Comunismo

Taxonomía

Código

03.03.01

Nota(s) sobre el alcance

  • SISTEMA ECONOMICO

Nota(s) sobre el origen

  • OECD Macrothesaurus

Mostrar nota(s)

Términos jerárquicos

Comunismo

Término General Ideologías Políticas

Comunismo

Términos equivalentes

Comunismo

Términos asociados

Comunismo

18 Descripción archivística results for Comunismo

18 resultados directamente relacionados Excluir términos relacionados

La revolución turca y el islam [Recorte de prensa]

La revolución turca y el islam

La democracia opone a la impaciencia revolucionaria una tesis evolucionista: "la Naturaleza no hace saltos". Pero la investigación y la experiencia actuales contradicen, frecuentemente, esta tesis absoluta. Prosperan tendencias anti-evolucionistas en el estudio de la biología y de la historia. Al mismo tiempo, los hechos contemporáneos desbordan del cauce evolucionista. La guerra mundial ha acelerado, evidentemente, entre otras crisis, la del pobre evolucionismo. (Aparecido en este tiempo, el darwinismo habría encontrado escaso crédito. Se habría dicho de él que llegaba con excesivo retraso).

Turquía, por ejemplo, es el escenario de una transformación vertiginosa e insólita. En cinco años, Turquía ha mudado radicalmente sus instituciones, sus rumbos y su mentalidad. Cinco años han bastado para que todo el poder pase del Sultán al Demos y para que en el asiento de una vieja teocracia se instale una república demo-liberal y laica. Turquía, de un salto, se ha uniformado con Europa, en la cual fue antes un pueblo extranjero, impermeable y exótico. La vida ha adquirido en Turquía una pulsación nueva. Tiene las inquietudes, las emociones y los problemas de la vida europea. Fermenta en Turquía, casi con la misma acidez que en Occidente, la cuestión social. Se siente también ahí la onda comunista. Contemporáneamente, el turco abandona la poligamia, se vuelve monógamo, reforma sus ideas jurídicas y aprende el alfabeto europeo. Se incorpora, en suma, en la civilización occidental. Y al hacerlo no obedece una imposición extraña ni externa. Lo mueve un espontáneo impulso interior.

Nos hallamos en presencia de una de las transiciones más veloces de la historia. El alma turca parecía absolutamente adherida al Islam, totalmente consustanciada con su doctrina. El Islam, como bien se sabe, no es un sistema únicamente religioso y moral sino también político, social y jurídico. Análogamente a la ley mosaica, el Corán da a sus creyentes, normas de moral, de derecho, de gobierno y de higiene. Es un código universal, una construcción cósmica. La vida turca tenía fines distintos de los de la vida occidental. Los móviles del occidental son utilitarios y prácticos; los del musulmán son religiosos y éticos. En el derecho y las instituciones jurídicas de una y otra civilización se reconocía, por consiguiente, una inspiración diversa. El Califa del islamismo conservaba, en Turquía, el poder temporal. Era Califa y Sultán. Iglesia y Estado constituían una misma institución. En su superficie empezaban a medrar algunas ideas europeas, algunos gérmenes occidentales. La revolución de 1908 había sido un esfuerzo por aclimatar en Turquía el liberalismo, la ciencia y la moda europeas. Pero el Corán continuaba dirigiendo la sociedad turca. Los representantes de la ciencia otomana creían, generalmente, que la nación se desarrollaría dentro del islamismo. Fatim Effendi, profesor de la Universidad de Estambul, decía que el progreso del islamismo "se cumpliría no por importaciones extranjeras sino por una evolución interior". El doctor Chehabeddin Bey agregaba que el pueblo turco, desprovisto de aptitud para la especulación, "no había sido nunca capaz de la
heregía ni del cisma" y que no poseía una imaginación bastante creadora, un juicio suficientemente crítico para sentir la necesidad de rectificar sus creencias. Prevalecían, en suma, respecto al porvenir de la teocracia turca, previsiones excesivamente optimistas y confiadas. No se concedía mucha trascendencia a las filtraciones del pensamiento occidental, a los nuevos intereses de la economía y de la producción.

Revistemos rápidamente los principales episodios de la revolución turca.

Conviene recordar, previamente, que, antes de la guerra mundial, Turquía era tratada por Europa como un pueblo inferior, como un pueblo bárbaro. El famoso régimen de las "capitulaciones" acordaba en Turquía, a los europeos, diversos privilegios fiscales y jurídicos. El europeo gozaba en la nación turca de un fuero especial. Se hallaba por encima del Corán y de sus funcionarios. Luego, las guerras balcánicas dejaron muy disminuida la potencia y la soberanía otomanas. Y tras de ellas vino la gran guerra. Su sino había empujado a Turquía al lado del bloque austro-alemán. Terminada la guerra, la victoria del bloque enemigo pareció decidir la ruina turca. La Entente miraba a Turquía con enojo y rencor inexorables. La acusaba de haber causado un prolongamiento cruento y peligroso de la lucha. La amenazaba con una punición tremenda. El propio Wilson, tan sensible al derecho de libre determinación de los pueblos, no sentía ninguna piedad por Turquía. Toda la ternura de su corazón universitario y presbiteriano estaba acaparada por los armenios y los judíos. Pensaba Wilson que el pueblo turco era extraño a la civilización europea y que debía ser expelido para siempre de Europa. Inglaterra, que codiciaba la posesión de Constantinopla, de los Dardanelos y del petróleo turco, se adhería naturalmente a esta predicación. Había prisa de arrojar a los turcos al Asia. Un ministerio dócil a la voluntad de los vencedores se constituyó en Constantinopla. La función de este ministerio era sufrir y aceptar, mansamente, la mutilación del país. La somnolienta ánima turca eligió ese instante dramático y doloroso para reaccionar. Insurgió en Anatolia Mustafá Kemal Pachá, jefe del ejército de esa región. Nació la "Sociedad de Trebizonda para la defensa de los derechos de la nación". Se formó el gobierno de la Asamblea Nacional de Angora. Aparecieron, sucesivamente, otras facciones revolucionarias: el "ejército verde", el "grupo del pueblo" y el partido comunista. Todas coincidían en la resistencia al imperialismo aliado, en la descalificación del impotente y domesticado gobierno de Constantinopla y en la tendencia a una nueva organización social y política.

Esta erección del ánimo turco detuvo, en parte, las intenciones de la Entente. Los vencedores ofrecieron a Turquía en la conferencia de Sevres una paz que le amputaba dos terceras partes de su territorio, pero que le dejaba, aunque no fuese sino condicionalmente, Constantinopla y un retazo de tierra europea. Los turcos no eran expulsados del todo de Europa. La sede del Califa era respetada. El gobierno de Constantinopla se resignó a suscribir este tratado de paz. Mustafá Kemal, a nombre del gobierno de Anatolia, lo repudió categóricamente. El tratado no podía ser aplicado sino por la fuerza.

En tiempos menos tempestuosos, la Entente habría movilizado contra Turquía su inmenso poder militar. Pero era la época de la gran marea revolucionaria. El orden burgués estaba demasiado sacudido y socabado para que la Entente lanzase sus soldados contra Mustafá Kemal. Además, los intereses británicos chocaban en Turquía con los intereses franceses. Grecia, largamente favorecida por el tratado de Sevres, aceptó la misión de imponerlo a la rebelde voluntad otomana.

La guerra greco-turca tuvo algunas fluctuaciones. Mas desde el primer día se contrastó la fuerza de la revolución turca. Francia se apresuró a romper el frente único aliado y a negociar y pactar con los kemalistas, auxiliados de otra parte, por la cooperación rusa. La ola insurreccional se extendió en Oriente. Estos éxitos excitaron y fortalecieron el ánimo de Turquía. Finalmente, Mustafá Kemal batió al ejército griego y lo arrojó del Asia Menor. Las tropas kemalistas se aprestaron para la liberación de Constantinopla, ocupada por soldados de la Entente. El gobierno británico quiso responder a esta amenaza con una actitud guerrera. Pero los laboristas se opusieron a tal propósito. Un acto de conquista no contaba ya, como habría contado en otros tiempos, con la aquiescencia o la pasividad de las masas obreras. Y esta fase de la insurrección turca se cerró con la suscrición de la paz de Lausanne que, cancelando el tratado de Sevres, sancionó el derecho de Turquía a permanecer en Europa y a ejercitar en su territorio toda su soberanía. Constantinopla fue restituida al pueblo turco.

Adquirida la paz exterior, la revolución inició definitivamente la organización de un orden nuevo. Se acentuó en toda Turquía una atmósfera revolucionaria. La asamblea nacional dió a la nación una constitución democrática y republicana. Mustafá Kemal, el caudillo de la insurrección y de la victoria, fue designado Presidente. El Califa perdió definitivamente su poder temporal. La Iglesia quedó separada del Estado. La religión y la política turcas cesaron de coincidir y confundirse. Disminuyó la autoridad del Corán sobre la vida turca, con la adopción de nuevos métodos y conceptos jurídicos.

Pero seguía en pie el Califato. Alrededor del Califa se formó un núcleo reaccionario. Los agentes británicos maniobraban simultáneamente en los países musulmanes a favor de la creación de un Califato dócil a su influencia. El movimiento reaccionario comenzó a penetrar en la Asamblea Nacional. La Revolución se sintió acechada y se resolvió a defenderse con la máxima energía. Pasó rápidamente de la defensiva a la ofensiva. Procedió a la abolición del Califato y a la secularización de todas las instituciones
turcas.

Hoy Turquía es un país de tipo occidental. Y esta fisonomía se irá afirmando cada día más. Las condiciones políticas y sociales emanadas de la revolución estimularán el desarrollo de una nueva economía. La vuelta a la monarquía teocrática no será materialmente posible. La civilización occidental y la ley mahometana son inconciliables.

El fenómeno revolucionario ha echado hondas raíces en el alma otomana. Turquía está enamorada de los hombres y las cosas nuevas. Los mayores enemigos de la revolución kemalista no son turcos. Pertenecen, por ejemplo, al capitalismo inglés. El "Times" de Londres ha comentado senil y lacrimosamente la supresión del Califato, "una institución tan ligada a la grandeza pasada de Turquía". La burguesía occidental no quiere que el Oriente se occidentalice. Teme, por el contrario, la expansión de su propia ideología y de sus propias instituciones. Esto podría ser otra prueba de que ha dejado de representar los intereses vitales de la Civilización de Occidente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Caillaux [Recorte de prensa]

Caillaux

La ola reaccionaria ha desalojado del poder a los estadistas de la democracia, a los leaders de la política de "reconstrucción europea". Y ha agravado así la crisis de la desocupación y del "chomage". Más esos estadistas, esos leaders no aceptan pasivamente la condición de desocupados. Invierten su tiempo en la propaganda, en la "reclame" de sus ideas y su táctica. Y como la reacción es un fenómeno internacional, no la combaten solo en sus países respectivos: la combaten sobre todo, en el mundo. No intentan únicamente la conquista de la opinión nacional: intentan la conquista de la opinión mundial. Lloyd George, reemplazado en el gobierno de Inglaterra por los conservadores, efectúa en Estados Unidos un estruendoso desembarco de su dialéctica y su ideología. Francesco S Nitti, destituído de influencia en los rumbos de Italia por los fascistas, flirtea con la democracia norteamericana y con la democracia tudesca. Joseph Caillaux, desterrado de Francia por el bloc nacional, emplea su exilio en una viva actividad teorética.

Pero Caillaux está más lejos de recuperar su influencia en Francia, que Lloyd George, que Nitti la suya en Inglaterra y en Italia. La victoria de los radicales y los socialistas no llevaría a Caillaux al gobierno. Sobre Caillaux pesa todavía una condena. Los leaders presentes del bloc de izquierdas son Herriot, Boncour, Painlevé. A ellos les tocaría ocupar los puestos de Poincaré, de Tardieu, de Aragó y de los conductores del bloc nacional. Ellos, además, una vez instalados en el poder, tendrían que dosificar su radicalismo al estado de la opinión francesa, en la cual la intoxicación actual dejaría tantos sedimentos reaccionarios y nacionalistas. Caillaux no es, por consiguiente, un candidato al gobierno. Es apenas un candidato a la rehabilitación y a la amnistía francesas.

Hace cinco años Caillaux era un acusado. Era el protagonista de un dramático proceso de alta traición. Ahora no es sino un exiliado político. El mundo está unánimemente convencido de que el proceso de Caillaux fue un proceso político. Algo así como un accidente del trabajo. La guerra dió a la clase conservadora, a la alta burguesía francesa, una ocasión de represalia contra Caillaux. Esa clase conservadora, esa alta burguesía, detestaban a Caillaux por su radicalismo. Durante la época de hegemonía en la política francesa del radicalismo y de sus mayores figuras —Waldeck Rousseau, Combes, Caillaux— esa clase conservadora y esa alta burguesía almacenaron en su ánimo ascendrados rencores contra la izquierda y sus hombres. La guerra produjo en Francia la unión sagrada. Y la unión sagrada, que creaba un estado de ánimo nacionalista y guerrero, produjo el resurgimiento de las derechas, ávidas de castigar la “demagogia financiera” de Caillaux y de deshacerse de un adversario potente. Caiilaux, de otro lado, no era un adherente incondicional y delirante de la unión sagrada. No tenía puesta la mirada únicamente en las batallas; la tenía puesta, más bien, en el porvenir y en la paz. Preveía que la reconstrucción de Europa, desvastada y desangrada por la guerra, obligaría a Francia y a Alemania a la solidaridad y a la cooperación. Pensar así era entontes pensar heréticamente. Y Caillaux era, por tanto, un sospechoso de herejía en aquellos días de inquisición patriótica. Clemenceau, disidente del radicalismo, conductor, animador y prisionero de la corriente reaccionaria, no retrocedió ante una acusación de inteligencia con el enemigo. Y esgrimiendo esta acusación, mandó a Caillaux a la cárcel. El proceso vino después de la victoria, en un instante de apoteosis y de erección nacional. En un instante en que persistía agudamente la atmósfera marcial de la guerra. La acusación contra Caillaux no exhibió ninguna prueba. Se fundó en sospechas, en conjeturas, en presunciones. Explotó los contactos casuales de Caillaux con personajes sospechosos o equívocos en Italia, en la Argentina y en Francia. El fallo, impregnado del convencimiento de la inculpabilidad de Caillaux, tuvo, sin embargo, que concluir con una sentencia. Caillaux salió del proceso absuelto y condenado al mismo tiempo.

Después, las cosas han cambiado gradualmente. A medida que el ambiente francés se ha descargado de irritación bélica, la figura de Caillaux ha recobrado su verdadero contorno moral. Los radicales-socialistas, que temieron solidarizarse demasiado con su leader en los días de la acusación, han anunciado su voluntad de conseguir la revisión del proceso.

Caillaux aguarda en el exilio esta revisión. Pero no ha gastado su actividad en una actitud de vindicación y de defensa de su personalidad y de su historia. Ha escrito un libro, "Mes prisons”, denunciando la trastienda íntima de su persecución y de su condena. Y no ha vuelto a insistir, sobre este tópico personal y autobiográfico. En su libro posterior: "¿Ou vá la France? ¿Ou va rEurope?", ha ocupado de nuevo su posición de polémica y de combate ideológicos.

En este libro, que tanto ha resonado en el mundo, estudia Caillaux, preliminarmente, el proceso de incubación de la guerra. Sostiene que los gobernantes europeos de 1914 no defendieron suficientemente la paz. Y describe luego las condiciones actuales de Europa. Su descripción de la crisis europea no es menos panorámica y emocionante que la de Nitti. Y es, tal vez, más profunda y más técnica. Caillaux enfoca uno tras otro, los aspectos esenciales de crisis. Los déficits, las deudas, el pasivo de la guerra que arroja sobre las espaldas de varias generaciones europeas una carga abrumadora. La marejada campesina, la ola agraria, los intereses rurales que en la Europa central tienden a aislar al campo de la industria urbana y a restablecer una economía medioeval superada y anacrónica. La baja del cambio, la desvalorización de la moneda que arrinan a una extensa categoría de pequeños y medianos rentistas y que proletariza a la clase media. La hipertrofia, el crecimiento de los trust gigantescos y de los carteles mastodónicos construídos sobre ruinas y escombros, que confieren a unos cuantos grandes capitalista una influencia desmesurada en la suerte de los pueblos. Las corrientes nacionalistas que se oponen a una política de cooperación y asitencia internacionales y enemistan y separan a las naciones. Los intereses plutocráticos que obstruyen la vía del compromiso y de la transacción entre la idea individualista y la idea socialista.

¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa? Caillaux no admite el comunismo. Su resistencia al comunismo no es de orden ideológico sino de orden técnico. Caillaux piensa que el comunismo no puede reorganizar eficientemente la producción europea. El comunismo centraliza en el Estado todos los resortes de la producción. Entrega, por ende, la solución de todas las cuestiones económicas e industriales a una burocracia política, omnipotente y dogmática. Y bien. Caillaux considera aún necesaria la acción del interés privado en el funcionamiento de la producción. Sus objeciones al comunismo son objeciones de financista. Caillaux no discute la ética del comunismo. Discute, su eficacia, su utilidad, su oportunidad. Pero Caillaux, que no acepta la revolución, tampoco acepta la reacción. Con mayor énfasis que las soluciones de la extrema izquierda, rechaza las soluciones de la extrema derecha. Quiere que se pacte con las masas a fin de restaurar su voluntad de trabajo y de cooperación y de desviarlas de la atracción comunista. Advierte el envejecimiento del Estado individualista y el tramonto de la democracia jacobina. Y propone la reconstrucción del Estado sobre la base de una transacción entre la democracia occidental y el sovietismo ruso. Pero, deteniéndose ante la concepción de Rathenau del Estado profesional, afirma que el Estado económico debe estar subordinado al Estado político. Según Caillaux hay "una gran cuestión que supera en mucho a la del comunismo y el capitalismo"; la cuestión de la ciencia y de relaciones con la economía del mundo. La ciencia crea la inestabilidad económica y por consiguiente, la inestabilidad política. Actualmente las grandes usinas metalúrgicas se agrupan al lado de los yacimientos de hulla que abastecen los altos hornos. Más se predice la invención de un sistema nuevo de fabricación del acero. Y esta sola invención puede transformar la geografía económica de Europa.

Caillaux propugna la cooperación entre las naciones y la cooperación entre las clases. Afirma su adhesión a la idea democrática. Niega la eficacia de la revolución y de la reacción. Señala los grandes problemas, las grandes incertidumbres contemporáneas. Busca una solución utilitaria, una solución técnica. Desecha toda solución dogmática. Pero su palabra intelectual, vacilante, escrupulosa y científica, no emociona a las muchedumbres actuales, que sienten una necesidad mística de fe, de fanatismo y de mito.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herr Hugo Stinnes

Herr Hugo Stinnes

Herr Hugo Stinnes es actualmente la figura central de la política alemana. El ministerio de Stressemann tiene como bases sustantivas, como bases primarias, a los populistas y a los socialistas. El partido populista (Volkspartei) es el partido de Stinnes. Stressemann, leader populista, representa en el gobierno a Stinnes y a la alta industria. (Hilferding representa al proletariado social-democrático.) El jefe del gobierno resulta, en una palabra, un apoderado, un intermediario del gran industrial rhenano. Alemania, por esto, sigue a- tentamente la carrera cotidiana de la “limousine” de Hugo Stinnes.

¿Quién es este magnate que suena en la Alemania contemporánea más que la "relativitaetstheorie"? La potencia de Hugo Stinnes, como la desvalorización del marco, es un eco, un reflejo de la guerra. Ambos fenómenos han tenido un proceso paralelo y sincrónico. A medida que el valor del marco ha disminuido, el valor de Stinnes ha aumentado. A medida que el marco ha bajado, Stinnes ha subido. Hoy la cotización del marco alcanza una cifra astronómica como decía Rakovsky de la cotización del rublo. Y la figura de Hugo Stinnes domina la economía de Alemania sobre un mastodóntico, pedestal de papel moneda.

Este Stinnes, hipertrofiado y tentacular, es un producto de la crisis europea. Antes de la guerra, Stinnes era un capitalista de proporciones normales, comunes. Era ya uno de los grandes productores de carbón de Alemania. Pero estaba distante todavía de la jerarquía plutocrática de Rockefeller, de Morgan, de Vanderbilt. Alemania se transformó, con la guerra, en una inmensa usina siderúrgica. Stinnes alimentó con su hulla westphaliana los hornos de la siderurgia tudesca. Fue uno de los generalísimos, uno de los dictadores, uno de los leaders de la guerra siderúrgica. Durante la guerra sus dominios se ensancharon, se extendieron, se multiplicaron. Más tarde, las consecuencias económicas de la guerra favorecieron este crecimiento, esta hipertrofia de Stinnes y de otros industriales de su tipo. La crisis del cambio, como es sabido, ha empobrecido, en beneficio de los grandes industriales; a innumerables capitalistas de tipo medio y tipo ínfimo. Los tenedores de deuda pública, por ejemplo, han sufrido la disolución progresiva de su capital. Los tenedores de propiedad urbana, a su vez, han sufrido la evaporación de su renta. El Estado, en Alemania, ha llegado a las fronteras de la socialización de la propiedad urbana: la tarifa fiscal ha aniquilado los alquileres. Una casa que, antes de la guerra, redituaba quinientos marcos oro mensuales a su propietario, no le reditúa ahora sino una cantidad flotante de billetes del Reichsbank equivalente a dos o tres marcos oro. Además, la industria media y pequeña desprovistas de crédito y materias primas, han ido enrareciendo y pereciendo. Su actividad y su campo han sido absorvidos por los trusts verticales y horizontales. Se ha operado, en suma, una vertiginosa concentración capitalista. Millares de antiguos rentistas han sido tragados por el torbellino de la baja del cambio. Y una modernísima categoría capitalista de nuevos ricos, de especuladores felices de la Bolsa y de proveedores voraces del Estado, ha salido a flote. Sobre los escombros y las ruinas de la guerra y la paz, algunos grandes industriales han construido gigantescas empresas, heteróclitos edificios capitalistas. Entre estos industriales, Hugo Stinnes es el más osado, el más genial, el más técnico.

Stinnes ha creado un nuevo tipo de trust: el trust vertical. El tipo clásico de trust es el trust horizontal que enlaza a industrias de la misma familia. Crece, así, horizontalmente. El trust vertical asocia, escalonadamente, a todas las industrias destinadas a una misma producción. Crece, por tanto, verticalmente. Stinnes, verbigracia, ha reunido en un trust minas de carbón y hierro, altos hornos, usinas metalúrgicas y eléctricas. Y, una vez tejida esta compleja malla minera y metalúrgica, ha penetrado en otras industrias desorganizadas o anímicas: ha adquirido diarios, imprentas, hoteles, bosques, fábricas diversas. A través de sus capitales bancarios, Stinnes influencia todo el movimiento económico alemán. A través de su prensa y sus editorials, influencia extensos sectores de la opinión pública. Sus periodistas y sus publicistas provocan los estados de ánimo convenientes a sus intentos. Sus millares de dependientes, tributarios y colaboradores, su vasta claque electoral, son otros tantos gérmenes de difusión y de propaganda de sus ideas. Y su actividad comercial no se detiene en los confines nacionales. Stinnes ha incorporado en su feudo una parte de la industria metalúrgica austríaca, ha comprado acciones de la industria metalúrgica italiana y ha diseminado sus agentes y sus raíces en toda la Europa central.

Estos hechos explican la posición singular de Stinnes en la política alemana. Stinnes es el leader de la plutocracia industrial de Alemania. En el nombre de esta plutocracia industrial, Stinnes negocia con los leaders del proletariado social-democrático. La clase media, la pequeña burguesía, desmonetizadas y pauperizadas por la crisis, insurgen instintivamente contra estos pactos. Y se concentran en la derecha reaccionarla y nacionalista, cuyo núcleo central son los latifundistas, los terratenientes, los “junkers”. Capitalistas agrarios y rentistas medios, sienten desamparados sus intereses bajo un gobierno de coalición industrial-socialista. A expensas de ellos, populistas y socialistas coordinan dos puntos de su programa de gobierno: requisición de las monedas extranjeras necesarias para el saneamiento del marco y fiscalización de los precios de la alimentación popular. Esta política contraría a latifundistas y rentistas. Aviva en ellos la nostalgia de la monarquía. Y los empuja a la reacción.

Veamos el programa económico y político de Stinnes y de su Volkspartei. Stinnes piensa que el remedio de la crisis alemana está en el aumento de la producción industrial. Propugna una política que estimule y proteja este aumento. Y aconseja las siguientes medidas: supresión de la jornada de ocho horas, cesión al capital privado de los ferrocarriles y bosques del Estado, simplificación del mecanismo del Estado, exonerándolo de toda función de empresario, de industrial y de gerente de los servicios públicos. El punto de vista de Stinnes es típica y peculiarmente el punto de vista simplista de un industrial. Stinnes considera y resuelve la crisis alemana con un criterio característico de gerente de trust vertical. Para Stinnes, la salud y la potencia de sus consorcios y de sus “carteles” son la salud y la potencia de Alemania. Y, por eso, Stinnes no tiende sino a anexar a sus negocios la explotación de los ferrocarriles y los bosques demaniales, a intensificar el trabajo y sus rendimientos y a eliminar del mercado del trabajo la concurrencia del Estado empresario. El trabajo es hoy una mercadería, un valor que se adquiere y se vende y que está, por ende, subordinado a la ley de oferta y demanda. El Estado, a fin de evitar la desocupación, emplea en las obras públicas a numerosos trabajadores. La industria alemana quiere que cese esta competencia del Estado y disminuya la demanda de trabajadores, para que los salarios no encarezcan. Stinnes desea convertir a Alemania en una gran fábrica colocada bajo su gerencia. Tiene plena fe en su capacidad, en su imaginación y en su pericia de gerente. Esta fe lo induce a creer que la fábrica andaría bien y haría buenos negocios. Stinnes está seguro de que conseguiría la solución de todos los problemas administrativos y el flnanciamiento de todas las operaciones necesarias para el acrecentamiento de la producción. Los expertos de economía le objetan respetuosamente: —Herr Stinnes, ¿a quiénes vendería, a dónde exportaría Alemania este exceso de producción? No se trata tan sólo de acumular enormes “stocks”. Se trata, principalmente, de encontrar mercados capaces de absorverlos. Y bien. ¿Toleraría Francia, toleraría Inglaterra, sobre todo, que Alemania inundase de mercaderías el mundo?— Herr Stinnes, cazurramente risueño, calla. Pero, recónditamente, razona sin duda así: —Está bien. Inglaterra y Francia no consentirán, naturalmente, un gran crecimiento industrial y comercial de Alemania. El tratado de Versalles, además, las provee de armas eficaces para impedirlo. Pero existe una solución. La solución reside, precisamente, en asociar a Francia o a Inglaterra, o a las dos conjuntamente, a la colosal empresa Stinnes. ¡Qué Francia o Inglaterra tengan participación en nuestros negocios! ¡Que Francia o Inglaterra sean nuestro socio comanditario! Preferible sería, por supuesto, un entendimiento con Francia. —1º Porque Francia tiene en sus manos los instrumentos de extorsión y de tortura de Alemania y en su ánimo la tendencia a usarlos. 2º. Porque Inglaterra, país hullero, metalúrgico y manufacturero, tendría que subordinar la actividad de la industria alemana a los intereses de su industria nacional.

¿Aceptaría Francia esta cooperación franco-alemana? Entre industriales franceses y alemanes hubo, antes de la ocupación del Ruhr, conversaciones preliminares. El convenio Loucheur-Rathenau y el convenio Stinnes-Lubersac abrieron la vía del compromiso, de la "entente". Pero, probablemente, una y otra parte encontraron recíprocamente excesivas sus pretensiones. Sobrevino la ocupación del Ruhr. Guerrera y dramáticamente, los industriales alemanes opusieron a esta operación militar una actitud de resistencia y de desafío. Bajo su orden, las minas y las fábricas del Ruhr cesaron de producir. Tyssen y Krupp, en represalia, fueron juzgados por los tribunales marciales de Francia. Al mundo le parecía asistir a un duelo a muerte. Pero los duelos a muerte eran cosa de la Edad Media. Poco a poco, los industriales alemanes se han fatigado de resistir. Los socialistas han pedido la suspensión de los subsidios al Ruhr, porque empobrecen la desangrada economía alemana. Finalmente Stressemann ha anunciado el abandono de la resistencia pasiva. Tras de Stressemann anda Stinnes que planea, probablemente, un entendimiento con Francia. Esta política solivianta a la derecha reaccionaria y pangermanista que aprovecha de su número en Baviera, donde domina la burguesía agraria, para amenazar a Stressemann con una actitud secesionista. Y, al mismo tiempo, arrecian los asaltos revolucionarios de los comunistas. El gobierno es atacado, simultáneamente, por el fascismo y el bolchevismo. La derecha trama un “putsch”; la izquierda organiza la revolución. Contra una y otra agresión, Stinnes y la social-democracia movilizan todos sus elementos de persuasión y de propaganda, su prensa, su mayoría parlamentaria. Un frente único periodístico, que comienza en la “Deutsche Allgemeine Zeitung”, órgano de Stinnes, y termina en el “Vorwaerts”, órgano oficial socialista, explica a Alemania la necesidad de la suspensión de la resistencia pasiva.

¿Durará esta "entente" entre los industriales y los socialistas? Provisoriamente, los socialistas transigen con los industriales, sobre la base de una acción contra el hambre y la miseria. Pero, más tarde, Stinnes reclamará la abolición de la jornada de ocho horas y la entrega de los ferrocarriles a un trust privado. Los leaders de la social-democracia no podrán avenirse a estas medidas, sin riesgo de que las masas, descontentas y disgustadas, se pasen al comunismo. Stinnes tendría, entonces, que entenderse apresuradamente con la derecha. Pero, probablemente, tratará a toda costa de encontrar una nueva vía de compromiso con la social-democracia. Y logrará, tal vez, conducir a Alemania a una política de cooperación con Francia. Estos grandes señores de la industria son, momentáneamente, los orientadores de la política europea. Cailleaux los equipara a los burgraves de la Edad Media. Y agrega que Europa parece en vísperas de caer en un período de feudalismo anárquico.

Stinnes tiene abolengo y blasón de hullero, de burgués y de industrial. Su padre fue también un minero. Bruno, recio, sólido. Stinnes es un hombre forjado en hulla westphaliana. Posee, como un fragmento de carbón de piedra, una ingente cantidad potencial de energía. Es un gran creador, un gran constructor de riqueza. Es un representante típico de la civilización capitalista. Vive dentro de un mundo fantástico y extraño de telefonemas, de cotizaciones, de estenogramas y de cifras bursátiles. Ignora el ocio sensual y el ocio intelectual de los magnates de la Edad Antigua y de la Edad Media que se rodeaban de artistas, de estatuas, de musas, de música, de literatura, de voluptuosidad y de filosofía. Stinnes se rodea de estenógrafos, de financistas y de ingenieros. Carece de toda actividad teorética y de toda curiosidad metafísica. Adriano Tilgher observa, con suma exactitud, que los multimillonarios de este tipo, absorvidos por un trabajo febril, no conducen una vida grandemente diversa de la de uno de sus altos empleados. Y, definiendo la civilización capitalista como "la civilización de la actividad absoluta" dice de ella que "ama la riqueza por la riqueza, independientemente de las satisfacciones que puede dar, de los placeres que permite procurarse”. Stinnes se viste como cualquiera de sus ingenieros. Y, como cualquiera de sus ingenieros, no entiende las estatuas de Archipenko, ni ama la música de Strauss, ni le importan, las pinturas de Franz Mark, ni le preocupa Einstein ni le interesa Vaihingher.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El indio de la República [Recorte de prensa]

El indio de la República

I

Me parece superfino constatar que de la civilización incaica a los hombres de la nueva generación más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. (La nostalgia pasadista es un romanticismo impotente y estúpido. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa).

Ahora bien. Lo único casi que sobrevive del Tawantisuyu es el indio. La civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico del Tawantisuyu se revela, después de cuatro siglos, indestructible y, en parte, inmutable. Aguirre Morales no cree que en el “documento humano’’ de las serranías se pueda descifrar el secreto del Tawantisuyu. El indio de la República, para Aguirre Morales, no es sino el vestigio de la plebe del Imperio. Y, como según su teoría el espíritu de la civilización quechua residió exclusivamente en la nobleza, el residuo deformado de la plebe nada sabe ni puede decirnos. Pero ya hemos visto cómo confutan esta teoría las innumerables cosas en las cuales se descubre la trama humilde y plebeya de esa civilización. Tenemos que obstinarnos por consiguiente, en reconocer en el indio apático de nuestras serranías la mejor ruina, el mejor documento del Tawantisuyu. El vestigio humano de una civilización no es, ciertamente un vestigio negligible.

El estudio del indio de nuestra época enseña mucho sobre la historia incaica. El hombre muda con más lentitud que la que en este siglo de la velocidad se supone. La metamorfosis del nombre bate el record en el evo moderno. Pero este es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que se caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del tiempo. En las sociedades asiáticas —afines si no consanguíneas con la sociedad incaica— se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas en que parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Lo ha vuelto un poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el poso de estos cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el indio guarda todavía su ley ancestral.

II

El libro de Enrique López Albújar “Cuentos Andinos” explora estos caminos. Los “Cuentos Andinos” aprehenden, en sus secos y duros dibujos, algunas emociones sustantivas de la vida de la sierra. Y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con Valcárcel en buscar en los Andes, el origen del sentimiento cósmico de los quechuas. “Los Tres Jircas” de López Albújar y “Los Hombres de Piedra” de Valcárcel traducen la misma mitología. Los agonistas y las escenas de López Albújar tienen el mismo telón de fondo que la teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado es singularmente interesante porque es obtenido por diferentes tempéramentos y con métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere ser, sobre todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética. El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel, su lirismo. López Albújar enfoca en su libro el presente; Valcárcel enfoca en el suyo el pasado. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño; Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual entre los dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua idéntico lejano latido.

La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento mítico no ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepción de la vida que no interroga a la razón sino a la naturaleza. Los tres jircas, los tres cerros de Huánuco, pesan la conciencia del indio huanuqueño más que el ultratumba cristiano.

III

"Los Tres Jircas" y “Como habla la coca’’ a mi juicio, las páginas mejor escritas de “Cuentos andinos”. Son también las más henchidas de sugerencias. Pero ni “Los Tres Jircas” ni “Como habla la coca” se clasifican propiamente como cuentos. “Ushanan Jampi”, en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Su fuerza, su sobriedad, son gemellas de las de ‘‘El Campeón de la Muerte’’. Y a este mérito una “Ushanan Jampi” el de ser un precioso documento del comunismo indígena. Este relato nos entera de la forma cómo funciona hasta ahora en los pueblecitos indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara categóricamente a favor de la tesis de que la organización incaica fue una organización comunista.

En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se burocratiza. Es función de los magistrados. El liberalismo, por ejemplo, la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un régimen de tipo comunista, la administración de justicia es función de la sociedad entera, como en el comunismo indio, función de los vayas, de los ancianos.

El prologuista de “Cuentos Andinos”, señor Ezequiel Ayllón, explica así la justicia popular indígena: “La ley sustantiva, consuetudinaria, conservada desde la más oscura antigüedad, establece dos sustitutivos penales que tienden a la reintegración social del delincuente, y dos penas propiamente dichas contra el homicidio y el robo, que son los delitos de trascendencia social. El Yachishum o Yachachishum se reduce a amonestar al delincuente, haciéndole comprender los inconvenientes del delito y las ventajas del respeto recíproco. El Alliyáchishum tiende a evitar la venganza personal, reconciliando al delincuente con el agraviado o sus deudos, por no haber surtido efecto morigerador al yachishum. Aplicados los dos sustitutivos cuya categoría o trascendencia no son extraños a los medios que preconizan con ese carácter los penalistas de la moderna escuela positiva, procede la pena de confinamiento o destierro llamada Jitarishum, que tiene las proyecciones de una expatriación definitiva. Es la ablación del elemento enfermo, que constituye una amenaza para la seguridad de las personas y de los bienes. Por último, si el amonestado, reconciliado y expulsado, robe o mata nuevamente dentro de la jurisdicción distrital, se le aplica la pena extrema, irremisible, denominada Ushanam Jampi, el último remedio, que es la muerte, casi siempre, a palos, el descuartizamiento del cadáver y su desaparición en el fondo de las lagunas, de los ríos, de los despeñaderos, o sirviendo de pasto a los perros y a las aves de rapiña. El Derecho Procesal se desenvuelve pública y oralmente, en una sola audiencia y comprende la acusación, defensa, pruebas, sentencias y ejecución".

IV

Otra nota del libro de López Albújar que se acorda con una nota del libro de Valcárcel es la que nos habla de la nostalgia del indio. La melancolía del indio, según Valcárcel, no es sino nostalgia. Nostalgia del labrador arrancada al agro y al hogar por las empresas bélicas o pacíficas del Estado. En “Ushanam Jampi” la nostalgia pierde al protagonista. Conce Maille es condenada al exilio por la justicia de los ancianos del Chupán. Pero el deseo de sentirse bajo su techo es más fuerte que el instinto de conservación. Y lo impulsa a volver furtivamente a su choza, a sabiendas de que en el pueblo lo aguarda tal vez la última pena. Esta nostalgia nos define el espíritu del pueblo del Sol como el de un pueblo agricultor y sedentario. No son ni han sido los quechuas aventureros ni vagabundos. Quizá por esto ha sido y es también tan poco aventurera y tan poco vagabunda su imaginación. Quizá por esto, el indio objetiva su metafísica en la naturaleza que lo circunda. Quizá por esto, los jircas o sea los dioses lares o los dioses del terruño gobiernan su vida. El indio no podía ser monoteísta.

Desde hace cuatro siglos las causas de la nostalgia indígena no han cesado de multiplicarse. El indio ha sido frecuentemente un emigrado. Y, como en cuatro siglos no ha podido aprender a vivir nómadamente, porque cuatro siglos son muy poca cosa, su nostalgia ha adquirido ese acento de desesperanza incurable con que gimen las quenas.

V

López Albújar se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del alma del quechua. Y describe en su divagación sobre la coca: "El indio, sin saberlo, es schopenahuerista. Schopenahuer y el indio tienen un punto de contacto, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es teoría y vanidad y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para uno la vida es un mal, para el otro no es ni mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es”.

Unamuno encuentra certero este juicio. También él cree que el excepticismo del indio es experiencia y desdén. Pero el historiador y el sociólogo pueden percibir otras cosas que el filósofo y e!l literato tal vez desdeñan. ¿No es este excepticismo, en parte, un rasgo de psicología asiática? El chino, como el indio, es materialista y excéptico. Y, como en el Tawantisuyu. en la China, la religión es un código de moral práctica más que una concepción abstrusamente metafísica. El libro de López Albújar no aborda estas cuestiones ni tenía por qué abordarlas. Pero le pertenece en mérito de plantear su debate. La cual basta para dar una idea de la hondura de sus sugestiones.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La máscara y el rostro [Recorte de prensa]

La máscara y el rostro

I

Que el escritor italiano Luiggi Chiarelli me perdone si pongo a este artículo el pirandeliano título de su celebrada pieza de teatro. La culpa no es mía sino de Augusto Aguirre Morales. El novelista de "El pueblo del Sol" pretende que la imagen del Imperio Incaico que nos ofrecen la historia y la leyenda —más la leyenda que la historia— es una imagen falsa. Yo había titulado "El rostro y el alma del Tawantisuyo" a mi artículo sobre el libro de Luis A. Valcárcel. Aguirre en su conferencia polémica —Valcárcel nos da la tesis; Aguirre, la antítesis— denuncia la "mentada organización paternal y comunista del Tawantisuyo". Según Aguirre no conocemos el rostro del imperio. No conocemos sino la máscara.

Yo había leído atentamente, mucho antes que el resumen de la conferencia de Aguirre, el primer tomo de su novela “El Pueblo del Sol”. Lo había leído con un interés que no nacía de mi antigua amistad con Aguirre, ni de mi sincera estimación de su talento, como de mi placer de encontrar una concepción nueva de la vida incaica. En el prólogo de "El Pueblo del Sol", Aguirre bosqueja su radical oposición a la tesis de los que definen y presentan la sociedad incaica como una sociedad dulce y virgilianamente socialista. Niega el panorama idílico y bucólico. Le opone un panorama romántico y dramático. En "El Pueblo del Sol", por ende, yo no hallé solo una novela; hallé, sobre todo, un original documento polémico sobre nuestra historia. Y me sentí tentado de escribir enseguida mi impresión acerca del romance y de la tesis ensamblados, en "El Pueblo del Sol". Pero, luego, decidí aguardar el segundo tomo.

El segundo tomo no ha venido todavía. Aguirre ha querido exponernos antes, en una conferencia, toda su teoría respecto del Tawantisuyo. Y resulta de su conferencia que su intento de revisión del Imperio va mucho más allá de lo que el prólogo y el argumento de "El pueblo del Sol", dejaba entrever. El eje de la teoría se desplaza del carácter y la psicología del pueblo incaico, a su organización social y política. Y, en este terreno, Aguirre niega la evidencia.

II

Sostiene Aguirre que la organización incaica no fue comunista. Pero su aserción reposa en puntos de vista artificiales e inconsistentes. Parece que Aguirre ha pretendido encontrar en el comunismo incaico los rasgos y los perfiles del comunismo moderno. Y, claro, no ha logrado descubrir en el mundo gobernado por Inca Rocca las características del mundo concebido por Karl Marx y Friedrich Engels.

El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender el hombre de estudio que explora el Tawantisuyo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a disitntas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los Incas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquella el hombre se sometía a la naturaleza. En esta la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza, esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico. De toda suerte se corre el riesgo cierto de caer en los clamorosos errores en que ha caído Víctor Andrés Belaúnde en una tentativa de este género.

Los cronistas de la conquista y de la colonia miraron el panorama indígena con ojos medioevales. Su testimonio, indudablemente, no puede ser aceptado sin beneficio de inventario. Sus juicios corresponden inflexiblemente a sus puntos de vista españoles y católicos. Pero Aguirre Morales es, a su turno, víctima del falaz punto de vista. Su posición en el estudio del Imperio Incaico no es una posición relativista. Aguirre considera y examina el Imperio con apriorismos liberales e individualistas. Y piensa que el pueblo incaico fue un pueblo esclavo e infeliz porque careció de libre arbitrio. Me parece el caso de declarar que el libre arbitrio le ha jugado una pasada a Aguirre Morales. El libre arbitrio es un aspecto ideológico del complejo fenómeno liberal. Una crítica realista puede definirlos como la levadura metafísica de la civilización capitalista. (Sin el libre arbitrio no habría libre tráfico, ni libre concurrencia, ni libre industria). Una crítica idealista puede definirlos como una adquisición del espíritu humano en la edad moderna. En ningún caso, el libre arbitrio cabía en la vida incaica. El hombre del Tawantisuyo no sentía absolutamente ninguna necesidad de libertad individual. Así como no sentía absolutamente, por ejemplo, ninguna necesidad de libertad de imprenta. La libertad de imprenta puede servirnos para algo a Aguirre Morales y a mí; pero los indios podían ser felices sin conocerla y aun sin concebirla. La vida y el espíritu del indio no estaban atormentados por el afán de especulación y de creación intelectuales. No estaban tampoco subordinadas a la necesidad de comerciar, de contratar, de traficar. ¿Para qué podía servirle, por consiguiente, al indio este libra arbitrio inventado por nuestra civilización? Si el espíritu de la libertad se reveló al quechua, fué sin duda en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la idea liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la Libertad, como la revelación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con la imagen concreta de una libertad con gorro frigio —hija del prostentismo y del renacimiento y de la revolucón francesa— es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y de su democracia.

La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad incaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen incaico —constata— fue despótico y teocrático; luego —afirma— no fué comunista. Mas el comunismo no supone, históricamente, libre arbitrio ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo —otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres— es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna, de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo; condena y ataca solo lo que en esta idea hay de negativo y temporal.

Teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen incaico. Pero este es un rasgo común de todos los régimenes de la antigüedad. Todas las monarquías de la historia se han apoyado en el sentimiento religioso de sus pueblos. El divorcio del poder temporal y del poder espiritual es un hecho nuevo. Y más que un divorcio es una separación de cuerpos. Hasta Guillermo de Hohenzollern los monarcas han invocado su derecho divino.

No es posible hablar de tiranía abstractamente. Una tiranía es un hecho concreto. Y es real solo en la medida en que oprime la voluntad de un pueblo o en que contraría y sofoca su impulso vital. Muchas veces, en la antigüedad un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Este parece haber sido el caso del Imperio Incaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Incas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu, fue la comunidad, fue la célula del Imperio. Los Incas hicieron la unidad, inventaron el imperio; pero no crearon la célula. El Estado jurídico
organizado por los Incas reprodujo, sin duda, al Estado natural pre-existente. Los Incas no violentaron nada. Está bien que se exalte su obra; no que se desprecie y disminuya la gesta milenaria y multitudinaria de la cual esa obra no es sino una expresión y una consecuencia. No se debe empequeñecer, ni mucho menos negar, lo que en esa obra pertenece a la masa. Aguirre, literato individualista, se complace en ignorar en la historia a la muchedumbre. Su mirada de romántico busca exclusivamente al héroe. He aquí la razón fundamental por la que los hombres de sensibilidad y mentalidad nuevas no podemos seguirlo en su aventura.

Los vestigios de la civilización incaica declaran, unánimemente, contra la requisitoria de Aguirre Morales. El autor de "El Pueblo del Sol" invoca el testimonio de los millares de huacos que han desfilado ante sus ojos. Y bien esos huacos dicen que el arte incaico fue un arte popular. Y el mejor documento de la civilización incaica es, acaso, su arte. La cerámica estilizada y sintatista de los indios no puede haber sido producida por un pueblo grosero y bárbaro.

III

Un hombre de ciencia y de letras, James George Frazer, —uno de los helenistas que en nuestro siglo han descubierto de nuevo a Grecia— muy distante espiritual y físicamente de los cronistas de la colonia, escribe: “Remontando el curso de la historia, se encontrará que no es por un puro accidente que los primeros grandes pasos hacia la civilización han sido hechos bajo gobiernos despóticos y teocráticos como los de la China, del Egipto, de Babilonia, de México, del Perú, países todos en los cuales el jefe supremo exigía y obtenía la obediencia servil de sus súbditos por su doble carácter de rey y de dios. Sería apenas una exageración decir que en
esa época lejana el despotismo es el más grande amigo de la humanidad y, por paradojal que esto parezca, de la libertad. Pues, después de todo, hay más libertad, en el mejor sentido de la palabra, —libertad de pensar nuestros pensamientos y de modelar nuestros destinos,— bajo el despotismo más absoluto y la tiranía más opresora que bajo la aparente libertad de la vida salvaje, en la cual la suerte del individuo, de la cuna a la tumba, es vaciada en el molde rígido de las costumbres hereditarias”. (“The Golden Bough” Part. 1).

IV

Aguirre Morales dice que en la sociedad incaica se desconocía el robo por una simple falta de imaginación para el mal. Pero no se destruye con una frase de ingenioso humorismo literario un hecho social que prueba, precisamente, lo que Aguirre se obstina en negar: el comunismo incaico. El economista francés Charles Gide piensa que, más exacta que la célebre fórmula de Proudhon, es la siguiente fórmula: "El robo es la propiedad". En la sociedad incaica no existía el robo porque no existía la propiedad. O, si se quiere, porque existía una organización socialista de la propiedad.

Invalidemos y anulemos, si hace falta, el testimonio de los cronistas de la colonia. Pero es el caso que la teoría de Aguirre busca amparo, justamente, en la interpretación, medioeval en su espíritu, de esos cronistas, de la forma de distribución de las tierras y de los productos. Los frutos del suelo no son atesorables. No es verosímil, por consiguiente, que las dos terceras partes fuesen acaparadas por el consumo de los funcionarios y sacerdotes del Imperio. Mucho más verosímil es que los frutos, que se supone reservados para los nobles y el inca, estuviesen destinados a constituir los depósitos del Estado. Y que representasen, en suma, un acto de providencia social, peculiar y característico en un orden socialista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Poincare y la política francesa [Recorte de prensa]

Poincare y la política francesa

Europa continua movilizada, conflagrada, beligerante. El régimen, las disciplinas y la atmósfera de la guerra pugnan por sobrevivir. Los ejércitos han sido desmovilizados; los espíritus, no. De la prolongación psicológica de la guerra brotan dictaduras marciales de Mussolini, de Horthy, de Primo de Rivera. El estadista europeo Francesco Saverio Nitti nos describía, hace dos años, esta Europa seza pace. Su resonante libro nos demuestra que la paz no ha sido pactada todavía. El tratado de Versalles no es sino una reglamentación provisionaria de la rendición de Alemania. Varias conferencias europeas —Spa, Génova, La Haya— han intentado ser una verdadera conferencia de paz. Pero ninguna de ellas ha conseguido elaborar una paz válida, una paz definitiva. Subsiste, por esto, en Europa una situación guerrera.

La ocupación del Ruhr es un acto de guerra. Francia la titula una sanción. Pero todas la invasiones de la historia se han atribuido una intención punitiva. Un pueblo que ha vejado o extorsionado a otro pueblo, no ha confesado nunca la arbitrariedad, ni la injusticia de su acto.

Esta política francesa significa una persistencia de estado de ánimo del periodo bélico. Mr. Raymond Poincaré ha sido uno de los artífices, uno de los creadores de ese estado de ánimo. Y cuatro años febriles de guerra lo han desadaptado para las labores de la paz. Tal como los instrumentos de guerra no pueden transformarse automáticamente en instrumentos de paz, los conductores de una guerra moderna no pueden transformarse tampoco en conductores de la paz. La guerra los inficiona, los satura de agresividad y de beligerancia. Y habitúa sus espíritus a una porfiada y tenaz actitud de combate. Este es el caso de Poincaré. Poincaré se ha sistematizado en la arenga y en la proclama. Su voz suena como un clarín. Su frase tiene un ritmo marcia. Es su oratoria —entrenada hebdomadariamente en la inauguración de algún nuevo monumento a los caídos de la guerra— late la exultación de la victoria y la voluptuosidad de la represalia.

Y la situación espiritual del parlamento francés corresponde a la situación espiritual de Poincaré. Este parlamento fue elegido en 1919 en una época de excitación y de hiperestesia nacionalistas. Su elección constituyó un número solemne del programa de festejos de la victoria. Una apoteosis de la "unión sacrée". Y, por tanto, la mayoría cayó en poder de los grupos de derecha y de centro que componían el bloc nacional. Algunos hombres del radicalismo, algunos hombres de izquierda, que se filtraron en este parlamento, tuvieron que esconder o atenuar su filiación y enmascararse de chauvinismo. El sector socialista de la cámara quedó reducido y aislado. La nueva cámara proclamó la infalibilidad y la intangibilidad del tratado de Versalles. Más aún, algunos diputados incandescentemente extremistas lo declararon blando y tímido e insuficiente como instrumentos de tortura de Alemania. Y, primero el gabinete de Leygues, después el gabinete de Briand, vacilantes o tardíos en la aplicación severa y rígida del Tratado, fueron abatidos por los votos del bloc nacional, que encontró su leader en Poincaré. Poincaré, desde las crónicas políticas de "La Revue des Deux Mondes", denunciaba entonces la debilidad y la abulia de la política de Briand. Poincaré resultaba el caudillo natural del "bloc". Inicialmente, la política de Poincaré, pareció, sin embargo, demasiado contemporizadora y suave a Andrés Tardieu, leader clemencista, y a otros diputados de la derecha. Pero, muy pronto, Poincaré acalló todos los descontentos, adoptando ante Alemania una actitud implacable, polemizando briosamente con Inglaterra y acomentiendo la aventura de Ruhr. Tardieu y dos suyos se han visto obligados a reconocer en los rumbos de Poincaré sus propios rumbos. Poincaré se ha se asegurado, indefinidamente, la confianza unánime del bloc nacional y los sectores afines. El pequeño y pálido grupo radical, dirigido por Herriot, es el único grupo burgués ausente de su mayoría parlamentaria.

Pero esta cámara representa un estado de ánimo contingente y pretérito de la gran nación francesa. Representa el estado de la opinión en 1919. De entonces a hoy, los ardimientos nacionalistas se han atenuado mucho, malgrado la intensa y perseverante acción tóxica de una prensa "chauvine". Todas las elecciones parciales de Seine-et Oise, las izquierdas infringieron una bulliciosa derrota al bloc nacional. Hubo cuatro juegos de candidatos: ministerial, radical, socialista y comunista. La primera votación no dio mayoría suficiente a ningún bando. Los candidatos de Poincaré, batidos por los radicales, desistieron a favor de éstos. Los socialistas, igualmente faltos de "chance", se retiraron también. En la segunda votación alcanzaron 77,000 votos Franklin-Bouillon y Goust, candidatos radicales, y 54,000 votos Marty y Paquereaux, candidatos comunistas. Estos resultados electorales, en un circunscripción de acentuada filiación nacionalista, son un síntoma de que el estado de ánimo del país no es ya el mismo de 1919. El bloc nacional lo advierte. De aquí que sus ministerios no hayan convocado a nuevas elecciones generales. Y de aquí que hayan resuelto el funcionamiento de esta cámara hasta la extinción de su duración máxima de cinco años.

Poincaré, rigurosamente, no personifica a la actual opinión francesa. Es el leader del sector más saturado de chauvinismo, más intoxicado de belicosidad. Su gobierno se apoya, primeramente, sobre los grupos, obsesionados por el miedo a la revancha enemiga, que tienden a la mutilación y al aniquilamiento de Alemania. Se apoya, luego, sobre las masas de contribuyentes, fuertemente interesadas en que las deudas de guerra no graven su bolsa y honestamente convencidas de la necesidad de que Francia constriña a pagar a Alemania o se apodere de sus valores negociables. Y se apoya, finalmente, en el grupo plutocrático que aspira a la posesión de las minas de carbón alemanas y a la hegemonía metalúrgica en Europa. Este grupo plutocrático es el que ha discutido con Stinnes y la industria alemana las bases de una cooperación industrial franco-alemana. Si la vía de esta cooperación se allanase, la plutocracia metalúrgica francesa reclamaría a otros hombres en el gobierno. Ni Poincaré ni Tardieu podrían dirigir la nueva política. La actuación de ésta podría ser confiada, en cambio, a los radicales, a las izquierdas. La plutocracia industrial dispone de la mayor parte de los grandes rotativos. Todos estos instrumentos de propaganda serían puesto al servicio electoral del bloc de izquierdas. Y serían empleados en la destrucción, en el socabamientos de la vitalidad del bloc nacional. Sin embargo, no en vano toda la prensa francesa, con las solas excepciones de "L'Oeuvre", "L'Ere Nouvelle" y los periódicos socialistas, ha predicado la extorsión de Alemania. Esta predicación constante ha alimentado en el espíritu del pueblo francés innumerables gérmenes nacionalistas. La plutocracia metalúrgica podría encontrar, pues, en la opinión, muchas resistencias a un compromiso con Alemania forjadas por sus propios instrumentos de orientamiento y seducción del público. Pero, de toda suerte, de las elecciones generales del año próximo saldrá un nuevo gobierno. Hasta entonces, hasta octubre o noviembre, durará probablemente la política de Poincaré. ¿Cuáles serán las consecuencias de un año más de esta política? Alemania extenuada y agotada por los subsidios a la población del Ruhr, ha abandonado la resistencia pasiva. Pero no ha renunciado a la lucha. Antes bien, Stressemann ha usado reiteradamente un lenguaje arrogante. Y ha dicho que, en caso necesario, la resistencia pasiva puede trocarse en resistencia activa. Los últimos cablegramas anuncian la ruptura de Stressemann con los socialistas y la posibilidad de que reorganice el gobierno con la colaboración de los pangermanistas. El gobierno alemán asimilaría, así, una buena dosis de la intransigencia de la extrema derecha. Francia, en este caso, se instalaría en el Ruhr. Pero esto no constituiría sustancialmente una situación nueva. Francia ha declarado su intención de no moverse del Ruhr mientras Alemania no le pague. ¿Y cómo podría Alemania, con un presupuesto deficitario, una balanza comercial deficitaria también y una moneda totalmente desvalorizada, obligarse a ingentes pagos inmediatos?

Poincaré explica su política en un lenguaje forense. Francia es un acreedor que protesta las letras vencidas de Alemania y traba embargo de sus bienes. Esta dialéctica es muy propia de la psicología y de la mentalidad del leader lorenés. Poincaré usa en la política métodos de abogado, ideas de jurista. Su técnica verbal y su técnica conceptual son las de un abogado. En este capítulo de la historia humana, Poincaré da la sensación de un abogado, de un jurista, intransigente en la aplicación del viejo derecho y de los viejos códigos. La política y la economía del mundo ha cambiado. La paz ha revelado la solidaridad y la interdependencia de las naciones occidentales. La paz ha bosquejado las direcciones de un derecho nuevo. Poincaré, desdeñoso de las notificaciones de la realidad nueva, sigue esgrimiento su jurisprudencia tradicionalista y rígida. Y juzga posible, en estos tiempos, una política napoleónica, una política bismarkiana. Poincaré es integralmente reaccionario. Pero no es un reaccionario tempestuoso, tumultuario y violento del tipo de Mussolini. No es un reaccionario místico y despótico sino un reaccionario burocrático y republicano. Moviliza, como elementos de reacción, el parlamento, la burocracia, los tribunales, las leyes. Acaso, por esto, su tramonto es inevitable. Porque, si Europa se pacifica, si se inaugura una política de cooperación internacional, una política de reforma y de compromiso, Poincaré no podrá volver al poder. Y si, por el contrario, se acentúa en Europa una política reaccionaria y guerrera, tampoco podrá conservarlo. Lo reemplazará, entonces, un reaccionario ultraísta, un reaccionario exento de sus prejuicios de abogado y de funcionaria de la Tercera República Francesa. Lo reemplazará un "camelot du roi", un caudillo de arnés medioeval. O, para estar más a tono con la moda, un caudillo de masa.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Recorte]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte - América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, — tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial, la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia y China

Rusia y China

El ataque a la U.R.S.S. por uno de los Estados que la diplomacia y la finanza de los imperialismos capitalistas puede movilizar contra la revolución rusa estaba demasiado previsto desde que a la etapa del reconocimiento de los Soviets por los gobiernos de Occidente -empujados en parte a esta actitud, según lo observa Álvarez del Vayo por la esperanza de que los negocios en Rusia aliviasen su crisis industrial- siguió la etapa de hostilidad y agresión inaugurada por el allanamiento de la casa Arcos en Londres. Desde entonces es evidente la reaparición en las potencias capitalistas de un acre humor anti-soviético. Mr. Baldwin no trepidó en aceptar las responsabilidades de la ruptura de las relaciones diplomáticas, restablecidas por el primer gabinete Mac Donald. Y en Francia una estridente campaña de prensa, subsidiada y dirigida por la más notoria plutocracia, exigió el retiro del Embajador Rakovsky.

Pero, generalmente, se pensaba que la ofensiva comenzaría otra vez en Occidente. Polonia se ha impuesto el oficio de gendarme de la reacción. Y el general Pilsudsky, en vena siempre de aventuras más o menos napoleónicas, se ha entrenado bastante en la Conspiración y la maniobra anti-soviéticas. Rumania, favorecida por la paz con la anexión de la Besarabia, a expensas de Rusia y del principio de libre determinación de las nacionalidades es otro foco de intrigas y rencores contra la U.R.S.S. Y, en general, a ningún trabajo se han mostrado tan atentas las potencias de Occidente como al de interponer entre la U.R.S.S. y la vieja Europa demo-burguesa una sólida muralla de Estados incondicionalmente adictos a la política imperialista del capitalismo.

La amenaza a que más sensible se manifestaba esta política era, sin embargo, la de la creciente influencia de Rusia en Oriente. Y era lógico, por consiguiente, que la nueva ofensiva anti-rusa eligiese para sus operaciones los países asiáticos. En esto, el Imperio Británico, sobre todo, continuaba su tradición. Inglaterra, desde los tiempos de Disraeli, ha sentido en Rusia su mayor rival en Asia.
En la política de Persia, la mano de Inglaterra se ha movido activamente contra Rusia en los últimos tiempos, en modo demasiado ostensible. Y, a partir del nuevo curso de la política china, que ha hecho del Kuo-Ming-Tang y sus generales un instrumento más perfecto y moderno de los intereses imperialistas que los antiguos caudillos feudales, la excitación de China contra Rusia no ha cesado un instante. La actitud de las autoridades de la Manchuria expulsando intempestivamente a los rusos de esa parte de la China y apoderándose de modo violento del ferrocarril oriental, no es sino un efecto de un trabajo, cuyos antecedentes hay que buscar en la lucha de los imperialismos capitalistas con los Soviets durante la acción nacionalista revolucionaria del Kuo-Ming-Tang.

El Japón juega, sin duda, en la preparación de este conflicto un rol preponderante. Las inversiones del Japón en la Manchuria alcanzan una cifra conspicua. La penetración japonesa en la China, en general, avanza a grandes pasos desde la guerra que hizo del Japón algo así como el fiduciario de la Entente en el Extremo Oriente. La Conferencia de Washington sobre los asuntos chinos, tuvo entre sus principales objetos el de contener la expansión japonesa en la China. Estos intereses económicos se han reflejado incesantemente en el desarrollo de la política. El Japón, occidentalizado y progresista, se ha esmerado a este respecto en la colaboración con los elementos más retrógrados de la China. El Club An-Fú fue su partido predilecto. Luego Chang-So-Ling, el dictador de la Manchuria, acaparó sus simpatías. Y las ambiciones del Japón sobre la Manchuria son de vieja data. El ferrocarril ruso de la Manchuria recuerda, precisamente, al Japón una de sus derrotas diplomáticas. Su victoria militar sobre la China en 1895 le pareció título bastante para instalarse en la península de Liao-Tung, en Port Arthur, en Dalny, en Wei-Hai-Wei y la Corea. Pero, entonces, este apetito excesivo y poco razonable estaba en absoluto conflicto con los intereses de las potencias europeas. Rusia zarista, particularmente, que acababa de construir la línea transiberiana, no podía avenirse a las pretensiones desmesuradas del Japón. La diplomacia de Rusia, Francia y Alemania obligó al Japón a soltar la presa. Y, más tarde, Rusia se hacía adjudicar el Liao Tung con Port Arthur y Dalny y obtenía la autorización de construir el ferrocarril de la Manchuria. Rusia perdió en la guerra con el Japón una parte de estas posesiones; pero entre otras, juzgadas incontestables, conservó la del ferrocarril. Y en 1924, el propio gobierno de Chan-So-Ling reconoció a Rusia sus derechos sobre esta vía férrea. La diplomacia revolucionaria de los Soviets había roto con la tradición del zarismo en sus relaciones con China, renunciando a los derechos de extraterritorialidad y otros que los tratados vigentes con las potencias europeas le reconocían. Rusia había inaugurado una nueva etapa en las relaciones de Europa con China, tratándola de igual a igual. Chang-So-Ling, dictador feudal del más reaccionario espíritu, no era por cierto un gobernante dispuesto a apreciar debidamente este lado de la nueva política rusa. Pero los derechos de Rusia aparecían tan indiscutibles que el tratado no podía conducir sino a su ratificación.

La conducta de la China va contra toda norma de derecho. Un telegrama de Ginebra comunica “que los juristas de Ginebra y La Haya se muestran generalmente inclinados a favorecer la actitud de los abogados de Moscú, quienes insisten en que la China no ha tenido ninguna causa justificada para proceder en la violenta y repentina forma que lo hiciera, sin tratar siquiera de justificar su actitud mediante avisos previos". Esta opinión, dada la ninguna simpatía de que goza la Rusia soviética en el ambiente de la Sociedad de las Naciones, revela que la sutileza de los jurisconsultos no encuentra excusa seria para el proceder chino. Se invoca, como de costumbre, el pretexto, bastante desacreditado, de la propaganda comunista. Pero esta propaganda, en caso de estar comprobada, podría haber sido una razón para medidas circunscritas contra los elementos no deseables. Es imposible explicar con el argumento de la propaganda comunista, las prisiones y exportaciones en masa y la confiscación del ferrocarril.

La política del Japón en la China obedece a intereses distintos y aún rivales de los que dictan la política yanqui. Habían dejado de coincidir aún con los de la política británica. La lucha entre los imperialismos rivales es, sin duda, un obstáculo para un inmediato frente único, anti-soviético, de las grandes potencias capitalistas. Pero la intención de este frente está en los estadistas de sus burguesías. El pacto Kellogg confronta su primera gran prueba, lo mismo que la diplomacia laborista. La China feudal y militarista, la China de Chang Hseuh Liang y Chang Kai Shek, carece de voluntad en este conflicto. No será ella, en el fondo, la que dé la respuesta que aguarda la demanda soviética.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política inglesa

Política inglesa

La política inglesa, a primera vista, parece un mar en calma. El gobierno de Baldwin dispone de la sólida mayoría parlamentaria, ganada por el partido conservador hace poco más de un año. ¿Qué puede amenazar su vida? Inglaterra es el país del parlamentarismo y de la evolución. Estas consideraciones deciden fácilmente al espectador lejano de la situación política inglesa a declararla segura y estable.

Pero a poco que se ahonde en la realidad inglesa se descubre que el orden conservador presidido por Baldwin, reposa sobre bases mucho menos firmes de lo que se supone. Bajo la aparente quietud de la superficie parlamentaria, madura en la Gran Bretaña una crisis profunda. El gobierno de Baldwin tiene ante si problemas que no consienten una política tranquila. Problemas que, por el contrario, exigen una solución osada y que, en consecuencia, pueden comprometer la posición electoral del partido conservador.
Si Inglaterra no se mantuviera aún dentro del cauce democrático y parlamentario, el partido conservador podría afrontar estos problemas con su propio criterio político y programático, sin preocuparse demasiado de las ondulaciones posibles de la opinión. Pero en la Gran Bretaña a un gobierno no le basta la mayoría del parlamento. Esta mayoría debe sentirse, a su vez, más o menos cierta de seguir representando a la mayoría del electorado. Cuando se trata de adoptar una decisión de suma trascendencia para el imperio, el gobierno no consulta a la cámara; consulta al país convocando a elecciones. Un gobierno que no se condujese así en Inglaterra, no sería un gobierno de clásico tipo parlamentario.

El último caso de este género está muy próximo. Como bien se recordará, en 1923 los conservadores estaban, cual ahora, en el poder. Y estaban, sobre todo, en mayoría en el parlamento. Sin embargo, para decidir si el Imperio debía o no optar por una orientación proteccionista, -combatidos por los liberales y los laboristas en el parlamento- tuvieron que apelar al país. El fallo del electorado les fue adverso. No habiendo dado a ningún partido la mayoría, la elección produjo el experimento laborista.
Ahora, por segunda vez, la crisis económica de la post-guerra puede causar el naufragio de un ministerio conservador. El escollo no es ya el problema de las tarifas aduaneras sino el problema de las minas de carbón. Esto es, de nuevo un problema económico.
La cuestión minera de Inglaterra es asaz conocida en sus rasgos sustantivos. Todos saben que la industria del carbón atraviesa en Inglaterra una crisis penosa. Los industriales pretenden resolverla a expensas de los obreros. Se empeñan en reducir los salarios. Pero los obreros no aceptan la reducción. En defensa de la integridad de sus salarios, están resueltos a dar una extrema batalla. No hay quien no recuerde que hace pocos meses este conflicto adquirió una tremenda tensión. Los obreros acordaron la huelga. Y el gobierno de Baldwin solo consiguió evitarla concediendo a los industriales un subsidio para el mantenimiento de los salarios por el tiempo que se juzgaba suficiente para buscar y hallar una solución.

El problema, por tanto, subsiste en toda su gravedad. El gobierno de Baldwin firmó, para conjurar la huelga, una letra cuyo vencimiento se acerca. Una comisión especial estudia el problema que no puede ser solucionado por medios ordinarios. El Partido Laborista propugna la nacionalización de las minas. El Partido Conservador parece que, constreñido por la realidad, se inclina a aceptar una fórmula de semi-estadización que, por supuesto, los liberales juzgan excesiva y los laboristas insuficiente. Y, por consiguiente, no es improbable que los conservadores se vean, como para las tarifas aduaneras, en el caso de reclamar un voto neto de la mayoría electoral. No es ligera la responsabilidad de una medida que significaría un paso hacia la nacionalización de una industria sobre la cual reposa la economía británica.

Y ya no caben, sin definitivo desmedro de la posición del gobierno conservador, recursos y maniobras dilatorias. La amenaza de la huelga está allí. El gobierno que hace poco, para ahorrar a Inglaterra, el paro, se resolvió a sacrificar millones de esterlinas, conoce bien su magnitud. Y la ondulante masa neutra que decide siempre el resultado de las elecciones, y que en las elecciones de diciembre de 1924 dio la mayoría a los conservadores, no puede perdonarle un fracaso en este terreno.

El partido conservador venció en esas elecciones por la mayor confianza que inspiraba a la burguesía y a la pequeña burguesía su capacidad y su programa de defensa del orden social. Y una huelga minera sería una batalla revolucionaria. ¡Cómo!- protestaría la capa gris o media del electorado ante un paro y sus consecuencias.- ¿Es esta la paz social que los conservadores nos prometieron en los comicios? Baldwin y sus tenientes se sentirían muy embargados para responder.

Estas dificultades -y en general todas las que genera la crisis económica o industrial- tienen de muy mal humor a los conservadores de extrema derecha. Toda esta gente se declara partidaria de una ofensiva de estilo fascista contra el proletariado. No obstante la diferencia de clima y de lugar, la gesta de Mussolini y los “camisas negras” tiene en Inglaterra, la tierra clásica del liberalismo, exasperados e incandescentes admiradores que, simplísticamente, piensan que el remedio de todos los complejos males del Imperio puede estar en el uso de la cachiporra y el aceite de ricino.

Los conservadores ultraístas, llamados los die-hards, acusan a Baldwin de temporizador. Denuncian la propagación del espíritu revolucionario en los rangos del Labour Party. Reclaman una política de implacable represión y persecución del comunismo, cuyos agitadores y propagandistas deben, a su juicio, ser puestos fuera de la ley. Sostienen que la crisis industrial depende del retraimiento de los capitales por miedo a una bancarrota del antiguo orden social. Recuerdan que el partido conservador debió en parte su última victoria electoral a las garantías que ofrecía contra el “peligro comunista” patéticamente invocado por el conservantismo, en la víspera de las elecciones, con una falsa carta de Zinovief en la mano crispada.

La exacerbada y delirante vociferación de los die-hards ha conseguido, no hace mucho, de la justicia de Inglaterra, la condena de un grupo de comunistas a varios meses de prisión. Condena en la que Inglaterra ha renegado una parte de su liberalismo tradicional.
Pero los die-hards no se contentan de tan poca cosa. Quieren una política absoluta y categóricamente reaccionaria. Y aquí está otro de los fermentos de la crisis que, bajo una apariencia de calma, como conviene al estilo de la política británica, está madurando en Inglaterra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La elección de Hindenburg

La elección de Hindenburg

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elección son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor único: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasiado exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octogenario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del “resurgimiento del militarismo alemán”. Para explicarse el cómo y el porqué de esta elección, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda votación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unanimidad de los sufragios de la reacción. Ni el partido fascista ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron candidatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reconoce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia, la más negligible e insignificante de todas las candidaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones tocaron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El “sentimiento monárquico, conservador e imperialista” salió batido de la votación. Los tres partidos de la república -demócrata, católico y socialista- que sacudieron separadamente a las elecciones, alcanzaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acerca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjetivas. Cada partido quería “menager” los intereses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura socialista.
La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emergida, desde la primera hora, de una unánime corriente nacionalista, sino una candidatura laboriosamente gastada en el mismo seno de la experiencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorf. Jarres era la carta del partido nacional alemán y del partido popular (nacionalismo moderado y oportunista). Ludendorf era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraísta, “racismo” incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso entre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y planteada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posibilidades, sobre un frío cómputo de sus ventajas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxito de la “mise en scene” de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal, han pescado a río revuelto la presidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los partidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido de bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asigna a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el domingo un poco más del cuarentainueve por ciento de los sufragios. No obstante la concurrencia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la república o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos. Más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado solo un millón novecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resulta indispensable analizar. Un observador superficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encontrarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible -se preguntará- que el comunismo, forzado a votar por la monarquía o la república haya votado virtualmente por la monarquía? Toda la cuestión no está contenida ni planteada en la pregunta. Pero, de todos modos, bien se puede absolverla afirmativamente. Sí; es concebible, es perfectamente concebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácticamente la razón a la monarquía. En Inglaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento gubernamental del laborismo. En Alemania, el experimento gubernamental del socialismo se ha cumplido ya. Y die Kommunistische Partei es una falange organizada y poderosa que, en dos oportunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el gobierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las beatas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no puede regirse por esta clase de conceptos. A la política revolucionaria le importaba y le preocupaba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del proletariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemencia polémica a esta que a aquella. Porque, mientras la reacción, en su empeño romántico de reconstruir el pasado, socava el orden en cuya defensa insurge teóricamente, la democracia seduce en el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la combatividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artículo una prolija exposición de esta compleja teoría, esbozada por mí otras veces. A este artículo no le corresponde ni le preocupa más que fijar las reales proporciones y esclarecer los verdaderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudesca; pero no ha conquistado aún el poder. La democracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reaccionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reacción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Alemania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imaginar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremendas aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del “racismo” de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Hannover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en el al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de sencillos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conservador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de de edad, temperamento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Emperador y del Imperio. Ahora en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Presidente de la República. He ahí todo el hombre y he ahí también todo el episodio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lenin

La figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas. Los otros personajes contemporáneos viven en roce cotidiano, en contacto inmediato con el público occidental. Lloyd George, Poincaré, Mussolini, nos son familiares. Su cara nos sonríe consuetudinariamente desde las carátulas de las revistas. Estamos abundantemente informados de su pensamiento, su horario, su menú, su palabra, su intimidad. Y se nos muestran siempre dentro de un marco europeo: un hotel, una villa, un automóvil, un pullmann, un boulevard. Lenin, en cambio, está lejos del mundo occidental, en una ciudad mitad asiática y mitad europea. Su figura tiene como retablo el Krenlim, y como telón de fondo el Oriente. Nicolás Lenin no es siquiera un nombre sino un pseudónimo. El leader bolchevique se llama Vladimir Illicht Ulianow, como podría llamarse un protagonista de Gorky, de Andrejew o de Korolenko. Hasta físicamente es un hombre un poco exótico: un tipo mongólico de siberiano o de tártaro. Y como la música de Balakirew o de Rimsky Korsakow, Lenin nos parece más oriental que occidental, más asiático que europeo. (Rusia irradia simultáneamente en el mundo su bolchevismo, su arte, su teatro y su literatura. Sincrónicamente se derraman, se difunden y se aclimatan en las ciudades europeas los dramas de Checow, las estatuas de Archipouko y las teorías de la Tercera Internacional. Agentes viajeros del alma rusa, Stravinsky seduce a París, ChaIlapine conquista Berlín, Tchicherine agita a Lausanne.)
Lenin ejerce una fascinación rara en los pueblos más lontanos y abstrusos. Moscou atrae peregrinos de Persia, de la China, de la India. Moscou es actualmente una feria de abigarrados trajes indígenas y de lenguas esotéricas. La celebridad de Oswald Spengler, de Charles Maurras o del general Primo de Rivera no es sino una celebridad occidental. La celebridad de Lenin, en tanto, es una celebridad unánimemente mundial. El nombre de Lenin ha penetrado en tierra afgana, siria, árabe. Y ha adquirido timbres mitológicos.
Quienes han asistido a asambleas, mítines, comicios, en los cuales ha hablado Lenin, cuentan la religiosidad, el fervor, la pasión que suscita el leader ruso. Cuando Lenin se alza para hablar, se suceden ovaciones febriles, espasmódicas, frenéticas. Las gentes vitorean, gritan, sollozan.
Pero Lenin no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno. W. T. Goode, en el “Manchester Guardian”, lo ha retratado así: “Lenin es un hombre de estatura media, de cincuenta años en apariencia, bien proporcionado. A la primera mirada, los lineamientos recuerdan un poco el tipo chino; y los cabellos y la barba en punta tienen un tinte rojizo oscuro. La cabeza bien poblada de cabellos y la frente espaciosa y bien modelada. Los ojos y la expresión son netamente simpáticos. Habla con claridad y con voz bien modulada: en todo nuestro coloquio no ha tenido nunca un momento de agitación. La única neta impresión que me ha dejado es la de una inteligencia clara y fría. La de un hombre plenamente dueño de sí mismo y de su argumentación que se expresa con una lucidez extraordinariamente sugestiva”. Arthur Ransome, también en el “Manchester Guardian”, ha dado estos datos físicos y psicológicos del caudillo bolchevique: “Lenin me pareció un hombre feliz. Volviendo del Kremlin a mi alojamiento, me preguntaba yo qué hombre de su calibre tiene un temperamento alegre como el suyo. No encontré ninguno. Aquel hombre calvo, arrugado, que voltea su silla de aquí a allá, riendo ora de una cosa, ora de otra, pronto en todo momento a dar un consejo serio a quien lo interrumpa para pedírselo, -consejo bien razonado que resulta más imperioso que cualquier orden- respira alegría: cada arruga suya ha sido trazada por la risa, no por la preocupación”. Este retrato de un periodista británico, circunspecto y anastigmático como un objetivo Zeiss, nos ofrece un Lenin, sana y contagiosamente jocundo y plácido, muy disímil del Lenin hosco, feroz y ceñudo de tantas fotografías. Ni taciturno, ni alucinado, ni místico, Lenin es, pues, un individuo normal, equilibrado, expansivo. Es, además, un hombre bien abastecido de experiencia y saturado de modernidad. Su cultura es occidental; su inteligencia es europea. Lenin ha residido en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, en Suiza. Su orientación no es empírica ni utopista sino materialista y científica, Lenin cree que la ciencia resolverá los problemas técnicos de la organización socialista. Proyecta la electrificación de Rusia. Bertrand Russell, que califica de ideológico este plan, juzga a Lenin un hombre genial.
La vida de Lenin ha sido la de un agitador. Lenin nació socialista. Nació revolucionario. Proveniente de una familia burguesa, Lenin se entregó, sin embargo, desde su juventud, al socialismo y a la revolución. Lenin es un antiguo leader, no solo del socialismo ruso, sino del socialismo internacional. La Segunda Internacional, en el congreso de Stuttgart de 1907, votó esta moción suya y de Rosa Luxemburgo: “En el caso de que estalle una guerra europea, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política que la guerra provoque para sacudir al pueblo y acelerar la caída del régimen capitalista”. Esta declaración contenía el germen de la revolución rusa y de la Tercera Internacional. Fiel a ella, Lenin explotó las consecuencias de la guerra para conducir a Rusia a la revolución. Timoneada por Lenin, la revolución rusa arribará en noviembre a su sexto aniversario. La táctica diestra y cauta de Lenin ha evitado los arrecifes, las minas y los temporales de la travesía. Lenin es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia. La necesidad de defender la revolución lo ha obligado a algunas transacciones, a algunos compromisos. Sobre él pesa la responsabilidad de un generalísimo de millones de soldados que, mediante retiradas, fintas y maniobras oportunas, debe preservar a su ejército de una acción imprudente. La historia rusa de estos seis años es un testimonio de su capacidad de estratega y de conductor de muchedumbres y de pueblos. Lenin no es un ideólogo sino un realizador. El ideólogo, el creador de una doctrina carece, generalmente, de sagacidad, de perspicacia y de elásticidad para realizarla. Toda doctrina tiene; por eso, sus teóricos y sus políticos. Lenin es un político; no es un teórico. Su obra de pensador es una obra polémica. Lenin ha escrito muchos libros y, con frecuencia, interrumpe fugazmente su actividad de presidente del soviet de comisarios del pueblo, para reaparecer en su tribuna de periodista de “Pravda” o “Izvestia”. Pero el libro, el discurso, el artículo no son para él sino instrumentos de propaganda, de ofensiva, de lucha. Su temperamento polémico es característica y típicamente ruso. Lenin es agresivo, áspero, rudo, tundente, desprovisto de cortesía y de eufemismo. Su dialéctica es una dialéctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario. Lenin ha sostenido un duelo resonante con los teóricos de la Segunda Internacional: Kaustky, Bauer, Turati. La argumentación de estos ha sido más erudita, más literaria, más elocuente. Pero la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante. Lenin es el caudillo de la Tercera Internacional. El socialismo, como se sabe, está dividido en dos grupos: Tercera Internacional y Segunda Internacional. Internacional bolchevique y revolucionaria e Internacional menchevique y reformista. La doctrina de una y otra rama es el marxismo. Su divergencia, su disentimiento, no son, pues, de orden programático sino de orden táctico. Algunos atribuyen al bolchevismo una idea mesiánica, milagrista, taumatúrgica de la revolución. Creen que el bolchevismo aspira a una transformación instantánea, violenta, súbita del orden social. Pero bolchevismo y menchevismo son gradualistas. Solo que el bolchevismo es gradualista revolucionariamente y el menchevismo es gradualista reformísticamente. El bolchevismo sostiene que no es posible utilizar la máquina actual del Estado pasable sustituirla con una máquina adecuada; que el Estado proletario, distinto del Estado burgués en sus funciones, tiene que ser también distinto en su arquitectura. El tipo de Estado proletario creado por los bolcheviques es el Estado sovietal. La República de los Soviets es la federación de todos los soviets locales. El soviet local es la asociación de obreros, empleados y campesinos de una comuna. En el régimen de los soviets no hay dualidad de poderes. Los soviets son, al mismo tiempo, un cuerpo administrativo y legislativo. Y son el órgano de la dictadura del proletariado. Lenin, dice, defendiendo este régimen, que el soviet es el órgano de la democracia proletaria, tal como el parlamento es el órgano de la democracia burguesa. Así como la sociedad contemporánea y la sociedad medioeval han tenido sus formas peculiares, sus instrumentos típicos, sus instituciones características, la sociedad proletaria tiene que crear también las suyas.
Y esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores. Joseph Caillaux sostiene que es necesario “mantener asambleas parlamentarias pero no dejándoles sino derechos políticos, confiar a nuevos organismos la dirección completa del Estado económico y hacer en una palabra la síntesis de la democracia occidental y del sovietismo ruso”. La aparición del Estado bolchevique coincide, pues, con una intensa predicación anti-parlamentaria y una creciente tendencia a dar al Estado una estructura más económica que política. El parlamento, en fin, es atacado, de una parte, por la revolución, y de otra parte por la reacción. El fascismo es esencialmente antidemocrático y antiparlamentario. Mussolini conquistó el poder extra-parlamentariamente. Primo de Rivera acaba de seguir la misma vía. Los organismos de la democracia, son declarados inaparentes para la revolución y para la reacción.
Lenin y Mussolini, el caudillo de la revolución y el caudillo de la reacción, oponen una dictadura de clase a otra dictadura de clase. El choque, el conflicto entre ambas dictaduras inquieta a muchos pensadores contemporáneos. Se presiente que este choque, que este conflicto de clases reducirá a escombros la civilización y sumirá el mundo occidental en una oscura Edad Media. El Occidente se distrae de su drama con sus boxeadores, y se anestesia con sus alcaloides y su música negra. Y, en tanto, como escribía Luis Araquistaín a don Ramón del Valle Inclán en julio de 1920, “por Oriente otra vez el evangelio asoma como hace veinte siglos asomó el cristianismo”.

José Carlos Mariátegui La Chira