Política Internacional

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01.02.01

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Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El debate del pacto de seguridad [Recorte de prensa]

El debate del pacto de seguridad

El Occidente europeo sigue buscando un equilibrio. Hasta ahora ninguna receta conservadora ni reformista consigue dárselo.

Francia quiere una garantía contra la revancha alemana. Mientras esta garantía no le sea ofrecida, Francia velará armada con la espada en alto. Y el ruido de sus armas y de sus alertas no dejará trabajar tranquilamente a las otras naciones europeas. Europa siente, por ende, la necesidad urgente de un acuerdo que le permita reposar de esta larga vigilia guerrera. La propia Francia que, a pesar de sus bélicos "chanteclers", es en el fondo una nación pacífica, siente también esta necesidad. El peso de su armadura de guerra la extenúa.

El eje de un equilibrio europeo son las relaciones franco-alemanas. Para que Europa pueda convalecer de su crisis bélica es indispensable que entre Francia y Alemania se pacte, si no la paz, por lo menos una tregua. Pero esta tregua necesita fiadores. Francia pide la fianza de la Gran Bretaña. De esto, que es lo que se designa con el nombre de pacto de seguridad, se conversó ya entre Lloyd George y Briand en Cannes. Mas a la mayoría parlamentaria del bloque nacional un pacto de seguridad, en las condiciones entonces esbozadas, le pareció insuficiente. Briand fue reemplazado por Poincaré, quien durante un largo plazo, en vez de una política de tregua, hizo una política de guerra.

Cuando el experimento laborista en Inglaterra y las elecciones del 11 de mayo en Francia engendraron la ilusión de que se inauguraba en Europa una era social-democrática, renació la moda de todas las grandes palabras de la democracia: Paz, Arbitraje, Sociedad de las Naciones, etc. En esta atmósfera se incubó el protocolo de Ginebra que, instituyendo el arbitraje obligatorio, aspiraba a realizar un anciano ideal de la democracia. El protocolo de Ginebra correspondía plenamente a la mentalidad de una política cuyos más altos conductores eran Mac Donald y Herriot.

Liquidado el experimento laborista, se ensombreció de nuevo la faz de la política europea. El protocolo de Ginebra, que no significaba la paz ni representaba siquiera la tregua, fue enterrado. Se volvió a la idea del pacto de seguridad. Briand, ministro de negocios extranjeros del ministerio de Poincaré, reanudó el diálogo interrumpido en Cannes. "On revient toujour a ses premiers amours".

Pero la discusión demuestra que, para un pacto de seguridad, no basta el acuerdo exclusivo de Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica. No se trata sólo de la frontera del Rhin. Las naciones que están al otro lado de Alemania, y que el tratado de paz ha beneficiado territorialmente a expensas del imperio vencido, exigen la misma garantía que Francia. Polonia y Checo Eslovaquia pretenden estar presentes en el pacto. Y Francia, que es su protectora y su madrina, no puede desestimar la reinvindicación de esos estados. Por otra parte, Italia, dentro de cuyos nuevos confines el tratado de paz ha dejado encerrada una minoría alemana, reclama el reconocimiento de la intangibilidad de esta frontera. Y se opone a todo pacto que no cierre definitivamente el camino a la posible unión política de Alemania y Austria.

Alemania, a su turno, se defiende. No quiere suscribir ningún tratado que cancele su derecho a una rectificación de sus fronteras orientales. Se declara dispuesta a dar satisfacción a Francia, pero se niega a dar satisfacción a toda Europa. El pacto de seguridad está empantanado en esta invencible resistencia.

Para Alemania, suscribir un tratado, en el cual acepte como definitivas las fronteras que le señaló la paz de Versalles, equivaldría a suscribir por segunda vez, sin la presión guerrera de la primera, su propia condena. Durante la crisis post-bélica, mucho se ha escrito y se ha hablado sobre la incalificable dureza del tratado de Versalles. Los políticos y los ideólogos, propugnadores de un programa de reconstrucción europea, han repetido, hasta lograr hacerse oír por mucha gente, que la revisión del tratado de Versalles es una condición esencial y básica de un nuevo equilibrio internacional. Esta idea ha ganado muchos prosélitos. La causa de Alemania en la opinión mundial ha mejorado, en suma, sensiblemente. Es absurdo, por todas estas razones, pretender que Alemania refrende, sin compensación, las condiciones vejatorias de la paz de Versalles. El estado de ánimo de Alemania no es hoy, de otro lado, el mismo de los días angustiosos del armisticio. Las responsabilidades de la guerra se han esclarecido en los últimos seis años. Alemania, con documentación propia y ajena, puede probar en una nueva conferencia de la paz que es mucho menos culpable de lo que en Versalles parecía.

Los políticos de la democracia y de la reforma aprovechan del debate del pacto de seguridad para proponer a sus pueblos una meta: la organización de los Estados Unidos de Europa. Unicamente —dicen— una política de cooperación internacional puede asegurar la paz a Europa. Pero la verdad es que no hay ningún indicio de que das varias burguesías europeas, intoxicadas de nacionalismo, se decidan a adoptar este camino. Inglaterra no parece absolutamente inclinada a sacrificar algo de su rol imperial ni de su egoísmo insular. Italia, en los discursos megalómanos del fascismo, reivindica consuetudinariamente su derecho a renacer como imperio.

Los Estados Unidos de Europa aparecen, pues, en el orden burgués, como una utopía. Aún en el caso de que un tratado de seguridad obtuviese la adhesión de todos los Estados de Europa, quedaría siempre fuera de este sistema o de este compromiso la mayor nación del continente: Rusia. No se constituiría por tanto una asociación destinada a asegurar la paz sino, más bien, a organizar la guerra. Porque, como una consecuencia natural de su función histórica, una liga de estados europeos que no comprenda a Rusia tiene que ser, teórica y prácticamente, una liga contra Rusia. La Europa capitalista tiende cada día más a excluir a Rusia de los confines morales de la civilización occidental. Rusia, por su parte, sobre todo desde que se ha debilitado su esperanza en la revolución europea, se repliega hacia Oriente. Su influencia moral y material crece rápidamente en Asia. Los pueblos orientales, desde hace mucho tiempo se interesan más por el ejemplo ruso que por el ejemplo occidental. En estas condiciones, los Estados Unidos de Europa, si se constituyesen, reemplazarían el peligro de una guerra continental, por la certidumbre de una descomunal conflicto entre Oriente y Occidente.

Por el momento, no hay ninguna utilidad en ejercitar la imaginación en estas previsiones. Conformémonos con intentar predicciones
a corto plazo. Las rivalidades y las rencillas de los nacionalismos europeos hacen muy poco probable un pacto occidental. Rusia no tiene por qué preocuparse por ahora de la posibilidad de una unánime coalición capitalista. El pacto de seguridad, como ha sido planteado, no alcanzará mejor suerte que el protocolo de Ginebra.

El problema de la tregua, ya que no de la paz, quedará intacto después del presente debate. Pero la necesidad de resolverlo se hará cada vez más perentoria. Y del desesperado afán de remediarla emergerá, de nuevo, con otro nombre, la misma ilusión impotente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena polaca [Recorte de prensa]

La escena polaca

Una de las reivindicaciones del programa wilsoniano que despertaron más universales simpatías, fue la reivindicación del derecho de Polonia a reconstituirse como nación libre. Durante más de un siglo, la historia del asesinato de la república y la nación polacas —consumado en 1792 por tres imperios, Alemania, Austria y Rusia, que representaban y encarnaban en esa época, a los ojos de toda la Europa liberal, el espíritu y el régimen de la Edad Media— había sido el capítulo doloroso de la edad moderna sobre el cual había llorado sus más exaltadas lágrimas el sentimentalismo de la democracia. Las figuras románticas de los patriotas polacos, emigrados a América y a Europa occidental, interesaban y apasionaban a todos los espíritus liberales. El renacimiento, la reconstrucción de la heroica Polonia revolucionaria constituía uno de los ideales del mundo moderno. Estimulaba esta simpatía la admiración al elan revolucionario de los leaders y agitadores polacos, prontamente ganados a la ideología socialista. La social-democracia alemana contaba entre sus más nobles combatientes a dos polacos: Rosa de Luxemburgo y León Joguisches. Pero a la popularidad polaca le ha tocado, después, una suerte paradójica. Restaurada Polonia por el Tratado de Versalles, su nombre ha dejado casi inmediatamente de representar un lema de la libertad y de la revolución. Polonia se ha convertido en una de las ciudadelas de la política reaccionaria. La causa de este cambio no es de responsabilidad de los polacos. Depende casi exclusivamente de los intereses y las ambiciones de las potencias vencedoras. El pueblo polaco no tiene, en verdad, la culpa de que en Versalles se haya asignado a Polonia territorios y poblaciones no polacas.

Nitti refleja en un capítulo de su libro "La Decadencia de Europa" el sentimiento de los demócratas occidentales respecto de la Polonia creada en Versalles: "Surgía — escribe— una Polonia, no ya cual Wilson la había proclamado y cual todos la querían, una Polonia con elementos seguramente polacos, sino con vastos sectores de poblaciones alemanas y rusas y en la que los elementos polacos representan apenas poco más de la mitad. Esta nueva Polonia —que con sus tendencias imperiales se prepara a sí misma y a sus poblaciones renacidas un terrible destino, si no repara a tiempo estos errores— tiene una función absurda, la de separar duraderamente Alemania y Rusia, esto es los dos pueblos más numerosos y más expansivos de Europa continental, y la de ser un agente militar de Francia contra Alemania".

Contra Alemania y contra Rusia, realmente, ha inventado Francia esta Polonia desmesurada y excesiva que encierra dentro de sus artificiales confines densas minorías extranjeras destinadas a representar, en esta Europa post-bélica, el mismo rol de minorías oprimidas e irredentas representado tan heroica y románticamente por los polacos antes de su liberación y su resurgimiento. En 1920, espoleada por su aliada y madrina Francia, turbada por la propia emoción de su victorioso renacimiento, Polonia acometió una empresa guerrera. Atacó a Rusia con el doble objeto de infringir un golpe a los soviets y de ensanchar más aún su territorio. Parece evidente que Pildsuski acariciaba un amplio pian imperialista: la federación de los estados bálticos y algunos estados que forman parte de la unión rusa, bajo la tutela y el dominio de Polonia. Rusia, derrotada, habría quedado así más alejada y separada que nunca de Occidente. Polonia, engrandecida, militarizada, habría pasado a ocupar un puesto entre las grandes potencias.

Estos ambiciosos designios no tuvieron fortuna. Polonia estuvo a punto de sufrir una tremenda derrota. El ejército rojo, después de rechazar a los polacos, avanzó hasta las puertas de Varsovia. Francia hubo de acudir solícitamente en auxilio de su aliada. Una misión militar francesa asumió la dirección de las operaciones. Varsovia fue salvada. Los rusos, que se habían alejado temerariamente de sus bases de aprovisionamiento, fueron expulsados del territorio polaco. Pero Polonia no pudo llevar más allá la aventura. Entre Polonia y Rusia se pactó la paz en condiciones que restablecían el statu-quo anterior al conflicto.

Después, las relaciones polaco-rusas han sufrido varias crisis, pero uno y otro país se han preocupado de mejorarlas. El cable nos ha comunicado hace pocos días que Tchitcherin había sido recibido cordialmente en Varsovia. Polonia necesita vivir en paz con Rusia. El rol militar que la política de Francia quiere, hacerle jugar es el que menos conviene a sus intereses económicos. "Polonia —ha dicho Trotski— puede ser, entre Rusia y Alemania, un puente o una barrera. De su elección dependerá la actitud de los soviets a su respecto". El tratado de Versalles, y, más que el tratado, la política del capitalismo occidental y en particular del imperialismo francés, no quieren que Polonia sea, entre Rusia y Alemania, un puente sino una barrera. Pero este propósito, esta exigencia, contrarian y tuercen el natural destino histórico de la nación polaca. Y engendran un peligro para su porvenir. "Quienes han amado la causa de Polonia y han visto resurgir la nación polaca —dice Nitti—, ven con angustia que la Polonia actual no puede durar, que debe necesariamente caer cuando Alemania y Rusia restablecidas reivindiquen sus derechos históricos".

Ni la política ni la economía polacas aconsejan ni consienten al gobierno de Polonia proyectos imperialistas y aventuras bélicas. El estado de la hacienda pública polaca revela un profundo desequilibrio económico. En 1919 y 1920 las entradas cubrieron apenas el diez por ciento de los egresos fiscales. En 1922 la situación se presentaba relativamente mejorada. Pero el déficit ascendía siempre más o menos a la mitad del presupuesto. El Estado polaco recurre, para satisfacer sus necesidades, a la emisión fiduciaria o a los empréstitos en el extranjero. Falta de crédito comercial, Polonia no puede obtener sino empréstitos políticos. Y estos empréstitos políticos significan la hipoteca a Francia de su soberanía y su independencia. Polonia se mueve dentro de un círculo sin salida. Su desequilibrio económico proviene en gran parte de los gastos militares y del oficio internacional a que la obligan sus compromisos con el capitalismo extranjero. Y para resolver los problemas de su crisis no tiene otro recurso que los empréstitos destinados a agravar y ratificar más aún esos compromisos.

Polonia es un país en el cual el conflicto entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura, reviste por otra, parte un carácter agudo. El gobierno de Pildsuski necesita apoyarse en los elementos agrarios. Su base social-democrática es demasiado exigua para asegurarle el dominio del país y del parlamento. En 1918 el antiguo partido socialista polaco, se cisionó como los demás partidos socialistas europeos. El ala izquierda constituyó un partido comunista. El ala derecha siguió a Pildsuski En consecuencia, la República polaca no cuenta con un arraigo sólido en la población industrial. El proletariado urbano, en gran parte, manifiesta un humor revolucionario, que el orientalmente reaccionario del régimen se encarga cada vez más de exasperar. El gobierno de Pildsuski inspira su política en. los intereses de los grupos agrarios nacionalistas y anti-semitas. Los tributos oprimen sobre todo a las ciudades con el fin de abrumar a los judíos, que en toda Europa se caracterizan corno elementos urbanos, al mismo tiempo que de contentar y favorecer, los intereses rurales.

La tragedia post-bélica se siente, más hondamente que en las naciones occidentales, en estas nuevas o renovadas naciones de Europa Central. Ahí el desequilibrio, lógicamente, es mucho mayor. Los rumbos de la política interna y externa son menos propios, menos autónomos, menos nacionales. Todas estas naciones han adquirido territorios y poblaciones ajenas a un alto precio: el de su libertad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira