Influencia Social

Taxonomía

Código

Nota(s) sobre el alcance

Nota(s) sobre el origen

Mostrar nota(s)

Términos jerárquicos

Influencia Social

Términos equivalentes

Influencia Social

Términos asociados

Influencia Social

3 Descripción archivística results for Influencia Social

3 resultados directamente relacionados Excluir términos relacionados

Recorte de revista de la conferencia Los intelectuales y la revolución

Los intelectuales y la revolución

Hace mucho tiempo que la sociedad burguesa está condenada por las obras más ilustres y puras de la Inteligencia y del Espíritu. Los pensadores y los artistas más esclarecidos de esta civilización capitalista han pronunciado contra ella agrias y tundentes requisitorias. Pero hoy que esta civilización capitalista crude, minada por el pensamiento revolucionario, muchos pensadores y muchos artistas ocupan una posición conservadora y reaccionaria. Leopoldo Lugones reniega sus bizarros días de socialista y, mancomunándose con la más grotesca fauna de la política argentina, se incorpora en el cortejo de Mussolini y del fascismo. Mauricio Maeterlink, poseído también de un miedo senil a la revolución social, hace una profesión de fe filofascista. Otros intelectuales, otros artistas, cerrando los ojos y el entendimiento al dilema fatal, se aferran a una fórmula transaccional y centrista: ni reacción ni revolución. Entre ellos recluta sus adherentes y sus fautores la ideología quáquera de la Sociedad de las Naciones y de Mr. Woodrow Wilson. Al lado de la revolución están las más altas y célebres inteligencias contemporáneas: Bernard Shaw, Anatole France, Romain Rolland, Knut Ham- sum, Máximo Gorki, Bertrand Russell, Henri Barbusse, Miguel de Unamuno, etc. Pero la mayoría de los intelectuales y artistas oficialmente gloriosos no se atreven a enrolarse en los rangos multitudinarios de la revolución. A veces, el intelectual, el artista, llegan al dintel ideológico de la revolución. Y ahí vacila, titubea y, finalmente, retrocede. La civilización burguesa resulta así defendida por una generación de intelectuales y de artistas que se ha divertido otras veces en vituperarla y satirizarla.

Henri Barbusse dice: «Los intelectuales, los escritores, han cometido bastantes faltas, han aceptado bastantes capitulaciones. Hay bastantes manchas sobre su obra multiforme. Hay bastantes pactos y lazos ventajosos entre la producción literaria y los honores y el dinero. Hay bastantes Institutos y Sociedades domesticadas por el poder y la reacción, bastantes cofradías que pesan sobre el pensamiento en el nombre del sangriento chiste del orden consagrado».

Estas líneas de Barbusse (Le Conteau entre les Dents, 1921) indican una de las raíces del conservadorismo político de muchos representantes del arte, de la literatura y de la ciencia actuales. Sucede, realmente, que la burguesía es aún demasiado fuerte y rica para contar con una numerosa clientela intelectual. Pero ocurre, además, que la psicología y la mentalidad del intelectual y del artista se encuentran habituadas a una posición conservadora y saturadas de prejuicios y sentimientos burgueses. Han sido plasmadas, modeladas, por las sugestiones de un ambiente ideológica y físicamente conservador. Carecen, por ende, de la agilidad y de la sensibilidad precisa para una actitud mental y espiritual radicalmente nuevas. Oswald Spengler escribe en el prólogo de su famoso libro «La Decadencia de Occidente» que para comprender su filosofía de la historia «hace falta una nueva generación que nazca con las disposiciones necesarias». La misma frase es aplicable a la Revolución. Para comprenderla, para sentirla, para amarla integralmente, hace falta también una generación que nazca con las disposiciones necesarias.

La inteligencia de los jóvenes está por eso, más cerca de la revolución que la inteligencia de los viejos. La juventud tiene mayor aptitud que la vejez para afiliarse a la revolución. Es espiritual y mentalmente más ágil, más sensible, más permeable. A la vejez se arriba casi siempre espiritual y físicamente arterioescloroso.

Este fenómeno tiene una de sus más nítidas e interesantes expresiones en la élite del socialismo y el proletariado. Casi todos los viejos hierofantes, casi todos los viejos profetas de la Revolución Social se muestran hoy mentalmente incapaces de organizarla y desencadenarla. Tienen miedo de lanzar al proletariado al asalto decisivo y final. Kautsky, Martov, Bernstein, Turati, Ferri, Iglesias, Adler, son los leaders y conductores de la Segunda Internacional, o sea del socialismo reformista, evolucionista, minimalista y homeopático. Los rangos de la Tercera Internacional, de la internacional comunista, están, en cambio, poblados de jóvenes.

Sincrónica, contemporáneamente, están en gestación el orden nuevo y la generación dotada de la capacidad y del espíritu necesarios para organizado, dirigirlo y defenderlo. La nueva generación nace exenta de las supersticiones, de los prejuicios y de los apocamientos que mantienen a las viejas generaciones, —con excepción de sus espíritus más superiores y clarovidentes— ligadas y uncidas al orden decadente, anquilosado, decrépito.

La hora es, pues, de la juventud. A la juventud le toca edificar la sociedad nueva. En el Perú aparecen los primeros trascendentes brotes de la generación renovadora. Esta generación se mostrará cada vez más limpia e inmune de prejuicios estúpidos y de gustos serviles. No sentirá ninguna nostalgia del pasado. No tendrá ningún apego enfermizo a la tradición. No suspirará por el virreinato, por sus balcones, sus celosías, ni sus escalas de seda. Y hundirá la mirada audaz y compasiva en la entraña cálida y sangrienta del presente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el cabello [Recorte de prensa]

La civilización y el cabello

El tipo de vida que la civilización produce es, necesariamente, un tipo de vida refinado, depurado, artificioso. La civili­zación estiliza, cincela y bruñe los hom­bres y las cosas. Es natural, por ende, que la civilización occidental no ame barbas ni cabellos. El hombre de esta civilización ha evolucionado de la más primitiva exu­berancia capilar a una rasuración casi ab­soluta. Las barbas y los cabellos se en­cuentran actualmente en decadencia.

El hombre de la civilización occidental era originariamente barbado y melenudo. Carlomagno, el emperador de la barba florida, representa genuinamente la Edad Media desde este y otros puntos de vista. Merovingios y carolingios portaron, como Carlomagno, frondosas barbas. El mis­ticismo y la marcialidad eran en el Medio Evo dos grandes generadores de barbas y cabellos. Ni los anacoretas ni los cruza­dos tenían disposición espiritual ni física para afeitarse.

El Renacimiento ejerció gran influencia sobre el tocado. La humanidad accidental volvió a los ideales y a los gustos paga­nos. Después de algunos siglos de som­brío misticismo, rectificó su actitud ante la belleza perecedera. Leonardo de Vinci pasó a la posteridad con una larga y cau­dalosa barba de astrólogo y el Papa Julio II no pensó en cortarse la suya antes de posar para el célebre retrato de Ra­fael. Pero con su reivindicación de la estética greco-romana, el Renacimiento oca­sionó una crisis de las barbas medioeva­les. Miguel Angel no pudo dejar de ima­ginar solemne y taumatúrgicamente bar­budo a Moisés; pero, en cambio, concibió a David helénicamente desnudo y barbi­lampiño. En esto el Renacimiento era coherente con sus orígenes y sus rumbos. La escultura y la pintura griega y roma­nas no descalificaban totalmente la barba. La atribuían a Júpiter, a Hércules y a otros personajes de la mitología y de la historia. Pero, en Atenas y en Roma, la barba tuvo límites discretos. Jamás llegó a la longitud de una barba carolingia. Y fue más bien un atributo humano que divino. Policleto, Fidias, Praxiteles, etc., so­ñaron para los dioses más gentiles una belleza totalmente lampiña. A Apolo, a Mercurio, a Dionisio, nadie los ha imagi­nado nunca barbudos. El Apolo de Belvedere con bigotes y patillas habría sido, en verdad, un Apolo absurdo.

La época barroca no condujo a la huma­nidad a una restauración de las barbas segadas por el Renacimiento; pero mostró un marcado favor a los excesos capilares. Todo fue exuberante y amanerado en la estética barroca: la decoración, la arquitec­tura y las cabelleras. Esta estética condu­jo a la gente al uso de las melenas más largas que registra la historia del tocado.

La estética rococó señaló una nueva reacción contra la barba. Impuso la moda de las pelucas empolvadas. La Revolu­ción, más tarde, dejó pocas pelucas intac­tas. Y el Directorio, capilarmente muy sobrio, toleró la moda prudente y moderada de la patilla, Las patillas de Napoleón, de Bolívar y de San Martín pertenecen a ese período de la evolución del tocado.

El fenómeno romántico engendró una tentativa de restauración del más arcaico y desmandado uso de las melenas y de las barbas. Los artistas románticos se comportaron muy reaccionariamente. ¿Quién no ha visto en algún grabado, la cabeza melenuda y barbada de Teófilo Gautier? ¿Y a dónde no ha llegado una fotografía del cuadro de Fantin Latour de un cenáculo literario de su época? El parnasianismo debía haber inducido a los hombres de letras a cierto aticismo en su tocado; pero parece que no ocurrió así. Hasta nuestro tiempo, Anatole France, literato de genealogía parnasiana, conservó y cultivó una barba un poco patriarcal.

Pero todas estas restauraciones de bigotes, barbas y cabelleras fueron parciales, transitorias, interinas. La civilización capitalista no las admitía. Las trataba como tentativas reaccionarias. El desarrollo de la higiene y del positivismo crearon, también, una atmósfera adversa a esas restauraciones. La burguesía sintió una creciente necesidad de exonerarse de bar­bas y cabellos. Los yanquis se rasuraron radicalmente. Y los alemanes no renun­ciaron del todo al bigote, pero, en cam­bio, respetuosos al progreso y a sus le­yes, resolvieron afeitarse, integralmente la cabeza. Se propagó en todo el mundo la guillete. Esta tendencia de la burguesía a la depilación provocó una protesta romántica de muchos, revolucionarios que, para afirmar su oposición al capitalismo, deci­dieron dejarse crecer desmesuradamente la barba y el cabello. Las gloriosas bar­bas de Karl Marx y de León Tolstoy influ­yeron probablemente en esta actitud es­tética, sostenida con su ejemplo por Jean Jaurés y otros leaders de la Revolución. Provienen de esos tiempos, del romanti­cismo capilar de los hombres de la Revo­lución, la peluca lacia del ex-socialista Briand, el tocado aristocrático de Mac Do­nald y la barba áspera y procaz de Turati.

La peluca femenina es el último capí­tulo de este proceso de decadencia del cabello. Las mujeres se cortan los cabellos por las mismas razones históricas que los hombres. Adquieren con retardo este progreso. Pero con retardo han adquirido también otros progresos sustantivos. La civilización occidental, después de haber modificado físicamente al hombre, no podía dejar intacta a la mujer. Es probable que este sea otra aspecto del sino de las culturas. Ya hemos visto cómo la civilización antigua tampoco toleró demasiadas barbas y cabelleras excesivas. Las diosas del Olimpo no llevaban sueltos, ni fluentes, ni largos, los cabellos. El tocado de la Venus de Milo y de todas las otras Venus era, sin duda, el tocado ideal y dilecto de la antigüedad. Alguien observará, malévolamente, que Venus fue una dama poco austera y poco casta. Pero nadie dudará de la honestidad de Juno que, en su tocado, no se diferenciaba de Venus.

La moda occidental ha estilizado, con un gusto cubista y sintetista, el tiaietdei hombre. La silueta del hombre metropolitano es sobria, simple, geométrica como la de un rascacielos. Su estética rechaza, por esto, las barbas y los cabellos boscosos. Apenas si acepta un exiguo y discreto bigote. El estilo de la moda femenina, malgrado algunas fugaces desviaciones, ha seguido la misma dirección. El proceso de la moda ha sido; en suma, un proceso de simplificación del traje y del tocado. El traje se ha hecho cada vez más útil y sumario. Ha sido así que han muerto, para no renacer, las crinolinas, los cangilones, las colas, las frondosidades pretéritas. Todas las tentativas de restauración del estilo rococó han fracasado. La moda femenina se inspira en estéticas más remotas que la estética rococó o la estética barroca. Adopta gustos egipcios o griegos. Tiende a la simplicidad. La peluca nace de esta tendencia. Es un esfuerzo por uniformar totalmente el tocado femenino, el nuevo estilo del traje y de la forma femeninas.

Jorge Simmel, en un original ensayo sostenía la tesis de la arbitrariedad más o menos absoluta de la moda. "Casi nunca —escribía— podemos descubrir una razón material, estética o de otra índole que explique sus creaciones. Así, por ejemplo, prácticamente, se hallan nuestros trajes, en general, adaptados a nuestras necesidades; pero no es posible hallar la menor huella de utilidad en las decisiones con que la moda interviene para darles tal o cual forma»", Me parece que la única arbitrariedad flagrante es, en este caso, la arbitrariedad de la tesis del original filosofo y ensayista alemán. Las creaciones de la moda son inestables y cambiadizas; pero reaparece siempre en ellas una línea duradera, una trama persistente. Contrariamente a lo que aseveraba Jorge Simmel, es posible descubrir una razón material, estética o de otra índole que las explique.

El traje del hombre moderno es una creación utilitaria y práctica. Se sujeta a razones de utilidad y de comodidad, la moda ha adaptado el traje al nuevo género de vida. Sus móviles no han sido desinteresados. No han sido extraños, y mucho menos superiores, a la prosaica realidad humana. Y es por esto, precisamente, que el traje masculino sufre la diatriba y el desdén románticos de muchos artistas. La moda femenina ha tenido un desarrollo más libre de la presión de la realidad. El traje de la mujer puede darse el lujo de ser más ornamental, más decorativo, más arbitrario que el traje del hombre. El hombre ha aceptado la prosa de la vida; la mujer ha preferido generalmente la poesía. Sus modas, por ende, han sacrificado muchas veces la utilidad a la coquetería. Pero, a medida que la mujer se ha vuelto oficinista, electora, política, etc., ha empezado a depender de la misma realidad prosaica que el varón. Este cambio ha tenido que reflejarse en la moda. Una mujer periodista, por ejemplo, no puede usar un traje demasiado mundano y frívolo. Pero no es indispensable que renuncie a la belleza, a la gracia ni a la coquetería. Yo conocí en la Conferencia de Génova a una periodista inglesa que había conseguido combinar y coordinar su traje sastre, sombrero de fieltro y sus gafas de carey con el estilo de su belleza. Ni aun en los instantes en que tomaba notas para su periódico perdía algo de su belleza superior, original rara. No carecía de elegancia. Y era la suya una elegancia personal, nueva, insólita.

Las costumbres, las funciones y los derechos de la mujer moderna codifican inevitablemente su moda y su estética. La peluca, objetivamente considerada, aparece como un fenómeno espontáneo, como un producto lógico de la civilización. A muchas personas la peluca les parece casi un atentado contra la naturaleza. Pero la civilización, no es sino artificio. La civilización es un permanente atentado contra la naturaleza, un continuo esfuerzo por corregirla. Los románticos adversarios de la peluca malgastaron sus energías. La peluca no es una creación fugaz de la moda. Es algo más que una estación de su itinerario. La peluca no conquistará a todo el mundo, pero se aclimatará extensamente en las urbes. Y no será fatal a la belleza ni a la estética. La estética y la belleza son movibles e inestables como la vida. Y, en todo caso, son independientes de la longitud del cabello. La, moda, finalmente, no impondrá a las mujeres transiciones demasiado bruscas. No es probable, por ejemplo, que las mujeres se decidan a rasurarse la cabeza como los alemanes. Las mujeres, después de todo, son más razonables de lo que parece. Y saben ¡que un pozo de pelo será siempre muy decorativo, aunque no sea rigurosamente, necesario.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso de la literatura nacional [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional

I

He formulado recientemente, respondiendo a una encuesta, algunos juicios sobre la literatura nacional que me siento en el deber de precisar y aclarar. Demasiado esquemáticos, demasiado sumarios en el reportaje, esos juicios esbozan apenas mi pensamiento.

Vade la pena volver sobre la cuestión que desborda, evidentemente, los límites de la intención periodística de "Perricholi". El tema, en su esencia, es muy de nuestra época, que es una época de revisión de todos los conceptos fundamentales sobre el pasado. Nos asalta, en diversas formas y no por azar, el deseo de instaurar el proceso de las letras peruanas.

No soy, como ya lo he dicho, competente en la historia de nuestra literatura. Pero no me parece absolutamente necesario, para la interpretación de ésta, una documentada y erudita' versación respecto a sus episodios y personajes secundarios. El protagonista de una época, el signo de una corriente, consiguen fatalmente destacarse y señalarse. Los que no lo consiguen no han sido, realmente, sino una cosa larvada. Su interés puede ser grande para la crónica; pero para la historia es adjetivo. Lo frustrado, lo larvado, puede importar mucho a mi curiosidad personal, no a mis juicios históricos. En la literatura, como en la política, busco el signo. El protagonista, el signo, bastan como puntos de referencia.

II

La literatura de los españoles de la colonia —he escrito— no es peruana; es española. Claro está que por estar escrita en idioma español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, hierofante del culto al virreinato en su literatura, reconoce como crítico que "la época de la colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de la que tomaron solo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilazo, que sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Soldán".

Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son incontestables. Garcilazo, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la colonia. En Garcilazo se dan la mano dos edades, dos esculturas. Pero Garcilazo es más inca que conquistador, más quechua que español. Y en esto reside, principalmente su grandeza.

Luis Alberto Sánchez tiene perfecta razón cuando exalta a Garcilazo. Y no debe hacerlo en su solo nombre; debe hacerlo en el de su generación. Garcilazo renace en todos nosotros porque también nosotros querernos sentirnos más indios que conquistadores. En una época de apogeo del espíritu colonial, el mérito de Garcilazo tenía que parecer menor. Así lo decidía esa ley de que toda valoración está subordinada a su tiempo. En esta época de decadencia del espíritu colonial, le toca a la nueva generación rein- vindicarlo. El hecho de que aparentemente esta reinvindicación haya sido iniciada por Riva Aguero, descendiente y heredero inconfundible de la conquista, no compromete en absoluto su sentido de reivindicación rigurosa e históricamente nuestra.

La nueva valoración de Garcilazo tiene un proceso sentimental y espiritual al cual es extraño todo concepto meramente literario.

III

Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación de la república. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En todo caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura colonial.

Una teoría moderna sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en el tres períodos: un período colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer periodo, un pueblo literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo periodo, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace falta, por el momento, un sistema más amplio.

Este nos sirve muy bien para ordenar nuestro estudio de la literatura del Perú. El ciclo colonial se presenta en este caso muy preciso y muy claro. Nuestra literatura no solo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su subordinación a los residuos espirituales y materiales de la colonia. Don Felipe Pardo, a quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la república y sus instituciones por simple sentimiento aristocrático; las repudiaba, más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira, —asaz mediocre por lo demás— procede de su mal humor de corregidor o de encomendero a quien una revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos y los indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente peruano sino el de un hombre que se siente español en un país conquistado por España para los descendientes de sus capitanes y de sus bachilleres.

Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación "colónida" que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos literatos más liberados de españolismo.

IV

¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la nostalgia de la colonia? No por cierto únicamente el pasadismo individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la mirada del crítico.

La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su subtractum económico y político. En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del virreinato, nada era más natural, por consiguiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del virreinato. Los mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores —precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las cosas por venir— eran capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica; demasiado imperiosa para Ios clientes de la clase latifundista.

En un próximo artículo, continuando este estudio, veremos quienes han sido estos temperamentos de excepción.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira