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Los problemas económicos de la paz [Manuscrito]

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Los Problemas Económicos de la Paz

Nuestro tema de hoy, son los problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas inter-aliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del régimen capitalista apresurada por la guerra. La guerra ha destruido una cantidad ingente de riqueza social. Los gastos de la guerra se calculan en un billón trescientos
mil millones de francos oro. Además la guerra ha dejado otras herencias trágicas: millones de inválidos, millones de tuberculosos, millones de viudas y huérfanos, a los cuales los Estados europeos deben asistencia y protección; ciudades, territorios, fábricas y minas devastadas que los Estados europeos tienen que reconstruir.
A todas estas obligaciones económicas Europa podría hacer frente, aunque no sin grandes dificultades, si la guerra no hubiera disminuido exorbitantemente su capacidad de producción, su capacidad de trabajo. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones de hombres y la invalidez de otros tantos. El capital humano de Europa ha disminuido, pues, considerablemente. Europa dispone hoy de muchos millones menos de brazos productores que antes de la guerra. Además, en la Europa central la guerra ha causado la desnutrición, la sub-alimentación de la población trabajadora. Esta desnutrición, consecuencia de largas privaciones alimenticias, ha reducido la productividad, la vitalidad de la población de la Europa central. Un hombre enfermo o débil, produce menos, trabaja menos, que un hombre sano y vigoroso. Asimismo, un pueblo mal alimentado, extenuado por una serie de hambres y miserias, produce mucho menos, trabaja mucho menos que un pueblo bien nutrido. Europa se encuentra en la necesidad de producir más y de consumir menos que antes de la guerra para ahorrar anualmente la cantidad correspondiente al pago de las deudas dejadas por la guerra; y se encuentra, al mismo tiempo, en la imposibilidad de aumentar su producción y casi en la imposibilidad de disminuir su consumo. Porque las importaciones de Europa no son importaciones de artículos de lujo, de artículos industriales, sino importaciones de artículos alimenticios, carne, trigo, grasa indispensables a la nutrición de sus poblaciones, o de materias primas, metales, algodón, maderas indispensables a la actividad de sus fábricas y de sus industrias.
Para el aumento de la población existe, además, un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases, la intensificación de la guerra social. Las clases trabajadoras no quieren colaborar a la reconstrucción del régimen capitalista. Antes bien, una parte de ellas, la que marcha con la Tercera Internacional trata de conquistar definitivamente el poder y de poner fin al régimen capitalista. Luego, por razones políticas o por razones económicas, las huelgas, los obstruccionismos, los lock-out, se suceden aquí y allá. Y estas interrupciones completas o parciales del trabajo impiden no sólo el aumento de la producción sino también el mantenimiento de la producción normal. Los estadistas europeos que preconizan una política de reconstrucción económica de Europa tienden, por esto, a una tregua, a un tratado de paz entre el capitalismo y el proletariado. Quieren un entendimiento, un acuerdo, una transacción, más o menos duradera, entre el capital y el trabajo. Pero, ¿cuáles podrían ser las bases, las condiciones de esta transacción, de este acuerdo? Tendrían que ser, necesariamente, la ratificación y el desarrollo de las conquistas del proletariado: jornada de ocho horas, seguros sociales, etc.; la extirpación de las especulaciones que encarecen la vida; salarios altos en relación con el costo de ésta; control de las fábricas; la nacionalización de las minas y las florestas.
En una palabra, la colaboración del proletariado no podría ser adquirida sino mediante la aceptación del programa mínimo de las clases trabajadoras. A esta transacción se oponen los intereses de los grandes capitanes de la industria y de la banca, de los Stinnes, de los Tyissen, de los Loucheur, y, sobre todo, de la nube de especuladores que prospera a la sombra. Y se oponen también la voluntad de las masas maximalistas, adherentes a la Tercera Internacional, que aspiran a la destrucción final del régimen capitalista y rechazan, por consiguiente, la hipótesis de que el proletariado concurra y colabore a su restauración y a su convalecencia. Además, es dudoso que, simultáneamente, se pueda conseguir la reconstrucción de la riqueza social destruida y el mejoramiento del tenor de vida del proletariado. Es probable, más bien, que por mucho que la producción crezca, por mucho que las ganancias de Europa aumenten, no den lo bastante para atender al pago de las deudas y el bienestar de los trabajadores. El socialismo más que un régimen de producción es un régimen de distribución. Y los problemas actuales del capitalismo son problemas de producción más que problemas de distribución. ¿Cómo podrá, pues, el régimen capitalista aceptar y actuar el programa mínimo del proletariado? He ahí la dificultad sustancial de la situación, ante la cual se desconciertan todos los economistas.
Algunos estadistas europeos, Lloyd George, entre ellos, acarician una intención audaz, un plan atrevido. Piensan que no es posible salvar el régimen capitalista sino a condición de conceder un poco de bienestar a los trabajadores. Piensa que este poco de bienestar debe serles concedido, en parte a costa de los capitalistas. Pero que los sacrificios de los capitalistas no bastarán para mejorar considerablemente la vida de los trabajadores. Y que hay que buscar por consiguiente otros recursos. Estos recursos que no es posible encontrar en Europa, que no es posible encontrar en las naciones capitalistas, es posible a su juicio encontrarlos, en cambio, en África, en Asia, en América, en las naciones coloniales. ¿Quiénes insurgen, quiénes se rebelan contra el régimen capitalista? Los trabajadores, los proletarios de los pueblos pertenecientes a la civilización capitalista, a la civilización occidental. La guerra social, la lucha de clases, es aguda, es culminante en Europa, es menor en los Estados Unidos, es menor aún en Sudamérica; pero en los países correspondientes a otras civilizaciones no existe casi, o existe bajo otras formas atenuadas y elementales. Luego, se trata de reorganizar y ensanchar la explotación económica de los países coloniales, de los países incompletamente evolucionados, de los países primitivos de África, Asia, América, Oceanía y de la misma Europa. Se trata de esclavizar las poblaciones atrasadas a las poblaciones evolucionadas de la civilización occidental. Se trata de que el bracero de Oceanía, de América, de Asia o de África pague el mayor confort, el mayor bienestar, la mayor holgura del obrero europeo o americano. Se trata de que el bracero colonial produzca a bajo precio la materia prima que el obrero europeo transforma en manufactura y que consuma abundantemente esta manufactura. Se trata de que aquella parte menos civilizada de la humanidad trabaje para la parte más civilizada. Así se espera, no solucionar definitivamente la lucha social, porque la lucha social existirá mientras exista el salario, sino atenuar la lucha social, aplazar su crisis definitiva, postergar su último capítulo. Las generaciones humanas son egoístas. Y la actual generación capitalista se preocupa más de su propia suerte que de la suerte del régimen capitalista. Después de nosotros, el diluvio, se dicen a sí mismos. Pero su plan de reorganizar científicamente la explotación de los países coloniales, de transformarlos en sus solícitos proveedores de materias primas y en sus solícitos consumidores de artículos manufacturados, tropieza con una dificultad histórica. Esos países coloniales se agitan por conquistar su independencia nacional. El Oriente hindú se rebela contra el dominio europeo. El Egipto, la India, Persia, despiertan. La Rusia de los Soviets fomenta estas insurrecciones nacionalistas para atacar el capitalismo europeo en sus colonias. La independencia nacional de los países coloniales estorbaría su explotación metódica. Sin disponer de un protectorado o de un mandato sobre los países coloniales, Europa no puede imponerles, con entera facilidad, la entrega de sus materias primas o la absorción de sus manufacturas. Un país políticamente independiente puede ser
económicamente colonial. Estos países sudamericanos, por ejemplo, políticamente independientes, son económicamente coloniales. Nuestros hacendados, nuestros mineros son vasallos, son tributarios de los trusts capitalistas europeos.
Un algodonero nuestro, por ejemplo, no es en buena cuenta sino un yanacón de los grandes industriales ingleses o norteamericanos que gobiernan el mercado de algodón. Europa puede, pues, acordar a los países coloniales la soberanía política, sin que estos países se independicen, por esto, políticamente. Pero, actualmente Europa necesita perfeccionar en vasta escala la explotación económica de esas colonias. Y necesita, por tanto, manejarlas a su antojo, disponer de la mayor agilidad y libertad de acción sobre ellas. Reservo para la conferencia en que me ocuparé de los problemas coloniales y de las cuestiones de Oriente el examen detenido de este aspecto de la crisis mundial. Ahora no quiero sino señalar su vinculación con la crisis económica de Europa.
Veamos rápidamente en qué consisten cada uno de los problemas económicos de la paz. Principiemos por el problema de las reparaciones. ¿Qué son las reparaciones? Las reparaciones son las indemnizaciones que Alemania, en virtud del tratado de paz, debe pagar a los aliados. El tratado de paz de Versalles obliga a Alemania a pagar el costo de los territorios devastados de Francia, Bélgica e Italia, y el monto de las pensiones de los inválidos de guerra, de las viudas y de los huérfanos aliados. Cuando se firmó la paz, los aliados especialmente Francia, creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, a medida que se conoció la verdadera situación de Alemania, la suma de la indemnización se fue reduciendo.
En 1919, Lord Cunliffe, hablaba de una anualidad de 28,000 millones de marcos de oro; en 1919 en setiembre, Mr. Klotz indicaba 18,000 millones; en abril de 1921 la Comisión de Reparaciones reclamaba poco más de 8,000 millones; en mayo de 1921, el acuerdo aliado fijaba 4,600 millones. Este acuerdo de Londres establece en 138 mil millones el total de la indemnización debida por Alemania a los aliados. Esta suma parecía entonces el mínimo que los aliados podían exigir. Posteriormente ha comprobado la experiencia que esa misma suma era exagerada. Actualmente se considera imposible que Alemania logre pagar una suma mayor de treinta o cuarenta mil millones de marcos oro.
Alemania ha ofrecido a los aliados como un máximum la cantidad de treinta mil millones. Pero Francia se ha negado a discutir siquiera estas propiedades o proposiciones que ha declarado irrisorias y temerarias. Con el pretexto del incumplimiento por Alemania, de las condiciones del acuerdo de Londres, Francia ha ocupado la región del Ruhr que es la más rica región industrial y
carbonífera de Alemania. El pretexto específico ha sido la impuntualidad y la deficiencia de las entregas del carbón que Alemania, conforme al Tratado, tiene la obligación de hacer a Francia. Ahora bien. Efectivamente Alemania había empezado a suministrar a Francia carbón, pero en cantidad menor de la que estaba forzada a consignarle.
Pero desde que Francia se ha instalado en el Ruhr ha extraído de esa región menos carbón todavía que el que Alemania le proporcionaba voluntariamente. Francia ha calificado siempre la ocupación del Rhur como la toma de una prenda productiva. Ha dicho: ¿qué hace un acreedor cuando su deudor no cumple con pagarle? Pone intervención en su negocio; le embarga uno de sus bienes para explotarlo hasta que la deuda quede cancelada.
Pero en este caso, el Ruhr es para Francia no sólo una prenda improductiva sino, por el contrario, gravosa. El mantenimiento de las tropas del ejército administrativo destacadas por Francia en el Ruhr para gobernar ésa, constituye un gasto formidable. Teóricamente el pago de ese gasto corresponde a Alemania; pero prácticamente Francia necesita extraer de su erario las cantidades precisas para satisfacerlo. Y es que, positivamente, los políticos que gobiernan actualmente Francia no quieren sinceramente que Alemania pague, sino que Alemania no pague, a fin de tener así un pretexto para desmembrarla y mutilarla.
Tienen la pesadilla de que Alemania resurja, de que Alemania se reconstruya, y aspiran a librarse de esta pesadilla aniquilándola. Pero, como ya he dicho y, he tenido la oportunidad de explicar, la ruina económica de Alemania causaría la ruina económica de la Europa continental.
El organismo económico de Europa es demasiado solidario para que pueda soportar al quebrantamiento de Alemania que es uno de los órganos más vitales. Vemos así que la guerra que trajo como consecuencia la caída del marco aleman ocasionó una depreciación del franco francés. Y este es un fenómeno claro. El crédito de Francia depende en parte de la solvencia de Alemania.
Para que el mecanismo de la producción europea recupere su ritmo normal es indispensable que Alemania recobre su funcionamiento tranquilo. Y la política de Francia respecto a Alemania tiende, contrariamente a esta necesidad, a desmenuzar a Alemania. Muchos banqueros, economistas y peritos aliados han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague una indemnización exagerada. Sus argumentos son lógicos. Se podría sacar de Alemania una gran cantidad de dinero si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio; sus colonias, sus mercados extranjeros, su flota mercante; si se le consintiese incrementar infinitamente su producción industrial; si se le facilitase la venta de esta producción al extranjero. Y estas franquicias son imposibles. Imposibles porque a la industria de Inglaterra, de Francia y de Italia no les conviene esta competencia de la industria alemana. Imposible porque Francia no puede tolerar, por recibir de Alemania algunos o muchos millones de francos, que Alemania resurja más potente, más vigorosa que nunca.
Si las potencias vencedoras, si Francia, si Italia no consiguen nivelar su presupuesto ni pagar sus deudas, es absurdo suponer que una potencia vencida pueda no sólo regularizar sus finanzas sino además llenar los bolsillos de los vencedores. La imposibilidad de que Alemania pague está, pues, documentadamente demostrada. Sin embargo, Francia insiste en que Alemania debe pagar, y en que debe pagar millares de millones, porque así dispone de un pretexto para castigarla, para desmembrarla, para quitarle sus más
ricos territorios. La reorganización de Europa según los técnicos, no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad, de colaboración entre los países europeos. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista y aleja a Alemania y a Francia, a las dos naciones más importantes de la Europa continental. El gobierno de Francia, cuando se le pone delante los peligros que constituye para el porvenir europeo este conflicto franco-alemán, responde que no es justo que Alemania sea exonerada de todo pago, mientras que Francia sigue obligada a pagar a EE.UU. sus deudas de guerra. Francia dice: que Inglaterra y EE.UU. nos perdonen nuestras deudas si quieren que seamos generosos y blandos con Alemania.
Llegamos así a otro problema económico de la paz. Al problema de las deudas interaliadas, íntimamente ligado al problema de las reparaciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia

Los propios fautores de la democracia -el término democracia es empleado como equivalente del término Estado demo-liberal-burgués- reconocen la decadencia de este sistema político. Convienen en que se encuentra envejecido y gastado y aceptan su reparación y su compostura. Mas, a su parecer, lo que está deteriorado no es la democracia como idea, como espíritu, sino la democracia como forma.
Este juicio sobre el sentido y valor de la crisis de la democracia se inspira en la incorregible inclinación a distinguir en todas las cosas cuerpo y espíritu. Del antiguo dualismo de la esencia y la forma, que conserva en la mayoría de las inteligencias sus viejos rasgos clásicos, se desprenden diversas supersticiones.
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la idea actuada, la idea materializada. Diferenciar independizar la idea de la forma es un artificio y una convención teóricas y dialécticas. No es posible renegar la expresión y la corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la idea animadora vale práctica y concretamente. Si se pudiese desandar la historia, se constataría que la repetición de un mismo experimento político tendría siempre las mismas consecuencias. Vuelta una idea a su pureza. A su virginidad originales, y a las condiciones primitivas del tiempo y lugar, no daría una segunda vez más de lo que dio la primera. Una fórmula política constituye, en suma, todo el rendimiento posible de la idea que la engendró. Tan cierto es esto que el hombre, prácticamente, en religión y en política, acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo que es formal y corpóreo.
Esto mismo les pasa a los fautores de la democracia que no quieren creerla vieja y gastada como idea sino como organismo. Lo que estos políticos defienden, realmente, es la forma perecedera y no el principio inmortal. La palabra democracia no sirve ya para designar la idea abstracta de la democracia pura, sino para designar como digo, al principio de este artículo, el Estado demo-liberal-burgués. La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la democracia-forma y no la democracia-idea.
I esta democracia se encuentra en decadencia y disolución. El parlamento es el órgano, es el corazón de la democracia. I el parlamento ha cesado de corresponder a esos fines y ha perdido su autoridad y su función en el organismo democrático. La democracia se muere de mal cardiaco.
La reacción confiesa, explícitamente, sus propósitos anti-parlamentarios. El fascismo anuncia que no se dejará expulsar del poder por un voto del parlamento. El consenso de la mayoría parlamentaria es para el fascismo una cosa secundaria: no es una cosa primaria. La mayoría parlamentaria, un artículo de lujo; no un artículo de primera necesidad. El parlamento es bueno si obedece; malo si protesta o regaña. Los fascistas se proponen reformar la carta política de Italia, adaptándola a sus nuevos usos. El fascismo se reconoce anti-democrático anti-liberal y anti-parlamentario. A la fórmula jacobina de la Libertad, Igualdad y la Fraternidad oponen la fórmula fascista de la jerarquía. Algunos fascistas se entretienen en especulaciones teóricas, definen el fascismo como un renacimiento del espíritu de la contra-reforma. Asignan al fascismo un ánima medio-eval y católica. Mussolini suele decir que “indietro non si torna” los propios fascistas se complacen de encontrar sus orígenes espirituales en la Edad Media.
El fenómeno fascista no es sino un síntoma de la situación. Desgraciadamente para el parlamento, el fascismo no es su único ni es siquiera su principal enemigo. El parlamento sufre, de un lado, los asaltos de la Reacción, y de otro lado, los de la Revolución. Los reaccionarios y los revolucionarios de todos los climas coinciden en la descalificación de la vieja democracia Los unos y los otros propugnan métodos dictatoriales.
La teoría y la praxis de ambos bandos ofende el pudor de la Democracia, por mucho que la democracia no se haya comportado nunca con excesiva casidad. Pero la Democracia sede alternativa o simultáneamente, a la atracción de la derecha y de la izquierda. No escapa a un campo de gravitación sino para en el otro. La desgarran dos fuerzas antítéticas, dos amores antagónicos. Los hombres más inteligentes de la democracia se empeñan en renovarla y enmendarla. El régimen democrático resalta sometido a un ejercicio de crítica y de revisión internas, superior a sus años y a sus achaques.
Nitti no cree que sea el caso de hablar de una democracia a seca sino, más bien, de una democracia social. El autor de “La Tragedia de Europa” es un demócrata dinámico y heterodoxo. Caillaux preconiza “una síntesis de la democracia de tipo occidental y del sovietismo ruso” No consigue Caillaux indicar el camino que conduciría a ese resultado. Pero admite, explícitamente, que se reduzca las funciones del parlamento. El parlamento, según Caillaux no debe tener sino derechos y no desempeñarse una misión de control superior. La dirección completa del Estado económico debe ser transferida a nuevos organismos.
Estas concesiones a la teoría del Estado sindical expresan hasta qué [punto ha envejecido la antigua concepción] del parlamento. Abdicando una parte de su autoridad, el parlamento entra en una vía que lo llevará a la pérdida de sus poderes. Ese Estado económico, que Caillaux quiere subordinar al Estado político en una realidad superior a la voluntad y a la coerción de los estadistas que aspiran a aprehenderlo dentro de sus impotentes principios. El poder político es una consecuencia del poder económico. La plutocracia europea y norte-americana no tiene ningún medio a los ejercicios dialécticos de los políticos demócratas. Cualquiera de los “trusts” o de los carteles industriales de Alemania y Estados Unidos influyen en la política de su nación respectiva más que toda la ideología democrática. El plan Dawes y el acuerdo de Londres han sido dictados a sus ilustres signatarios por los intereses de Morgan, Loucheur, etc.
La crisis de la democracia es el resultado del crecimiento y el concentramiento simultáneo del capitalismo y del proletariado. Los resortes de la producción están en manos de estas dos fuerzas. La clase proletaria lucha por reemplazar en el poder a la clase burguesa. Le arranca, en tanto, sucesivas concesiones. Amblas clases pactan sus treguas, sus armisticios y sus compromisos directamente, sin intermediarios. El parlamento en estos debates, y en estas transacciones no es aceptado como árbitro. Poco a poco, la autoridad parlamentaria ha ido, por consiguiente, disminuyendo. Todos los sectores políticos tienden, actualmente, a reconocer la realidad del Estado económico. El sufragio universal y las asambleas parlamentarias, se avienen a ceder muchas de sus funciones a las agrupaciones sindicales. La derecha al centro y la izquierda, son más o menos filo-sindicalistas. El fascismo por ejemplo trabaja por la restauración de las corporaciones medioevales y constriñe a obreros y patrones a convivir y cooperar dentro de un mismo sindicato. Los teóricos de la “camisa negra” en sus bocetos del futuro Estado fascista, lo califican como Estado sindical. Los social democráticos pugnan por injertar en el mecanismo de la democracia los sindicatos y asociaciones profesionales. Walter Rathenau, uno de los más conspicuos y originales teóricos y realizadores de la burguesía, soñaba con un desdoblamiento del Estado en Estado Industrial, Estado Administrativo, Estado Educador, etc. En la organización concebida por Rathenau, las diversas funciones del Estado serían transferidas a las asociaciones profesionales.
¿Cómo ha llegado la democracia a la crisis que acusan todas estas inquietudes y conflictos? El estudio de las raíces de la decadencia del régimen democrático no cabe en los últimos acápites de un artículo como este. Hay que suplirlo con una definición incompleta y sumaria. La forma democrática ha cesado, gradualmente, de corresponder a la nueva estructura económica de la sociedad. El Estado demo-liberal-burgués fue un efecto de la ascensión de la burguesía a la posición de la clase dominante. Constituyó una consecuencia de la acción de fuerzas económicas y productoras que no podían desarrollarse dentro de los diques rígidos de una sociedad gobernada por la aristocracia y la iglesia. Ahora como entonces el nuevo juego de las fuerzas económicas y productoras reclama una nueva organización política. Las formas políticas, sociales y culturales son siempre previsoras, son siempre interinas. En su entraña contienen, invariablemente, el germen de una forma futura. Anquilosada, petrificada, la forma democrática, como las que la han precedido en la historia, no puede contener ya la nueva realidad humana.

José Carlos Mariátegui La Chira

Italia y Yugo-Eslavia

Italia y Yugo-Eslavia

La actual tensión de las relaciones italo-yugoeslavas señala uno de los muchos puntos vulnerables de la paz europea. Italia, bajo el régimen fascista, practica una política de expansión que no disimula demasiado sus fines ni sus medios. El imperialismo fascista, acaso por su juventud y, sobre todo, porque sus conquistas y su suerte pertenecen íntegramente al futuro, es el que emplea un lenguaje más desembozado y explícito. Su política exterior tiene dos frentes: el mediterráneo y el balcánico. En los Balkanes, su política tropieza, en primer término, con la resistencia yugoeslava.

El conflicto entre Italia y Yugo Eslavia empezó en la conferencia de Versailles. Es el primero que ensombreció la paz wilsoniana. Italia no solo se sintió defraudada por los aliados en sus ambiciones territoriales. Declaró violado y falseado el propio programa de Wilson. Sostuvo su derecho a Fiume y a Zara, asignados a Yugo Eslavia en el nuevo mapa europeo.

El golpe de mano de D’Annunzio permitió a Italia, después de una difícil serie de negociaciones, redimir a Fiume. Pero, en cambio, Yugo Eslavia consiguió la ratificación de su soberanía en la Dalmacia reivindicada por el nacionalismo italiano en nombre del porcentaje de italianidad de su población. Italia ha aceptado este hecho; pero uno de los objetivos íntimos del imperialismo fascista es la posesión del territorio dálmata.

No es, sin embargo, este propósito recóndito lo que turba las relaciones entre Italia y Yugo Eslavia. Italia no sostiene oficialmente ninguna reivindicación sobre la Dalmacia. Diplomática y formalmente, esta reivindicación no existe. El motivo de la tensión es el choque de la política italiana y la política yugo-eslava en Albania. Italia y Yugo-Eslavia se disputan el predominio en este estado teóricamente autónomo, pero sometiendo de facto a la influencia italiana, con peligro evidente para Yugo-Eslavia que lucha por desalojar de él a su amenazadora rival.

Una y otra intrigan por colocar o mantener en el gobierno de Albania al bando que Ies es adicto. Esta intervención, por parte de Italia, adquiere proporciones excesivas. Yugo-Eslavia las denuncia y pretende limitar la expansión italiana en Albania.
La política italiana en los Balkanes mira al socavamiento de la influencia francesa en ese grupo de países. Francia madrina de la Pequeña Entente, esperaba asegurarse mediante el enfeudamiento de este bloque a su política, el control los Balcanes. Italia, con el tratado ítalo-rumano, se ha atraído a Rumania. Bulgaria está bajo un gobierno fascista que reconoce en Roma la metrópoli espiritual de la reacción. Grecia, por su posición respecto de Turquía, no tiene más remedio que entrar en una vía de entendimiento y cooperación con Italia, cuya política balcánica, además, aparece sostenida financiada por Inglaterra que conserva su autoridad en Atenas.

Los Balcanes representaron antes de 1914 un foco de asechanzas para la paz europea por el conflicto constante entre Rusia y los Imperios Centrales, aliados de Turquía. La paz de 1918 no ha neutralizado esta zona peligrosa. Cada día los Balcanes recobran más claramente su antigua función. Los protagonistas del conflicto han cambiado. El escenario no es exactamente el mismo. Pero el choque de las potencias se renueva.

La política fascista es, obligadamente, la que más inmediatamente agrava este problema. Mussolini extrae su máxima fuerza de su programa de expansión. Ha prometido al pueblo italiano, que es empujado a la expansión por el desequilibrio entre su demografía y su economía, un imperio digno de la tradición romana. Esta promesa permite a Mussolini exigir de su pueblo un esfuerzo obediente y disciplinado para mejorar las condiciones financieras e industriales de Italia. La situación europea -a pesar del tratado de Locarno y de la estabilización capitalista- alimenta la esperanza fascista. No se puede prever cómo respondería Europa a un súbito golpe de mano de la Italia fascista. Mussolini, oportunista y maquiavélico, acecha la ocasión de una audaz maniobra internacional. Si la espera resulta demasiado pesada e incierta, el mito fascista perderá su fuerza.

Marcel Fourrier observa con justicia que Italia no puede alcanzar la expansión que ambiciona “sino tomando la vía de un imperialismo agresivo”. “De otra parte, el régimen fascista y el poder personal de Mussolini no pueden mantenerse sino en el caso de que se manifiesten capaces de asegurar al capitalismo italiano la misma prosperidad que el bonapartismo y el bismarckismo habían asegurado, el uno al capitalismo francés, después de 1850, el otro al capitalismo alemán, después de 1871”.

La Paz de Locarno, tiene que parecerle al más beato e iluso demócrata, demasiado frágil y aleatoria mientras Mussolini amenace a Europa con sus sueños y sus gestos imperiales. El fascio littorio es en la historia europea contemporánea un gran punto de interrogación.

Por esto, eI contraste entre Italia y Yugo Eslavia que, según las últimas noticias cablegráficas, parece exacerbarse, presenta un marcado interés. Serbia tiene un oscuro destino en la historia de la Europa burguesa. En su suelo prendió en 1914 la chispa de la gran conflagración. Ahora Serbia se ha engrandecido. El reino serbio ha sido reemplazado por el reino serbio-croata-esloveno, como también se llama a Yugo-Eslavia. Y tal vez con esto su capacidad de fricción siniestra se ha acrecentado. Las fronteras que le acordó la paz aliada, limitan por uno de los lados, en que su presión es mayor, al imperialismo fascista.
No es probable que el problema de Albania provoque, a corto plazo, el choque. Pero es evidente que constituye una de las causas de fricción que mantienen encendidos e irritados los flancos que ahí se tocan de Italia y Yugo-Eslavia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti y la batalla anti-fascista. La preparación sentimental del lector ante el conflicto.

Nitti y la batalla anti-fascista
La resolución del “duce” del fascismo de dejar la mayor parte de los ministerios que había asumido en el curso de sus crisis de gabinete, ha seguido casi inmediatamente a una serie de artículos de polémica anti-fascista del ex-presidente de consejo más vivamente detestado por las brigadas de “camisas negras”: Francesco Saverio Nitti. No ha que atribuir, por cierto, a la ofensiva periodística de Nitti, diestro en la requisitoria, la virtud de haber hecho desistir a Mussolini de su porfía de acaparar las principales carteras. Es probable que desde hace algún tiempo el jefe del fascismo se sintiese poco cómodo, con la responsabilidad de tantos ministerios a cuestas. En casi todos, su gestión ha confrontado dificultades que no le ha sido posible resolver con la prosa sumaria y perentoria de los decretos fascistas. El acaparamiento de carteras imprimía un color muy marcado de dictadura personal al poder de Mussolini que, a pesar de todas sus fanfarronadas de condotiere, no ha osado despojarse de la armadura constitucional, frente al ataque de la “variopinta” oposición. A Mussolini no le preocupa excesivamente los argumentos que la concentración del poder en sus manos puede suministrar a los quebrantados partidos y facciones que lo combaten; pero si lo preocupan los factores capaces de perjudicar la apariencia de consenso en que sus discursos transforman la pasividad amedrentada de la gran masa neutra. I lo preocupan, sobre todo, los escrúpulos de la finanza extranjera, y en especial norte-americana de que depende el fascismo tan fieramente nacionalista. Mussolini no puede desentenderse del todo de las ambiciones de figuración de sus lugartenientes.
Los artículos de Nitti han tenido, desde luego, extensa resonancia en el ambiente burgués, -dispuesto a cierta indiferencia, y a veces a una franca tolerancia, antes los actos del fascismo,- de los países en que se han publicado. Nitti emplea, en su crítica, argumentos que impresionan certeramente la sensibilidad, algo adiposa y lenta siempre, de las capas demo-burguesas. Todos sus tiros dan en el blanco. Sus artículos no son otra cosa que un rápido balance de los “bluffs” y de los fracasos del rimbombante régimen de los camisas negras. Nitti opone las altaneras promesas a los magros resultados. Mussolini ha conducido a Italia a diversas batallas que se a resuelto en clamorosos descalabros. La “batalla del trigo” no ha hecho producir a Italia la cantidad de este cereal de que ha menester para alimentar a su población. Nitti cita las cifras estadísticas que prueban que la importación de este artículo no ha disminuido. La “batalla del arroz” no ha sido más feliz. La exportación italiana de este producto ha descendido. La “batalla de la lira” ha estabilizado con grandes sacrificios el curso de la divisa italiana en un nivel artificial que estanca las ventas al extranjero y paraliza el comercio y la industria. A Italia le habría valido más ahorrarse esta “victoria” financiera de Mussolini. La “batalla de la natalidad” ha sido una derrota completa. La cifra de los nacimientos ha disminuido. El “duce” no ha tenido en cuenta que estas batallas no se ganan con enfáticas voces de mando. La natalidad no obedece, en ninguna sociedad, a los dictadores. Si las subsistencias escasean, si los salarios descienden, si la desocupación se propaga, como ocurre en Italia, es absurdo conminar a las parejas a crecer y multiplicarse. Los solteros resisten inclusive al impuesto al celibato. La inseguridad económica es más fuerte que cualquier orden general del comando fascista.
Nitti trata a Mussolini, en cuanto a cultura y competencia, con desdén y rigor. Mussolini, dice, carece de los más elementales conocimientos en los asuntos de Estado que aborda y resuelve con arrogante estilo fascisto. Es un autodidacta sin profundidad, disciplina ni circunspección intelectuales. “No poseyendo ninguna cultura ni histórica ni económica ni filosófica y como los autodidactas se atreve a hablar de todo. La lectura de los manueales populares de pocos centavos, le ha provisto de una especie de formulario. Pero, en el fondo, su acción se desarrolla de acuerdo a su temperamento. Pertenece a esa categoría que Bacon llama “idola theatri”.
No será, empero, los ataques periodísticos del autor de “Europa sin paz” los que socaven social y políticamente el régimen fascista. La verdadera batalla contra el fascismo se libra, calladamente, en Italia, en las fábricas, en las ciudades, por los obreros.
El fascismo podría considerar tranquilo el porvenir si tuviese que hacer frente solo a adversarios como a un combativo ex-ministro y catedrático napolitano.

La preparación sentimental del lector ante el conflicto
Las agencias telegráficas norte-americanas continúan activamente su trabajo de preparación sentimental del público para la aquiescencia o la incertidumbre ante la ofensiva contra la URSS que preludian las violencias del gobierno de la Manchuria y las provocaciones de las bandas chicas y de los risos blancos en la frontera de Siberia. Sus informaciones no han aludido jamás a la disposición de los banqueros norte-americanos para financiar la confiscación del Ferrocarril Oriental Ruso-Chino. El capital yanqui busca, como bien se sabe, inversiones productivas, con un sentido al mismo tiempo económico y político de los negocios. I ninguna inversión afirmaría la penetración norte-americana en la China como la sustitución de la URSS en el Ferrocarril Oriental de la China. El Japón no mira con buenos ojos este proyecto. Inglaterra misma, aunque interesada en que se aseste un golpe decisivo a la influencia de la Rusia soviética en el Oriente, no se resignará fácilmente a que la instalación de los norte-americanos en la Manchuria sea el precio del desalojamiento de los rusos. Estos son los intereses que se agitan en torno del conflicto ruso-chino. Pero no se encontrará sino accidentalmente alguna velada mención de ellos en la información que nos sirve el cable cotidianamente sobre el estado del conflicto. El objetivo de esta información es persuadir al público, que se desayuna con el diario de la mañana y carece de otros medios de enterarse de la marcha del mundo, de que Rusia invade y ataca a la China y de que lanza sus tropas sobre las poblaciones de la Manchuria.
La política anti-soviética de los imperialismos mira a enemistar la URSS con el Oriente. Necesita absolutamente crear el fantasma de un imperialismo rojo, en el mismo sentido colonizador y militar del imperialismo capitalista, para justificar la agresión de la URSS. A este fin tienen los esfuerzos de los corresponsales.
La consideración de este hecho confiere viva actualidad, en lo que nos respecta, al tema de “la norte-americanización de la prensa latino-americana”. El estudio que con este epígrafe Genaro de Arbayza hace pocos meses en “La Pluma”, la autorizada revista que en Montevideo dirige Alberto Zum Felde, ha tenido gran resonancia en todos los pueblos de habla española, España inclusiva. Genaro de Arbayza examinaba la cuestión con gran objetividad y perfecta documentación. “Los periódicos más ricos -escribía- tienen corresponsales especiales en las capitales importantes de Europa, pero la casi totalidad de sus noticias más importantes son suministradas por las agencias norte-americanas. Así es como más de veinte millones de lectores, desde México al Cabo de Hornos, formados por las clases media y gobernante, ven el mundo exterior exactamente a través de la forma como quieren los editores norteamericanos que lo vean. Este sistema de distribución de noticias ha convertido toda la América Latina meramente en una provincia del mundo de noticias norteamericano”. Glosando este artículo, la revista cubana “1929”, otra cátedra de opinión libre, observaba que “un consorcio de grandes rotativos latinoamericanos haría, con toda probabilidad, factible el establecimiento de una gran agencia noticiera mutua capaz, por lo menos, de comedir y mitigar el caudal informativo yanqui”. El optimismo de “1929” en este punto es quizás excesivo. Probablemente la agencia latinoamericana que preconiza, no ambicionaría, a la postre, a mejor destino, que a ponerse a remolque del cable yanqui. Es, más bien, la indagación vigilante de las revistas, el comentario alerta de los escritores independientes, el que puede defender al público de la intoxicación a que lo condena la trustificación del cable. Ya una revista, nuestra, “Mercurio Peruano”, enfocó una vez esta cuestión, provocando la protesta del representante de una agencia yanqui. Los numerosos artículos que han seguido al estudio de Arbayza, le restituyen acrecentada toda su actualidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Roma, polis moderna

El señor Paul Bourguet, de la Academia Francesa, en una novela delicuescente y capitosa, nos ha descrito Roma como una cosmopolis. Pero, por fortuna, las opiniones del señor Bourguet han pasado ya de moda. La literatura decadente abastece a su clientela de novelas más adecuadas a su humor post-bélico. La generación de la post-guerra conoce a Bourget por el cine. Yo estoy seguro, por otra parte, de que el señor Bourget no conoce de Roma sino el “piccolo mondo moderno” de los hoteles del Quartrere Ludovisi. En este mundo, el señor Bourget, de la Academia Francesa, ha pescado las ideas y los personajes de su “Cosmopolis”. ¿No os parece ver al señor Bourget, sentado en el hall de un gran hotel, en una beata actitud de “pecheur a la ligne”?
Mas la idea de Roma Cosmopolis no pertenece exclusivamente al señor Bourget y a su literatura. Es muy difícil que un académico se atreva a poseer ideas personales. El señor Bourget, sobre todo, no habría osado nunca, en sus novelas psicológicas, sostener una tesis que no hubiese sancionado antes su clientela.
Todo turista se siente inclinado a reconocer en Roma una cosmópolis. El ambiente del hotel, del restaurant y de la Agencia Cook, ¿no es un ambiente cosmopolita? El turista no tiene tiempo para recordar que en Niza, Baden-Baden y Venecia acontece lo mismo. Y que, sin embargo, ni a Niza ni a Venecia se les llama Cosmopolis. Lo que quiere decir que no es el cosmopolitismo lo que hace de una ciudad una cosmopolis.
La civilización occidental no se contenta de una cosmopolis. Posee varias: New York, Londres, París, Berlín, La Ciudad Eterna tiene, -como Zola lo constata en el discurso de una novela folletinesca pero vigorosa- un ánima imperial. En Roma sobrevive obstinadamente el sentimiento del Imperio. (Roma-Imperial es la fórmula fascista). Pero no basta tener un ánima imperial para ser una cosmópolis. Malgrado el fascismo, Roma no tiene en el cosmos moderno la misma función que Londres, París, New York, etc. Plutos no se somete a la retórica ni a la megalomanía de las “camisas negras”.
II
Roma no es siquiera la metrópoli de la Terza Italia. La capital de la Italia moderna es, más bien Milán. Plutos y Demos residen en Milán; no residen en Roma. Milán tiene características físicas de urbe occidental: gran industria, proletariado. Milán es un núcleo de civilización capitalista. Milán es el ombligo y el motor de la vida económica de Italia. Milán es una ciudad de alta tensión. Milán es, como diría un norteamericano, una ciudad al 100 por ciento. En Milán se respira la misma atmósfera de usina, de bolsa, de feria y de mercado que en Londres, que en New York, que en París. Romain Rolland encontraría en Milán todos los personajes de “La Foire sur la Place”.
En la Italia capitalista y en la Italia del Cuarto Estado, Milán juega un rol primario. Un poco irónicamente se llama a Milán la capital moral de Italia. Milán, con su escepticismo setentrional y socarrón, se contenta de ser la capital económica. Roma vive de sus fueros y de sus títulos políticos y espirituales; Milán, de sus fuerzas y sus poderes económicos.
La urbe moderna constituye, sobre todo, un fenómeno económico. Es una concentración de fábricas, negocios, bancos, almacenes. Representa, fundamentalmente un foco de trabajo y de cambio. En Roma todas estas cosas tienen una importancia secundaria. En Roma la política ocupa más sitio que la economía. Las bases, los centros de la población romana son la burocracia del estado -corte, ministerios, parlamento- y la burocracia de la Iglesia -Vaticano, Santo Oficio, seminarios-. Estos dos grandes organismos burocráticos son los dos principales factores demográficos de Roma. El tercer factor es el turismo: hoteleros, cicerones, horizontales, etc.
Las raíces de la vida de Roma se encuentran en el Vaticano, el Quirinal y la arqueología. La civilización capitalista no ha hecho de Roma una capital productora. Roma conserva los rasgos morales y físicos de una capital medioeval. En el mundo medioeval, sus fueros políticos y espirituales podían bastarle para ser una gran señora. En el mundo moderno, en el mundo de Plutos, del dinero y de la máquina, no le bastan sino para ser una mantenida.
En Roma ha surgido potentemente, una sola industria: la industria del pasado. El comercio de Roma es un comercio de curiosidades, de reliquias, de antigüedades. Es un comercio para peregrinos, viajeros, coleccionistas. Los grandes hoteles son las mayores expresiones de vida moderna de Roma. Roma no explota, en vasta escala, sino sus ruinas, sus monumentos, sus castillos, su campiña, su cielo y su historia. La cosmópolis moderna se nutre de su presente; Roma se nutre de su pasado.
La Roma de la Terza Italia, la Roma moderna, se reduce, en último análisis, a una casa real, una burocracia, un parlamento. La máquina del Estado italiano funciona en Roma; pero recibe sus energías y sus direcciones de Milán, de Turín, de Génova, de Bologna, de Nápoles, etc. Todas las grandes corrientes de la Italia moderna se forman en estas ciudades. Y, sobre todo, en la Italia setentrional. Ninguna ha nacido en Roma. Roma ha sido invariablemente conquistada ya por una, ya por otra corriente forastera. El socialismo germinó, originalmente, en la Lombardía, en el Piamonte, en la Liguria. Su partida de bautismo es el acta de Génova. El futurismo reclutó sus primeras fuerzas en el Norte. El fascismo debutó en Milán. Y en los orígenes de la Terza Italia encontramos, predominantemente, elementos y energías setentrionales. La Unidad italiana no se hizo en Roma ni con Roma sino contra Roma.
III
El arte, naturalmente, no logra sustraerse a la influencia de estas fuerzas históricas. En la sociedad medioeval, los artistas medraban y florecían en torno de las cortes poderosas; en la sociedad burguesa, se sienten atraídos fatalmente por los grandes centros capitalistas e industriales. Un florecimiento artístico es, bajo muchos aspectos, una cuestión de clientela, de ambiente, de riqueza. Roma, mediocre mercado de arte, no puede ser, por ende, sino un mediocre centro de creación artística. En la historia de la pintura italiana moderna, Roma no aparece como sede de ninguna escuela sustantiva. El romanticismo prendió, principalmente, en Nápoles y en la Lombardía. El divisionismo fructificó en el Setentrión. Segantin, Fattori, Morelli, -tres pintores representativos de los últimos cincuenta años de historia italiana,- pertenecen a la Toscana, a la Lombardía, a Nápoles. El Instituto de Bellas Artes, la Academia de San Lucas y la Academia de Santa Cecilia de Roma están enfermos de decrepitud y de clasicismo. Se pudren en su tradición y en su pasado. La vida artística de Roma tiene algunas cosas modernas, algunas cosas vitales: la Casa de Arte Bragaglia, el teatro de los Doce, el teatro ruso, etc. Pero ninguna de estas cosas es específica ni originalmente romana.
IV
Roma se refleja en su prensa. En una prensa peculiarmente romana; la prensa del mediodía, “la stampa del mezzogiorno”. En esta prensa tiene un puesto referente el hecho de crónica: el “fattaccio”. El público de esta prensa degusta cotidianamente su “fattaccio” con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el “fattaccio” sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del “demi-monde” o del bajo fondo. El “Corriere della Sera” de Milán, parco en estos folletines, resulta un diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo novelesco. En una palabra, por el “fattaccio” político. Yo dudo mucho de que un artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle lectores en el Corso Umberto.
No obstante su millón de habitantes, Roma tiene, como dijo una vez Caillaux, un ambiente de provincia. Según Caillaux, en la tertulia del Café Arango se compendia y se resume toda la vida romana. Este juicio es, sin duda, excesivo. Pero se acerca a la verdad más que la tonta novela del señor Bourguet, de la Academia Francesa. Roma no es una cosmópolis. Tiene extensión, volumen, elegancia, refinamiento de gran urbe; pero no tiene, en nuestra época, espíritu ni función de cosmópolis. La Ciudad Eterna -la maravillosa Ciudad Eterna- no constituye uno de los focos de la historia contemporánea. Roma no es liberal, socialista ni fascista. No quiere ni puede ser una ciudad de opinión. El fascismo señorea, presentemente en el Capitolio. ¡Salve Roma Imperial! titulan sus legiones. Pero su incandescente retórica no consigue inflamar a la Ciudad Eterna. En sus palacios, en quince siglos, Roma ha visto instalarse sucesivamente, a muchos conquistadores. Para Roma, el fascismo no es más que un gran fattaccio, un inmenso fattaccio. Y tal vez, no se equivoca.

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La federación americana del trabajo y la América Latina. La natalidad en la Europa occidental.

La federación americana del trabajo y la América Latina.
Cuando los sindicatos de espíritu y tradición clasistas de Europa o de la América Latina califican a la Federación Americana del Trabajo como el más obediente instrumento del capitalismo norte-americano, no falta quienes temen que se exagere. Los poderosos medios de propaganda de que dispone la Federación Pan-Americana del Trabajo le consienten, si no conquistar, neutralizar al menos algunos sectores de la opinión popular.
Pero la propia Federación Americana del Trabajo se encarga con sus actos de destruir toda duda acerca de su rol. Últimamente el cable, ha registrado rápidamente la noticia de que la central de los sindicatos reformistas de USA ha tomado netamente posición contra la inmigración latino-americana a su país. El pan-americanismo de los obreros de la Federación no se diferencia mínimamente del de los banqueros de Wall Street. La solidaridad de clases es algo que, pese a la retórica de la Confederación Pan-Americana del Trabajo, ignora radicalmente su política. Los sucesores de Compers no tienen inconveniente en estrechar periódicamente las manos rusas y oscuras de los delegados de los obreros del Sur, en una cita pan-Americana; pero rehúsan absolutamente admitir su competencia en sus propios mercados de trabajo. Los tratan, en esto, como a los demás inmigrantes. No quieren obreros latino-americanos en su país. Le basta con convocarlos en Washington o La Habana, para afirmar su hegemonía sobre ellos. Las conferencias pan-americanas del trabajo no son sino un aspecto de la diplomacia imperialista.
Eso lo saben, en la América Latina, todos los sindicatos obreros dignos de este nombre. I lo prueba el hecho de que para las paradas de la Confederación Pan-americana del Trabajo, los líderes del reformismo yanqui no cuenten sino con amorfos agregados fácilmente manejables. La única central importante de la América Latina que participaba en las conferencias pan-americanas del trabajo era la CROM. I la Crom obedecía en esto a razones de estrategia que Luis Araquistaín ha enfocado nítidamente. La Crom creía ganar, por este medio, el apoyo de la Federación Americana del Trabajo en la política yanqui para la Revolución Mexicana. Hoy no solo los factores de la política mexicana han cambiado; la Crom, que alcanzara con el gobierno de Calles su más alto grado de apogeo, está casi deshecha. Primero, la ofensiva de las fuerzas que enarbolaron, muerto Obregón, la bandera del obregonismo, enseguida, la agrupación de las masas obreras y campesinas en una nueva central, -la que representó al proletariado mexicano en el congreso sindical de Montevideo- ha anulado el antiguo valor de la Crom. Morones viaja por Europa, en momentos en que se discute y vota en el parlamento de su país el Código del Trabajo del Licenciado Portes Gil. La Crom asistirá a la próxima conferencia pan-americana del trabajo, con sus efectivos enormemente relucidos, con su autoridad completamente disminuida.
I habrá que averiguar lo que piensan los obreros de México del pan-americanismo que actúan las uniones amarillas de USA al votar por el cierre de la frontera yanqui a las inmigraciones del Sur.

La natalidad en la Europa occidental
Francia no ha resulto, en los años de post-guerra, el problema de su despoblación. Pero al menos, ha visto extenderse ese problema en la Europa occidental. Ya no es posible oponer a una Francia malthusiana una Alemania prolífica. El crecimiento demográfico de la vecina del otro lado del Rhin se ha detenido desde la guerra. En 1900, la estadística registraba en Alemania dos millones de nacimientos al año, con una población de 56 millones. En 1927, con 63 millones, la cifra de nacimientos ha descendido a 1,2. De 35.6 por mil, ha bajado a 18.3 por mil. La guerra costó a Alemania, en capital humanos, aparte de las pérdidas del campo de batalla y del hambre de la retaguardia, la pérdida invisible de los 3,5 millones de hombres que habrían debido nacer. “Monde” de París toma estos datos de una interesante obra publicada recientemente en Alemania, sobre la materia, con el título de “El descenso de la natalidad y la lucha contra él”.
Como se sabe, uno de los objetivos centrales de la política fascista es el aumento de la población. Italia ha sido, tradicionalmente, un pueblo prolífico. El desequilibrio entre su crecimiento demográfico y sus recursos económicos, la constreñía a la exportación de una parte de su fuerza de trabajo. Mussolini considera el aumento de la población como el elemento decisivo del porvenir de Italia. 45.000.000 de hombres no pueden soñar con imponer su ley al mundo. No se concibe el resurgimiento de Roma imperial con las cifras demográficas actuales. El fascismo, entre otras batallas pacíficas, se propone ganar la batalla de la natalidad.
Pero, como dice Nitti, "no se concibe nada más absurdo". Es imposible regular la natalidad con discursos y decretos. El impuesto al celibato, no decide a los solteros, en tiempos de carestía y desocupación, a crecer y multiplicarse. Nadie se casa por evitar la tasa. "No conozco a nadie que haya tenido hijos bajo la sugestión del gobierno", anota burlonamente Nitti.
Las cifras estadísticas denuncian el fracaso de la política fascista en este embrollado terreno. En 1922, había en Italia 32,2 nacimientos por 1000 habitantes; en 1927, ha habido solo 26,9. La baja se ha acentuado en 1928.
La Europa occidental, en la post-guerra, como en la guerra, se despuebla. La estabilización capitalista no ha logrado el equilibrio en este aspecto de la producción y la economía. Un poco despechadamente, la Europa capitalista constata, con las cifras demográficas en las manos, que en la URSS no obstante la guerra, el hambre, el terror, etc., la política soviética acusa distintos resultados. Ni el bolchevismo ni el divorcio libérrimo, ni el aborto legal, ni la nueva moral de los sexos, han tenido las consecuencias que en la Europa occidental la nacionalización, el fascismo, etc.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tardieu batido. La conferencia de Londres.

Tadieu batido
Cuando un gabinete es la estrecha mayoría de la combinación Tardieu-Briand, no es posible sorprenderse de que caiga de improviso, batido por un veto adverso del parlamento en una cuestión secundaria. Se asignaba, prematuramente, a Tardieu la misión de inaugurar en Francia una política fuerte que significara, entre otras cosas, la liquidación del viejo parlamentarismo. Tardieu mismo declaró su confianza en la larga duración de su gobierno. Su programa reclamaba para su ejecución al menos cinco años.
Pero la composición de la cámara no autorizaba este optimismo. Tardieu, en realidad, no ha hecho con esta cámara sino una política poincarista. La Tercera República no ha salido todavía de una era que transcurre, gubernamentalmente, bajo el signo de Poincaré. El gabinete Tardieu estaba obligado a un difícil equilibrio, que no ha tardado en fallar al primer paso en falso del Ministro Cheron.
Sin duda, la repentina crisis no excluye la posibilidad de que Tardieu presida el nuevo gabinete. Pero es evidente que no podría asumir esta tarea sin compromisos que ensanchen la base parlamentaria del gobierno. La atención de la fisionomía fascista, derechista, de la fórmula Tardieu será la primera condición de una tregua o un entendimiento con los radicales-socialistas. Tardieu no puede aspirar a más que a la sucesión de Poincaré, si quiere ganar la confianza de la pequeña burguesía francesa, reacia a la experimentación de cualquier mussolinismo altisonante y megalómano.
El hecho de que, apenas producida la crisis, reaparezca en la escena Poincaré, si no como organizador del nuevo gobierno, como consejero principal y decisivo de la fórmula a que se ajustará, está adelantando el espíritu poincarista de la receta gubernamental y parlamentaria que se va a aplicar.
Tardieu representa, sobre todo, en el gobierno un método policial. Ha ascendido a la presidencia del consejo por las gradas del ministerio del interior. Es el funcionario impávido que demandaba en ese puesto la alarma de los Coty, la aprehensión [de una burguesía exonerada de los principios de la Gran Revolución], la algazara de todos los que especulan sobre el pánico de los rentistas y los tenderos, denunciando el peligro rojo y las maniobras de Moscú.
No es este método lo que ha desaprobado, por pocos votos de mayoría, la cámara de diputados. Tardieu, como ministro del interior, como ejecutor de un plan policial como jefe de una renovación que no choque excesivamente a los gustos legales y jurídicos de una Francia poincarista y moderna, queda indemne. Si Tardieu resume sus funciones en el nuevo ministerio, aunque sea con el consenso y la colaboración de los radicales socialistas, continuará su obra policial. Sus amigos se han apresurado por esto a declarar que la cámara ha censurado a Cheron, no a Tardieu.
Pero una cuestión hacendaria o financiera no es, políticamente, una cuestión de segundo orden. El poincarismo se define, en su apogeo, como la política de la estabilización del franco. Poincaré es para la pequeña burguesía francesa el hombre que ha salvado el franco. La autoridad de los hombres se asienta en los intereses económicos. Tardieu ha llegado al puesto de leader por haberse granjeado la confianza de la burguesía industrial, del capitalismo financiero. Su orden policial, su maquinaria de represión no tiene otro objeto que asegurar el tranquilo desenvolvimiento de un programa de racionalización capitalista.
El progreso de la crisis ministerial promete ser interesante como ilustración de las fuerzas y los métodos realmente en conflicto en el parlamento y en la política de Francia. La consulta al electorado puede aparecer indispensable antes de lo generalmente previsto.

La conferencia de Londres
Las bases de un acuerdo naval anglo-americano, convenidas en las entrevistas de Mc Donald y Hoover en Washington, no han bastado, como fácilmente se preveía, para que la Conferencia de Londres logre la conciliación de los intereses de las cinco mayores potencias navales sobre la limitación de los armamentos. El propio acuerdo anglo-americano no era completo. Estaba trazado solamente en sus líneas principales y su actuación depende del entendimiento con Japón, Francia e Italia, acerca de sus respectivos programas navales, que el Japón acepte la proporción que le concede la fórmula de Washington, es la condición de que Estados Unidos no extreme sus precauciones en el Pacífico, con consecuencias en su programa de construcciones navales que no puede resistir la economía británica. Que Francia e Italia se allanen a la abolición del submarino como arma de guerra es una garantía esencial de la seguridad del dominio de los mares por el poder anglo-americano.
El compromiso de que los submarinos no serán empleados, en una posible guerra, contra los buques mercantes, no puede ser más tonto. La experiencia de la guerra mundial no permite abrigar ninguna ilusión respecto a la autoridad de estos convenios solemnes. La guerra, si estalla, no reconocerá límites. No será menos sino más implacable que la de 1914-1918. No la harán estadistas ni funcionarios, formados en el clima benigno y jurídico de Ginebra y La Haya, sino caudillos de la estirpe de Clemenceau, inexorables en la voluntad de ir en todo “jusqu’au bout”. El más hipócrita o ingenio pacifismo no puede prestar ninguna fe a la estipulación sobre el respeto de los buques mercantes por los submarinos de guerra. En la guerra no hay buques mercantes.
La crisis ministerial francesa no estorba sino incidental y secundariamente la marcha de la Conferencia de Londres. Lo que desde sus primeros pasos la tiene en “panne” son los inconciliables intereses de las potencias deliberantes. Esta Conferencia se ha inaugurado, formalmente, bajo mejores auspicios que la de Ginebra de 1927. La entente anglo-americana sobre la paridad es una base de discusión que en 1927 no existía. El carácter de limitación, de equilibrio de los armamentos, perfectamente extraño a todo efectivo plan de desarme, está además, perfectamente establecido. Pero el conflicto de los intereses imperialistas sigue actuando en esta como en otras cuestiones. La contradicción irreductible entre las exigencias internacionales de la estabilización capitalista y las pasiones e intereses nacionalista que con el imperialista entran exasperadamente en juego, opone su resistencia aún a este modestísimo entendimiento temporal, fundado en la paridad anglo-americana, que encubre un profundo contraste, una obstinada y fatal rivalidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira