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El proceso de la literatura nacional XII [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional XII

Como decía en mi anterior artículo, Chocano es de la estirpe de los conquistadores. Pero el caso Chocano es un poco complejo y una definición tan sumaria no puede contenerlo, no puede aprehenderlo en su movimiento.

Chocano no pertenece a la plutocracia capitolina. Este hecho lo diferencia de los literatos específicamente colonialistas. No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Agüero. En su espíritu se reconoce al descendiente de la Conquista más bien que al descendiente del Virreinato. (Y Conquista y Virreinato social y económicamente constituyen dos fases de un mismo fenómeno, pero históricamente no tienen idéntica categoría. La conquista fue una aventura heroica; el virreinato fue una empresa burocrática. Los conquistadores eran, como diría Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los virreyes y los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).

Las primeras peripecias de la poesía de Chocano son de carácter romántico. No en balde el cantor de "Iras Santas" se presenta como un discípulo de Espronceda. No en balde siente en él algo de romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su juventud, una actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento anárquico. Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece de concreción. Se agota en una delirante y bizarra ofensiva verbal contra el gobierno militar de la época. No consigue ser más que un gesto literario.

Chocano aparece luego, políticamente enrolado al pierolismo. Su revolucionarismo se conforma con la revolución del 95 que liquida un régimen militar para restaurar, bajo la gerencia provisoria de don Nicolás de Piérola, el régimen civilista. Más tarde, Chocano se deja incorporar en la clientela intelectual de la plutocracia. No se aleja de Piérda y su pseudo-democracia para acercarse a González Prada sino para saludar en Javier Prado y Ugarteche al pensador de su generación.

La trayectoria política de un literato no es también su trayectoria artística. Pero sí es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La literatura, de otro lado, está como sabemos íntimamente permeada de política, aún en los casos en que parece más lejana y más extraña a su influencia. Y lo que queremos averiguar aquí no es extrictamente la categoría artística de Chocano sino su filiación espiritual, su posición ideológica.

Una y otra no están nítidamente expresadas por su poesía. Tenemos, por consiguiente, que buscarlas en su prosa, la cual, además de haber sido más explícita que su poesía, no ha sido esencialmente contradicha ni atenuada por ella.

La poesía de Chocano nos coloca, primero, ante un caso de individualismo exasperado y egotista asaz frecuente y casi característico en la falanje romántica. Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.

Y en los últimos años, el poeta, lo reduce y lo limita. No renuncia absolutamente a su egotismo sensual; pero si renuncia a una buena parte de su individualismo filosófico. El culto del Yo se ha asociado al culto de la Jerarquía. El poeta se llama individualista, pero no se llama liberal. Su individualismo deviene un "individualismo jerárquico". Es un individualismo que no ama la libertad. Que la desdeña casi. En cambio, la jerarquía que respeta no es la jerarquía eterna que crea el Espíritu; es la jerarquía precaria que imponen, en la mudable perspectiva de lo presente, la fuerza, la tradición y el dinero.

Del mismo modo doma el poeta los primitivos arranques de su espíritu. Su arte, en su plenitud, acusa, —por su exaltado aunque retórico amor a la Naturaleza,— un panteísmo poco pagano. Y este panteísmo, —que producía un poco de animismo en las imágenes— es en él la sola nota que refleja a una "América Autóctona y salvaje". (El indio es panteísta, animista, materialista). Chocano, sin embargo, lo ha abandonado tácitamente. La adhesión al principio de la jerarquía lo ha reconducido a la iglesia romana. Roma es, ideológicamente, la ciudadela histórica de la reacción. Los que peregrinan por sus colinas y sus basílicas en busca del evangelio cristiano regresan desilusionados; pero los que se contentan con encontrar, en su lugar, el fascismo y la iglesia, —la autoridad y la jerarquía en el sentido romano— arriban a su meta y hallan su verdad. De estos últimos peregrinos es el poeta de "Alma América". El, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente católico. Romántico fatigado, hereje converso, se refugia en el sólido aprisco de la tradición y del orden, de donde creyó un día partir para siempre a la conquista del futuro.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución turca y el islam [Recorte de prensa]

La revolución turca y el islam

La democracia opone a la impaciencia revolucionaria una tesis evolucionista: "la Naturaleza no hace saltos". Pero la investigación y la experiencia actuales contradicen, frecuentemente, esta tesis absoluta. Prosperan tendencias anti-evolucionistas en el estudio de la biología y de la historia. Al mismo tiempo, los hechos contemporáneos desbordan del cauce evolucionista. La guerra mundial ha acelerado, evidentemente, entre otras crisis, la del pobre evolucionismo. (Aparecido en este tiempo, el darwinismo habría encontrado escaso crédito. Se habría dicho de él que llegaba con excesivo retraso).

Turquía, por ejemplo, es el escenario de una transformación vertiginosa e insólita. En cinco años, Turquía ha mudado radicalmente sus instituciones, sus rumbos y su mentalidad. Cinco años han bastado para que todo el poder pase del Sultán al Demos y para que en el asiento de una vieja teocracia se instale una república demo-liberal y laica. Turquía, de un salto, se ha uniformado con Europa, en la cual fue antes un pueblo extranjero, impermeable y exótico. La vida ha adquirido en Turquía una pulsación nueva. Tiene las inquietudes, las emociones y los problemas de la vida europea. Fermenta en Turquía, casi con la misma acidez que en Occidente, la cuestión social. Se siente también ahí la onda comunista. Contemporáneamente, el turco abandona la poligamia, se vuelve monógamo, reforma sus ideas jurídicas y aprende el alfabeto europeo. Se incorpora, en suma, en la civilización occidental. Y al hacerlo no obedece una imposición extraña ni externa. Lo mueve un espontáneo impulso interior.

Nos hallamos en presencia de una de las transiciones más veloces de la historia. El alma turca parecía absolutamente adherida al Islam, totalmente consustanciada con su doctrina. El Islam, como bien se sabe, no es un sistema únicamente religioso y moral sino también político, social y jurídico. Análogamente a la ley mosaica, el Corán da a sus creyentes, normas de moral, de derecho, de gobierno y de higiene. Es un código universal, una construcción cósmica. La vida turca tenía fines distintos de los de la vida occidental. Los móviles del occidental son utilitarios y prácticos; los del musulmán son religiosos y éticos. En el derecho y las instituciones jurídicas de una y otra civilización se reconocía, por consiguiente, una inspiración diversa. El Califa del islamismo conservaba, en Turquía, el poder temporal. Era Califa y Sultán. Iglesia y Estado constituían una misma institución. En su superficie empezaban a medrar algunas ideas europeas, algunos gérmenes occidentales. La revolución de 1908 había sido un esfuerzo por aclimatar en Turquía el liberalismo, la ciencia y la moda europeas. Pero el Corán continuaba dirigiendo la sociedad turca. Los representantes de la ciencia otomana creían, generalmente, que la nación se desarrollaría dentro del islamismo. Fatim Effendi, profesor de la Universidad de Estambul, decía que el progreso del islamismo "se cumpliría no por importaciones extranjeras sino por una evolución interior". El doctor Chehabeddin Bey agregaba que el pueblo turco, desprovisto de aptitud para la especulación, "no había sido nunca capaz de la
heregía ni del cisma" y que no poseía una imaginación bastante creadora, un juicio suficientemente crítico para sentir la necesidad de rectificar sus creencias. Prevalecían, en suma, respecto al porvenir de la teocracia turca, previsiones excesivamente optimistas y confiadas. No se concedía mucha trascendencia a las filtraciones del pensamiento occidental, a los nuevos intereses de la economía y de la producción.

Revistemos rápidamente los principales episodios de la revolución turca.

Conviene recordar, previamente, que, antes de la guerra mundial, Turquía era tratada por Europa como un pueblo inferior, como un pueblo bárbaro. El famoso régimen de las "capitulaciones" acordaba en Turquía, a los europeos, diversos privilegios fiscales y jurídicos. El europeo gozaba en la nación turca de un fuero especial. Se hallaba por encima del Corán y de sus funcionarios. Luego, las guerras balcánicas dejaron muy disminuida la potencia y la soberanía otomanas. Y tras de ellas vino la gran guerra. Su sino había empujado a Turquía al lado del bloque austro-alemán. Terminada la guerra, la victoria del bloque enemigo pareció decidir la ruina turca. La Entente miraba a Turquía con enojo y rencor inexorables. La acusaba de haber causado un prolongamiento cruento y peligroso de la lucha. La amenazaba con una punición tremenda. El propio Wilson, tan sensible al derecho de libre determinación de los pueblos, no sentía ninguna piedad por Turquía. Toda la ternura de su corazón universitario y presbiteriano estaba acaparada por los armenios y los judíos. Pensaba Wilson que el pueblo turco era extraño a la civilización europea y que debía ser expelido para siempre de Europa. Inglaterra, que codiciaba la posesión de Constantinopla, de los Dardanelos y del petróleo turco, se adhería naturalmente a esta predicación. Había prisa de arrojar a los turcos al Asia. Un ministerio dócil a la voluntad de los vencedores se constituyó en Constantinopla. La función de este ministerio era sufrir y aceptar, mansamente, la mutilación del país. La somnolienta ánima turca eligió ese instante dramático y doloroso para reaccionar. Insurgió en Anatolia Mustafá Kemal Pachá, jefe del ejército de esa región. Nació la "Sociedad de Trebizonda para la defensa de los derechos de la nación". Se formó el gobierno de la Asamblea Nacional de Angora. Aparecieron, sucesivamente, otras facciones revolucionarias: el "ejército verde", el "grupo del pueblo" y el partido comunista. Todas coincidían en la resistencia al imperialismo aliado, en la descalificación del impotente y domesticado gobierno de Constantinopla y en la tendencia a una nueva organización social y política.

Esta erección del ánimo turco detuvo, en parte, las intenciones de la Entente. Los vencedores ofrecieron a Turquía en la conferencia de Sevres una paz que le amputaba dos terceras partes de su territorio, pero que le dejaba, aunque no fuese sino condicionalmente, Constantinopla y un retazo de tierra europea. Los turcos no eran expulsados del todo de Europa. La sede del Califa era respetada. El gobierno de Constantinopla se resignó a suscribir este tratado de paz. Mustafá Kemal, a nombre del gobierno de Anatolia, lo repudió categóricamente. El tratado no podía ser aplicado sino por la fuerza.

En tiempos menos tempestuosos, la Entente habría movilizado contra Turquía su inmenso poder militar. Pero era la época de la gran marea revolucionaria. El orden burgués estaba demasiado sacudido y socabado para que la Entente lanzase sus soldados contra Mustafá Kemal. Además, los intereses británicos chocaban en Turquía con los intereses franceses. Grecia, largamente favorecida por el tratado de Sevres, aceptó la misión de imponerlo a la rebelde voluntad otomana.

La guerra greco-turca tuvo algunas fluctuaciones. Mas desde el primer día se contrastó la fuerza de la revolución turca. Francia se apresuró a romper el frente único aliado y a negociar y pactar con los kemalistas, auxiliados de otra parte, por la cooperación rusa. La ola insurreccional se extendió en Oriente. Estos éxitos excitaron y fortalecieron el ánimo de Turquía. Finalmente, Mustafá Kemal batió al ejército griego y lo arrojó del Asia Menor. Las tropas kemalistas se aprestaron para la liberación de Constantinopla, ocupada por soldados de la Entente. El gobierno británico quiso responder a esta amenaza con una actitud guerrera. Pero los laboristas se opusieron a tal propósito. Un acto de conquista no contaba ya, como habría contado en otros tiempos, con la aquiescencia o la pasividad de las masas obreras. Y esta fase de la insurrección turca se cerró con la suscrición de la paz de Lausanne que, cancelando el tratado de Sevres, sancionó el derecho de Turquía a permanecer en Europa y a ejercitar en su territorio toda su soberanía. Constantinopla fue restituida al pueblo turco.

Adquirida la paz exterior, la revolución inició definitivamente la organización de un orden nuevo. Se acentuó en toda Turquía una atmósfera revolucionaria. La asamblea nacional dió a la nación una constitución democrática y republicana. Mustafá Kemal, el caudillo de la insurrección y de la victoria, fue designado Presidente. El Califa perdió definitivamente su poder temporal. La Iglesia quedó separada del Estado. La religión y la política turcas cesaron de coincidir y confundirse. Disminuyó la autoridad del Corán sobre la vida turca, con la adopción de nuevos métodos y conceptos jurídicos.

Pero seguía en pie el Califato. Alrededor del Califa se formó un núcleo reaccionario. Los agentes británicos maniobraban simultáneamente en los países musulmanes a favor de la creación de un Califato dócil a su influencia. El movimiento reaccionario comenzó a penetrar en la Asamblea Nacional. La Revolución se sintió acechada y se resolvió a defenderse con la máxima energía. Pasó rápidamente de la defensiva a la ofensiva. Procedió a la abolición del Califato y a la secularización de todas las instituciones
turcas.

Hoy Turquía es un país de tipo occidental. Y esta fisonomía se irá afirmando cada día más. Las condiciones políticas y sociales emanadas de la revolución estimularán el desarrollo de una nueva economía. La vuelta a la monarquía teocrática no será materialmente posible. La civilización occidental y la ley mahometana son inconciliables.

El fenómeno revolucionario ha echado hondas raíces en el alma otomana. Turquía está enamorada de los hombres y las cosas nuevas. Los mayores enemigos de la revolución kemalista no son turcos. Pertenecen, por ejemplo, al capitalismo inglés. El "Times" de Londres ha comentado senil y lacrimosamente la supresión del Califato, "una institución tan ligada a la grandeza pasada de Turquía". La burguesía occidental no quiere que el Oriente se occidentalice. Teme, por el contrario, la expansión de su propia ideología y de sus propias instituciones. Esto podría ser otra prueba de que ha dejado de representar los intereses vitales de la Civilización de Occidente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira