Sistemas Políticos

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04.03.01

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  • GOBIERNO. ADMINISTRACION PUBLICA

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  • OECD Macrothesaurus

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La región en la República [Recorte de prensa]

La región en la República

Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de su tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es que las “regiones” son los “departamentos”. El departamento es un término político que no designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula precisa de descentralización. Un regionalismo que se contente de la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo que en su libro "Crear" dedica a la reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región".

Pero este órgano no es nuevo sino como órgano, político y administrativo. Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía dentro de esta, necesita precisamente existir como región. En Francia, nadie puede contestar el derecho de la Provenza, de la Alsacia-Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España donde la unidad nacional es menos sólida ni de Italia donde, es menos vieja. En España y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gens y hasta la lengua.

El Perú, según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se encuentra bien definido es la naturaleza). Y esta división no es solo física. Trasciende, a toda nuestra realidad social y económica. La montaña sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población. La sierra, es indígena; la costa es española o mestiza, (como se prefiera calificarla ya que las palabras "indígena" y "español" adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre el libro de Valcárcel: “La dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobreviene en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena”.

La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen refugiadas hurañamente en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorverlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y conveniencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de civilización, nacida, de la invasión y la conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse, con la raza indígena ni eliminarla o absorverla.

El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce solo un simple descontento de una parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente, de este, contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, mas que un conflicto entre la capital y las provincias, denuncia el conflicto entre el Peru costeño y español y el Perú serrano e indígena.

Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa geográfica y sociológicamente son dos regiones; pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de comunicación sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene, que inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo.

Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.

II

Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan sincera y profundamente sentido como en el Sur, y, más precisamente, en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización incaica. En el sur la “región” reposa sólidamente en la piedra histérica. Los Andes son sus bastiones.

El Sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino puertos y caletas. El Sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreynato y de la república.

Hacía el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y tonalidad españolas. El trafico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimientos.

En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.

III

El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos; pero acepta o emplea, a veces, una division más general: la que agrupa los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y sur. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en el fondo, más arbitraria y artificial que esta demarcación la de la república centralista. Bajo la etiqueta de Norte y de Centro se reune departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término “región” aparece aplicado demasiado convencionalmente.

Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando su comité central sobre tres comités regionales, el del norte, el del centro y el del sur. (Del federalismo de este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y la forma constitucional de 1919, al instituir los congresos regionales, sancionó la misma división.

Pero esta demarcación, como la de los departamentos, corresponde característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original. Este será el tema de mi próximo artículo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Descentralización Centralista [Recorte de prensa]

I

Las formas de descentralización ensayadas en el curso de la historia de la república han adolecido, —como en mi anterior artículo lo apuntaba— del vicio original de representar una concepcióm y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando hain intentado aplicarla, no han sabido moverse fuera de la práctica centralista.

Este gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un método definido de descentralización o autonomía, a consecuencia de traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar en poder feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto típico del numen político de la capital.

La capital no ha defendido nunca con mucho ardimiento ni con mucha elocuencia, en el terreno teórico, el régimen centralista; pero, en el campo práctico, ha sabido y ha podido conservar intactos sus privilegios. Teóricamente, no ha tenido demasiada dificultad para hacer algunas concesiones a la idea de la descentralización administrativa. Pero las soluciones buscadas a este problema han estado vaciadas siempre en los moldes del criterio y del interés centralistas.

II

Como el primer ensayo efectivo de descentralización se clasifica. El experimento de los consejos departamentales instituídos por la ley de municipalidades de 1873. (El experimlepto federalista de Santa Cruz demasiado breve, queda fuera de este estudio, más que por su fugacidad, por su carácter de concepción política impuesta por un estadista cuyo ideal era, fundamentalmente, la unión de Perú y Bolivia).

Los consejos departamentales de 1873 acusaban, no solo en su factura, sino en su inspiración, su espíritu centralista. El modelo de la nueva institución había sido buscado en Francia, esto es en la nación del centralismo a ultranza.

Nuestros legisladores pretendieron adaptar al Perú, como reforma descentralizadora, un sistema del estatuto de la Tercera República, que nacía tan manifiestamente aferrada a los principios centralistas del Consulado y del Imperio.

La reforma del 73 aparece como un diseño típico de descentralización centralista. No significó una satisfacción a precisas reivindicaciones del sentimiento regional. Antes bien, los consejos departamentales contrariaban o desahuciaban todo regionalismo orgánico, puesto que reforzaban la artificial división política de la república en departamentos o sea en circunstancias mantenidas en vista de las necesidades del régimen centralista.

En su estudio sobre el régimen local, Carlos Concha pretende que "la organización dada a estos cuerpos, calcada sobre la ley francesa de 1871, no respondía a la cultura política de la época". Este es un juicio específicamente civilista sobre una reforma civilista también. Los consejos departamentales fracasaron por la simple razón de que no correspondían absolutamente a la realidad histórica del Perú. Estaba destinados a transferir al gamonalismo regional una parte de las obligaciones del poder central: la enseñanza primaria y secundaria, la administración de justicia, el servicio de gendarmería y guardia civil. Y el gamonalismo regional no tenía en verdad mucho interés en asumir todas estas obligaciones, aparte, de no tener ninguna aptitud para cumplirlas. El financiamiento y el mecanismo del sistema eran además, demasiado complicados. Los consejos constituían una especie de pequeños parlamentos elegidos por los colegios electorales de cada departamento e integrados por diputados de las municipalidades provinciales. Los grandes caciques vieron naturalmente en estos parlamentos departamentales una máquina muy embrollada. Su interés reclamaba una cosa más sencilla en su composición y en su manejo. ¿Qué podía importarles, de otro lado, la instrucción pública? Estas preocupaciones fastidiosas estabn buenas para el poder central. Los consejos departamentales no reposaban, por tanto, ni en el pueblo extraño al juego político, sobre todo en las masas campesonas, ni en los señores feudales y sus clientelas. La institución resultaba completamente artificial.

La guerra del 79 decidió la liquidación del experimento. Pero los consejos departamentales estaban ya fracasados. Prácticamente se había comprobado, en sus cortos años de vida, que no podían absolver su misión. Cuando, pasada la guerra, se sintió la necesidad de reorganizarla administración no se volvió los ojos a la ley del 73.

III

La ley del 86, que creó las juntas departamentales, correspondió sin embargo a la misma orientación. La diferencia estaba en que esta vez el centralismo formalmente se preocupaba mucho menos de una centralizacion de fachada. Las juntas funcionaron hasta el 93 bajo la presidencia del prefecto. En general, estaban subordinadas totalmente a la autoridad del poder central.

Lo que realmentte, se proponía esta apariencia de descentralización no era el establecimiento de un régimen gradual de autonomía administrativa de los departamentos. El Estado no creaba las juntas para atender aspiraciones regionales. De lo que se trataba era de reducir o suprimir la responsabilidad del poder central en el reparto de los fondos disponibles para la instrucción y la vialidad. Toda la administración continuaba rígidamente centralizada. A los departamentos no se les reconocía más independencia administrativa que la que se podría llamar la autonomía de su pobreza. Cada departamento debía conformarse, sin fastidio para el poder central, con las escuelas que le consintiese sostener y los caminos que lo autorizase a abrir o reparar el producto de algunos arbitrios. Las juntas departamentales no tedian más objeto que la división por departamentos del presupuesto de instrucción y de obras públicas.

La prueba de que esta fue la verdadera significación de las juntas departamentales nos la proporciona el proceso de su decaimiento y abolición. A medida que la hacienda pública convaleció de las consecuantcias de la guerra del 79, el poder central empezó a reasumir las funciones encargadas en un período de aguda crisis fiscal a las juntas departamentales. El gobierno tomó integramente en sus manos la instrucción pública. La autoridad del poder central creció en proporción al desarrollo del presupuesto general de la república. Las entradas departamentales empezaran a representar muy poca cosa al lado de las entradas fiscales. Y, como resultado de este desequilibrio, se fortaleció el centralismo. Las juntas departamentales, remplazadas por el poder central en las funciones que precariamente les habían sido confiadas, se atrofiaron progresivamente. Cuando ya no les quedaba sino una que otra atribución secundaria de revisión de los actos de los municipios y una que otra función burocrática en la administración departamental, se produjo su supresión.

IV

La reforma constitucional del 19 no pudo abstenerse de dar un satisfacción, formal al menos, al sentimiento regionalista. La más trascendente de sus medidas descentralizadoras —la autonomía municipal— no ha sido todavía aplicada. Se ha incorporado en la Constitución del Estado el principio de la autonomía municipal. Pero en el mecanismo y en la estructura del régimen local no se ha tocado nada. En cambio, se ha querido experimentar, sin demora, el sistema de los congresos regionales. Estos parlamentos del norte, e! centro y el sur son una especie de hijuelas del parlamento nacional. Se incuban en el mismo período y en la misma atmósfera eleccionaria. Nacen de la misma matriz y en la misma fecha. Tienen una misión de legislación subsidiaria o adjetiva. Sus propios autores están ya seguramente convencidos de que no sirven para nada. Seis años de experiencia bastan para juzgarlos en última instancia.

No hacía falta, en realidad, esta, prueba, para saber a qué atenerse respecto a su eficacia. La descentralización a que aspira el regionalismo no es legisalativa sino administrativa. No se concibe la existencia de una dieta o parlamento regional sin un correspondiente órgano ejecutivo. Multiplicar las legislaturas no es descentralizar.

Los congresos regionales no han venido siquiera a descongestionar el congreso nacional. En las dos cámaras se sigue debatiendo menudos temas locales.

El problema, en suma, ha quedado íntegramente en pie.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lloyd George

Lloyd George

Lenin es el político de la revolución; Mussolini es el político de la reacción; Lloyd George es el político del compromiso, de la transacción, de la reforma. Equidistante de la revolución y de la reacción, Lloyd George es una estadista ecléctico, equilibrista y mediador. Lejano de la extrema izquierda y de la extrema derecha, Lloyd George no es un fautor del orden nuevo ni del orden viejo. Desprovisto de toda adhesión al pasado y de toda impaciencia del porvenir, Lloyd George es un artesano, un constructor del presente. Lloyd George es un personaje sin filiación dogmática, sectaria, rígida. No es individualista ni colectivista; no es internacionalista ni nacionalista. Acaudilla una rama del liberalismo. Pero esta etiqueta de liberal corresponde a una razón de clasificación electoral más que a una razón de diferenciación programática. Liberalismo y conservadorismo son hoy dos escuelas políticas superadas y deformadas. Actualmente no asistimos a un conflicto dialéctico entre el concepto liberal y el concepto conservador sino a un contraste real, a un choque histórico entre la tendencia a mantener la organización capitalista de la sociedad y la tendencia a reemplazarla con una organización socialista y proletaria.

Lloyd George no es un teórico, un hierofante de ningún dogma económico ni político; es un realizador, es un conciliador casi agnóstico. Carece de puntos de vista rígidos. Sus puntos de vista son provisorios, mutables, precarios y móviles. Lloyd George se nos muestra en constante rectificación, en permanente revisión de sus ideas. Está, pues, inhabilitado para la apostasía. La apostasía su- pone traslación de una posición extremista a otra posición antagónica, extremista también. Y Lloyd George ocupa invariablemente una posición centrista, transaccional, intermedia. Sus movimientos de traslación no son, por ende, radicales y violentos sino graduales y mínimos. Lloyd George es, estructuralmente, un político posibilista. Sabe que la línea recta es, en la política como en la geometría, una línea teórica e imaginativa. La superficie de la realidad política es accidentada como la superficie de la Tierra. Sobre ella no se pueden trazar líneas rectas sino líneas geodésicas. Loyd George, por esto, no busca en la política la ruta más ideal sino la ruta más geodésica.

Para este cauto, redomado y perspicaz político el hoy es una transacción entre el ayer y el mañana. Lloyd George no se preocupa de lo que fue ni de lo que será, sino de lo que es.

Ni docto ni erudito, Lloyd George es, antes bien, un tipo refractario a la erudición y a la pedantería. Esta condición lo preserva de rigideces ideológicas y de principismos sistemáticos. Antípoda del catedrático, Lloyd George es un político de fina sensibilidad, dotado de órganos ágiles para la percepción original, objetiva y cristalina de los hechos. No es un comentador ni un espectador sino un protagonista, un actor consciente de la historia. Su retina política es sensible a la impresión veloz y estereoscópica del panorama circundante. Su falta de aprensiones y de escrúpulos dogmáticos le consiente usar los procedimientos y los instrumentos más adaptados a sus intentos. Lloyd George asimila y absorve instantáneamente las sugestiones y las ideas útiles a su orientamente espiritual. Es avisada, sagaz y flexiblemente oportunista. No se obstina jamás. Trata de modificar la realidad contingente, de acuerdo con sus previsiones, pero si encuentra en esa realidad excesiva resistencia, se contenta con ejercitar sobre ella una influencia mínima. No se obseca en una ofensiva inmadura. Reserva su insistencia, su tenacidad para el instante propicio, para la coyuntura oportuna. Y está siempre pronto a la transacción, al compromiso. Su táctica de gobernante consiste en no reaccionar bruscamente contra las impresiones y las pasiones populares, sino en adaptarse a ellas para encauzarlas y dominarlas mañosamente.

La colaboración de lloyd George en la Paz de Versalles, por ejemplo, está saturada de su oportunismo y su posibilismo. Lloyd George comprendió que Alemania no podía pagar una indemnización excesiva. Pero el ambiente delirante, frenético, histérico de la victoria, lo obligó a adherirse, provisoriamente, a la tesis contraria. El contribuyente inglés, deseoso de que los gastos bélicos no pesasen sobre su renta, mal informado de la capacidad económica de Alemania, quería que esta pagase el costo integral de la guerra. Bajo la influencia de ese estado de ánimo, se efectuaron las elecciones, presurosamente convocadas por Lloyd George a renglón seguido del armisticio. Y para no correr el riesgo de una derrota, Lloyd George tuvo que recoger en su programa electoral esa aspiración del elector inglés. Tuvo que hacer suyo el programa de paz de Lord Northcliffe y del "Times", adversarios sañudos de su política.

Igualmente Lloyd George era opuesto a que el Tratado mutilase, desmembrase a Alemania y engrandeciese territorialmente a Francia. Percibía el peligro de desorganizar y desarticular la economía de Alemania. Combatió, por consiguiente, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Resistió a todas las conspiraciones francesas contra la unidad alemana. Pero, concluyó tolerando que se filtraran en el Tratado. Quiso, ante todo, salvar la Entente y la Paz. Pensó que no era la oportunidad de frustrar las intenciones francesas. Que, a medida que los espíritus se iluminasen y que el delirio de la victoria se extinguiese, se abriría paso automáticamente la rectificación paulatina del Tratado. Que sus consecuencias, preñadas de amenazas para el porvenir europeo, inducirían a todos los vencedores a aplicarlo con prudencia y lenidad. Keynes en sus “Nuevas consideraciones sobre las consecuencias económicas de la Paz” comenta así esta gestión: "Lloyd George ha asumido la responsabilidad de un tratado insensato, inejecutable en parte, que constituía un peligro para la vida misma de Europa. Puede alegar, una vez admitidos todos sus defectos, que las pasiones ignorantes del público juegan en el mundo un rol que deben tener en cuenta quienes conducen una democracia. Puede decir que la Paz de Versalles constituía la mejor reglamentación provisoria que permitían las reclamaciones populares y el carácter de los jefes de Estado. Puede afirmar que, para defender la vida de Europa, ha consagrado durante dos años su habilidad y su fuerza a evitar y moderar el peligro".

Después de la paz, de 1920 a 1922, Lloyd George ha hecho sucesivas concesiones formales, pro­tocolarias, al punto de vista francés: ha aceptado el dogma de la intangibilidad, de la infalibilidad del Tratado. Pero ha trabajado perseverantemen­te para atraer a Francia a una política tácita­mente revisionista. Y por conseguir el olvido de las estipulaciones más duras, el abandono de las cláusulas más imprevisoras.

Frente a la revolución rusa, Lloyd George ha tenido una actitud elástica. Unas veces se ha erguido, dramáticamente, contra ella; otras veces ha coqueteado con ella a hurtadillas. Al princi­pio, suscribió la política de bloqueo y de inter­vención marcial de la Entente. Luego, conven­cido de la consolidación de las instituciones ru­sas, preconizó su reconocimiento. De los leaders bolcheviques se ha expresado, reiteradamente, con una suerte de respestos verbales e ideológicos.

Tiene Lloyd George una visión europea panorámica, de la guerra social, de la lucha de clases. Su política se inspira en los in­tereses generales del capitalismo occidental. Y recomienda el mejoramiento del tenor de vida de los trabajadores europeos, a expensas de las poblaciones coloniales de Asia, Africa, etc. La revolución social es un fenómeno de la civilización capitalista, de la civilización europea, El régimen capitalista —a juicio de Lloyd George— debe adormecerla, distribuyendo entre los trabajadores de Europa una parte de las utilidades obtenidas de los demás trabajadores del mundo. Hay que extraer del bracero asiático, africano, australiano o americano los chelines necesarios para aumentar el confort y el bienestar del obrero europeo y debilitar su anhelo de justicia social. Hay que organizar la explotación de las naciones coloniales para que abastezcan de materias primas a las naciones capitalistas y absorban íntegramente su producción industrial. A Lloyd George, además, no le repugna ningún sacrificio de la idea conservadora, ninguna transacción con la idea revolucionaria. Mientras los reaccionarios quieren reprimir marcialmente la revolución, los reformistas quieren pactar con ella y negociar con ella. Creen que no es posible asfixiarla, aplastarla, sino, más bien, domesticarla.

Esta posición de Lloyd George en la política europea explica su caída del poder. Europa atraviesa un período reaccionario. De 1918 a 1920 Europa vivió un período de revolución. De entonces a hoy vive un período de contrarevolución. Abundan los síntomas: política fascista en Italia, política de Poincaré y del "bloc nacional" en Francia, política de-Hugo Stinnes y de los grandes “carteles” industriales en Alemania. Esta corriente reaccionaria, que arrojó a Nitti del gobierno de Italia y a Briand del gobierno de Francia, expulsó del gobierno de Inglaterra a Lloyd George.

Actualmente, Lloyd George acecha el instante de que las fuerzas de la reacción decaigan para reunir a su rededor a todos los elementos centristas y reformistas e intentar un nuevo experimento de la política del compromiso y de la mediación. La tendencia reformista es aún vital en Europa. En Italia no toda la burguesía es solidaria con Mussolini: Nitti, don Sturzo, "II Corriere della Sera" no se resignan a la dictadura fascista. En Francia se ensanchan progresivamente las bases electorales del "bloc de izquierdas", coalición de radicales y republicanos socialistas del tipo de Painlevé y Herriot. Todavía no se ha llegado a una polarización, a una concentración absoluta de conservadores y revolucionarios. Leopoldo Lugones ha dicho recientemente en la Argentina que el mundo debe elegir entre dos dictaduras: la de Mussolini o la de Lenin. Pero, por ahora, entre la extrema izquierda y la extrema derecha, entre el fascismo y el bolchevismo, existe una extensa, una vasta, una heterogénea zona intermedia, psicológica y orgánicamente democrática y evolucionista, que aspira a un acuerdo, una transacción entre la idea conservadora y la idea revolucionaria. Lloyd George es uno de los leaders sustantivos de esa zona templada de la política. Algunos le atribuyen un íntimo sentimiento demagógico. Y lo definen como un político nostálgico de una posición revolucionaria. Pero este juicio está hecho a base de datos superficiales de la personalidad de Lloyd George. Lloyd George no tiene aptitudes espirituales para ser un caudillo revolucionario ni un caudillo reaccionario. Le falta fanatismo, le falta dogmatismo, le falta sectarismo. Lloyd George es un relativista de la política. Y, como todo relativista, tiene ante la vida una actitud un poco risueña, un poco cínica, un poco irónica y un poco humorista.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Caillaux [Recorte de prensa]

Caillaux

La ola reaccionaria ha desalojado del poder a los estadistas de la democracia, a los leaders de la política de "reconstrucción europea". Y ha agravado así la crisis de la desocupación y del "chomage". Más esos estadistas, esos leaders no aceptan pasivamente la condición de desocupados. Invierten su tiempo en la propaganda, en la "reclame" de sus ideas y su táctica. Y como la reacción es un fenómeno internacional, no la combaten solo en sus países respectivos: la combaten sobre todo, en el mundo. No intentan únicamente la conquista de la opinión nacional: intentan la conquista de la opinión mundial. Lloyd George, reemplazado en el gobierno de Inglaterra por los conservadores, efectúa en Estados Unidos un estruendoso desembarco de su dialéctica y su ideología. Francesco S Nitti, destituído de influencia en los rumbos de Italia por los fascistas, flirtea con la democracia norteamericana y con la democracia tudesca. Joseph Caillaux, desterrado de Francia por el bloc nacional, emplea su exilio en una viva actividad teorética.

Pero Caillaux está más lejos de recuperar su influencia en Francia, que Lloyd George, que Nitti la suya en Inglaterra y en Italia. La victoria de los radicales y los socialistas no llevaría a Caillaux al gobierno. Sobre Caillaux pesa todavía una condena. Los leaders presentes del bloc de izquierdas son Herriot, Boncour, Painlevé. A ellos les tocaría ocupar los puestos de Poincaré, de Tardieu, de Aragó y de los conductores del bloc nacional. Ellos, además, una vez instalados en el poder, tendrían que dosificar su radicalismo al estado de la opinión francesa, en la cual la intoxicación actual dejaría tantos sedimentos reaccionarios y nacionalistas. Caillaux no es, por consiguiente, un candidato al gobierno. Es apenas un candidato a la rehabilitación y a la amnistía francesas.

Hace cinco años Caillaux era un acusado. Era el protagonista de un dramático proceso de alta traición. Ahora no es sino un exiliado político. El mundo está unánimemente convencido de que el proceso de Caillaux fue un proceso político. Algo así como un accidente del trabajo. La guerra dió a la clase conservadora, a la alta burguesía francesa, una ocasión de represalia contra Caillaux. Esa clase conservadora, esa alta burguesía, detestaban a Caillaux por su radicalismo. Durante la época de hegemonía en la política francesa del radicalismo y de sus mayores figuras —Waldeck Rousseau, Combes, Caillaux— esa clase conservadora y esa alta burguesía almacenaron en su ánimo ascendrados rencores contra la izquierda y sus hombres. La guerra produjo en Francia la unión sagrada. Y la unión sagrada, que creaba un estado de ánimo nacionalista y guerrero, produjo el resurgimiento de las derechas, ávidas de castigar la “demagogia financiera” de Caillaux y de deshacerse de un adversario potente. Caiilaux, de otro lado, no era un adherente incondicional y delirante de la unión sagrada. No tenía puesta la mirada únicamente en las batallas; la tenía puesta, más bien, en el porvenir y en la paz. Preveía que la reconstrucción de Europa, desvastada y desangrada por la guerra, obligaría a Francia y a Alemania a la solidaridad y a la cooperación. Pensar así era entontes pensar heréticamente. Y Caillaux era, por tanto, un sospechoso de herejía en aquellos días de inquisición patriótica. Clemenceau, disidente del radicalismo, conductor, animador y prisionero de la corriente reaccionaria, no retrocedió ante una acusación de inteligencia con el enemigo. Y esgrimiendo esta acusación, mandó a Caillaux a la cárcel. El proceso vino después de la victoria, en un instante de apoteosis y de erección nacional. En un instante en que persistía agudamente la atmósfera marcial de la guerra. La acusación contra Caillaux no exhibió ninguna prueba. Se fundó en sospechas, en conjeturas, en presunciones. Explotó los contactos casuales de Caillaux con personajes sospechosos o equívocos en Italia, en la Argentina y en Francia. El fallo, impregnado del convencimiento de la inculpabilidad de Caillaux, tuvo, sin embargo, que concluir con una sentencia. Caillaux salió del proceso absuelto y condenado al mismo tiempo.

