Estética

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05.05.02

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  • ARTE

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La civilización y el cabello [Recorte de prensa]

La civilización y el cabello

El tipo de vida que la civilización produce es, necesariamente, un tipo de vida refinado, depurado, artificioso. La civili­zación estiliza, cincela y bruñe los hom­bres y las cosas. Es natural, por ende, que la civilización occidental no ame barbas ni cabellos. El hombre de esta civilización ha evolucionado de la más primitiva exu­berancia capilar a una rasuración casi ab­soluta. Las barbas y los cabellos se en­cuentran actualmente en decadencia.

El hombre de la civilización occidental era originariamente barbado y melenudo. Carlomagno, el emperador de la barba florida, representa genuinamente la Edad Media desde este y otros puntos de vista. Merovingios y carolingios portaron, como Carlomagno, frondosas barbas. El mis­ticismo y la marcialidad eran en el Medio Evo dos grandes generadores de barbas y cabellos. Ni los anacoretas ni los cruza­dos tenían disposición espiritual ni física para afeitarse.

El Renacimiento ejerció gran influencia sobre el tocado. La humanidad accidental volvió a los ideales y a los gustos paga­nos. Después de algunos siglos de som­brío misticismo, rectificó su actitud ante la belleza perecedera. Leonardo de Vinci pasó a la posteridad con una larga y cau­dalosa barba de astrólogo y el Papa Julio II no pensó en cortarse la suya antes de posar para el célebre retrato de Ra­fael. Pero con su reivindicación de la estética greco-romana, el Renacimiento oca­sionó una crisis de las barbas medioeva­les. Miguel Angel no pudo dejar de ima­ginar solemne y taumatúrgicamente bar­budo a Moisés; pero, en cambio, concibió a David helénicamente desnudo y barbi­lampiño. En esto el Renacimiento era coherente con sus orígenes y sus rumbos. La escultura y la pintura griega y roma­nas no descalificaban totalmente la barba. La atribuían a Júpiter, a Hércules y a otros personajes de la mitología y de la historia. Pero, en Atenas y en Roma, la barba tuvo límites discretos. Jamás llegó a la longitud de una barba carolingia. Y fue más bien un atributo humano que divino. Policleto, Fidias, Praxiteles, etc., so­ñaron para los dioses más gentiles una belleza totalmente lampiña. A Apolo, a Mercurio, a Dionisio, nadie los ha imagi­nado nunca barbudos. El Apolo de Belvedere con bigotes y patillas habría sido, en verdad, un Apolo absurdo.

La época barroca no condujo a la huma­nidad a una restauración de las barbas segadas por el Renacimiento; pero mostró un marcado favor a los excesos capilares. Todo fue exuberante y amanerado en la estética barroca: la decoración, la arquitec­tura y las cabelleras. Esta estética condu­jo a la gente al uso de las melenas más largas que registra la historia del tocado.

La estética rococó señaló una nueva reacción contra la barba. Impuso la moda de las pelucas empolvadas. La Revolu­ción, más tarde, dejó pocas pelucas intac­tas. Y el Directorio, capilarmente muy sobrio, toleró la moda prudente y moderada de la patilla, Las patillas de Napoleón, de Bolívar y de San Martín pertenecen a ese período de la evolución del tocado.

El fenómeno romántico engendró una tentativa de restauración del más arcaico y desmandado uso de las melenas y de las barbas. Los artistas románticos se comportaron muy reaccionariamente. ¿Quién no ha visto en algún grabado, la cabeza melenuda y barbada de Teófilo Gautier? ¿Y a dónde no ha llegado una fotografía del cuadro de Fantin Latour de un cenáculo literario de su época? El parnasianismo debía haber inducido a los hombres de letras a cierto aticismo en su tocado; pero parece que no ocurrió así. Hasta nuestro tiempo, Anatole France, literato de genealogía parnasiana, conservó y cultivó una barba un poco patriarcal.

Pero todas estas restauraciones de bigotes, barbas y cabelleras fueron parciales, transitorias, interinas. La civilización capitalista no las admitía. Las trataba como tentativas reaccionarias. El desarrollo de la higiene y del positivismo crearon, también, una atmósfera adversa a esas restauraciones. La burguesía sintió una creciente necesidad de exonerarse de bar­bas y cabellos. Los yanquis se rasuraron radicalmente. Y los alemanes no renun­ciaron del todo al bigote, pero, en cam­bio, respetuosos al progreso y a sus le­yes, resolvieron afeitarse, integralmente la cabeza. Se propagó en todo el mundo la guillete. Esta tendencia de la burguesía a la depilación provocó una protesta romántica de muchos, revolucionarios que, para afirmar su oposición al capitalismo, deci­dieron dejarse crecer desmesuradamente la barba y el cabello. Las gloriosas bar­bas de Karl Marx y de León Tolstoy influ­yeron probablemente en esta actitud es­tética, sostenida con su ejemplo por Jean Jaurés y otros leaders de la Revolución. Provienen de esos tiempos, del romanti­cismo capilar de los hombres de la Revo­lución, la peluca lacia del ex-socialista Briand, el tocado aristocrático de Mac Do­nald y la barba áspera y procaz de Turati.

La peluca femenina es el último capí­tulo de este proceso de decadencia del cabello. Las mujeres se cortan los cabellos por las mismas razones históricas que los hombres. Adquieren con retardo este progreso. Pero con retardo han adquirido también otros progresos sustantivos. La civilización occidental, después de haber modificado físicamente al hombre, no podía dejar intacta a la mujer. Es probable que este sea otra aspecto del sino de las culturas. Ya hemos visto cómo la civilización antigua tampoco toleró demasiadas barbas y cabelleras excesivas. Las diosas del Olimpo no llevaban sueltos, ni fluentes, ni largos, los cabellos. El tocado de la Venus de Milo y de todas las otras Venus era, sin duda, el tocado ideal y dilecto de la antigüedad. Alguien observará, malévolamente, que Venus fue una dama poco austera y poco casta. