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El rostro y el alma del Tawantisuyo [Recorte de prensa]

El rostro y el alma del Tawantisuyo

I

En los diversos escritos que componen su reciente libro “De la Vida Incaica”, Luis A. Valcárcel nos ofrece, en trozos tallados distintamente, —leyenda, novela, ensayo— una sola y cabal imagen del Tawantisuyo. El libro de Valcárcel no es un pórtico monolítico. Valcárcel ha labrado amorosamente piedras de diferente porte. Pero luego ha sabido combinarlas y ajustarlas en un bloque único. La técnica de su arquitectura es la misma de los quechuas. ¿Quién dice que se ha perdido el secreto indígena de soldar y juntar las piedras en un monumento granítico? Valcárcel lo guarda en el fondo de su subconciencia, y lo usa con sigilo aborigen en su literatura.

En este libro, en el cual "late una emoción persistente e idéntica, así cuando su prosa es poemática como cuando es crítica, contiene los elementos de una interpretación total del espíritu de la civilización incaica. Valcárcel reconstruye imaginativamente el Tawantinsuyo en una mayestática mole de piedra. Ahí están todos los rostros, todos los perfiles, todos los contornos del Imperio. Valcárcel suprime de su obra el detalle baldío y la esfumatura prolija. Su visión es una síntesis. Y, como en el arte incaico, en su libro, la imagen del Imperio es esquemática y geométrica.

En las páginas del escritor cuzqueño se siente, ante todo, un hondo lirismo indígena. Este lirismo de Valcárcel, en concepto de otros comentaristas, perjudicará tal vez el valor interpretativo de su libro. En concepto mío, no. No solo porque me parece deleznable, artificial y ridícula la tesis de la objetividad de los historiadores, sino, porque considero evidente el lirismo de todas las más geniales reconstrucciones históricas. La historia, en gran proporción, es puro subjetivismo y, en algunos casos, es casi pura poesía. Los sedicentes historiadores objetivos no sirven sino para acopiar pacientemente, expurgando sus amarillos folios e infolios, los datos y los elementos que, más tarde, el genio lírico del reconstructor empleará, o desdeñará, en la 'elaboración de su síntesis, de su épica.

Sobre el pueblo incaico, por ejemplo, los cronistas y sus comentadores han escrito muchas cosas fragmentarias. Pero no nos han dado una verdadera teoría, una completa concepción de la civilización incaica. Y en realidad, ya no nos preocupa demasiado el problema de saber cuántos fueron los incas, ni cuál la esposa predilecta de Huayna Capac, cuyo romance erótico no nos interesa sino muy relativamente. Nos preocupa, más bien, el problema de abarcar íntegramente, a unique sea a costa de secundarios matices, el panorama de la vida quechua. Por esto, los ensayos de interpretación que Valcárcel define y presenta como “algunas captaciones del espíritu que la animó”, poseen un fuerte y noble interés.

Valcárcel, henchido de emoción quechua, parece destinado a escribir el poema del pueblo del sol más que su historia. Su libro no es en ningún instante una crítica. Es siempre una apología. Tiene una constante entonación de canto. Domina su prosa y su pensamiento el afán de poetizar la historia del Tawantisuyo y la vida del indio. Mas esta lírica exaltación logra acercarnos a la íntima verdad indígena mucho más que la gélida crítica del observador ecuánime. Valcárcel interpreta a su pueblo con la misma pasión con que los poetas judíos interpretan al Pueblo del Señor.

II

Si Valcárcel fuese un racionalista y un positivista, de esos que exasperan la ironía de Bernard Shaw, nos hablaría, después de calarse las gruesas gafas del siglo XIX, del animismo y del totemismo indígenas. Su erudita investigación habría sido en ese caso, un sólido aporte al estudio científico de la religión y de los mitos de los antiguos peruanos. Pero entonces Valcárcel no habría escrito, probablemente, “Los Hombres de Piedra”. Ni habría señalado con tan religiosa convicción, como uno de los rasgos esenciales del sentimiento indígena, el franciscanismo del quechua. Y, por consiguiente, su versión del espíritu del Tawantisuyo no sería total.

La teoría del animismo nos enseña que los indios, como otros hombres primitivos, se sentían instintivamente inclinados a atribuir un ánima a las piedras. Esta es, ciertamente, una hipótesis muy respetable de la ciencia contemporánea. Pero la ciencia mata la leyenda, destruye el símbolo. Y, mientras la ciencia, mediante la clasificación del mito de los “hombres de piedra” como un simple caso de animismo, no nos ayuda eficazmente a entender el Tawantisuyo, la leyenda o la poesía nos presentan, cuajado en ese símbolo, su sentimiento cósmico.

Este símbolo está preñado de ricas sugestiones. No solo porque, como dice Valcárcel, ese símbolo expresa que el indio no se siente hecho de barro vil sino de piedra perenne, sino sobre todo porque demuestra que el espíritu de la civilización incaica es un producto de los Andes.

El sentimiento cósmico del indio está íntegramente compuesto de emociones andinas. El paisaje andino explica al indio y explica al Tawantisuyo. La civilización incaica no se desarrolló en la altiplanicie ni en las cumbres. Se desarrolló en los valles templados de la sierra. —Valcárcel, certeramente, lo remarca.— Fue una civilización crecida en el regazo abrupto de los Andes. El Imperio Incaico, visto desde nuestra época, aparece en la lejanía histórica como un monumento granítico. El propio indio tiene algo de la piedra. Su rostro es duro como el de una estatua de basalto. Y, por esto, es también enigmático. El enigma del Tawantisuyo no hay que buscarlo en el indio. Hay que buscarlo en la piedra. En el Tawantisuyo, la vida brota de los Andes.

La ciencia misma, si se le explota un poco, coincide con la poesía respecto a los orígenes remotos del Perú. Según la palabra de la ciencia, el Ande es anterior a la floresta y a la costa. Los aludes andinos han formado la tierra baja. Del Ande han descendido, en seculares avalanchas, las piedras y la arcilla, sobre los cuales fructifican ahora los hombres, las plantas, y las ciudades.

Y la dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa así como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobrevive en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena. Este es el drama del Perú contemporáneo. Drama que nace, como escribí hace poco en un artículo de MUNDIAL, del pecado de la Conquista. Del pecado original, trasmitido a la República, de querer constituir una sociedad y tina economía peruanas “sin el indio y contra el indio”.

III

Pero estas constataciones no deben conducirnos a la misma conclusión que a Valcárcel. En una página de su libro, Valcárcel quiere que repudiemos la corrompida, la decadente civilización occidental. Esta es una conclusión legítima en el libro lírico de un poeta. Me explico, perfectamente, la exaltación de Valcárcel. Puesto en el camino de la alegoría y del símbolo, como medio de entender y de traducir el pasado, es natural pretender, por el mismo camino, la búsqueda del porvenir. Mas, en esta dirección, los hombres realistas tienen que desconfiar un poco de la poesía pura.

Valcárcel va demasiado lejos, como casi siempre que se deja rienda suelta a la imaginación. Ni la civilización occidental está tan agotada y putrefacta como Valcárcel supone. Ni una vez adquirida su experiencia, su técnica y sus ideas, el Perú puede renunciar místicamente a tan válidos y preciosos instrumentos de la potencia humana, para volver, con áspera intransigencia, a sus antiguos mitos agrarios. La Conquista, mala y todo, ha sido un hecho histórico. La República, tal como existe, es otro hecho histórico. Contra los hechos históricos poco o nada pueden las especulaciones abstractas de la inteligencia ni las concepciones puras del espíritu. La historia del Perú no es sino una parcela de la historia humana. En cuatro siglos se ha formado una realidad nueva. La han creado los aluviones de Occidente. Es una realidad débil. Pero es, de todos modos, una realidad. Sería excesivamente romántico decidirse hoy a ignorarla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Revista Amauta en Digital

Esta serie comprende los 32 números de la revista Amauta que fuera fundada y dirigida por José Carlos Mariátegui.

Sociedad Editora Amauta

Waldo Frank en Lima

Contra mi hábito, quiero comenzar este artículo con una nota de intención autobiográfica. Hace más de cuatro años que escribí mi primera presurosa impresión sobre Waldo Frank. No había leído hasta entonces sino dos de sus libros, “Nuestra América” y “Rahab” y algunos artículos. Este eco sudamericano de su obra, no habría sido advertido por Frank sin la mediación acuciosa de un escritor desaparecido: Adalberto Varallanos. Frank recibió en New York con unas líneas de Varallanos el número del “Boletín Bibliográfico de la Universidad” en que se publicó mi artículo y me dirigió cordiales palabras de reconocimiento. Empezó así nuestra relación. De entonces a hoy, los títulos de Frank a mi admiración se han agrandado. He leído con interés excepcional cuanto de él ha llegado a mis manos. Pero lo que más ha aproximado a él es cierta semejanza de trayectoria y de experiencia. La razón íntima, personal, de mi simpatía por Waldo Frank reside en que, en parte, hemos hechos el mismo camino. En este artículo que es, en parte, mi bienvenida, no hablaré de nuestras discrepancias. Su tema más espontáneo y sincero es esta afinidad. Diré de qué modo Waldo Frank es para mí un hermano mayor.
Como él, yo no me sentí americano sino en Europa. Por los caminos de Europa, encontré el país de América que yo había dejado y en el que había vivido casi extraño y ausente. Europa me reveló hasta qué punto pertenecía yo a un mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo me impuso, me esclareció el deber de una tarea americana. Pero de esto, algún tiempo después de mi regreso yo tenía una consciencia clara, una noción nítida. Sabía que Europa me había restituido, cuando parecía haberme conquistado enteramente, al Perú y América; mas no me había detenido a analizar el proceso de esta reintegración. Fue al leer en agosto de 1926 en “Europe” las bellas páginas en que Waldo Frank explicaba la función de su experiencia europea en su descubrimiento del Nuevo Mundo que medité en mi propio caso.
La adolescencia de Waldo Frank transcurrió en New York en una encantada nostalgia de Europa. La madre del futuro escritor amaba la música. Beethoven, Wagner, Schubert, Wolf, etc eran los genios familiares de sus veladas. De esta versión musical del mundo que presentía y amaba, nace tal vez en Frank el gusto de concebir y sentir su obra como una sinfonía. La biblioteca paterna era otra escala de esta evasión. Frank adolescente interrogaba a los filósofos de Alemania y Atenas con más curiosidad que a los poetas de Inglaterra. Cuando, muy joven aún, niño todavía, visitó Europa, todos sus paisajes le eran familiares. La oposición de un hermano mayor frustró su esperanza de estudiar en Heidelberg y lo condenó a los cursos y al clima de Yale. Más tarde, emancipado por el periodismo, Frank encontró, finalmente, en París todo lo que Europa podía ofrecerle. No solo se sintió satisfecho sino colmado. París, “ciudad enorme, llena de gentes dichosas, de árboles y de jardines; ciudad indulgente a todos los humores, a todas las libertades”. Para el periodista norte-americano que cambiaba sus dólares en francos, la vida en París era plácida y confortable. Para el joven artista de cultura cosmopolita, París era la metrópolis refinada donde hallaban satisfacción todas sus aficiones artísticas.
Pero la savia de América estaba intacta en Waldo Frank. A su fuerza creadora, a su equilibrio sentimental, no bastaba el goce fácil de Europa. “Yo era feliz-escribía Frank en esa confesión, en la que estaban ya los motivos de su primera conferencia de Lima-, no era necesario. Me nutría de lo que otros, en el curso de los siglos, habían creado. Vivía en parásito; este es al menos el efecto que yo me hacía”. En esta frase profunda, exacta, terriblemente cierta: “yo no era necesario”, Frank expresa el sentimiento íntimo del emigrado al que Europa no puede retener. El hombre ha menester, para el empleo gozoso de su energía, para alcanzar su plenitud, de sentirse necesario. El americano al que no sean suficientes espiritualmente el refinamiento y la cultura de Europa, se reconocerá, en París, Berlín, Roma, extraño, diverso, inacabado. Cuanto más intensamente posea a Europa, cuanto más sutilmente la asimile, más imperiosamente sentirá su deber, su destino, su vocación de cumplir en el caos, en la germinación del Nuevo Mundo, la faena que los europeos de la Antigüedad, del Medioevo, del Renacimiento, de la Modernidad nos invitan y nos enseñan a realizar. Europa misma rechaza al creador extranjero al disciplinarlo y aleccionarlo para su trabajo. Hoy, decadente y fatigada, es todavía asaz rigurosa para exigir de cada extraño su propia tarea. La hastían las rapsodias de su pensamiento y de su arte. Quiere de nosotros, ante todo, la expresión de nosotros mismos.
De regreso a los veintitres años a New York, Waldo Frank inició, bajo el influjo fecundo de estas experiencias, su verdadera obra. “De todo corazón -dice. Me entregué a la tarea de hacerme un sitio en un mundo que parecía marchar muy bien sin mi”. Cuando, años después, tornó a Europa, ya América había nacido en él. Era ya bastante fuerte para las audaces jornadas de su viaje de España. Europa saludaba en él al autor de “Nuestra América”, al poeta de “Salvos”, al novelista de “Rahab”, “City Block”, etc. Estaba enamorado de una empresa difícil, pensando en la cual exclamaba con magnífico entusiasmo: “¡Podemos fracasar, pero tal vez acertaremos!”. Al embarcarse para New York, Europa quedaba esta vez detrás de él”.
No es posible entender todo el valor de esta experiencia, sino al que, parcial o totalmente, la ha hecho. Europa para el americano, -como para el asiático- no es solo un peligro de desnacionalización y de desarraigamiento; es también la mejor posibilidad de recuperación y descubrimiento del propio mundo y del propio destino. El emigrado no es siempre un posible “deraciné”. Por mucho tiempo, el descubrimiento del Nuevo Mundo es un viaje para el cual habrá que partir de un puerto del Viejo continente. Waldo Frank tiene el impulso, la vitalidad del norte-americano; pero en Europa ha hecho, como lo digo de mi mismo en el prefacio de mi libro sobre el Perú, su mejor aprendizaje. Su sensibilidad, su cultura, no serían tan refinadamente modernas si no fuesen europeas. ¿Acaso Walt Withman y Edgard Poe no era más comprendidos en París que en New York, cuando Frank se preguntaba, en su juventud, quienes eran los “representative men” de Estados Unidos? El unanimismo francés frecuentaba amorosamente la escuela de Walt Withman, en una época en que Norte-América tenía aún que ganar, que conquistar a su gran poeta.
En la formación de Frank, mi experiencia me ayuda a apreciar un elemento: su estación de periodista. El periodismo puede ser un saludable entrenamiento para el pensador y el artista. Ya ha dicho alguien que más de uno de esos novelistas o poetas, que miran al escritor de periódicos con la misma fatuidad con que el teatro miraba antes al cine, negándole calidad artística, fracasarían lamentablemente en un reportaje. Para un artista que sepa emanciparse de él a tiempo, el periodismo es un estadio y un laboratorio, en el que desarrollará facultades críticas que, de otra suerte, permanecerían tal vez embotadas. El periodismo es una prueba de velocidad. Terminaré esta impresión desordenada y subjetiva, con una interrogación de periodista: ¿Del mismo modo que solo un judío, Disraelí llegó a sentir en toda su magnificencia, con lujo y fantasía de oriental, el rol imperial de Inglaterra, en la época victoriana, no estará reservada a un judío, antes que a un puritano, la ambiciosa empresa de formular la esperanza y el ideal de América, en esta edad cosmopolita?
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira