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La campaña electoral en los Estados Unidos

En el actual instante de la historia mundial, la elección de presidente de la república norte-americana es un acontecimiento de un interés internacional como nunca lo ha sido, ni aún cuando, -pendiente de este acto la entrada de Estados Unidos a la Sociedad de las Naciones- tocó al electorado yanqui elegir al sucesor de Mr. Wilson. Era entonces demasiado evidente el descenso de Wilson para que se abrigase excesivas respecto a la suerte del partido demócrata en los escrutinios. La elección de 1924 halló a los Estados Unidos en un grado más alto de su crecimiento como imperio y potencia mundial. Pero en esta elección las fuerzas electoras se dividieron no en dos, sino en tres grandes corrientes, con ostensible beneficio para el partido de la gran burguesía. El partido demócrata concurrió a la elección con una candidatura débil ascendiente personal. Y la aparición de un tercer partido, con el senador La Follete a la cabeza, no podía ir más allá de una imponente movilización de fuerzas. Esta vez, el electoral norte-americano recobra su antiguo ritmo bipartito.
La candidatura demócrata dispone de considerable y excepcional influjo popular; y su programa se diferencia del programa republicano con más vivacidad que en anteriores oportunidades. Otros factores singulares además de la personalidad del candidato, juegan esta vez en la elección: la religión de Al. Smith, cuya victoria significaría la ascensión de un católico por primera vez a la presidencia de los Estados Unidos; y su posición anti-prohibicionistas que agita un ardoroso contraste de opiniones y aún de intereses. La actitud de los republicanos frente a los desiderata de los agricultores, a pesar de los esfuerzos del partido de Herbert Hoover por atenuar los efectos de su política económica en el electorado rural, aparece como otro agente de orientación eleccionaria que complica la situación.
La candidatura del partido republicano es característica de su actual sentido de su misión. La designación de Herbert Hoover es debida, en gran parte, a su condición específica de hombre de negocios. La burguesía yanqui colocó siempre en la presidencia de la república a un estadista o un magistrado, a una figura que no significase una ruptura de la más encumbrada tradición del país de Washington y Lincoln. A un tipo de capitalista puro, se prefirió siempre un tipo burocrático o intermediario. Para esta elección, el partido republicano ha buscado su jefe en el mundo de los negocios. En un artículo del “Magazin of Wall Street” enjuiciando las cualidades de los principales candidatos como hombres de negocios, se consigna la siguiente apreciación sobre Hoover, oportunamente remarcada por Bukharin en un discurso en la IIIa Internacional: “No es exagerado decir que él (Hoover) se considera y es realmente el dirigente del mundo de negocios americano. No hubo nunca en ninguna parte una institución tan estrechamente ligada al mundo de los negocios como el departamento de Hoover... Él respeta al gran capital y admira a los grandes capitalistas. Tiene la opinión de que una sola persona que hace una gran cosa es mejor que una docena de sabios soñadores que hablan de lo que no han intentado nunca hacer y que nunca sabrán hacer. Es incontestable que Hoover presidente, no se semejará a ninguno de sus predecesores. Será un “business-president” dinámico, en tanto que Coolidge era un “bussines-president” estático. Será el primero “bussines-president” en oposición a los presidentes políticos que hemos tenido hasta ahora”.
Smith representa la tradición demócrata. Es el tipo de estadista, formado en la práctica de la administración, más magistrado que caudillo. Poco propenso a la filosofía política, se mantiene casi a igual distancia de Bryan que de Wilson. Su carácter, su figura, hablan al electorado demócrata mejor que su ideología. En su nominación, el partido demócrata se ha mostrado más conservador que el republicano, desde el punto de vista de la fidelidad a la tradición política norte-americana. Smith corresponde al tipo de presidente, configurado según el principio yanqui de que cualquier ciudadano puede elevarse a la presidencia de la república, mucho más que Hoover. La elección de Hoover, del gran hombre de negocios, con cierta prescindencia de inveteredos miramientos democráticos -y demagógicos- sería, bajo este aspecto, un acto más atrevido que la elección de Al. Smith anti-prohibicionista y católico.
¿Cuál de estos dos candidatos conviene más a los intereses del imperio norte-americano? He aquí la cuestión que el instinto histórico de su media y pequeña burguesía tiene que resolver, pronunciándose en su mayoría por Al. Smith o por Herbet Hoover.
El resultado de los escrutinios no depende automáticamente de las estrictas fuerzas electorales de cada partido. Un cálculo, basado rígidamente en los porcentajes de las últimas votaciones, resulta como es natural desfavorable para los demócratas. En la elección, pueden influir en mayor o menor grado los factores especiales ya anotados, la personalidad del candidato demócrata, popularísima en el estado de New York, el sentimiento público sobre la debatida cuestión del prohibicionismo, la influencia de los intereses agrícolas, la repercusión del programa de Al Smith en las masas populares, etc. Según un sistema de cálculo electoral, que Bruce Bliven llama una diversión inocente, los elementos que en esta oportunidad decidirán el voto de un elector son los siguientes: hábito (lealtad partidista), “prohibicionismo”, religión, personalidad del candidato. A estos factores se les asigna, sobre una escala de 100, los siguientes puntos respectivamente: 60, 50, 55, 25. Según prevalecimiento particular en cada estado, se predice el probable orientamiento de los estados cuyo resultado es dudoso. Pero más seguro es atenerse al estudio concreto de cada electorado. Y a este trabajo andan entregados en Estados Unidos los expertos.
La “chance” de Smith se basa en sus probabilidades de una gran victoria en los estados del Sur. Estos estados pueden darle 114 votos electorales. A estos votos, se agregarán los de los estados demócratas de Kentucky, Tenesse y Oklahoma. La decisión del resultado global la darán los escrutinios de Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, New York, New Jersey, Maryland, Illinois, Missouri, Wisconsin y Montana. Después de un atento examen de los coeficientes electorales de estos estados, Bruce Bliven opina que Smith puede vencer en Rhode Island, New York, Maryland, Missouri, Wisconsin y Montana mientras Hoover cuenta con mayores elementos de triunfo en los otros estados mencionados. Del éxito con que maniobren los demócratas para atraerse los millones de votos que en 1924 favorecieron al senador Lafollette, dependerá en gran parte la suerte de su candidato.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Los médicos y el socialismo. La ley marcial en Haití

Los médicos y el socialismo
La larga y magna secuencia que ha tenido en el gremio médico español la adhesión del Dr. Marañón al Partido Socialista, convida a enfocar el tópico de las profesiones liberales y el socialismo. No cabe duda acerca de que si Marañón y otros ases de la medicina han pedido su inscripción en los registros del Partido Socialista Español, es porque previamente los había ganado ya la política. Tampoco cabe duda respecto a que han entrado en el Partido Socialista, no por razones de expresa y excluyente suscripción del programa proletario, sino porque no podía enrolarse sino en un partido viviente. Los viejos partidos españoles están muertos. Lo que rechaza en ellos a los intelectuales activos e inquietos, sensibles y atentos a la vitalidad, no es tanto su ideología como su inanidad. El Partido Socialista Español, en fin, más que una función revolucionaria clasista tiene una función liberal.
Pero todo esto deja intacta la cuestión central: la permeabilidad de la medicina entre las profesiones liberales, a las ideas socialistas. Desde Marx y Engels está constatada la resistencia reaccionaria de los hombres de leyes a estas ideas. El abogado es, ante todo, un funcionario al servicio de la propiedad. I la abogacía, por razones pragmáticas, se comporta como una profesión conservadora. Este es un hecho que se observa a partir de la Universidad. Los estudiantes de derecho son, generalmente, los más reaccionarios. Los de pedagogía, constituyen el sector más avanzado. Los de medicina, menos proclives por su práctica científica a la meditación política, no tiene más motivos de reserva que los sentimientos heredados de su ambiente familiar. Mas la medicina como la pedagogía no temen absolutamente al socialismo. Quienes las ejercen, saben que un régimen socialista si algo supone respecto al porvenir de estas profesiones en su utilización más intensa y extensa. El Estado socialista no ha menester, para su funcionamiento, de muchos hombres de leyes; pero, en cambio, ha menester de muchos médicos y de muchos educadores. Los ingenieros cuentan igualmente con su favor.
Lo más sugestivo en el caso de Marañón y sus colegas de la medicina española es que estos intelectuales eminentes y célebres se incorporan, sin hesitación, en un partido fundado hace años por un obrero oscuro, por un tipógrafo, con otros hombres previdentes y abnegados del proletariado. El Partido Socialista español ha hecho solo y exiguo muchas largas jornadas antes de atraer a sus rangos a los magnates de la inteligencia. Marañón y sus colegas se dan cuenta de que sería absurda por su parte la tentativa de crear un partido nuevo. Los partidos no nacen de un conciliábulo académico. El diagnóstico de la situación política española a que han llegado esos médicos insignes es bastante sagaz para comprenderlo.

La ley marcial en Haití
No se han modificado los métodos de Estados Unidos en la América colonial. No pueden modificarse. La violencia no es empleada en los países sometidos a la administración yanqui por causas accidentales. Tres hechos señalan en el último lustro la acentuación de la tendencia marcial de la política norte-americana en esos países; la intervención contra la huelga de Panamá, la ocupación y la campaña de Nicaragua y la reciente declaratoria del estado de sitio en Haití. La retórica de buena voluntad es impotente ante estos hechos.
En Haití, como en los otros países, la ocupación militar está amparada por un grupo de haitianos investidos por la fuerza imperialista de la representación legal de la mayoría. Los enemigos de la libertad de Haití, los traidores de su independencia, son sin duda los que más repugnan el sentimiento libreamericano.
Hispano-América tiene ya larga experiencia de estas cosas. Empieza a comprender que lo que la salvará no son las admoniciones al imperialismo yanqui, sino una obra lenta y sistemática de defensa, realizada con firmeza y dignidad, en la que tendrá de su lado las fuerzas nuevas de los Estados Unidos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Leon Bazalgette

“Europe” consagra uno de sus últimos números a León Bazalgette, muerto hace siete meses. Homenaje justiciero a la memoria de su admirable redactor en jefe y generoso animador. Ya “Monde”, cuyo comité director formaba también parte Bazalgette, lo había iniciado en tres números en que despidieron al biógrafo de Henry Thoreau, al traductor de Walt Withman, las voces fraternas de Barbusse, de Jean Richard Bloch, de Jean Guehenno, de René Arcos, de Georges Duhamel, de Franz Masereel, de Miguel de Unamuno. Varios de estos escritores y artistas participan en el homenaje de “Europe” que preside Romaind Rolland. En este homenaje están presentes cuatro norte-americanos: Waldo Frank, Max Eastman, John dos Pasos, Sherwood Anderson. Presencia que no se explica solo por el carácter internacional de “Europe”, revista más internacional que europea, como su nombre quiere significarlo. La más pura y moderna literatura norte-americana tiene especiales razones de reconocimiento y de devoción a Bazalgette. Pocos franceses conocían y amaban esa literatura como este magro y fervoroso puritano de París. Bazalgette reveló a Francia Walt Withman y Henry Thoreau. Como director de la magnífica y selecta colección de prosadores extranjeros de Rieder, contribuyó a la divulgación de algunos de los mejores valores de la literatura yanqui: Sherwood Anderson, Carl Sandburg, Waldo Frank, John Dos Pasos. Si Walt Withman, a través de los unanimistas, ha influido en un sector de la poesía francesa, el mérito toca en parte a Bazalgette que puso su arte escrupuloso y severo de artesano medioeval y su gusto perfecto de crítico moderno en el trabajo de verter al francés los versos del gran americano.
Singularmente justas y seguras son estas palabras de Romain Rolland que rinden homenaje a la verdadera Francia tanto como a Bazalgette: “Era uno de los últimos representantes de una gran generación francesa, en quien el desinterés era el pan cotidiano. La especie no ha desaparecido y no desaparecerá jamás aunque la “feria en la plaza” de hoy, en la cual participan los más ilustres de nuestros jóvenes, haga ostentación de apetitos que nos escandalizan menos de lo que no hacen sonreír. (¡Se contentan de poco!). Bajo la eterna agitación de esta carrera tras la fortuna, la verdadera Francia continúa su labor eterna, silenciosa, pobre, proba, serena. Así fue ayer, así será mañana”. Stefan Sweig dice que “el alma misma de Walt Withman ha revivido en Bazalgette”. A tal punto juzga maravillosa su obra de traductor. Waldo Frank evoca su admirativa sorpresa al descubrir en Francia un hombre que tan profunda y sagazmente comprendía el espíritu norte-americano. Bazalgette no adquirió este conocimiento de Norte-América en ninguna aventurera, diplomática y reclamística indagación a Paul Morand. “Europa -dice Frank- nos envía analistas, observadores penetrantes; y bien, se les siente siempre huraños al cuadro que traza de la vida americana. Escriben en hombres de ciencia, en caricaturistas, en críticos o en apologistas; pero siempre de fuera. Solo este hombre, que no había venido en persona, llevaba en el fondo de si mismo el soplo, las palpitaciones de una realidad viva”. John dos Pasos elogia en Bazalgette el mismo extraordinario don: “Por Withman y Thoreau, ha conocido -escribe-, una América diversamente vasta y más fundamental que este país de jazz, de rascacielos y de rudos negros tan a la moda en la Francia de nuestros días”. Sherwood Anderson lo estima un cosmopolita.
Le debo una eficaz invitación al conocimiento y a la meditación de Henry Thoreau, a quien empecé a amar en su libro. Le debo mi primer fuerte contacto con la más acendrara y entrañable Norte-América. Sin ser francés, en un tiempo en que la orientación de mi cultura dependía en gran parte de mi suerte en la elección de guías, experimenté su sana influencia. Lo seguí en “Clarté”, en “Europe”, en “Monde”. Y, sin haberlo visto nunca, me lo imaginaba tal como lo describen los que tuvieron la fortuna de ser sus familiares, obstinado, generoso, alacre, paciente heredero y continuador de la más noble tradición francesa.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Manhattan transfer", de John dos Pasos

John dos Pasos es como Waldo Frank un norte-americano que ha vivido en España y que ha estudiado amorosamente su psicología y sus costumbres. Pero aunque después de sus hermosas novelas “La iniciación de un hombre” y “Tres soldados”, John dos Pasos se cuenta entre los valores más altamente cotizados de la nueva literatura norte-americana, solo hoy, comienza a ser traducido al español. La Editorial Cenit acaba de publicar su “Manhattan Transfer”, libro en el que las cualidades de novelista de John dos Pasos alcanzan su plenitud. “La iniciación de un hombre” y “Tres soldados” son dos libros de la guerra, asunto en el que dos Pasos sobresale pero que, quizás, ha perdido su atracción de hace algunos años. “Manhattan Transfer”, además de corresponder a un período de maduración del arte y espíritu de John dos Pasos, refleja a New York, la urbe gigante y cosmopolita, la más monumental creación norte-americana. Es un documento de la vida yanqui de mérito análogo, quizá, al de “El Cemento”, de Gladkov, como documento de la vida rusa.
En “Manhattan Transfer” no hay una vida, morosamente analizada, sino una muchedumbre de vidas que se mezclan, se rozan, se ignoran, se agolpan. Los que gustan de la novela de argumento, no se sentirán felices en este mundo heterogéneo y tumultuoso, antípoda del de Proust y de Giraudoux. Ninguna transición tan violenta tal vez para un lector de ahora como la de “Eglantine” a “Manhattan Transfer”. Es la transición del baño tibio y largo a la dicha enérgica y rápida. La técnica novelística, bajo la conminatoria del tema, se hace cinematográfica. Las escenas se suceden con una velocidad extrema; pero no por esto son menos vivas y plásticas. El traductor español, que se ha permitido una libertad indispensable en la versión del diálogo, escribe lo siguiente en el prefacio: “Como en la pantalla del cine la acción que abarca veintitantos años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de acá para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el metro, entrando y saliendo en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los music-halls, en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los teléfonos, en los bancos. Y todas estas personas y personillas que bullen por las páginas de la novela, como por las aceras de la gran metrópolis, aparecen sin la convencional presentación y se despiden del lector “a la francesa”. Cada cual tiene su personalidad bien marcada, pero todos se asemejan en la falta de escrúpulos. Son gente materialista, dominada por el sexo y por el estómago, cuyo fin único parece ser la prosperidad económica. A unos los sorprendemos emborrachándose discretamente; a otros, cohabitando detrás de las cortinas: a otros estafando al prójimo sin salir de la ley. Los abogados viven de chanchullos, los banqueros seducen a sus secretarias, los policías se dejan sobornar y los médicos hacen abortar a las actrices. Los más decentes son los que atracan las tiendas con pistola de pega. Entre toda esta gentuza, se destaca Jimmy Herf, tipo de burgués idealista repetido en otras obras de Dos Pasos. Pero el verdadero protagonista no es el Jimmy sino Manhattan mismo, con sus viejas iglesias empotradas entre geométricos rascacielos, con sus carteles luminosos que parpadean de noche en las avenidas donde la gente se atropella ensordecida por el trepidar de los trenes elevados. Estas líneas dan, en apretado esquema, una idea de la novela.
John dos Pasos continúa y renueva, con todos los elementos de una sensibilidad rigurosamente actual, la tradición realista. “Manhattan Transfer” es una nueva prueba de que el realismo no ha muerto sino en las rapsodias retardadas de los viejos realistas que nunca fueron realistas de veras. También, bajo este aspecto hace pensar en “El Cemento”. Pero mientras “El Cemento”, en su realismo, tiene el acento de una nueva épica, en “Manhattan Transfer”, reflejo de un magnífico e impotente escenario de una vida cuyos impulsos ideales se han corrompido y degenerado, carece de esta contagiosa exaltación de masa creadoras y heroicas.
El decorado de “Manhattan Transfer” es simple y esquemático como en el teatro de vanguardia. La descripción, sumaria y elemental, es sostenida a grandes trazos. John dos Pasos emplea imágenes certeras y rápidas. Tiene algo de expresionismo y del suprarrealismo. Pero vertiginoso como la vida que traduce, no se detiene en ninguna de las estaciones de su itinerario.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herbet Hoover y la campaña republicana

Mr. Herbert Hoover, candidato del partido republicano a la presidencia de los Estados Unidos, dirige su campaña electoral con la misma fría y severa estrategia con que dirigía una campaña económica desde el ministerio de comercio o, mejor aún, desde su bufete de business man. Es, según parece, el mejor candidato que el partido republicano podía enfrentar a Al Smith, quien como ya hemos visto es, a su vez, el mejor candidato que el partido demócrata podía escoger entre sus directores. Ningún otro candidato permitiría a los demócratas movilizar a sus votantes con las mismas probabilidades de victoria. Con cualquier otro opositor, el candidato republicano estaría absolutamente seguro de su elección. Los dos grandes partidos confrontan a sus mejores hombres, como se dice, un poco deportivamente, en lenguaje anglo-americano.
Ya he tenido oportunidad de observar como eligiendo a Smith, la democracia norte-americana se mantendría más dentro de su tradición, -y por ende se mostraría, en cierto sentido, más conservadora- que si prefiriese a Hoover, por corresponder Smith al tipo específico de administrador, de gobernante, de estadista, que la república de Washington, Lincoln y Jefferson ha estimado invariablemente como su tipo presidencial, aún dentro de la más rigurosa política imperialista y plutocrática. Hoover procede directamente del estado mayor de la industria y la finanza. Es, personal e inmediatamente, un capitalista, un hombre de negocios. Tiene la formación espiritual más integral y característica de líder industrial y financiero del imperio yanqui. No viene de una facultad de humanidades o de derecho. Es un ingeniero, modelado desde su juventud por la disciplina tecnológica del industrialismo. Hizo, apenas salido de la Universidad, su aprendizaje de colonizador en minas de Australia y de la China. En su madurez, como Director de Auxilios, amplió y completó en Europa su experiencia y de los intereses imperiales de los Estados Unidos.
Este último es, al mismo tiempo, el cargo del cual arranca su carrera política. Porque, sin haber pasado por el servicio público, y haberse acreditado competente en él, es evidente que ningún business man norte-americano, aún en una época de extrema afirmación capitalista, estaría en grado de obtener el voto de sus correligionarios para la presidencia de la República.
Por profesar con entusiasmo y énfasis ilimitados el más norteamericano individualismo, Hoover pertenece, sin duda, a la estirpe del pioneer, del colonizador, del capitalista, mucho más que Smith. Su protestantismo hace también de Hoover un hombre de más cabal filiación capitalista. Hoover reivindica, con intransigencia, la doctrina el Estado liberal, contra las proclividades intervencionistas y humanitarias del demócrata Smith. Por esto, en los tiempos que corren, no importa propiamente fidelidad a la economía liberal clásica. El individualismo de Hoover no es el de la economía de la libre concurrencia, sino el de la economía del monopolismo, de la cartelización. Contras las empresas, negocios y restricciones estatales, Hoover defiende a las grandes empresas particulares. Por su boca, no habla el capitalista liberal del período de libre concurrencia, sino el capitalismo de los trust y los monopolios.
Hoover es uno de los líderes de la racionalización de la producción, en el sentido capitalista. Como una de sus mayores benemerencias, se recuerda su acción, en el ministerio de Comercio, para conseguir la máxima economía en la producción industrial, mediante la disminución de los tipos de manufacturas. El más cabal éxito de Hoover, como secretario de Comercio, consiste en haber logrado reducir de 66 a 4 las variedades de adoquines, de 38 a 9 las de grados de asfalto, de 1.352 a 496 las de limas y escofinas, de 78 las de frazadas, etc. Paradójico destino el del gobernante individualista, en esta edad del capitalismo: trabajar, con todas sus fuerzas, por la estandarización, esto es por un método industrial que reduce al mínimo los tipos de artículos y manufacturas, imponiendo al público y a la vida el mayor ahorro de individualismo.
Quizá igualmente paradójico sea el destino del capitalista e imperialista absoluto en el orden político. Contribuyendo a que el proceso capitalista se cumpla rigurosamente, sin preocupaciones humanitarias y democráticas, sin concesiones oportunistas a la opinión y a la ideología medias, un gobernante del tipo de Hoover, apresurará probablemente mejor que un gobernante del tipo de Smith, el avance de la revolución y, por tanto, la evolución económica y política de la humanidad. La experiencia democrática demagógica de la Europa occidental, parece confirmar plenamente la concepción sorelliana de la guerra de clases en la economía y la política. El capitalismo necesita ser, vigorosa y enérgicamente capitalista. En la medida en que se inspira en sus propios fines, y en que obedece sus propios principios, sirve el progreso humano, mucho más que en la medida en que los olvida, debilitada su voluntad de potencia, disminuido su impulso creador.
Hilferding, el ministro de la social-democracia alemana, -más estimable sin duda como teórico del “Finanzkapital”- decía no hace mucho que, puesto que el capitalismo seguía adelante, no era posible dudar de que se avanzaba hacia una revolución, porque nada es más revolucionario que el capitalismo. El juicio de Hilferding, como conviene a la posición de un reformista algo escéptico, acusa un determinismo demasiado mecanicista, incompatible con un verdadero espíritu socialista y revolucionario. Pero, es útil y oportuna su cita, en este caso, como elemento de investigación del sentido de la candidatura Hoover.
Los que en la política norte-americana operan en una dirección revolucionaria, pueden admitir íntimamente que la victoria de Hoover, dentro de un orden de circunstancia que es el más probable en un período de temporal estabilización capitalista, convendría a la transformación final del régimen económico y social más que la victoria del demócrata Smith. Pero no les es dado pensar esto, sino a condición de oponerse con toda su energía, a esa misma victoria de Hoover, aún a trueque de ir al encuentro de la victoria de Smith. Porque la historia quiere que cada cual cumpla, con máxima acción, su propio rol. Y que no haya triunfo sino para los que son capaces de ganarlo con sus propias fuerzas, en inexorable combate.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La asamblea de la Sociedad de las Naciones. La reacción en México. Guillermo Valencia y Vasquez Cobo.

La asamble de la Sociedad de las Naciones
La más visible consecuencia de un gabinete laborista británico en la política internacional es, seguramente, la reanimación de la Sociedad de las Naciones. No es, por supuesto, que el Labour Party, en el gobierno de la Gran Bretaña, represente sustancialmente un nuevo rumbo en la gestión de los negocios extranjeros de ese imperio. La Gran Bretaña es un país fundamentalmente conservador en su política; pero en ningún aspecto lo es tanto como en el diplomático. Mas el estilo y el espíritu de los conservadores se avenía poco con el rol de empresarios de la Sociedad de las Naciones y de las asambleas de Ginebra. Los ministros conservadores asistían a las reuniones de la Sociedad de las Naciones con un gesto demasiado cansado y escéptico. Los laboristas, en cambio, estrenan en este campo uno de sus más intactos entusiasmos. En conferencias como la de las reparaciones, estarán siempre dispuestos a defender los intereses de la Gran Bretaña, con mayor celo nacionalista que los conservadores, sin exceptuar a Churchill, pero en la Sociedad de las Naciones, en debates generales sobre el desarme y el arbitraje obligatorio, pueden consentirse generosos brindis pacifistas.
La nota más importante de la décima asamblea de la Sociedad de las Naciones es hasta ahora la elección de Guerrero, delegado de la República del Salvador, como presidente del Consejo de la Liga. I, seguramente, este es un acto de inspiración británica. Se trata más que de atraer a la política de la Liga a los pequeños Estados, disimulando su carácter de trust de grandes potencias, de acentuar la participación de la América Latina en sus labores centrales. Guerrero, en la Conferencia Pan-Americana de la Habana, representó como se recordará la resistencia a la política yanqui. Hasta ahora, los Estados Unidos es la única gran potencia capitalista ausente de la liga, aunque intervenga en todos sus trabajos de colaboración internacional: economía, higiene, trabajo, etc. I es obvio que, a medida que se acentúe el antagonismo anglo-yanqui, la política de la Gran Bretaña tiene que esforzarse por sacar partido de esta circunstancia. Si bien Norte América está habituada a domesticar las veleidades anti-yanquis del nacionalismo centro-americano -se recuerda demasiado los casos Sacasa y Moncada- su diplomacia debe haber recibido con gesto un poco desabrido el nombramiento del salvadoreño Guerrero como Presidente del Consejo de la Liga.
En general, la Sociedad de las Naciones se presenta esta ves bastante convalecida a sus crisis. La abstención yanqui se compensa, en parte, con la activa presencia de Alemania, representada por Stresseman, que necesita aprovechar este retorno de su país a la sociedad internacional, después del largo aislamiento a que la condenó la derrota. La Liga es, por otra parte, el centro de operaciones de Briand, “speaker” oficioso de los Estado Unidos de Europa.

La reacción en México
Portes Gil sigue haciendo contramarchar a la Revolución Mexicana. Obtuvo la victoria sobre la insurrección militar de Escobar, Aguirre, etc, mediante una gran movilización de las masas revolucionarias -obreras y campesinas-. Pero, enseguida, mientras de una parte se ha apresurado a hacer la paz con el clero, de otra parte ha iniciado la ofensiva contra la extrema izquierda. Algunos de los mismo agraristas, que se unieron a la cabeza de las masas campesinas para defender la Revolución contra los generales que la traicionan alzando repentinamente la bandera de la Reacción, han caído, abatidos no por la balas de los “cristeros”, sino por las balas de las tropas federales.
El pacto con la Iglesia, que siguió al pacto con el capitalismo yanqui, expresa nítidamente el carácter del gobierno interino del licenciado Portes Gil, a quien ni estas transacciones, ni la persecución de la vanguardia obrera y campesina, impiden por supuesto emplear, en sus arengas, un lenguaje pródigo todavía en término revolucionarios.
Pascual Ortiz Rubio, candidato del partido gubernamental, se prepara sin duda a continuar en el poder la política del licenciado Portes Gil. La factura del antiguo frente revolucionario, sostenedor de Obregón en la última lucha electoral, ha consentido a Vasconcelos, candidato anti-reeleccionista, una extensa e imponente demostración de fuerza en varios Estados. El próximo gobierno tendrá que hacer frente a dos fuertes corrientes de oposición: la de derecha y la de izquierda. A la primera procurará quebrantarla con nuevas concesiones a los intereses que representa. A la segunda, resistirá simultáneamente con las armas de la represión y la demagogia. Pero en este difícil equilibrio, le será imposible seguir haciendo figura de gobierno “revolucionario”.

Guillermo Valencia y Vásquez Cobo
Los dos candidatos conservadores -Guillermo Valencia y Vásquez Cobo- continúan en Colombia irreductiblemente sostenidos por sus partidarios del Congreso. De hecho, el partido conservador se presenta escisionado ante el problema presidencial. Valencia ha obtenido la mayoría en la votación de los representantes a congreso de su partido. Pero los 45 representantes que ha votado por Vasquez Cobo se manifiestan resueltos a luchar hasta el fin por su candidato. El partido liberal, en minoría en el congreso, no tendrá candidato. Frente al dilema Valencia o Vásquez Cobo, es probable que, con ciertas condiciones, y ante el significado ostensible que ha dado a la candidatura del general la recomendación del arzobispo de Bogotá, se decida a concurrir a la victoria del candidato civil. Los liberales andan divididos; pero son, aún así, una fuerza. El partido socialista revolucionario, que los reemplaza cada vez más como partido de izquierda, no cuenta, puesto casi fuera de la ley, con representación parlamentaria ni con prensa.
En las razones del Arzobispo de Bogotá para apoyar a Vásquez Cobo, son, en orden a la política internacional, las mismas que ha tenido para vetar a Concha. Vásquez Cobo no es persona ingrata a los Estados Unidos, a cuyo canciller Root le tocó saludar cortésmente, a nombre del gobierno colombiano, vivo aún el resentimiento por la desmembración de Panamá, cuando ese activo gerente del panamericanismo visitó la América Latina en gira oficial. Concha, que somo ministro representó una política de celosa reivindicación de los intereses colombianos, frente a Norte-América, no está en el mismo caso. Su elección como presidente de la república podría perjudicar a la reconciliación yanqui-colombiana. La razón de Estado es decisiva para los políticos de la Iglesia.
Valencia, en las últimas semanas, quizá en parte a consecuencia de la fisionomía abiertamente dictatorial y reaccionaria que ha mostrado la candidatura de su opositor, apoyado por el ex-ministro de guerra Rengifo, el hombre de la ley “heroica” y de la represión de Santa Marta, parece haber ganado terreno. La votación así lo demuestra.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tardieu batido. La conferencia de Londres.

Tadieu batido
Cuando un gabinete es la estrecha mayoría de la combinación Tardieu-Briand, no es posible sorprenderse de que caiga de improviso, batido por un veto adverso del parlamento en una cuestión secundaria. Se asignaba, prematuramente, a Tardieu la misión de inaugurar en Francia una política fuerte que significara, entre otras cosas, la liquidación del viejo parlamentarismo. Tardieu mismo declaró su confianza en la larga duración de su gobierno. Su programa reclamaba para su ejecución al menos cinco años.
Pero la composición de la cámara no autorizaba este optimismo. Tardieu, en realidad, no ha hecho con esta cámara sino una política poincarista. La Tercera República no ha salido todavía de una era que transcurre, gubernamentalmente, bajo el signo de Poincaré. El gabinete Tardieu estaba obligado a un difícil equilibrio, que no ha tardado en fallar al primer paso en falso del Ministro Cheron.
Sin duda, la repentina crisis no excluye la posibilidad de que Tardieu presida el nuevo gabinete. Pero es evidente que no podría asumir esta tarea sin compromisos que ensanchen la base parlamentaria del gobierno. La atención de la fisionomía fascista, derechista, de la fórmula Tardieu será la primera condición de una tregua o un entendimiento con los radicales-socialistas. Tardieu no puede aspirar a más que a la sucesión de Poincaré, si quiere ganar la confianza de la pequeña burguesía francesa, reacia a la experimentación de cualquier mussolinismo altisonante y megalómano.
El hecho de que, apenas producida la crisis, reaparezca en la escena Poincaré, si no como organizador del nuevo gobierno, como consejero principal y decisivo de la fórmula a que se ajustará, está adelantando el espíritu poincarista de la receta gubernamental y parlamentaria que se va a aplicar.
Tardieu representa, sobre todo, en el gobierno un método policial. Ha ascendido a la presidencia del consejo por las gradas del ministerio del interior. Es el funcionario impávido que demandaba en ese puesto la alarma de los Coty, la aprehensión [de una burguesía exonerada de los principios de la Gran Revolución], la algazara de todos los que especulan sobre el pánico de los rentistas y los tenderos, denunciando el peligro rojo y las maniobras de Moscú.
No es este método lo que ha desaprobado, por pocos votos de mayoría, la cámara de diputados. Tardieu, como ministro del interior, como ejecutor de un plan policial como jefe de una renovación que no choque excesivamente a los gustos legales y jurídicos de una Francia poincarista y moderna, queda indemne. Si Tardieu resume sus funciones en el nuevo ministerio, aunque sea con el consenso y la colaboración de los radicales socialistas, continuará su obra policial. Sus amigos se han apresurado por esto a declarar que la cámara ha censurado a Cheron, no a Tardieu.
Pero una cuestión hacendaria o financiera no es, políticamente, una cuestión de segundo orden. El poincarismo se define, en su apogeo, como la política de la estabilización del franco. Poincaré es para la pequeña burguesía francesa el hombre que ha salvado el franco. La autoridad de los hombres se asienta en los intereses económicos. Tardieu ha llegado al puesto de leader por haberse granjeado la confianza de la burguesía industrial, del capitalismo financiero. Su orden policial, su maquinaria de represión no tiene otro objeto que asegurar el tranquilo desenvolvimiento de un programa de racionalización capitalista.
El progreso de la crisis ministerial promete ser interesante como ilustración de las fuerzas y los métodos realmente en conflicto en el parlamento y en la política de Francia. La consulta al electorado puede aparecer indispensable antes de lo generalmente previsto.

La conferencia de Londres
Las bases de un acuerdo naval anglo-americano, convenidas en las entrevistas de Mc Donald y Hoover en Washington, no han bastado, como fácilmente se preveía, para que la Conferencia de Londres logre la conciliación de los intereses de las cinco mayores potencias navales sobre la limitación de los armamentos. El propio acuerdo anglo-americano no era completo. Estaba trazado solamente en sus líneas principales y su actuación depende del entendimiento con Japón, Francia e Italia, acerca de sus respectivos programas navales, que el Japón acepte la proporción que le concede la fórmula de Washington, es la condición de que Estados Unidos no extreme sus precauciones en el Pacífico, con consecuencias en su programa de construcciones navales que no puede resistir la economía británica. Que Francia e Italia se allanen a la abolición del submarino como arma de guerra es una garantía esencial de la seguridad del dominio de los mares por el poder anglo-americano.
El compromiso de que los submarinos no serán empleados, en una posible guerra, contra los buques mercantes, no puede ser más tonto. La experiencia de la guerra mundial no permite abrigar ninguna ilusión respecto a la autoridad de estos convenios solemnes. La guerra, si estalla, no reconocerá límites. No será menos sino más implacable que la de 1914-1918. No la harán estadistas ni funcionarios, formados en el clima benigno y jurídico de Ginebra y La Haya, sino caudillos de la estirpe de Clemenceau, inexorables en la voluntad de ir en todo “jusqu’au bout”. El más hipócrita o ingenio pacifismo no puede prestar ninguna fe a la estipulación sobre el respeto de los buques mercantes por los submarinos de guerra. En la guerra no hay buques mercantes.
La crisis ministerial francesa no estorba sino incidental y secundariamente la marcha de la Conferencia de Londres. Lo que desde sus primeros pasos la tiene en “panne” son los inconciliables intereses de las potencias deliberantes. Esta Conferencia se ha inaugurado, formalmente, bajo mejores auspicios que la de Ginebra de 1927. La entente anglo-americana sobre la paridad es una base de discusión que en 1927 no existía. El carácter de limitación, de equilibrio de los armamentos, perfectamente extraño a todo efectivo plan de desarme, está además, perfectamente establecido. Pero el conflicto de los intereses imperialistas sigue actuando en esta como en otras cuestiones. La contradicción irreductible entre las exigencias internacionales de la estabilización capitalista y las pasiones e intereses nacionalista que con el imperialista entran exasperadamente en juego, opone su resistencia aún a este modestísimo entendimiento temporal, fundado en la paridad anglo-americana, que encubre un profundo contraste, una obstinada y fatal rivalidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El intermezzo Berenguer. Las elecciones colombianas.

El intermezzo Berenguer
La agitación política a que debe hacer frente en España el gobierno de transición del general Berenguer, no ha tardado en cobrar un acentuado tono antimonárquico. Unamuno, recibido jubilosamente en España, a nada se ha apresurado tanto como a reafirmar su posición republicana. No habría podido tomar otra actitud, después de sus vehementes campañas en Hendaya. Pero, probablemente, en los cálculos del restablecimiento del régimen constitucional entraba cierta confianza de que la satisfacción por la caída del Primo de Rivera atenuase en los políticos en ostracismo el enojo contra la monarquía.
La dictadura de Primo de Rivera ha tenido el paradójico resultado de resucitar en España al Partido Republicano. Los socialistas habían ido desplazando, poco a poco, a los republicanos, antes de esta crisis de la legalidad, de sus posiciones electorales. Durante la dictadura, el partido socialista ha acrecentado su poder y su influencia. Pero, en parte, ha sido por el rol democrático que su oposición le asigna en el futuro próximo de España. Más que un partido socialista, desde el punto de vista de la composición y la ideología, es un partido demo-liberal. El republicanismo, el antimonarquismo es el aspecto que más expectación enciende en torno a su política. I es lógico que, en esta situación, los antiguos republicanos se sientan también llamados a jugar un rol. La dictadura militar no miraba a otra cosa que a un retorno absolutista. Su fracaso reabre la cuestión del régimen, la cuestión monarquía o república, que los partidos constitucionales creían definitivamente superada o abandonada, con el desarrollo de un movimiento socialista que trasladaba las reivindicaciones de las masas al terreno económico y social.
La monarquía está comprendida en el proceso a Primo de Rivera. El conde de Romanones ha hecho, según el cable, declaraciones que indican su preocupación respecto a la suerte del orden monárquico en España. A su juicio, los acontecimientos exigen una transformación del régimen. España necesita una monarquía constitucional, un orden parlamentario como el de Inglaterra. El viejo ideal de los monárquicos liberales reaparece, en la mente y la práctica de estos, como la fórmula salvadora. La subsistencia del régimen monárquico no tiene otra garantía.
El gobierno de transición de Berenguer, como ya he tenido oportunidad de remarcarlo, asume el encargo de liquidar la dictadura militar; pero es todavía la continuación de esta dictadura, con nuevo personal y diverso programa. La legalidad no está restablecida. El objeto de este gobierno es la normalización, pero la normalización no puede obtenerse por decreto real. La suspensión parcial de la Constitución se mantiene vigente. Berenguer, por ejemplo, tiene que seguir usando la censura de la prensa. La agitación de los partidos y las masas, lo coloca frente a una grave cuestión de procedimiento: ¿Puede su gobierno autorizar o tolerar, inmediatamente, mítines, manifiestos, campañas que son, legalmente, normales? Si la Constitución continúa en suspenso, si los derechos de reunión, de prensa, de negociación no son restituidos al pueblo, ¿Cómo podrá hablarse de restablecimiento de la legalidad? Las medidas restrictivas, en instantes de efervescencia popular, provocarán protestas. I estas, a su vez, incitarán al gobierno de la represión.
Cuando las condiciones políticas de un país llegan a este punto, la revolución puede comenzar en un tumulto. Después de una aventura como la de Primo de Rivera, la vuelta a la constitución no puede cumplirse sin riesgos. Los partidos de oposición entienden, lógicamente, la derrota del dictador como su victoria. Los victoriosos no se conforman fácilmente con que a la hora de la paz se les escamotee las ventajas de la derrota, del fracaso del enemigo. Las cosas se complican con la complicidad notoria de Alfonso XIII, con su interés personal en el golpe de Estado del Marqués de Estella.
La monarquía, ante la bancarrota de la política de Primo de Rivera, ha ofrecido para salvarse la vuelta lisa y llana a la Constitución. Esto es todo lo que la monarquía puede prometer. Pero es mucho más lo que la oposición se encuentra con derecho y con fuerzas para reclamar. El Conde de Romanones: viejo y astuto servidor del régimen, pide que la monarquía se convierta en una monarquía liberal de tipo inglés. Es la reivindicación de un cortesano y de un parlamentario: la reivindicación mínima. Los republicanos quieren la República, los socialistas denuncian la incompatibilidad de la monarquía actual con un orden democrático. Lo que las masas demandarán, en la calle, en los comicios, si se le consiente formular públicamente sus desideratas, será no unas Cortes ordinarias, normalizadoras, sino una Constituyente. Quien dice Constituyente, en las presentes circunstancias, dice Revolución.
El segundo acto de este drama, después del intermezzo Berenguer, si las fuerzas republicanas y socialistas no son en España suficientemente activas y eficaces para empujar al país por este camino, puede ser, por ende, la dictadura absolutista. Ya se ha hablado de la intención de Alfonso XIII de jugar, eventualmente, a la misma carta que Alejandro, el Rey de Yugo-Eslavia. La Unión Patriótica, en previsión de las emergencias posibles, no desarma sus cuadros. Berenguer, conforme a un cablegrama último, se ha visto obligado a telegrafiar a los capitanes generales del reino “recordándoles que la función militar es incompatible con la actuación política y que, su consecuencia, los militares que actuaban en el partido de la Unión Patriótica deben abandonar esa labor política”.
¿Quiénes obran más enérgica y prontamente? ¿Los agentes de la reacción, batidos en la batalla de Primo de Rivera, o las fuerzas de la revolución, sorprendidos por los acontecimientos y carentes de una organización de combate?

Las elecciones colombianas
Ha concluido el gobierno de los conservadores en Colombia. En apariencia, los liberales han ganado las elecciones porque los conservadores se presentaron divididos en ellas. Pero no hay que atenerse a lo aparencial en la estimación de los fenómenos históricos. La división no habría sido posible sin una grave y honda crisis de la política conservadora. Es a esta crisis a la que los conservadores deben su derrota revolucionaria. El cisma del partido, el antagonismo de valencistas y vasquistas, no era sino un síntoma.
El gobierno conservador tendía, a la agitación social y política del país, a una política fascista. El acto más significativo de la administración del Dr. Abadía ha sido la “ley heroica” que niega a la acción política clasista del proletariado de las libertades que la Constitución del Estado acuerda a la expresión de todos los programas e ideologías. La represión sanguinaria de las huelgas de las bananeras no ha sido otra cosa que la aplicación a la lucha contra las reivindicaciones proletarias de los principios fascistas en que se inspiraba esa ley de excepción. El general Rengifo, ministro de guerra del Dr. Abadía hasta los acontecimientos que impusieron su caída, no ha disimulado sus propósitos fascistas. Se ha ofrecido, en todos los tonos, a la clase conservadora para el aplastamiento de las fuerzas revolucionarias. Es uno de esos Martínez Anido hispano-americanos que sueñan con los honores de gendarmes de la Reacción. El general Vásquez Cobo era el candidato de su tendencia. En los primeros tiempos sonó el del propio Rengifo como el de un posible candidato. Pero Rengifo había caído demasiado estruendosamente repudiado por las masas en las manifestaciones que forzaron al Dr. Abadía a licenciar a sus más belicosos y comprometedores ministros. Vásquez Cobo, además, a juicio de un mayor número de conservadores, reunía mejores aptitudes para desenvolver un programa equivalente.
Pero no todos los conservadores se inclinaban a este método. La mayoría del partido está aún formada por gente parsimoniosa, reacia a salir de las viejas normas del conservantismo clásico. La escisión del partido ha sido, por esto, inevitable.
Los liberales no estaban dispuestos a presentar candidato. Hace algunas semanas creían que su mejor política era, una vez más, la abstención. Una rama del partido entendía la abstención como el preámbulo de una acción insurreccional. El declinio de los conservadores, el descrédito creciente de su método gubernamental, reforzaba crecientemente al partido liberal. Los liberales se aprestaban a recoger la herencia del gobierno. Pero había discrepancias sobre la mejor forma de apresurar la sucesión. El triunfo de Olaya Herrera [en las elecciones] es el triunfo de la tendencia pacifista y conciliadora del [partido. A Olaya Herrera] de nada se ha preocupado tanto como de presentarse como un [candidato nacional,] como un hombre exento de espíritu de facción.
Los intereses imperialistas juegan un rol primordial en la política colombiana. Uno de los más sonoros incidentes de la designación de los candidatos conservadores, fue como se sabe el veto del Dr. Concha por sus antecedentes de canciller que defendió celosamente la soberanía nacional frente a la agresiva política yanqui. Vásquez Cobos representaba ostensiblemente una política favorable al capitalismo norte-americano. También, bajo este aspecto, aunque muy discreta y atenuadamente, Valencia encarnaba la tradición conservadora. Olaya Herrera, ex-embajador en Washington, tiene toda la simpatía de los intereses de Estados Unidos. Sus declaraciones, a este respecto, han sido, por lo demás explícitas.
El proletariado colombiano ha afirmado en las elecciones su orientamiento clasista, votando por la candidatura de Alberto Castrillón, líder de la huelga de las bananeras. El partido socialista revolucionario no se ha hecho ninguna ilusión respecto a su fuerza electoral al presentar esta candidatura. Ha querido únicamente proclamar la autonomía de la política obrera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El plan Young en vigencia. Tardieu y el parlamento francés. La conferencia naval de Londres

El plan Young en vigencia
Finalmente, los vencedores de Versailles han suscrito con Alemania una reglamentación definitiva del pago de las reparaciones. La reunión de La Haya, en que se ha concluido y firmado el acuerdo que pone en vigencia el Plan Young, no ha trascurrido sin incidentes. Un mes antes de la conferencia, el Dr. Schacht, director del Reichsbank, había insurgido contra las concesiones del gobierno a las potencias creadoras, sosteniendo que el régimen fiscal que imponían a Alemania no era el que convenía a la convalecencia de sus finanzas. Actitud política, antes que financiera, la del Dr. Schacht, no aspiraba naturalmente a detener a Alemania en la vía seguida, sino a echar sobre el gabinete de coalición, y particularmente sobre el partido socialista, la responsabilidad de estos compromisos. El Dr. Schacht ha formado parte de la delegación alemana, aunque no haya sido sino para tener oportunidad de confirmar su posición individual.
El arreglo de las reparaciones quedó obtenido, provisoriamente, con el plan Dawes. Desde entonces, los gobiernos interesados fijaron las líneas generales del sistema de amortización y distribución de la deuda alemana. Pero el plan Dawes, adoptado en instantes en que era prematuro decidir el monto de la indemnización alemana, había dejado pendiente esta cuestión. Era una solución interina que hacía falta experimentar. Pero en esta solución interina estaban ya sancionados los principios que deberían caracterizar el régimen de reparaciones, ante todo, su funcionamiento bajo la tutela de la finanza norte-americana.
La estabilización capitalista empieza propiamente con el plan Dawes. Mientras Francia hubiese continuado empeñada en exigir de Alemania el pago de las armadas que podía reclamarle blandiendo el pacto de Versailles, habría sido vano todo esfuerzo por restaurar la economía capitalista del Reich. No fue un azar que el plan Dawes siguiera a la ofensiva revolucionaria de 1923 en dos Estados del Reich. El plan Young significa, por consiguiente, la ratificación del estatuto de la estabilización capitalista, después de algunos años de experimentación.

Tardieu y el parlamento francés
La mayoría parlamentaria de Tardieu ha bajado fuertemente en las últimas votaciones. Soplan vientos de fronda en el sector radical-socialista. Pero la vuelta de La Haya, con el protocolo del plan Young en el bolsillo, no puede esperar a Tardieu y su ministerio sino un voto de confianza, al que no negarán su adhesión muchos de los que se supone dispuestos a provocar una crisis.
El gabinete Tardieu no habría podido constituirse sin la abdicación tácita de las fuerzas que habrían debido a su vez, sabe “menager” a este sector parlamentario, oponérsele con extrema energía. Tardieu, no ha ocupado la presidencia del consejo con una explícita declaración fascista. Se ha hablado mucho de él como de un joven condotiero. Pero solícitamente, quienes más interesados están en sostenerlo, han rectificado los comentarios presurosos de quienes lo saludaban como al iniciador de una nueva política -ha escrito M. Maurice Colrat- “M. Tardieu tiene más años y prudencia de las que le atribuyen ciertos historiógrafos. A su edad, habría dicho Floquet, Bonaparte había muerto. Además, ningún gesto en su actitud, ningún propósito en sus decisiones traiciona la menor veleidad de rebelión, la menor intención de disidencia. M. André Tardieu ha aparecido más bien como un heredero, como un sucesor, que como un insurgente. A ejemplo de M. Briand y de M. Poincare, ha tratado al principio de agrupar alrededor de él a las fuerzas republicanas y de formar un ministerio de conservación, ofreciendo siete carteras a los radicales-socialistas”. Equívoco, compromiso, transacción, -parlamentarismo para decirlo en una sola palabra- de una y otra parte. Tardieu no es el dictador con el que soñaba el esnobismo y la teorización reaccionarias en Francia. No en vano su escuela ha sido la del parlamento y la del periodismo.
Su programa es, modestamente, sobre todo, un programa de policía. Su misión, dar jaque mate, aún a costa de la tradición republicana y liberal de Francia, a las fuerzas revolucionaria. Su política no significa ni puede significar una ruptura con el estilo parlamentario.
Tardieu en la presidencia del consejo es la Reacción con mayoría parlamentaria, obtenida mediante un experto y prudente juego de fintas y concesiones. Lo que caracteriza al gobierno de Tardieu es su función policial, su técnica policial, su espíritu policial. Marcel Fourrier escribe en el último número de la Revolution Surrealiste: “La policía es esencialmente un estado de espíritu de la burguesía”. El ministerio Tardieu es el más burgués, bajo este punto de vista, de los ministerios de la Tercera República.
Pero el parlamento mismo está permeado de este espíritu, que algunos llamarán por disimulo de “defensa social”, pero que es simplemente de “seguridad pública”, en la acepción policial, corriente, del término. I aquí reside todo el secreto de la fuerza de Tardieu en el parlamento.

La conferencia naval de Londres
Como un último homenaje a la clásica hegemonía naval de la Gran Bretaña, la reina de los mares, se celebra en Londres la conferencia en que las cinco principales potencias marítimas esperan ponerse de acuerdo respecto a la limitación o equilibrio de sus flotas. Acordada previamente entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña, la paridad naval de ambas potencias, lo primero que la conferencia va a sancionar es la defunción de la hegemonía naval inglesa.
Es posible que este sea el único resultado final de la conferencia que entonces habría servido sino para refrendar y perfeccionar el entendimiento entre Estados Unidos y la Gran Bretaña, logrado por Mac Donald en su visita a Washington.
Los problemas más intrincados por resolver son, como se sabe, el de la paridad naval de Francia e Italia, reivindicada por el gobierno italiano y a la que difícilmente podría renunciar la diplomacia fascista; el de la abolición de los submarinos, como arma de guerra, punto en el que Francia se ha mostrado siempre irreductible y en el que sus intereses chocan inconciliablemente con los de Inglaterra; y el del programa de armamentos navales del Japón, basado en sus miras en el Pacífico.
El ministerio laborista, batido en la Cámara de los Lores en la votación de la ley sobre seguro de los desocupados, se presenta a la Conferencia con disminuida fuerza política. La Inglaterra tradicional, aristocrática, acaba de marcar su discrepancia con el laborismo, tan pávido y modesto sin embargo en la aplicación de su programa sobre los desocupados.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Europa y la bolsa de New York. La nueva generación española y la política

Europa y la bolsa de New York
La Europa capitalista manifiesta cierto optimismo respecto a las consecuencias de la crisis financiera de New York. La caída de los valores se ha detenido a la altura que la salud de Europa puede tolerar. I el primer efecto que es lógico predecir para las finanzas europeas es el regreso gradual al viejo continente de los capitales que lo había abandonado buscando inversiones, si no más fructuosas, más seguras al menos en Norte-América, Cambó, según anunció oportunamente el cable, se contó entre los primeros que señalaron este reflujo.
La estabilización capitalista se realiza en Europa con el concurso financiero norte-americano. No es por azar que dos norte-americanos, Dawes y Young, dan su nombre a los complicados acuerdos sobre las reparaciones. El capitalismo yanqui es el principal empresario de la reconstrucción europea. Antes de que los Estados de la Entente pactaran con Norte América las condiciones de amortización de su deuda, su nuevo mondus vivendi no se sentía establecido. Puede agregarse que en la estabilización capitalista europea los yanquis han mostrado, hasta cierto punto, más confianza que muchos capitalistas europeos, a quienes la amenaza de la revolución proletaria indujo en Alemania, Italia, Francia, a dirigir sus capitales a América.
Pero Europa no se resigna a convertirse, poco a poco, en un conjunto de colonias de los Estados Unidos. El paneuropeísmo es la expresión de una corriente defensiva que mira en la fórmula de Briand la única defensa válida de los intereses del capitalismo europeo contra el dominio yanqui. A los Estados europeos les satisface, por esto, la probabilidad de recuperar los capitales que se habían retirado de su industria y su comercio para aumentar la congestión de oro de Norte América. Estos capitales han sido advertidos enérgicamente por la crisis de New York de los riesgos de la congestión.
Naturalmente, si el pánico bursátil de New York hubiese rebasado el límite más allá del cual estaban profundamente en juego todos los intereses de la economía capitalista mundial, las constataciones y vaticinio de los observadores de Europa estarían muy lejos del menor optimismo. Las consecuencias de la crisis en Europa no les consentirían ninguna esperanza de compensación satisfactoria. Aún como han ido las cosas, cuantiosos intereses resultan afectados. Pero la caída de los valores en New York ha sido frenada en el nivel que los nervios de los financistas europeos podían resistir sin que los ganase también el vértigo. I esto es bastante, por el momento, para la convalecencia de las esperanzas de Europa.

La Nueva generación española y la política
Luis Emilio Soto examina en un artículo de “La Vida Literaria” de Buenos Aires la actitud de la joven generación literaria de España frente a la crisis política de su patria. El tópico es tratado con frecuencia. I las constataciones del colaborador de “La Vida Literaria” carecen de rigurosa novedad. Pero resulta siempre más actual e interesante, en todo caso, que lo insulsos artículos escritos para la United Press por el general Primo de Rivera y rematando los cuales este castizo espécimen de donjuanismo y flamenquismo españoles escribe que “el Dios de todos los cristianos sabrá recompensar a los que supieron consagrar su vida terrenal a ideales más altos y permanentes que los goces materiales o al alimento de las pasiones que encienden el espíritu diabólico en la flaca humanidad”.
Los intelectuales jóvenes de España están acusando, en estos años; menos sensibilidad política que los intelectuales maduros, aunque de algunos de estos últimos José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors -reciban las más persuasivas lecciones de displicencia. La zarandeada generación de 95 mostró, en su tiempo, interés mucho más vivo y arriesgado por lo político. I la generación siguiente está, sin duda, mucho más propiamente representada por Marañón y Jiménez de Asúa que por Ortega y D’Ors.
Soto anota, con razón, que por la abstención de la nueva generación literaria no puede ni debe procesarse a la juventud. Sería injusto olvidar las impetuosas jornadas de los estudiantes españoles contra la dictadura. La que está en causa, específicamente, es la juventud representada por “La Gaceta Literaria” de Madrid, cuyo director Giménez Caballero no tiene reparo en declarar que “España hoy descansa, engorda y se abanica”. Soto no pide a estos equipos de intelectuales jóvenes una agitación callejera, tumultuaria. Suscribe la fórmula defendida por Araquistaín en su periódico “España” en 1920, “acción difusa, crítica, clarificadora, estimulante de creación renovación de las ideas ambientes”. Quiere, en cualquier caso, negar que “el silencio sea una actitud digna de los jóvenes frente al régimen que impera en la patria de Larra”.
El equipo de “La Gaceta Literaria” no es toda la nueva generación intelectual española. Incurriría en una grave omisión el biógrafo de esta juventud que no recordase con la debida estimación el esfuerzo de los grupos de intelectuales jóvenes que, después de otras empresas incompatibles con un régimen de censura, han invertido su energía en la creación de las Ediciones Oriente y Cenit. La revista “Post-Guerra”, aunque efímera, ha sido un momento de la historia de esta generación. La intelectualidad española no ha perdido, en general, su interés por las nuevas corrientes políticas e ideológicas. El hecho de que una de las mejores versiones periodísticas de la nueva Rusia sea la de un español, Álvarez del Vayo, no carece de significación. La indiferencia, la abstención, caracterizan a la juventud literaria. Es la nueva gente de letras a la que ha hecho suyo, ante lo político, el gesto de don José Ortega y Gasset. Propaganda literaria aparte, un Joaquín Maurin, trabajando oscuramente en París, vale bien, por ahora, lo que un Giménez Caballero recorriendo ruidosamente Europa.
Pero aún circunscrita y demarcada de este modo, es indudable que se trata de una actitud singular. Es muy distinta la actitud de la juventud literaria de Alemania. También la de esa juventud literaria de Francia, a la que los jóvenes miran tan deferentemente. En Alemania, del teatro a la novela, de Piscator a Glaesser, la nota dominante en la vanguardia es la beligerancia política. En Francia, tan burguesa y conservadora en sus varios estratos, la nueva generación intelectual es uno de los más activos fermentos ideológicos y pasionales. Un libro de un francés –“Mort de la pensés bourgeoise” de Enmanuel Berl-, precisamente, ha hecho viva impresión en uno de los más conspicuos representantes del equipo de “La Gaceta Literaria” de Madrid, residente desde hace algún tiempo en Buenos Aires, -Guillermo de Torre. Lo sé por el propio Guillermo de Torre que atribuye también a los capítulos que conoce de mi “Defensa del Marxismo” una influencia de que me complazco en sus actuales preocupaciones.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Tardieu. El proceso de Gastonia. Las relaciones anglo-rusas

El gabinete Tardieu
La crisis ministerial ha seguido en Francia el curso previsto. Después de una tentativa de reconstrucción del cartel de izquierdas y de otra tentativa de concentración de los partidos burgueses, Tardieu ha organizado el gabinete con las derechas y el centro. Es casi exactamente, por sus bases parlamentarias, el mismo gabinete, batido hace algunos días, el que se presenta a la cámara francesa, con Tardieu a la cabeza. La fórmula Briand-Tardieu, que encontraba más benigno al sector radical-socialista, ha sido reemplazada por la fórmula Tardieu-Briand. Tardieu era en el ministerio presidido por Briand el hombre que daba el tono a la política interior del gobierno. En la cartera del interior, se le sentía respaldado por el consenso de la gran burguesía. Pero, ahora, la fórmula no se presta ya al menos equívoco. Cobra neta y formalmente su carácter de fórmula fascista. Tardieu, jefe de la reacción, ocupa directamente su verdadero puesto; a Briand se le relega al suyo. La clase conservadora necesita en la presidencia del consejo y en el ministerio del interior a un político agresivo; en el ministerio de negocios extranjeros puede conservar al orador oficial de los Estados Unidos de Europa.
El fascismo, sin duda, no puede vestir en Francia el mismo traje que en Italia. Cada nación tiene su propio estilo político. I la Tercera República ama el legalismo. El romanticismo de los “camelots du roi” y del anti-romántico Maurras encontrará siempre desconfiada a la burguesía francesa. Un lugarteniente de Clemenceau, un abogado y parlamentario como André Tardieu, es un caudillo más de su gusto que Mussolini. La burguesía francesa se arrulla a si misma desde hace mucho tiempo con el ritornello aristocrático de que Francia es el país de la medida y del orden. Hasta hoy, Napoleón es un personaje excesivo para esta burguesía, que juzgaría un poco desentonada en Francia la retórica de Mussolini. La Francia burguesa y pequeño-burguesa es esencialmente poincarista. A un incandescente condotiero formado en la polémica periodística, prefiere un buen perfecto de policía. I al rigor del escuadrismo fascista, el de polizontes y gendarmes.
Los radicales-socialistas han rehusado su apoyo a Tardieu. Pero no de un modo unánime. La colaboración con Tardieu ha obtenido no pocos votos en el grupo parlamentario radical-socialista. El briandismo no escasea en el partido de Herriot, Serrault y Daladier, si no como séquito de Arístides Briand, al menos como adhesión y práctica de su oportunismo político. La presencia en el gabinete Tardieu de un republicano-socialista como Jean Hennesy, propietario de “L’Oeuvre” y “Le Quotidien” que no vaciló en recurrir en gran escala a la demagogia cuando necesitada un trampolín para cubrir a un ministerio, podía tener no pocos duplicados. A Tardieu no le costaría mucho trabajo hacer algunas concesiones a la izquierda burguesa para asegurarse su concurso en el trabajo de fascistización de la Francia.
La duración del gabinete Tardieu depende de que Briand y los centristas lleguen a un compromiso estable respecto a algunos puntos de política internacional. Este compromiso garantizaría al ministerio Tardieu una mayoría ciertamente muy pequeña; pero a favor de la cual trabajaría el oportunismo de una parte de los radicales-socialistas y el hamletismo de los socialistas. A Tardieu le basta obtener los votos indispensables para conservar el poder. Cuenta, desde ahora, con su pericia de ministro del interior para apelar a la consulta electoral en el momento oportuno. Está ya averiguado que con la composición parlamentaria actual, no es posible un ministerio radical-socialista. Si tampoco es posible un gobierno de las derechas, las elecciones no podrán ser diferidas. Tardieu tiene menos escrúpulos que Poincaré para poner toda la fuerza de poder al servicio de sus intereses electorales.
El problema político de Francia, en lo sustancial, no ha modificado. A la interinidad Briand-Tardieu, va a seguir la interinidad Tardieu-Briand. Es cierto que la estabilización capitalista es, por definición, una época de interinidades. Pero Tardieu ambiciona un rol distinto. No se atiene como Briand al juego de las intrigas y acomodos parlamentarios. Quiere ser el condotiere de la burguesía en su más decisiva ofensiva contra-revolucionaria. I si la abdicación continúa de los elementos liberales de esa burguesía, que han asistido sin inmutarse en la República de los derechos del hombre al escándalo de las prisiones preventivas, Tardieu impondrá su jefatura a las gentes que aún hesitan para aceptarla.

El proceso de Gastonia
Un llamamiento suscrito por Upton Sinclair, uno de los grandes novelistas norte-americanos, John dos Pasos, autor de “Manhattan Transfer”, Michael Gold, director de “The New Masses” y otros escritores de Estados Unidos, invita a todos los espíritus libres y justos a promover una gran agitación internacional para salvar de la silla electrónica a 16 obreros textiles de Gastonia, procesados por homicidio. El proceso de los obreros de Gastonia es una reproducción, en más vasta escala, del proceso de Sacco y Vanzetti. I, en este caso, se trata más definida y característicamente de un episodio de la lucha de clases. No se imputa esta vez a los obreros acusados la responsabilidad de un delito vulgar, cuya responsabilidad, no sabiéndose a quien atribuirla con plena evidencia, era cómo al sentimiento hoscamente reaccionario de un juez fanático hacer recaer en dos subversivos. En Gastonia los obreros en huelga fueron atacados el 7 de junio a balazos por las fuerzas de policía. Rechazaron el ataque en la misma forma. I víctima del choque murió un comisario de policía. Con este incidente culminaba un violento conflicto entre la clase patronal y el proletariado textil, provocado por el empeño de las empresas en reducir los salarios.
El número de inculpados hoy por la muerte del comisario de policía fue, en el primer momento, de cincuentainueve. Entre estos, una sumaria información policial, en la que se ha tenido especialmente en cuenta las opiniones y antecedentes de los procesados, ha escogido dieciseis víctimas. Se ha formado en los Estados Unidos un comité para la defensa de estos acusados, a los que una justicia implacable enviará a la silla eléctrica, sino la presión de la opinión internacional no se deja sentir con más eficacia que en el caso de Sacco y Vanzetti. El llamamiento de Sinclair, dos Passos y Gold, ha recorrido ya el mundo, suscitando en todas partes un movimiento de protesta contra este nuevo proceso de clase.
La defensa ha obtenido el aplazamiento de la vista decisiva, para que se escuche nuevos testimonios. Gracias a este triunfo jurídico, la condena aún no se ha producido. Pero el enconado e inexorable sentimiento de clase con que los jueces Thayer entienden su función, no consiente dudas respecto al riesgo que corren las vidas de los procesados.

Las relaciones anglo-rusas
La cámara de los comunes ha aprobado por 234 votos contra 199 la reanudación de las relaciones anglo-rusas, conforme al convenio celebrado por Henderson con el representante de los Soviets, desechando una enmienda de Bladwin quien pretendía que no se restableciesen dichas relaciones hasta que las “condiciones preliminares” no fuesen satisfechas. Se sabe cuáles son las “condiciones preliminares”. Henderson mismo ha tratado de imponerlas a los Soviets en la primera etapa de las negociaciones. La suspensión de estas tuvo, precisamente, su origen en la insistencia británica en que antes de la reanudación de las relaciones, el gobierno soviético arreglara con el de la Gran Bretaña. La cuestión de las deudas, etc. Baldwin no ignora, por consiguiente, que a ningún gabinete británico le sería posible obtener de Rusia, en los actuales momentos, un convenio mejor. Pero el partido conservador ha agitado ante el electorado en las dos últimas elecciones la cuestión rusa en términos de los que no puede retractarse tan pronto. Su líder tenía que oponerse al arreglo pactado por el gobierno laborista, aunque no fuera sino por coherencia con su propio programa.
De toda suerte, sin embargo, resulta excesivo en un estadista tan fiel a los clásicos, declarar que “era humillante rendirse ante Rusia” en los momentos en que se consideraba también, en el parlamento, el informe de primer ministro de la Gran Bretaña sobre su viaje a Washington. El signo más importante de la disminución del Imperio Británico no es, por cierto, el envío de un encargado de negocios a la capital de los Soviets, después de algún tiempo de entredicho y ruptura. Es, más bien, la afirmación de la hegemonía norte-americana implícita en la negociación de un acuerdo para la paridad de armamentos navales de los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
La Gran Bretaña necesita estar representada en Moscú. La agitación anti-imperialista la acusa de dirigir la conspiración internacional contra el Estado soviético. A esta acusación un gabinete laborista estaba obligado a dar la respuesta mínima del restablecimiento de las relaciones diplomáticas. El Labour Party estaba comprometido a esta política por sus promesas electorales. Además, la Gran Bretaña reanudando su diálogo diplomático con la URSS se muestra más fiel a su tradición y a su estilo que invadiendo las oficinas de la casa Arcos en Londres y transgrediendo las reglas de su hospitalidad y su diplomacia.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La federación americana del trabajo y la América Latina. La natalidad en la Europa occidental.

La federación americana del trabajo y la América Latina.
Cuando los sindicatos de espíritu y tradición clasistas de Europa o de la América Latina califican a la Federación Americana del Trabajo como el más obediente instrumento del capitalismo norte-americano, no falta quienes temen que se exagere. Los poderosos medios de propaganda de que dispone la Federación Pan-Americana del Trabajo le consienten, si no conquistar, neutralizar al menos algunos sectores de la opinión popular.
Pero la propia Federación Americana del Trabajo se encarga con sus actos de destruir toda duda acerca de su rol. Últimamente el cable, ha registrado rápidamente la noticia de que la central de los sindicatos reformistas de USA ha tomado netamente posición contra la inmigración latino-americana a su país. El pan-americanismo de los obreros de la Federación no se diferencia mínimamente del de los banqueros de Wall Street. La solidaridad de clases es algo que, pese a la retórica de la Confederación Pan-Americana del Trabajo, ignora radicalmente su política. Los sucesores de Compers no tienen inconveniente en estrechar periódicamente las manos rusas y oscuras de los delegados de los obreros del Sur, en una cita pan-Americana; pero rehúsan absolutamente admitir su competencia en sus propios mercados de trabajo. Los tratan, en esto, como a los demás inmigrantes. No quieren obreros latino-americanos en su país. Le basta con convocarlos en Washington o La Habana, para afirmar su hegemonía sobre ellos. Las conferencias pan-americanas del trabajo no son sino un aspecto de la diplomacia imperialista.
Eso lo saben, en la América Latina, todos los sindicatos obreros dignos de este nombre. I lo prueba el hecho de que para las paradas de la Confederación Pan-americana del Trabajo, los líderes del reformismo yanqui no cuenten sino con amorfos agregados fácilmente manejables. La única central importante de la América Latina que participaba en las conferencias pan-americanas del trabajo era la CROM. I la Crom obedecía en esto a razones de estrategia que Luis Araquistaín ha enfocado nítidamente. La Crom creía ganar, por este medio, el apoyo de la Federación Americana del Trabajo en la política yanqui para la Revolución Mexicana. Hoy no solo los factores de la política mexicana han cambiado; la Crom, que alcanzara con el gobierno de Calles su más alto grado de apogeo, está casi deshecha. Primero, la ofensiva de las fuerzas que enarbolaron, muerto Obregón, la bandera del obregonismo, enseguida, la agrupación de las masas obreras y campesinas en una nueva central, -la que representó al proletariado mexicano en el congreso sindical de Montevideo- ha anulado el antiguo valor de la Crom. Morones viaja por Europa, en momentos en que se discute y vota en el parlamento de su país el Código del Trabajo del Licenciado Portes Gil. La Crom asistirá a la próxima conferencia pan-americana del trabajo, con sus efectivos enormemente relucidos, con su autoridad completamente disminuida.
I habrá que averiguar lo que piensan los obreros de México del pan-americanismo que actúan las uniones amarillas de USA al votar por el cierre de la frontera yanqui a las inmigraciones del Sur.

La natalidad en la Europa occidental
Francia no ha resulto, en los años de post-guerra, el problema de su despoblación. Pero al menos, ha visto extenderse ese problema en la Europa occidental. Ya no es posible oponer a una Francia malthusiana una Alemania prolífica. El crecimiento demográfico de la vecina del otro lado del Rhin se ha detenido desde la guerra. En 1900, la estadística registraba en Alemania dos millones de nacimientos al año, con una población de 56 millones. En 1927, con 63 millones, la cifra de nacimientos ha descendido a 1,2. De 35.6 por mil, ha bajado a 18.3 por mil. La guerra costó a Alemania, en capital humanos, aparte de las pérdidas del campo de batalla y del hambre de la retaguardia, la pérdida invisible de los 3,5 millones de hombres que habrían debido nacer. “Monde” de París toma estos datos de una interesante obra publicada recientemente en Alemania, sobre la materia, con el título de “El descenso de la natalidad y la lucha contra él”.
Como se sabe, uno de los objetivos centrales de la política fascista es el aumento de la población. Italia ha sido, tradicionalmente, un pueblo prolífico. El desequilibrio entre su crecimiento demográfico y sus recursos económicos, la constreñía a la exportación de una parte de su fuerza de trabajo. Mussolini considera el aumento de la población como el elemento decisivo del porvenir de Italia. 45.000.000 de hombres no pueden soñar con imponer su ley al mundo. No se concibe el resurgimiento de Roma imperial con las cifras demográficas actuales. El fascismo, entre otras batallas pacíficas, se propone ganar la batalla de la natalidad.
Pero, como dice Nitti, "no se concibe nada más absurdo". Es imposible regular la natalidad con discursos y decretos. El impuesto al celibato, no decide a los solteros, en tiempos de carestía y desocupación, a crecer y multiplicarse. Nadie se casa por evitar la tasa. "No conozco a nadie que haya tenido hijos bajo la sugestión del gobierno", anota burlonamente Nitti.
Las cifras estadísticas denuncian el fracaso de la política fascista en este embrollado terreno. En 1922, había en Italia 32,2 nacimientos por 1000 habitantes; en 1927, ha habido solo 26,9. La baja se ha acentuado en 1928.
La Europa occidental, en la post-guerra, como en la guerra, se despuebla. La estabilización capitalista no ha logrado el equilibrio en este aspecto de la producción y la economía. Un poco despechadamente, la Europa capitalista constata, con las cifras demográficas en las manos, que en la URSS no obstante la guerra, el hambre, el terror, etc., la política soviética acusa distintos resultados. Ni el bolchevismo ni el divorcio libérrimo, ni el aborto legal, ni la nueva moral de los sexos, han tenido las consecuencias que en la Europa occidental la nacionalización, el fascismo, etc.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank en Lima

Contra mi hábito, quiero comenzar este artículo con una nota de intención autobiográfica. Hace más de cuatro años que escribí mi primera presurosa impresión sobre Waldo Frank. No había leído hasta entonces sino dos de sus libros, “Nuestra América” y “Rahab” y algunos artículos. Este eco sudamericano de su obra, no habría sido advertido por Frank sin la mediación acuciosa de un escritor desaparecido: Adalberto Varallanos. Frank recibió en New York con unas líneas de Varallanos el número del “Boletín Bibliográfico de la Universidad” en que se publicó mi artículo y me dirigió cordiales palabras de reconocimiento. Empezó así nuestra relación. De entonces a hoy, los títulos de Frank a mi admiración se han agrandado. He leído con interés excepcional cuanto de él ha llegado a mis manos. Pero lo que más ha aproximado a él es cierta semejanza de trayectoria y de experiencia. La razón íntima, personal, de mi simpatía por Waldo Frank reside en que, en parte, hemos hechos el mismo camino. En este artículo que es, en parte, mi bienvenida, no hablaré de nuestras discrepancias. Su tema más espontáneo y sincero es esta afinidad. Diré de qué modo Waldo Frank es para mí un hermano mayor.
Como él, yo no me sentí americano sino en Europa. Por los caminos de Europa, encontré el país de América que yo había dejado y en el que había vivido casi extraño y ausente. Europa me reveló hasta qué punto pertenecía yo a un mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo me impuso, me esclareció el deber de una tarea americana. Pero de esto, algún tiempo después de mi regreso yo tenía una consciencia clara, una noción nítida. Sabía que Europa me había restituido, cuando parecía haberme conquistado enteramente, al Perú y América; mas no me había detenido a analizar el proceso de esta reintegración. Fue al leer en agosto de 1926 en “Europe” las bellas páginas en que Waldo Frank explicaba la función de su experiencia europea en su descubrimiento del Nuevo Mundo que medité en mi propio caso.
La adolescencia de Waldo Frank transcurrió en New York en una encantada nostalgia de Europa. La madre del futuro escritor amaba la música. Beethoven, Wagner, Schubert, Wolf, etc eran los genios familiares de sus veladas. De esta versión musical del mundo que presentía y amaba, nace tal vez en Frank el gusto de concebir y sentir su obra como una sinfonía. La biblioteca paterna era otra escala de esta evasión. Frank adolescente interrogaba a los filósofos de Alemania y Atenas con más curiosidad que a los poetas de Inglaterra. Cuando, muy joven aún, niño todavía, visitó Europa, todos sus paisajes le eran familiares. La oposición de un hermano mayor frustró su esperanza de estudiar en Heidelberg y lo condenó a los cursos y al clima de Yale. Más tarde, emancipado por el periodismo, Frank encontró, finalmente, en París todo lo que Europa podía ofrecerle. No solo se sintió satisfecho sino colmado. París, “ciudad enorme, llena de gentes dichosas, de árboles y de jardines; ciudad indulgente a todos los humores, a todas las libertades”. Para el periodista norte-americano que cambiaba sus dólares en francos, la vida en París era plácida y confortable. Para el joven artista de cultura cosmopolita, París era la metrópolis refinada donde hallaban satisfacción todas sus aficiones artísticas.
Pero la savia de América estaba intacta en Waldo Frank. A su fuerza creadora, a su equilibrio sentimental, no bastaba el goce fácil de Europa. “Yo era feliz-escribía Frank en esa confesión, en la que estaban ya los motivos de su primera conferencia de Lima-, no era necesario. Me nutría de lo que otros, en el curso de los siglos, habían creado. Vivía en parásito; este es al menos el efecto que yo me hacía”. En esta frase profunda, exacta, terriblemente cierta: “yo no era necesario”, Frank expresa el sentimiento íntimo del emigrado al que Europa no puede retener. El hombre ha menester, para el empleo gozoso de su energía, para alcanzar su plenitud, de sentirse necesario. El americano al que no sean suficientes espiritualmente el refinamiento y la cultura de Europa, se reconocerá, en París, Berlín, Roma, extraño, diverso, inacabado. Cuanto más intensamente posea a Europa, cuanto más sutilmente la asimile, más imperiosamente sentirá su deber, su destino, su vocación de cumplir en el caos, en la germinación del Nuevo Mundo, la faena que los europeos de la Antigüedad, del Medioevo, del Renacimiento, de la Modernidad nos invitan y nos enseñan a realizar. Europa misma rechaza al creador extranjero al disciplinarlo y aleccionarlo para su trabajo. Hoy, decadente y fatigada, es todavía asaz rigurosa para exigir de cada extraño su propia tarea. La hastían las rapsodias de su pensamiento y de su arte. Quiere de nosotros, ante todo, la expresión de nosotros mismos.
De regreso a los veintitres años a New York, Waldo Frank inició, bajo el influjo fecundo de estas experiencias, su verdadera obra. “De todo corazón -dice. Me entregué a la tarea de hacerme un sitio en un mundo que parecía marchar muy bien sin mi”. Cuando, años después, tornó a Europa, ya América había nacido en él. Era ya bastante fuerte para las audaces jornadas de su viaje de España. Europa saludaba en él al autor de “Nuestra América”, al poeta de “Salvos”, al novelista de “Rahab”, “City Block”, etc. Estaba enamorado de una empresa difícil, pensando en la cual exclamaba con magnífico entusiasmo: “¡Podemos fracasar, pero tal vez acertaremos!”. Al embarcarse para New York, Europa quedaba esta vez detrás de él”.
No es posible entender todo el valor de esta experiencia, sino al que, parcial o totalmente, la ha hecho. Europa para el americano, -como para el asiático- no es solo un peligro de desnacionalización y de desarraigamiento; es también la mejor posibilidad de recuperación y descubrimiento del propio mundo y del propio destino. El emigrado no es siempre un posible “deraciné”. Por mucho tiempo, el descubrimiento del Nuevo Mundo es un viaje para el cual habrá que partir de un puerto del Viejo continente. Waldo Frank tiene el impulso, la vitalidad del norte-americano; pero en Europa ha hecho, como lo digo de mi mismo en el prefacio de mi libro sobre el Perú, su mejor aprendizaje. Su sensibilidad, su cultura, no serían tan refinadamente modernas si no fuesen europeas. ¿Acaso Walt Withman y Edgard Poe no era más comprendidos en París que en New York, cuando Frank se preguntaba, en su juventud, quienes eran los “representative men” de Estados Unidos? El unanimismo francés frecuentaba amorosamente la escuela de Walt Withman, en una época en que Norte-América tenía aún que ganar, que conquistar a su gran poeta.
En la formación de Frank, mi experiencia me ayuda a apreciar un elemento: su estación de periodista. El periodismo puede ser un saludable entrenamiento para el pensador y el artista. Ya ha dicho alguien que más de uno de esos novelistas o poetas, que miran al escritor de periódicos con la misma fatuidad con que el teatro miraba antes al cine, negándole calidad artística, fracasarían lamentablemente en un reportaje. Para un artista que sepa emanciparse de él a tiempo, el periodismo es un estadio y un laboratorio, en el que desarrollará facultades críticas que, de otra suerte, permanecerían tal vez embotadas. El periodismo es una prueba de velocidad. Terminaré esta impresión desordenada y subjetiva, con una interrogación de periodista: ¿Del mismo modo que solo un judío, Disraelí llegó a sentir en toda su magnificencia, con lujo y fantasía de oriental, el rol imperial de Inglaterra, en la época victoriana, no estará reservada a un judío, antes que a un puritano, la ambiciosa empresa de formular la esperanza y el ideal de América, en esta edad cosmopolita?
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Blaise Cendrars

En 1824, Johan Auguste Suter, suizo alemán, hijo de un fabricante de papel de Basilea, deja su patria, mujer y sus hijos arruinado y deshonrado por una quiebra. A pie cruza la frontera y llega a París. En el camino, desbalija a dos compañeros de viaje; en París estafa con una letra de crédito falsa a un cliente de su padre. Luego, en Havre se embarca para New York.
Cendrars, explicándonos el New York de 1834, nos da en una sola página de prosa rápida, sumaria, precisa, escueta, una íntegra fase de la formación de los Estados Unidos.
“El puerto de New York”
“Es ahí donde desembarcan todos los náufragos del viejo mundo. Los náufragos, los desgraciados, los descontentos, los insumisos. Aquellos que han tenido reveses de fortuna; aquellos que han arriesgado todo sobre una sola carta; aquellos a quienes una pasión romántica ha trastornado. Los primeros socialistas alemanes, los primero místicos rusos. Los ideólogos que las policías de Europa persiguen; los que la reacción arroja. Los pequeños artesanos, primeras víctimas de la gran industria de la formación. Los falansterianos franceses, los carhonarios, los últimos discípulos de Saint Martín, el filósofo desconocido, y de los Escoceses. Espíritus generosos, cabezas cascadas. Bandidos de Calabria, patriotas helenos. Los campesinos de Irlanda y de Escandinavia. Individuos y pueblos, víctimas de las guerras napoleónicas y sacrificados por los Congresos Diplomáticos. Los carlistas, los polacos, los partidarios de Hungría. Los iluminados de todas las revoluciones de 1830 y los últimos liberales que abandonan su patria para unirse a la gran República, obreros, soldados, comerciantes, banqueros de todos los países, hasta sudamericanos, cómplices de Bolivar. Desde la Revolución francesa, desde la declaración de la independencia, en pleno crecimiento, en pleno desarrollo, no ha visto jamás New York sus muelles tan continuamente invadidos. Los inmigrantes desembarcaban día y noche y en cada barco, en cada cargamento humano, hay por lo menos un representante de la fuerte raza de los aventureros”.
Suter pertenece a esta raza. Cendrars nos relata así su entrada en New York. Johan Auguste Suter desembarca el 7 de julio, en martes. Ha hecho un voto. Salta a tierra, atropella a los soldados de la milicia, abraza de una mirada el inmenso horizonte marítimo, descorcha y vacía una botella de vino del Rhin, lanza la botella vacía entre la tripulación negra de un velero. Después, rompe a reír y entra corriendo en la gran ciudad desconocida como alguien que tiene prisa y a quien se espera”.
New York no retiene por mucho tiempo a Suter. Suter se siente atraído por el Oeste. Parte de nuevo hacia lo desconocido. En Honolulu forma la Suter’s Pacific Trade Co. Tiene un plan vasto. Con mano de obra de Canaca explotará las tierras de California. No las conoce aún; pero sabe que va a tomar posesión de ellas. Sus socios de Honolulu lo abastecerán de indígenas de las Islas. El plan se cumple puntual y magníficamente. Suter se instala con sus canacos en California. Funde una descomunal colonia agrícola: la Nueva Helvecia. Sus posesiones, sus riquezas crecen prodigiosamente. El “pionnier” suizo deviene uno de los hombres más ricos de la tierra. Pero una catástrofe sobreviene: el descubrimiento del oro. Un obrero de Suter encuentra en sus dominios las primeras pepitas. La noticia se expande. Empieza el éxodo hacia las minas de oro. Suter ve partir a sus empleados, a sus obreros. La colonia se disgrega. Invaden el país los buscadores de oro. En diez años, San Francisco se convierte en una de las más grandes urbes del mundo. Los inmigrantes se reparten las tierras de Suter. Se instalan en sus posesiones. El gran “pionnier” se cruza de brazos. Podía luchas: pero desdeñosamente prefiere no participar en esta batalla de lavadores de oro y destiladores de alcohol, en el cual se mezclan aventureros y bandidos de las más torpes y sucias especies. El oro lo ha arruinado. Suter se retira decepcionado a uno de sus dominios. Mas la voluntad de trabajo y de potencia renace de pronto en él. Sus viñas, sus huertas, sus establos, sus eras, etc., vuelven a darle una fortuna. San Francisco tiene buen apetito. Y Suter le vende caro los frutos de sus alquerías. Pero no está contento. No olvida el golpe; no perdona el oro. Y el demonio le aconseja la más absurda aventura. Suter presenta a los tribunales una demanda por daños y perjuicios. Reivindica la propiedad del suelo sobre el cual se ha edificado San Francisco, Sacramento, Riovista y otras ciudades, reclamando doscientos millones de dólares de indemnización por el despojo. Enjuicia a 17.221 particulares que se han establecido abusivamente en sus plantaciones. Reclama veinticinco millones de dólares del Estado de California por haberse apropiado de sus rutas, canales, puentes, exclusas y molinos; y cincuenta millones de dólares del gobierno de Washington por no haber sabido mantener el orden en la época del descubrimiento del oro. Y sostiene su derecho a una parte del oro extraído desde el principio de la explotación. El fantástico proceso consume todas las utilidades de Suter. Suter tiene a su servicio un ejército de abogados, de peritos y de escribanos. Los municipios y los particulares enjuiciados tienen a su servicio otro ejército. “Es un nuevo rush, una mina inesperada, y todo el mundo quiere vivir del pleito Suter”. San Francisco odia al “pionnier” testarudo y amenazador. Y, cuando el honesto y puritano juez Thompson falla a favor de Suter, la ciudad se amotina. Las plantaciones, los establos, los molinos, las fábricas de Suter son devastados, arrasados, incendiados. Suter, esta vez, pierde todo. Mas ni aún este golpe lo decide renunciar a su proceso. Lo continúa en Washington. En Washington envejece y enloquece. Y muere en las gradas del Palacio del Congreso aguardando y reclamando, obstinadamente, justicia.
Tal la maravillosa historia de Johan August Suter. Su argumento parece una gran paradoja. Pero, en verdad, Cendrars ha escrito, al mismo tiempo que una novela de aventuras, una sátira sobre el destino maldito del oro. El oro del Rhin y el oro de California se equivalen. Cendrars no lo dice: pero lo dice su novela. Lo dice la maravillosa historia de Johan August Suter, arruinado por el descubrimiento neto de las minas de California.
La técnica de “El oro” es, más bien que la de una novela, la de un film. Cendrars nos ofrece la historia de Suter en setenta y cuatro cuadros cinematográficos. Ningún cuadro sobra. Ningún cuadro aburre. Ningún cuadro es pálido o confuso. El lector se olvida, poco a poco, de que tiene en las manos un libro. En vez de las letras y de las palabras, dispuestas en rangos, empieza a ver las figuras y el paisaje. El paisaje que, en Blaise Cendrars, es sólo un decorado esquemático.

José Carlos Mariátegui La Chira

Navidad en nuestra época

Aunque la humanidad se internacionaliza, rápidamente, no existe todavía un día de fiesta universal. Navidad es una fiesta del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, consiguientemente, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo tiene así alguna chance de universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Es una fiesta de los pueblos de religión cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre lo europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tienen en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales son sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están destinadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política, que conmemoran. En Francia, por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios y adherentes de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarios con el 9 de noviembre.
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna a todos los miembros de una familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite efectuar cómodamente estos viajes.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean en la noche del veinticuatro a sus casas distantes para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad, por su carácter, no es consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. Los bazares y las tiendas rebosan de compradores el veinticuatro de diciembre. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates pletóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de Navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de noche buena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman la clientela de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños pobres, de los niños se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los niños desvalidos.
En Francia, Noel “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon” la noche buena, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”, juguetes, dulces, etc. Esta costumbre es francesa y española.
En Alemania, no hay familia que no prepara su árbol de Navidad. El Weihnachtsbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado con estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weihnachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa donde la pintoresca cena está dispuesta. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de Weinachtlieder, tradicionales son excepcionalmente bellos.
Y así, en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nueva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad o de un barbudo Noel de dulce cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisionomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, mas una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una Navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la emoción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y felices.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagación de navidad

Divagaciones de Navidad
I

La humanidad, que tan rápidamente se internacionaliza, no tiene todavía un día de fiesta universal, ecuménica. Navidad es una fiesta del mundo cristiano, del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, en cada nueva jornada, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo, por ende, parece destinado a universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños, entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre los europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tiene en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están reservadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política que conmemoran. En Francia por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de la burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarizados con el 9 de noviembre.

II
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna, sin que falte uno solo, a cada familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite, a todos estos viajes, estas vacaciones.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean, en la noche del veinticuatro, a sus casas distantes, para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad por su carácter, no es, consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. El veinticuatro de diciembre, los bazares y las tiendas rebosan de compradores. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates aladinescos, pictóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de nochebuena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman las clientelas de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños sin hogar se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los huérfanos,
En Francia, Noel, “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon”, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”.
En Alemania no hay familia que no prepare su árbol de Navidad. El Weinachtbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado de estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weinachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa dispuesta para la cena. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de los Weinachtlieder tradicionales son excepcionalmente bellos.

III

Y así en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nieva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad, o de un barbudo Noel de chocolate cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisonomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, más una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la moción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y, tal vez, más felices.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. William Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos antes todo que representaba un capítulo concluido, una época tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado había terminado hace varios años. El periodo wilsoniano señaló la última esperanza y la póstuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.
Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra la injusticia internacional carecía de una base realista.
Byan era un idealista, de viejo estilo extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.
Waldo Frank, en su libro “Nuestra América”, que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “William Jennings Bryan, -que la América se empeña en satirizar-, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.
Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en un verdadero plano. Será superfluo todo sentimental transporte de sus correlagionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un frustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.
El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demo-liberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los Estados Unidos la lucha política se libró únicamente entre los republicanos y demócratas, -o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía-, las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a geminar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de este pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El Proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se volatilizó poco a poco en la pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hecho de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.
Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado el puritano proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.
Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Se denodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.
La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presenta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte injusta tal vez pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti y la batalla anti-fascista. La preparación sentimental del lector ante el conflicto.

Nitti y la batalla anti-fascista
La resolución del “duce” del fascismo de dejar la mayor parte de los ministerios que había asumido en el curso de sus crisis de gabinete, ha seguido casi inmediatamente a una serie de artículos de polémica anti-fascista del ex-presidente de consejo más vivamente detestado por las brigadas de “camisas negras”: Francesco Saverio Nitti. No ha que atribuir, por cierto, a la ofensiva periodística de Nitti, diestro en la requisitoria, la virtud de haber hecho desistir a Mussolini de su porfía de acaparar las principales carteras. Es probable que desde hace algún tiempo el jefe del fascismo se sintiese poco cómodo, con la responsabilidad de tantos ministerios a cuestas. En casi todos, su gestión ha confrontado dificultades que no le ha sido posible resolver con la prosa sumaria y perentoria de los decretos fascistas. El acaparamiento de carteras imprimía un color muy marcado de dictadura personal al poder de Mussolini que, a pesar de todas sus fanfarronadas de condotiere, no ha osado despojarse de la armadura constitucional, frente al ataque de la “variopinta” oposición. A Mussolini no le preocupa excesivamente los argumentos que la concentración del poder en sus manos puede suministrar a los quebrantados partidos y facciones que lo combaten; pero si lo preocupan los factores capaces de perjudicar la apariencia de consenso en que sus discursos transforman la pasividad amedrentada de la gran masa neutra. I lo preocupan, sobre todo, los escrúpulos de la finanza extranjera, y en especial norte-americana de que depende el fascismo tan fieramente nacionalista. Mussolini no puede desentenderse del todo de las ambiciones de figuración de sus lugartenientes.
Los artículos de Nitti han tenido, desde luego, extensa resonancia en el ambiente burgués, -dispuesto a cierta indiferencia, y a veces a una franca tolerancia, antes los actos del fascismo,- de los países en que se han publicado. Nitti emplea, en su crítica, argumentos que impresionan certeramente la sensibilidad, algo adiposa y lenta siempre, de las capas demo-burguesas. Todos sus tiros dan en el blanco. Sus artículos no son otra cosa que un rápido balance de los “bluffs” y de los fracasos del rimbombante régimen de los camisas negras. Nitti opone las altaneras promesas a los magros resultados. Mussolini ha conducido a Italia a diversas batallas que se a resuelto en clamorosos descalabros. La “batalla del trigo” no ha hecho producir a Italia la cantidad de este cereal de que ha menester para alimentar a su población. Nitti cita las cifras estadísticas que prueban que la importación de este artículo no ha disminuido. La “batalla del arroz” no ha sido más feliz. La exportación italiana de este producto ha descendido. La “batalla de la lira” ha estabilizado con grandes sacrificios el curso de la divisa italiana en un nivel artificial que estanca las ventas al extranjero y paraliza el comercio y la industria. A Italia le habría valido más ahorrarse esta “victoria” financiera de Mussolini. La “batalla de la natalidad” ha sido una derrota completa. La cifra de los nacimientos ha disminuido. El “duce” no ha tenido en cuenta que estas batallas no se ganan con enfáticas voces de mando. La natalidad no obedece, en ninguna sociedad, a los dictadores. Si las subsistencias escasean, si los salarios descienden, si la desocupación se propaga, como ocurre en Italia, es absurdo conminar a las parejas a crecer y multiplicarse. Los solteros resisten inclusive al impuesto al celibato. La inseguridad económica es más fuerte que cualquier orden general del comando fascista.
Nitti trata a Mussolini, en cuanto a cultura y competencia, con desdén y rigor. Mussolini, dice, carece de los más elementales conocimientos en los asuntos de Estado que aborda y resuelve con arrogante estilo fascisto. Es un autodidacta sin profundidad, disciplina ni circunspección intelectuales. “No poseyendo ninguna cultura ni histórica ni económica ni filosófica y como los autodidactas se atreve a hablar de todo. La lectura de los manueales populares de pocos centavos, le ha provisto de una especie de formulario. Pero, en el fondo, su acción se desarrolla de acuerdo a su temperamento. Pertenece a esa categoría que Bacon llama “idola theatri”.
No será, empero, los ataques periodísticos del autor de “Europa sin paz” los que socaven social y políticamente el régimen fascista. La verdadera batalla contra el fascismo se libra, calladamente, en Italia, en las fábricas, en las ciudades, por los obreros.
El fascismo podría considerar tranquilo el porvenir si tuviese que hacer frente solo a adversarios como a un combativo ex-ministro y catedrático napolitano.

La preparación sentimental del lector ante el conflicto
Las agencias telegráficas norte-americanas continúan activamente su trabajo de preparación sentimental del público para la aquiescencia o la incertidumbre ante la ofensiva contra la URSS que preludian las violencias del gobierno de la Manchuria y las provocaciones de las bandas chicas y de los risos blancos en la frontera de Siberia. Sus informaciones no han aludido jamás a la disposición de los banqueros norte-americanos para financiar la confiscación del Ferrocarril Oriental Ruso-Chino. El capital yanqui busca, como bien se sabe, inversiones productivas, con un sentido al mismo tiempo económico y político de los negocios. I ninguna inversión afirmaría la penetración norte-americana en la China como la sustitución de la URSS en el Ferrocarril Oriental de la China. El Japón no mira con buenos ojos este proyecto. Inglaterra misma, aunque interesada en que se aseste un golpe decisivo a la influencia de la Rusia soviética en el Oriente, no se resignará fácilmente a que la instalación de los norte-americanos en la Manchuria sea el precio del desalojamiento de los rusos. Estos son los intereses que se agitan en torno del conflicto ruso-chino. Pero no se encontrará sino accidentalmente alguna velada mención de ellos en la información que nos sirve el cable cotidianamente sobre el estado del conflicto. El objetivo de esta información es persuadir al público, que se desayuna con el diario de la mañana y carece de otros medios de enterarse de la marcha del mundo, de que Rusia invade y ataca a la China y de que lanza sus tropas sobre las poblaciones de la Manchuria.
La política anti-soviética de los imperialismos mira a enemistar la URSS con el Oriente. Necesita absolutamente crear el fantasma de un imperialismo rojo, en el mismo sentido colonizador y militar del imperialismo capitalista, para justificar la agresión de la URSS. A este fin tienen los esfuerzos de los corresponsales.
La consideración de este hecho confiere viva actualidad, en lo que nos respecta, al tema de “la norte-americanización de la prensa latino-americana”. El estudio que con este epígrafe Genaro de Arbayza hace pocos meses en “La Pluma”, la autorizada revista que en Montevideo dirige Alberto Zum Felde, ha tenido gran resonancia en todos los pueblos de habla española, España inclusiva. Genaro de Arbayza examinaba la cuestión con gran objetividad y perfecta documentación. “Los periódicos más ricos -escribía- tienen corresponsales especiales en las capitales importantes de Europa, pero la casi totalidad de sus noticias más importantes son suministradas por las agencias norte-americanas. Así es como más de veinte millones de lectores, desde México al Cabo de Hornos, formados por las clases media y gobernante, ven el mundo exterior exactamente a través de la forma como quieren los editores norteamericanos que lo vean. Este sistema de distribución de noticias ha convertido toda la América Latina meramente en una provincia del mundo de noticias norteamericano”. Glosando este artículo, la revista cubana “1929”, otra cátedra de opinión libre, observaba que “un consorcio de grandes rotativos latinoamericanos haría, con toda probabilidad, factible el establecimiento de una gran agencia noticiera mutua capaz, por lo menos, de comedir y mitigar el caudal informativo yanqui”. El optimismo de “1929” en este punto es quizás excesivo. Probablemente la agencia latinoamericana que preconiza, no ambicionaría, a la postre, a mejor destino, que a ponerse a remolque del cable yanqui. Es, más bien, la indagación vigilante de las revistas, el comentario alerta de los escritores independientes, el que puede defender al público de la intoxicación a que lo condena la trustificación del cable. Ya una revista, nuestra, “Mercurio Peruano”, enfocó una vez esta cuestión, provocando la protesta del representante de una agencia yanqui. Los numerosos artículos que han seguido al estudio de Arbayza, le restituyen acrecentada toda su actualidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La resaca fascista en Austria. La lucha eleccionaria en México.

La resaca fascista en Austria
Viena tiene, desde hace tiempo, una temperatura de excepción en las estaciones políticas de Europa. Hace dos años, cuando la marejada revolucionaria parecía apaciguada completamente en la Europa occidental, Viena sorprendió a los observadores de la estabilización capitalista con las jornadas insurreccionales de julio. Hoy, cuando es la marejada fascista la que declina, los equipos de la Heimwehr se aprestan fanfarronamente para la marcha sobre Viene. La ciudad de monseñor Seipel y de Fritz Adler, guarda de sus faustosas épocas de capital del imperio austro-húngaro, el gusto de un gran rol espectacular y l ambición de un gran escenario europeo.
Se diría que Viena no ha tenido tiempo de habituarse a su modesto destino de capital de un pequeño estado, tutelado por la Sociedad de las Naciones. A la incorporación de este pequeño estado en el Imperio alemán se opone terminantemente una clausula del tratado de paz que ni Francia ni Italia se avendrían a revisar, Francia temerosa de una Alemania demasiado grande, Italia de una Alemania que asumiría el activo y pasivo de esta Austria demasiado chica. Pero Viena, con su sentimiento de gran ciudad internacional, resiste también, aunque no lo quiera, a la absorción espiritual y material del estado austriaco por la gran patria germana. Los partidos y las instituciones de Austria ostentan un estilo autónomo, frente a los partidos y a las instituciones de Alemania. La democracia-cristiana de monseñor Seipel no es exactamente lo mismo que el centro católico de Wirth y de Marx, tal como el austro-marxismo no se identifica con la social-democracia alemana. El fascismo austriaco no podía renunciar, por su parte, a distinguirse del alemán, bastante disminuido, a pesar de las periódicas paradas de los “cascos de acero”, desde que los nacionalistas redujeron a su más exigua expresión su monarquismo para acomodarse a las exigencias de su situación parlamentaria.
Es difícil pronosticar hasta qué punto la Heimwehr llevará [adelante su] ofensiva. El fascismo, en todas las latitudes, recurre excesivamente al alarde y la amenaza. En la propia Italia, en 1928, si el Estado hubiese querido y sabido resistirle seriamente, con cualquiera que no hubiese sido el pobre señor Facta en la presidencia del consejo, el ejército y la policía habrían dado cuenta fácilmente de las brigadas de “camisas negras”, lanzadas por Mussolini sobre Roma. El jefe de estas fuerzas en Austria asegura que está en grado de mantener a raya a la Heimwehr. Aunque adormecido por el pacifismo graso de su burocracia y sus parlamentarios de la social-democracia, el proletariado no debe hacer perdido, en todo caso, el ímpetu combativo que mostró en las jornadas de julio de 1929. A él le tocará decir en esto la última palabra.

La lucha eleccionaria en México
No haya que sorprenderse de la violencia de la lucha eleccionaria en México. Esta lucha empezó con la tentativa desgraciada de los generales Gómez y Serrano hace dos años frente a la candidatura de Obregón. El asesinato de Obregón, victorioso en las ánforas, después de la radical eliminación de sus competidores, reabrió con sangriento furor esta batalla que debía haber concluido entonces con el escrutinio. La insurrección de Escobar, Aguirre y otros, el fusilamiento de Guadalupe Rodríguez y Salvador Gómez, la persecución de comunistas y agraristas, etc. no han sido más que etapas de una batalla, en la que el gobierno interino de Portes Gil, surgido de la fractura del frente revolucionario, no ha sido ni habría podido ser árbitro. Los sucesos de Torreón, Jalapa, Orizaba, Córdoba y Ciudad de México corresponden a esta atmósfera de extremo y acérrimo conflicto.
Presentada por el partido anti-reeleccionista, la candidatura de José Vasconcelos, representaba originariamente el sentimiento conservador, la disidencia intelectual. El partido obregonista detentaba aún, indeciso entre las candidaturas de Aaron Saenz y el ing. Ortiz Rubio, el título de partido revolucionario. Había aparecido ya la candidatura del bloque obrero y campesino, en oposición cerrada a todos los postulantes de la burguesía; pero este mismo movimiento, que reivindicaba la autonomía del proletariado en la lucha política, indicaba que la evolución mexicana seguía adelante y que la extensión de su frente resistía ya la separación clarificadora de fuerzas que hasta entonces había combatido juntas. Rehecho el frente único obregonista, ante la insurrección militar de Escobar y sus colegas, Portes Gil y el Partido Nacional Revolucionario, que ya había elegido como su candidato al ingeniero Ortiz Rubio, hicieron largo uso de un lenguaje de agitación popular contra-revolucionaria, que les restituía su antiguo rol.
Pero desde que, debelada la insurrección militar, el gobierno interino de Portes Gil no virado rápidamente a la derecha, se ha producido un desplazamiento de fuerzas. Puestos casi fuera de la ley los comunistas, el bloque obrero y campesino no ha podido continuar activamente su campaña. Las masas han reconocido en Portes Gil, y por consiguiente en su candidato, a los representantes de los intereses políticos cada vez más distintos y extraños a la revolución mexicana. Vasconcelos, en el poder, no haría más concesiones que Portes Gil al capitalismo y al clero. Hombre civil, ofrece mayores garantías que su contendor del Partido Nacional Revolucionario de actuar dentro de la legalidad, con sentido de político liberal. Puesto que la revolución mexicana se encuentra en su estadio de revolución democrático-burguesa, Vasconcelos puede significar, contra la tendencia fascista que se acentúa en el Partido Nacional Revolucionario, un período de estabilización liberal. Vasconcelos, por otra parte, se ha apropiado del sentimiento anti-imperialista reavivado en el pueblo mexicano por la abdicación creciente del gobierno ante el capitalismo yanqui. Gradualmente la candidatura de Vasconcelos, que apareció como un movimiento de impulso derechista, se ha convertido en una bandera de liberalismo y anti-imperialismo.
El programa de Vasconcelos carece de todo significado revolucionario. El ideal político nacional del autor de “La Raza Cósmica” parece ser un administrador moderado. Ideal de pacificador que aspira a la estabilización y al orden. Los intereses capitalistas y conservadores sedimentados y sólidos están prontos a suscribir, en todos los países, este programa. Económica, social, políticamente, es un programa capitalista. Pero desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía, tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien que, -sin hacerse ninguna ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras,- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado a sus principios y faltado a sus compromisos.
Portes Gil y Ortiz Rubio no acaudillan, por otra parte, una fuerza muy compacta. Dentro del partido obregonista, se manifiestan incesantemente grietas profundas. No hace mucho, se descubrió, según parece, señales de conspiración, dentro del mismo frente gubernamental. Morones y los laboristas, no perdona a los obregonistas el encarnizamiento de su ataque en las postrimerías del gobierno de Calle, su licenciamiento del gobierno, el aniquilamiento de la CRON. Ursulo Galván, expulsado del partido comunista, busca sin duda una bandera al servicio de la cual poner la influencia que aún conserve entre los agraristas.
El panorama político de México se presenta, pues, singularmente agitado e incierto. La guerra civil puede volver a encender en cualquier momento sus hogueras en la fragosa tierra mexicana.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las nuevas jornadas de la revolución china

Las nuevas jornadas de la revolución china

He escrito dos veces en “Variedades” sobre la China. La primera vez bosquejando a grandes trazos el proceso de la revolución. La segunda vez, examinando la agitación nacionalista contra los diversos imperialismos que se disputan el predominio en el territorio y la vida chinas.

El cuadro general no ha cambiado. En el distante, inmenso y complejo escenario de la China, continúa su accidentado desarrollo una de las más vastas luchas de la época. Pero las posiciones de los combatientes se presentan temporalmente modificadas. Los últimos episodios señalan una victoria parcial de la contra-ofensiva reaccionaria e imperialista.

La agitación revolucionaria y nacionalista adquirió hace algunos meses una extensión insólita. El espíritu anti-imperialista de Cantón, sede de la China republicana y progresista del Sur, arraigó y prosperó en Pekín, centro de una burocracia y una plutocracia intrigantes y cortesanas. Las huelgas anti-imperialistas de Shanghai repercutieron profundamente en Pekín, donde los estudiantes organizaron enérgicas manifestaciones de protesta contra los ataques extranjeros a la independencia china.

Bajo la presión del sentimiento popular, se constituyó en Pekín un ministerio de coalición, en el cual estaba fuertemente representado el partido Kuomingtan, esto es el sector de izquierda. El Presidente de la República Tuan Chui Yi -cuya dimisión nos acaba de anunciar el cable- no representaba nada. El poder militar se encontraba en manos del general protestante Feng Yu Hsiang quien, ganado por el sentimiento popular, se entregaba cada día más a la causa revolucionaria.

El problema de la China asumió así una gravedad dramática precisamente en un período en que, diseñado un plan de reconstrucción capitalista, el Occidente sentía con más urgencia que antes la necesidad de ensanchar y reforzar su imperio colonial. Las potencias interesadas en la colonización de la China discutían desde hacía algún tiempo, con creciente preocupación, los medios de entenderse y concertarse para una acción mancomunada. La marejada nacionalista de 1925 vino a colmar su impaciencia. Inglaterra, sobre todo, se mostró exasperada. Y, sin ningún reparo, usó con la China un lenguaje de violenta amenaza. Las potencias que, como principio supremo de la paz, habían proclamado el derecho de las naciones a disponer de si mismas y que más tarde, habían declarado enfática y expresamente su respeto a la independencia de la China, hablaban ahora de una intervención marcial que renovase en el viejo imperio los truculentos días del general Waldersee.

El gobierno de Pekín fue acusado, como antes el gobierno de Cantón, de ser un instrumento del bolchevismo contra el occidente y la civilización. Karakhan, embajador de los Soviets en Pekín fue denunciado como el oculto empresario y organizador de las protestas anti-imperialistas.

Si se tiene en cuenta todas estas cosas, se comprende fácilmente el sentido de los últimos acontecimientos. Chang-So-Lin, el dictador de la Manchuria, y Wu Pei Fu, el ex-dictador de Pekín, son dos personajes demasiado conocidos de la China. Se ve claramente la mano que los mueve. La reconquista de Pekín representa inequívocamente una empresa imperialista y reaccionaria.
Chan-So-Lin, déspota de la China feudal del Norte, que hace varios años proclamó su independencia del resto del Imperio, es un notorio aliado del Japón. Hace aproximadamente un año y medio, arrojó de Pekín a Wu Pei Fú, amigo y servidor de Inglaterra, que aspiraba al restablecimiento de la unidad china, sobre la base de un régimen centralista sedicentemente democrático. Después de colocar a Tuan Chui Yi en la presidencia de la república, el dictador manchú se retiró a Mukden. Pero en el China el presidente de la república es solo un personaje decorativo. Por encima del presidente, está siempre un general. El general protestante Feng Yu Hsiang fue quien efectivamente ejerció el poder, como hemos visto, bajo la presidencia de Tuan Chui Yi.

Cuando el peligro de Feng Yu Hsiang empezó a parecer excesivo para todos, Chang So Lin y Wu Pei Fu convergieron sobre Pekín. Esta vez no para lazarse el uno contra el otro sino para eliminar un enemigo común. El éxito de su campaña es lo que ahora tenemos delante en el intrincado tablero chino.

No hace falta saber más para darse cuenta de que estamos asistiendo al desenlace de solo un episodio de la guerra civil en la China. Chang So Lin y Wu Pei Fu pueden coincidir frente a Feng Yu Hsiang y contra el movimiento Kuomintang. Pero, una vez recuperado Pekín, su solidaridad termina. Chang So Lin se sentirá de nuevo el aliado del Japón; Wu Pei Fu, el aliado de Inglaterra. Estados Unidos, rival en la China de Inglaterra y del Japón, movilizará contra uno y otro a un “tuchun” ambicioso. Y de otro lado, el partido Kuomitang, que domina en Cantón, no se desarmará absolutamente. Los desmanes imperialistas le darán muy pronto una ocasión de reasumir la ofensiva.

La responsabilidad del caos chino aparece, pues, ante todo, como una responsabilidad de los imperialismos que en el viejo imperio ora se contrastan, ora se entiende, ora se combaten, ora se combinan. Si estos imperialismos dejaran realizar libremente al pueblo chino su revolución, es probable que un orden nuevo se habría ya estabilizado en la China. El dinero del Japón, de Inglaterra, de los Estados Unidos, alimenta incesantemente el desorden. La aventura de todo “tuchun” mercenario está siempre subsidiada por algún imperialismo extranjero.

En un país como la China, de enorme población e inmenso territorio, donde subsiste una numerosa casta feudal, la empresa de mantener viva la revuelta no resulta difícil. Actúa, en primer lugar, la fuerza centrífuga y secesionista de los sentimientos regionales de provincias que se semejan muy poco. En segundo lugar, la omnipotencia regional de los jefes militares (tuchuns) prontos a mudar de bandera. Un tuchun potente basta para desencadenar una revuelta.

La república, la revolución, no son sólidas sino en la China meridional, donde se apoyan en un vasto y fuerte estrato social. Cantón, la gran ciudad industrial y comercial del sur, es la ciudadela del Kuomingtan. Su proletariado, su pequeña burguesía son devotamente fieles a la doctrina revolucionaria del doctor Sun Yat Sen. Esta es la fuerza histórica que, cualesquiera que sean los obstáculos que el capitalismo occidental le amontone en el camino, acabará siempre por prevalecer.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Eugenio V. Debs

Eugenio V. Debs

Eugenio V. Debs, el viejo Gene, como lo llamaban sus camaradas norteamericanos, tuvo el alto destino de trabajar por el socialismo en el país donde más vigoroso y próspero es el capitalismo y donde, por consiguiente, más sólidas y vitales se presentan sus instituciones y sus tesis. Su nombre llena un capítulo entero del socialismo norteamericano, que contra lo que creen, probablemente, muchos, no ha carecido de figuras heroicas. Daniel de León, marxista brillante y agudo que dirigió durante varios años el Socialist Labour Party y John Reed, militante de gran envergadura, que acompañó a Lenin en las primeras jornadas de la revolución rusa y de la Primera Internacional, comparten con Eugenio Debs la cara y sombría gloria de haber sembrado la semilla de la revolución en los Estados Unidos.

Menos célebre que Henry Ford cuya fama pregonan en el mundo millones de automóviles y affiches, Eugenio Debs, de quien el cable nos ha hablado en ocasión de su muerte como de una figura “pintoresca”, era un representante del verdadero espíritu, de la auténtica tradición norteamericana. La mentalidad y la obra del desnudo y modesto agitador socialista influyen en la historia de los Estados Unidos cien mil veces más que la obra y los millones del fabuloso fabricante de automóviles. Esto naturalmente no son capaces de comprenderlo quienes se imaginan que la civilización es solo fenómeno material. Pero la historia de los pueblos no se preocupa, por fortuna, de la sordera y la miopía de esta gente.

Debs entró en la historia de los Estados Unidos en 1901, año en que fundó con otros líderes el partido socialista norteamericano. Dos años más tarde este partido votó por Debs para la presidencia de la República. Este no era por supuesto sino un voto romántico. El socialista norteamericano no miraba en las elecciones presidenciales sino una coyuntura de agitación y propaganda. El candidato venía a ser únicamente el líder de la campaña.

El partido socialista adoptó una táctica oportunista. Aspiraba a devenir el tercer partido de la política yanqui, en la cual, como se sabe, hasta las últimas elecciones no eran visibles sino dos campos, el republicano y el demócrata. Para realizar este propósito el partido transigió con el reformismo mediocre y burocrático de la Federación Americana del Trabajo, sometida al cacicazgo de Samuel Gompers. Esta orientación era la que correspondía a la mentalidad pequeño-burguesa de la mayoría del partido. Pero Debs, personalmente, se mostró siempre superior a ella.

Cuando la guerra mundial produjo en los Estados Unidos una crisis del socialismo, por la adhesión de una parte de sus elementos al programa de reorganización mundial en el nombre del cual Wilson arrojó a su pueblo a la contienda, Debs fue uno de los que sin vacilaciones ocupó su puesto de combate.

Por su propaganda anti-bélica, Debs, encarcelado y procesado como derrotista, resultó finalmente condenado a diez años de cárcel. Mientras la censura se lo permitió, (…).

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La toma de Shanghai

La toma de Shanghai

Con la ocupación de Shanghai por el ejército cantonés se abre una nueva etapa de la revolución china. El derrocamiento de la claudicante y asmática dinastía manchú, la constitución del gobierno nacionalista revolucionario de Cantón y la captura de Shanghai por las tropas de Chiang-Kai-Shek, son hasta hoy los tres acontecimientos sustantivos de esta revolución de cuya realidad y trascendencia solo ahora parece darse cuenta el mundo. En los quince años trascurridos después de la caída de la monarquía, la revolución ha sufrido muchas derrotas y ha alcanzado muchas victorias. Pero entre estas, ninguna ha conmovido e impresionado al mundo como la de Shanghai. La razón es que esta victoria no aparece ganada por la revolución solo contra sus enemigos de la China sino, sobre todo, contra sus enemigos de Occidente.

La colaboración de las fuerzas reaccionarias de la China ha permitido durante mucho tiempo a Europa detener la revolución y la independencia chinas. Generales mercenarios como Chan-So Lin y Wu Pei Fu han conservado en sus manos, al amparo de las potencias imperialistas, el dominio de la mayor parte de la China. Por la subsistencia de una economía feudal, el norte de la China se ha mantenido, salvo breves intervalos, bajo el despotismo de los tuchuns. El fenómeno revolucionario, en no pocos momentos, ha estado localizado en Cantón.

Pero los revolucionarios chinos no han perdido nunca el tiempo. Entrenados por la lucha misma han aprendido a asestar certeros golpes al imperialismo extranjero y a sus agentes y aliados de la China. El Kuo Min-Tang se ha convertido en una formidable organización con un programa realista y con un arraigo profundo en las masas.

La toma de Shanghai es una victoria decisiva de la revolución. El desbande de las tropas reaccionarias ante el avance de Chiang Kai Shek, indica el grado de desmoralización de las fuerzas que en la China sirven al imperialismo. Y el hecho de que las potencias imperialistas parlamenten con los revolucionarios -aunque los amenacen intermitentemente con sus cañones- denuncia la impotencia del Occidente capitalista para imponer hoy su ley al pueblo chino, como en los tiempos en que la rebelión de los boxers provocó el envío de la expedición militar del general Waldersee.

La China monárquica y conservadora de los emperadores manchúes no era capaz de otra cosa que de capitular ante los cañones occidentales. Las grandes potencias la obligaron hace un cuarto de siglo a pagar los gastos de la invasión de su propio territorio con el pretexto del restablecimiento del orden y de la protección de las vidas y propiedades de los occidentales. No había humillación que rechazase por excesiva. La China revolucionaria, en cambio, se declara dueña de sus destinos. Al lenguaje insolente de los imperialismos occidentales responde con un lenguaje digno y firme. Su programa repudia todos los tratados que someten al pueblo chino al poder extranjero.

En otros tiempos, las potencias capitalistas habrían exigido a los chinos, con las armas en la mano, la ratificación humilde de esos tratados y el abandono inmediato de toda reivindicación revisionista. Pero la posición de esas potencias en Oriente está profundamente socavada a consecuencia de la revolución rusa y en general de la crisis post-bélica. La Rusia zarista, ponía todo su poder al servicio de la opresión del Asia por los occidentales. Hoy la Rusia socialista sostiene las reivindicaciones del Asia contra todos sus opresores.

Se repite, en un escenario más vasto y con nuevos actores, el conflicto de hace cuatro años, entre la Gran Bretaña y el nacionalismo revolucionario turco. También entonces, después de proferir coléricas palabras de amenaza, la Gran Bretaña tuvo que resignarse a negociar con el gobierno de Angora. Se oponían a toda aventura guerrera la voluntad de sus Dominios y la conciencia del propio pueblo inglés.

Europa siente que su imperio en Oriente declina. Y sus hombres más iluminados comprenden que la libertad de Oriente significa la más legítima de las expansiones de Occidente: la de su pensamiento. La guerra contra la China no podría ser ya aceptada por la opinión pública de ningún país, por muy diestramente que la envenenasen la prensa y la diplomacia imperialistas.
Los revolucionarios chinos tienen franco el camino de Pekín. La conquista de la capital milenaria no encuentra ya obstáculos insalvables. Inglaterra, el Japón, Estados Unidos, no cesarán de conspirar contra la revolución, explotando la ambición y la venalidad de los jefes militares asequibles a sus sugestiones. Se advierte ya la intención de tentar a Chiang-Kai-Shek a quien el cable, tendenciosamente, presenta en conflicto con el Kuo Min Tang. Pero no es verosímil que Chiang Kai Shek caiga en el lazo. Hay que suponerle la altura necesaria para apreciar la diferencia entre el rol histórico de un libertador y el de un traidor de su pueblo.
Por lo pronto la revolución ha ganado con Shanghai una gran base material y moral. Hasta hace poco, Cantón, la ciudad de Sun-Yat-Sen, era su única gran fortaleza. Hoy Shanghai se agita bajo la sombra de sus banderas que lo transforman en uno de los mayores escenarios de la historia contemporánea.

Sobre Shanghai convergen las miradas más ansiosas del mundo. Unas llenas de temor y otras llenas de esperanza. Para todas, un episodio de la epopeya revolucionaria vale más que todos los episodios sincrónicos de la política capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción de México

La reacción de México

Objetivamente considerado, el conflicto religioso en México resulta, en verdad, un conflicto político. Contra el gobierno del general Calles, obligado a defender los principios de la Revolución, insertados desde 1917 en la constitución mexicana, más que el sentimiento católico se rebela en este instante el sentimiento conservador. Estamos asistiendo simplemente a una ofensiva de la Reacción.

La clase conservadora y terrateniente, desalojada del gobierno por un movimiento revolucionario cuyo programa se inspiraba en categóricas reivindicaciones sociales, no se conforma con su ostracismo del poder. Menos todavía se resigna a la continuación de una política que, —aunque sea con atenuaciones y compromisos— actúa una serie de principios que atacan sus intereses y privilegios. Por tanto, las tentativas reaccionarias se suceden. La reacción naturalmente, disimula sus verdaderos objetivos. Trata de aprovechar de las circunstancias y situaciones desfavorables al partido gubernamental. La insurrección encabezada por el general de La Huerta fue hace tres años sus última ofensiva armada. Batida en otros frentes, presenta ahora batalla a la Revolución en el frente religioso.

No es el gobierno de Calle el que ha provocado la lucha. Por el contrario, acaso para atemperar las prevenciones suscitadas por su reputación de radical incandescente, Calles se ha mostrado en el gobierno más preocupado de la estabilización y afianzamiento del régimen que de su programa y su origen revolucionario. En vez de acelerar el proceso de la revolución mexicana, —como se esperaba de parte de muchos,— el gobierno de Calles lo ha contenido. La extrema izquierda, que no ahora censuras a Calles, denuncia al laborismo que su gobierno representa como un laborismo archidomesticado.

Por consiguiente, la agitación católica y reaccionaria no aparece causada por una política excesivamente radical del gobierno. Aparece más bien, alentada por una política transaccional que ha persuadido a los conservadores de declinamiento del sentimiento revolucionario y ha separado del gobierno a una parte del proletariado y a varios intelectuales izquierdistas.

El proceso del conflicto revela plenamente su fondo político. México atravesaba un periodo de calma cuando los altos funcionarios eclesiásticos anunciaron de improviso, y en forma resonante, su repudio y sus desconocimiento de la constitución de 1917. Esta era una declaración de beligerancia. El gobierno de Calles comprendió que preludiaba una activa campaña clerical contra las conquistas y los principios de la Revolución. Tuvo que decidir, en consecuencia, la aplicación integral de los artículos constitucionales relativos a la enseñanza y al culto. El clero, manteniendo su actitud de rebeldía, no ocultó sus voluntad de oponer una extrema resistencia al Estado. Y el gobierno quiso entonces sentirse armado suficientemente para imponer la ley. Nació así ese decreto que amplía o reforma el código penal mexicano estableciendo graves sanciones contra la trasgresión y la desobediencia de las disposiciones constitucionales.

Este es el decreto contra el cual insurge el clero mexicano suspendiendo los servicios religiosos en las iglesias e invitando a los fieles a una política de no-cooperación disminución de sus gastos al mínimo necesario a fin de reducir en lo posible su cuota al Estado.

El rigor de algunos de las disposiciones del decreto —verbigratia de la que prohíbe el uso del hábito religioso fuera de los templos— es sin duda excesivo. Pero no se debe olvidar que se trata de una ley de emergencia reclamada al gobierno por la necesidad política, más que por el compromiso programático o ideológico, de aplicar, en el terreno de la enseñanza y el del culto, los principios de la Revolución.

La Iglesia invoca esta vez en México un postulado liberal: la libertad religiosa. En los países donde el catolicismo conserva sus fueros de confesión del Estado, rechaza y execra este mismo postulado. La contradicción no es nueva. Desde hace varios siglos la Iglesia ha aprendido a ser oportunista. No se ha apoyado tanto en sus dogmas como en sus transacciones. Ya, por otra parte, el ilustre polemista católico Louis Veuillot, definió hace tiempo la posición de la Iglesia frente al liberalismo en su célebre respuesta a un liberal que se sorprendía de oírle clamar por la libertad: —"En nombre de tus principios, te la exijo; en nombre de los míos, te la niego."

Pero en la historia de México, desde los tiempos de Juárez hasta los de Calles, le ha tocado al clero combatir y resistir a las reivindicaciones populares. La Iglesia ha contrastado siempre en México, en nombre de la tradición, a la libertad. Por ende, su actitud de hoy no se presta a equívocos. La mayoría del pueblo mexicano sabe demasiado bien que la agitación clerical es esencialmente una agitación reaccionaria.

El estado mexicano pretende ser, por el momento, un estado neutro, laico. No es el caso de discutir su doctrina. Este estudio no cabe en un comentario rápido sobre la génesis de los actuales acontecimientos mexicanos. Yo, por mi parte, he insistido demasiado respecto a la decadencia del Estado liberal y al fracaso de su agnosticismo para que se me crea entusiasta de una política meramente laicista. La enseñanza laica, como otra vez he escrito, es en sí misma una gastada fórmula liberal.

Pero el laicismo en México, —aunque subsistan en muchos hombres del régimen residuos de una mentalidad radicaloide y anticlerical— no tiene ya el mismo sentido que en los viejos Estados burgueses. Las formas políticas y sociales vigentes en México no representan una estación del liberalismo sino una estación del socialismo. Cuando el proceso de la revolución se haya cumplido plenamente, el Estado mexicano no se llamará neutral y laico sino socialista.

Y entonces no será posible considerarlo antireligioso. Pues el socialismo, es también una religión, una mística. Y esta gran palabra Religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso y la teoría de Ford

El caso y la teoría de Ford

Una buena parte de la confianza de Maeztu en el porvenir del capitalismo norte-americano y en sus recursos contra el socialismo, reposa en el experimento de Mr. Ford y en los resultados que este célebre fabricante de automóviles ha obtenido en una rama de la industria, en el sentido de "racionalizar" la producción. Esto indica, entre otras cosas, que sin la práctica de Ford no habría sido posible la teoría de Maeztu. Ya hemos visto que lo mismo le pasa a Maeztu con Primo de Rivera. Pero sobre este hecho no vale la pena insistir, porque después de todo no viene más que a confirmar el concepto marxista sobre el trabajo de los intelectuales, tan propensos a suponerse mas o menos independientes de la historia.
Ford, por otra parte, es mucho más importante y sustantivo que Maeztu para el capitalismo y, en consecuencia, también para el socialismo. No ciertamente porque Ford haya escrito dos libros ("Mi vida y mi obra" y "El judío internacional") que literalmente son sin duda inferiores a cualquiera de los libros de Maeztu, sino porque, como capitán de industria, representa en forma mucho más específica y considerable el genio del capitalismo. Mientras la acción de Ford puede inspirar los principios de muchos Maeztu, los principios del ilustre autor de "La crisis del Humanismo" no pueden inspirar la acción de ningún Ford.
El experimento de Ford demuestra, ente otras cosas, que Maeztu se equivoca gravemente cuando, dando por probada la tesis de los revisionistas alemanes, pretende que Marx se engaño al predecir la concentración del capital. La tesis de los revisionistas ha sufrido, a su vez, una revisión mucho más seria que la que impusieron a su tiempo al marxismo. Algún tiempo después de que Bernstein y sus secuaces consideraron desmentido a Marx por las compañías anónimas y demás sistemas de asociar al capital una masa social cada vez más numerosa, Hilferding analizó el carácter y la función del "capital financiero", fatalmente destinado a someter a su imperio todas las demás formas del capitalismo.
Rudolf Hilferding, sobre quien empecé a llamar la atención de mis lectores de "Variedades" hace cuatro años, no es prácticamente menos reformista que Bernstein. Como Bernstein militó en el partido socialista independiente, reabsorbido después de la revolución alemana, por la vieja y gorda socialdemocracia. Pero su tesis, expuesta en un libro ya famoso "Das Finanzkapital", además de ser un buen arsenal del socialismo revolucionario, interesa a los economistas, y ni siquiera haber leído a Hilferding, para estar enterado de los trusts, los carteles, los consorcios, constituyen la expresión característica del capitalismo contemporáneo. Y que, por consiguiente, lo esencial de la previsión de Marx -la concetración del capital y la industria- se ha cumplido. El capitalismo no encuentra sino a través de la cartelización, de la trustificación esto es del monopolio, el medio de organizar o "racionalizar", como ahora se dice, la producción. Poco importa, por ende, que un parte del capital de las empresas esté en poder de pequeños y medianos rentistas. Lo sustancial radica en que la cartelización coloca en pocas manos el manejo de las principales ramas de la producción. El capital financiero, en este periodo, –que con la ruina del principio de libre concurrencia se define como un periodo de decadencia capitalista– domina y subyuga al capital industrial, transfiriendo el comando de la producción a los banqueros, con la inevitable consecuencia de un retorno de la economía a formas usurarias, opuestas a la ley que, condenado todo parasitismo, exige que la producción sea gobernada por sus propios factores.
En una nación de capitalismo vigoroso y progresivo aún como los Estados Unidos, Ford representa precisamente al capitalismo industrial, fuerte todavia, frente al capital financiero. Pero, aunque Ford dependa de los bancos de Walt Street, ante los cuales no conserva en cierto estado de rebelión tácita, y a pesar de que continúa siendo el jefe absoluto de su empresa, esta se representa vaciada en los moldes del trust, por sus métodos de producción en gran escala. Ford, que es un vehemente propugnador de la unidad de comando, no solo considera exclusiva de la gran industria la capacidad de subordinar la producción a los intereses de la producción misma, sino que se pronuncia abiertamente contra el espíritu de concurrencia. Uno de sus principios es el siguiente: "Desdeñar el espíritu de concurrencia. Quienquiera que haga una cosa mejor que los otros debe ser el único que lo haga".

Los métodos que han permitido a Ford el colosal desarrollo de su empresa son dos: standardización y taylorismo. Y ambos son aplicables solo por la gran industria, por los carteles o trust, cuya irresistible y arrolladora fuerza proviene de su aptitud para la producción en serie, que consiente a la industria perfeccionar al extremo sus medios técnicos, conseguir la máxima economía de tiempo y mano de obra, disponer de los equipos de obreros capaces de los más altos rendimientos, ofrecer a estos los más altos salarios y garantías y obtener en su aprovisionamiento de materias primas los mejores precios. Ford anuncia la adquisición en el Brasil de tierras que dedicará al cultivo del caucho, para sacudirse de una onerosa dependencia de los magnates ingleses que dominan el comercio de este producto. Esta nueva expansión de su empresa, indica su tendencia a asumir el carácter más avanzado de la gran industria: el del trust vertical.

Ford ataca, en nombre del capital industrial, al capital financiero. Su anti-semitismo procede, fundamentalmente, de una empírica corriente identificación del banquero y el judío. Pero ya se ha anunciado su retractación de los ataques al judío internacional escritos en su último libro, el de este nombre. Y su actitud es posible solo en países como Norte América donde el capitalismo, por no haber terminado aún su proceso de crecimiento, no ha llegado todavía al periodo de absoluto y absorbente predominio del capital bancario. La banca yanqui, además, ha tenido una formación distinta de la banca europea: el tipo financista aparece menos diferenciado del tipo industrial.

El éxito de Ford, del cual el recordman de la fabricación de automóviles, se imagina deducir principios generales de felicidad y organización de la sociedad, basados en simplemente en la estandardización , el taylorismo, etc, se explica, como penetrantes economistas lo observan, por el hecho de haber efectuado Ford su experimento en una rama naciente de la industria, destinada a la producción de un artículo de consumo, corriente, cada día más extendido. La democratización del automóvil, he ahí el secreto de su fortuna y de su obra.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

En torno al tema de la inmigración [Artículo]

En torno al tema de la inmigración

La Conferencia Internacional de Inmigración de la Habana, invita a considerar este asunto en sus relaciones con el Perú. Parecen liquidados, por fortuna, los tiempos de política retórica en que, extraviada por las fáciles elucubraciones de los programas de partido y de gobierno, la opinión pública peruana se hacía excesivas o desmesuradas ilusiones sobre la capacidad del país para atraer y absorber una inmigración importante. Pero el problema de la inmigración no está aún seria y científicamente estudiado, en ninguno de sus dos aspectos: ni en las posibilidades del Perú de ofrecer trabajo y bienestar a los inmigrantes, en grado de determinar una constante y cuantiosa corriente inmigratoria a su suelo, ni en las leyes que regulan y encauzan las corrientes de emigración y su aprovechamiento por los pueblos escasamente poblados.

Las restricciones a la inmigración vigentes en los Estados Unidos desde hace algunos años, han mejorado un tanto la posición de los demás países de América en lo concerniente al interesamiento de los inmigrantes por sus riquezas y recursos. Pero este es un factor general y pasivo del cual tienen muy poco que esperar los países que no se encuentren en condiciones de asegurar a los inmigrantes perspectivas análogas a las que convirtieron a Norte América en el más grande foco de atracción de la inmigración mundial.
Estados Unidos ha sido, en el período en que afluían a su territorio fabulosas masas de inmigrantes, una nación en el más vigoroso, orgánico y unánime proceso de crecimiento industrial y capitalista que registra la historia. El inmigrante de aptitudes superiores, hallaba en Estados Unidos el máximo de oportunidades de prosperidad o enriquecimiento. El inmigrante modesto, el obrero manual, encontraba, al menos, trabajo abundante y salarios elevados que, en caso de no asimilación, le consentían repatriarse después de un período más o menos largo de paciente ahorro. La Argentina y el Brasil, además de las ventajas de su situación sobre el Atlántico, han presentado, en otra proporción y distinto marco, parecido proceso de desenvolvimiento capitalista. Y, por esta razón, se han beneficiado de los aluviones de inmigración occidental en escala mucho mayor que los otros pueblos latino-americanos.

El Perú, en tanto, no ha podido atraer masas apreciables de inmigrantes por la sencilla razón de que, -no obstante su leyenda de riqueza y oro- no ha estado económicamente en condiciones de solicitarlas ni de ocuparlas. Hoy mismo, mientras la colonización de la montaña, que requiere la solución previa y costosa de complejos problemas de vialidad y salubridad, no cree en esa región grandes focos de trabajo y producción. La suerte del inmigrante en el Perú es muy aleatoria e insegura. Al Perú no pueden venir, sino en muy exiguo número, obreros industriales. La industria peruana es incipiente y solo puede remunerar medianamente a contados técnicos. Y tampoco pueden venir al Perú campesinos y jornaleros. El régimen de trabajo y el tenor de vida de los trabajadores indígenas del campo y las minas, están demasiado por debajo del nivel material y moral de los más modestos inmigrantes europeos. El campesino de Italia y de Europa central no aceptaría jamás el género de vida que puedan ofrecerle las mejores y más prósperas haciendas del Perú. Salarios, vivienda, ambiente moral y social, todo le parecería miserable. Las posibilidades de inmigración polaca, -apesar de ser Polonia uno de los países de mayor movimiento emigratorio, a causa de su crisis económica- están circunscritas como se sabe a la montaña, a donde el inmigrante vendría como colono -vale decir como pequeño propietario- y no como bracero. Las leyes de reforma agraria que, después de la guerra, han liquidado en la Europa Central y Oriental -Tcheco Eslovaquia, Rumania, Bulgaria, Grecia, etc., -los privilegios de la gran propiedad agraria, hacen más difícil que antes la emigración de los campesinos de esos países a pueblos donde no rijan mejores principios de justicia distributiva. El trabajador del campo de Europa, en general, no emigra sino a los países agrícolas donde se ganan altos salarios o donde existen tierras apropiables. Ni uno ni otro es, por el momento, el caso del Perú.
Las obras de irrigación en la costa, en tanto que una reforma agraria y el régimen de trabajo -no parecen tampoco destinadas a acelerar la inmigración mediante la colonización de las tierras habilitadas para el cultivo. El derecho de las yanacones y comuneros a la preferencia en la distribución de estas tierras, se impone con fuerza incontestable. No habría quien osara proponer su postergación en provecho de inmigrantes extranjeros.

La montaña, por grande que sea el optimismo que encienda intermitentemente la fortuna de sus pioniers, -cuyos innumerables fracasos y penurias tienen siempre menor resonancia,- presentará por mucho tiempo los inconvenientes de su insalubridad y su incomunicación. El inmigrante se aviene cada día menos a los riegos de la selva inhóspita. La raza de Robinson Cruzoe se extingue a medida que aumentan las ventajas de la convivencia social y civilizada. Y ni aún las razones de patriotismo logran triunfar del legítimo egoísmo individual, en orden a las empresas de colonización. Italia no ha logrado dirigir a sus colonias africanas ni las corrientes rumanas ni los capitales que fácilmente parten a América, con grave peligro de desnacionalización, como bien lo siente el fascismo, que se imagina encontrar un remedio en prerrogativas incompatibles con la soberanía y el interés de los estados que reciben y necesitan inmigrantes.

El Perú tiene que resolver muchos problemas económicos, antes que el de la inmigración. Y para la solución de este último, se prepararía con más provecho si el fenómeno de la emigración e inmigración, en su móvil realidad, fuera objeto de un estudio sistemático y objetivo, practicado con amplio criterio económico y social.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción austriaca. La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset. Mac Donald en Washington [Manuscrito]

La reacción austriaca
Las brigadas de la Heinmwehr no han realizado el 29 de setiembre su amenazada marcha a Viena; pero, con la anuencia de los nacionalistas y de los social-cristianos, se ha instalado en la presidencia del consejo Schober, el jefe de las fuerzas de policía. Los reaccionarios se han abstenido de cumplir una operación riesgosa para sus fanfarronas milicias; pero la reacción ha afirmado sus posiciones. La marcha a Viena habría provocado a la lucha al proletariado vienés, alerta y resuelto contra la ofensiva fascista, a despecho de la pasividad de la burocracia social-demócrata. La maniobra que, después de una inocua crisis ministerial, arreglada en familia, ha colocado el gobierno en manos de Schober, consiente a la reacción obtener casi los mismos objetivos, con enorme ahorro de energías y esfuerzos.
Los partidos revolucionarios austriacos no perdonan a Viena su mayoría proletaria y socialista. La agitación fascista en Austria, se ha alimentado, en parte, del resentimiento de la campiña y del burgo conservadores contra la urbe industrial y obrera. Las facciones burguesas se sentían y sabían demasiado débiles en la capital para la victoria contra el proletariado. En plena creciente reaccionaria, los socialistas izaban la bandera de su partido en el palacio municipal de Viena. El fascismo italiano se proclama ruralista y provincial; la declamación contra la urbe es una de sus más caras actitudes retóricas. El fascismo austriaco, desprovisto de toda originalidad, se esmera en el plagio más vulgar de esta fraseología ultramontana. La marcha a Viena, bajo este aspecto, tendría el sentido de una revancha del agro retrógrado contra la urbe inquiera y moderna.
Schober, según el cable, se propone encuadrar dentro de la legalidad el movimiento de la Heimwehr. Va a hacer un gobierno fascista, que no usará el lenguaje estridente ni los modales excesivos y chocantes de los camisas negras, sino, más bien, los métodos policiales de André Tardieu y el prefecto del Sena. Con una u otra etiqueta, régimen reaccionario siempre.
Se sabe ya a donde se dirige la política reaccionaria y burguesa de Austria, pero se sabe menos hasta qué punto llegará el pacifismo del partido socialista, en su trabajo de frenar y anestesiar a las masas proletarias.

La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset
El reaccionarismo de Tardieu no se manifiesta únicamente en la extrema movilización de sus políticas y tribunales contra “L’Humanité”, la CGTU y el partido comunista. Tiene otras expresiones secundarias, de más aguda resonancia quizá en el extranjero, por la nacionalidad de las víctimas. A este número pertenece la expulsión de Hendaya del político y escritor liberal Eduardo Ortega y Gasset.
La presencia de Eduardo Ortega y Gasset en Hendaya, como la de Unamuno, resultaba sumamente molesta para la dictadura de Primo de Ribera. Ortega y Gasset publicaba en Hendaya, esto es en la frontera misma, con la colaboración ilustra de Unamuno, una pequeña revista: “Hojas Libres”, que a pesar de una estricta censura, circulaba considerablemente en España. Las más violentas y sensacionales requisitorias de Unamuno contra el régimen de Primo de Rivera se publicaron en “Hojas Libres”.
Muchas veces se había anunciado la inminente expulsión de Eduardo Ortega y Gasset cediendo a instancias del gobierno español al de Francia; pero siempre no había esperado que la mediación de los radicales-socialistas; y en general de las izquierdas burguesas, ahorraría aún por algún tiempo a la tradición liberal y republicana de Francia este golpe. El propio Eduardo Herriot había escrito protestando contra la amenazada expulsión. Pero lo que no se atrevió a hacer un gabinete Poincaré, lo está haciendo desde hace tiempo, con el mayor desenfado, bajo la dirección de André Tardieu, un gabinete Briand. Tardieu que ha implantado el sistema de las prisiones y secuestros preventivos, sin importarle un ardite las quejas de la Liga de los Derechos del Hombre, no puede detenerse ante la expulsión de un político extranjero, aunque se trate de un ex-ministro liberal como Eduardo Ortega y Gasset.
Hendaya es la obsesión de Primo de Rivera y sus gendarmes. Ahí vigila, aguerrido e intransigente, don Miguel de Unamuno. I este solo hombre, por la pasión y donquijotismo con que combate, inquiera a la dictadura jesuítica más que cualquier morosa facción o partido. La experiencia española, como la italiana, importa la liquidación de los viejos partidos. Primo de Rivera sabe que puede temer a un Sánchez Guerra, pero no a los conservadores, que puede temer a Unamuno, pero no a los liberales.

Mac Donald en Washington
La visita de Ramsay Mac Donal al Presidente Hoover consagra la elevación de Washington a la categoría de gran metrópoli internacional. Los grandes negocios mundiales se discutían y resolvían hasta la paz de Versailles en Europa. Con la guerra, los Estados Unidos asumieron en la política mundial un rol que reivindicaba para Washington los mismos derechos de Londres, París, Berlín y Roma. La conferencia del trabajo de 1919, fue el acto de incorporación de Washington en el número de las sedes de los grandes debates internacionales. La siguió la conferencia del Pacífico, destinada a contemplar la cuestión china. Pero en ese congreso se consideraba aún un problema colonial, asiático. Ahora, en el diálogo entre Mac Donal y Hoover se va a tratar una cuestión esencialmente occidental. La concurrencia, el antagonismo entre los dos grandes imperios capitalistas, da su fondo al debate.
La reducción de los armamentos navales de ambas potencias, no tendrá sino el alcance de una tregua formal en la oposición de sus intereses económicos y políticos. Este mismo acuerdo se presenta difícil. Las necesidades del período de estabilización capitalista lo exigen perentoriamente. Para esto, se confía en alcanzarlo finalmente, a pesar de todo. Pero la rivalidad económica de los Estados Unidos y la Gran Bretaña quedará en pie. Los dos imperios seguirán disputándose obstinadamente, sin posibilidad de un acuerdo permanente, los mercados y las fuentes de materias primas.
Este problema central será probablemente evitado por Hoover y Mac Donald en sus coloquios. El juego de la diplomacia tiene esta regla, no hay que permitirse a veces la menor alusión a aquello en que más se piensa. Pero si el estilo de la diplomacia occidental es el mismo de ante guerra, el itinerario, la escena, han variado bastante. Con Wilson, los presidentes de los Estados Unidos de Norte-América conocieron el camino de París y de Roma; con Mac Donald, los primeros ministros de la Gran Bretaña aprenden el viaje a Washington.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand, condenado. El segundo Congreso Mundial de la Liga contra el Imperialismo. La amenaza guerrera en la Manchuria [Recorte de Prensa]

El gabinete Briand, condenado

No va a tener larga vida, según parece, el gabinete que preside Aristides Briand. Desde su aparición, era fácil advertir su fisionomía de gobierno interino. En el ministerio del gobierno, Tardieu, fiduciario de las derechas, es un líder de la burguesía, que aguarda su hora. Pero Briand extraía una de sus mayores fuerzas de su identificación con la política internacional francesa de los últimos años. Por algún tiempo todavía, el estilo diplomático de Briand parecía destinado a cierta fortuna en el juego de las grandes asambleas internacionales. Estas asambleas no son sino un gran parlamento. Y a ellas traslada Briand, parlamentario nato, su arte de gran estratega del Palacio de Borbón.
Pero Briand no ha podido regresar de la Conferencia de las Reparaciones de La Haya con el Plan Young aprobado por los gobiernos del comité de expertos. El gobierno británico ha exigido y ha obtenido concesiones imprevistas. La racha de éxitos internacionales del elocuente líder ha terminado. Y en la asamblea de la Sociedad de las Naciones, sus brindis por la constitución de los Estados Unidos de Europa han sido escuchados esta vez con menos complacencia que otras veces. La Gran Bretaña marca visiblemente el compás de las deliberaciones de la Liga, a donde llega resentido el prestigio del negociador de Locarno.
Los telegramas de París del 9 anuncian los aprestos de los grupos socialista y radical-socialista para combatir a Briand. Si los radicales, le niegan compactamente sus votos en la próxima jornada parlamentaria, Briand, a quien no faltan, por otro lado opositores en otros sectores de la burguesía, no podrá conservar el poder. Se dice que los socialistas se prestarían esta vez a un experimento de participación directa en el gobierno. Por lo menos, Paul Boncour, que aspira sin duda a reemplazar a Briand en la escena internacional, empuja activamente a su partido por esta vía. Antes, el partido socialista francés, como es sabido, se había contentado con una política de apoyo parlamentario.
Este es el peligro de izquierda para el gabinete Briand. La amenaza de derecha es interna. Se incuba dentro del aleatorio bloque parlamentario en que este ministerio descansa. André Tardieu, ministro del interior, asegura no tener prisa de ocupar la presidencia del consejo. Dirigiendo una política de encarnizada represión del movimiento comunista, hace méritos para este puesto. Cuenta ya con la confianza de la mayor parte de la gente conservadora. Pero no quiere manifestarse impaciente.
Briand está habituado a sortear los riesgos de las más tormentosas estaciones parlamentarias. No es imposible que dome en una o más votaciones algunos humores beligerantes, en la proporción indispensable para salvar su mayoría. Mas, de toda suerte, no es probable que consiga otra cosa que una prórroga precaria de su interinidad.

Segundo Congreso Mundial de la Liga contra el imperialismo

En Bruselas se reunió hace tres años, el primer Congreso Anti-imperialista Mundial. Las principales fuerzas anti-imperialistas estuvieron representadas en esa asamblea, que saludó con esperanza las banderas del Kuo Ming Tang, en lucha contra la feudalidad china, aliada de los imperialismos que oprimen a su patria. De entonces a hoy, la Liga contra el Imperialismo y por la independencia Nacional ha crecido en fuerza y ha ganado en experiencia y organización. Pero la esperanza en el Kuo Ming Tang se ha desvanecido completamente. El gobierno nacionalista de Nanking no es hoy sino un instrumento del imperialismo. Los representantes más genuinos e ilustres del antiguo Kuo-Ming-Tang -la viuda de Sun Yat Sen y el ex-canciller Eugenio Chen,- están en el destierro. Ellos han representado, en el Segundo Congreso anti-imperialista Mundial, celebrado en Francfort hace cinco semanas, a la China revolucionaria.
Las agencias cablegráficas norte-americanas, tan pródigas en detalles de cualquier peripecia de Lindbergh, tan atentas al más leve romadizo de Clemenceau, no han trasmitido casi absolutamente nada del desarrollo de este congreso. El anti-imperialismo no puede aspirar a los favores del cable. El Segundo Congreso Anti-imperialista Mundial, ha sido sin embargo un acontecimiento seguido con interés y ansiedad por las masas de los cinco continentes.
Mr. Kellogg estaría dispuesto a calificarlo en un discurso como una maquinación de Moscú. Su sucesor, si se ofrece, no se abstendrá de usar el mismo lenguaje. Pero quien pase los ojos por el elenco de las organizaciones y personalidades internacionales que han asistido a este Congreso, se dará cuenta de que ninguna afirmación sería tan falsa y arbitraria como esta. Entre los ponentes del Congreso, han figurado James Maxton, presidente del Indépendant Labour Party, y A. G. Cook, secretario general de la Federación de mineros ingleses, a quien no han ahorrado ataques los portavoces de la Tercera Internacional. Todos los grandes movimientos anti-imperialistas de masas, han estado representados en el Congreso de Francfort. El Congreso Nacional Pan-hindú; la Confederación Sindical Pan-hindú, el Partido Obrero y Campesino Pan-hindú, el Partido Socialista Persa, el Congreso Nacional Africano, la Confederación Sindical Sud-africana, el Sindicato de trabajadores negros de los Estados Unidos, la Liga Anti-Imperialista de las Américas, la Liga Nacional Campesina y todas las principales federaciones obreras de México, la Confederación de Sindicatos Rusos y otras grandes organizaciones, dan autoridad incontestable a los acuerdos del Congreso. Entre las personalidades adherentes, hay que citar, además de Maxton y Cook, de la viuda de Sun Yat Sen y de Eugenio Chen, a Henri Barbusse y León Vernochet, a Saklatvala y Roger Badwín, a Diego Ribera y Sen Katayama, al profesor Alfonos Goldschmidt y la doctora Helena Stoecker, a Ernst Toller y Alfonso Paquet.
Empiezan a llegar, por correo, las informaciones sobre los trabajos de esta gran asamblea mundial, destinada a ejercer decisiva influencia en el proceso de la lucha, de emancipación de los pueblos coloniales, de las minorías oprimidas y en general de los países explotados por el imperialismo. Ninguna gran organización anti-imperialista ha estado ausente de esta Conferencia.

La amenaza guerrera en la Manchuria

La situación en la Manchuria, después de un instante en que las negociaciones entre la U.R.S.S. y la China parecían haberse situado en un terreno favorable, se ha ensombrecido nuevamente. Al gobierno de Nanking, aún admitiendo que esté sinceramente dispuesto a evitar la guerra, le es muy difícil imponer su autoridad en la Manchuria, regida por un gobierno propio a esta administración, sobre la que actúan más activamente si cabe la de Nanking las instigaciones imperialistas, le es a su turno casi imposible controlar a las bandas de rusos blancos y de chinos mercenarios, a sueldo de los enemigos de la U.R.S.S. Estas bandas tienen el rol de bandas provocadoras. Su misión es crear, por sucesivos choques de fronteras, un estado de guerra. Hasta ahora, trabajan con bastante éxito. El gobierno de los Soviets ha exigido, como elemental condición de restablecimiento de relaciones de paz, el desarme o la internación de estas bandas; pero el gobierno de Mukden no es capaz de poner en ejecución esta medida. No es un misterio el que el capitalismo yanqui codicia el Ferrocarril Oriental. La posibilidad de que se restablezca la administración ruso-china, mediante un arreglo que ratifique el tratado de 1924, contraría gravemente sus planes. Los intereses imperialistas se entrecruzan complicadamente en la Manchuria. Coinciden en la ofensiva contra la U.R.S.S. Pero el Japón, seguramente, prefiere que el Ferrocarril de Oriente continúe controlado por Rusia. Si la China adquiriese totalmente su propiedad, en virtud de una operación financiada por los banqueros, la concurrencia de los Estados Unidos en la Manchuria ganaría una gran posición.
Los Soviets, por razones obvias, necesitan la paz. Su preparación bélica es eficiente y moderna; pero una guerra comprometería el desenvolvimiento del plan de construcción económica en que están empeñados. La guerra retrasaría enormemente la consolidación de la economía socialista rusa. Este interés no puede llevarlos, sin embargo, a la renuncia de sus derechos en la Manchuria ni a la tolerancia de los ultrajes chinos. Los agentes provocadores, a órdenes del imperialismo, saben bien esto. Y, por eso, no cejan en el empeño de crear entre rusos y chinos una irremediable situación bélica.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El vacío en torno a Primo de Rivera. El entendimiento Hoover-Mac Donald. Política argentina

El entendimiento Hoover-Mac Donald.

La Gran Bretaña ha renunciado formalmente, en la conversación entre Mac Donald y Hoover, a la hegemonía mundial de potencia marítima. Este es el primer resultado concreto de las negociaciones entre los dos presidentes, en de la República de USA y en del Consejo de Ministros de SM Británica. La paridad naval de los dos Imperios anglo-sajones era, sin duda, la condición básica de un acuerdo. El imperio yanqui ha llegado a un grado de su crecimiento y expansión en que no le [es] posible reconocer, en el plano de los armamentos navales, la superioridad británica. La limitación de los gastos navales es una necesidad del tesoro británico; no del tesoro norte-americano. Por consiguiente, la gestión del acuerdo y las concesiones elementales para allanarlo correspondían a la Gran Bretaña. Mac Donald ha empezado por reconocer este hecho.

Obtenido el entendimiento de las dos potencias anglo-sajonas en los puntos fundamentales, sin esperar el regreso de Mac Donald a Londres, se ha convocado para enero próximo a una nueva conferencia sobre el desarme naval. La conferencia se celebrará esta vez en Londres y a ella concurrirán solo cinco potencias: la Gran Bretaña, los Estados Unidos, el Japón, Francia e Italia.

Ya se dibujan las irreductibles oposiciones de intereses que esa conferencia tratará de resolver. La Gran Bretaña y los Estados Unidos propugnan la supresión de los submarinos como arma naval. I en este punto no se muestran dispuestas a ceder Francia ni Italia. Para las potencias a las que no es posible sostener escuadras formadas por unidades costosas, el submarino es el arma por excelencia. Navalmente, Francia e Italia quedarían reducidas a una condición de suma inferioridad, si renunciaran a sus flotillas de sub-marinos. La prensa fascista, reaccionando rápidamente contra el plan Hoover-Mac Donald, lo denuncia como el pacto de los imperios para imponer su ley al mundo. El Japón, a su vez, no se aviene a la escala de 5-5-3- que se pretende fijar en lo que respecta. I los Estados Unidos, sin duda, no querrán hacer concesiones al Japón en este terreno. No es el desarme, sino un equilibro, fundado en la absoluta primacía anglo-americana, lo que se negocia, en este difícil y complicado proceso.

El vacío en torno a Primo de Rivera

La designación de Sánchez Guerra, Alba, y Eduardo Ortega y Gasset por el Colegio de Abo­gados de España para tres asientos en la Asam­blea Nacional, es un gesto de reto y de desdén a la dictadura de Primo de Rivera que confirma vivazmente el estado de ánimo de la nación es­pañola. La terna no puede ser, por las personas y por la intención, más hostil contra la desven­cijada y alegre dictadura del Marqués de Es­tella.

Sánchez Guerra no ha salido aún de la juris­dicción del tribunal militar que lo juzga por su tentativa de insurrección. Es el caudillo más agresivo y conspicuo de la lucha contra Primo de Rivera. Preso, después del fracaso del plan insurreccional, no pidió gracia ni excusa. No ate­nuó mínimamente su actitud de rebeldía contra el régimen. La declaró legítima, ratificándose en su condena de este régimen y de sus proyectos de falsificar la legalidad con una reforma pseudo-plebiscitaria de la Constitución que ha pues­to en suspenso. Dr. Santiago Alba es el ex minis­tro del antiguo régimen contra el que se ensañó tan porfiada y escandalosamente en sus comien­zos la belicosidad fanfarrona de Primo de Rive­ra. Ninguna reputación del liberalismo español fue entonces tan rabiosamente agredida como la de Alba por los paladines de la Unión Patriótica. Alba, por su parte, ha respondido siempre con beligerancia decidida a la ofensiva del somatenis­mo. Eduardo Ortega y Gasset, en fin, no es me­nos conocido por su obstinada oposición al ré­gimen que desde hace algunos años sufre su pa­tria. En mi última crónica, comenté precisamen­te su expulsión de Hendaya, a consecuencia de su tesonera y enérgica campaña contra Primo de Rivera en esa ciudad de la frontera franco­-española, al frente de la revista "Hojas Libres". Su aclamación por el Colegio de Abogados ha seguido por pocas semanas esta medida drástica de la policía francesa, solicitada empeñosamente por la Embajada de España en París.

Pero este hecho, con ser significativo, no agre­ga sustancialmente nada a lo que ya sabíamos respecto al aislamiento, a la soledad de Primo de Rivera y su clientela. El fascismo italiano se atrevió al acaparamiento total y despótico del gobierno y del parlamento, a base de una facción entrenada y aguerrida, militarmente disciplinada. El somatenismo español, en tanto, no ha llegado después de seis años de poder, a constituir un partido apto para desafiar a la oposición y or­ganizar sin ella y contra ella gobierno, parlamen­to y plebiscito. Ya me he referido a la proviso­riedad que Primo de Rivera ha invocado siem­pre como una excusa de su presencia en la jefa­tura del gobierno. Pasado su período de desplante y jactancia, Primo de Rivera ha cortejado a los mismos viejos partidos contra los que antigramaticalmente despotricara en las primeras jornadas de su aventura palaciega, para conseguir su colaboración en la Asamblea Nacional y en la reforma de la Constitución. Algunos líderes liberales, no han dejado de mostrarse oportunísticamente dispuestos a una componenda; pero se han guardado no menos oportunísticamente de situarse en un terreno de franco consenso. El Partido Socialista y la Unión de Trabajadores han tomado posición neta contra el simulacro de asamblea y de reforma. Como lo ha observado bien nuestra inteligente y avisada amiga Carmen Saco, viajando de Barcelona a Valencia y Manises, el pueblo español toma a risa el régimen de Primo de Rivera. Todo el mundo piensa que eso no es serio y no durará. Primo de Rivera con sus actitudes, con sus discursos, con sus presuntuosos disparates de legislador, crea el vacío en torno suyo. Su política, bajo este aspecto, tiene un efecto automático, que él no se propone, pero que por esto mismo obtiene infaliblemente.

Política argentina

El gobierno de Irigoyen hace frente a una oposición combativa, en la que hay que distinguir dos frentes bien diversos. Las requisitorias de los conservadores, del antipersonalismo y de la Liga Patriótica, son de la más neta filiación reaccionaria. Su beligerancia se alimenta del resentimiento de los variados intereses unificados alrededor de la fórmula Melo-Gallo. Estos intereses no le perdonan al irigoyenismo su victoria abrumadora en la batalla eleccionaria. Irigoyen, en el poder, ha decepcionado a muchos de los que esperaban no se sabe qué milagros de su demagógica panacea populista. En la lucha de clases, su gobierno hace sin disimulas la política de la burguesía industrial y mercantil. El proletariado, por consiguiente, lo reconoce como un gobierno de clase. La reducción de la burocracia, la redistribución de los emplees públicos, crea un ejército de cesantes y desocupados que actúa como activo elemento de agitación antiirigoyenista. Esto sirve a la oposición conservadora para elevar a un rango espectacular la escaramuza parlamentaria. Pero la verdadera oposición de clase y de doctrina es la que se delínea, con carácter cada vez más acentuado y propio, en el proletariado.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz de Versalles y la Sociedad de Naciones [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

La Paz de Versalles

La Paz de Versalles es el punto de partida de todos los problemas económicos y políticos de hoy. El tratado de Paz de Versalles no ha dado al mundo la tranquilidad ni el orden que de él esperaban los Estados. Por el contrario ha aportado nuevas causas de inquietud, de desorden y de malestar. Ni siquiera ha puesto definitivamente fin a las operaciones marciales. Esta paz no ha pacificado al mundo. Después de firmarla, Europa ha continuado en armas. Y hasta ha continuado batiéndose y ensangrentándose parcialmente. Asistimos hoy mismo a la ocupación del Ruhr que es una operación militar. Y que crea entre Francia y Alemania una situación casi bélica. El tratado no merece, por tanto, el nombre de tratado de paz. Merece, más bien, el nombre de tratado de guerra.

Todos los estadistas, que acarician la ilusión de una reconstrucción europea, juzgan indispensable la revisión, la rectificación, casi la anulación de este tratado que separa, enemista y fracciona a las naciones europeas; que hace imposible, por consiguiente, una política de colaboración y solidaridad europeas; y que destruye la economía de Alemania, parte vital del organismo europeo. Con este motivo, el tratado de paz está en discusión permanente. Su sanción, su ratificación, su suscripción resultan provisorias. Uno de los principales beligerantes, Estados Unidos, le ha negado su adhesión y su firma. Otros beligerantes lo han abandonado. Alemania, en vista de la ocupación del Ruhr, se ha negado a seguir cumpliendo las obligaciones económicas que sus cláusulas le imponen. El estudio del tratado es, pues, de gran actualidad.

A los hombres de vanguardia, a los hombres de filiación revolucionaria, el conocimiento y el examen de la Paz de Versalles nos interesa también extraordinariamente. Primero, porque este tratado y sus consecuencias económicas y políticas son la prueba de la decadencia, del ocaso y de la bancarrota de la organización individualista, capitalista y burguesa. Segundo, porque ese tratado, su impotencia y su desprestigio, significan la impotencia y el desprestigio de la ideología democrática de los pacifistas burgueses del tipo de Wilson, que creen compatible la seguridad de la paz con la subsistencia del régimen capitalista.

Veamos qué cosa fue la Conferencia de Versalles. Y qué cosa es el tratado de paz. Tenemos que remontarnos a la capitulación, a la rendición de Alemania. Bien sabéis que Estados Unidos, por boca de Wilson, declararon oficialmente sus fines de guerra, a renglón seguido de su intervención. En enero de 1918, Wilson formuló sus catorce famosos puntos. Estos catorce puntos, como bien sabéis, no eran otra cosa que las condiciones de paz, por las cuales luchaban contra Alemania y Austria las potencias aliadas y asociadas. Wilson ratificó, aclaró y preciso estas condiciones de paz en varios discursos y mensajes, mientras los ejércitos se batían. Inglaterra, Francia e Italia aceptaron los catorce puntos de Wilson. Alemania estaba entonces en una posición militar ventajosa y superior. Como he explicado en mis anteriores conferencias, la propaganda wilsoniana debilitó primero y deshizo después la fortaleza del frente alemán, más que los refuerzos materiales norteamericanos. Las condiciones de paz preconizadas por Wilson ganaron a la mayoría de la opinión popular alemana. El pueblo alemán dejó sentir su cansancio de la guerra, su voluntad de no seguir batiéndose, su deseo de aceptar la paz ofrecida por Wilson. Los generalísimos alemanes advirtieron que esta misma atmósfera moral cundía en el ejército. Comprendieron que, en tales condiciones morales, era imposible proseguir la guerra. Y propusieron el entablamiento inmediato de negociaciones de paz. Lo propusieron, precisamente, como un medio de mantener la unidad moral del ejército. Porque era necesario demostrarle al ejército, en todo caso, que el gobierno alemán no prolongaba caprichosamente los sacrificios de la guerra y que estaba dispuesto a ponerles término, a cambio de una paz honrosa. Bajo esta presión, el gobierno alemán comunicó al presidente Wilson que aceptaba los catorce puntos y que solicitaba la apertura de negociaciones de paz. El 8 de octubre el Presidente Wilson preguntó a Alemania si, aceptadas las condiciones planteadas, su objeto era simplemente llegar a una inteligencia sobre los detalles de su aplicación. La respuesta de Alemania, de fecha 12 de octubre, fue afirmativa. Alemania se adhería, sin reservas, a los catorce puntos. El 14 de octubre, Wilson planteó las siguientes cuestiones previas: las condiciones del armisticio serían dictadas por los consejeros militares de los aliados; la guerra submarina cesaría inmediatamente; el gobierno alemán daría garantías de su carácter representativo. El 20 de octubre Alemania se declaró de acuerdo con las dos primeras cuestiones. En cuanto a la tercera respondió que el gobierno alemán estaba sujeto al control del Reichstag. El 23 de octubre Wilson comunicó a Alemania que había enterado oficialmente a los aliados de esta correspondencia, invitándoles a que, en el caso de que quisiesen la paz en las condiciones indicadas, encargasen a sus consejeros militares la redacción de las condiciones del armisticio. Los consejeros militares aliados, presididos por Foch, discutieron y elaboraron estas condiciones. En virtud de ellas, Alemania quedaba desarmada e incapacitada para proseguir la guerra. Alemania, sin embargo, se sometió. Nada tenía que temer de las condiciones de paz. Las condiciones de paz estaban ya acordadas explícitamente. Las negociaciones no tenían, por finalidad, sino la protocolización de la forma de aplicarlas.
Alemania capituló, pues, en virtud del compromiso aliado de que la paz se ceñiría a los catorce puntos de Wilson y a las otras condiciones sustanciales enunciadas por Wilson en sus mensajes y discursos. No se trataba si no de coordinar los detalles de una paz, cuyos lineamientos generales estaban ya fijados. La paz ofrecida por los aliados a Alemania era una paz sin anexiones ni indemnizaciones, una paz que aseguraba a los vencidos su integridad territorial, una paz que no echaba sobre sus espaldas el fardo de las obligaciones económicas de los vencedores, una paz que garantizaba a los vencidos su derecho a la vida, a la independencia, a la prosperidad. Sobre la base de estas garantías Alemania y Austria depusieron las armas. ¡Qué importaba moralmente que esas garantías no estuviesen aún escritas en un tratado, en un documento suscrito por unos y otros beligerantes! No, por eso, eran menos categóricas, menos explícitas, ni menos terminantes.

Veamos ahora cómo fueron respetadas, cómo fueron cumplidas, cómo fueron mantenidas por los aliados. La historia de la Conferencia de Versalles es conocida en sus aspectos externos e íntimos. Varios de los hombres que intervinieron en la conferencia han publicado libros relativos a su funcionamiento, a su labor y a su ambiente. Son universalmente conocidos el libro de Keynes, delegado económico de Inglaterra, el libro de Lansing, Secretario de Estado de Norteamérica, el libro de Andrés Tardieu, delegado de Francia y colaborador principal de Clemenceau, el libro de Nitti, delegado italiano y Ministro del Tesoro de Orlando. Además, Lloyd George, Clemenceau, Poincaré, Foch, han hecho diversas declaraciones acerca de las intimidades de la conferencia de Versalles. Se dispone, por tanto, de la cantidad necesaria de testimonios autorizados para juzgar, documentadamente, la conferencia y el tratado. Todos los testimonios que he enumerado son testimonios aliados. No deseo recurrir a los testimonios alemanes para que no se les tache de parcialidad, de despecho, de encono.

Todas las potencias participantes enviaron a la conferencia delegaciones numerosas. Principalmente, las grandes potencias aliadas rodearon a sus delegados de verdaderos ejércitos de peritos, técnicos y auxiliares. Pero estas comisiones no intervinieron si no en la elaboración de las cláusulas secundarias del tratado. Las cláusulas sustantivas, los puntos cardinales de la paz, fueron acordados
exclusivamente por cuatro hombres: Wilson, Clemenceau, Lloyd George y Orlando. Estos cuatro hombres constituían el célebre Consejo de los Cuatro. Y de ellos Orlando tuvo en las labores del Consejo una intervención intermitente, localista y limitada. Orlando casi no se ocupó sino de las cuestiones especiales de Italia. La paz fue así, en consecuencia, obra de Wilson, Clemenceau y Lloyd George únicamente. De estos tres hombres, tan sólo Wilson ambicionaba seriamente una paz basada en los catorce puntos y en su ideología democrática. Clemenceau aspiraba, sobre todo, a una paz ventajosa para Francia, dura, áspera, inexorable para Alemania. Lloyd George se oponía a que Alemania fuese tratada inclementemente, no por adhesión al programa wilsoniano sino por interés de que Alemania no resultase expoliada hasta el punto de comprometer su convalecencia y, por consiguiente, la reorganización capitalista de Europa. Pero Lloyd George tenía, al mismo tiempo, que considerarla posición parlamentaria de su gobierno. La opinión pública inglesa quería una paz que impusiese a Alemania el pago de todas las deudas de guerra. El contribuyente inglés no quería que recayesen sobre él las obligaciones económicas de la guerra. Quería que recayesen sobre Alemania. Las elecciones legislativas se efectuaron en Inglaterra antes de la suscripción de la paz. Y Lloyd George, para no ser vencido en las elecciones, tuvo que incorporar en su plataforma electoral esa aspiración del contribuyente inglés. Lloyd George, en su palabra, se comprometió con el pueblo inglés a obligar a Alemania al pago integral del costo de la guerra. Clemenceau, a su turno, era solicitado por la opinión pública francesa en igual sentido. Eran los días delirantes de la victoria. Ni el pueblo francés, ni el pueblo inglés, disponían de serenidad para razonar, para reflexionar; su pasión y su instinto oscurecían su inteligencia, su discernimiento. Tras de Clemenceau y tras de Lloyd George habían, por consiguiente, dos pueblos que deseaban la expoliación de Alemania. Tras de Wilson no había, en tanto, un pueblo devotamente solidario con los catorce puntos. Antes bien, la opinión norteamericana se inclinaba, egoístamente, al abandono de algunos anhelos líricos de Wilson. Wilson trataba con jefes de Estado, parlamentariamente fuertes, dueños de mayorías numerosas en sus cámaras respectivas. A él le faltaba, en tanto, en los Estados Unidos, esta firme adhesión parlamentaria. Tenemos aquí una de las causas de las transacciones y de las concesiones de Wilson en el curso de las conferencias. Pero otras de las causas no era, comoésta, una causa externa. Era una causa interna, una causa psicológica. Wilson se encontraba frente a dos políticos redomados, astutos, expertos en la trapacería, en el sofisma y en el engaño. Wilson era un ingenuo profesor universitario, un personaje un poco sacerdotal, utopista y hierático, un tipo algo místico de puritano y de pastor protestante. Clemenceau y Lloyd George eran, en cambio, dos políticos cautos, consumados y duchos, largamente entrenados para el enredo diplomático. Dos estrategas hábiles y experimentados. Dos falaces zorros de la política burguesa. Keynes dice, además, que Wilson no llevó a la conferencia de la paz sino principios generales, pero no ideas concretas en cuanto a su aplicación. Wilson no conocía detalladamente las cuestiones europeas consideradas por sus catorce puntos. A los aliados les fue fácil, por eso, presentarle la solución en cada una de estas cuestiones con un ropaje idealista y doctrinario. No regateaban a Wilson la adhesión a ninguno de sus principios; pero se daban maña para burlarlos en la práctica y en la realidad. Redactaban astutamente las cláusulas del tratado, de suerte que dejasen resquicio a las interpretaciones convenientes para invalidar los mismos principios que, aparentemente, esas cláusulas consagraban y reconocían. Wilson carecía de experiencia, de perspicacia para descubrir el sentido de todas las interlíneas, de todos los giros gramaticales de cada cláusula. El Tratado de Versalles ha sido, desde este punto de vista, una obra maestra de tinterillismo de los más sagaces y mañosos abogados del mundo.
El programa de Wilson garantizaba a Alemania la integridad de su territorio. El Tratado de Versalles separa de Alemania la región del Sarre, poblada por seiscientos mil alemanes. El sentimiento de esa región es indiscutiblemente alemán. El tratado establece, sin embargo, que después de quince años un plebiscito decidirá la nacionalidad definitiva de esa región. En seguida, el tratado amputa a Alemania otras poblaciones alemanas para dárselas a Polonia y a Checoeslovaquia. Finalmente decide la ocupación por quince años de las provincias de la ribera izquierda del Rhin, que contienen una población de seis millones de alemanes. Varios millones de alemanes han sido arbitrariamente colocados bajo banderas extrañas a su nacionalidad verdadera, en virtud de un tratado que, conforme al programa de Wilson, debió ser un tratado de paz sin anexiones de ninguna clase.

El programa de Wilson garantizaba a Alemania una paz sin indemnizaciones. Y el Tratado de Versalles la obliga, no sólo a la reparación de los daños causados a las poblaciones civiles, a la reconstrucción de las ciudades desvastadas, sino también al pago de las pensiones de los parientes de las víctimas de la guerra y de los inválidos. Además, la computación de estas sumas es hecha inapelablemente por los aliados, interesados naturalmente en exagerar el monto de esas sumas. La fijación del monto de esta indemnización de guerra no ha sido aún concluida. Se discute ahora la cantidad que Alemania está en aptitud de pagar.

El programa de Wilson garantizaba la ejecución del principio de los pueblos a disponer de sí mismos. Y el tratado de paz niega a Austria este derecho. Los austríacos, como sabéis, son hombres de raza, de tradición y de sentimiento alemanes. Las naciones de raza diferente, Bohemia, Hungría, Croacia, Dalmacia, incorporadas antes en el Imperio Austro- Húngaro, han sido independizadas de Austria que ha quedado reducida a una pequeña nación de población netamente germana. A esta nación, el tratado de paz le niega el derecho de unirse a Alemania. No se lo niega explícitamente, porque el tratado, como ya he dicho, es un documento de refinada hipocresía; pero se lo niega disfrazada e indirectamente. El tratado de paz dice que Austria no podrá unirse a otra nación sin la anuencia de la Sociedad de las Naciones. Y dice, en seguida, en una disposición de apariencia inocente, que el consentimiento de la Sociedad de las Naciones debe ser unánime. Unánime, esto es que si un miembro de la Sociedad de las Naciones, uno solo, Francia, por ejemplo, rehúsa su consentimiento, Austria no puede disponer de sí misma. Esta es una de las astutas burlas de sus catorce puntos, que los gobernantes aliados consiguieron jugar a Wilson en el tratado de paz.

El tratado de paz, por otra parte, ha despojado a Alemania de todos sus bienes inmediatamente negociables. Alemania, en virtud del tratado, ha sido desposeída no sólo de su marina de guerra sino, además, de su marina mercante. Al mismo tiempo, se le ha vetado, indirectamente, la reconstrucción de esta marina mercante, imponiéndosele la obligación de construir en sus astilleros, durante cinco años, los vapores que los aliados necesiten. Alemania ha sido desposeída de todas sus colonias y de todas las propiedades del Estado alemán existentes en ellas: ferrocarriles, obras públicas, etc. Los aliados se han reservado, además, el derecho de expropiar, sin indemnización alguna, la propiedad privada de los súbditos alemanes residentes en esas colonias. Se han reservado el mismo derecho respecto a la propiedad de los súbditos alemanes residentes en Alsacia y Lorena y en los países aliados o sus colonias. Alemania ha sido desposeída de las minas de carbón del Sarre, que pasan a propiedad definitiva de Francia, mientras a los habitantes de la región se les acuerda el derecho a elegir, dentro de quince años, la soberanía que prefieran. El pretexto de la entrega de estas minas de carbón a Alemania [Francia] reside en los daños causados por la invasión alemana a las minas de carbón de Francia; pero el tratado contempla en otra cláusula la reparación de estos daños, imponiendo a Alemania la obligación de consignar anualmente a Francia una cantidad de carbón, igual a la diferencia entre la producción actual de las minas destruidas o dañadas y su producción de antes de la guerra. Esta imposición del tratado a Alemania asegura a Francia una cantidad de carbón anual idéntica a la que le daban sus minas antes de la invasión alemana. A pesar de esto, en el nombre de los daños sufridos por las minas francesas durante la guerra, se ha encontrado necesario, además, despojar a Alemania de las minas del Sarre. Alemania, en fin, ha sido desposeída del derecho de abrir y cerrar sus fronteras a quien le convenga. El tratado la obliga a dispensar a las naciones aliadas, sin derecho alguno a reciprocidad, el tratamiento aduanero acordado a la nación más favorecida.

En una palabra, la obliga a que franquee sus fronteras a la invasión de mercaderías extranjeras, sin que sus mercaderías gocen de la misma franquicia aduanera para ingresar en los países aliados y asociados. Para enumerar todas las expoliaciones que el tratado de paz inflige a Alemania necesitaría hablar toda la noche. Necesitaría, además, entrar en una serie de pormenores técnicos o estadísticos, fatigantes y áridos. Basta a mi juicio con la ligera enumeración que ya he hecho para que os forméis una idea de la magnitud de las cargas económicas arrojadas sobre Alemania por el tratado de paz. El tratado de paz ha quitado a Alemania todos los medios de restaurar su economía, ha mutilado su territorio; y ha suprimido virtualmente su independencia y su soberanía. El tratado de paz ha dado a la Comisión de Reparaciones, verdadero instrumento de extorsión y de tortura, la facultad de intervenir a su antojo en la vida económica alemana.

Los aliados han cuidado de que el tratado de paz ponga en sus manos la suerte económica de Alemania. Ellos mismos han tenido que renunciar a la aplicación de muchas cláusulas que les entregaban la vida de Alemania. El tratado, por ejemplo, da derecho a los aliados a reclamar el oro que posea el estado alemán; pero, como este oro es el respaldo de la moneda alemana, los aliados han tenido que abstenerse de exigir su entrega, para evitar que por falta de respaldo metálico, la moneda alemana perdiese todo valor. El tratado es así, en gran parte, inejecutable. Y tiene por eso toda la virtualidad de un nudo corredizo puesto al cuello de Alemania. Los aliados no tienen sino que tirar de ese nudo corredizo para matar a Alemania. Actualmente la discusión entre Francia e Inglaterra no tiene otro sentido que éste: Francia cree en la conveniencia de asfixiar a Alemania, cuya vida está en sus manos; Inglaterra no cree en la conveniencia de acabar con la vida de Alemania. Teme que la descomposición del cadáver alemán infecte mortalmente la atmósfera europea.

El tratado de paz, en suma, reniega los principios de Wilson, en el nombre de los cuales capituló Alemania. El tratado de paz no ha respetado las condiciones ofrecidas a Alemania para inducirla a rendirse. Los aliados suelen decir que Alemania debe resignarse a su suerte de nación vencida. Que Alemania ha perdido la guerra. Que los vencedores son dueños de imponerle una paz dura. Pero estas afirmaciones tergiversan y adulteran la verdad. El caso de Alemania no ha sido éste. Los aliados, precisamente con el objeto de decidir a Alemania a la paz, habían declarado previamente sus condiciones. Y se habían empeñado solemnemente a respetarlas y mantenerlas. Alemania capituló, Alemania se rindió, Alemania depuso las armas, sobre la base de esas condiciones. No había, pues, derecho para imponer a Alemania, desarmada, una paz dura e inclemente. No había derecho a cambiar las condiciones de paz.
¿Cómo pudo tolerar Wilson este desconocimiento, esta violación de su programa? Ya he explicado en parte este hecho. Wilson, en unos casos, fue colocado ante una serie de tergiversaciones hábiles, tinterillescas, hipócritas, de la aplicación de sus principios. Wilson, en otros casos, transigió con los puntos de vista de Francia, Bélgica, Inglaterra a sabiendas de que atacaban su programa. Pero transigió a cambio de la aceptación de la idea de la Sociedad de las Naciones. A juicio de Wilson, nada importaba que algunas
de sus aspiraciones, la libertad de los mares, por ejemplo, no consiguiese una realización inmediata en el tratado. Lo esencial, lo importante era que el número cardinal de su programa no fracasase. Ese número cardinal de su programa era la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones, pensaba Wilson, hará realizable mañana lo que no es realizable hoy mismo. La reorganización del mundo, sobre la base de los catorce puntos, estaba automáticamente asegurada con la existencia de la Sociedad de las Naciones. Wilson se consolaba, en medio de sus más dolorosas concesiones, con la idea de que la Sociedad de las Naciones se salvaba.

Algo análogo pasó en el espíritu de Lloyd George. Lloyd George resistió a muchas de las exigencias francesas, Lloyd George combatió, por ejemplo, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Lloyd George se esforzó porque el tratado no mutilase ni atacase la unidad alemana. Pero Lloyd George cedió a las demandas francesas porque pensó que no era el momento de discutirlas. Creyó Lloyd George que, poco a poco, a medida que se desvaneciese el delirio dela victoria, se conseguiría la rectificación paulatina de las cláusulas inejecutables del tratado. Por el momento lo que urgía era entenderse. Lo que urgía era suscribir el tratado de paz, sin reparar en muchos de sus defectos. Todo lo que en el tratado existía de absurdo iría desapareciendo sucesivamente en virtud de progresivas rectificaciones y progresivos compromisos. Por lo pronto, urgía firmar la paz. Más tarde se vería la manera de mejorarla. No había necesidad de reñir teóricamente sobre las consecuencias del Tratado de Versalles. La realidad se encargaría de constreñir a las naciones interesadas a reconocer esas consecuencias y a acomodar su conducta a las necesidades que esas consecuencias creasen.

El pensamiento de Wilson, en una palabra, era: el tratado es imperfecto; pero la Sociedad de las Naciones lo mejorará. El pensamiento de Lloyd George era: el tratado es absurdo; pero la fuerza de la realidad, la presión de los hechos se encargarán de corregirlo. Pero la Sociedad de las Naciones era una ilusión de la ideología de Wilson. La Sociedad de las Naciones ha quedado reducida a un nuevo e impotente tribunal de La Haya. Conforme a la ilusión de Wilson, la Sociedad de las Naciones debía haber comprendido a todos los países de la civilización occidental. Y a través de ellos a todos los países del mundo, porque los países de la civilización occidental serían mandatarios de los países de las otras civilizaciones del África, Asia, etc. Pero la realidad es otra. La Sociedad de las Naciones no comprende siquiera a la totalidad de las naciones vencedoras. Estados Unidos no ha ratificado el Tratado de Versalles ni se ha adherido a la Sociedad de las Naciones. Alemania, Austria, Turquía y otras naciones europeas son excluidas de la Sociedad y colocadas bajo su tutelaje. Rusia, que pesa en la economía europea con todo el peso de sus ciento veinte millones de habitantes, no forma parte de la Sociedad de las Naciones. Más aún, domina en ella un régimen antagónico del régimen representado por la Sociedad de las Naciones. Dentro de la Sociedad de las Naciones se reproduciría el peligroso equilibrio continental. Unas naciones se aliarían con otras. La Sociedad de las Naciones debía haber puesto término al sistema de las alianzas. Vemos, sin embargo, que Checoeslavia, Yugoeslavia y Rumania han constituido una alianza, la Petit Entente; que los pactos de grupos de naciones se renuevan. La Sociedad de las Naciones, sobre todo, no es tal Sociedad de las Naciones. Es una sociedad de gobiernos, es una sociedad de Estados, es una liga del régimen capitalista. La Sociedad de las Naciones cuenta con la adhesión de la clase dominante; pero no cuenta con la adhesión de la clase dominada. La Sociedad de las Naciones es la Internacional del Capitalismo; pero no la Internacional de los Pueblos. Ninguna nación quiere renunciar a un derecho dado en favor de la Sociedad de las Naciones. Decidle a Francia que someta el problema de las reparaciones a la Sociedad de las Naciones. Francia responderá que el problema de las reparaciones es un problema suyo; que no es un problema de la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones es, a lo sumo, interesante como una expresión del fenómeno internacionalista. La burguesía ha concebido la idea de la Sociedad de las Naciones bajo la presión de fenómenos que le indican que la vida humana se ha solidarizado, se ha internacionalizado. La idea de la Sociedad de las Naciones es desde este punto de vista, compañeros, un homenaje involuntario de la burguesía a nuestra ideal proletario y clasista del internacionalismo.

Yo he hablado, compañeros, de estas cuestiones, igualmente lejano de toda francofilia y de toda germanofilia. Yo no soy, no puedo ser ni germanófilo ni francófilo. Mis simpatías no están con una nación ni con otra. Mis simpatías están con el proletariado universal. Mis simpatías acompañan del mismo modo al proletariado alemán que al proletariado francés. Si yo hablo de la Francia oficial con alguna agresividad de lenguaje y de léxico es porque mi temperamento es un temperamento polémico, beligerante y combativo. Yo no sé hablar unciosamente, eufemísticamente, mesuradamente, como hablan los catedráticos y los diplomáticos. Tengo ante las ideas, y ante los acontecimientos, una posición de polémica. Yo estudio los hechos con objetividad; pero me pronuncio sobre ellos sin limitar, sin cohibir mi sinceridad subjetiva. No aspiro al título de hombre imparcial; porque me ufano por el contrario de mi parcialidad, que coloca mi pensamiento, mi opinión y mi sentimiento al lado de los hombres que quieren construir, sobre los escombros de la sociedad vieja, el armonioso edificio de la sociedad nueva.

José Carlos Mariátegui La Chira

Los problemas económicos de la paz [Manuscrito]

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Los Problemas Económicos de la Paz

Nuestro tema de hoy, son los problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas inter-aliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del régimen capitalista apresurada por la guerra. La guerra ha destruido una cantidad ingente de riqueza social. Los gastos de la guerra se calculan en un billón trescientos
mil millones de francos oro. Además la guerra ha dejado otras herencias trágicas: millones de inválidos, millones de tuberculosos, millones de viudas y huérfanos, a los cuales los Estados europeos deben asistencia y protección; ciudades, territorios, fábricas y minas devastadas que los Estados europeos tienen que reconstruir.
A todas estas obligaciones económicas Europa podría hacer frente, aunque no sin grandes dificultades, si la guerra no hubiera disminuido exorbitantemente su capacidad de producción, su capacidad de trabajo. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones de hombres y la invalidez de otros tantos. El capital humano de Europa ha disminuido, pues, considerablemente. Europa dispone hoy de muchos millones menos de brazos productores que antes de la guerra. Además, en la Europa central la guerra ha causado la desnutrición, la sub-alimentación de la población trabajadora. Esta desnutrición, consecuencia de largas privaciones alimenticias, ha reducido la productividad, la vitalidad de la población de la Europa central. Un hombre enfermo o débil, produce menos, trabaja menos, que un hombre sano y vigoroso. Asimismo, un pueblo mal alimentado, extenuado por una serie de hambres y miserias, produce mucho menos, trabaja mucho menos que un pueblo bien nutrido. Europa se encuentra en la necesidad de producir más y de consumir menos que antes de la guerra para ahorrar anualmente la cantidad correspondiente al pago de las deudas dejadas por la guerra; y se encuentra, al mismo tiempo, en la imposibilidad de aumentar su producción y casi en la imposibilidad de disminuir su consumo. Porque las importaciones de Europa no son importaciones de artículos de lujo, de artículos industriales, sino importaciones de artículos alimenticios, carne, trigo, grasa indispensables a la nutrición de sus poblaciones, o de materias primas, metales, algodón, maderas indispensables a la actividad de sus fábricas y de sus industrias.
Para el aumento de la población existe, además, un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases, la intensificación de la guerra social. Las clases trabajadoras no quieren colaborar a la reconstrucción del régimen capitalista. Antes bien, una parte de ellas, la que marcha con la Tercera Internacional trata de conquistar definitivamente el poder y de poner fin al régimen capitalista. Luego, por razones políticas o por razones económicas, las huelgas, los obstruccionismos, los lock-out, se suceden aquí y allá. Y estas interrupciones completas o parciales del trabajo impiden no sólo el aumento de la producción sino también el mantenimiento de la producción normal. Los estadistas europeos que preconizan una política de reconstrucción económica de Europa tienden, por esto, a una tregua, a un tratado de paz entre el capitalismo y el proletariado. Quieren un entendimiento, un acuerdo, una transacción, más o menos duradera, entre el capital y el trabajo. Pero, ¿cuáles podrían ser las bases, las condiciones de esta transacción, de este acuerdo? Tendrían que ser, necesariamente, la ratificación y el desarrollo de las conquistas del proletariado: jornada de ocho horas, seguros sociales, etc.; la extirpación de las especulaciones que encarecen la vida; salarios altos en relación con el costo de ésta; control de las fábricas; la nacionalización de las minas y las florestas.
En una palabra, la colaboración del proletariado no podría ser adquirida sino mediante la aceptación del programa mínimo de las clases trabajadoras. A esta transacción se oponen los intereses de los grandes capitanes de la industria y de la banca, de los Stinnes, de los Tyissen, de los Loucheur, y, sobre todo, de la nube de especuladores que prospera a la sombra. Y se oponen también la voluntad de las masas maximalistas, adherentes a la Tercera Internacional, que aspiran a la destrucción final del régimen capitalista y rechazan, por consiguiente, la hipótesis de que el proletariado concurra y colabore a su restauración y a su convalecencia. Además, es dudoso que, simultáneamente, se pueda conseguir la reconstrucción de la riqueza social destruida y el mejoramiento del tenor de vida del proletariado. Es probable, más bien, que por mucho que la producción crezca, por mucho que las ganancias de Europa aumenten, no den lo bastante para atender al pago de las deudas y el bienestar de los trabajadores. El socialismo más que un régimen de producción es un régimen de distribución. Y los problemas actuales del capitalismo son problemas de producción más que problemas de distribución. ¿Cómo podrá, pues, el régimen capitalista aceptar y actuar el programa mínimo del proletariado? He ahí la dificultad sustancial de la situación, ante la cual se desconciertan todos los economistas.
Algunos estadistas europeos, Lloyd George, entre ellos, acarician una intención audaz, un plan atrevido. Piensan que no es posible salvar el régimen capitalista sino a condición de conceder un poco de bienestar a los trabajadores. Piensa que este poco de bienestar debe serles concedido, en parte a costa de los capitalistas. Pero que los sacrificios de los capitalistas no bastarán para mejorar considerablemente la vida de los trabajadores. Y que hay que buscar por consiguiente otros recursos. Estos recursos que no es posible encontrar en Europa, que no es posible encontrar en las naciones capitalistas, es posible a su juicio encontrarlos, en cambio, en África, en Asia, en América, en las naciones coloniales. ¿Quiénes insurgen, quiénes se rebelan contra el régimen capitalista? Los trabajadores, los proletarios de los pueblos pertenecientes a la civilización capitalista, a la civilización occidental. La guerra social, la lucha de clases, es aguda, es culminante en Europa, es menor en los Estados Unidos, es menor aún en Sudamérica; pero en los países correspondientes a otras civilizaciones no existe casi, o existe bajo otras formas atenuadas y elementales. Luego, se trata de reorganizar y ensanchar la explotación económica de los países coloniales, de los países incompletamente evolucionados, de los países primitivos de África, Asia, América, Oceanía y de la misma Europa. Se trata de esclavizar las poblaciones atrasadas a las poblaciones evolucionadas de la civilización occidental. Se trata de que el bracero de Oceanía, de América, de Asia o de África pague el mayor confort, el mayor bienestar, la mayor holgura del obrero europeo o americano. Se trata de que el bracero colonial produzca a bajo precio la materia prima que el obrero europeo transforma en manufactura y que consuma abundantemente esta manufactura. Se trata de que aquella parte menos civilizada de la humanidad trabaje para la parte más civilizada. Así se espera, no solucionar definitivamente la lucha social, porque la lucha social existirá mientras exista el salario, sino atenuar la lucha social, aplazar su crisis definitiva, postergar su último capítulo. Las generaciones humanas son egoístas. Y la actual generación capitalista se preocupa más de su propia suerte que de la suerte del régimen capitalista. Después de nosotros, el diluvio, se dicen a sí mismos. Pero su plan de reorganizar científicamente la explotación de los países coloniales, de transformarlos en sus solícitos proveedores de materias primas y en sus solícitos consumidores de artículos manufacturados, tropieza con una dificultad histórica. Esos países coloniales se agitan por conquistar su independencia nacional. El Oriente hindú se rebela contra el dominio europeo. El Egipto, la India, Persia, despiertan. La Rusia de los Soviets fomenta estas insurrecciones nacionalistas para atacar el capitalismo europeo en sus colonias. La independencia nacional de los países coloniales estorbaría su explotación metódica. Sin disponer de un protectorado o de un mandato sobre los países coloniales, Europa no puede imponerles, con entera facilidad, la entrega de sus materias primas o la absorción de sus manufacturas. Un país políticamente independiente puede ser
económicamente colonial. Estos países sudamericanos, por ejemplo, políticamente independientes, son económicamente coloniales. Nuestros hacendados, nuestros mineros son vasallos, son tributarios de los trusts capitalistas europeos.
Un algodonero nuestro, por ejemplo, no es en buena cuenta sino un yanacón de los grandes industriales ingleses o norteamericanos que gobiernan el mercado de algodón. Europa puede, pues, acordar a los países coloniales la soberanía política, sin que estos países se independicen, por esto, políticamente. Pero, actualmente Europa necesita perfeccionar en vasta escala la explotación económica de esas colonias. Y necesita, por tanto, manejarlas a su antojo, disponer de la mayor agilidad y libertad de acción sobre ellas. Reservo para la conferencia en que me ocuparé de los problemas coloniales y de las cuestiones de Oriente el examen detenido de este aspecto de la crisis mundial. Ahora no quiero sino señalar su vinculación con la crisis económica de Europa.
Veamos rápidamente en qué consisten cada uno de los problemas económicos de la paz. Principiemos por el problema de las reparaciones. ¿Qué son las reparaciones? Las reparaciones son las indemnizaciones que Alemania, en virtud del tratado de paz, debe pagar a los aliados. El tratado de paz de Versalles obliga a Alemania a pagar el costo de los territorios devastados de Francia, Bélgica e Italia, y el monto de las pensiones de los inválidos de guerra, de las viudas y de los huérfanos aliados. Cuando se firmó la paz, los aliados especialmente Francia, creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, a medida que se conoció la verdadera situación de Alemania, la suma de la indemnización se fue reduciendo.
En 1919, Lord Cunliffe, hablaba de una anualidad de 28,000 millones de marcos de oro; en 1919 en setiembre, Mr. Klotz indicaba 18,000 millones; en abril de 1921 la Comisión de Reparaciones reclamaba poco más de 8,000 millones; en mayo de 1921, el acuerdo aliado fijaba 4,600 millones. Este acuerdo de Londres establece en 138 mil millones el total de la indemnización debida por Alemania a los aliados. Esta suma parecía entonces el mínimo que los aliados podían exigir. Posteriormente ha comprobado la experiencia que esa misma suma era exagerada. Actualmente se considera imposible que Alemania logre pagar una suma mayor de treinta o cuarenta mil millones de marcos oro.
Alemania ha ofrecido a los aliados como un máximum la cantidad de treinta mil millones. Pero Francia se ha negado a discutir siquiera estas propiedades o proposiciones que ha declarado irrisorias y temerarias. Con el pretexto del incumplimiento por Alemania, de las condiciones del acuerdo de Londres, Francia ha ocupado la región del Ruhr que es la más rica región industrial y
carbonífera de Alemania. El pretexto específico ha sido la impuntualidad y la deficiencia de las entregas del carbón que Alemania, conforme al Tratado, tiene la obligación de hacer a Francia. Ahora bien. Efectivamente Alemania había empezado a suministrar a Francia carbón, pero en cantidad menor de la que estaba forzada a consignarle.
Pero desde que Francia se ha instalado en el Ruhr ha extraído de esa región menos carbón todavía que el que Alemania le proporcionaba voluntariamente. Francia ha calificado siempre la ocupación del Rhur como la toma de una prenda productiva. Ha dicho: ¿qué hace un acreedor cuando su deudor no cumple con pagarle? Pone intervención en su negocio; le embarga uno de sus bienes para explotarlo hasta que la deuda quede cancelada.
Pero en este caso, el Ruhr es para Francia no sólo una prenda improductiva sino, por el contrario, gravosa. El mantenimiento de las tropas del ejército administrativo destacadas por Francia en el Ruhr para gobernar ésa, constituye un gasto formidable. Teóricamente el pago de ese gasto corresponde a Alemania; pero prácticamente Francia necesita extraer de su erario las cantidades precisas para satisfacerlo. Y es que, positivamente, los políticos que gobiernan actualmente Francia no quieren sinceramente que Alemania pague, sino que Alemania no pague, a fin de tener así un pretexto para desmembrarla y mutilarla.
Tienen la pesadilla de que Alemania resurja, de que Alemania se reconstruya, y aspiran a librarse de esta pesadilla aniquilándola. Pero, como ya he dicho y, he tenido la oportunidad de explicar, la ruina económica de Alemania causaría la ruina económica de la Europa continental.
El organismo económico de Europa es demasiado solidario para que pueda soportar al quebrantamiento de Alemania que es uno de los órganos más vitales. Vemos así que la guerra que trajo como consecuencia la caída del marco aleman ocasionó una depreciación del franco francés. Y este es un fenómeno claro. El crédito de Francia depende en parte de la solvencia de Alemania.
Para que el mecanismo de la producción europea recupere su ritmo normal es indispensable que Alemania recobre su funcionamiento tranquilo. Y la política de Francia respecto a Alemania tiende, contrariamente a esta necesidad, a desmenuzar a Alemania. Muchos banqueros, economistas y peritos aliados han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague una indemnización exagerada. Sus argumentos son lógicos. Se podría sacar de Alemania una gran cantidad de dinero si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio; sus colonias, sus mercados extranjeros, su flota mercante; si se le consintiese incrementar infinitamente su producción industrial; si se le facilitase la venta de esta producción al extranjero. Y estas franquicias son imposibles. Imposibles porque a la industria de Inglaterra, de Francia y de Italia no les conviene esta competencia de la industria alemana. Imposible porque Francia no puede tolerar, por recibir de Alemania algunos o muchos millones de francos, que Alemania resurja más potente, más vigorosa que nunca.
Si las potencias vencedoras, si Francia, si Italia no consiguen nivelar su presupuesto ni pagar sus deudas, es absurdo suponer que una potencia vencida pueda no sólo regularizar sus finanzas sino además llenar los bolsillos de los vencedores. La imposibilidad de que Alemania pague está, pues, documentadamente demostrada. Sin embargo, Francia insiste en que Alemania debe pagar, y en que debe pagar millares de millones, porque así dispone de un pretexto para castigarla, para desmembrarla, para quitarle sus más
ricos territorios. La reorganización de Europa según los técnicos, no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad, de colaboración entre los países europeos. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista y aleja a Alemania y a Francia, a las dos naciones más importantes de la Europa continental. El gobierno de Francia, cuando se le pone delante los peligros que constituye para el porvenir europeo este conflicto franco-alemán, responde que no es justo que Alemania sea exonerada de todo pago, mientras que Francia sigue obligada a pagar a EE.UU. sus deudas de guerra. Francia dice: que Inglaterra y EE.UU. nos perdonen nuestras deudas si quieren que seamos generosos y blandos con Alemania.
Llegamos así a otro problema económico de la paz. Al problema de las deudas interaliadas, íntimamente ligado al problema de las reparaciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

Yanquilandia y el socialismo [Manuscrito]

Yanquilandia y el socialismo

El espectáculo de la potencia norteamericana anima, a una crítica impresionista y superficial, a acordar el crédito más ilimitado a la esperanza en una fórmula yanqui de renacimiento capitalista, que anule para siempre la sugestión del marxismo sobre las masas trabajadoras. Es frecuente que, después de la lectura del libro de Henry Ford, un escritor copiosamente abastecido de literatura y filosofía, pero poco enterado en materia económica, afirme en la primera plana de un gran diario que el socialismo constituye una escuela o doctrina superadas ya por los experimentos asombrosos del capitalismo norteamericano. Drieu La Rochelle, por ejemplo, que es un artista de talento, cuando se aventura en una revisión de la escena contemporánea, escribe cosas como éstas: "Las teorías de las cuales se habla todavía en los medios socialistas y comunistas han salido de la Inglaterra de 1780, de la Francia de 1830, de la Alemania de 1850, países que veían venir la invasión de las máquinas como la Rusia de hoy. Pero a través de estas teorías romancescas, los rusos saben ir al gran capitalismo norteamericano que, a su vez, sabe que no es sino un estadio hacia otra cosa. Ford y Lenin son dos potencias que se aproximan la una a la otra, a golpes de pico, en la misma galería oscura". El autor de Mesure de la France, como buen francés y europeo, no cree que la defensa de la civilización occidental toque a los Estados Unidos. La concibe, por el contrario, como una misión de una confederación europea presidida por Francia. Mas confía, por el momento, en Mr. Ford, mucho más que en Poincaré y Henri Massis, como capitán de la burguesía y estratega del capitalismo.

El estudio de los factores efectivos de la prosperidad norteamericana enseña, en tanto, que el capitalismo yanqui no ha afrontado todavía la crisis que atraviesa el capitalismo europeo, de suerte que es prematuro hablar de su aptitud para superarla victoriosamente.

Hasta hace algún tiempo la industria norteamericana extrajo de la propia vitalidad de los Estados Unidos los elementos de su crecimiento. Pero desde que su producción ha sobrepasado en exceso las necesidades del consumo yanqui, la conquista de mercados externos ha empezado a ser la condición ineludible de ese proceso. La acumulación en las arcas yanquis de la mayor parte del oro del mundo, ha creado el problema de la exportación de capitales. A Estados Unidos no le basta ya colocar su exceso de producción; necesita colocar, además, su exceso de oro. El desarrollo industrial del país no puede absorber sus recursos financieros. Antes de la guerra, la industria yanqui era una buena inversión para el dinero europeo. Las utilidades de la guerra permitieron, como es sabido, a la industria yanqui independizarse totalmente de la banca de Europa. De nación deudora, Estados Unidos se transformó en nación acreedora. Durante el periodo de crisis económica y agitación revolucionaria de post-guerra, Estados Unidos tuvo que abstenerse de todo nuevo préstamo. Los países europeos debían sistemar la situación de su deuda a Norteamérica, antes de pretender de los Bancos de Nueva York cualquier crédito. En las mismas inversiones en empresas privadas, la amenaza de la revolución comunista, hacia la cual Europa parecía empujada por la miseria, aconsejaba a los capitalistas norteamericanos la mayor parsimonia. Estados Unidos empleó, por esto, toda su influencia en conducir a Europa al plan Dawes. No lo consiguió sino después de que la política de Poincaré sufrió, en 1923, el fracaso del Rhur. De entonces a hoy, pactadas así las condiciones de pago de la indemnización alemana como de la deuda aliada al tesoro yanqui, Yanquilandia ha abierto numerosos créditos a Europa. Ha prestado a los Estados para la estabilización de su cambio; ha prestado a la industria privada para la reorganización de sus plantas y negocios. Buena cantidad de acciones y títulos europeos ha pasado a manos yanquis. Mas estas inversiones tienen su límite. El capital norteamericano no puede dedicarse a abastecer de fondos a la industria europea, sin peligro de que la producción de ésta, dispute a la de Estados Unidos los mercados en que domina. De otro lado, estas inversiones vinculan la economía yanqui a la suerte de la economía europea. El plan Dawes y su secuela de arreglos o convenciones financieras, han inaugurado en Europa un período de estabilización capitalista y democrática que los apologistas de la reacción se entretienen en describir como una obra exclusivamente fascista; pero Europa, como lo evidenció la última Conferencia Económica, no ha encontrado todavía su equilibrio.

Trotsky ha hecho un examen singularmente penetrante y objetivo de la situación del capitalismo yanqui. "La inflación-oro observa el líder ruso es para la economía tan peligrosa como la inflación fiduciaria. Se puede morir de plétora lo mismo que de caquexia. Si el oro existe en cantidad demasiado grande no produce nuevas ganancias, reduce el interés del capital y, de este modo, torna irracional el aumento de la producción. Producir y exportar para guardar el oro en los sótanos equivale a arrojar las mercaderías al mar. Es por esto que América ha menester de una expansión más y más grande, es decir de invertir el exceso de sus recursos en la América Latina, en Europa, en Asia, en Australia, en África. Pero, por esta vía, la economía de Europa y de las otras partes del mundo se convierte más y más en parte integrante de la economía de los Estados Unidos".

Si a los Estados Unidos les bastara resolver los problemas internos de su producción para asegurar el crecimiento indefinido de su capitalismo; las áureas previsiones, las rosadas esperanzas de Henri Ford podrían, tal vez, constituir, una seria probabilidad de desahucio de la tesis marxista. Norteamérica, por obra de fuerzas históricas superiores, a la voluntad de sus propios hombres, se ha embarcado en una vasta aventura imperialista, a la cual no, puede renunciar. Spengler, en su famoso libro sobre la decadencia de Occidente, sostenía, hace ya algunos años, que la última etapa de una civilización es una etapa de imperialismo. Su patriotismo de germano le hacía esperar que esta misión imperialista le tocaría a Alemania. Lenin, algunos años antes, en el más fundamental acaso de sus libros, se adelantaría a Spengler en considerar a Cecil Rhodes como un hombre representativo del espíritu imperialista, dándonos además una definición marxista del fenómeno, entendido y enfocado como fenómeno económico. "Lo que hay de económico esencial en este proceso escribía con su genial concisión es la sustitución de la libre concurrencia por los monopolios capitalistas. La libre concurrencia es la cualidad primordial del capitalismo y, de una manera general, de la producción de mercaderías; el monopolio es exactamente lo contrario de la libre concurrencia; pero hemos visto a ésta transformarse bajo nuestros ojo en monopolio, creando la gran industria, eliminando la pequeña, reemplazando la grande por una más grandes, conduciendo la concentración de la producción y del capital a un grado tal que el monopolio es su corolario forzoso: carteles, sindicatos, trusts y, fusionándose con ellos, la potencia de una decena de bancas que manipulan, millares de millones. Al mismo tiempo, el monopolio surgido de la libre concurrencia no la descarta, sino que coexiste con ella, engendrando así diversas contradicciones muy profundas y muy graves, provocando conflictos y fricciones. El monopolio es la transición del capitalismo a un orden más elevado. Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del imperialismo, habría que decir que es la fase del monopolio capitalista. Esta definición abrazaría lo esencial, pues, por una parte, el capital financiero no es más que el capital bancario de un pequeño número de grandes bancos monopolizadores, fusionado con el capital de los grupos industriales monopolizadores; y, por otra parte, el reparto del mundo no es más que la transición de una política colonial extendida sin cesar, sin encontrar obstáculos, sobre regiones de las que no se había apropiado aún ninguna potencia capitalista, a la política colonial de posesión territorial monopolizada, por haber ya concluido la partición del mundo".

El Imperio de los Estados Unidos asume, en virtud de esta política; todas las responsabilidades del capitalismo. Y, al mismo tiempo, hereda sus contradicciones. Y es de éstas, precisamente, de donde saca sus fuerzas el socialismo. El destino de Norteamérica no puede ser contemplado sino en un plano mundial. Y en este plano, el capitalismo norteamericano, vigoroso y próspero internamente aún, cesa de ser un fenómeno nacional y autónomo, para convertirse en la culminación de un fenómeno mundial, subordinado a un ineludible sino histórico.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Manuscrito]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte-América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, —tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha eleccionaria en México [Manuscrito]

La designación de candidatos a la presidencia por las convenciones nacionales no ha sido hecha todavía. Pero ya empiezan las convenciones regionales o de partido a preparar esa designación, proclamando sus respectivos candidatos. La eliminación final, en la medida en que sea posible, las harán las convenciones nacionales. Pero, mientras esta vez es posible que las anti-reelecciones se agrupen en torno de un candidato único, que tal vez sea Vasconcelos, la división del bloque obregonista de 1923 se muestra ya irremediable. La Crom irá probablemente sola a la lucha, con Morones a la cabeza. El partido constituido por los obregonistas, y en general por los elementos contrarios a los laboristas, y que se declaran legítimos continuadores y representantes de la revolución, arrojando sobre La Crom la tacha de reaccionaria, presentará un candidato propio, acaso comprometido personalmente por esta polémica.
Entre los candidatos de esta tendencia, con mayor proselitismo, uno de los más indicados hasta ahora es el general Aaron Saenz, gobernador del Estado de Nueva León. Aaron Saenz comenzó su carrera política en 1913, enrolado en el ejército revolucionario en armas contra Victoriano Huerta. Desde entonces actuó siempre al lado de Obregón, cuya campaña eleccionaria dirigió en 1928. Ministro de Calles, dejó su puesto en el gobierno federal para presidir la administración de un Estado, cargo que conserva hasta hoy. Su confesión protestante, puede ser considerada por muchos como un factor útil a las relaciones de México con Estados. Porque en los últimos tiempos, la política mexicana antes los Estados Unidos ha acusado un retroceso que parece destinado a acentuarse, si la presión de los intereses capitalistas desarrollados dentro del régimen de Obregón y Calles, en la que hay que buscar el secreto de la actual escisión, continúa imponiendo la línea de conducta más concorde con sus necesidades.
Vasconcelos se ha declarado pronto para ir a la lucha como candidato. Aunque auspiciado por el partido anti-reeleccionista, y probablemente apoyado por elementos conservadores que ven en su candidatura la promesa de un régimen de tolerancia religiosa, puede ganarse una buena parte de los elementos disidentes o descontentos que la ruptura del frente Obregonista de 1926 deja fuera de los dos bandos rivales. Por el hecho de depender de la concentración de fuerzas heterogéneas, que en la anterior campaña eleccionaria, se manifestarán refractarias a la unidad, su candidatura, en caso de ser confirmada, no podrá representar un programa concreto, definido. Sus votantes tendrían en cuenta solo las cualidades intelectuales y morales de Vasconcelos y se conformarían con la posibilidad de que en el poder puedan ser aprovechadas con buen éxito. Vasconcelos pone su esperanza en la juventud. Piensa que, mientras esta juventud adquiere madurez y capacidad para gobernar México, el gobierno debe ser confiado a un hombre de la vieja guardia a quien el poder no haya corrompido y se preste garantías de proseguir la línea de Madero. Sus fórmulas políticas, como se ve, no son muy explícitas. Vasconcelos, en ellas, sigue siendo más metafísico que político y que revolucionario.
La prosecución de una política revolucionaria, que ya venía debilitándose por efecto de las contradicciones internas del bloque gobernante, aparece seriamente amenazada. La fuerza de la revolución residió siempre en la alianza de agrarias y laboristas, esto es de las masas obreras y campesinas. Las tendencias conservadoras, las fuerzas burguesas han ganado una victoria al insidiar su solidaridad y fomentar su choque. Por esto las organizaciones revolucionarias de izquierda trabajan ahora por una Asamblea nacional obrera y campesina, encaminada a crear un frente único proletario. Pero estos aspectos de la situación mexicana, serán materia de otro artículo. Por el momento no me he propuesto sino señalar las condiciones generales en que se inicia [la lucha eleccionaria].

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones en Estados Unidos y Nicaragua [Recorte de prensa]

La elecciones en Estados Unidos y Nicaragua

La elección de Mr. Herbert Hoover estaba prevista por la mayoría de los expertos de que, en estos casos, disponen los Estados Unidos para un minucioso cómputo de las probabilidades electorales de cada partido.

La pérdida de algunos votos por el Partido Demócrata en el “sólido Sur” no es una sorpresa. No había pasado inadvertida para los observadores la posibilidad de que el intransigente sentimiento protestante que prevalece en los Estados del Sur, acarrease en algunos, contra la tradición demócrata de ese electorado, la victoria del candidato republicano.

Tampoco es, en rigor, una sorpresa el triunfo de Hoover en el Estado de New York. En las votaciones presidenciales, el Estado de Nueva York ha sido normalmente republicano. En esta votación, la fuerte “chance'’ de Smith en New York, dependía de su popularidad personal, a la que ha debido su elección, en tres oportunidades, como gobernador de este Estado. La reñida lucha entre republicanos y demócratas en New York, demuestra lo fundado de la esperanza de Al Smith de ganar para su causa los 45 votos decisivos que Hoover, en impresionante duelo, ha conservado para su partido.

Al Smith ha tenido una buena votación en todo el país. En todos los Estados dudosos, el “porcentaje de votos obtenido por Smith excede considerablemente al alcanzado por el candidato demócrata en la elección de 1924. El Partido Demócrata ha efectuado una magnífica movilización electoral. A esta briosa ofensiva centra el poder republicano, ha contribuido en gran parte el ascendiente personal de Al Smith. Pero esto no obsta para atribuir a la personalidad de Al Smith una buena parte también de los estímulos que han ayudado a la victoria republicana. La elección de un católico antiprohibicionista encontraba resistencias enormes en dos grandes corrientes del sentimiento yanqui: el protestantismo y el prohibicionismo. Republicano, protestante, prohibicionista, Hoover estaba bajo esta triple aspecto, dentro de la tradición presidencial de los Estados Unidos. Hoover ha ganado los votos de Estados, en los que, como en New York aproximadamente, la “chance” de Al Smith era, a juicio de los expertos, muy grande. El cable subraya su victoria en Missouri, Maryland, Wisconsin y Montana. En estos Estados, Smith ha disputado vigorosamente la mayoría a Hoover; pero, como en New York, el escrutinio eleva así a la presidencia de los Estados Unidos en reemplazo de Mr. Calvin. Coolidge, a aquel de sus líderes que promete actuar la más enérgica política capitalista. El rol asumido por el Imperio Yanqui, en la política mundial, después de la gran guerra, exigía esta elección. Hoover siente este rol mucho más y mejor que Smith. Como apuntaba en mi anterior artículo, Hoover tiene una perfecta educación imperialista de hombre de negocios. En sus discursos, asoma francamente el orgullo del destino imperial de Norte América. En su política no pesarán las consideraciones democráticas que habrían influido en el gobierno de Al Smith. El estilo de Wodrow Wilson queda de nuevo licenciado. Estados Unidos necesita, en este período de máxima afirmación internacional de su capitalismo, un hombre como Herbert Hoover. El perfecto hombre de Estado en un imperio de trusts y monopolios, es, sin duda, el perfecto hombre de negocios.

Es interesante que las elecciones de Nicaragua hayan coincidido casi, en el tiempo, con las elecciones de Estados Unidos. Nicaragua, electoralmente, es por el momento, un sector de la política norte-americana. Desde que el vicepresidente Sacasa y el general Moneada, jefes de la oposición liberal pactaron con los yanquis, los liberales nicaragüenses resbalaron al campo de gravitación de los intereses norteamericanos. El único camino de resistencia activa al dominio yanqui era el camino heroico de Sandino. El partido liberal no podía tomarlo.

Desde que la bandera de la lucha armada quedó exclusivamente en manos de Sandino y de su aguerrida e intrépida legión, la solución liberal se presentó como la mejor para el interés norteamericano. Los políticos conservadores, conocidos por su antigua adhesión a la política yanqui, eran dentro del personal de posibles gobernantes, los menos apropiados para la pacificación de Nicaragua. La elección de un conservador habría tenido el aspecto de una imposición o un escamoteo electorales.

Pero estas ventajas de la solución liberal no se habrían mostrado tan claramente, si Sandino no hubiese mantenido impertérrito, su actitud rebelde. La presidencia de un liberal tiene la función de reducir al mínimo los estímulos capaces de alimentar la hoguera sandinista. Moncada, en el poder, debe testimoniar la neutralidad yanqui, la corrección de las elecciones, la plenitud de la soberanía popular. La democracia, en este caso, sirve mejor que la dictadura.

El general Moneada no hará, ciertamente, una política sustancialmente distinta de la que desenvolverían un Chamorro o un Díaz. Pero salvará mejor las formas de la independencia nicaragüense. El nombre de su partido no está tan comprometido, ante la opinión de Nicaragua y del continente latino americano, como el nombre del Partido Conservador. Aquí está, más que en la impopularidad de los conservadores, la clave de su tranquila victoria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña [Recorte de prensa]

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña

Reanudemos la indagación de los factores históricos de la actual situación política británica. Las elecciones próximas, con las cuales esa situación entrará en una nueva etapa, hacen de la Gran Bretaña el centro de la atención mundial. El escrutinio influirá en los destinos europeos, vale decir en los destinos mundiales. Una mayoría conservadora reforzaría y prolongaría, probablemente, la era de temporal estabilización capitalista que ha seguido a la agitación revolucionaria de los primeros años de post-guerra. Una mayoría laborista, a pesar acaso de algunos líderes del laborismo, aceleraría el curso de este período, apresurando una segunda etapa revolucionaria. La imposibilidad de cualquier mayoría, -laborista, conservadora o liberal- restablecería, como una fatalidad, a la que cada vez resulta más penoso adaptarse, la fórmula forzosa de los ministerios de coalición, como la consiguiente agudización de la crisis del parlamento.

Desde que los Estados Unidos han alcanzado la plenitud de su desarrollo económico, la historia del imperio británico ha dejado de ofrecérsenos como el máximo experimento capitalista. La revolución liberal no liquidó en Inglaterra la monarquía ni otras instituciones del régimen aristocrático. Su carácter esencialmente industrial y urbano, le permitió una gran largueza con la nobleza terrateniente. La economía capitalista creció cómodamente, sin necesidad de sacrificar la decoración capitalista, el cuadro monárquico del Imperio. Para el primer imperio capitalista, dueño de inmensas colonias, dominador de los mares, la economía agraria pasaba a un plano secundario. Su producción industrial, su poder financiero, sus empresas transoceánicas y coloniales, lo colocaban en aptitud de abastecerse ventajosamente en los más distantes mercados de los productos agrícolas necesarios para su consumo. La Gran Bretaña podía costearse, sin ningún esfuerzo excesivo el lujo de mantener una aristocracia refinada, con sus caballos, perros, parques y cotos. Esto, bajo cierto aspecto, admite ser definido como un rasgo general de la sociedad burguesa que, ni aún en los países de más avanzado republicanismo, ha logrado emanciparse de la imitación de los arquetipos y del estilo aristocrático. El “burgués gentilhombre” es actual hasta ahora. La última aspiración de la burguesía, consumada su obra, es parecerse o asimilarse a la aristocracia que desplazó y sucedió. El propio capitalismo yanqui que se ha desenvuelto en un clima tan indemne de supersticiones y privilegios, y que ha producido en sus tipos de capitanes de empresa una jerarquía tan original de jefes, no ha estado libre de esta imitación, ni ha resistido a la sugestión de los títulos y los castillos de la decaída nobleza europea. El noble se sentía y sabía la culminación de una cultura, de un orden; el burgués no. Y acaso, por esto, el burgués ha conservado un respeto subconsciente por la corte, el ocio, el gusto y el protocolo aristocráticos.

Y no hay en esto solo una cuestión psicológica social y política. La conciliación de la economía capitalista y consecuencias económicas: Inglaterra la política democrática con la tradición monárquica, tiene hoy concretas se encuentra en la necesidad de afrontar un problema agrario, que Estados Unidos ignora, que Francia resolvió con su revolución. El lujo de sus tierras improductivas está en estridente contraste con la economía de una época de depresión industrial y dos millones de desocupados. Estos dos millones de desocupados, cuya miseria pesa sobre el presupuesto y el consumo domésticos de la Gran Bretaña, pertenecen a una población esencialmente industrial y urbana. Los oficios y las costumbres citadinas de esta gente, estorban la empresa de emplearla en los más prósperos dominios británicos: Canadá, Australia, donde el obrero y el empleado inmigrantes tendría que transformarse en labriegos.
El empirismo y el conservantismo, el hábito de regirse por los hechos, con prescindencia y aún con desdén de las teorías, han permitido a la Gran Bretaña cierta insensibilidad respecto a las incompatibilidades entre las instituciones y privilegios nobiliarios, respetados por su evolución, y las consecuencias de su economía liberal y capitalista. Pero esa insensibilidad, esta negligencia que en tiempos de pingüe prosperidad capitalista y de incontrastable hegemonía mundial, ha podido ser un lujo y un capricho británicos, en tiempos de desocupación y de concurrencia, a la vez que devienen onerosas con exceso, engendran contradicciones que, amenazan seriamente el ritmo del evolucionismo inglés.

La concentración industrial y urbana aseguran la preponderancia final del partido laborista. El socialismo no conoce casi en la Gran Bretaña el problema de la difícil conquista de un campesino de rol decisivo en la lucha social. Las bases políticas y económicas de la nación son sus ciudades y sus industrias. La política agraria del socialismo no ha menester, como en Francia y Alemania, de complicadas concesiones a una gran masa de pequeños propietarios, ligados fuertemente al orden establecido. Dirigida contra los landlords es, más bien, una válida arma de ataque contra los intereses de la clase conservadora.

La marcha al socialismo está asegurada por las condiciones objetivas del país. Lo que falta al movimiento socialista inglés es, fundamentalmente, ese racionalismo, que los revisionistas encuentras exorbitante en otros partidos socialistas europeos. El proletariado inglés está dirigido por pedagogos y funcionarios, obedientes a un evolucionismo, a un pragmatismo, de fondo rigurosamente burgués. El crecimiento del poder político del laborismo ha ido mucho más a prisa que la esperanza y la adaptación de sus parlamentarios. No en balde, estos parlamentarios se hallan todavía bajo el influjo de la atmósfera intelectual y espiritual de un gran imperio capitalista. La aristocracia obrera de Inglaterra, por razones peculiares de la historia inglesa, es la más enfeudada mentalmente a la burguesía y a su tradición. Se siente obligada a luchar contra la burguesía con la misma moderación con que esta se comportara, -Cronwell y su política exceptuadas- con la aristocracia y sus privilegios. Los neo-revisionistas no parecen propensos a nada como a regocijarse de que así ocurra. “La social-democracia alemana -escribe Henri de Man- se consideró en sus comienzos como encarnación de las doctrinas revolucionarias y teológicas del marxismo intransigente; como consecuencia, la tendencia creciente de su política hacia un oportunismo conservador de Estado aparece ante sus elementos jóvenes y extremistas como una renunciación gradual de la social-democracia a sus fines tradicionales. Por el contrario, el partido obrero británico, el Labour Party, es el tipo del movimiento de mentalidad “causal”, refractario por esencia a formular objetivos remotos en forma de una teología a priori. Solo movido por la experiencia es como se ha desenvuelto llegando desde una representación muy moderada de intereses profesionales hasta constituir un partido socialista. Parece, pues, que el progreso del movimiento alemán aleja a este de su finalidad, mientras que el del inglés lo aproxima a la suya. La consecuencia práctica de esta diferencia es que el grado de desarrollo correspondiente a una tendencia progresiva en la vida intelectual del socialismo inglés contrasta con una tendencia regresiva en la vida intelectual de la social-democracia alemana. El movimiento inglés, cuyos fines impulsan, por decirlo así, día por día la experiencia de una lucha por objetivos inmediatos, pero justificados por móviles éticos, anima de este modo todo objetivo parcial y ensancha la acción de ese impulso en la medida en que este extiende el campo de su práctica reformista. De ahí que el partido obrero británico, pese a su mentalidad fundamentalmente oportunista y empírica, ejerza una atracción creciente entre los elementos más accesibles a los móviles éticos y absolutos: la juventud y los intelectuales en primer término.

Fácil es demostrar que esta presunta ventaja queda ampliamente desmentida por la relación entre el poder objetivo y los factores subjetivos de la acción laborista. El Labour Party se ha desarrollado en número con mayor rapidez que en espíritu y mentalidad. Y, por esto mismo, su caso es muy interesante. En Inglaterra nadie podrá acusar al socialismo de romanticismo revolucionario. Por consiguiente, si ahí se llega al gobierno socialista, será indudablemente no porque se lo hayan propuesto, forzando la historia, los teorizantes y los políticos del socialismo, sino porque el curso mismo de los acontecimientos ha hecho violencia sobre ellos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Al. Smith y la batalla democrática [Recorte de prensa]

Al. Smith y la batalla democrática

El partido demócrata norte-americano combate su actual batalla electoral con la energía de sus mejores tiempos. Como ya he tenido oportunidad de recordarlo, su movilización de votantes en 1924 careció de los estímulos y elementos que ahora la favorecen. La presencia del senador de Lafollette en el campo eleccionario, por una parte, y la descolorida personalidad de Mr. Davis, por otra, impedían al partido demócrata, en esa ocasión, imprimir a su campaña frente al partido republicano, el carácter vigorosamente polémico y antagónico, que ahora le granjea un extenso y activo proselitismo en la opinión liberal, en ese tercer partido latente, potencial, que mientras no ocupe este puesto el socialismo, esperan algunos ver surgir de la conjunción de los elementos no asimilados por los demócratas. Esta vez, ante la campaña de Al Smith, se habla en ese sector liberal, “avancista”, de una rehabilitación del Partido Demócrata. La candidatura y la personalidad del Gobernador de Nueva York han tenido la virtud de operar el milagro.
Este hecho prueba, ante todo, lo absurdo de la hipótesis de que en los Estados Unidos pueda desarrollarse un tercer gran partido que no sea aún, por específicas razones americanas, socialista, revolucionario. Para el diálogo, para la oposición, dentro de la ideología demo-liberal, bastan dos partidos, el republicano y el demócrata. El tercer partido, como partido “progresista”, “avancista”, sobra absolutamente. Solo aleatorias y contingentes corrientes electorales, originadas por un gesto o un tipo de secesión, pueden encender, de tarde en tarde, esta ilusión. Apenas el Partido Demócrata desciende a la arena, con un líder fuerte y un lenguaje beligerante, recupera su poder de polarización y absorción de todas las tendencias genéricamente radicales o democráticas. El tercer gran partido se incuba, no en dispersos núcleos o capillas “independientes”, sino en una clase, el proletariado, enfeudada aún en su mayoría al oportunismo y al empirismo de la Federación Americana del Trabajo.

Por ahora, la única función que las circunstancias históricas encargan a los imponderables elementos sueltos del tercer partido latente, es la de reintegrarse a la vieja corriente demócrata, tan luego como acierta a atraer a su cauce los arroyos colaterales, aptos para conservar su independencia solo en las épocas de floja y mansa avenida. La adhesión de estos elementos sirve al veterano Partido Demócrata para recobrar el tono guerrero de los años en que W. J. Bryan, lejano aún de sus días de ancianidad ortodoxa y “trascendentalista”, tronaba contra los “truts” imperialistas.

Y no hay que sorprenderse de que iconoclastas habituales como el famoso H. L. Mencken, sostengan con entusiasmo y esperanza la candidatura de Al Smith, reconociéndolo un liberal de verdad que “ha mantenido como Gobernador del Estado de Nueva York, la libertad de palabra, las asambleas libres y todos los demás derechos y garantías del Bill de Derechos”. El sentido práctico, muy anglo-sajón, de estos adversarios de la plutocracia republicana, representada por Hoover, aprecia ante todo las posibilidades concretas de triunfo con que cuenta la candidatura de Al Smith, que en el caso de derrota constituiría al menos una imponente afirmación demócrata.

Todos los propugnadores de la candidatura de Al Smith se preocupan, fundamentalmente, de comunicar a sus lectores, su convicción de que, con una intensa y extrema movilización electoral, la “chance” del gobernador demócrata es muy grande. El análisis de la situación electoral de cada Estado, y en especial de los que, republicanos ordinariamente, pueden dar esta vez su voto al candidato demócrata, se convierte en la especulación favorita de escritores que ofrecen a Smith una adhesión estrictamente doctrinal, política.
Las bases electorales de los demócratas se encuentran, como es notorio, en los Estados del Sur. Toda confianza en la victoria de Smith reposa en la convicción de que el Partido Demócrata está seguro del “Solid South”. He enumerado ya los Estados de cuyo voto depende el resultado final de la lucha. Las razones por las que se atribuye a Smith probabilidades de ganar en estos Estados, son muy variadas e ilustrativas. En Rhode Island, por ejemplo, donde Mr. Davis obtuvo en 1924 el 36 por ciento de los votos, Al Smith dispone de un electorado mucho más numeroso, por ser católica casi la mitad de los votantes. En Nueva York, estado de mayoría republicana, el factor favorable es el ascendiente personal de Smith que debe a su popularidad tres victorias sobre los republicanos. El porcentaje de votos católicos, que es solo de 27 a 28, juega en Nueva York un rol secundario. En Wisconsin, donde los demócratas únicamente obtuvieron el ocho por ciento de los sufragios en 1924, se asigna a Smith posibilidades de triunfo por la opinión anti-prohibicionista que en este Estado prevalece.

En el Sur, ciudadela de los demócratas, los republicanos explotarán contra Smith la intransigencia protestante; pero contra Hoover, y por ende a favor de Smith, opera en esos Estados un sentimiento reaccionario: la aversión a los negros. Hoover, según lo constata, precisamente, Mencken, ha herido este sentimiento, por no haber mantenido, como Secretario de Comercio, en las Oficinas del Censo, la distinción racial. “En el Sur -dice Mencken- temen y odian a los negros más que al mismo Papa”.

Si Smith sale electo, no deberá su victoria a lo que de liberal hay en su programa y de avanzado o reformista en su proselitismo, ni aún a sus cualidades de estadista y líder democrático, sino a la complicada interacción de factores tan diversos como el sentimiento de religión o de raza o la opinión respecto a la ley anti-alcohólica.

La política internacional que Smith, conforme a su programa, se propone desenvolver, es de reconciliación con la América Latina. En los propios republicanos no son pocos los que como el senador Borah consideran excesiva y censurable la política actuada por Coolidge, caracterizada por medidas como la intervención en Nicaragua, que tan categóricamente desmiente el presunto pacifismo del pacto Kellogg. Lo más probable, en general, es que al imperialismo yanqui le convenga actualmente una atenuación sagaz de sus métodos en los países latino americanos. Y, de otro lado, el crédito que puede concederse a la capacidad de una administración demócrata para no usar sino buenas maneras con estos países, aparece forzosamente muy limitado. El gobierno de los Estados Unidos, como lo probó el de Wilson, tiene que realizar la política internacional que le imponen las necesidades de su economía capitalista. Y, en todo caso, la victoria de Smith, como ya hemos visto no significaría precisamente la victoria de su programa. Y, menos, que de ninguna, la de esta parte -las relaciones con la América Latina- que ocupa un lugar tan secundario en la atención del pueblo norteamericano.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira