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Mussolini y el fascismo

Mussolini y el fascismo

La querella italo-greca coloca, en primer término, en el escenario mundial la figura del condottiere del fascismo. Benito Mussolini es el personaje de actualidad. Ante Grecia no se yergue Italia; se yergue, más bien, Mussolini. Presenciamos el primer gesto fascista de la política exterior de Italia. El fascismo es esencialmente marcial, nacionalista, conquistador y guerrero. Su actitud frente a Grecia es coherente con su espíritu y su psicología.

Fascismo y Mussolini son dos palabras consustanciales y solidarias. Mussolini es el anima­dor, el líder, el "duce" máximo del fascismo. El fascismo es la plataforma, la tribuna y el carro de Mussolini. Para explicarnos una parte del actual episodio de la crisis europea, recorramos rápidamente la historia de los "fasci" y de su caudillo.

Mussolini como es sabido, es un político de procedencia socialista. No tuvo dentro del socialismo una posición centrista ni templada sino una posición extremista e incandescente. Tuvo un rol consonante con su temperamento. Porque Musso­lini es, espiritual y orgánicamente, un extremista. Su puesto está en la extrema izquierda o en la extrema derecha. De 1910 a 1914 fue uno de los líderes de la izquierda socialista. En 1912 dirigió la expulsión del hogar socialista de cuatro di­putados partidarios de la colaboración ministerial: Bonomi, Bissolati, Cabrini y Podrecca. Y ocupó entonces la dirección del "Avanti". Vinie­ron 1914 y la Guerra. El socialismo italiano re­clamó la neutralidad de Italia. Mussolini, inva­riablemente inquieto y beligerante, se rebeló contra el pacifismo de sus correligionarios. Pro­pugnó la intervención de Italia en la guerra. Dio, inicialmente, a su intervencionismo un punto de vista revolucionario. Sostuvo que extender y exasperar la guerra era apresurar la revolución social. Pero, en realidad, en su intervencionismo latía su psicología guerrera que no podía avenirse con una actitud tolstoyana y pasiva de neutralidad. En noviembre de 1914, Mussolini abandonó la dirección del "Avanti" y fundó en Milán "Il Popolo d'Italia" para preconizar el ata­que a Austria. Italia se unió a la Entente. Y Mussolini, propagandista de la intervención, fue también un soldado de la intervención.

Llegaron la victoria, el armisticio, la desmovilización. Y, con estas cosas, llegó un período de desocupación para los intervencionistas. D’Annunzio, nostálgico de gesta y de epopeya, acometió la aventura de Fiume. Mussolini creó los "fasci di combatimento": haces o fajos de combatientes. Pero en Italia el instante era revolucionario y socialista. Para Italia la guerra había sido un mal negocio. La Entente le había asignado una magra participación en el botín. Olvidadiza de la contribución de las armas italianas a la victoria, le había regateado tercamente la posesión de Fiume. Italia, en suma, había salido de la guerra con una sensación de descontento y de desencanto. Se realizaron, bajo esta influencia, las elecciones. Y los socialistas conquistaron 155 puestos en el parlamento. Mussolini, candidato por Milán, fué estruendosamente batido por los votos socialistas.

Pero esos sentimientos de decepción y de depresión nacionales eran propicios a una violenta reacción nacionalista. La clase media es peculiarmente accesible a los más exaltados mitos patrióticos. Y la clase media italiana, además, se sentía distante y adversaria de la clase proletaria socialista. No le perdonaba su neutralismo. No le perdonaba los altos salarios, los subsidios del Estado, las leyes sociales que durante la guerra y después de ella había conseguido del miedo a la revolución. La clase media se dolía y sufría de que el proletariado, neutralista y hasta derrotista, resultase usufructuario, de una guerra que no había querido. Y cuyos resultados desvalorizaba, empequeñecía y desdeñaba. Estos malos humores de la clase media encontraron un hogar en el fascismo. Mussolini atrajo así la clase media a sus "fasci di combatimento".

Figuraba entonces en el elenco fascista un elemento que los "fasci" no pudieron conservar: el poeta Marinetti, creador del futurismo, que, a propósito de la guerra tripolitana, había soñado megalómana y poéticamente con un neo-imperialismo romano. Algunos disidentes del socialismo y del sindicalismo se enrolaron también en los "fasci" aportándoles su experiencia y su destreza en la organización y captación de masas. No era todavía el fascismo una secta programática y conscientemente reaccionaria y conservadora. El fascismo, antes bien, se creía revolucionario. Su propaganda tenía matices subversivos y demagógicos. El fascismo, por ejemplo, ululaba contra los nuevos ricos. Sus principios —tendencialmente republicanos y anti-clericales— estaban impregnados del confusionismo mental? de la clase media que, instintivamente descontenta y disgustada de la burguesía, es vagamente hostil al proletariado. Los socialistas italianos cometieron el error de no usar sagaces armas políticas para modificar la actitud espiritual de la clase media. Más aún. Acentuaron la enemistad entre el proletariado y la "piccola borghesia", desdeñosamente tratada y motejada por algunos hieráticos teóricos de la ortodoxia revolucionaria.

Italia entró en un periodo de guerra civil. Austada por las "chances" de la revolución, la burguesía armó, abasteció y estimuló solícitamente al fascismo. Y lo empujó a la persecución truculenta del socialismo, a la destrucción de los sindicatos y cooperativas revolucionarias, al quebrantamiento de huelgas e insurrecciones. El fascismo se convirtió así en una milicia numerosa y aguerrida. Acabó por ser más fuerte que el Estado mismo. Y entonces reclamó el poder. Las brigadas fascistas conquistaron Roma. Mussolini, en "camisa negra", ascendió al gobierno, constriñó a la mayoría del parlamento a obedecerle, inauguró un régimen y una era fascista.

Acerca de Mussolini se ha hecho mucha novela y poca historia. A causa de su beligerancia política, casi no es posible una definición objetiva y nítida de su personalidad y de su figura. Unas definiciones son ditirámbicas y cortesanas; otras definiciones son agresivas y panfletarias. A Mussolini se le conoce, episódicamente, a través de anécdotas e instantáneas. Se dice, por ejemplo, que Mussolini es el artífice de fascismo. Se cree que Mussolini ha "hecho" el fascismo. Ahora bien. Mussolini! es un agitador avezado, un organizador experto, un tipo vertiginosamente activo. Su actividad, su dinamismo, su tensión influyeron vastamente en el desarrollo del fenómeno fascista. Mussolini, durante la campaña fascista, hablaba un mismo día en tres o cuatro ciudades. Usaba el aeroplano para saltar de Roma a Pisa, de Pisa a Boloña, de Boloña a Milán. Mussolini es un tipo volitivo, dinámico, verboso, italianísimo, singularmente dotado para agitar masas y excitar muchedumbres. Y fue el organizador, el animador, el condottiere del fascismo. Pero no fue su creador, no fue su artífice. Extrajo de un estado de ánimo un movimiento político; pero no modeló este movimiento a su imagen y semejanza. Mussolini no dió un espíritu, un programa, al fascismo. Al contrario, el fascismo dio su espíritu a Mussolini. Su consustanciación, su identificación ideológica con los fascistas, obligó a Mussolini a exonerarse, a purgarse de sus últimos residuos socialistas. Mussolini necesitó asimilar, absorver el antisocialismo, el chauvinismo de la clase media para encuadrar y organizar a esta en las filas de los "fasci di combatimento". Y tuvo que definir su política como una política reaccionaria, anti-socialista, contrarevolucionaría. El caso de Mussolini se distingue en esto del caso de Millerand, de Bonomi, de Briand y de otros ex-socialistas. Millerand, Bonomi, Briand, no se han visto nunca forzados a romper explícitamente con su origen socialista. Se han atribuido antes bien, un socialismo mínimo, un socialismo homeopático. Mussolini, en cambio, ha llegado a decir que se ruboriza de su pasado socialista como se ruboriza un hombre maduro de sus cartas de amor de adolescente. Y ha saltado del colectivismo más extremo al individualismo más extremo. No ha atenuado, no ha reducido su socialismo; lo ha abandonado total e integralmente. Sus rumbos económicos, por ejemplo, son adversos hasta a toda política de intervencionismo, de estadismo, de fiscalismo. No aceptan el tipo transaccional de Estado capitalista y empresario: tienden a restaurar el tipo clásico de Estado recaudador y gendarme. Sus puntos de vista de hoy son diametralmente opuestos a sus puntos de vista de ayer. Mussolini, sin embargo, era un convencido ayer como es un convencido hoy. ¿Cuál ha sido el mecanismo y el proceso de su conversión de una doctrina a otra? No se trata de un fenómeno cerebral; se trata de un fenómeno cordial. El motor de este cambio de actitud ideológica no ha sido la idea; ha sido el sentimiento. Mussolini no se ha desembarazado de su socialismo, intelectual ni conceptualmente. El socialismo no era en él un concepto sino una emoción, del mismo modo que el fascismo tampoco es en él un concepto sino también una emoción. Observemos un dato psicológico y fisonómico: Mussolini no ha sido nunca un cerebral, sino más bien un sentimental. En la política, en la prensa, no ha sido un teórico ni un filósofo sino un retórico y un conductor. Su lenguaje no ha sido programático, principista, ni científico, sino pasional, sentimental. Los más flacos discursos de Mussolini han sido aquellos en que ha intentado definir la filiación, la ideología del fascismo. El programa del fascismo es confuso, contradictorio, heterogéneo: contiene mezclados "péle-méle", conceptos liberales y conceptos sindicalistas. Mejor dicho, Mussolini no le ha dictado al fascismo un verdadero programa; le ha dictado un plan de acción.

Mussolini ha pasado del socialismo al fascismo, de la revolución a la reacción, por una vía sentimental, no por una vía conceptual. Todas las apostasías históricas han sido, probablemente, un fenómeno espiritual. Mussolini, extremista de la revolución ayer, extremista de la reacción hoy, nos recuerda a Juliano. Como este Emperador, personaje de Ibsen y de Mjerowskovsky, Mussolini es acaso un sér inquieto, teatral, alucinado, supersticioso y misterioso que se ha sentido elegido por el Destino para decretar la persecución de su dios nuevo y reponer en su retablo los moribundos dioses antiguos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El paisaje italiano [Recorte de Prensa]

El paisaje italiano

Yo soy un hombre que ha querido ver Italia sin literatura. Con sus propios ojos y sin la lente ambigua y capciosa de la erudición. Esto no es fácil. Hace falta, ante todo, no visitar ni observar Italia en turista. El turista arriba a Italia nutrido de leyenda. Las “impresiones de viaje” de los turistas literatos son la matriz de sus posibles impresiones personales. Por consiguiente, el turista pasa por Italia sin llevarse una sola emoción original. Antes de visitar Italia, la historia, la poesía, la novela, la pintura y la música han abastecido su espíritu de toda suerte de emociones italianas. No le han dejado capacidad ni ganas de emociones directas.

Entre el turista e Italia se interponen la historia y la literatura. La historia y la literatura se comportan como dos enemigos capitales de Italia. Son mucho peores que los “ciderones". Porque equivalen a una banda de cicerones metida en el alma y la matata del turista.

El exceso de gloria, el (exceso de inmortalidad, el exceso de pasado, envejecen a Italia. En Italia a fuerza de ser famoso todo parece viejo. Asi las cosas que se envejecen en todas partes como las cosas que no se envejecen en ninguna. Italia está llena de reliquias. Ya no se distingue la reliquia de la no-reliquia En Italia le cuesta a uno trabajo creer que los automóviles de la FIAT y los figurines de la Rinascente no sean también una reliquia. La historia y la literatura pesan sobre todas las cosas. Tanto que con un poco menos de gloria Italia sería evidentemente un país más bello y más amable.

La historia y la literatura amortajan a Italia. La envuelven en espesos tejidos. La tornan casi inasequible a toda exploración, a toda curiosidad. Para conocer a Italia, desnuda, viviente, hay que desvestirla de historia y de literatura. Los libros han creado una Italia clásica, una Italia oficial, una Italia académica. Y, poco a poco, esta Italia artificial ha reemplazado en el sentimiento de los hombres, a la Italia verdadera. Pirandello diría, sin duda, que la realidad de la Italia artificial es mayor que la realidad de la Italia verdadera.

El pasado sojuzga la pintura, la música y la poesía de la Italia contemporánea. El arte antiguo aplasta con su volumen y entraba con su sugestión al arte moderno de Italia. En el movimiento futurista, a pesar de su artificiosa expresión, yo reconozco, por eso, un gesto espontáneo del genio de Italia. Los iconoclastas que se proponían estrepitosamente, limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables, estaban movidos, en el fondo, por un profundo amor a Italia. Yo percibo en su sentimiento algo de mi propio sentimiento. Siento y pienso, también, muchas veces, que en Italia están demás tanta gloria, tanta leyenda y tanta arqueología.

II

El paisaje italiano es un poco teatral. Es, fundamentalmente, un paisaje espectacular. Un paisaje cualquiera da en Italia, una sensación de escenario más bien que de paisaje. Todo en él —mar, cielo, montaña, valle, árboles— todo me parece escenográfico. Todo tiene algo de “mise en scene”.

No solo el paisaje italiano es un paisaje teatral. El pueblo italiano es, igualmente, un pueblo teatral. Sin duda, son teatrales los hombres porque es teatral también la naturaleza. (Convierte rectificar o ampliar así el lugar común que declara a Italia el jardín de Europa: Italia es el jardín y el teatro de Europa). El italiano es un ser de teatralidad innata. Teatraliza la pasión, teatraliza el pensamiento, teatraliza el arte. Muestra en su existencia la preocupación constante de la “pose” y del gesto. Su más constante y esencial deseo es el de “far bella figura”. El deseo de “far bella- figura” lo puede mover en cualquiera momento al heroísmo y al crimen. D'Annunzio, por ejemplo, aparece corno un italiano representativo. Su retórica, su clasicismo, son los timbres más auténticos de su italianidad. Mas lo es, idénticamente, su histrionismo. D’Annunzio, gran poeta y gran histrión, merece ser clasificado como un producto genuino del suelo de la raza italiana. Pero D'Annnunzio no es sino un espécimen de una estirpe innumerable. El arte italiano se caracteriza, en conjunto, por su espíritu teatral. En Miguel Angel, esta teatralidad se sublima. En Veronese, en Bernini, tiene menor elevación, más grandilocuencia. Es la nota persistente del Renacimiento y de sus escuelas. Sandro Boticcelli, Pier della Francesca, Antonello da Messina y muchos otros artistas italianos, exquisitamente líricos, hondamente subjetivos, no pueden ser olvidados, no pueden ser ignorados. Pero la obra de estos artistas no es la que caracteriza y representa el arte italiano. Malgrado Sandro Boticcelli, Antonello da Messina, Pier della Francesca, etc., el arte italiano es teatral. Y, lo mismo que el arte, el pueblo y el paisaje son en Italia teatrales.

Mas yo no atribuyo esta teatralidad a la raza ni al suelo. No creo que esta teatralidad sea antigua como Italia. No. Yo veo también aquí una consecuencia de la gloria de Italia. Este pueblo es teatral porque no en vano juega desde hace tres mil años un gigantesco rol histórico. Porque no en vano desde hace tres mil años es un gran actor de la historia humana. En treinta siglos de declamación histórica ha adquirido, necesariamente, un gusto dramático y un ademán grandilocuente. Y este trabajo de adaptación, que de cada hombre ha hecho un agonista, de cada paisaje ha hecho un escenario. Cada paisaje es un proscenio. Y las puestas de sol, verbigracia, se han habituado, por esto, a esa solemnidad ligeramente melancólica de las puestas de sol de los telones de fondo y de las tarjetas postales.

Una ciudad italiana es un museo de reliquias. Un paisaje italiano es un museo de recuerdos. A ningún nombre geográfico no está asociado algún gran recuerda, alguna gorda efemérides. Sobre cada fragmento de tierra se amontonan muchos siglos de historia y muchas toneladas de literatura. No hay en toda Italia un solo rico virgen. No hay un solo pedazo de cielo o de tierra que tenga la fortuna de no ser ilustre. Yo, por lo menos, lo he buscado en balde. En una venta rústica de Pavia, donde medraban gansos y pollos y donde me detuve un día, camino de la Cartuja, a almorzar gustosa y parvamente, merodeaba, de un modo demasiado ostensible, la sombra de Francisco I. En la villa de Frascati, donde una primavera me reposé de mis andanzas, en una estancia con frescos de la escuela del Dominicchino duraba el recuerdo de la visita, de un príncipe Borhese o de un cardenal Ludovisi. En el parque de la villa, bajo los olivos, en el sitio donde yo gustaba de leer a Francis Jammés o a Pascoli, ¿quién podía garantizarme que no hubiese discurrido, siglos atrás, Marco Tulio Cicerón? Las ruinas de Túsculum, donde moró el gran retor, no estaban distantes. En cualquier vieja hostería romana el turista no puede estar seguro de que no hayan bebido los vinos del Latium Montaigne, Sthendal, Goethe o, al menos, Chateaubriand. Los más recónditos rincones de les Abruzos están inmortalizados por las novelas y las tragedias de D’Annunzio. Y no existe en la ribera del Lago de Como un palmo de terreno que, en el más modesto de los casos, no haya sido, por ejemplo el escenario de una novela de Fogazzaro.

Y sobre esta tierra ilustre la civilización moderna deposita, metódicamente, nuevos aluviones. Sobre una anécdota antigua superpone una anécdota moderna. Italia recibe, todos tos días, algún personaje famoso, procedente de alguna próxima a lejana parte del mundo, que desea vivir en sueño italiano un capitulo de su novela. No faltan nunca una princesa Mary y un vizconde de Lascelles que resuelvan anidar su luna de miel en una villa de Fiesole o de Sorrento. Hasta las prosaicas conferencias internacionales suelen elegir para sus debates un palacio de Génova, de dan Remo, de Rapallo, de Pallanza o de Porto Rossa. Seguramente, todos los personajes de la historia contemporánea han sido huéspedes de Italia. Si un collado latino no ha sido cantado en un verso de Horacio, es ciertamente porque estaba reservado para estimular una meditación de Goethe. O porque el destino lo tenía elegido para sugerir una idea a Taine o una neta a Palestrina. Su imagen, probablemente, decora un museo de París o de Munich. La ha amado Corot. Boeckling la ha fijado m un croquis.

Para amar un paisaje italiano, para sentir íntegra y originalmente su belleza, yo he necesitado aislarme un poco de su gloria. He necesitado olvidarme un poco de su celebridad excesiva. De otra suerte no he podido comprenderlo, no he podido amarlo. Lo he encontrado pedante, clásico, académico como un profesor de Humanidades. Lo he sentido demasiado ilustre, demasiado glorioso.

III

Un paisaje virgen —del Amazonas o de la Polinesia— es como un cafre o como un jibaro. Es un paisaje sin civilización, sin historia, sin literatura. Es un paisaje desnudo y sin taparrabo. Es un paisaje plenamente primitivo. Un paisaje ilustre es, en cambio, como un hombre de nuestro siglo. Llega hasta su intimidad el álito urbano. Está abrumado de tradición, de cultura, de filosofía. Es un paisaje con frac, con monóculo y hasta con un poco dio neurastenia. El paisaje bárbaro no tiene vestigios de civilizaciones pasadas, ni huellas de acaecimientos históricos, ni recuerdos de personajes magnos. Nada que lo complique, nada que lo envejezca, nada que lo deforme. Nada que impida poseerlo, conocerlo, gozarlo, sin aprorismo, sin perjuicio, desde el primer contacto. Los hombres de este siglo preferiríamos, sin embargo, por mucho tiempo un tipo de paisaje menos hirsuto y menos desnudo. Y, mientras nos duren estos gustos, el paisaje italiano, tendrá derecho a nuestra predilección. Lo único que puede cambiar, por ahora, es la manera de sabotearlo. A mi juicio, las salsas turísticas echan a perder un poco su sazón natural. Pero me parece honrado declarar que la salsa Baedecker es, para un turista burgués y prudente, la más digestiva.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira