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Grecia, república [Recorte de prensa]

¿Cómo ha llegado Grecia al umbral del régimen republicano? La guerra mundial precipitó la decadencia de la monarquía helénica. El Rey Constantino vivía bajo la influencia alemana. Su actitud ante la guerra estuvo ligada a esta influencia. La suerte de su dinastía se solidarizó así con la suerte militar de Alemania. La derrota de Alemania, que causó la condena inmediata de las monarquías responsables de los Hohen-zollern y los Hapsburgo, socavó mortalmente a las monarquías mancomunadas o comprometidas con ellas. Sucesivamente, se han desplomado, por eso, las dinastías turca y griega. La dinastía búlgara anda tambaleante. Grecia no pudo como Bulgaria y como Turquía entrar en la guerra al lado de Alemania y Austria. Existía en Grecia una densa y caudalosa corriente aliadófila. Venizelos, perspicaz y avisado, presentía la victoria de los aliados. Y veía que a ella estaba vinculada su fortuna política. Pugnaba, pues, por desviar a Grecia de Alemania y por empujarla al séquito de la Entente. La Entente, impaciente, intervino sin ningún recato en la política griega a favor del bando yenizelista. Grecia fue marcialmente constreñida por la Entente a desembarazarse del Rey Constantino y a adherirse a la causa aliada. El sector republicano quiso aprovechar la ocasión para desalojar definitivamente de Grecia a la monarquía. La Entente agitaba demagógicamente a los pueblos contra Alemania en nombre de la Democracia y de la Libertad. Pero no le pareció prudente consentir la defunción definitiva de una dinastía. El radicalismo griego fue inducido, a aceptar la subsistencia del régimen monárquico. El príncipe heredero de Grecia no era persona grata a los aliados. Se colocó, por esto, la corona sobre la cabeza de otro hijo de Constantino que se avino a reinar con Venizelos y para la Entente. Grecia, timoneada por Venizelos, se incorporó, finalmente, en los rangos aliados.
Pero los métodos usados por la Entente en Grecia habían sido demasiado duros. Y habían perjudicado políticamente al partido aliadófilo. El pueblo griego se había sentido, tratado como una colonia por los representantes de la Entente. La altanería y la acritud de la coacción aliada habían engendrado una reacción del ánimo griego. Ganada la guerra, Grecia tuvo, gracias a Venizelos, una gruesa participación en el botín de la victoria. La Entente, obedeciendo las sugestiones de Inglaterra, impuso a Turquía en Sevres un tratado de paz que la expoliaba y desvalijaba en beneficio de Grecia. Grecia recibía, en virtud de ese tratado, varios valiosos presentes territoriales. El tratado le daba Smirna y otros territorios en el Asia Menor. Fue ese un período de fáciles éxitos de la política internacional de Venizelos. Sin embargo, el gobierno de Venizelos no consiguió consolidarse a la sombra de esos éxitos. La oposición a Venizelos aumentaba día a día. Venizelos recurría a la fuerza para sostenerse. Los leaders constantinistas fueron expulsados o encarcelado. Los leaders socialistas y sindicales se atrajeron, a causa de su propaganda pacifista, las mismas o peores persecuciones. Los venizelistas asaltaron y destruyeron las oficinas del diario socialista “Rizospastis”.
Esta política venizelista arrojó a Italia a gran número de personajes griegos. Gounaris, por ejemplo, se refugió en Italia. Y en Italia, en el verano de 1920, trabé amistad con uno de sus mayores tenientes el ex-ministro Aristides Protopadakis, sensacionalmente fusilado dos años después, junto con Gounaris y otros cuatro ministros del Rey Constantino, bajo el régimen militar de Plastiras y Gonatas. Protopadakis y su familia veraneaban en Vallombrosa en el mismo hotel en que veraneaba yo. Su amistad me inició en la intimidad y la trastienda de la política griega. Era Protopapadakis un viejo ingeniero, afable y cortés. Un hombre “ancien regime” de mentalidad política ascendradamente conservadora y burguesa; pero de una bonhomía y una mundanidad atrayentes y risueñas. Juntos discurrimos muchas veces bajo la fronda de los abetos de Vallombrosa. Casi juntos abandonamos Vallombrosa y nos trasladamos a Florencia, él para marchar a Berlín, yo para explorar curiosa y detenidamente la ciudad de Giovanni Papini. Protopadakis preveía la pronta caída de Venizelos. Temeroso a su resultado, Venizelos venía aplazando la convocatoria a elecciones políticas. Pero tenía que arrostrarla de grado o de fuerza. Hacía cinco años que no se renovaba el parlamento griego. Las elecciones no podrían ser diferidas indefinidamente. Y su realización tendría que traer aparejada la caída del gobierno venizelista.
Así fue efectivamente. La previsión de Protopadakis se cumplió con rapidez. Venizelos no quiso ni pudo postergar la convocatoria por más tiempo. Y en noviembre de 1920 se efectuaron las elecciones. Aparentemente la coyuntura era propicia para el leader griego. Su ideal de reconstruir una gran Grecia parecía en marcha. Pero el pueblo griego, disgustado y fatigado por la guerra, tendía a una política de paz. Adivinaba probablemente la imposibilidad de que Grecia se asimilase todas las poblaciones y los territorios que el tratado de Sevres le asignaba. El engrandecimiento territorial de Grecia era un engrandecimiento artificial. Constituía una aventura grávida de peligros y de incertidumbres. Turquía, en vez de someterse pasivamente al tratado de Sevres, lo desconocía y lo repudiaba. La firma del gobierno de Constantinopla era una firma sin autoridad y sin validez. Acaudillado por Mustafá Kemal, el pueblo turco se disponía a oponerse con todas sus fuerzas a la vejatoria paz de Sevres. Smirna se convertía en un bocado excesivo para la capacidad digestiva de Grecia. El regreso del Rey Constantino significaba para el pueblo griego, en esa situación, el regreso a una política de paz. El Rey Constantino simbolizaba, sobre todo, la condenación de una política de servidumbre a los aliados. Estas circunstancias decretaron la derrota electoral de Venizelos. Y dieron la victoria a los constantinistas. El rey Constantino volvió a ocupar su trono. Venizelos fue desalojado del poder por Gounaris.
Mas el rey Constantino y sus consejeros no eran dueños de adoptar una orientación internacional nueva. Vencida Alemania, destruida la Triple Alianza, todas las pequeñas potencias europeas tenían que caer en el campo de gravitación de las potencias aliadas. Grecia era, en virtud de los compromisos aceptados y suscritos por Venizelos, un peón de Inglaterra en el tablero de la política oriental. El rey Constantino heredó, por consiguiente, todas las responsabilidades y obligaciones de Venizelos. Y su política no pudo ser una política de paz. Grecia continuó, bajo el rey Constantino y Gounaris, su aventura bélica contra Turquía.
La historia de esta aventura es conocida. Mustafá Kemal organizó vigorosamente la resistencia turca. Varios hechos lo auxiliaron y sostuvieron. Rusia se esforzaba en rebelar contra el capitalismo británico a los pueblos orientales. Francia tenía intereses diferentes de los de Inglaterra en el Asia Menor. Italia estaba celosa del crecimiento territorial y político de Grecia. El gobierno ruso estimulaba francamente a la lucha al gobierno de Mustafá Kemal. París y Roma coqueteaban con Angora. Todas, estas simpatías ayudaron a Mustafá Kemal a arrojar a las tropas griegas, minadas por el descontento, de las tierras de Asia Menor.
El desastre militar excitó el humor revolucionario que desde hacía tiempo se propagaba en Grecia. Una insurrección militar, dirigida por Plastiras y Gómalas, expulsó del poder al partido de Constantino y Gounaris. El Rey Constantino tuvo que retirarse de Grecia. Y esta vez para siempre. Un tribunal militar, acremente revolucionario, condenó a muerte a Gounaris, Protopadakis y cuatro ministros más. La ejecución siguió a la sentencia. El proceso revolucionario de Turquía se apresuró con estos acontecimientos. Más tarde, murió el rey Constantino y la dinastía quedó sin cabeza. La posición del hijo de Constantino se tornó cada vez más débil.
Presenciamos hoy el último episodio de la decadencia de la monarquía griega. El rey Jorge y su consorte han sido expulsados de Grecia. En el nuevo parlamento griego prevalece la tendencia a reemplazar la monarquía con la república. Grecia, pues, tendrá pronto una nueva carta constitucional que será una carta republicana. Los venizelistas, reforzados y reorganizados, llaman a Grecia a su viejo leader. Venizelos, oportunista y redomado, colaborará en la organización republicana de Grecia. Pero el proceso revolucionario de Grecia no se detendrá ahí. La revolución no sólo fermenta en Grecia. Fermenta en toda Europa, fermenta en todo el mundo. Su manifestación, su intensidad, sus síntomas varían según los climas y las latitudes políticas. Pero una sola es su raíz, una sola en su esencia y una sola es su historia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Irlanda e Inglaterra

El problema de Irlanda aún está vivo, De Valera, el caudillo de los “sinn feiners” vuelve a agitar la escena irlandesa. Irlanda no se aquieta. Desde 1922, le ha sido reconocido el derecho de vivir autónomamente dentro de la órbita y los confines morales, militares e internacionales de la Gran Bretaña. Pero no a todos los irlandeses les basta esta independencia. Quieren sentirse libres de toda coerción, de toda tutela británica. No se conforman de tener una administración interna propia; aspiran a tener, también, una política exterior propia. Este sentimiento debe ser muy hondo cuando ni los compromisos ni las derrotas consiguen domesticarlo ni abatirlo. No es posible que un pueblo luche tanto por una ambición arbitraria.

Luis Araquistaín escribía una vez que Irlanda, católica y conservadora, fuera de la Gran Bretaña viviría menos democrática y liberalmente. Por consiguiente, reteniéndola dentro de su imperio, y oprimiéndola un poco Inglaterra servía los intereses de la Democracia y la Libertad. Este juicio paradójico y simplista correspondía muy bien a la mentalidad de un escritor democrático y aliadófilo como Araquistaín entonces. Pero un examen atento de las cosas no lo confirmaba; lo contradecía. Las clases ricas y conservadoras de Irlanda se han contentado, generalmente, con un “home rule”. El proletariado, en cambio, se ha declarado siempre republicano, revolucionario, más o menos “feniano”, y ha reclamado la autonomía incondicional del país. Araquistaín prejuzgaba la cuestión, antes de ahondar su estudio.

Sin embargo, la alusión a la catolicidad irlandesa, lo colocaba aparentemente en buen camino, aprehendía imprecisamente una parte de la realidad. El conflicto entre el catolicismo y el protestantismo es, efectivamente, algo más que una querella metafísica, algo más que una secesión religiosa. La Reforma protestante contenía tácitamente la esencia, el germen de la idea liberal. Protestantismo, liberalismo aparecieron sincrónica y solidariamente con los primeros elementos de la economía capitalista. No por un mero azar, el capitalismo y el industrialismo han tenido su principal asiento en pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud solo en Inglaterra y Alemania. Y dentro de estas naciones, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. Baviera, por ejemplo, es campesina. En su suelo se aclimata con dificultad la gran industria. Las naciones católicas han experimentado el mismo fenómeno. Francia -que no puede ser juzgada solo por el cosmopolitismo de París- es prevalentemente agrícola. Su población es “très paysanne”. Italia ama la vida del agro. Su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial. Milán, Turín, Génova, se han convertido, por eso, en grandes centros capitalistas. Pero en la Italia meridional sobreviven algunos residuos de la economía feudal. Y, mientras en las ciudades italianas del norte el movimiento modernista fue una tentativa para rejuvenecer los dogmas católicos, el mediodía italiano no conoció nunca ninguna necesidad heterodoxa, ninguna inquietud herética. El protestantismo aparece, pues, en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista.

Pero ahora que la economía capitalista, después de haber logrado su plenitud, entra en un período de decadencia, ahora que en su entraña se desarrolla una nueva economía, que pugna por reemplazarla, los elementos espirituales de su crecimiento pierden, poco a poco, su valor histórico y su ánimo beligerante. ¿No es sintomático, no es nuevo, al menos, el hecho de que las diversas iglesias cristianas empiecen a aproximarse? Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de reunir en una sola a todas las iglesias cristianas y se constata que las causas de su enemistad y de su concurrencia se han debilitado. El libre examen asusta a los católicos mucho menos que en los días de la lucha contra la Reforma. Y, al mismo tiempo, el libre examen parece menos combativo, menos cismático que entonces.

No es, por ende, el choque entre el catolicismo y el protestantismo, tan amortiguado por los siglos y las cosas, lo que se opone a la convivencia cordial de Irlanda e Inglaterra. En Irlanda la adhesión al catolicismo tiene un fondo de pasión nacionalista. Para Irlanda su catolicidad, su lengua, son, sobre todo, una parte de su historia, una prueba de su derecho a disponer autonómicamente de sus destinos. Irlanda defiende su religión como uno de los hechos que la diferencian de Inglaterra y que atestiguan su propia fisionomía nacional. Por todas estas válidas razones, un espectador objetivo no puede distinguir en este conflicto únicamente una Irlanda reaccionaria y una Inglaterra democrática y evolucionista.

Inglaterra ha usado, sagazmente, sus extensos medios de propaganda para persuadir al mundo de la exageración y de la exorbitancia de la rebeldía irlandesa. Ha inflado artificialmente la cuestión de Ulster con el fin de presentarla como un obstáculo insuperable para la independencia irlandesa. Pero, malgrado sus esfuerzos, -no se mistifica la historia- no ha podido ocultar la evidencia, la realidad de la nación irlandesa, coercitiva y militarmente obligada a vivir conforme a los intereses y a las leyes de la nación británica. Inglaterra ha sido impotente para soldarlo a su imperio, impotente para domar su acendrado sentimiento nacional. El método marcial que ha empleado para reducir a la obediencia a Irlanda, ha alimentado en el ánimo de esta una voluntad irreductible de resistencia. La historia de Irlanda, desde la invasión de su territorio por los ingleses, es la historia de una rebeldía pasiva, latente, unas veces; guerrera y violenta otras. En el siglo pasado la dominación británica fue amenazada por tres grandes insurrecciones. Después, hacia el año 1870 Isaac Butt promovió un movimiento dirigido a obtener para Irlanda un “home rule”. Esta tendencia prosperó. Irlanda parecía contentarse con una autonomía discreta y abandonar la reivindicación integral de su libertad. Consiguió así que una parte de la opinión inglesa considerase favorablemente su nueva y moderada reivindicación. El “home rule” de Irlanda adquirió en la Gran Bretaña muchos partidarios. Se convirtió, finalmente, en un proyecto, en una intención de la mayoría del pueblo inglés. Pero vino la guerra mundial y el “home rule” de Irlanda fue olvidado. El nacionalismo irlandés recobró su carácter insurreccional. Esta situación produjo la tentativa de 1916. Luego, Irlanda, tratada marcialmente por Inglaterra, se aprestó para una batalla definitiva. Los nacionalistas moderados, fautores del “home rule”, perdieron la dirección y el control del movimiento autonomista. Los reemplazaron los “sinn feiners”. La tendencia “sinn feiner” creada por Arthur Griffith, nació en 1906. En sus primeros años tuvo una actividad teorética y literaria; pero, modificada gradualmente por los factores políticos y sociales, atrajo a sus rangos a los soldados más enérgicos de la independencia irlandesa. En las elecciones de 1918, el partido nacionalista no obtuvo sino seis puestos en el parlamento inglés. El partido “sinn feiner” conquistó setenta y tres. Los diputados “sinn feiners” decidieron boycotear la cámara británica y fundaron un parlamento irlandés. Esta era una declaración formal de guerra a Inglaterra. Tornó a flote entonces el proyecto de “home rule” irlandés que, aceptado finalmente por el parlamento británico, concedía a Irlanda la autonomía de un “dominion”. Los “sinn feiners”, sin embargo, siguieron en armas. Dirigido por De Valera, su gran agitador, su gran leader, el pueblo irlandés no se contentaba con este “home rule”. Mas con el “home rule” Inglaterra logró dividir la opinión irlandesa. Una escisión comenzó a bosquejarse en el movimiento nacionalista. Inglaterra e Irlanda buscaron, en fin, a fines de 1921 una fórmula de transacción. Triunfaba una vez más en la historia de Inglaterra la tendencia al compromiso. Los autonomistas irlandeses y el gobierno británico llegaron en diciembre de 1924 a un acuerdo que dio a Irlanda su actual constitución. El partido “sinn feiner” se escindió. La mayoría -64 diputados- votó en la cámara irlandesa a favor del compromiso con Inglaterra; la minoría de De Valera -57 diputados- votó en contra. La oposición entre los dos grupos era tan honda que causó una guerra civil. Vencieron los partidarios del pacto con Inglaterra y De Valera fue encerrado en una cárcel. Ahora, en libertad otra vez, vuelve a la empresa de sacudir y emocionar revolucionariamente a su pueblo.

Estos románticos “sinn feiners” no serán vencidos nunca. Representan el persistente anhelo de libertad de Irlanda. La burguesía irlandesa ha capitulado ante Inglaterra; pero una parte de la pequeña burguesía y el proletariado han continuado fieles a sus reivindicaciones nacionales. La lucha contra Inglaterra adquiere así un sentido revolucionario. El sentimiento nacional se confunde, se identifica con un sentimiento clasista. Irlanda continuará combatiendo por su libertad hasta que la conquiste plenamente. Solo cuando realicen su ideal perderá este, para los irlandeses su actual importancia.
Lo único que podrá, algún día, reconciliar y unir a ingleses e irlandeses es aquello que aparentemente los separara. La historia del mundo está llena de estas paradojas y de estas contradicciones que, en verdad, no son tales contradicciones ni tales paradojas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena suiza

El orden demo-liberal-burgués tiene su más acabada realización en la república federal suiza. Inglaterra es, ciertamente, la sede suprema del parlamentarismo, el liberalismo y el industrialismo, esto es de los principios y fenómenos fundamentales de la civilización capitalista. Pero Inglaterra es demasiado grande para que todas las instituciones posibles de la democracia hayan podido ser ensayadas y establecidas en su gobierno. Inglaterra ha continuado siendo una monarquía. Su aristocracia ha conservado todas sus fuerzas formales y algunos de sus privilegios reales. Inglaterra, sobre todo, es un imperio, de modo que internacionalmente no está en grado de aceptar y menos aún de aplicar las últimas consecuencias del pensamiento demo-liberal. Suiza en cambio, hasta por su geografía de país de tráfico internacional, se encuentra en condiciones de conformar tanto su política interna como su política exterior a este ideario. La democracia puede funcionar en Suiza con la misma precisión con que funcionan sus relojes. El ordenado espíritu suizo ha dado a su democracia un mecanismo de relojería. En un país pequeño, de población densa y culta, exenta de ambiciones e intereses imperialistas, la experiencia democrática ha conseguido cumplirse casi sin obstáculos.
El demos tiene en Suiza, como es sabido todos los derechos. Tiene el derecho de referéndum y el derecho de iniciativa. El poder ejecutivo se renueva anualmente. El ciudadano suizo se siente gobernado por la mayoría. Le basta formar parte de la mayoría para que no le quepa la menor duda de que se gobierna a sí mismo. I esto lo induce, como es lógico, a gobernarse lo menos posible. Las mayorías hacen en Suiza el uso más prudente y ponderado de sus derechos. Lo que no es solo una cuestión de educación democrática sino también de comodidad política de todo suizo mayoritario.
En esta época de pustchismo y fascismo, Suiza se presenta como el primer país más inmune a la dictadura. Ni el burgués, ni el pequeño burgués suizos pueden comprender todavía la necesidad de reemplazar su consejo federal por un directorio ni su presidente de la república por un Mussolini. Suiza no quiere césares ni condottieres Mussolini es el más impopular de los jefes de estado contemporáneos de la democracia helvética, no por su propósito nacionalista de reivindicar el Ticino como por su personalidad megalómana de César y dictador. El demos suizo está demasiado habituado a la ventaja de no sufrir, ni en la política ni en el gobierno, personalidades exorbitantes y excesivas. Un buen presidente de la república puede ser un relojero. Motta, elegido varias veces para estar a cargo, tiene, por ejemplo, el prestigio de hablar correctamente las tres lenguas de este país trilingüe y de pronunciar hermosos discursos en las asambleas de la Sociedad de las Naciones.
La función de Suiza en la historia contemporánea parece ser -a consecuencia de su democracia, de su urbanidad y de su geografía- la de servir de hogar de casi todos los experimentos y los ideales internacionalistas. Desde hace muchos años las organizaciones internacionales eligen generalmente una ciudad suiza como su sede central. A comenzar de la Cruz Roja, tienen su asiento en Suiza todas las centrales del internacionalismo humanitario y pacifista. No están en Suiza las internacionales obreras. Pero a la historia de la Segunda Internacional se halla memorablemente vinculado el país suizo, por haberse celebrado en Basilea el último de sus congresos pre-bélicos y en Berna el congreso que en 1919, concluida la guerra, estableció las bases de su construcción. Y en cuanto a la Tercera Internacional puede considerarsele incubada en Suiza por haberse realizado en Zimmerwald y Kienthal, durante la guerra, las conferencias de las minorías socialistas precursoras del programa de Moscú. De otro lado, la Suiza albergó hasta la víspera de la revolución, a sus principales actores, de Lenin a Lunateharsky. En Zurich, en un modesto cuarto amueblado, habitaron y trabajaron Lenin y su mujer por varios años preparando esta revolución que, según sus propios adversarios, constituyen el más colosal ensayo político y social de la época.
Mas el internacionalismo que característicamente reside en suelo suizo es el internacionalismo liberal, no el socialista. Ginebra, la ciudad de Rousseau y de Amiel, aloja periódicamente a los parlamentarios del desarme o de la paz. Ahí tiene su domicilio la Sociedad de las Naciones. Hace algunos años se firmó en Lausanna la paz entre Occidente y Turquía. Hace un año se firmó en Locarno la nueva paz europea. A orillas de un lago suizo, Europa se siente, invalorablemente, pacifista.
¿Desmiente, entonces, Suiza la tesis de la irremediable decadencia de la democracia? No la desmiente; la confirma. Ni su democracia ni su neutralidad han preservado a Suiza de la tremenda crisis post-bélica. Suiza, país prevalentemente industrial -el 78% de la población en 1919 trabaja en la industria y el comercio- vio declinar a consecuencia de esta crisis, sus exportaciones. Sus principales industrias tuvieron que afrontar un periodo de duras dificultades. Los industriales pretendieron naturalmente encontrar una solución a expensas de la clase trabajadora. El gran número de desocupados creó una atmósfera de agitación y descontento. Se sucedieron como en los demás países de Europa, las huelgas y lock-outs. La izquierda del socialismo suizo dio su adhesión al comunismo. Y la crisis, en general, evidenció que la democracia y sus instituciones son impotentes ante la lucha de clases. Suiza, malgrado su tradición de liberalismo, no ha sabido abstenerse de emplear medidas de excepción contra los comunistas. La democracia suiza no admite ninguna amenaza seria al dogma de la propiedad privada.
El sino de la democracia en Suiza tiene que ser, por otra parte, el mismo que en los otros pueblos de Occidente. No es en Suiza sino en Inglaterra, en Alemania, en Francia, donde se esclarece actualmente si la idea demo-liberal ha cumplido ya su función en la historia. Pero la experiencia suiza no estará, en ningún caso, perdida en el progreso humano.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira