Estética

Taxonomía

Código

05.05.02

Nota(s) sobre el alcance

  • ARTE

Nota(s) sobre el origen

  • OECD Macrothesaurus

Mostrar nota(s)

Términos jerárquicos

Estética

Términos equivalentes

Estética

Términos asociados

Estética

4 Descripción archivística results for Estética

4 resultados directamente relacionados Excluir términos relacionados

Oliverio Girondo [Recorte de prensa]

Oliverio Girondo

Este Oliverio sud-americano y humorista no se parece al hamletiano y melancólico Oliverio amigo de Juan Cristóbal. No es probable que, como al agonista de la novela de Romain Rolland, le toque morir en un primero de mayo luctuoso.

Girondo es un poeta de recia fibra gaucha. La urbe occidental ha afinado sus cinco o más sentidos; pero no los ha aflojado ni corrompido. Después de emborracharse con todos los opios de occidente, Girondo no ha variado en su sustancia. Europa le ha inoculado todos los bacilos de su escepticismo y de su relativismo. Pero Girondo ha vuelto intacto e indemne a la pampa.

Esta gaya barbarie, que la civilización occidental no ha logrado domesticar, diferencia su arte del que, en ánforas disparatadas, símiles a las suyas, se envasa y se consume en las urbes de Occidente. En la poesía de Girondo el bordado es europeo, es urbano, es cosmopolita. Pero la trama es gaucha.

La literatura europea de vanguardia, —aunque esto disguste a Guillermo de Torre— representa la flora ambigua de un mundo en decadencia. No la llamaremos literatura "fin de siglo" para no coincidir con Eugenio d’Ors. Mas si la llamaremos literatura "fin de época". En las escuelas ultra-modernas se descompone, se anarquiza y se disuelve el arte viejo, en exasperadas búsquedas y trágico-cómicas acrobacias. No son todavía un orto; son, más bien, un tramonto. Los celajes crepusculares de esta hora preanuncian sin duda algunos matices del arte nuevo, pero no su espíritu. El humor de la literatura contemporánea es mórbido. Girondo lo sabe y lo siente. Yo suscribo sin vacilar su juicio sobre Proust: "Las frases, las ideas de Proust, se desarrollan y se enroscan, como anguilas que nadan en piscinas de acuarios; a veces deformadas por un efecto de refracción, otras anudadas en acoplamientos viscosos, siempre envueltas en esa atmósfera que tan sólo se encuentra en los acuarios y en las obras de Proust".

El oficio de las escuelas de vanguardia —de estas escuelas que nacen como los hongos— es un oficio negativo y disolvente. Tienen la función de disociar y de destruir todas las ideas y todos los sentimientos del arte burgués. En vez de buscar a Dios, buscan el átomo. No nos conducen a la unidad, nos extravían por mil rutas diversas, desesperadamente individuales, en el Dédalo finito y befardo. Sus ácidos corroen los mitos ancianos. Esto es lo que la función de las escuelas ultra-modernas tiene de revolucionario. El frenesí con que se burlan de todas las solemnes alegorías retóricas. Ninguna cosa del mundo burgués les parece respetable. Detractan y disgregan con sutiles burlas la Eternidad burguesa y el Absoluto burgués. Limpian la superficie del Novecientos de todas las heces, clásicas o románticas, de los siglos muertos. Cuando se haya llevado Judas todos los ripios y todas las metáforas de la literatura burguesa, el arte y el mundo recuperarán su inocencia.

Han empezado ya a recuperarla en Rusia. El poeta de la revolución, Demetrio Mayavskoysky, vástago del futurismo, habla a los hombres un lenguaje trágico. Guillermo de Torre se da cuenta en su apología de las literaturas europeas de vanguardia de que "voces de un acento puro, noble y dramático sobresalen entre el coro de voces algo irónico y humorístico que forman los demás poetas de Europa".

¿Pertenece la voz de Oliverio Girondo a este coro? No sé por qué me obstino en la convicción de que Girondo es de otro paño. Pienso que la burla no es sino una estación de su itinerario, un episodio de su romance. Por ahora, hace bien en no tomar en serio las cosas.

Sus "Veinte poemas para ser leídos en el tranvía" y sus "Calcomanías" pueden ser desdeñados por una crítica asmática y pedante. A pesar de esta crítica, Girondo es uno de los valores más interesantes de la poesía de Hispano-América. Entre un aria sentimental del viejo parnaso y una "greguería" acérima y estridente de Oliverio Girondo, el gusto de un hombre nuevo no vacila. La poesía de Girondo nos ofrece al menos versiones verídicas de la realidad. He aquí una escena de la procesión de Sevilla: "Los caballos —la boca enjabonada cual si se fueran a afeitar— tienen las ancas, tan lustrosas, que las mujeres aprovechan para arreglarse la mantilla y averiguar, sin darse vuelta, quién unta una mirada en sus caderas".

Para algunos esta poesía tiene el grave defecto de no ser poesía. Pero esta no es sino una cuestión de paladar. La poesía, materia
preciosa, no está presente en el cuarzo poético sino en muy mínimas proporciones. Lo que ha mudado no es la poesía sino la cristalización. El elemento poético se mezcla, en la obra de los poetas contemporáneos, a ingredientes nuevos. Uno de esos ingredientes es, por ejemplo, el humorismo. Los que están habituados a degustar la poesía sólo en las clásicas salsas retóricas, no pueden digerirla en los poemas de Girondo. Y tienen que asombrarse de que la crítica moderna clasifique a Girondo como un hondo y genuino poeta. Remitamos a los esitantes a los "nocturnos" de Girondo, donde encontrarán emociones poéticas como las siguientes: "Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfiixiaran dentro de las paredes".

"A veces se piensa, al dar vuelta a la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.”

Por mi parte, cambio de buen grado estas síntesis, estos comprimidos —que en mis ratos de excursión por las nuevas pistas de la literatura, me complazco en chupar como bombones— por toda la barroca y tropical épica y todo la mediocre y delicuescente lírica que prosperan todavía en nuestra América.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo libro de Henri Barbusse [Recorte de prensa]

El nuevo libro de Henri Barbusse

¿"Les Enchainements", el nuevo libro de Henri Barbusse, es una novela o un poema? He ahí una cuestión que preocupa a la crítica. La crítica necesita, ordinariamente, antes de juzgar una obra, entenderse sobre su género. Pero, en este caso, la averiguación me parece un poco banal. "Les Enchainements" no se deja encerrar en ninguna de las casillas de la técnica literaria. Barbusse nos advierte en el prefacio de su obra de la dificultad de clasificarla. Como un Dante de su época, el poeta de "Le Feu" ha descendido al abismo del dolor universal. Ha penetrado en la realidad profunda de la historia. Ha interrogado a las muchedumbres de todas las edades. Y luego, ha reconstruido, encadenando sus episodios, la unidad de la tragedia humana. Para escribir este poema o esta novela, ha tenido que "aventurarse en un plan nuevo". "Cuando he ensayado de condensar la evocación múltiple —escribe— me ha parecido tocar a tientas formas de arte diversas: la novela, el poema, el drama y aún la gran perspectiva cinematográfica y la eterna tentación del fresco.

Se encuentra realmente, en "Les Enchainements", elementos de todos estos medios de expresión artística. El nuevo libro de Barbusse no se ajusta a ninguna receta. Paul Souday lo anexa al género del "Fausto" de Goethe y de "Las Tentaciones de San Antonio" de Flaubert. Su sagacidad crítica esquiva los riesgos de una clasificación más específica.

En "Les Enchainements" la novela es un pretexto. El protagonista es un pretexto también. El poeta Serafín Franchel no vive casi su vida actual. Revive su vida de otros siglos. Es un caso de individuo en que se despierta Ia "memoria ancestral". Barbusse aplica en su novela, una teoría científica. La teoría de que "todas las impresiones sin excepción no solamente quedan inscritas, en potencia y en estado latente, en el cerebro, sino que se transmiten integralmente, de individuo a individuo". Y aquí surge, seguramente, para algunos, otra, cuestión de procedimiento estético. ¿Se debe hacer intervenir a la ciencia en una obra de imaginación? El debate sería superfino. La cuestión resulta impertinente, extraña, desplazada. Una obra de estas proporciones tenía que llevar el sello de la época y de la civilización a que pertenece . Tenía que representar la sensibilidad y la cultura de un hombre de Occidente. Criatura de su siglo, Barbusse no podía explicarse sino científicamente las reminiscencias, los recuerdos ancestrales de su personaje. De otra suerte habría flotado en la atmósfera de la novela algo de esotérico, algo de sobrenatural que habría deformado sus líneas. Ninguno de los ingredientes del laboratorio de Maeterlink podía servir a Barbusse. La convención, empleada simplifica, además, extremamente, la arquitectura de "Les Enchainements". Las visiones, las evocaciones de Serafín Franchel se suceden, nítidas, lúcidas, plásticas, sin ningún nexo artificioso. Barbusse no nos conduce parsimoniosamente por el Infierno, el Cielo y el Purgatorio. Su técnica suprime el viaje. De una edad nos hace pasar a otra edad. En cada episodio, en cada cuadro, el mismo drama reaparece, dentro de un decorado distinto. No hay transiciones, no hay intervalos extraños a ese drama. Esto es lo que "Les Enchainements" tienen de cinematográfico, en la acepción noble de este adjetivo. Pero cada episodio, cada cuadro no es una titilante y fugitiva visión cinematográfica. Es un gran fresco. Las figuras no son escultóricas como las de los frescos de Miguel Ángel. Tienen más bien esa especie de vaguedad de las de los frescos de Puvis de Chavannes. Esa especie de vaguedad que tienen casi siempre los protagonistas barbussianos.

La técnica toda de "Les Enchainements" si se ahonda en su génesis, es esencial y típicamente barbussiana. Barbusse emplea en
esta obra el método de sus obras anteriores. "Le Feu" no es tampoco una novela. Es una crónica de las trincheras. Es un relato del horror bélico. El procedimiento de "Les enchainements" está si se quiere, bosquejado en "L'Enfer". El personaje, más que como un actor, se comporta como un espectador del drama humano que, por ser el drama de todos, es también su propio drama. Pero no hay en él solamente un espectador, sino sobre todo, un iluminado, un vidente. Bajo las apariencias falaces de la vida, sus ojos aprehenden una eterna verdad trágica. Y en todos los hechos que contempla late una emoción idéntica.

Nuestra época aparecía, literariamente, como una época de decadencia del género épico. Barbusse, sin embargo, ha escrito una obra épica. Épica porque se inspira en un sentimiento multitudinario. Épica porque tiene el acento de una canción de gesta. Nada importa que, al mismo tiempo, sea lírica como un evangelio. La preceptiva ha deformado demasiado el sentido de lo épico y de lo lírico con sus rígidas y escuetas definiciones. La épica renace. Pero no es ya la misma épica de la civilización capitalista. Es la épica, larvada e informe todavía, de la civilización proletaria. El literato del mundo que tramonta no logra casi asir sino lo individual. Su literatura se recrea en la descripción sutil de un estado de alma, en la degustación voluptuosa de un pecado o de un goce, en un juego mórbido de la fantasía. Literatura psicológica. Literatura psicoanalítica que elige sus sujetos en la costra enferma del planeta. Para el literato de la revolución existen otras categorías humanas y otros valores universales. Su mirada no descubre sólo los seres de excepción de la superficie. Vuela hacia otros ámbitos. Explora otros horizontes. El artista de la revolución sente la necesidad de interpretar el sueño oscuro de la masa, la ruda gesta de la muchedumbre. No le interesa, exclusiva y enfermizamente, el "caso"; le interesa, panorámica y totalmente, la vida. La épica era la exaltación del héroe; la nueva épica será la exaltación de la multitud. En sus cantos, los hombres dejarán de ser el coro anónimo e ignorado del Hombre. Vivimos todavía demasiado presos dentro de los confines de una literatura decadente y moribunda para presentir o concebir los contornos y los colores de un arte nuevo, en embrión, en potencia apenas. El propio Barbusse procede, por ejemplo, de una escuela decadente de cuya influencia no puede hasta ahora liberarse del todo. Mas "Les enchainements" no es un fenómeno solitario en la historia contemporánea. Aparecen desde hace tiempo signos precursores de un arte que, como las catedrales góticas, reposará sobre una fe multitudinaria. En algunos poemas de Alexandro Block —enfant du siecle como Barbusse— en "Los Escitas" verbi gracia, se siente ya el rumor caudaloso de un pueblo en marcha. Dimitri Mayaskowski, el poeta de la revolución rusa, preludia, más tarde, en su poema "130.000.000" una canción de gesta. Los animadores del nuevo teatro ruso ensayan en Moscú representaciones en que intervienen millares de personas y que Bertrand Bussell compara con los "Misterios" de la Edad Media por su carácter imponente y religioso. El siglo del Cuarto Estado, el siglo de la revolución social, prepara los materiales de su épica y de sus epopeyas. ¿La misma guerra mundial no ha reclamado acaso el máximo homenaje para un símbolo de la masa: el soldado desconocido?

Ningún literato de Occidente manifiesta, en su arte, la misma ternura por el hombre, la misma pasión por la muchedumbre que Henri Barbusse. El autor de "L'Enfer" no se muestra atraído por el "personaje". Se muestra atraído por los hombres. El argumento de todas las páginas es el "drama humano". Drama uno y múltiple. Drama de todas las edades. Barbusse reivindica, con infinito amor, con vigorosa energía, la gloria humilde de la muchedumbre. Es la cariátide —escribe— que ha cargado sobre su cuello toda la historia dorada de los otros. En "Les enchainements" este sentimiento aflora a cada instante. "Busca la aventura prodigiosa del número. Las multitudes que hacen la guerra. Las multitudes que hacen las cosas. El número ha cambiado la faz de la naturaleza. El número ha producido las ciudades. Las masas oscuras son la base de la montaña; el mundo se ensombrece gradualmente como una tempestad. Las líneas convergentes de las rutas, los tráficos y las expediciones se hunden en los bajos fondos, de los cuales se extrae la fuerza, la vida y la alteza misma de los reyes. Yo veo, semi-hundida en la tierra, semi- ahogada en el aire, a la cariátide". Este sentimiento constituye el fondo del nuevo libro de Barbusse. "Les enchainements" es el drama de la cariátide. Es la novela de este Atlas que porta el mundo sobre sus espaldas curvadas y sangrantes. Y este sentimiento distingue la épica de Barbusse de la épica antigua, de la épica clásica. Barbusse ve en la historia lo que los demás tan fácilmente ignoran. Ve el dolor, ve el sufrimiento, ve la tragedia. Ve la trama oscura y gruesa sobre la cual, olvidándola y negándola, bordan algunos hombres sus aventuras y su fama. La historia es uná colección de biografías ilustres. Barbusse escruta su dessous. En su libro todas las grandes ilusiones, todos los grandes mitos de la humanidad dejan caer su máscara. La revelación divina, la palabra rebelde, no han perdurado nunca puras. Han sido, por un instante, una esperanza. Han parecido renovar y redimir al mundo. Pero, poco a poco, han envejecido. Se han petrificado en una fórmula. Se han desvanecido en un rito. "La verdad no ha prevalecido contra el error sino a fuerza de parecérsele". El ritmo del libro es doloroso. Sus visiones, como las de "L'Enfer", son acerbamente dramáticas. Pero, libro pesimista como todos los de los profetas, como todos los de las religiones. "Les enchainements" encierra una iluminada y suprema promesa. La verdad no ha triunfado antes porque no ha sabido ser la verdad de los pobres. Ahora se acerca, finalmente, el reino de los pobres, de los miserables, de los esclavos. Ahora la verdad viene en los brazos rudos de Espartaco. "El pueblo que del hombre no tenía sino el olor y que el hambre forzaba a no pensar sino con su carne; el número, anónimo como la tierra y como el agua, el gran muerto ha adquirido consciencia de sí mismo". Barbusse escucha la música furiosamente dulce de la revolución. "He aquí —exclama— que vibra sonora esta cosa, este espectáculo "Debout les damnés de la terne". El libro se cierra con un invocación a todos los hombres "Par sagesse, par pifié, revoltez-vous!"

¿Ha escrito Barbusse una obra maestra, su obra maestra? Otra pregunta impertinente. "Les Enchainements" es un libro de excepción que no es posible medir con las medidas comunes. Su puesto en la historia de la literatura no depende de su contingente mérito artístico que es, por supuesto, altísimo. Depende de que llegue o nó a ser un evangelio de la revolución, una profecía del porvenir. Y de que consiga encender en muchas almas la llama de una fe y crispar muchos puños en un gesto de rebeldía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El paisaje italiano [Recorte de Prensa]

El paisaje italiano

Yo soy un hombre que ha querido ver Italia sin literatura. Con sus propios ojos y sin la lente ambigua y capciosa de la erudición. Esto no es fácil. Hace falta, ante todo, no visitar ni observar Italia en turista. El turista arriba a Italia nutrido de leyenda. Las “impresiones de viaje” de los turistas literatos son la matriz de sus posibles impresiones personales. Por consiguiente, el turista pasa por Italia sin llevarse una sola emoción original. Antes de visitar Italia, la historia, la poesía, la novela, la pintura y la música han abastecido su espíritu de toda suerte de emociones italianas. No le han dejado capacidad ni ganas de emociones directas.

Entre el turista e Italia se interponen la historia y la literatura. La historia y la literatura se comportan como dos enemigos capitales de Italia. Son mucho peores que los “ciderones". Porque equivalen a una banda de cicerones metida en el alma y la matata del turista.

El exceso de gloria, el (exceso de inmortalidad, el exceso de pasado, envejecen a Italia. En Italia a fuerza de ser famoso todo parece viejo. Asi las cosas que se envejecen en todas partes como las cosas que no se envejecen en ninguna. Italia está llena de reliquias. Ya no se distingue la reliquia de la no-reliquia En Italia le cuesta a uno trabajo creer que los automóviles de la FIAT y los figurines de la Rinascente no sean también una reliquia. La historia y la literatura pesan sobre todas las cosas. Tanto que con un poco menos de gloria Italia sería evidentemente un país más bello y más amable.

La historia y la literatura amortajan a Italia. La envuelven en espesos tejidos. La tornan casi inasequible a toda exploración, a toda curiosidad. Para conocer a Italia, desnuda, viviente, hay que desvestirla de historia y de literatura. Los libros han creado una Italia clásica, una Italia oficial, una Italia académica. Y, poco a poco, esta Italia artificial ha reemplazado en el sentimiento de los hombres, a la Italia verdadera. Pirandello diría, sin duda, que la realidad de la Italia artificial es mayor que la realidad de la Italia verdadera.

El pasado sojuzga la pintura, la música y la poesía de la Italia contemporánea. El arte antiguo aplasta con su volumen y entraba con su sugestión al arte moderno de Italia. En el movimiento futurista, a pesar de su artificiosa expresión, yo reconozco, por eso, un gesto espontáneo del genio de Italia. Los iconoclastas que se proponían estrepitosamente, limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables, estaban movidos, en el fondo, por un profundo amor a Italia. Yo percibo en su sentimiento algo de mi propio sentimiento. Siento y pienso, también, muchas veces, que en Italia están demás tanta gloria, tanta leyenda y tanta arqueología.

II

El paisaje italiano es un poco teatral. Es, fundamentalmente, un paisaje espectacular. Un paisaje cualquiera da en Italia, una sensación de escenario más bien que de paisaje. Todo en él —mar, cielo, montaña, valle, árboles— todo me parece escenográfico. Todo tiene algo de “mise en scene”.

No solo el paisaje italiano es un paisaje teatral. El pueblo italiano es, igualmente, un pueblo teatral. Sin duda, son teatrales los hombres porque es teatral también la naturaleza. (Convierte rectificar o ampliar así el lugar común que declara a Italia el jardín de Europa: Italia es el jardín y el teatro de Europa). El italiano es un ser de teatralidad innata. Teatraliza la pasión, teatraliza el pensamiento, teatraliza el arte. Muestra en su existencia la preocupación constante de la “pose” y del gesto. Su más constante y esencial deseo es el de “far bella figura”. El deseo de “far bella- figura” lo puede mover en cualquiera momento al heroísmo y al crimen. D'Annunzio, por ejemplo, aparece corno un italiano representativo. Su retórica, su clasicismo, son los timbres más auténticos de su italianidad. Mas lo es, idénticamente, su histrionismo. D’Annunzio, gran poeta y gran histrión, merece ser clasificado como un producto genuino del suelo de la raza italiana. Pero D'Annnunzio no es sino un espécimen de una estirpe innumerable. El arte italiano se caracteriza, en conjunto, por su espíritu teatral. En Miguel Angel, esta teatralidad se sublima. En Veronese, en Bernini, tiene menor elevación, más grandilocuencia. Es la nota persistente del Renacimiento y de sus escuelas. Sandro Boticcelli, Pier della Francesca, Antonello da Messina y muchos otros artistas italianos, exquisitamente líricos, hondamente subjetivos, no pueden ser olvidados, no pueden ser ignorados. Pero la obra de estos artistas no es la que caracteriza y representa el arte italiano. Malgrado Sandro Boticcelli, Antonello da Messina, Pier della Francesca, etc., el arte italiano es teatral. Y, lo mismo que el arte, el pueblo y el paisaje son en Italia teatrales.

Mas yo no atribuyo esta teatralidad a la raza ni al suelo. No creo que esta teatralidad sea antigua como Italia. No. Yo veo también aquí una consecuencia de la gloria de Italia. Este pueblo es teatral porque no en vano juega desde hace tres mil años un gigantesco rol histórico. Porque no en vano desde hace tres mil años es un gran actor de la historia humana. En treinta siglos de declamación histórica ha adquirido, necesariamente, un gusto dramático y un ademán grandilocuente. Y este trabajo de adaptación, que de cada hombre ha hecho un agonista, de cada paisaje ha hecho un escenario. Cada paisaje es un proscenio. Y las puestas de sol, verbigracia, se han habituado, por esto, a esa solemnidad ligeramente melancólica de las puestas de sol de los telones de fondo y de las tarjetas postales.

Una ciudad italiana es un museo de reliquias. Un paisaje italiano es un museo de recuerdos. A ningún nombre geográfico no está asociado algún gran recuerda, alguna gorda efemérides. Sobre cada fragmento de tierra se amontonan muchos siglos de historia y muchas toneladas de literatura. No hay en toda Italia un solo rico virgen. No hay un solo pedazo de cielo o de tierra que tenga la fortuna de no ser ilustre. Yo, por lo menos, lo he buscado en balde. En una venta rústica de Pavia, donde medraban gansos y pollos y donde me detuve un día, camino de la Cartuja, a almorzar gustosa y parvamente, merodeaba, de un modo demasiado ostensible, la sombra de Francisco I. En la villa de Frascati, donde una primavera me reposé de mis andanzas, en una estancia con frescos de la escuela del Dominicchino duraba el recuerdo de la visita, de un príncipe Borhese o de un cardenal Ludovisi. En el parque de la villa, bajo los olivos, en el sitio donde yo gustaba de leer a Francis Jammés o a Pascoli, ¿quién podía garantizarme que no hubiese discurrido, siglos atrás, Marco Tulio Cicerón? Las ruinas de Túsculum, donde moró el gran retor, no estaban distantes. En cualquier vieja hostería romana el turista no puede estar seguro de que no hayan bebido los vinos del Latium Montaigne, Sthendal, Goethe o, al menos, Chateaubriand. Los más recónditos rincones de les Abruzos están inmortalizados por las novelas y las tragedias de D’Annunzio. Y no existe en la ribera del Lago de Como un palmo de terreno que, en el más modesto de los casos, no haya sido, por ejemplo el escenario de una novela de Fogazzaro.

Y sobre esta tierra ilustre la civilización moderna deposita, metódicamente, nuevos aluviones. Sobre una anécdota antigua superpone una anécdota moderna. Italia recibe, todos tos días, algún personaje famoso, procedente de alguna próxima a lejana parte del mundo, que desea vivir en sueño italiano un capitulo de su novela. No faltan nunca una princesa Mary y un vizconde de Lascelles que resuelvan anidar su luna de miel en una villa de Fiesole o de Sorrento. Hasta las prosaicas conferencias internacionales suelen elegir para sus debates un palacio de Génova, de dan Remo, de Rapallo, de Pallanza o de Porto Rossa. Seguramente, todos los personajes de la historia contemporánea han sido huéspedes de Italia. Si un collado latino no ha sido cantado en un verso de Horacio, es ciertamente porque estaba reservado para estimular una meditación de Goethe. O porque el destino lo tenía elegido para sugerir una idea a Taine o una neta a Palestrina. Su imagen, probablemente, decora un museo de París o de Munich. La ha amado Corot. Boeckling la ha fijado m un croquis.

Para amar un paisaje italiano, para sentir íntegra y originalmente su belleza, yo he necesitado aislarme un poco de su gloria. He necesitado olvidarme un poco de su celebridad excesiva. De otra suerte no he podido comprenderlo, no he podido amarlo. Lo he encontrado pedante, clásico, académico como un profesor de Humanidades. Lo he sentido demasiado ilustre, demasiado glorioso.

III

Un paisaje virgen —del Amazonas o de la Polinesia— es como un cafre o como un jibaro. Es un paisaje sin civilización, sin historia, sin literatura. Es un paisaje desnudo y sin taparrabo. Es un paisaje plenamente primitivo. Un paisaje ilustre es, en cambio, como un hombre de nuestro siglo. Llega hasta su intimidad el álito urbano. Está abrumado de tradición, de cultura, de filosofía. Es un paisaje con frac, con monóculo y hasta con un poco dio neurastenia. El paisaje bárbaro no tiene vestigios de civilizaciones pasadas, ni huellas de acaecimientos históricos, ni recuerdos de personajes magnos. Nada que lo complique, nada que lo envejezca, nada que lo deforme. Nada que impida poseerlo, conocerlo, gozarlo, sin aprorismo, sin perjuicio, desde el primer contacto. Los hombres de este siglo preferiríamos, sin embargo, por mucho tiempo un tipo de paisaje menos hirsuto y menos desnudo. Y, mientras nos duren estos gustos, el paisaje italiano, tendrá derecho a nuestra predilección. Lo único que puede cambiar, por ahora, es la manera de sabotearlo. A mi juicio, las salsas turísticas echan a perder un poco su sazón natural. Pero me parece honrado declarar que la salsa Baedecker es, para un turista burgués y prudente, la más digestiva.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira