación de una nueva vida.
Tchumalov, el protagonista de “El Cemento”, regresa a su pueblo después de combatir tres años en el Ejército Rojo. Y su batalla más difícil, más tremenda es la que le aguarda ahora en su pueblo, donde los años de peligro guerrero han desordenado todas las cosas. Tchumalov encuentra paralizada la gran fábrica de cemento en la que, hasta su ida, -la represión lo había elegido entre sus víctimas- había trabajado como obrero. Las cabras, los cerdos, la maleza, los patios; las máquinas inertes, se anquilosan, los funiculares por los cuales bajaba la piedra de la cantera, yacen inmóviles desde que cesó el movimiento en esta fábrica donde se agitaban antes millares de trabajadores. Solo los Diesel, por el cuidado de un obrero que se ha mantenido en su puesto, reluce, pronto, para reanimar esta mole que se desmorona. Tchumalov no reconoce tampoco su hogar. Dacha, su mujer, estos tres años se ha hecho una militante, la animadora de la Sección Femenina, la trabajadora más infatigable del Soviét local. Tres años de lucha -primero acosada por la represión implacable, después entregada íntegramente a la revolución- ha hecho de Dacha una mujer nueva. Niurka, su hija, no está con ella. Dacha ha tenido que ponerla en la Casa de los Niños, a cuya organización contribuye empeñosamente. El Partido ha ganado una militante dura, enérgica, inteligente; pero Tchumalov ha perdido a su esposa. No hay ya en la vida de Dacha lugar para un pasado conyugal y maternal sacrificado enteramente a la revolución. Dacha tiene una existencia y una personalidad autónoma; no es ya una cosa de propiedad de Tchumalov ni volverá a serlo. En la ausencia de Tchumalov, ha conocido bajo el apremio de un destino inexorable, otros hombres. Se ha conservado íntimamente honrada; pero entre ella y Tchumalov se interpone esa sombra, esta oscura presencia que atormenta al instinto del macho celoso. Tchumalov sufre; pero férreamente cogido, a su vez por la revolución, su drama individual no puede acapararlo, se echa a cuestas el deber de reanimar la fábrica. Para ganar esta batalla tiene que vencer el sabotage de los especialistas, la resistencia de la burocracia, la resaca sorda de la contra-revolución. Hay un instante en que Dacha parece volver a él. Mas es solo un instante en que su destino se junta para separarse de nuevo. Niurka muere. Y se rompe con ella el último lazo sentimental que aún los sujetaba. Después de una lucha en la cual se refleja todo el proceso de reorganización de Rusia, todo el trabajo reconstructivo de la revolución, Tchumalov reanima la fábrica. Es un día de victoria para él y para los obreros; pero es también el día en que siente lejana, extraña, perdida para siempre a Dacha, rabioso y brutales sus celos. -En la novela, el conflicto de estos seres se entrecruza y confunde con el de una multitud de otros seres en terrible tensión, en furiosa agonía. El drama de Tchumalov no es sino un fragmento del drama de Rusia revolucionaria. Todas las pasiones, todos los impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados. Gladkov logra expresar en páginas de potente y ruda belleza, la fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande acontecimiento contemporáneo.

José Carlos Mariátegui La Chira

El Burgués

La novela de la guerra alemana, en boga en nuestros días, no será nunca inteligible en todos sus detalles a los lectores que conozcan mal la psicología de la burguesía de la Alemania contemporánea. Leonhard Frank, autor de uno de los primeros libros de guerra, nos puede servir de guía en uno de los sectores de esta indagación. Su novela “El Burgués” es una de sus obras maestras, tiene las más genuinas cualidades de biografía espiritual, de croquis psíquico de la burguesía alemana en su edad crítica.
No es esta una burguesía balzaciana, de franceses de sangre impetuosa y juicio equilibrado; no es una burguesía ibseniana de protestantes heroicos y mujeres apasionadas. Jurgen Kolbenreiher tiene un vago pero cierto parentesco con Jimmy Herf, el protagonista de “Manhattan Transfer”. El burgués novelesco, el burgués espécimen de nuestra época, no es el conformista, el normal, que cumple su misión capitalista de acumulación con perfecta salud moral y seguro equilibrio físico. Este género enrarece, a medida que se acentúa el declinio de la burguesía. La literatura, al menos ha agotado casi la descripción de sus variedades. Tenemos millares de acabadas biografías de industriales, banqueros, funcionarios que emplean sin drama interior su voluntad de potencia. La burguesía en tanto es cada vez menos dueña de su propio espíritu. Están muy relajados los resortes de su mecanismo mental. Le es humanamente difícil retener en sus rangos a los individuos de mayor impulso. Una clase que ha cumplido su misión histórica, y a la que ninguna empresa heroicamente creadora promete ya su futuro, no dispone de los elementos intelectuales y psicológicos necesarios para preservarse de una superproducción de “no conformistas”. El “no conformismo” en tiempos de regular crecimiento capitalista, prestaba a la salud burguesa servicios de reactivo. Tenía por objetos estimular su energía moral e intelectual como una secreción excitante. Henry Thoreau, rebelándose con extremo individualismo contra el pago de impuestos, no pone mínimamente en peligro el equilibrio de una sociedad liberal y puritana; es un signo de vitalidad y de juventud de individualismo de la futura democracia de Roosevelt y Hoover.
Jurgen Kolbenreiher, en el comienzo de la novela, es un tímido alumno de liceo que, en el umbral de una librería, con el dinero en las manos, no osa entrar a adquirir el volumen de filosofía que ha escogido en la vitrina. Sobre Kolbenreiher pesa una opresora educación burguesa que reprime todas sus inquietudes instintivas. Vigilan su adolescencia su padre, burgués implacable, y una hermana de este que exagera su ortodoxia de clase con rutina engañona de tía vieja y soltera. La gravedad contemplativa de Jurgen, su aire distraído, sus salidas heréticas disgustan y preocupan a su padre. Los Kolbenreiher pertenecen a una antigua familia burguesa que en el siglo XV dio a su ciudad un burgomaestre. La inquietud absurda de Jurgen, adolescente de optimismo prematuramente insidiado por la filosofía atenta contra una sólida tradición de adustos negociantes. El viejo Kolbenreiher ha decidido dedicar a su hijo a una carrera administrativa. Un joven de buena familia, inepto para los negocios, no puede aspirar a otra cosa. Jurgen será un pequeño juez de provincia, de humor oscuro y descontento. Para la tía, tutora de Jurgen a la muerte de su padre, esta es la más sagrada de las disposiciones testamentarias. La tía se impone la tarea de velar por la educación de Jurgen de modo que nada lo desvía de su destino de juez de paz. A esta tarea se consagra con el mismo rigor monótono que al crochet y a la administración de sus fincas y valores.
Leonhard Frank sigue en páginas sagaces y concisas el curso de esta adolescencia torturada y difícil. Podría ensayarse útiles confrontaciones entre la adolescencia de Jurgen Kolbenreiher y la del protagonista de Ernst Glaesse. Leonhard Frank desde “La Patria de Bandoleros” se revela biógrafo extraordinariamente penetrante de la juventud alemana. Todo lo que la pedagogía seca y ciega de una tía soltera y rígida, fiel a su tradición burguesa, puede hacer por deformar y anular un alma adolescente, está reflejado en el relato de la juventud de Jurgen. Juventud ensombrecida por la larga e inexorable pesadilla de su conflicto con esta educación de punto crochet que se propone aprehenderlo en propia individualidad.
Jurgen se revela contra esta tía, que intenta dictar a su existencia una regla y un horario estrictos, fijar sus horas de sueño, proscribir poco a poco de sus lecturas y de su ocio la filosofía y los ideales. Pero la rebelión contra la tía y su horrible crochet cotidiano no es posible sino como rebelión contra todo el orden social que representa esta vieja, sus principios y sus casas de alquiles. Jurguen no puede emanciparse de su gris destino de juez de paz y de parsimonioso administrador de su renta, sin emanciparse de toda la tradición de los Kolbenreiher. Desde el liceo, Jurguen se había preguntado ¿Por qué el mejor alumno de su clase, por ser hijo de un cartero, impedido por su pobreza de continuar sus estudios, tendría que empujar una carretilla de mano o recoger boñiga de la calle? ¿Por qué, desde los catorce años hasta su muerte, los mil setecientos obreros del señor Homes, están obligados a trabajar de la mañana a la tarde en su fábrica de papel, mientras millares de muchachos y muchachas que trabajan poco o nada, que se visten bien y se cuidan, pueden pasearse todos los días? Jurguen se había planteado la cuestión de la desigualdad social a sus interrogaciones cuando su impulso centrífugo lo lleva al estudio del ingeniero socialista, licenciado de la fábrica de uno de sus condiscípulos, por sus principios subversivos. El ingeniero es el líder del movimiento socialista local. Jurgen asiste a las reuniones obreras. En las asambleas, en la redacción del periódico socialista halla a Catherine Lenz, otra rebelde de su generación y de su clase, que ha roto con su familia y ha abandonado su hogar para vivir según su propio sentido de la vida. Jurgen deja también su casa y sus odiosos deberes. Conoce la ventura de amar a una mujer que siente y piensa como él, se une a Catherine, más fuerte, más neta que él, heroína modesta y anónima, de la fuerte estirpe de Rosa de Luxemburgo y de Larissa Reisner. Y ya no le será posible olvidar en su vida “esa mañana en que por la primera vez, ha sentido la tranquila seguridad de no estar ya violentado por nada extraño a él y de ser el amo absoluto de su vida sentimental”.
Pero Jurgen no es sino un joven idealista, en el que las raíces de su clase no pueden desaparecer fácilmente. Para militar gozosa y perseverantemente en el movimiento socialista le falta la disciplina del obrero, confinado desde su origen dentro de los límites de su existencia proletaria. Le falta la voluntad firme, el instinto seguro de Catherine Lenz. Jurguen no resiste a la dura prueba de la miseria y la estrechez de una vida de agitador. Es, en el fondo, un egocéntrico, un romántico que no puede imaginarse sino de protagonista de una escena brillante. Su lastre sentimental le impide darse hasta el fin a su nuevo destino, forjarse una nueva existencia como Catherine. Sus más secretos impulsos lo conminan a la deserción, a la fuga. Por esta vía llega a una tentativa de suicidio. En el instante decisivo, se aferra a la vida. Pero desde ese instante se inicia a su retorno a cuanto ha abandonado; bienestar, confort. Una condiscípula de Catherine, inteligente, hermosa, sin prejuicios, rebelde también a su manera, que lo ama acicateada por un sentimiento de curiosidad y admiración, es una tentación a la que inconscientemente sucumbe. Desesperado, después de una escena dolorosa con Catherine busca fugitivo la muerte en los rieles de un tranvía. Cuando se despierta, dos días más tarde, en la alcoba de su tía, vendadas la cabeza y las piernas, Elisabeth, la hija del banquero, vela a su cabecera.
Es así como Jurgen regresa a la existencia a la que ha querido escapar. Ya no será juez de paz. Su rebelión ha tornado a la tía complaciente. Se casará con Elisabeth y reemplazará a su suegro en la banca. Transcurren algunos años. Pero Jurgen no logra ya restituirse, reintegrarse espiritualmente a la clase de la que en su época romántica y juvenil ha desertado. Ni Elisabeth ni los placeres, ni su colección de objetos de arte, bastan a su equilibrio espiritual. Elisabeth es una mujer egoísta y banal que lo engaña para distraerse del aburrimiento de una existencia burguesa. Y, poco a poco, el joven Jurgen reivindica sus derechos, retorna a su vez exigente y acusador. El conflicto entre los dos Kolbenreiher estalla violento, implacable. El banquero Kolbenreiher confronta su caso con el de las gentes que la circundan. “No importa -se dice- el hecho es que sin objeto, sin idea, sin razones de existencia, yo no puedo continuar viviendo. No puedo soportarlo. Es un estado simplemente intolerable. Es en esto que tú te distingues del burgués puro. Este soporta admirablemente tal estado. ¿No es su objeto poseer, poseer, poseer, poseer siempre más? Y él se mantiene generalmente en buena salud. ¿Cómo puede un hombre renunciar a existir hasta el punto de aceptar necesariamente un destino como el que la vieja tía ha soñado siempre para el último Kolbenreiher? La explicación es fácil: “Más del noventa y nueve por ciento de sus contemporáneos que charlan incesantemente sobre el “alma” no son absolutamente incomodados por la suya”. Este conflicto empuja a Kolbenreiher con velocidad vertiginosa hacia la locura. ¿No está ya loco el banquero Kolbenreiher? Ninguno de sus familiares lo duda, al escucharle frases incoherentes, frases absurdas como esta: “Mi villa, mis tres inmuebles de alquiler, toda mi cartera, mi situación, mi crédito, la consideración de que yo disfruto, os doy todo a cambio de esto: yo”. Su vecino, un anticuario sonríe: “Compra de ideales bien conservados. Estilo Luis XVI”. Jurgen huye. Viaja desatentada, desesperadamente, en busca de su yo perdido. Parece que la última estación de su vida va a ser la locura. Los manicomios del siglo veinte albergan muchos Jurgen. Pero Jurgen recorre al final de este viaje, al camino de su primera evasión. Se encamina al barrio de los obreros. Entra al local, donde escuchara en su juventud al ingeniero y donde escuchara a sí mismo, razonando marxistamente. En la puerta, un adolescente de 14 años ofrece a Jurgen un folleto.
“¿Quién habla esta tarde?”
“Mi madre, la camarada Lenz”.
“... Temblando, él mira al hijo de Catherine, cuyo exterior recuerda exactamente al alumno de liceo Jurgen, que, delante de la librería, no tenía valor de entrar a comprar el volumen”.
Leonhard Frank no hace propaganda. Su novela es una pura creación artística. La emoción de su relato no suena jamás a falso. Y todo transcurre en ese tiempo alucinante, suprarrealista, poético, de sus novelas tan densas de humanidad, de misterio.

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatorias

Esta serie ordena las dedicatorias que hiciera José Carlos Mariátegui en sus publicaciones y remitiera a diferentes personajes e intelectuales. Asimismo se podrá observar las dedicatorias recibidas las cuáles se pueden observar en su colección personal de libros.

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria de Enrique Molina

Al Sr. José Carlos Mariátegui con leal afecto y en agradecimiento de sus interesantísimas crónicas sobre "La Escena Contemporánea"
Enrique Molina
Universidad de Concepción
(Chile) 1926

Molina, Enrique

Dedicatoria a Luis F. Bustamante, 31/7/1929

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"A Luis F. Bustamante con la amistad y estimación de su affmo compañero.
P.D.- Hace tiempo que te tengo este ejemplar, pero no he estado seguro respecto a su dirección. Parece que los ej. de 'Amauta' enviados a su dirección a París, se han perdido.– Que Rabines le informe sobre nuestro trabajo– La extensa carta que Ud me anunció al margen de su envío no vino nunca. Reclamamos puntos de vista. Gracias por su colaboración. Muy bueno. Persevere. Suyo"
José Carlos Mariátegui
Lima, 31 de julio de 1929

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a Eduardo Goycochea, 7/11/1928

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Al Dr. Eduardo Goycochea, que con generoso espíritu me asiste en mi combate y que fraternamente estuvo a un lado en horas difíciles, homenaje de gratitud y de afecto"
José Carlos Mariátegui
Lima 7 de noviembre de 1928

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a César Alfredo, 15/4/1929

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Querido César Alfredo: No le he contestado su última de 31 de diciembre por mis [...] aunque por fortuna banal, quebranto en mi salud. Pero hoy mismo me encuentro tan ocupado, que no tengo tiempo sino para estas cuatro líneas en la primera página del ejemplar de '7 ensayos' destinado a Ud. Le hago adjunto "Amauta" a partir del número que me pide. – Que no me falten sus colaboración y sus noticias. Hágale saber a Blanca Luz que he escrito a una de sus direcciones [...] "Amauta" a la otra – Y guarde Ud este libro como testimonio de mi cariño y mi estimación. Su amigo compañero"
José Carlos Mariátegui
Lima, 15 de abril de 1929

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a César A. Rodríguez, 30/12/1928

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Al poeta César A. Rodríguez con la vieja y devota amistad y la invariable estimación de su affmo compañero."
José Carlos Mariátegui
Lima, 30 de diciembre de 1928
P.S- A nombre de los compañeros de "Amauta", reclamo su colaboración en nuestra revista que esperamos tenga siempre su simpatía. Creo no tener que esforzarme demasiado al excusar el que no le escriba. Vivo agobiado de trabajo exigiendo de mis fuerzas más de lo que puedan dar. Pero siempre, aunque no le escriba, lo tengo presente en mi recuerdo y mi afecto y deseo conocer el desarrollo de su obra y sus personalidad que algún día comentaré con toda la atención que merece.
José Carlos

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a Andrés A. Aramburú, 1928/11/6

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"A Andrés A. Aramburú, Director de "Mundial" a quién estas páginas deben su origen y su fervoroso estímulo, con la amistad y estimación de su affmo compañero"
José Carlos Mariátegui
Lima, 6/11/1928

José Carlos Mariátegui La Chira

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

Ya tenemos en español una parte de James Joyce. No solo una parte de su obra, que no es muy voluminosa, sino una parte de su vida. Una parte del propio James Joyce. Porque “Dedalus”, esta novela que acaba de traducir al español la Biblioteca Nueva, es un “retrato del artista de joven”. “A Portrait of the Artist a Young Man”.

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses”, antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... . Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub specie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impresor inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norteamérica, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación de parte de puritanos, imperialistas ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”

La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años con la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convegno. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.

He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo del que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin duda, —aunque larvada todavía,— la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento Irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L, Education sentimentale” y de la trilogía de Vallés. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo. El es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que han jugado un rol tan grande en la cristiandad”.

Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta adolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedali conservan intacta su inocencia.

Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte, que no es aún una meta, sino sólo una evasión.

Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de las crisis de conciencia de un adolescente, con espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios tímidos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Marichalar este episodio, que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, "conserva su misma naturaleza".

Y no todo es lentitud ni minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera".

Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de la aventura. En su viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta del Presidente del Centro Obrero Iqueño, 8/1/1927

Ica, 8 de enero de 1927
Sr. Director de la Revista “Amauta”.
Apartado #39
Lima.
Muy distinguido señor:
Tengo el honor de comunicar a usted que la junta de mi presidencia acordó elevar un oficio para solicitar de su estimable persona el envío de la revista de su digna Dirección a la Biblioteca Popular que sostiene el Centro Obrero de esta Ciudad.
Dado los sentimientos filantrópicos que esta usted poseído no dudamos que al acoger nuestro pedido contribuirá a impulsar la cultura obrera que es la base del progreso colectivo.
Aprovecho la oportunidad para ofrecerle las consideraciones de mi mas alta estima personal.
[Sellos y firma del director del Centro Obrero Iqueño]

Centro Obrero Iqueño

Carta de Waldo Frank, 5/1926

Mayo de 1926
Sr. Don José Carlos Mariátegui
Lima, Perú.
My friend:
Señor Llanos has sent me the review containing your splendid and generous article on —I will not say my work— but on my intentions, at least. I do not know how to thank you for this tribute. I have already read work of yours in various periodicals; and my respect for you makes me the more humble before this gracious salute from South America. I cannot feel, that I have altogether failed, when this kind of thing is given me. Life here in “Yanquilandia” is very very hard for the artist, for the man who deliberately sets himself against the most stupendously successful materialistic movement in all history. But life is not hopeless. Such words as yours are the Manna which enable me to survive in what I often, when I am weary and disheartened, feel to be the Desert of our age. Thank... Deeply, deeply, my thanks...
yours
Waldo Frank
PS Would it be possible for me to have two more copies of this article?

Frank, Waldo

Carta de Waldo Frank, 30/12/1929

[Se ha respetado la grafía del original]
New York, 30 de diciembre de 1929
Muy querido hermano.
Acabo de llegar; no me he acostumbrado todavía a mi propio país ni a la vida humana que encuentro aquí. Me es difícil hablar, y escribir. Ya está empezando el proceso de digerir todo lo que me ocurrió, todo lo que he aprendido en su América. Voy a dedicarme a esta tarea, y a la de escribir el libro que debe ser el fruto de mi viaje, y justificarlo, enseguida. Una tarea honda, larga, dificilíssima. Todo el año 1930 no bastará, tal vez, a acabarla. Felizmente, he ganado bastante dinero para poder esconderme lo necesario, y para dedicarme sin interrupción a la obra. Procuraré hacer un libro constructivo —un libro de vida y de acción.
Querido José, no sabes —no puedes saber cuánto mi conocimiento con ti me vale— y me nutre. Es el “climax” de mi viaje. Cuando mi solitaria vida aquí me asuste demasiado, pensaré a ti, a tus amigos, a este conjunto hermoso que tu espíritu ha creado en el Perú. Mientras tanto, he escrito dos veces a Glusberg, diciéndole la importancia de lograr tu visita a B. A.—la importancia verdaderamente americana. Y he escrito lo mismo (dos veces) a Victoria Ocampo, quien podrá tal vez ayudaros. Ella se marchó a París: pues mi comunicación con ella, cuando llegue ella, no será tan larga.
No puedo escribir una verdadera carta: como he dicho, me es necesario el silencio. Esta vuelta al Hecho Americano, después de mi gran viaje en el país de las ideas, es penosa, naturalmente. Comprenderá, como entiendes todo.
Know, dear friend, that in the deepest sense you are my brother, and that you have my love (also in the deepest sense) forever.
Mis cariños a Sra. Mariátegui, a Leguía (el bueno), Sánchez, a Sabogal, a Julia, a todos, a todas... Qué recuerdo maravilloso me han dado, para siempre.
ti hermano
Waldo Frank
Los envíos no me han logrado —ni cortes, ni libros.
Jan. 12.
P.S. 12 de enero. Mucho trabajo en dos semanas! Ya tengo el plan de mi libro sobre América hispana. Esto me espantó lo más —crear una forma que articulara la complejidad viviente de Hispano-América, en sus facetas de cultura moderna, americana y mundial. Creo que esta primera etapa de la obra ya existe. Voy a dar todo el año 1930 (a lo menos) al libro.

Frank, Waldo

Carta de Waldo Frank, 30/1/1928

Yorktown Heights, New York, 30 de enero de 1928
Señor Don José Carlos Mariátegui,
Lima, Perú.
My dear Brother,
I learn vía Buenos Aires of your illness, of your political difficulties and of those of Amauta: and I hasten, at this late date, to send you my profound good wishes. There is a vast silence between New York and Lima, and yet at times I seem to see you and to hear you across that abyss, crearly and warmly. I wish that you could know what help in my own struggles your own career has given me: I want you to realize that in a very true sense we are close despite the silence between us.
Glusberg writes me that he is cooperating through you and Señor Garro for the translation of Our América & Holiday: I am eager to hear details about this work. If it is being carried on under your personal supervision I have confidence in the result; and although I can realize that you have little time I hope that you are managing to keep an eye on the progress of the undertaking. As you may have read, there seems to be a strong desire in Buenos Aires to have me come down there to deliver some lectures— : and since this will be a means of representing to South America the North America which has no voice in Pan-American conference and the like, I am strongly tempted to go despite the sacrifice of time which such a journey would entail. It is possible that I may decide to make the trip, this coming Autumn. In that case, I should like to know if I might not cross over to Peru. I should hate to be so near (comparatively) to your America, without getting to know it, and getting to know you, also. If I do go to B.A. in the autumn, will you let me know (as soon as you possibly can) how much of a journey in days and in expense it would mean to cross the Andes, and if there would be some means, in Peru, of earning enough money at least to defray the cost of such a voyage? If you can possibly let me have word, before the end of March I shall be grateful.
I have recently received books of poetry from fellow Peruvians of yours: I have had no time yet to read them, and hence have not written to the poets. Will you tell them (if they are your friends) that my silence means merely that I am frightfully rushed, and that I shall get to them, before very long?
I am sending you the New Republic, in which my new book (the continuation of Our America) called The Rediscovery of America is appearing. Do you receive it?
I am eager to hear from you, my friend: to hear above all that you are again in good health, and working; and, if possible, to learn what the exact difficulties are under which Amauta and you have been laboring. I suspect that these difficulties are political, and you must know from my own work that I am close to you —in your Camp, in that matter (although I have no exact political affiliations).
I send you my brotherly greetings. The thought that there is even a bare chance of seeing you in Peru excites me.
Waldo Frank

Frank, Waldo

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