Después, las cosas han cambiado gradualmente. A medida que el ambiente francés se ha descargado de irritación bélica, la figura de Caillaux ha recobrado su verdadero contorno moral. Los radicales-socialistas, que temieron solidarizarse demasiado con su leader en los días de la acusación, han anunciado su voluntad de conseguir la revisión del proceso.

Caillaux aguarda en el exilio esta revisión. Pero no ha gastado su actividad en una actitud de vindicación y de defensa de su personalidad y de su historia. Ha escrito un libro, "Mes prisons”, denunciando la trastienda íntima de su persecución y de su condena. Y no ha vuelto a insistir, sobre este tópico personal y autobiográfico. En su libro posterior: "¿Ou vá la France? ¿Ou va rEurope?", ha ocupado de nuevo su posición de polémica y de combate ideológicos.

En este libro, que tanto ha resonado en el mundo, estudia Caillaux, preliminarmente, el proceso de incubación de la guerra. Sostiene que los gobernantes europeos de 1914 no defendieron suficientemente la paz. Y describe luego las condiciones actuales de Europa. Su descripción de la crisis europea no es menos panorámica y emocionante que la de Nitti. Y es, tal vez, más profunda y más técnica. Caillaux enfoca uno tras otro, los aspectos esenciales de crisis. Los déficits, las deudas, el pasivo de la guerra que arroja sobre las espaldas de varias generaciones europeas una carga abrumadora. La marejada campesina, la ola agraria, los intereses rurales que en la Europa central tienden a aislar al campo de la industria urbana y a restablecer una economía medioeval superada y anacrónica. La baja del cambio, la desvalorización de la moneda que arrinan a una extensa categoría de pequeños y medianos rentistas y que proletariza a la clase media. La hipertrofia, el crecimiento de los trust gigantescos y de los carteles mastodónicos construídos sobre ruinas y escombros, que confieren a unos cuantos grandes capitalista una influencia desmesurada en la suerte de los pueblos. Las corrientes nacionalistas que se oponen a una política de cooperación y asitencia internacionales y enemistan y separan a las naciones. Los intereses plutocráticos que obstruyen la vía del compromiso y de la transacción entre la idea individualista y la idea socialista.

¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa? Caillaux no admite el comunismo. Su resistencia al comunismo no es de orden ideológico sino de orden técnico. Caillaux piensa que el comunismo no puede reorganizar eficientemente la producción europea. El comunismo centraliza en el Estado todos los resortes de la producción. Entrega, por ende, la solución de todas las cuestiones económicas e industriales a una burocracia política, omnipotente y dogmática. Y bien. Caillaux considera aún necesaria la acción del interés privado en el funcionamiento de la producción. Sus objeciones al comunismo son objeciones de financista. Caillaux no discute la ética del comunismo. Discute, su eficacia, su utilidad, su oportunidad. Pero Caillaux, que no acepta la revolución, tampoco acepta la reacción. Con mayor énfasis que las soluciones de la extrema izquierda, rechaza las soluciones de la extrema derecha. Quiere que se pacte con las masas a fin de restaurar su voluntad de trabajo y de cooperación y de desviarlas de la atracción comunista. Advierte el envejecimiento del Estado individualista y el tramonto de la democracia jacobina. Y propone la reconstrucción del Estado sobre la base de una transacción entre la democracia occidental y el sovietismo ruso. Pero, deteniéndose ante la concepción de Rathenau del Estado profesional, afirma que el Estado económico debe estar subordinado al Estado político. Según Caillaux hay "una gran cuestión que supera en mucho a la del comunismo y el capitalismo"; la cuestión de la ciencia y de relaciones con la economía del mundo. La ciencia crea la inestabilidad económica y por consiguiente, la inestabilidad política. Actualmente las grandes usinas metalúrgicas se agrupan al lado de los yacimientos de hulla que abastecen los altos hornos. Más se predice la invención de un sistema nuevo de fabricación del acero. Y esta sola invención puede transformar la geografía económica de Europa.

Caillaux propugna la cooperación entre las naciones y la cooperación entre las clases. Afirma su adhesión a la idea democrática. Niega la eficacia de la revolución y de la reacción. Señala los grandes problemas, las grandes incertidumbres contemporáneas. Busca una solución utilitaria, una solución técnica. Desecha toda solución dogmática. Pero su palabra intelectual, vacilante, escrupulosa y científica, no emociona a las muchedumbres actuales, que sienten una necesidad mística de fe, de fanatismo y de mito.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución turca y el islam [Recorte de prensa]

La revolución turca y el islam

La democracia opone a la impaciencia revolucionaria una tesis evolucionista: "la Naturaleza no hace saltos". Pero la investigación y la experiencia actuales contradicen, frecuentemente, esta tesis absoluta. Prosperan tendencias anti-evolucionistas en el estudio de la biología y de la historia. Al mismo tiempo, los hechos contemporáneos desbordan del cauce evolucionista. La guerra mundial ha acelerado, evidentemente, entre otras crisis, la del pobre evolucionismo. (Aparecido en este tiempo, el darwinismo habría encontrado escaso crédito. Se habría dicho de él que llegaba con excesivo retraso).

Turquía, por ejemplo, es el escenario de una transformación vertiginosa e insólita. En cinco años, Turquía ha mudado radicalmente sus instituciones, sus rumbos y su mentalidad. Cinco años han bastado para que todo el poder pase del Sultán al Demos y para que en el asiento de una vieja teocracia se instale una república demo-liberal y laica. Turquía, de un salto, se ha uniformado con Europa, en la cual fue antes un pueblo extranjero, impermeable y exótico. La vida ha adquirido en Turquía una pulsación nueva. Tiene las inquietudes, las emociones y los problemas de la vida europea. Fermenta en Turquía, casi con la misma acidez que en Occidente, la cuestión social. Se siente también ahí la onda comunista. Contemporáneamente, el turco abandona la poligamia, se vuelve monógamo, reforma sus ideas jurídicas y aprende el alfabeto europeo. Se incorpora, en suma, en la civilización occidental. Y al hacerlo no obedece una imposición extraña ni externa. Lo mueve un espontáneo impulso interior.

Nos hallamos en presencia de una de las transiciones más veloces de la historia. El alma turca parecía absolutamente adherida al Islam, totalmente consustanciada con su doctrina. El Islam, como bien se sabe, no es un sistema únicamente religioso y moral sino también político, social y jurídico. Análogamente a la ley mosaica, el Corán da a sus creyentes, normas de moral, de derecho, de gobierno y de higiene. Es un código universal, una construcción cósmica. La vida turca tenía fines distintos de los de la vida occidental. Los móviles del occidental son utilitarios y prácticos; los del musulmán son religiosos y éticos. En el derecho y las instituciones jurídicas de una y otra civilización se reconocía, por consiguiente, una inspiración diversa. El Califa del islamismo conservaba, en Turquía, el poder temporal. Era Califa y Sultán. Iglesia y Estado constituían una misma institución. En su superficie empezaban a medrar algunas ideas europeas, algunos gérmenes occidentales. La revolución de 1908 había sido un esfuerzo por aclimatar en Turquía el liberalismo, la ciencia y la moda europeas. Pero el Corán continuaba dirigiendo la sociedad turca. Los representantes de la ciencia otomana creían, generalmente, que la nación se desarrollaría dentro del islamismo. Fatim Effendi, profesor de la Universidad de Estambul, decía que el progreso del islamismo "se cumpliría no por importaciones extranjeras sino por una evolución interior". El doctor Chehabeddin Bey agregaba que el pueblo turco, desprovisto de aptitud para la especulación, "no había sido nunca capaz de la
heregía ni del cisma" y que no poseía una imaginación bastante creadora, un juicio suficientemente crítico para sentir la necesidad de rectificar sus creencias. Prevalecían, en suma, respecto al porvenir de la teocracia turca, previsiones excesivamente optimistas y confiadas. No se concedía mucha trascendencia a las filtraciones del pensamiento occidental, a los nuevos intereses de la economía y de la producción.

Revistemos rápidamente los principales episodios de la revolución turca.

Conviene recordar, previamente, que, antes de la guerra mundial, Turquía era tratada por Europa como un pueblo inferior, como un pueblo bárbaro. El famoso régimen de las "capitulaciones" acordaba en Turquía, a los europeos, diversos privilegios fiscales y jurídicos. El europeo gozaba en la nación turca de un fuero especial. Se hallaba por encima del Corán y de sus funcionarios. Luego, las guerras balcánicas dejaron muy disminuida la potencia y la soberanía otomanas. Y tras de ellas vino la gran guerra. Su sino había empujado a Turquía al lado del bloque austro-alemán. Terminada la guerra, la victoria del bloque enemigo pareció decidir la ruina turca. La Entente miraba a Turquía con enojo y rencor inexorables. La acusaba de haber causado un prolongamiento cruento y peligroso de la lucha. La amenazaba con una punición tremenda. El propio Wilson, tan sensible al derecho de libre determinación de los pueblos, no sentía ninguna piedad por Turquía. Toda la ternura de su corazón universitario y presbiteriano estaba acaparada por los armenios y los judíos. Pensaba Wilson que el pueblo turco era extraño a la civilización europea y que debía ser expelido para siempre de Europa. Inglaterra, que codiciaba la posesión de Constantinopla, de los Dardanelos y del petróleo turco, se adhería naturalmente a esta predicación. Había prisa de arrojar a los turcos al Asia. Un ministerio dócil a la voluntad de los vencedores se constituyó en Constantinopla. La función de este ministerio era sufrir y aceptar, mansamente, la mutilación del país. La somnolienta ánima turca eligió ese instante dramático y doloroso para reaccionar. Insurgió en Anatolia Mustafá Kemal Pachá, jefe del ejército de esa región. Nació la "Sociedad de Trebizonda para la defensa de los derechos de la nación". Se formó el gobierno de la Asamblea Nacional de Angora. Aparecieron, sucesivamente, otras facciones revolucionarias: el "ejército verde", el "grupo del pueblo" y el partido comunista. Todas coincidían en la resistencia al imperialismo aliado, en la descalificación del impotente y domesticado gobierno de Constantinopla y en la tendencia a una nueva organización social y política.

Esta erección del ánimo turco detuvo, en parte, las intenciones de la Entente. Los vencedores ofrecieron a Turquía en la conferencia de Sevres una paz que le amputaba dos terceras partes de su territorio, pero que le dejaba, aunque no fuese sino condicionalmente, Constantinopla y un retazo de tierra europea. Los turcos no eran expulsados del todo de Europa. La sede del Califa era respetada. El gobierno de Constantinopla se resignó a suscribir este tratado de paz. Mustafá Kemal, a nombre del gobierno de Anatolia, lo repudió categóricamente. El tratado no podía ser aplicado sino por la fuerza.

En tiempos menos tempestuosos, la Entente habría movilizado contra Turquía su inmenso poder militar. Pero era la época de la gran marea revolucionaria. El orden burgués estaba demasiado sacudido y socabado para que la Entente lanzase sus soldados contra Mustafá Kemal. Además, los intereses británicos chocaban en Turquía con los intereses franceses. Grecia, largamente favorecida por el tratado de Sevres, aceptó la misión de imponerlo a la rebelde voluntad otomana.

La guerra greco-turca tuvo algunas fluctuaciones. Mas desde el primer día se contrastó la fuerza de la revolución turca. Francia se apresuró a romper el frente único aliado y a negociar y pactar con los kemalistas, auxiliados de otra parte, por la cooperación rusa. La ola insurreccional se extendió en Oriente. Estos éxitos excitaron y fortalecieron el ánimo de Turquía. Finalmente, Mustafá Kemal batió al ejército griego y lo arrojó del Asia Menor. Las tropas kemalistas se aprestaron para la liberación de Constantinopla, ocupada por soldados de la Entente. El gobierno británico quiso responder a esta amenaza con una actitud guerrera. Pero los laboristas se opusieron a tal propósito. Un acto de conquista no contaba ya, como habría contado en otros tiempos, con la aquiescencia o la pasividad de las masas obreras. Y esta fase de la insurrección turca se cerró con la suscrición de la paz de Lausanne que, cancelando el tratado de Sevres, sancionó el derecho de Turquía a permanecer en Europa y a ejercitar en su territorio toda su soberanía. Constantinopla fue restituida al pueblo turco.

Adquirida la paz exterior, la revolución inició definitivamente la organización de un orden nuevo. Se acentuó en toda Turquía una atmósfera revolucionaria. La asamblea nacional dió a la nación una constitución democrática y republicana. Mustafá Kemal, el caudillo de la insurrección y de la victoria, fue designado Presidente. El Califa perdió definitivamente su poder temporal. La Iglesia quedó separada del Estado. La religión y la política turcas cesaron de coincidir y confundirse. Disminuyó la autoridad del Corán sobre la vida turca, con la adopción de nuevos métodos y conceptos jurídicos.

Pero seguía en pie el Califato. Alrededor del Califa se formó un núcleo reaccionario. Los agentes británicos maniobraban simultáneamente en los países musulmanes a favor de la creación de un Califato dócil a su influencia. El movimiento reaccionario comenzó a penetrar en la Asamblea Nacional. La Revolución se sintió acechada y se resolvió a defenderse con la máxima energía. Pasó rápidamente de la defensiva a la ofensiva. Procedió a la abolición del Califato y a la secularización de todas las instituciones
turcas.

Hoy Turquía es un país de tipo occidental. Y esta fisonomía se irá afirmando cada día más. Las condiciones políticas y sociales emanadas de la revolución estimularán el desarrollo de una nueva economía. La vuelta a la monarquía teocrática no será materialmente posible. La civilización occidental y la ley mahometana son inconciliables.

El fenómeno revolucionario ha echado hondas raíces en el alma otomana. Turquía está enamorada de los hombres y las cosas nuevas. Los mayores enemigos de la revolución kemalista no son turcos. Pertenecen, por ejemplo, al capitalismo inglés. El "Times" de Londres ha comentado senil y lacrimosamente la supresión del Califato, "una institución tan ligada a la grandeza pasada de Turquía". La burguesía occidental no quiere que el Oriente se occidentalice. Teme, por el contrario, la expansión de su propia ideología y de sus propias instituciones. Esto podría ser otra prueba de que ha dejado de representar los intereses vitales de la Civilización de Occidente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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