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Descentralización Centralista [Recorte de prensa]

I

Las formas de descentralización ensayadas en el curso de la historia de la república han adolecido, —como en mi anterior artículo lo apuntaba— del vicio original de representar una concepcióm y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando hain intentado aplicarla, no han sabido moverse fuera de la práctica centralista.

Este gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un método definido de descentralización o autonomía, a consecuencia de traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar en poder feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto típico del numen político de la capital.

La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios. Teóricamente, no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes del criterio y del interés centralistas.

II

Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica. El experimento de los consejos departamentales instituídos por la ley de municipalidades de 1873. (El experimlepto federalista de Santa Cruz demasiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad, por su carácter de concepción política impuesta por un estadista cuyo ideal era, fundamentalmente, la unión de Perú y Bolivia).

Los consejos departamentales de 1873 acusaban, no solo en su factura, sino en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva institución había sido buscado en Francia, esto es en la nación del centralismo a ultranza.

Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.

La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones del sentimiento regional. Antes bien, los consejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la artificial división política de la república en departamentos o sea en circunstancias mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.

En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que "la organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871, no respondía a la cultura política de la época". Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los consejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondían absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaba destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder central: la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir todas estas obligaciones, aparte, de no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El financiamiento y el mecanismo del sistema eran además, demasiado complicados. Los consejos constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados por diputados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos parlamentos departamentales una máquina muy embrollada. Su interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su manejo. ¿Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estabn buenas para el poder central. Los consejos departamentales no reposaban, por tanto, ni en el pueblo extraño al juego político, sobre todo en las masas campesonas, ni en los señores feudales y sus clientelas. La institución resultaba completamente artificial.

La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los consejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había comprobado, en sus cortos años de vida, que no podían absolver su misión. Cuando, pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizarla administración no se volvió los ojos a la ley del 73.

III

La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin embargo a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una centralizacion de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia del prefecto. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.

Lo que realmentte, se proponía esta apariencia de descentralización no era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles para la instrucción y la vialidad. Toda la administración continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tedian más objeto que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de obras públicas.

La prueba de que esta fue la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y abolición. A medida que la hacienda pública convaleció de las consecuantcias de la guerra del 79, el poder central empezó a reasumir las funciones encargadas en un período de aguda crisis fiscal a las juntas departamentales. El gobierno tomó integramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaran a representar muy poca cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales, remplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que otra función burocrática en la administración departamental, se produjo su supresión.

IV

La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar un satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente de sus medidas descentralizadoras —la autonomía municipal— no ha sido todavía aplicada. Se ha incorporado en la Constitución del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. En cambio, se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los congresos regionales. Estos parlamentos del norte, e! centro y el sur son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria o adjetiva. Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que no sirven para nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos en última instancia.

No hacía falta, en realidad, esta, prueba, para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es legisalativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.

Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.

El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Regionalismo y gamonalismo [Recorte de prensa]

Regionalismo y gamonalismo

Debo explicar en este artículo las proposiciones que formulé en el anterior, planteando en sus nuevos términos la cuestión del regionalismo. Esas proposiciones declaran superada y anacrónica la polémica entre federalistas y centralistas, dado que la lucha, en nuestro tiempo, se desplaza de un plano meramente politico al plano social y económico; afirman que el federalismo no aparece en nuestra historia como una reinvindicación popular sino como una reinvindicación del gamonalismo y de su clientela y cuyo proselitismo no desborda los confines de la pequeña burguesía de las ciudades coloniales; remarcan que el centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas, según su humor o su favor ante el poder central; y observan la dificultad de definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales, puesto que los departamentos descienden de las artificiales intendencias dal virreynato y no tienen, por tanto, una tradición ni una realidad directa y genuinamente emanadas de la gente y de la historia peruanas.

A todos los observadores agudos de nuestro proceso histórico, cualquiera que sea su punto de vista particular, tiene que parecerles igualmente evidente el hecho de que las preocupaciones actuales del pensamiento peruano no son exclusivamente políticas —la palabra “política" tiene en este caso la acepción de “vieja política”— sino, sobre todo, sociales y económicas. El “problema del indio”, la “cuestión agraria” interesan mucho más a los peruanos de nuestro tiempo que el “principio de autoridad”, la “soberanía de la inteligencia”, la “soberanía popular”, el “sufragio universal” y demás temas del antiguo diálogo entre liberales y conservadores. Esto no depende de que la mentalidad política de las anteriores generaciones fuese más abstractista, más filosófica, más universal; y de que, diversa u opuestamente la mentalidad política de la generación contemporánea sea más realista, más positivista y más peruana. Depende, principalmente, de que la polémica entre liberales y conservadores se inspiraba, de ambos lados, en los intereses y en las aspiraciones de una sola clase social. La clase proletaria carecía de reinvindicaciones y de ideología propias. Liberales y conservadores consideraban al indio desde su plano de clase y raza superior y distinta. Cuando no se esforzaban por eludir o ignorar el problema del indio, se empeñaban en reducirlo a un problema filantrópico o humanitario. En esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa—la cual adquiere gradualmente consciencia y espíritu de clase—surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente la solución del problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo o secundario. Pasa a representar el tema capital.

He aquí, justamente, uno de los hechos que, contra lo que suponen e insinúan superficiales y sedicentes nacionalistas, demuestran que el programa que se elabora en la consciencia de esta generación es mil veces más nacional que el que, en el pasado, se alimentó únicamente de sentimientos y supersticiones aristocráticas o de conceptos y fórmulas jacobinas. Un criterio que sostiene la primacía del problema del indio es, simultáneamente, muy humano y muy nacional, muy idealista y muy realista. Y su arraigo en el espíritu de nuestro tiempo está demostrado por la coincidencia entre la actitud de sus propugnadores de dentro y el juicio de sus mejores críticos de fuera. Eugenio d’Ors, por ejemplo. Este profesor español, cuyo pensamiento es tan estimado y aún sobre-estimado por quienes en el Perú identifican nacionalismo (y conservantismo, ha escrito, en una carta a un diplomático boliviano, con motivo del centenario de Bolivia, lo siguiente: “En ciertos pueblos americanos, especialmente, creo ver muy claro cual debe ser, cuál es, la justificación de la independencia, según la ley del Buen Servicio; cuales son, cuáles deben ser el trabajo, la tarea, la obra, la misión. Creo, por ejemplo, verlos de este modo en su pais. Bolivia, tiene, como tiene el Perú, como tiene México, un gran problema local—que significa a la vez, un gran problema universal—. Tiene el problema del indio; el de la situación del indio ante la cultura. ¿Qué hacer con esta raza? Se sabe que ha habido, tradicionalmente, dos métodos opuestos. Que el método sajón ha consistido en hacerla retroceder, en diezmarla, en, lentamente, exterminarla. El método español, al contrario intentó la aproximación, la redención, la mezcla. No quiero decir ahora cuál de los dos métodos deba preferirse. Lo que hay que establecer con franca entereza es la obligación de trabajar con uno o con el otro de ellos. Es la imposibidad moral de contentarse con una línea de conducta que esquive simplemente el problema, y tolere la existencia y pululación de los indios al lado de la población blanca, sin preocuparse de su situación, más que en el sentido de aprovecharla— egoísta, avara, cruelmente—para las miserables faenas obscuras de la fatiga y de la domesticidad”.

No me parece ésta la ocasión de contradecir el concepto, de Eugenio d'Ors sobre la oposición entre un presunto humanitarismo del método español y una implacable voluntad de exterminio del método sajón, respecto del indio. (Probablemente para Eugenio d'Ors el método español está representado por el generoso espíritu del padre de las Casas y no por la política de la conquista y del virreynato, totalmente impregnada de prejuicios adversos no solo al indio sino hasta al mestizo). En la opinión de Eugenio d'Ors no quiero señalar más que un testimonio reciente de la igualdad con que interpretan el mensaje de la época los agonistas iluminados y los expectadores inteligentes de nuestro drama histórico.

II

Admitida la prioridad del debate del “problema del indio” y de la “cuestión agraria” sobre cualquier debate relativo al mecanismo del régimen más que a la estructura del Estado, resulta absolutamente imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente, de la descentralización administrativa, desde puntos de vista no subordinados a la solución radical y orgánica de los dos primeros problemas. Una descentralización, que no se dirija, hacia esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida.

Y bien, la descentralización en sí misma, la descentralización como reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún progreso en el camino de la solución del “problema del indio” y del “problema de la tierra” que, en el fondo, se reducen a un único problema. Por el contrario, la descentralización, actuada sin otro propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una autónoma más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra una solución inspirada en el interés de las masas indígenas. Para adquirir esta convicción, basta preguntarse qué casta, qué categoría, qué clase se opone a la redención del indio. La respuesta no puede ser sino una y categórica: el gamonalismo, el caciquismo. Por consiguiente, ¿cómo dudar de que una administración regional de gamonales y de caciques, cuanto más autónoma, tanto más sabotearía y rechazaría toda efectiva reivindicación indígena?

No caben ilusiones. Los grupos, las capas sanas de las ciudades no conseguiría prevalecer jamás contra el gamonalismo en la administración regional. La experiencia de más de un siglo es suficiente para saber a qué atenerse respecto a la posibilidad de que, en un futuro cercano, llegue a funcionar en el Perú un sistema democrático que asegure, formalmnete al menos, la satisfacción del principio jacobino de la “soberanía popular”. Las masas rurales, las comunidades indígenas, en todo caso, se mantendrían extrañas al sufragio y a sus resultados. Y, en consecuencia, aunque no fuera sino porque “los ausentes no tienen nunca razón” —les absents ont toujours tort— los organismos y los poderes que se crearían “electivamente”, pero sin su voto, no podrían ni sabrían hacerles nunca justicia. ¿Quién tiene la ingenuidad de imaginarse a las regiones,—dentro de su realidad económica y política presentes,—regidas por el “sufragio universal”?

Tanto el sistema de “concejos departamentales” del presidente Manuel Pardo como la república federal preconizada en los manifiestos de Augusto Durand y otros asertores del federalismo, no han representado ni podían representar otra cosa que una aspiración del gamonalismo. Los “concejos departamentales”, en la práctica, transferían a los caciques del departamento una suma de funciones que detiene ahora el poder central. La república federal, aproximadamente, habría tenido la misma función y la misma eficacia.

Tienen plena razón las regiones, las provincias, cuando condenan el centralismo, sus métodos y sus instituciones. Tienen plena razón cuando denuncian una organización que concentra en la capital la administración de toda la república. Pero no tienen razón absolutamente cuando, engañadas por un miraje, creen que la descentralización bastaría para resolver sus problemas esenciales. El gamonalismo, dentro de la república central y unitaria, es el aliado y el agente, de la capital en las regiones y en las provincias. De todos los defectos y de todos los vicios del régimen central, el gamonalismo es solidario y responsable. Por ende, si la descentralización no sirve sino para colocar, directamente, bajo el dominio de los gamonales, administración regional y el régimen local, sustitución de un sistema por otro no aporta promete el remedio de ningún mal profundo.

III

Luis E. Valcárcel me escribe que está en el empeño de demostrar “la supervivencia del Inkario sin el Inka”. He ahí un estudio mucha más trascendente que el de los superados temas de la vieja política. He ahí también un tema que confirma la aserción de que las preocupaciones de nuestra generación no son superficial y exclusivamente políticas sino, principalmente, económicas y sociales. El empeño de Valcárcel toca en lo vivo de la cuestión del indio y de la tierra. Busca la solución no en el gamonal sino en el “ayllu”. Espero conocer sus proposiciones para decir todo lo que pienso al respecto.

Entre tanto, el tema del regionalismo, en sus viejos y nuevos apectos, no queda sino desflorado. Y, como la explicación de mis puntos de vista no cabe dentro del espacio de un artículo, debo continuarla el próximo viernes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Regionalismo y centralismo [Recorte de prensa]

Regionalismo y centralismo

¿Cómo se plantea, en nuestra época, la cuestión del regionalismo? En algunos departamentos, sobre todo en los del sur, es demasiado evidente la existencia de un sentimiento regionalista. Pero las aspiraciones regionalistas son imprecisas, indefinidas; no se concretan en categóricas y vigorosas reivindicaciones. El regionalismo no es en el Perú un movimiento, una corriente, un programa. No es sino la expresión vaga de un malestar y de un descontento.

Esto tiene su explicación en nuestra realidad económica y social y en nuestro proceso histórico. La cuestión del regionalismo se plantea, a nuestra generación, en términos nuevos. No podemos ya conocerla y estudiarla con la ideología jacobina o radicaloide del siglo XIX.

Me parecen que nos pueden orientar en la exploración del tema del regionalismo las siguientes proposiciones:

1a.—La polémica entre federalistas y centralistas, es una polémica superada y anacrónica como la controversia entre conservadores y liberales, teórica y prácticamente, la lucha se desplaza del plano politico al plano social y económico. A la nueva generación no le preocupa en nuestro régimen lo formal sino lo sustancial.

2a.—El federalismo no aparece en nuestra historia como una reinvindicación popular, sino más bien como una reinvindicación del gamonalismo y de su clientela. No la formulan las masas indígenas.. Su proselitismo no desborda los límites de la pequeña burguesía de las antiguas ciudades coloniales.

3a.—El centralismo se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas. La tendencia federalista recluta sus adeptos entre los caciques y gamonales en desgracia ante el poder central.

4a.—Uno de los vicios de nuestra organización política es, ciertamente, su centralismo: pero la solución no reside en un federalismo de raíz e inspiración feudales.

5a.—Es difícil definir y demarcar en el Perú regiones existentes históricamente como tales. Los departamentos descienden de las artificiales intendencias del virreynato. No tienen por consiguiente una tradición ni una realidad genuinamente emanadas de la gente y la historia peruanas.

II

La idea federalista no muestra en nuestra historia política raíces verdaderamente profundas. El único conflicto ideológico, el único contraste doctrinario, de la primera media centuria de la república es el de conservadores y liberales, en el cual no se percibe la oposición entre la capital y las regiones sino el antagonismo entre los “encomenderos” o latifundistas descendientes de la feudaiidad y la aristocracia coloniales, y el demos mestizo de las ciudades, heredero de la retórica liberal de la Independencia. Esta lucha trasciende, naturalmente al sistema administrativo. La constitución conservadora de Huancayo, suprimiendo los municipios, expresa la posición del conservantismo ante la idea del "self-government". Pero, así para los conservadores como para los liberales de entonces, la centralización o la descentralización administrativa no ocupa el primer plano de la polémica.

Posteriormente, cuando los antiguos "encomenderos" y aristócratas, unidos a algunos comerciantes enriquecidos por los contratos y negocios con el Estado, se convierten en clase capitalista, y reconocen que el ideario liberal se conforma más con los intereses y las necesidades del capitalismo que el ideario aristocrático, la descentralización encuentra propugnadores más o menos platónicos lo mismo en uno que en otro de los dos bandos políticos. Conservadores o liberales, indistintamente, se declaran relativamente favorables o contrarios a la descentralización. Es cierto que, en este nuevo período, el conservantismo y el liberalismo, que ya no se designan siquiera con estos nombres, no corresponden tampoco a los mismos intereses ni a los mismos impulsos de clase. (Los ricos, en ese curioso período, devienen un poco liberales; las masas se vuelven, por el contrario, un poco conservadoras). Más, de toda suerte, el caso es que el caudillo civilista, Manuel Pardo, bosqueja una política descentralizadora con la creación en 1873 de los concejos departamentales y que, años más tarde, el caudillo demócrata, Nicolás de Piérola, —político y estadista de mentalidad y espíritu conservadores aunque, en apariencia, insinúen lo contrario sus condiciones de agitador y de demagogo— inscribe o acepta en la "declaración de principios" de su partido la siguiente tesis: "Nuestra diversidad de razas, lengua, clima y territorio; no menos que el alejamiento entre nuestros centros de población, reclaman desde luego, como medio de satisfacer nuestras necesidades de hoy y de mañana, el establecimiento de la forma federativa; pero en las condiciones aconsejadas por la experiencia de ese régimen en pueblos semejantes al nuestro y por las peculiares del Perú".

Después del 95 las declaraciones anti-centralistas se multiplican. El partido liberal, de Augusto Durand se pronuncia a favor de la forma federal. El partido radical no ahorra ataques ni críticas al centralismo. Y hasta aparece, derrepente, como por ensalmo, un partido federal. La tesis centralista resulta entonces exclusivamente sostenida por los civilisas que en 1973 se mostraron inclinados a actuar una política descentralizadora.

Pero toda esta era pura especulación teórica. En realidad, los partidos no sentían ninguna urgencia de liquidar el centralismo. Los federalistas sinceros además de ser muy pocos, distribuidos en diversos partidos, no ejercían influencia alguna sobre la opinión. No representaban un anhelo popular. Piérola y el partido demócrata habían gobernado varios años. Durand y sus amigos habían compartido con los demócratas, durante algún tiempo, los honores y las responsabilidades del poder. Ni los unos ni los otros se habían ocupado en esa oportunidad, del problema del régimen, ni habían pensado en reformar la Constitución.

El partido liberal, después del deceso del precario partido federal y de la disolución espontánea del radicalismo gonzález-pradista, sigue agitando la bandera del federalismo. Durand se da cuenta de que la idea federalista, —que en el partido demócrata se había agotado en una platónica y mesurada declaración escrita,—puede servirle al partido liberal para robustecer su fuerza en provincias, atrayéndose a los elementos enemistados con el poder central. Bajo o, mejor dicho, contra el gobierno de José Pardo, publica un manifiesto federalista. Pero su política ulterior demuestra, demasiado claramente, que el partido liberal no obstante su profesión de fe federalista, solo esgrime la idea de la federación con fines de propaganda. Los liberales forman parte del ministerio y de la mayoría parlamentaria durante el segundo gobierno de Pardo. Y no muestran, ni como ministros ni como parlamentarlos, ninguna intención de reanudar la batalla federalista.

También Billinghurst, —acaso con más apasionada convicción que otros políticos que usaban esta plataforma— quería la descentralización. No se le puede reprochar, como a los demócratas y a los liberales, su olvido de este principio en el poder. Su experimento gubernamental fue demasiado breve. Pero, objetiva e imparcialmente, no se puede tampoco dejar de constatar que con Billinghurst llegó a la presidencia de la república un enemigo del centralismo sin ningún beneficio para la campana anti-centralista.

A primera vista, les parecerá a algunos que esta rápida revision de la actitud de los partidos peruanos frente al centralismo, prueba que, sobre todo, de la fecha de la declaración de principios del partido demócrata a la del manifiesto federalista del doctor Durand, ha habido en el Perú una efectiva y definida corriente federalista. Pero esto sería contentarse con la apariencia de las cosas. Lo que prueba, realmente, esta revisión es que la idea federalista no ha suscitado ni ardorosas y explícitas resistencias ni enérgicas y apasionadas adhesiones. Ha sido un tema o un principio sin valor y sin eficacia para, por si solo, significar el programa de un movimiento o de un partido.

Esto no convalida ni recomienda absolutamente el centralismo burocrático. Pero evidencia que el regionalismo difuso del sur del Perú no se ha concretado, hasta hoy, en una activa e intensa afirmación federalista.

En un próximo artículo estudiaré los aspectos del regionalismo esbozados en las proposiciones que sirven de introducción a este estudio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagaciones sobre el tema de la latinidad [Recorte de prensa]

Divagaciones sobre el tema de la latinidad

I

José Vasconcelos, en un artículo de su revista "La Antorcha", nos propone que reneguemos del latinismo. Mi pensamiento sobre este tópico coincide casi completamente con el del maestro mexicano. Más de uno de mis artículos bosqueja mi oposición a la tesis de la latinidad de nuestra América. Vasconcelos no enfoca esta tesis. Prefiere, en su escritorio, repudiar netamente todo el espíritu de la civilización y del mundo latinos. Pero quizá habría servido mejor su idea si hubiese empezado por desnudar la ficción de nuestra latinidad. Lo primero que conviene esclarecer y precisar es que no somos latinos no tenemos ningún efectivo parentesco histórico con Roma. Los "supuestos países latinos" de América, como los llama Vasconcelos, necesitan saberse diferentes del mundo latino, extraños al mundo latino, para quererlo y estimarlo un poco menos.

Nos suponemos latinos porque hablamos un idioma latino. España nos inyectó sangre ibera, árabe y hasta goda; pero no sangre latina. Y las corrientes europeas que hemos recibido durante el último siglo tampoco nos la han traído. Existe algún porcentaje de latinidad en Argentina y el Uruguay; mas ese magro porcentaje no nos autoriza a declarar latina a toda nuestra América. Y, sobre todo, ni en la psicología ni en la mentalidad del hombre hispano-americano se descubren los rasgos de la mentalidad y la psicología del hombre Latium.

He sentido, en tierra latina, toda la fragilidad de la mentira que nos anexa espiritualmente a Roma. El cielo azul del Latium, los dulces racimos de los Castillos Romanos, la miel de las abejas de oro de Frascati, la poesía sensual del paisaje de la égloga, embriagaron dionisiacamente mis sentidos; pero mi espíritu se reconoció distante de la euforia y de la claridad de la gens latina. Italia, la maravillosa Italia, me italianizaba un poco; pero no me latinizaba, no me romanizaba. Y un día en que, entre las ruinas, de las termas, de Paolo Emilio, los representantes de todas las sedicentes naciones latinas celebraban en un banquete el Natale de Roma comprendí cuan extranjeros éramos en esa fiesta los hispano americanos. Percibí nítida y precisamente la artificiosidad del arbitrario y endeble mito de nuestro parentesco con Roma. Roma conmemoraba en esa fecha su fundación, su navidad, su nacimiento. Y en el banquete de las termas de Paolo Emilio los representantes de doce o quince pueblos hispanoamericanos declarábamos nuestra esa fecha. Estos pueblos aparecían, en ese cuadro vivo, como descendientes del viejo tronco romano. Remo Rómulo, la loba nodriza, las águilas imperiales y los gansos del Capitolio resultaban formalmente incorporados en nuestra historia. Hispano-América adoptaba la Navidad de Roma como el prólogo de la historia hispano-americana. Roma nos consentía sentirnos y decirnos heredereros de una parte de su gloria. La prosa de Marco Tulio Cicerón, la poesía de Horacio y el genio político y militar de César quedaban insertados en nuestra genealogía. Mi alma, mi consciencia, subitamente iluminadas, se rebelaron desde entonces contra la ficción de nuestra latinidad.

En Hispano-América se combinan varias sangres, varias razas. El elemento latino es, acaso, el más exiguo. La literatura francesa es insuficiente para latinizamos. El "claro genio latino" no está en nosotros. Roma no ha sido, no es, no será nuestra. Y la gente de este flanco de la América Española no sólo no es latina. Es, más bien, un poco oriental, un poco asiática.

II

Espiritual, ideológicamente, los espíritus de vanguardia no pueden, por otra parte, simpatizar con el viejo mundo latino. A las vehementes razones de Vasconcelos se debe agregar otras más actuales.

El fenómeno reaccionario se alimenta de tradición latina. La Reacción busca las armas espirituales e ideológicas en el arsenal de la civilización romana.

El fascismo pretende restaurar el Imperio. Mussolini y sus camisas negras han resucitado en Italia el hacha del lictor, los decuriones, los centuriones, los cónsules, etc. El léxico fascista está totalmente impregnado de nostalgia imperial. El símbolo del fascismo es el "fasciolitorio". Los fascistas saludan romanamente a su César.

Las divagaciones de los teóricos del fascismo, cuando atribuyen a esta facción una mentalidad medioeval y católica, podrían extraviarnos o desorientarnos un poco si, al manifestarnos su odio a la Reforma, el Renacimiento y el liberalismo, no nos condujesen, después de un capcioso rodeo, a la constatación de que el ánima anticristiana del fascismo se siente filocatólica porque encuentra en la Iglesia Católica rasgos evidentes y profundos de romanismo. El Renacimiento es responsable, ante los teóricos fascistas, de haber engendrado la idea liberal, calificada por ellos de idea disolvente. La idea liberal ha destruido el antiguo poder de la jerarquía y de la autoridad, consideradas por los teóricos fascistas como bases perennes del orden social. Y el fascismo se propone la reconstrucción de la jerarquía y la autoridad. Por esto, halla en Roma, en la civilización latina, sus raíces espirituales.

El fascismo, en cuya mentalidad flotaba al principio el anticlericalismo de los manifiestos futuristas, se ha aproximado luego a la Iglesia Católica, no por lo que tiene de cristiana sino de romana. La Iglesia Católica no solo es para el fascismo, una ciudad la del principio de jerarquía y del principio de autoridad. Es, además, una organización conquistadora e imperialista que mantiene y difunde en el mundo, a través de su doctrina, el poder de Roma. Mussolini la ha saludado hace tres años, en un discurso político como una fuerza potente y única de expansión de la italianidad.

III

Pero no es éste el único hecho que acredita la tendencia de la reacción a refugiarse en la ideología de la civilización latina. Otro hecho del mismo sentido histórico es el esfuerzo de la reacción por restablecer en la instrucción las normas y los estudios clásicos.

La reforma Gentile, que ha reorganizado en Italia la enseñanza sobre estas bases, ha sido llamada por Mussolini "la más fascista de todas las reformas fascistas". El fascismo, por medio de esa reforma y de otros actos de su Mítica educacional, quiere restaurar en la enseñanza la influencia de la Iglesia Católica y el espíritu del Imperio Romano. El latinismo tiene hoy en la escuela una función netamente conservadora. La Reacción lo ha comprendido así no sólo en Italia sino también en Francia. La reforma Berard se inspiró en los mismos intereses políticos que la reforma Gentile. Disfrazados de humanistas, los filósofos y literatos de la reacción trabajan, en verdad, por resucitar el decaído prestigio de la jerarquía y la autoridad y atiborrar de latín y de clásicos la inteligencia de las generaciones jóvenes. Se vuelve a los estudios clásicos con fines reaccionarios. Este rumbo de la política burguesa no es totalmente nuevo. Ya Jorge Sorel, en su libro "La ruina del mundo antiguo", denunciaba la inclinación de la política burguesa a "limitar la búsqueda científica y preservar del socialismo la nueva generación, mediante la educación clásica".

IV

La aserción de Vasconcelos de que "directamente de Roma procede el capitalismo moderno", me parece una aserción demasiado absoluta. El imperialismo romano y el imperialismo moderno son dos fenómenos equivalentes. Nada más. El desarrollo del capitalismo no se ha nutrido de la ideología del Imperio. Todo lo contrario. La levadura espiritual del movimiento capitalista han sido la Reforma y el liberalismo. Lo prueba, entre otras cosas, el hecho de que los países donde ambas ideas tienen más antiguo y definido arraigo —Inglaterra, Alemania y Esta­dos Unidos—, sean los países donde el capitalis­mo ha alcanzado su plenitud. La libre concurren­cia, el libre tráfico, etc., han sido indispensables para el desarrollo capitalista. Todas las reivindi­caciones humanas formuladas en nombre de la Libertad, que han libertado al individuo de las coacciones del Estado, la Iglesia, etc., han repre­sentado, concreta y prácticamente, un interés de la clase burguesa, dueña del dinero y de los ins­trumentos de producción. El crecimiento del ca­pitalismo y del industrialismo requiere un am­biente de libertad. La jerarquía y la autoridad, fundadas en la fuerza o en la fe, le resultan in­tolerables. Dentro del régimen capitalista, no ca­ben sino la jerarquía y la autoridad del dinero. Por consiguiente, al renegar el liberalismo y la democracia, la burguesía reniega sus propias raí­ces espirituales e históricas. La restauración del condottierismo y del cesarismo, que concentra todo el poder en manos de jefes fanáticos, su­bordina la economía a la política, contrariando los fundamentos del orden capitalista, dentro del cual la política se encuentra subordinada a la economía. Igualmente, la adopción en la ense­ñanza secundaria y superior de una orientación clásica, es opuesta al interés de la civilización ca­pitalista, cuya potencia no puede ser mantenida sino por generaciones educadas técnica y profe­sionalmente. La crisis capitalista no encontrará, por cierto, su remedio en el estudio de las Hu­manidades.

El capitalismo moderno, en suma, no procede del Imperio Romano. Se ha alimentado, durante su crecimiento, de una ideología distinta. La re­surrección de las normas y los principios de la civilización latina marcan en la historia del ca­pitalismo moderno un período de decadencia. La Reacción, —desconociendo que la democracia es la forma política del capitalismo—, pugna por revivir una forma política caduca que no puede contenerlo. (La experiencia fascista ilustra am­pliamente este concepto). La política reacciona­ria y la economía capitalista, en una palabra, se contradicen. En esta contradicción se debaten los Estados occidentales. No resulta, por ende, que la sociedad capitalista provenga del romanismo sino, más bien que muere del romanismo que la ha invadido en su decadencia.

V

¿Qué elementos vitales podemos buscar pues, en la latinidad? Nuestros orígenes históri­cos no están en el Imperio. No nos pertenece la herencia de César; nos pertenece, más bien la herencia de Espartaco. El método y las máqui­nas del capitalismo nos vienen, principalmente, de los países sajones. Y el socialismo no lo apren­deremos en los textos latinos.

El III Congreso Científico Pan-Americano nos ha recomendado el estudio obligatorio del latín en la enseñanza secundaria. Este voto de un congreso al mismo tiempo científico y pan-america­no engendrará probablemente en nuestra Amé­rica más de una tropical caricatura de la refor­ma Berard o de la reforma Gentile que, indiges­tándonos de humanidades estimulará la repro­ducción de la copiosa fauna de charlatanes y re­tores que encuentra en nuestro continente, cli­mas tan favorables y propicios. Pero ni el idio­ma latino ni la fiesta de la raza conseguirán la­tinizarnos. Y los hombres nuevos de nuestra América sentirán cada vez más, la necesidad de desertar las paradas oficiales del latinismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lunatcharsky

Lunatcharsky

La figura y la obra del comisario de instrucción pública de los soviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la burguesía inteligente. La revolución rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la Civilización. El bolchevismo, descrito como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el Arte y la Ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la revolución rusa, es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La revolución rusa, dice Herriot en su libro “La Russie Nouvelle”, tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunatcharsky entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunatcharsky, ignorado por el mundo hasta hace 7 años, es actualmente un personaje de relieve mundial.
La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña “élite”. El pueblo sufría no sólo una gran miseria física sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrograd el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49 por ciento de semi-analfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales ni que en las universidades se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre, eran extraños a esta cultura.

La revolución dio a Lunatcharsky el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca, no podían ser más exiguos. Los soviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunatcharsky contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la revolución. Faltaban maestros para las nuevas y las antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunatcharsky asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunatcharsky. Y, cuando circuló en Petrograd la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la revolución, Lunatcharsky se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunatcharsky obtuvo la seguridad de que los hombres de la revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa, La fe no volvió a abandonarlo.

El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y las reliquias de las colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.

Lunatcharsky, en este como otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletcult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletcult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletcult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscou se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado en el gobierno de los soviets una acogida benévola. No significa, sin embargo, este favor, una adhesión a la tesis de la inspiración revolucionaria del futurismo. Trotsky y Lunatcharsky, autores de autorizadas y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. El futurismo—escribe Lunatcharsky—es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente”. Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo de la revolución, Mayavskovsky, procede de la escuela futurista.

Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunatcharsky en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza de material escolar, la falta de maestros. Los soviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38,000. En 1919 pasaban de 62,000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas-asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas, están transformadas en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la revolución. Para los revolucionarios rusos el niño representa realmente la humanidad nueva.

En una conversación con Herriot, Lunatcharsky ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional: “Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros niños deben pasar por la escuela elemental donde la enseñanza dura cuatro años. Los mejores, reclutados según el mérito, en la proporción de uno sobre seis, siguen luego el segundo ciclo durante cinco años. Después de estos nueve años de estudios, entrarán en la Universidad. Esta es la vía normal. Pero, para conformarnos a nuestro programa proletario, hemos querido conducir directamente a los obreros a la enseñanza superior. Para arribar a este resultado, hacemos una selección en las usinas entre trabajadores de 18 a 30 años. El Estado aloja y alimenta a estos grandes alumnos. Cada Universidad posee su facultad obrera. Treinta mil estudiantes de esta clase han seguido ya una enseñanza que les permite estudiar para ingenieros o médicos. Queremos reclutar ocho mil por año, mantener durante tres años a estos hombres en la facultad obrera, enviarlos después a la Universidad misma”. Herriot declara que este optimismo es justificado. Un investigador alemán ha visitado las facultades obreras y ha constatado que sus estudiantes se mostraban hostiles a la vez al diletantismo y al dogmatismo. “Nuestras escuelas—continúa Lunatcharsky—son mixtas. Al principio la coexistencia de los dos sexos ha asustado a los maestros y provocado incidentes. Hemos tenido algunas novelas molestas. Hoy, todo ha entrado en orden. Si se habitúa a los niños de ambos sexos a vivir juntos desde la infancia, no hay que temer nada inconveniente cuando son adolescentes. Mixta, nuestra escuela es también laica. La disciplina misma ha sido cambiada: queremos que los niños sean educados en una atmósfera de amor. Hemos ensayado además algunas creaciones de un orden más especial. La primera es la universidad destinada a formar funcionarios de los jóvenes que no son designados por los soviets de provincia. Los cursos duran uno o tres años. De otra parte, hemos creado la Universidad de los pueblos de Oriente que tendrá, a nuestro juicio, una enorme influencia política. Esta Universidad ha recibido ya un millar de jóvenes venidos de la India, de la China, del Japón, de Persia. Preparamos así nuestros misioneros”.

El comisario de instrucción pública de los soviets es un brillante tipo de hombre de letras. Moderno, inquieto, humano, todos los aspectos de la vida lo apasionan y lo interesan. Nutrido de cultura occidental, conoce profundamente las diversas literaturas europeas. Pasa de un ensayo sobre Shackespeare a otro sobre Mayawskovsky. Su cultura literaria es, al mismo tiempo, muy antigua y muy moderna. Tiene Lunatcharsky una comprensión ágil del pasado, del presente y del futuro. Y no es un revolucionario de la última sino de la primera hora. Sabe que la creación de nuevas formas sociales es una obra política y no una obra literaria. Se siente, por eso, político antes que literato. Hombre de su tiempo, no quiere ser un espectador de la revolución; quiere ser uno de sus actores, uno de sus protagonistas. No se contenta con sentir o comentar la historia; aspira a hacerla. Su biografía acusa en él una contextura espiritual de personaje histórico.

Se enroló Lunatcharsky, desde su juventud, en las filas del socialismo. El cisma del socialismo ruso lo encontró entre los bolcheviques, contra los mencheviques. Como a otros revolucionarios rusos, le tocó hacer vida de emigrado. En 1907 se vio forzado a dejar Rusia. Durante el proceso de definición del bolchevismo, su adhesión a una fracción secesionista, lo alejó temporalmente de su partido; pero su recta orientación revolucionaria lo recondujo pronto al lado de sus camaradas. Dividió su tiempo, equitativamente, entre la política y las letras. Una página de Romain Rolland nos lo señala en Ginebra, en enero de 1917, dando una conferencia sobre la vida y la obra de Máximo Gorki. Poco después, debía empezar el más interesante capítulo de su biografía: su labor de comisario de instrucción pública de los soviets.

Anatolio Lunatcharsky, en este capitulo- de su biografía, aparece como uno de los más altos animadores y conductores de la revolución rusa. Quien más profunda y definitivamente está revolucionando Rusia es Lunatcharsky. La coerción de las necesidades económicas puede modificar o debilitar, en el terreno de la economía o de la política, la aplicación de la doctrina comunista. Pero la supervivencia o la resurrección de algunas formas capitalistas no comprometerá, en ningún caso, mientras sus gestores conserven en Rusia el poder político, el porvenir de la revolución. La escuela, la universidad de Lunatcharsky están modelando, poco a poco, una humanidad nueva. En la escuela, en la universidad de Lunatcharsky se está incubando el porvenir.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti y el Risorgimento

Gobetti tiene un sitio solitario e individual entre los críticos e historiadores del Risorgimento italiano. En este como en todos los debates, su posición era el resultado de un severo y original análisis de los hechos y las ideas, lo más distante posible de las fáciles transacciones de la erudición con las fórmulas de curso, oficiales. No era la crónica de la Unidad Italiana lo que le interesaba; menos todavía la solemne galería de los próceres victoriosos. Sus estudios prefirieron la reivindicación de los precursores vencidos por lo mismo que en ellos es más inteligible y diáfana la preparación ideal del Risorgimento.
En el prefacio del volumen que reúne estos estudios, escribe Gobetti: “El Risorgimento italiano es recordado en sus héroes. En este libro me propongo mirar el Risorgimento a contra luz, en las más oscuras aspiraciones, en los más insolubles problemas, en las más desesperadas esperanzas: Risorgimento sin héroes”. “La exposición no agradará -añade- a los fanáticos de la historia hecha: me atribuirán un humor díscolo, para reprobarme lagunas arbitrarias. Pero yo no quería hablar del Risorgimento que ellos vulgarizan en sus cátedras de apología estipendiada del mito oficial. El mío es el Risorgimento de los heréticos, no de los profesionales”.
En la crítica histórica y política de los últimos años no han escaseado en Italia actitudes que acusan cierta afinidad, en algunos aspectos, con la de Gobetti, ante los problemas del Risorgimento. Los ensayos de Mario Missiroli, -a pesar de ciertas incoherencias, cuya explicación se encuentra en su elaboración polémica, con variados reflejos de las batallas del periodismo,- constituyen en conjunto valiosos procesos del Risorgimento, en pugna en más de un punto con las interpretaciones catedráticas. En Giovanni Améndola, aunque su obligada discreción de político no le consentía excesiva libertad crítica, se constata igualmente la inclinación a sentir y plantearse el problema de una revolución incumplida, más bien que a contentarse de los formales laureles de su victoria. El fascismo con su política de liquidación reaccionaria del Estado democrático, surgido de esta historia, ha demostrado hasta que punto fue superior a las posibilidades de la burguesía y la pequeña burguesía italianas -a ese demos indiferenciado que se llama el pueblo- el esfuerzo de los líderes y precursores de la unidad por dar a Italia las instituciones y las exigencias de un régimen de libertad y laicismo.
Gobetti situaba su observación en el escenario de donde mejor se podía dominar el panorama de la política italiana: el Piamonte. La unidad italiana como expresión de un ideal victorioso de modernidad y reforma, se presentaba a la inquisición apasionada y señera de Gobetti incompleta y convencional. Las corruptelas de la Italia meridional, agrícola y pequeño burguesa, provincial y pobre, palabrera y gaudente, pesaban demasiado en la política y la administración de un Estado creado por el tesón de las “élites” setentrionales. El Estado demo-liberal era en Italia el fruto de una trasacción entre la mentalidad realista y europea de las regiones industriales del Norte y los gustos cortesanos o demagógicos de las regiones campesinas del Sur, afligidas aún por los problemas de la sequía y la malaria. Y, así como en los años del Risorgimento, la Italia setentrional, y más específicamente el Piamonte, había suministrado a la obra de la unidad, una casa real, la de Saboya, de sobria educación europea, un ideario político de fuerte y propia raigambre, un personal de estadistas y administradores que, de Cavour a Giolitti, se mostraron singularmente dotados para la realización; en los años de post-guerra, partían del Norte las fuerzas que anunciaban vigorosamente una democracia obrera y se formaban en Turín, sede de “L’Ordine Nuovo”, asiento de las usinas de la Fiat, los cuadros de la revolución proletaria. Y una vez más el impulso de una Italia absolutamente moderna, entonada económica y mentalmente al ambiente más estrictamente occidental, se esterilizaba por la resistencia de una Italia provincial, íntimamente güelfa y papista, deformada en la superficie por el espectáculo parlamentario, cuyo verbalismo inconcluyente y cuya retórica espumante inficionaban al propio socialismo, basado en clientelas electorales y agitaciones de la plaza mal avenidas en sus móviles con el entendimiento y la actuación de una política marxista.
Puede decirse que el drama del Risorgimento nunca apareció más vivo, en sus consecuencias, que en los días dramáticos en que, vencida sin combate la revolución socialista, se preparaba por la interacción de diversas fuerzas negativas y reaccionarias la revancha de la Italia pequeño-burguesa contra el Estado liberal. Este es, sin duda, el factor que excita la clarividencia de Gobetti para reconstruir tan lúcida y apasionadamente la génesis ideal del Risorgimento.
Y, a propósito de las ricas sugestiones que la economía ofrece al pensamiento de Piero Gobetti, me he referido al rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo. “El problema de nuestro Risorgimento: construir una unidad que fuere unidad de pueblo, -escribe Gobetti- permanece insoluto porque la conquista de la independencia no ha sido obra fatigosa y autónoma de formación activamente espontánea”. El liberalismo renunció en Italia a los objetivos de la Reforma protestante; el catolicismo, para mantener su predominio, devino demo-liberal; el juego político se sujetó a las leyes del oportunismo y la transacción. Italia no superó, ni aún en su ardiente estación demo-masónica, el equívoco del liberalismo católico. “El diletantismo literario, que había impedido una reforma religiosa y en el mismo modo un movimiento franciscano de redención autónoma, era sustancialmente anárquico y antisocial. Y una psicología libertaria así formada podía aceptar por mera inercia una fuerza tradicional como la iglesia, pero no podía dar su vitalidad a la creación del nuevo Estado; como la historia en su más vasta dialéctica europea desbordaba la contingente voluntad de la mayoría de los ciudadanos italianos, se aceptó la osamenta, el mecanismo del Estado liberal, sin vivificarlo interiormente. Las experiencias del 48 y del 49 ayudaron a la formación de la nueva clase dirigente, pero debiendo esta aceptar el equívoco que la circundaba, tuvo solamente una función de práctica habilidad, no fue revolucionaria, no creó al Estado. “En estas palabras está expresada la tragedia de una clase dirigente a la que la Italia fascista ha vuelto las espaldas, pero a la que debe, sin duda, Italia, su puesto actual en el mundo moderno.

José Carlos Mariátegui La Chira