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Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis del régimen monárquico en España. Otra vez Tardieu

La crisis del régimen monárquico en España
La tendencia antimonárquica del movimiento antidictatorial en España, que desde la caída de Primo de Rivera, antes de que los líderes de la heterogénea oposición tuvieran tiempo de pronunciarse sobre el cambio operado con la constitución del gabinete Berenguer, era fácil indicar como el rasgo dominante de la nueva situación, no ha tardado mucho en alarmar a los sucesores del Marqués de Estella hasta el punto de obligarlos a una censura tan rígida, a una interdicción tan sistemática de toda manifestación pública del pensamiento de los partidos y los caudillos como las que rigieron durante el gobierno fracasado.
Berenguer insiste, naturalmente, en que su misión es el restablecimiento de la legalidad y la realización, dentro de un ambiente de libertad, de las elecciones con que se retornará al régimen constitucional. Pero, actualmente, está prohibida toda propaganda, con el pretexto de que en las presentes circunstancias puede [comprometer la tranquilidad pública].
El discurso de Sánchez Guerra ha revelado a todos la gravedad de la crisis del régimen monárquico. Berenguer cuidó primero de retardar estas declaraciones, con la esperanza de que los mensajeros y abogados del Rey disuadieran al líder conservador del propósito de plantear de nuevo la cuestión de las responsabilidades de la monarquía. Pero Sánchez Guerra ha querido ser coherente con su actitud frente a la dictadura de Primo de Rivera.
Que un jefe conservador, con larga foja de servicios a la monarquía, afirme que no es posible ya servir al Rey y que no es contestable el derecho ni la capacidad del pueblo español para reemplazar la monarquía por la república, no puede sino ser un signo del descrédito y de la descomposición irremediables del régimen monárquico. Sánchez Guerra no podía decir más. No le toca hacer la apología del sistema republicano ni la crítica del monárquico. Es un político del viejo régimen, un hombre de orden, un antiguo presidente del consejo, conservador y constitucional ortodoxo, que toma posición contra el Rey por razones contingentes, accidentales, no por consideraciones de principio ni de programa. El Rey Alfonso XIII ha faltado al pacto de la monarquía con el pueblo español. Un político leal a la constitución y al orden, no puede prestarse a la componenda de una política de “borrón y cuenta nueva”. Esta es la posición de Sánchez Guerra. Sería absurdo pedirle veleidades republicanas y socialistas. Sánchez Guerra no se convierte tardíamente al republicanismo, por decepción respecto a la monarquía, ni por abandono de sus ideas conservadores y constitucionales. Su causa sigue siendo la de la constitución y el orden. Está contra el Rey porque el Rey es culpable de haberlas traicionado.
No es de excluir la posibilidad de que sedicentes liberales o reformistas prefieran una actitud más conciliadora o equívoca. Del Conde de Romanones, que ha dicho ya sin embargo que la salvación de la monarquía está en un parlamentarismo de tipo inglés, cabe esperar todas las ambigüedades. El retorno a una censura cerrada, después de la emoción producida por las declaraciones de Sánchez Guerra, nos ha impedido conocer lo que piensa Melquiades Álvarez, a quien la actual crisis ofrece la oportunidad de reintegrarse a adoptar la fórmula reformista.
Pero la posición de Sánchez Guerra tendrá, necesariamente, entre otras consecuencias, la de excitar y animar a los otros líderes a acentuar el tono de sus reivindicaciones. Quedarán en deplorable ridículo todos los liberales, reformistas y republicanos que se muestren menos liberales, reformistas y republicanos que el viejo jefe conservador.
La tarea fundamental de Berenguer, como lo apunté desde primer comentario sobre la crisis española, no es por supuesto el restablecimiento de la legalidad sino el salvamento de la monarquía. Su programa es el regreso a la Constitución porque se piensa que este es el mejor medio de salvar al régimen. Pero si en los preliminares del período eleccionario, se comprueba que la restauración de la legalidad, significa una peligrosa restauración del derecho de crítica, reunión, tribuna, etc., que no conducirá al juzgamiento de las responsabilidades de la monarquía, el intermezzo Berenguer procederá y preparará simplemente un nuevo golpe de Estado. Ya se anuncia la amenaza de un pronunciamiento reaccionario de los jefes militares de Barcelona. Se organiza un frente único monárquico, al cual la interdicción temporal de reuniones públicas no impedirá una teatral parada, protegida por la policía de Berenguer. Con el nombre de juventud monárquica, se moviliza una guardia blanca, con carta blanca para vapulear en las calles a los que se expresen irrespetuosamente sobre el Rey y las instituciones. Todo esto no constituye sino una vasta preparación fascista. Alfonso XIII está más propenso que nunca a jugar la carta del absolutismo. ¿Se dejarán sorprender las fuerzas antidictatoriales por un nuevo golpe de Estado? Esta es la incógnita de la hora presente.

Otra vez Tardieu
Con el apoyo individual de algunos radicales-socialistas, André Tardieu ha constituido su segundo ministerio. El partido radical-socialista, después del fracaso de la tentativa de Chautemp, rehusó entrar en el gabinete de concentración, propuesto por Tardieu al recibir del Presidente de la República el encargo de organizar el gobierno. Tadieu se verá obligado a acentuar el carácter poincarista de su programa, para obtener los votos de mayoría que consentirán a su ministerio vivir hasta el inevitable choque con otro escollo parlamentario.
La interinidad de este gobierno aparece evidente a los observadores. La mayoría de Tardieu no es hoy mayor que ayer. La tendencia de una parte de la burguesía francesa a retornar a la fórmula democrática, para resistir mejor a las masas, se acentúa, en tanto, poco a poco. Este proceso no tardará en reflejarse en el curso del debate parlamentario.
La defección de algunos radicales-socialistas no asegura a Tardieu la estabilidad. Destiñe, en cambio, su programa como programa derechista. Pese al fracaso de Chautemps, los bonos de la derecha están en baja en Francia. Las elecciones, si a ellas se acude a breve plazo, no darán a Tardieu una mayoría derechista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Miguel de Unamuno, 28/11/1926

Hendaya, 28 de noviembre de 1926
Sr. D. José Carlos Mariátegui
Lima
He recibido y leído, mi buen amigo ––creo poder desde luego llamarle así, y es un consuelo–– los dos primeros números de Amauta. Ante todo, y para despacharlo pronto, lo que individual y también personalmente, a mí se refiere. A Juan Parra del Riego las gracias por la Marcha que me dedica. Y en nombre de mi pobre España, que es ––lo sé–– la de ustedes. Y cuando él me viene gritando “¡alegría!”––no la hay más honda que la nacida de las entrañas de la desesperación honrada–– y recordando a Don Quijote y al padre–padre, sí, y no sólo Hijo–Jesús, preparo una nueva acción escrita ––no quiero llamarla libro— sobre el misterio cristiano de Don Quijote. A usted, por lo que dice de mi L’agonie du christianisme ¿qué le he de decir? No es cosa de que nos pongamos a discutir. Acabaríamos en que ambos tenemos verdad, que es mucho mejor que tener razón. Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor (Y vea usted como estos dos términos, profesor y profeta, latino el uno y el otro griego, que etimológicamente son parientes, han venido a significar cosas tan distintas y hasta opuestas. Mucho de mi vida íntima ha sido una lucha contra el oficio oficial, contra la profesorería académica) ¡Qué bien está lo de César Falcón sobre la dictadura española! ¡Qué justo, qué preciso, qué claro, qué concreto! Esa es la verdad. Pero más que dictadura, tiranía y tiranía pretoriana, que es la peor. Más aún así y todo, con tiranía, no ya dictadura, volvería yo a mi patria si los tiranuelos fueran personas honradas, que no lo son. El primero de ellos, el M. Anido —pues el trío es: M. Anido = Borbón Habsburgo = Primo de Rivera y en este orden; Primo el pelele que tapa a los otros que le tiran de los hilos— es un loco, pero con locura moral ––o inmoral si se quiere. Y lo que quiero hacer constar que en mi caso ––porque constituyo un caso— no se trata de pleito individual, que como a individuo aislado me toque, sino de algo personal y la persona es lo representativo y social, lo humano común. Al defenderme atacando, defiendo el alma eterna y universal de mi pueblo; a toda una iglesia civil libre. Ni me importa que alguien encuentre ridícula mi posición. Aprendí en mi Señor Don Quijote lo que vale la pasión de la risa y que no se pierde ni el dar al aire zapatetas en camisa o medio desnudo.
Lo que está agonizando en España viene de lejos. Con la muerte del príncipe Don Juan ––¡en Salamanca!–– único hijo varón de los Reyes Católicos, a fines del siglo XV, cuando se descubrió América, desapareció la posibilidad de una dinastía española, indígena, castellano-aragonesa. Carlos I. ––V. de Alemania— hijo del Hermoso de Borgoña, un Habsburgo, y de la Loca de Castilla, llegó a ésta sin saber apenas castellano, rodeado de flamencos, y trayendo la política habsburgiana, la hegemonía de la Casa de Austria en Europa y la Contra— Reforma. La América, que se acababa de descubrir, no era sino una mina de donde sacar recursos, oro, ya que no hombres para esa fatídica política. Y así de espaldas a América ––y a África–– vertióse la sangre española en Italia, Francia, Países Bajos por asegurar la hegemonía habsburgiana y contra los reformados. Y así siguieron los Felipe II, III y IV y Carlos II, que nunca se españolizaron. Y le siguieron los Borbones, tan extranjeros en España como los Austrias. Y hoy sufrimos a un Borbón-Habsburgo, más Habsburgo que Borbón y tan Carlos II como Fernando VII. ¿Y el pueblo?— se dirá. Mi amor a la verdad, que es la justicia, y en mi amor a la verdad, mi amor casi desesperado a mi pueblo me obliga a confesar, a profesar ––pero como profeta y no como profesor–– que el pueblo fue seducido y arrastrado por Habsburgos y Borbones y que se le hizo creer que continuaba la cruzada de la reconquista. Y lo digo por patriotismo, por aquel ardiente y desesperado patriotismo que a mi inolvidable Guerra Junqueiro, le hizo al final de su magnífico evangelio Patria crucificar al pueblo portugués con este inri: “Portugal, rey de Oriente”. Sí, la terrible envidia frailuna y castrense ––conventos y cuarteles son ciénagas de envidia misológica–– la que creó la Inquisición es la que alentaba en no pocos conquistadores, más sanson-carrasqueños que quijotescos. Sí, sí, mi pueblo, el pueblo de mis entrañas, tiene que expiar sus pecados. No ha sabido resistir a esa infame cruzada de Marruecos y al “¡guerra, guerra al infiel marroquí!”. Y por fin le han puesto encima, como enseña de baldón, ese Primo de Rivera, que por terrible contraste se llama.. . Pero no, en la escuela le conocían por Miguelón, luego Miguelito, ¿mas Miguel? Miguel, ¡no! Porque vea usted; Miguel es uno de los tres o cuatro nombres cristianos que tienen por patrono no a hombre que fue de carne y hueso, sino a espíritu puro; Miguel es nombre arcangélico. Y luego, vea los cuatro Migueles de la España eterna y universal: Miguel de Cervantes, soldado, que vuelto manco en Lepanto, de su manquera sacó a Don Quijote, como Iñigo de Loyola, soldado, vuelto cojo en Pamplona, de su cojera sacó la Compañía de Jesús. Miguel de Legazpi, escribano vasco ––¡de los míos!–– en Méjico, que con la pluma, sin derramar una gota de sangre, políticamente, ganó para la corona de los Habsburgos de España las Islas Filipinas, esas islas en que siglos después, en tiempos de D. Fernando Primo de Rivera, primer marqués de Estrella y grandísimo ladrón, su sobrino Miguelón ––Miguelito–– que le heredó marquesado y ladronería intervino en el pacto de Biacuabató. Y a propósito el crimen mayor de la España de la Regencia y de la Regencia habsburgiana de España, fue el asesinato del noble Rizal, el indio, y espero que un día el pueblo español contrito haga elevar por suscripción en Manila un monumento expiatorio a la memoria de Rizal como los calvinistas han hecho elevar en Ginebra uno a la memoria de Miguel Servet. Nuestro tercer Miguel, mártir de la libertad de conciencia, a quien Calvino, al hacerlo quemar, le ahorró el que acaso hubiera sido quemado, si lo cogen, por sus compatriotas. Y el cuarto, Miguel de Molinos, héroe también de la pluma, como los otros tres, el que enseñó la doctrina de auto–disciplina, de heroica obediencia a sí misma, de vigoroso individualismo anti-jesuítico. Y junto a Cervantes, Legazpi, Servet y Molinos, ¿le vamos a llamar Miguel a ese fantoche hueco? ¡claro que no, hombre! Mas sus días de tapar la tiranía están contados. El muy mentecato no hace sino pedir merced. Entrevé todo lo perverso de su fatuidad. Y detrás de él tiembla su Maese Pedro; su amo, el que le maneja, ese tenebroso M. Anido, símbolo de la barbarie jesuítico-pretoriana. Y también tiembla, no sé porqué, esa cuitada burguesía que por miedo cerval al incendio bolchevique ––¡el espantajo!–– ha entregado su casa y sus bienes a los bomberos para que se la desvalijen y destrocen.
Pero basta, que el seguir esto sería el cuento de nunca acabar. Gracias, amigo mío, y adentro con Amauta.
Le desea a ésta, vida fecunda aunque sea corta ––Revista que envejece, degenera–– y a su Perú justicia en la libertad.
Miguel de Unamuno

Unamuno, Miguel de

Aristides Briand

Arístides Briand

El sino de este viejo protagonista de la política francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es -como dicen J. Kessel y G. Suárez- el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de haber combatido un tratado de paz debió aplicarlo”. Kessel y Suárez agregan, diseñando un sobrio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso”.

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occidental. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que, como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crítica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuente, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este extremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática.

Pocos años después de su gesto revolucionario. Briand se convertía, dentro del socialismo, en el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía.

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinas.

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revolucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios.

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de “aventurero” por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de “L’Humanité”, Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las “bonnes a tout faire” de la Tercera República. Sin embargo, la “unión sagrada” marcó, en su biografía, una estación adversa. Las derechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgánico que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc.

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entrababa sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamentaria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al centro, en cambio, no había casi ninguno. La izquierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se daba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. “Yo aconsejé al leader de la Entente republicana -ha contado el propio Briand- que se decidiera a una operación quirúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente”. El proyecto naufragó. El bloque nacional prefirió subsistir como había nacido. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalia. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la ambición de devenir el dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revancha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, entre sus líderes. El primer experimento gubernamental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agresiva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno.
Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a este, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borrasca, ha sabido conservar a flote su octavo ministerio. Ha querido actuar una política más o menos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha pretendido que con él se contradijera una entera coalición, de la cual forma parte el partido socialista oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desviación después de todo menos grave.

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dispuesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? Imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El General Lyautey, desocupado desde el fin de su regencia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, disponible.) Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamentario, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El drama del franco ha decidido a la burguesía francesa a reconciliarse. Este gabinete de concentración republicana que encabeza Poincaré se reduce, en último análisis, a un gabinete de concentración burguesa. Todos los cuerpos y todos los líderes burgueses de la cámara están ahí. El bélico Tardieu y el ambiguo Briand, el opaco Leygues y el pávido Painlevé, el anodino Barthou y el desventurado Herriot, han aceptado la jefatura de Poincaré en un ministerio que pretende tener el aire de un ministerio de unión sagrada. Fuera de este gabinete, solo están, a la derecha la minúscula patrulla monarquista y a la izquierda, algunos radicales-socialistas, los socialistas y los comunistas.

¿Qué ha pasado en el parlamento francés, dividido antes -sin contar las dos extremas, monarquista y comunista,- en dos campos, en dos coaliciones aparentemente inconciliables, el bloque nacional y el cartel de izquierdas?

La cámara nacida de las elecciones de 11 de Mayo es, materialmente, por su composición y su estructura, la misma que ahora preside Raoul Peret y que se dispone a acordar al hombre de la ocupación del Ruhr los votos de confianza que necesite su política de estabilización del franco. Pero, psicológica y espiritualmente, no es ya la Cámara que, encontrando insuficiente el licenciamiento del ministerio de Poincaré, reclamó y obtuvo en mayo de 1924 la renuncia de Millerand, presidente de la república. En dos años, de los más tormentosos de la política parlamentaria francesa, se ha cumplido, con éxito negativo, el experimento político propugnado por la mayoría del 11 de mayo. El cartel de izquierdas, vencedor en las elecciones, roído desde su nacimiento por un mal insidioso y congénito, se ha disgregado gradualmente en estos dos años. Desde mucho antes de la caída del primer gabinete Herriot, asistimos al proceso dramático de su disolución. El último gabinete Herriot ha sido una postrera tentativa por mantener aún a flote por algún tiempo la esperanza y la ficción de un gobierno de las izquierdas. Hoy, naufragada en pocas horas esta tentativa tímida y tardía, vemos a una parte del cartel reunida al antiguo bloque nacional, mientras la otra parte -el partido socialista- se siente de nuevo casi sola en la oposición.

El retorno de Poincaré representa simplemente un fracaso del reformismo. Pero no únicamente, -como querrán hacer creer los enemigos a ultranza de la idea socialista- un fracaso del reformismo socialista, sino también, y sobre todo, del reformismo burgués. El cartel de izquierdas -coalición de los partidos avanzados de la burguesía, radical-socialista y republicano-socialista, con el partido moderado de la clase obrera- era una fórmula reformista. Se combinaban y entendían en esta fórmula dos evolucionismos: el de la burguesía y el del proletariado. Ninguna crítica de buena fe podía identificar lealmente al cartel de izquierdas como una fórmula revolucionaria. Los comunistas franceses, antes y después del 11 de mayo, denunciaron incansablemente el verdadero carácter del cartel.

La quiebra de esta híbrida alianza no es, pues, una derrota de la revolución sino tan solo una derrota de la democracia. Con el cartel naufraga exclusivamente la reforma. Los excelentes y optimistas burgueses que, guiados por un risueño retor, se creyeron capaces el 11 de mayo de combatir a fondo por la democracia, contra su propia clase, regresan ahora, desilusionados y maltrechos, bajo la bandera equívoca de una concentración republicana, a la teoría y la práctica de la unión sagrada de la burguesía. El partido socialista, por su parte, -liquidado desastrosamente el experimento reformista,- vuelve a asumir, en el parlamento, su función de partido del proletariado.

No hay otra cosa sustancial en la solución de la última crisis ministerial francesa. El éxito personal de Poincaré es una cosa adjetiva. Si Herriot, Painlevé, etc., se han visto obligados a aceptar la dirección del “gran lorenés”, no es menos cierto que este, a su turno, se ha visto obligado a aceptar la colaboración de esos políticos que, en mayo de 1924, lo arrojaron estrepitosamente del poder, achacándole casi toda la responsabilidad de la situación de Francia en la post-guerra. El bloque nacional poincarista no puede suprimir definitivamente al radicalismo o, mejor dicho, al reformismo, sino a costa de digerirlo y asimilarlo.

De otro lado, es absurdo aguardar de Poincaré una obra de taumaturgo. El drama del franco comenzó al día siguiente de la victoria francesa. Poincaré cayó en mayo de 1924, precisamente por haberse mostrado impotente para resolverlo. Antes que los precarios ministerios que se han sucedido del 11 de mayo a la fecha, trató de reordenar las finanzas francesas un sólido ministerio del bloque nacional dirigido por Poincaré. Los resultados de su gestión son demasiado notorios.

Poincaré no tiene un programa propio de restauración del franco. Su programa toma en préstamo algo a todos los programas del parlamento. El “gran lorenés” no posee siquiera dotes de dictador. Crecido y formado en la atmósfera parlamentaria de la Tercera República, no puede romper con sus “inmortales” principios. Tiene la mentalidad y el espíritu de la pequeña burguesía francesa. Y es por esto que la pequeña burguesía lo adora.

Espíritu de clase media, impregnado de todos los prejuicios del parlamentarismo, Poincaré sabe muy bien que no es a él, en todo caso, a quien le tocará jugar en Francia el rol de dictador o condotiere. León Blum lo ha definido agudamente en una interview. “Poincaré, -ha dicho- ha menester de sentir en torno suyo el afecto y la devoción de los hombres. Para obtenerlos usa, en lo privado, la afabilidad y hasta la coquetería. Pero hay en él algo que detiene el impulso de los otros: una sequedad íntima, una meticulosidad excesiva y desconfiada, un amor propio siempre herido. Lo tiene a punto de que cuando toma una resolución, piensa en el artículo que escribirá Tardieu al día siguiente y de que su resolución es influenciada por este pensamiento. Hay en él algunos lados imprevistos. Así, por ejemplo, la fuerza física lo atrae. Una alta estatura lo impresiona, le da miedo. No busquéis en otra cosa la extraña influencia que ejerce sobre él Maginot. Su ascendiente es exactamente el mismo que el gigante Gastón Bonvalot ejercía sobre el pobre Lemaitre”. Blum completa su juicio, reconociendo a Poincaré grandes cualidades -orden, potencia intelectual y vasta cultura-, pero negándole el sentido de lo real, de la aplicación concreta, y declarando que sería admirable en el papel de segundo de un hombre de genio”.

El dinero, la burguesía, han dado a Poincaré, para el ministerio que acaba de constituir, un crédito de confianza. He ahí toda la clave de su ascensión al poder en traje de salvador de la patria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción austriaca. La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset. Mac Donald en Washington [Manuscrito]

La reacción austriaca
Las brigadas de la Heinmwehr no han realizado el 29 de setiembre su amenazada marcha a Viena; pero, con la anuencia de los nacionalistas y de los social-cristianos, se ha instalado en la presidencia del consejo Schober, el jefe de las fuerzas de policía. Los reaccionarios se han abstenido de cumplir una operación riesgosa para sus fanfarronas milicias; pero la reacción ha afirmado sus posiciones. La marcha a Viena habría provocado a la lucha al proletariado vienés, alerta y resuelto contra la ofensiva fascista, a despecho de la pasividad de la burocracia social-demócrata. La maniobra que, después de una inocua crisis ministerial, arreglada en familia, ha colocado el gobierno en manos de Schober, consiente a la reacción obtener casi los mismos objetivos, con enorme ahorro de energías y esfuerzos.
Los partidos revolucionarios austriacos no perdonan a Viena su mayoría proletaria y socialista. La agitación fascista en Austria, se ha alimentado, en parte, del resentimiento de la campiña y del burgo conservadores contra la urbe industrial y obrera. Las facciones burguesas se sentían y sabían demasiado débiles en la capital para la victoria contra el proletariado. En plena creciente reaccionaria, los socialistas izaban la bandera de su partido en el palacio municipal de Viena. El fascismo italiano se proclama ruralista y provincial; la declamación contra la urbe es una de sus más caras actitudes retóricas. El fascismo austriaco, desprovisto de toda originalidad, se esmera en el plagio más vulgar de esta fraseología ultramontana. La marcha a Viena, bajo este aspecto, tendría el sentido de una revancha del agro retrógrado contra la urbe inquiera y moderna.
Schober, según el cable, se propone encuadrar dentro de la legalidad el movimiento de la Heimwehr. Va a hacer un gobierno fascista, que no usará el lenguaje estridente ni los modales excesivos y chocantes de los camisas negras, sino, más bien, los métodos policiales de André Tardieu y el prefecto del Sena. Con una u otra etiqueta, régimen reaccionario siempre.
Se sabe ya a donde se dirige la política reaccionaria y burguesa de Austria, pero se sabe menos hasta qué punto llegará el pacifismo del partido socialista, en su trabajo de frenar y anestesiar a las masas proletarias.

La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset
El reaccionarismo de Tardieu no se manifiesta únicamente en la extrema movilización de sus políticas y tribunales contra “L’Humanité”, la CGTU y el partido comunista. Tiene otras expresiones secundarias, de más aguda resonancia quizá en el extranjero, por la nacionalidad de las víctimas. A este número pertenece la expulsión de Hendaya del político y escritor liberal Eduardo Ortega y Gasset.
La presencia de Eduardo Ortega y Gasset en Hendaya, como la de Unamuno, resultaba sumamente molesta para la dictadura de Primo de Ribera. Ortega y Gasset publicaba en Hendaya, esto es en la frontera misma, con la colaboración ilustra de Unamuno, una pequeña revista: “Hojas Libres”, que a pesar de una estricta censura, circulaba considerablemente en España. Las más violentas y sensacionales requisitorias de Unamuno contra el régimen de Primo de Rivera se publicaron en “Hojas Libres”.
Muchas veces se había anunciado la inminente expulsión de Eduardo Ortega y Gasset cediendo a instancias del gobierno español al de Francia; pero siempre no había esperado que la mediación de los radicales-socialistas; y en general de las izquierdas burguesas, ahorraría aún por algún tiempo a la tradición liberal y republicana de Francia este golpe. El propio Eduardo Herriot había escrito protestando contra la amenazada expulsión. Pero lo que no se atrevió a hacer un gabinete Poincaré, lo está haciendo desde hace tiempo, con el mayor desenfado, bajo la dirección de André Tardieu, un gabinete Briand. Tardieu que ha implantado el sistema de las prisiones y secuestros preventivos, sin importarle un ardite las quejas de la Liga de los Derechos del Hombre, no puede detenerse ante la expulsión de un político extranjero, aunque se trate de un ex-ministro liberal como Eduardo Ortega y Gasset.
Hendaya es la obsesión de Primo de Rivera y sus gendarmes. Ahí vigila, aguerrido e intransigente, don Miguel de Unamuno. I este solo hombre, por la pasión y donquijotismo con que combate, inquiera a la dictadura jesuítica más que cualquier morosa facción o partido. La experiencia española, como la italiana, importa la liquidación de los viejos partidos. Primo de Rivera sabe que puede temer a un Sánchez Guerra, pero no a los conservadores, que puede temer a Unamuno, pero no a los liberales.

Mac Donald en Washington
La visita de Ramsay Mac Donal al Presidente Hoover consagra la elevación de Washington a la categoría de gran metrópoli internacional. Los grandes negocios mundiales se discutían y resolvían hasta la paz de Versailles en Europa. Con la guerra, los Estados Unidos asumieron en la política mundial un rol que reivindicaba para Washington los mismos derechos de Londres, París, Berlín y Roma. La conferencia del trabajo de 1919, fue el acto de incorporación de Washington en el número de las sedes de los grandes debates internacionales. La siguió la conferencia del Pacífico, destinada a contemplar la cuestión china. Pero en ese congreso se consideraba aún un problema colonial, asiático. Ahora, en el diálogo entre Mac Donal y Hoover se va a tratar una cuestión esencialmente occidental. La concurrencia, el antagonismo entre los dos grandes imperios capitalistas, da su fondo al debate.
La reducción de los armamentos navales de ambas potencias, no tendrá sino el alcance de una tregua formal en la oposición de sus intereses económicos y políticos. Este mismo acuerdo se presenta difícil. Las necesidades del período de estabilización capitalista lo exigen perentoriamente. Para esto, se confía en alcanzarlo finalmente, a pesar de todo. Pero la rivalidad económica de los Estados Unidos y la Gran Bretaña quedará en pie. Los dos imperios seguirán disputándose obstinadamente, sin posibilidad de un acuerdo permanente, los mercados y las fuentes de materias primas.
Este problema central será probablemente evitado por Hoover y Mac Donald en sus coloquios. El juego de la diplomacia tiene esta regla, no hay que permitirse a veces la menor alusión a aquello en que más se piensa. Pero si el estilo de la diplomacia occidental es el mismo de ante guerra, el itinerario, la escena, han variado bastante. Con Wilson, los presidentes de los Estados Unidos de Norte-América conocieron el camino de París y de Roma; con Mac Donald, los primeros ministros de la Gran Bretaña aprenden el viaje a Washington.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Poincare y la política francesa [Recorte de prensa]

Poincare y la política francesa

Europa continua movilizada, conflagrada, beligerante. El régimen, las disciplinas y la atmósfera de la guerra pugnan por sobrevivir. Los ejércitos han sido desmovilizados; los espíritus, no. De la prolongación psicológica de la guerra brotan dictaduras marciales de Mussolini, de Horthy, de Primo de Rivera. El estadista europeo Francesco Saverio Nitti nos describía, hace dos años, esta Europa seza pace. Su resonante libro nos demuestra que la paz no ha sido pactada todavía. El tratado de Versalles no es sino una reglamentación provisionaria de la rendición de Alemania. Varias conferencias europeas —Spa, Génova, La Haya— han intentado ser una verdadera conferencia de paz. Pero ninguna de ellas ha conseguido elaborar una paz válida, una paz definitiva. Subsiste, por esto, en Europa una situación guerrera.

La ocupación del Ruhr es un acto de guerra. Francia la titula una sanción. Pero todas la invasiones de la historia se han atribuido una intención punitiva. Un pueblo que ha vejado o extorsionado a otro pueblo, no ha confesado nunca la arbitrariedad, ni la injusticia de su acto.

Esta política francesa significa una persistencia de estado de ánimo del periodo bélico. Mr. Raymond Poincaré ha sido uno de los artífices, uno de los creadores de ese estado de ánimo. Y cuatro años febriles de guerra lo han desadaptado para las labores de la paz. Tal como los instrumentos de guerra no pueden transformarse automáticamente en instrumentos de paz, los conductores de una guerra moderna no pueden transformarse tampoco en conductores de la paz. La guerra los inficiona, los satura de agresividad y de beligerancia. Y habitúa sus espíritus a una porfiada y tenaz actitud de combate. Este es el caso de Poincaré. Poincaré se ha sistematizado en la arenga y en la proclama. Su voz suena como un clarín. Su frase tiene un ritmo marcia. Es su oratoria —entrenada hebdomadariamente en la inauguración de algún nuevo monumento a los caídos de la guerra— late la exultación de la victoria y la voluptuosidad de la represalia.

Y la situación espiritual del parlamento francés corresponde a la situación espiritual de Poincaré. Este parlamento fue elegido en 1919 en una época de excitación y de hiperestesia nacionalistas. Su elección constituyó un número solemne del programa de festejos de la victoria. Una apoteosis de la "unión sacrée". Y, por tanto, la mayoría cayó en poder de los grupos de derecha y de centro que componían el bloc nacional. Algunos hombres del radicalismo, algunos hombres de izquierda, que se filtraron en este parlamento, tuvieron que esconder o atenuar su filiación y enmascararse de chauvinismo. El sector socialista de la cámara quedó reducido y aislado. La nueva cámara proclamó la infalibilidad y la intangibilidad del tratado de Versalles. Más aún, algunos diputados incandescentemente extremistas lo declararon blando y tímido e insuficiente como instrumentos de tortura de Alemania. Y, primero el gabinete de Leygues, después el gabinete de Briand, vacilantes o tardíos en la aplicación severa y rígida del Tratado, fueron abatidos por los votos del bloc nacional, que encontró su leader en Poincaré. Poincaré, desde las crónicas políticas de "La Revue des Deux Mondes", denunciaba entonces la debilidad y la abulia de la política de Briand. Poincaré resultaba el caudillo natural del "bloc". Inicialmente, la política de Poincaré, pareció, sin embargo, demasiado contemporizadora y suave a Andrés Tardieu, leader clemencista, y a otros diputados de la derecha. Pero, muy pronto, Poincaré acalló todos los descontentos, adoptando ante Alemania una actitud implacable, polemizando briosamente con Inglaterra y acomentiendo la aventura de Ruhr. Tardieu y dos suyos se han visto obligados a reconocer en los rumbos de Poincaré sus propios rumbos. Poincaré se ha se asegurado, indefinidamente, la confianza unánime del bloc nacional y los sectores afines. El pequeño y pálido grupo radical, dirigido por Herriot, es el único grupo burgués ausente de su mayoría parlamentaria.

Pero esta cámara representa un estado de ánimo contingente y pretérito de la gran nación francesa. Representa el estado de la opinión en 1919. De entonces a hoy, los ardimientos nacionalistas se han atenuado mucho, malgrado la intensa y perseverante acción tóxica de una prensa "chauvine". Todas las elecciones parciales de Seine-et Oise, las izquierdas infringieron una bulliciosa derrota al bloc nacional. Hubo cuatro juegos de candidatos: ministerial, radical, socialista y comunista. La primera votación no dio mayoría suficiente a ningún bando. Los candidatos de Poincaré, batidos por los radicales, desistieron a favor de éstos. Los socialistas, igualmente faltos de "chance", se retiraron también. En la segunda votación alcanzaron 77,000 votos Franklin-Bouillon y Goust, candidatos radicales, y 54,000 votos Marty y Paquereaux, candidatos comunistas. Estos resultados electorales, en un circunscripción de acentuada filiación nacionalista, son un síntoma de que el estado de ánimo del país no es ya el mismo de 1919. El bloc nacional lo advierte. De aquí que sus ministerios no hayan convocado a nuevas elecciones generales. Y de aquí que hayan resuelto el funcionamiento de esta cámara hasta la extinción de su duración máxima de cinco años.

Poincaré, rigurosamente, no personifica a la actual opinión francesa. Es el leader del sector más saturado de chauvinismo, más intoxicado de belicosidad. Su gobierno se apoya, primeramente, sobre los grupos, obsesionados por el miedo a la revancha enemiga, que tienden a la mutilación y al aniquilamiento de Alemania. Se apoya, luego, sobre las masas de contribuyentes, fuertemente interesadas en que las deudas de guerra no graven su bolsa y honestamente convencidas de la necesidad de que Francia constriña a pagar a Alemania o se apodere de sus valores negociables. Y se apoya, finalmente, en el grupo plutocrático que aspira a la posesión de las minas de carbón alemanas y a la hegemonía metalúrgica en Europa. Este grupo plutocrático es el que ha discutido con Stinnes y la industria alemana las bases de una cooperación industrial franco-alemana. Si la vía de esta cooperación se allanase, la plutocracia metalúrgica francesa reclamaría a otros hombres en el gobierno. Ni Poincaré ni Tardieu podrían dirigir la nueva política. La actuación de ésta podría ser confiada, en cambio, a los radicales, a las izquierdas. La plutocracia industrial dispone de la mayor parte de los grandes rotativos. Todos estos instrumentos de propaganda serían puesto al servicio electoral del bloc de izquierdas. Y serían empleados en la destrucción, en el socabamientos de la vitalidad del bloc nacional. Sin embargo, no en vano toda la prensa francesa, con las solas excepciones de "L'Oeuvre", "L'Ere Nouvelle" y los periódicos socialistas, ha predicado la extorsión de Alemania. Esta predicación constante ha alimentado en el espíritu del pueblo francés innumerables gérmenes nacionalistas. La plutocracia metalúrgica podría encontrar, pues, en la opinión, muchas resistencias a un compromiso con Alemania forjadas por sus propios instrumentos de orientamiento y seducción del público. Pero, de toda suerte, de las elecciones generales del año próximo saldrá un nuevo gobierno. Hasta entonces, hasta octubre o noviembre, durará probablemente la política de Poincaré. ¿Cuáles serán las consecuencias de un año más de esta política? Alemania extenuada y agotada por los subsidios a la población del Ruhr, ha abandonado la resistencia pasiva. Pero no ha renunciado a la lucha. Antes bien, Stressemann ha usado reiteradamente un lenguaje arrogante. Y ha dicho que, en caso necesario, la resistencia pasiva puede trocarse en resistencia activa. Los últimos cablegramas anuncian la ruptura de Stressemann con los socialistas y la posibilidad de que reorganice el gobierno con la colaboración de los pangermanistas. El gobierno alemán asimilaría, así, una buena dosis de la intransigencia de la extrema derecha. Francia, en este caso, se instalaría en el Ruhr. Pero esto no constituiría sustancialmente una situación nueva. Francia ha declarado su intención de no moverse del Ruhr mientras Alemania no le pague. ¿Y cómo podría Alemania, con un presupuesto deficitario, una balanza comercial deficitaria también y una moneda totalmente desvalorizada, obligarse a ingentes pagos inmediatos?

Poincaré explica su política en un lenguaje forense. Francia es un acreedor que protesta las letras vencidas de Alemania y traba embargo de sus bienes. Esta dialéctica es muy propia de la psicología y de la mentalidad del leader lorenés. Poincaré usa en la política métodos de abogado, ideas de jurista. Su técnica verbal y su técnica conceptual son las de un abogado. En este capítulo de la historia humana, Poincaré da la sensación de un abogado, de un jurista, intransigente en la aplicación del viejo derecho y de los viejos códigos. La política y la economía del mundo ha cambiado. La paz ha revelado la solidaridad y la interdependencia de las naciones occidentales. La paz ha bosquejado las direcciones de un derecho nuevo. Poincaré, desdeñoso de las notificaciones de la realidad nueva, sigue esgrimiento su jurisprudencia tradicionalista y rígida. Y juzga posible, en estos tiempos, una política napoleónica, una política bismarkiana. Poincaré es integralmente reaccionario. Pero no es un reaccionario tempestuoso, tumultuario y violento del tipo de Mussolini. No es un reaccionario místico y despótico sino un reaccionario burocrático y republicano. Moviliza, como elementos de reacción, el parlamento, la burocracia, los tribunales, las leyes. Acaso, por esto, su tramonto es inevitable. Porque, si Europa se pacifica, si se inaugura una política de cooperación internacional, una política de reforma y de compromiso, Poincaré no podrá volver al poder. Y si, por el contrario, se acentúa en Europa una política reaccionaria y guerrera, tampoco podrá conservarlo. Lo reemplazará, entonces, un reaccionario ultraísta, un reaccionario exento de sus prejuicios de abogado y de funcionaria de la Tercera República Francesa. Lo reemplazará un "camelot du roi", un caudillo de arnés medioeval. O, para estar más a tono con la moda, un caudillo de masa.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Un libro de Emile Vandervelde [Recorte de prensa]

Un libro de Emile Vandervelde

El sumo líder de la social-democracia belga Emile Vandervelde, en su reciente libro "Le marxisme a-t-il fait faillite" que reúne varios estu­dios, algo dispares, sobre teoría y po­lítica socialistas, examina principal­mente la tesis expuesta por Henri de Man en su notorio volumen (que en su edición alemana tiene el título me­surado de "Zur Psychologie des Sozialismus" y en su menos notoria conferencia a los estudiantes socialis­tas de París.

Vandervelde, que como ya lo he re­cordado, participó temprano en el re­visionismo, comienza por rememorar, no sin cierta intención irónica, la an­tigüedad de la tendencia a fáciles y apresuradas sentencias a muerte del socialismo. Cita la frase del académi­co Reybaud, después de las jornadas de junio de 1848: “El Socialismo ha muerto; hablar de él, es pronunciar su oración fúnebre”. Mezcla, a renglón seguido, con evidente fin confusionis­ta, las críticas de Menger y Andler con las de Sorel. Opone, en cierta for­ma, la tentativa revisionista también, de Nicholson, que prudentemente se contenta con anunciar el renovamiento del marxismo, a la tentativa de Henri de Man, que proclama su li­quidación, Pero, después de un capí­tulo en que deja a salvo su propio revisionismo, se declara en desacuer­do con ciertos jóvenes e impresiona­bles lectores que han creído ver en la obra de Henri de Man la revelación de una doctrina nueva. La reacción del autor de “Más allá del Marxismo”, en general, le parece excesiva.

Si se tiene en cuenta que la propa­ganda del libro de Henri de Man ha explotado el juicio de Vandervelde so­bre esta obra, considerada por él co­mo la más importante que se ha pu­blicado después de la guerra sobre el socialismo, sus reservas y sus críti­cas cobran una oportunidad y un va­lor singulares. Vandervelde, en el cur­so de su carrera política, ha abandonado reiteradamente la línea marxista. En su época de teorizante, su posición fue la de un revisionista; y en sus tiempos de parlamentario y ministro lo ha sido mucho más. Todos los argumentos del revisionismo viejo y nuevo le son familiares. En caso de que de Man hubiera encontrado, efectivamente, los principios de un nuevo socialismo no marxista o post-marxista, Vandervelde, por mil razones especulativas, prácticas y sentimentales, no habría dejado de regocijarse. Pero de Man no ha descubierto nada, ya que no se puede tomar como un descubrimiento los resultados de un ingenioso, y a veces feliz, empleo de la psicología actual en la indagación de algunos resortes psíquicos de la acción obrera. Y Vandervelde, advertido y cauteloso, debe tomar tiempo sus preocupaciones, contra cualquier súper-estimación exorbitante de la tesis de su compatriota. Reconoce así, de modo categórico, que no hay “nada absolutamente de esencial en el libro de de Man que no se encuentre ya, al menos en germen, en Andler, en Merger, en Jaurés y aun en ese buen viejo Benoit MalIon”. Y esto equivale a desautorizar, a desvanecer completamente, por parte de quien más importancia ha atribuido al libro de Henri de Man, la hipótesis de su novedad u originalidad.

Mas Vandervelde contribuye con varios otros argumentos a la refutación de Henri de Man. El esquema del estado afectivo de la clase obrera industrial que Henri de Man ofrece, y que lo conduce a un olvido radical del fondo económico de su movimiento, no prueba absolutamente, con sus solos elementos psicológicos, lo que el revisionista belga se imagina probar. “Yo puedo admitir— escribe Vandervelde a este respecto— que el instinto de clase es anterior a la consciencia de clase, que no es indispensable que los trabajadores hayan dilucidado el problema de la plusvalía para luchar contra la explotación y la dominación de que son víctimas, que no es únicamente el “instinto adquisitivo” lo que determina sus voliciones sociales; pe­ro en definitiva, después de haber dado con él un rodeo psicológico, interesante del resto, regresamos a lo que, desde el punto de vista socialista, es verdaderamente esencial en
el Marxismo: es decir la primacía de lo económico, la importancia primordial del progreso de la técnica, el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas, en el sentido de una concentración que tiende a eliminar o a subordinar las pequeñas empresas, a acrecentar el proletariado, a transformar la concurrencia en monopolio y a crear finalmente una contradicción ostensible entre el carácter social de
la producción y el carácter privado de la apropiación capitalista.” La afirmación de Henri de Man de que “en último análisis, la inferioridad social de las clases laboriosas no reposa en una injusticia política, ni en un prejuicio económico, sino en un estado psíquico”, es para Vandervelde una “enormidad”. De Man ha superpuesto la psicología a la economía, en un trabajo realizado sin objetividad científica, sin rigor especulativo, con el propósito extra y anti-científico de escamotear la economía. Y Vandervelde no tiene más remedio que negar que "su interpretación psicológica del movimiento obrero cambie algo que sea esencial en lo que hay de realmente sólido en las concepciones económicas y sociales del Marxismo".

Paralelamente al libro de Henri de Man, Vandervelde examina la “Theorie du Materialisme historique" de Bukharin. Y su conclusión comparativa es la siguiente: "Si hubiese que caracterizar con una palabra —excesiva por lo demás— las dos obras que acaban de ser analizadas, talvez se podría decir que Bukharin descarna al marxismo so pretexto de depurarlo , en tanto que de Man lo desosa, le quita su osamenta económica, so capa de idealizarlo." De esta comparación Bukharin sale, sin duda, mucho mejor parado que de Man, aun­ que todas las simpatías de Vandervelde sean para este último. Sobre todo si se considera que la “Theorie du
Materialisme historique” es un manual popular, un libro de divulgación, en el que por fuerza el marxismo debía quedar reducido a un esquema elemental. El marxismo descarnado, esquelético de Bukharin, se manten­dría siempre en pie, llenando el ofi­cio didáctico de un catecismo, como esas osamentas de museo que dan una idea de las dimensiones, la estructura y la fisiología de la especie que representan, mientras el marxis­mo desolado de Henri de Man, inca­paz de sostenerse un segundo, está condenado a corromperse y disgregar­se, sin dejar un vestigio duradero.

Henri de Man resulta, pues, descalificado por el reformismo, por boca de quien entre sus corifeos se sentía, ciertamente, más propenso a tratarlo con simpatía. Y esto es perfectamente lógico, no solo porque una buena parte de “Más allá del Marxismo” constituye una crítica disolvente de las contradicciones y del sistema reformista, sino porque la base económica y clasista del marxismo no es menos indispensable, prácticamente, a los reformistas que a los revolucionarios. Si el socialismo, reniega, como pretende de Man, su carácter y su función clasistas, para atenerse a las revelaciones inesperadas de los intelectuales y moralistas, dispuestos a prohijarlo o renovarlo, ¿de qué resortes dispondrían los reformistas para encuadrar en sus marcos a la clase obrera, para movilizar en las batallas del sufragio a un imponente electorado de clase y para ocupar, a título distinto de los varios partidos burgueses, una fuerte posición parlamentaria? La social democracia no puede suscribir absolutamente las conclusiones del revisionista belga, sin renunciar a su propio cimiento. Aceptar, en teoría, la caducidad del materialismo económico, sería el mejor modo de servir toda suerte de maniobras fascistas y reaccionarias. Vandervelde, interesado como el que más en apuntalar la democracia, es todo lo cauto que hace falta para comprenderlo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Serpentinas [Recorte de prensa]

Serpentinas

I

Los tres días de neo-carnaval son, en verdad, tres días únicos de educación democrática. Cada pueblo del Perú tiene sus reinas, cada reina sus azafatas, cada azafata sus trovadores. Poco falta para que todos los peruanos se conviertan en reinas y reyes, azafatas y trovadores. La realeza y sus categorías anexas se ponen al alcance del Demos. Las usanzas, los fueros y las coronas de la aristocracia se democratizan.

Esta familiaridad periódica con la realeza esta profusión anual de monarquías, son, seguramente, saludables y pedagógicas. Hacen de la monarquía un artículo de carnaval.

II

El nuevo estilo del carnaval tiene, sin embargo, una desventaja. Las monarquías se vuelven una cosa festiva; pero los carnavales
se vuelven una cosa seria. Lima parece próxima a no tomar en serio la realeza; pero a tomar, en cambio, un poco en serio el carnaval. El carnaval empieza a adquirir la solemnidad de un rito. El humorismo de Lima corre, en este episodio anual, el grave riesgo de ser desmentido. Vamos a constatar, finalmente, que Lima no es una ciudad humorista, sino solo una ciudad un poco maliciosa. Que Lima es, tal vez, algo precoz; pero siempre muy infantil.

III

El neo-carnaval debería consternar a nuestros pasadistas. Los disfraces nos enseñan que el pasado no puede resucitar sino carnavalescamente. El Pasado es una guardarropía. No es posible restaurar el Pasado. No es posible reinventarlo. Es posible, únicamente parodiarlo. En nuestra retina, el Presente es una instantánea; el Pasado es una caricatura.

IV

La vida no readmite el Pasado sino en el carnaval o en la comedia. Únicamente en el carnaval reaparecen todos los trajes del Pasado. En esta restauración festiva precaria no suspira ninguna nostalgia: ríe a carcajadas el Presente.

Iconoclastas no son, por ende, los hombres: iconoclasta es la vida.

V

En el carnaval conviven la moda del Renacimiento y la moda rococó con la moda moderna. El carnaval, en apariencia, anula el tiempo: pero, en realidad, lo contrasta. Un traje de cruzado, que en la Edad Media era un traje dramático, en nuestra edad es un traje cómico.

VI

El carnaval ha reforzado su guardarropía con los disfraces ku-klux-klan. Esta es otra prueba de que el ku_klux-klan pertenece, inequívocamente, al Pasado. El carnaval ha clasificado el traje ku-klux-kl.an como un traje cómico. Como un traje de baile de máscaras. Indudablemente, el carnaval es revolucionario. Parodia y mima un episodio de la Reacción.

VII

La democracia de París se somete de buen grado, en carnaval, al reinado de una dactilógrafa o de una modista. La autoridad de una "midinette'' resulta, en estos días, más efectiva y más extensa que la de una princesa orleanista de la clientela de "L'Action Francaise". El Demos es como aquel personaje de Bernard Shaw –Pigmalion– que gustaba de tratar a una duquesa como si fuera una florista y a una florista como si fuese una duquesa. La revolución rusa, por ejemplo, de más de una duquesa ha hecho una kellnerin. A Clovis –reaccionario convicto– y a mi –revolucionario confeso– nos ha servido el café, en un restaurant de Roma, una de estas kellnerinas.

VIII

Si un traje de la corte de Luis XV es, en nuestro tiempo, un traje de carnaval, una idea de la corte de Luis XV debe ser también una idea de carnaval. ¿Por qué si se admite que han envejecido los trajes de una época, no se admite igualmente que han envejecido sus ideas y sus instituciones? La equivalencia histórica de una enagua de Madame Pompadour y una opinión de Luis XV me parece absoluta. (La influencia de Oswald Spengler es extraña a este juicio).

IX

La monarquía se ha realizado en el Perú, carnavalescamente, un siglo después de la república. Ameno y tardío epílogo del diálogo polémico de los políticos de la revolución de la Independencia.

X

A los nacionalistas a ultranza les tocaría reivindicar los derechos del acuático carnaval criollo. Les tocaría protestar contra este neocarnaval postizo y extranjero. Prefieren probablemente adherirse a la tesis de que el nuevo carnaval es "un progreso de nuestra cultura".

XI

Valdelomar olvidó esta constatación en sus diálogos máximos: —El ático Momo se llama aquí Ño Carnavalón. Los tres días de carnaval son tres días del Demos. La fiesta de carnaval es una fiesta de la ca­lle. Sin embargo, la figura de la Libertad jacobina, de la Libertad del gorro frigio, no se libra de la burla carnavalesca. Sín­toma de que la Libertad no es ya una figura moderna, sino, más bien, una figu­ra clásica, anciana, inactual, un poco pa­sada de moda. Es indicio de un próximo golpe de estado en el carnaval. Este golpe de estado derrocará a la monarquía y proclamará, en los dominios del carnaval, la república. A partir de entonces no se elegirá una reina sino una presidente de la república del carnaval. Las reinas y sus cortes, con gran desolación de los trovadores románticos, resultarán monótonas y anticuadas. El humorista carnaval enrique­cerá su técnica con las formas democráti­cas y republicanas, envejecidas en la po­lítica. Ese será el último episodio de la decadencia de la democracia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

La lucha final

I

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”

El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.

¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.

II

La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.

La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.

III

La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso. El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.

IV

El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.

Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.

El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lloyd George

Lloyd George

Lenin es el político de la revolución; Mussolini es el político de la reacción; Lloyd George es el político del compromiso, de la transacción, de la reforma. Equidistante de la revolución y de la reacción, Lloyd George es una estadista ecléctico, equilibrista y mediador. Lejano de la extrema izquierda y de la extrema derecha, Lloyd George no es un fautor del orden nuevo ni del orden viejo. Desprovisto de toda adhesión al pasado y de toda impaciencia del porvenir, Lloyd George es un artesano, un constructor del presente. Lloyd George es un personaje sin filiación dogmática, sectaria, rígida. No es individualista ni colectivista; no es internacionalista ni nacionalista. Acaudilla una rama del liberalismo. Pero esta etiqueta de liberal corresponde a una razón de clasificación electoral más que a una razón de diferenciación programática. Liberalismo y conservadorismo son hoy dos escuelas políticas superadas y deformadas. Actualmente no asistimos a un conflicto dialéctico entre el concepto liberal y el concepto conservador sino a un contraste real, a un choque histórico entre la tendencia a mantener la organización capitalista de la sociedad y la tendencia a reemplazarla con una organización socialista y proletaria.

Lloyd George no es un teórico, un hierofante de ningún dogma económico ni político; es un realizador, es un conciliador casi agnóstico. Carece de puntos de vista rígidos. Sus puntos de vista son provisorios, mutables, precarios y móviles. Lloyd George se nos muestra en constante rectificación, en permanente revisión de sus ideas. Está, pues, inhabilitado para la apostasía. La apostasía su- pone traslación de una posición extremista a otra posición antagónica, extremista también. Y Lloyd George ocupa invariablemente una posición centrista, transaccional, intermedia. Sus movimientos de traslación no son, por ende, radicales y violentos sino graduales y mínimos. Lloyd George es, estructuralmente, un político posibilista. Sabe que la línea recta es, en la política como en la geometría, una línea teórica e imaginativa. La superficie de la realidad política es accidentada como la superficie de la Tierra. Sobre ella no se pueden trazar líneas rectas sino líneas geodésicas. Loyd George, por esto, no busca en la política la ruta más ideal sino la ruta más geodésica.

Para este cauto, redomado y perspicaz político el hoy es una transacción entre el ayer y el mañana. Lloyd George no se preocupa de lo que fue ni de lo que será, sino de lo que es.

Ni docto ni erudito, Lloyd George es, antes bien, un tipo refractario a la erudición y a la pedantería. Esta condición lo preserva de rigideces ideológicas y de principismos sistemáticos. Antípoda del catedrático, Lloyd George es un político de fina sensibilidad, dotado de órganos ágiles para la percepción original, objetiva y cristalina de los hechos. No es un comentador ni un espectador sino un protagonista, un actor consciente de la historia. Su retina política es sensible a la impresión veloz y estereoscópica del panorama circundante. Su falta de aprensiones y de escrúpulos dogmáticos le consiente usar los procedimientos y los instrumentos más adaptados a sus intentos. Lloyd George asimila y absorve instantáneamente las sugestiones y las ideas útiles a su orientamente espiritual. Es avisada, sagaz y flexiblemente oportunista. No se obstina jamás. Trata de modificar la realidad contingente, de acuerdo con sus previsiones, pero si encuentra en esa realidad excesiva resistencia, se contenta con ejercitar sobre ella una influencia mínima. No se obseca en una ofensiva inmadura. Reserva su insistencia, su tenacidad para el instante propicio, para la coyuntura oportuna. Y está siempre pronto a la transacción, al compromiso. Su táctica de gobernante consiste en no reaccionar bruscamente contra las impresiones y las pasiones populares, sino en adaptarse a ellas para encauzarlas y dominarlas mañosamente.

La colaboración de lloyd George en la Paz de Versalles, por ejemplo, está saturada de su oportunismo y su posibilismo. Lloyd George comprendió que Alemania no podía pagar una indemnización excesiva. Pero el ambiente delirante, frenético, histérico de la victoria, lo obligó a adherirse, provisoriamente, a la tesis contraria. El contribuyente inglés, deseoso de que los gastos bélicos no pesasen sobre su renta, mal informado de la capacidad económica de Alemania, quería que esta pagase el costo integral de la guerra. Bajo la influencia de ese estado de ánimo, se efectuaron las elecciones, presurosamente convocadas por Lloyd George a renglón seguido del armisticio. Y para no correr el riesgo de una derrota, Lloyd George tuvo que recoger en su programa electoral esa aspiración del elector inglés. Tuvo que hacer suyo el programa de paz de Lord Northcliffe y del "Times", adversarios sañudos de su política.

Igualmente Lloyd George era opuesto a que el Tratado mutilase, desmembrase a Alemania y engrandeciese territorialmente a Francia. Percibía el peligro de desorganizar y desarticular la economía de Alemania. Combatió, por consiguiente, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Resistió a todas las conspiraciones francesas contra la unidad alemana. Pero, concluyó tolerando que se filtraran en el Tratado. Quiso, ante todo, salvar la Entente y la Paz. Pensó que no era la oportunidad de frustrar las intenciones francesas. Que, a medida que los espíritus se iluminasen y que el delirio de la victoria se extinguiese, se abriría paso automáticamente la rectificación paulatina del Tratado. Que sus consecuencias, preñadas de amenazas para el porvenir europeo, inducirían a todos los vencedores a aplicarlo con prudencia y lenidad. Keynes en sus “Nuevas consideraciones sobre las consecuencias económicas de la Paz” comenta así esta gestión: "Lloyd George ha asumido la responsabilidad de un tratado insensato, inejecutable en parte, que constituía un peligro para la vida misma de Europa. Puede alegar, una vez admitidos todos sus defectos, que las pasiones ignorantes del público juegan en el mundo un rol que deben tener en cuenta quienes conducen una democracia. Puede decir que la Paz de Versalles constituía la mejor reglamentación provisoria que permitían las reclamaciones populares y el carácter de los jefes de Estado. Puede afirmar que, para defender la vida de Europa, ha consagrado durante dos años su habilidad y su fuerza a evitar y moderar el peligro".

Después de la paz, de 1920 a 1922, Lloyd George ha hecho sucesivas concesiones formales, pro­tocolarias, al punto de vista francés: ha aceptado el dogma de la intangibilidad, de la infalibilidad del Tratado. Pero ha trabajado perseverantemen­te para atraer a Francia a una política tácita­mente revisionista. Y por conseguir el olvido de las estipulaciones más duras, el abandono de las cláusulas más imprevisoras.

Frente a la revolución rusa, Lloyd George ha tenido una actitud elástica. Unas veces se ha erguido, dramáticamente, contra ella; otras veces ha coqueteado con ella a hurtadillas. Al princi­pio, suscribió la política de bloqueo y de inter­vención marcial de la Entente. Luego, conven­cido de la consolidación de las instituciones ru­sas, preconizó su reconocimiento. De los leaders bolcheviques se ha expresado, reiteradamente, con una suerte de respestos verbales e ideológicos.

Tiene Lloyd George una visión europea panorámica, de la guerra social, de la lucha de clases. Su política se inspira en los in­tereses generales del capitalismo occidental. Y recomienda el mejoramiento del tenor de vida de los trabajadores europeos, a expensas de las poblaciones coloniales de Asia, Africa, etc. La revolución social es un fenómeno de la civilización capitalista, de la civilización europea, El régimen capitalista —a juicio de Lloyd George— debe adormecerla, distribuyendo entre los trabajadores de Europa una parte de las utilidades obtenidas de los demás trabajadores del mundo. Hay que extraer del bracero asiático, africano, australiano o americano los chelines necesarios para aumentar el confort y el bienestar del obrero europeo y debilitar su anhelo de justicia social. Hay que organizar la explotación de las naciones coloniales para que abastezcan de materias primas a las naciones capitalistas y absorban íntegramente su producción industrial. A Lloyd George, además, no le repugna ningún sacrificio de la idea conservadora, ninguna transacción con la idea revolucionaria. Mientras los reaccionarios quieren reprimir marcialmente la revolución, los reformistas quieren pactar con ella y negociar con ella. Creen que no es posible asfixiarla, aplastarla, sino, más bien, domesticarla.

Esta posición de Lloyd George en la política europea explica su caída del poder. Europa atraviesa un período reaccionario. De 1918 a 1920 Europa vivió un período de revolución. De entonces a hoy vive un período de contrarevolución. Abundan los síntomas: política fascista en Italia, política de Poincaré y del "bloc nacional" en Francia, política de-Hugo Stinnes y de los grandes “carteles” industriales en Alemania. Esta corriente reaccionaria, que arrojó a Nitti del gobierno de Italia y a Briand del gobierno de Francia, expulsó del gobierno de Inglaterra a Lloyd George.

Actualmente, Lloyd George acecha el instante de que las fuerzas de la reacción decaigan para reunir a su rededor a todos los elementos centristas y reformistas e intentar un nuevo experimento de la política del compromiso y de la mediación. La tendencia reformista es aún vital en Europa. En Italia no toda la burguesía es solidaria con Mussolini: Nitti, don Sturzo, "II Corriere della Sera" no se resignan a la dictadura fascista. En Francia se ensanchan progresivamente las bases electorales del "bloc de izquierdas", coalición de radicales y republicanos socialistas del tipo de Painlevé y Herriot. Todavía no se ha llegado a una polarización, a una concentración absoluta de conservadores y revolucionarios. Leopoldo Lugones ha dicho recientemente en la Argentina que el mundo debe elegir entre dos dictaduras: la de Mussolini o la de Lenin. Pero, por ahora, entre la extrema izquierda y la extrema derecha, entre el fascismo y el bolchevismo, existe una extensa, una vasta, una heterogénea zona intermedia, psicológica y orgánicamente democrática y evolucionista, que aspira a un acuerdo, una transacción entre la idea conservadora y la idea revolucionaria. Lloyd George es uno de los leaders sustantivos de esa zona templada de la política. Algunos le atribuyen un íntimo sentimiento demagógico. Y lo definen como un político nostálgico de una posición revolucionaria. Pero este juicio está hecho a base de datos superficiales de la personalidad de Lloyd George. Lloyd George no tiene aptitudes espirituales para ser un caudillo revolucionario ni un caudillo reaccionario. Le falta fanatismo, le falta dogmatismo, le falta sectarismo. Lloyd George es un relativista de la política. Y, como todo relativista, tiene ante la vida una actitud un poco risueña, un poco cínica, un poco irónica y un poco humorista.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Caillaux [Recorte de prensa]

Caillaux

La ola reaccionaria ha desalojado del poder a los estadistas de la democracia, a los leaders de la política de "reconstrucción europea". Y ha agravado así la crisis de la desocupación y del "chomage". Más esos estadistas, esos leaders no aceptan pasivamente la condición de desocupados. Invierten su tiempo en la propaganda, en la "reclame" de sus ideas y su táctica. Y como la reacción es un fenómeno internacional, no la combaten solo en sus países respectivos: la combaten sobre todo, en el mundo. No intentan únicamente la conquista de la opinión nacional: intentan la conquista de la opinión mundial. Lloyd George, reemplazado en el gobierno de Inglaterra por los conservadores, efectúa en Estados Unidos un estruendoso desembarco de su dialéctica y su ideología. Francesco S Nitti, destituído de influencia en los rumbos de Italia por los fascistas, flirtea con la democracia norteamericana y con la democracia tudesca. Joseph Caillaux, desterrado de Francia por el bloc nacional, emplea su exilio en una viva actividad teorética.

Pero Caillaux está más lejos de recuperar su influencia en Francia, que Lloyd George, que Nitti la suya en Inglaterra y en Italia. La victoria de los radicales y los socialistas no llevaría a Caillaux al gobierno. Sobre Caillaux pesa todavía una condena. Los leaders presentes del bloc de izquierdas son Herriot, Boncour, Painlevé. A ellos les tocaría ocupar los puestos de Poincaré, de Tardieu, de Aragó y de los conductores del bloc nacional. Ellos, además, una vez instalados en el poder, tendrían que dosificar su radicalismo al estado de la opinión francesa, en la cual la intoxicación actual dejaría tantos sedimentos reaccionarios y nacionalistas. Caillaux no es, por consiguiente, un candidato al gobierno. Es apenas un candidato a la rehabilitación y a la amnistía francesas.

Hace cinco años Caillaux era un acusado. Era el protagonista de un dramático proceso de alta traición. Ahora no es sino un exiliado político. El mundo está unánimemente convencido de que el proceso de Caillaux fue un proceso político. Algo así como un accidente del trabajo. La guerra dió a la clase conservadora, a la alta burguesía francesa, una ocasión de represalia contra Caillaux. Esa clase conservadora, esa alta burguesía, detestaban a Caillaux por su radicalismo. Durante la época de hegemonía en la política francesa del radicalismo y de sus mayores figuras —Waldeck Rousseau, Combes, Caillaux— esa clase conservadora y esa alta burguesía almacenaron en su ánimo ascendrados rencores contra la izquierda y sus hombres. La guerra produjo en Francia la unión sagrada. Y la unión sagrada, que creaba un estado de ánimo nacionalista y guerrero, produjo el resurgimiento de las derechas, ávidas de castigar la “demagogia financiera” de Caillaux y de deshacerse de un adversario potente. Caiilaux, de otro lado, no era un adherente incondicional y delirante de la unión sagrada. No tenía puesta la mirada únicamente en las batallas; la tenía puesta, más bien, en el porvenir y en la paz. Preveía que la reconstrucción de Europa, desvastada y desangrada por la guerra, obligaría a Francia y a Alemania a la solidaridad y a la cooperación. Pensar así era entontes pensar heréticamente. Y Caillaux era, por tanto, un sospechoso de herejía en aquellos días de inquisición patriótica. Clemenceau, disidente del radicalismo, conductor, animador y prisionero de la corriente reaccionaria, no retrocedió ante una acusación de inteligencia con el enemigo. Y esgrimiendo esta acusación, mandó a Caillaux a la cárcel. El proceso vino después de la victoria, en un instante de apoteosis y de erección nacional. En un instante en que persistía agudamente la atmósfera marcial de la guerra. La acusación contra Caillaux no exhibió ninguna prueba. Se fundó en sospechas, en conjeturas, en presunciones. Explotó los contactos casuales de Caillaux con personajes sospechosos o equívocos en Italia, en la Argentina y en Francia. El fallo, impregnado del convencimiento de la inculpabilidad de Caillaux, tuvo, sin embargo, que concluir con una sentencia. Caillaux salió del proceso absuelto y condenado al mismo tiempo.

Después, las cosas han cambiado gradualmente. A medida que el ambiente francés se ha descargado de irritación bélica, la figura de Caillaux ha recobrado su verdadero contorno moral. Los radicales-socialistas, que temieron solidarizarse demasiado con su leader en los días de la acusación, han anunciado su voluntad de conseguir la revisión del proceso.

Caillaux aguarda en el exilio esta revisión. Pero no ha gastado su actividad en una actitud de vindicación y de defensa de su personalidad y de su historia. Ha escrito un libro, "Mes prisons”, denunciando la trastienda íntima de su persecución y de su condena. Y no ha vuelto a insistir, sobre este tópico personal y autobiográfico. En su libro posterior: "¿Ou vá la France? ¿Ou va rEurope?", ha ocupado de nuevo su posición de polémica y de combate ideológicos.

En este libro, que tanto ha resonado en el mundo, estudia Caillaux, preliminarmente, el proceso de incubación de la guerra. Sostiene que los gobernantes europeos de 1914 no defendieron suficientemente la paz. Y describe luego las condiciones actuales de Europa. Su descripción de la crisis europea no es menos panorámica y emocionante que la de Nitti. Y es, tal vez, más profunda y más técnica. Caillaux enfoca uno tras otro, los aspectos esenciales de crisis. Los déficits, las deudas, el pasivo de la guerra que arroja sobre las espaldas de varias generaciones europeas una carga abrumadora. La marejada campesina, la ola agraria, los intereses rurales que en la Europa central tienden a aislar al campo de la industria urbana y a restablecer una economía medioeval superada y anacrónica. La baja del cambio, la desvalorización de la moneda que arrinan a una extensa categoría de pequeños y medianos rentistas y que proletariza a la clase media. La hipertrofia, el crecimiento de los trust gigantescos y de los carteles mastodónicos construídos sobre ruinas y escombros, que confieren a unos cuantos grandes capitalista una influencia desmesurada en la suerte de los pueblos. Las corrientes nacionalistas que se oponen a una política de cooperación y asitencia internacionales y enemistan y separan a las naciones. Los intereses plutocráticos que obstruyen la vía del compromiso y de la transacción entre la idea individualista y la idea socialista.

¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa? Caillaux no admite el comunismo. Su resistencia al comunismo no es de orden ideológico sino de orden técnico. Caillaux piensa que el comunismo no puede reorganizar eficientemente la producción europea. El comunismo centraliza en el Estado todos los resortes de la producción. Entrega, por ende, la solución de todas las cuestiones económicas e industriales a una burocracia política, omnipotente y dogmática. Y bien. Caillaux considera aún necesaria la acción del interés privado en el funcionamiento de la producción. Sus objeciones al comunismo son objeciones de financista. Caillaux no discute la ética del comunismo. Discute, su eficacia, su utilidad, su oportunidad. Pero Caillaux, que no acepta la revolución, tampoco acepta la reacción. Con mayor énfasis que las soluciones de la extrema izquierda, rechaza las soluciones de la extrema derecha. Quiere que se pacte con las masas a fin de restaurar su voluntad de trabajo y de cooperación y de desviarlas de la atracción comunista. Advierte el envejecimiento del Estado individualista y el tramonto de la democracia jacobina. Y propone la reconstrucción del Estado sobre la base de una transacción entre la democracia occidental y el sovietismo ruso. Pero, deteniéndose ante la concepción de Rathenau del Estado profesional, afirma que el Estado económico debe estar subordinado al Estado político. Según Caillaux hay "una gran cuestión que supera en mucho a la del comunismo y el capitalismo"; la cuestión de la ciencia y de relaciones con la economía del mundo. La ciencia crea la inestabilidad económica y por consiguiente, la inestabilidad política. Actualmente las grandes usinas metalúrgicas se agrupan al lado de los yacimientos de hulla que abastecen los altos hornos. Más se predice la invención de un sistema nuevo de fabricación del acero. Y esta sola invención puede transformar la geografía económica de Europa.

Caillaux propugna la cooperación entre las naciones y la cooperación entre las clases. Afirma su adhesión a la idea democrática. Niega la eficacia de la revolución y de la reacción. Señala los grandes problemas, las grandes incertidumbres contemporáneas. Busca una solución utilitaria, una solución técnica. Desecha toda solución dogmática. Pero su palabra intelectual, vacilante, escrupulosa y científica, no emociona a las muchedumbres actuales, que sienten una necesidad mística de fe, de fanatismo y de mito.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución turca y el islam [Recorte de prensa]

La revolución turca y el islam

La democracia opone a la impaciencia revolucionaria una tesis evolucionista: "la Naturaleza no hace saltos". Pero la investigación y la experiencia actuales contradicen, frecuentemente, esta tesis absoluta. Prosperan tendencias anti-evolucionistas en el estudio de la biología y de la historia. Al mismo tiempo, los hechos contemporáneos desbordan del cauce evolucionista. La guerra mundial ha acelerado, evidentemente, entre otras crisis, la del pobre evolucionismo. (Aparecido en este tiempo, el darwinismo habría encontrado escaso crédito. Se habría dicho de él que llegaba con excesivo retraso).

Turquía, por ejemplo, es el escenario de una transformación vertiginosa e insólita. En cinco años, Turquía ha mudado radicalmente sus instituciones, sus rumbos y su mentalidad. Cinco años han bastado para que todo el poder pase del Sultán al Demos y para que en el asiento de una vieja teocracia se instale una república demo-liberal y laica. Turquía, de un salto, se ha uniformado con Europa, en la cual fue antes un pueblo extranjero, impermeable y exótico. La vida ha adquirido en Turquía una pulsación nueva. Tiene las inquietudes, las emociones y los problemas de la vida europea. Fermenta en Turquía, casi con la misma acidez que en Occidente, la cuestión social. Se siente también ahí la onda comunista. Contemporáneamente, el turco abandona la poligamia, se vuelve monógamo, reforma sus ideas jurídicas y aprende el alfabeto europeo. Se incorpora, en suma, en la civilización occidental. Y al hacerlo no obedece una imposición extraña ni externa. Lo mueve un espontáneo impulso interior.

Nos hallamos en presencia de una de las transiciones más veloces de la historia. El alma turca parecía absolutamente adherida al Islam, totalmente consustanciada con su doctrina. El Islam, como bien se sabe, no es un sistema únicamente religioso y moral sino también político, social y jurídico. Análogamente a la ley mosaica, el Corán da a sus creyentes, normas de moral, de derecho, de gobierno y de higiene. Es un código universal, una construcción cósmica. La vida turca tenía fines distintos de los de la vida occidental. Los móviles del occidental son utilitarios y prácticos; los del musulmán son religiosos y éticos. En el derecho y las instituciones jurídicas de una y otra civilización se reconocía, por consiguiente, una inspiración diversa. El Califa del islamismo conservaba, en Turquía, el poder temporal. Era Califa y Sultán. Iglesia y Estado constituían una misma institución. En su superficie empezaban a medrar algunas ideas europeas, algunos gérmenes occidentales. La revolución de 1908 había sido un esfuerzo por aclimatar en Turquía el liberalismo, la ciencia y la moda europeas. Pero el Corán continuaba dirigiendo la sociedad turca. Los representantes de la ciencia otomana creían, generalmente, que la nación se desarrollaría dentro del islamismo. Fatim Effendi, profesor de la Universidad de Estambul, decía que el progreso del islamismo "se cumpliría no por importaciones extranjeras sino por una evolución interior". El doctor Chehabeddin Bey agregaba que el pueblo turco, desprovisto de aptitud para la especulación, "no había sido nunca capaz de la
heregía ni del cisma" y que no poseía una imaginación bastante creadora, un juicio suficientemente crítico para sentir la necesidad de rectificar sus creencias. Prevalecían, en suma, respecto al porvenir de la teocracia turca, previsiones excesivamente optimistas y confiadas. No se concedía mucha trascendencia a las filtraciones del pensamiento occidental, a los nuevos intereses de la economía y de la producción.

Revistemos rápidamente los principales episodios de la revolución turca.

Conviene recordar, previamente, que, antes de la guerra mundial, Turquía era tratada por Europa como un pueblo inferior, como un pueblo bárbaro. El famoso régimen de las "capitulaciones" acordaba en Turquía, a los europeos, diversos privilegios fiscales y jurídicos. El europeo gozaba en la nación turca de un fuero especial. Se hallaba por encima del Corán y de sus funcionarios. Luego, las guerras balcánicas dejaron muy disminuida la potencia y la soberanía otomanas. Y tras de ellas vino la gran guerra. Su sino había empujado a Turquía al lado del bloque austro-alemán. Terminada la guerra, la victoria del bloque enemigo pareció decidir la ruina turca. La Entente miraba a Turquía con enojo y rencor inexorables. La acusaba de haber causado un prolongamiento cruento y peligroso de la lucha. La amenazaba con una punición tremenda. El propio Wilson, tan sensible al derecho de libre determinación de los pueblos, no sentía ninguna piedad por Turquía. Toda la ternura de su corazón universitario y presbiteriano estaba acaparada por los armenios y los judíos. Pensaba Wilson que el pueblo turco era extraño a la civilización europea y que debía ser expelido para siempre de Europa. Inglaterra, que codiciaba la posesión de Constantinopla, de los Dardanelos y del petróleo turco, se adhería naturalmente a esta predicación. Había prisa de arrojar a los turcos al Asia. Un ministerio dócil a la voluntad de los vencedores se constituyó en Constantinopla. La función de este ministerio era sufrir y aceptar, mansamente, la mutilación del país. La somnolienta ánima turca eligió ese instante dramático y doloroso para reaccionar. Insurgió en Anatolia Mustafá Kemal Pachá, jefe del ejército de esa región. Nació la "Sociedad de Trebizonda para la defensa de los derechos de la nación". Se formó el gobierno de la Asamblea Nacional de Angora. Aparecieron, sucesivamente, otras facciones revolucionarias: el "ejército verde", el "grupo del pueblo" y el partido comunista. Todas coincidían en la resistencia al imperialismo aliado, en la descalificación del impotente y domesticado gobierno de Constantinopla y en la tendencia a una nueva organización social y política.

Esta erección del ánimo turco detuvo, en parte, las intenciones de la Entente. Los vencedores ofrecieron a Turquía en la conferencia de Sevres una paz que le amputaba dos terceras partes de su territorio, pero que le dejaba, aunque no fuese sino condicionalmente, Constantinopla y un retazo de tierra europea. Los turcos no eran expulsados del todo de Europa. La sede del Califa era respetada. El gobierno de Constantinopla se resignó a suscribir este tratado de paz. Mustafá Kemal, a nombre del gobierno de Anatolia, lo repudió categóricamente. El tratado no podía ser aplicado sino por la fuerza.

En tiempos menos tempestuosos, la Entente habría movilizado contra Turquía su inmenso poder militar. Pero era la época de la gran marea revolucionaria. El orden burgués estaba demasiado sacudido y socabado para que la Entente lanzase sus soldados contra Mustafá Kemal. Además, los intereses británicos chocaban en Turquía con los intereses franceses. Grecia, largamente favorecida por el tratado de Sevres, aceptó la misión de imponerlo a la rebelde voluntad otomana.

La guerra greco-turca tuvo algunas fluctuaciones. Mas desde el primer día se contrastó la fuerza de la revolución turca. Francia se apresuró a romper el frente único aliado y a negociar y pactar con los kemalistas, auxiliados de otra parte, por la cooperación rusa. La ola insurreccional se extendió en Oriente. Estos éxitos excitaron y fortalecieron el ánimo de Turquía. Finalmente, Mustafá Kemal batió al ejército griego y lo arrojó del Asia Menor. Las tropas kemalistas se aprestaron para la liberación de Constantinopla, ocupada por soldados de la Entente. El gobierno británico quiso responder a esta amenaza con una actitud guerrera. Pero los laboristas se opusieron a tal propósito. Un acto de conquista no contaba ya, como habría contado en otros tiempos, con la aquiescencia o la pasividad de las masas obreras. Y esta fase de la insurrección turca se cerró con la suscrición de la paz de Lausanne que, cancelando el tratado de Sevres, sancionó el derecho de Turquía a permanecer en Europa y a ejercitar en su territorio toda su soberanía. Constantinopla fue restituida al pueblo turco.

Adquirida la paz exterior, la revolución inició definitivamente la organización de un orden nuevo. Se acentuó en toda Turquía una atmósfera revolucionaria. La asamblea nacional dió a la nación una constitución democrática y republicana. Mustafá Kemal, el caudillo de la insurrección y de la victoria, fue designado Presidente. El Califa perdió definitivamente su poder temporal. La Iglesia quedó separada del Estado. La religión y la política turcas cesaron de coincidir y confundirse. Disminuyó la autoridad del Corán sobre la vida turca, con la adopción de nuevos métodos y conceptos jurídicos.

Pero seguía en pie el Califato. Alrededor del Califa se formó un núcleo reaccionario. Los agentes británicos maniobraban simultáneamente en los países musulmanes a favor de la creación de un Califato dócil a su influencia. El movimiento reaccionario comenzó a penetrar en la Asamblea Nacional. La Revolución se sintió acechada y se resolvió a defenderse con la máxima energía. Pasó rápidamente de la defensiva a la ofensiva. Procedió a la abolición del Califato y a la secularización de todas las instituciones
turcas.

Hoy Turquía es un país de tipo occidental. Y esta fisonomía se irá afirmando cada día más. Las condiciones políticas y sociales emanadas de la revolución estimularán el desarrollo de una nueva economía. La vuelta a la monarquía teocrática no será materialmente posible. La civilización occidental y la ley mahometana son inconciliables.

El fenómeno revolucionario ha echado hondas raíces en el alma otomana. Turquía está enamorada de los hombres y las cosas nuevas. Los mayores enemigos de la revolución kemalista no son turcos. Pertenecen, por ejemplo, al capitalismo inglés. El "Times" de Londres ha comentado senil y lacrimosamente la supresión del Califato, "una institución tan ligada a la grandeza pasada de Turquía". La burguesía occidental no quiere que el Oriente se occidentalice. Teme, por el contrario, la expansión de su propia ideología y de sus propias instituciones. Esto podría ser otra prueba de que ha dejado de representar los intereses vitales de la Civilización de Occidente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira