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El gabinete Briand, condenado. El segundo Congreso Mundial de la Liga contra el Imperialismo. La amenaza guerrera en la Manchuria [Recorte de Prensa]

El gabinete Briand, condenado

No va a tener larga vida, según parece, el gabinete que preside Aristides Briand. Desde su aparición, era fácil advertir su fisionomía de gobierno interino. En el ministerio del gobierno, Tardieu, fiduciario de las derechas, es un líder de la burguesía, que aguarda su hora. Pero Briand extraía una de sus mayores fuerzas de su identificación con la política internacional francesa de los últimos años. Por algún tiempo todavía, el estilo diplomático de Briand parecía destinado a cierta fortuna en el juego de las grandes asambleas internacionales. Estas asambleas no son sino un gran parlamento. Y a ellas traslada Briand, parlamentario nato, su arte de gran estratega del Palacio de Borbón.
Pero Briand no ha podido regresar de la Conferencia de las Reparaciones de La Haya con el Plan Young aprobado por los gobiernos del comité de expertos. El gobierno británico ha exigido y ha obtenido concesiones imprevistas. La racha de éxitos internacionales del elocuente líder ha terminado. Y en la asamblea de la Sociedad de las Naciones, sus brindis por la constitución de los Estados Unidos de Europa han sido escuchados esta vez con menos complacencia que otras veces. La Gran Bretaña marca visiblemente el compás de las deliberaciones de la Liga, a donde llega resentido el prestigio del negociador de Locarno.
Los telegramas de París del 9 anuncian los aprestos de los grupos socialista y radical-socialista para combatir a Briand. Si los radicales, le niegan compactamente sus votos en la próxima jornada parlamentaria, Briand, a quien no faltan, por otro lado opositores en otros sectores de la burguesía, no podrá conservar el poder. Se dice que los socialistas se prestarían esta vez a un experimento de participación directa en el gobierno. Por lo menos, Paul Boncour, que aspira sin duda a reemplazar a Briand en la escena internacional, empuja activamente a su partido por esta vía. Antes, el partido socialista francés, como es sabido, se había contentado con una política de apoyo parlamentario.
Este es el peligro de izquierda para el gabinete Briand. La amenaza de derecha es interna. Se incuba dentro del aleatorio bloque parlamentario en que este ministerio descansa. André Tardieu, ministro del interior, asegura no tener prisa de ocupar la presidencia del consejo. Dirigiendo una política de encarnizada represión del movimiento comunista, hace méritos para este puesto. Cuenta ya con la confianza de la mayor parte de la gente conservadora. Pero no quiere manifestarse impaciente.
Briand está habituado a sortear los riesgos de las más tormentosas estaciones parlamentarias. No es imposible que dome en una o más votaciones algunos humores beligerantes, en la proporción indispensable para salvar su mayoría. Mas, de toda suerte, no es probable que consiga otra cosa que una prórroga precaria de su interinidad.

Segundo Congreso Mundial de la Liga contra el imperialismo

En Bruselas se reunió hace tres años, el primer Congreso Anti-imperialista Mundial. Las principales fuerzas anti-imperialistas estuvieron representadas en esa asamblea, que saludó con esperanza las banderas del Kuo Ming Tang, en lucha contra la feudalidad china, aliada de los imperialismos que oprimen a su patria. De entonces a hoy, la Liga contra el Imperialismo y por la independencia Nacional ha crecido en fuerza y ha ganado en experiencia y organización. Pero la esperanza en el Kuo Ming Tang se ha desvanecido completamente. El gobierno nacionalista de Nanking no es hoy sino un instrumento del imperialismo. Los representantes más genuinos e ilustres del antiguo Kuo-Ming-Tang -la viuda de Sun Yat Sen y el ex-canciller Eugenio Chen,- están en el destierro. Ellos han representado, en el Segundo Congreso anti-imperialista Mundial, celebrado en Francfort hace cinco semanas, a la China revolucionaria.
Las agencias cablegráficas norte-americanas, tan pródigas en detalles de cualquier peripecia de Lindbergh, tan atentas al más leve romadizo de Clemenceau, no han trasmitido casi absolutamente nada del desarrollo de este congreso. El anti-imperialismo no puede aspirar a los favores del cable. El Segundo Congreso Anti-imperialista Mundial, ha sido sin embargo un acontecimiento seguido con interés y ansiedad por las masas de los cinco continentes.
Mr. Kellogg estaría dispuesto a calificarlo en un discurso como una maquinación de Moscú. Su sucesor, si se ofrece, no se abstendrá de usar el mismo lenguaje. Pero quien pase los ojos por el elenco de las organizaciones y personalidades internacionales que han asistido a este Congreso, se dará cuenta de que ninguna afirmación sería tan falsa y arbitraria como esta. Entre los ponentes del Congreso, han figurado James Maxton, presidente del Indépendant Labour Party, y A. G. Cook, secretario general de la Federación de mineros ingleses, a quien no han ahorrado ataques los portavoces de la Tercera Internacional. Todos los grandes movimientos anti-imperialistas de masas, han estado representados en el Congreso de Francfort. El Congreso Nacional Pan-hindú; la Confederación Sindical Pan-hindú, el Partido Obrero y Campesino Pan-hindú, el Partido Socialista Persa, el Congreso Nacional Africano, la Confederación Sindical Sud-africana, el Sindicato de trabajadores negros de los Estados Unidos, la Liga Anti-Imperialista de las Américas, la Liga Nacional Campesina y todas las principales federaciones obreras de México, la Confederación de Sindicatos Rusos y otras grandes organizaciones, dan autoridad incontestable a los acuerdos del Congreso. Entre las personalidades adherentes, hay que citar, además de Maxton y Cook, de la viuda de Sun Yat Sen y de Eugenio Chen, a Henri Barbusse y León Vernochet, a Saklatvala y Roger Badwín, a Diego Ribera y Sen Katayama, al profesor Alfonos Goldschmidt y la doctora Helena Stoecker, a Ernst Toller y Alfonso Paquet.
Empiezan a llegar, por correo, las informaciones sobre los trabajos de esta gran asamblea mundial, destinada a ejercer decisiva influencia en el proceso de la lucha, de emancipación de los pueblos coloniales, de las minorías oprimidas y en general de los países explotados por el imperialismo. Ninguna gran organización anti-imperialista ha estado ausente de esta Conferencia.

La amenaza guerrera en la Manchuria

La situación en la Manchuria, después de un instante en que las negociaciones entre la U.R.S.S. y la China parecían haberse situado en un terreno favorable, se ha ensombrecido nuevamente. Al gobierno de Nanking, aún admitiendo que esté sinceramente dispuesto a evitar la guerra, le es muy difícil imponer su autoridad en la Manchuria, regida por un gobierno propio a esta administración, sobre la que actúan más activamente si cabe la de Nanking las instigaciones imperialistas, le es a su turno casi imposible controlar a las bandas de rusos blancos y de chinos mercenarios, a sueldo de los enemigos de la U.R.S.S. Estas bandas tienen el rol de bandas provocadoras. Su misión es crear, por sucesivos choques de fronteras, un estado de guerra. Hasta ahora, trabajan con bastante éxito. El gobierno de los Soviets ha exigido, como elemental condición de restablecimiento de relaciones de paz, el desarme o la internación de estas bandas; pero el gobierno de Mukden no es capaz de poner en ejecución esta medida. No es un misterio el que el capitalismo yanqui codicia el Ferrocarril Oriental. La posibilidad de que se restablezca la administración ruso-china, mediante un arreglo que ratifique el tratado de 1924, contraría gravemente sus planes. Los intereses imperialistas se entrecruzan complicadamente en la Manchuria. Coinciden en la ofensiva contra la U.R.S.S. Pero el Japón, seguramente, prefiere que el Ferrocarril de Oriente continúe controlado por Rusia. Si la China adquiriese totalmente su propiedad, en virtud de una operación financiada por los banqueros, la concurrencia de los Estados Unidos en la Manchuria ganaría una gran posición.
Los Soviets, por razones obvias, necesitan la paz. Su preparación bélica es eficiente y moderna; pero una guerra comprometería el desenvolvimiento del plan de construcción económica en que están empeñados. La guerra retrasaría enormemente la consolidación de la economía socialista rusa. Este interés no puede llevarlos, sin embargo, a la renuncia de sus derechos en la Manchuria ni a la tolerancia de los ultrajes chinos. Los agentes provocadores, a órdenes del imperialismo, saben bien esto. Y, por eso, no cejan en el empeño de crear entre rusos y chinos una irremediable situación bélica.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tardieu batido. La conferencia de Londres.

Tadieu batido
Cuando un gabinete es la estrecha mayoría de la combinación Tardieu-Briand, no es posible sorprenderse de que caiga de improviso, batido por un veto adverso del parlamento en una cuestión secundaria. Se asignaba, prematuramente, a Tardieu la misión de inaugurar en Francia una política fuerte que significara, entre otras cosas, la liquidación del viejo parlamentarismo. Tardieu mismo declaró su confianza en la larga duración de su gobierno. Su programa reclamaba para su ejecución al menos cinco años.
Pero la composición de la cámara no autorizaba este optimismo. Tardieu, en realidad, no ha hecho con esta cámara sino una política poincarista. La Tercera República no ha salido todavía de una era que transcurre, gubernamentalmente, bajo el signo de Poincaré. El gabinete Tardieu estaba obligado a un difícil equilibrio, que no ha tardado en fallar al primer paso en falso del Ministro Cheron.
Sin duda, la repentina crisis no excluye la posibilidad de que Tardieu presida el nuevo gabinete. Pero es evidente que no podría asumir esta tarea sin compromisos que ensanchen la base parlamentaria del gobierno. La atención de la fisionomía fascista, derechista, de la fórmula Tardieu será la primera condición de una tregua o un entendimiento con los radicales-socialistas. Tardieu no puede aspirar a más que a la sucesión de Poincaré, si quiere ganar la confianza de la pequeña burguesía francesa, reacia a la experimentación de cualquier mussolinismo altisonante y megalómano.
El hecho de que, apenas producida la crisis, reaparezca en la escena Poincaré, si no como organizador del nuevo gobierno, como consejero principal y decisivo de la fórmula a que se ajustará, está adelantando el espíritu poincarista de la receta gubernamental y parlamentaria que se va a aplicar.
Tardieu representa, sobre todo, en el gobierno un método policial. Ha ascendido a la presidencia del consejo por las gradas del ministerio del interior. Es el funcionario impávido que demandaba en ese puesto la alarma de los Coty, la aprehensión [de una burguesía exonerada de los principios de la Gran Revolución], la algazara de todos los que especulan sobre el pánico de los rentistas y los tenderos, denunciando el peligro rojo y las maniobras de Moscú.
No es este método lo que ha desaprobado, por pocos votos de mayoría, la cámara de diputados. Tardieu, como ministro del interior, como ejecutor de un plan policial como jefe de una renovación que no choque excesivamente a los gustos legales y jurídicos de una Francia poincarista y moderna, queda indemne. Si Tardieu resume sus funciones en el nuevo ministerio, aunque sea con el consenso y la colaboración de los radicales socialistas, continuará su obra policial. Sus amigos se han apresurado por esto a declarar que la cámara ha censurado a Cheron, no a Tardieu.
Pero una cuestión hacendaria o financiera no es, políticamente, una cuestión de segundo orden. El poincarismo se define, en su apogeo, como la política de la estabilización del franco. Poincaré es para la pequeña burguesía francesa el hombre que ha salvado el franco. La autoridad de los hombres se asienta en los intereses económicos. Tardieu ha llegado al puesto de leader por haberse granjeado la confianza de la burguesía industrial, del capitalismo financiero. Su orden policial, su maquinaria de represión no tiene otro objeto que asegurar el tranquilo desenvolvimiento de un programa de racionalización capitalista.
El progreso de la crisis ministerial promete ser interesante como ilustración de las fuerzas y los métodos realmente en conflicto en el parlamento y en la política de Francia. La consulta al electorado puede aparecer indispensable antes de lo generalmente previsto.

La conferencia de Londres
Las bases de un acuerdo naval anglo-americano, convenidas en las entrevistas de Mc Donald y Hoover en Washington, no han bastado, como fácilmente se preveía, para que la Conferencia de Londres logre la conciliación de los intereses de las cinco mayores potencias navales sobre la limitación de los armamentos. El propio acuerdo anglo-americano no era completo. Estaba trazado solamente en sus líneas principales y su actuación depende del entendimiento con Japón, Francia e Italia, acerca de sus respectivos programas navales, que el Japón acepte la proporción que le concede la fórmula de Washington, es la condición de que Estados Unidos no extreme sus precauciones en el Pacífico, con consecuencias en su programa de construcciones navales que no puede resistir la economía británica. Que Francia e Italia se allanen a la abolición del submarino como arma de guerra es una garantía esencial de la seguridad del dominio de los mares por el poder anglo-americano.
El compromiso de que los submarinos no serán empleados, en una posible guerra, contra los buques mercantes, no puede ser más tonto. La experiencia de la guerra mundial no permite abrigar ninguna ilusión respecto a la autoridad de estos convenios solemnes. La guerra, si estalla, no reconocerá límites. No será menos sino más implacable que la de 1914-1918. No la harán estadistas ni funcionarios, formados en el clima benigno y jurídico de Ginebra y La Haya, sino caudillos de la estirpe de Clemenceau, inexorables en la voluntad de ir en todo “jusqu’au bout”. El más hipócrita o ingenio pacifismo no puede prestar ninguna fe a la estipulación sobre el respeto de los buques mercantes por los submarinos de guerra. En la guerra no hay buques mercantes.
La crisis ministerial francesa no estorba sino incidental y secundariamente la marcha de la Conferencia de Londres. Lo que desde sus primeros pasos la tiene en “panne” son los inconciliables intereses de las potencias deliberantes. Esta Conferencia se ha inaugurado, formalmente, bajo mejores auspicios que la de Ginebra de 1927. La entente anglo-americana sobre la paridad es una base de discusión que en 1927 no existía. El carácter de limitación, de equilibrio de los armamentos, perfectamente extraño a todo efectivo plan de desarme, está además, perfectamente establecido. Pero el conflicto de los intereses imperialistas sigue actuando en esta como en otras cuestiones. La contradicción irreductible entre las exigencias internacionales de la estabilización capitalista y las pasiones e intereses nacionalista que con el imperialista entran exasperadamente en juego, opone su resistencia aún a este modestísimo entendimiento temporal, fundado en la paridad anglo-americana, que encubre un profundo contraste, una obstinada y fatal rivalidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira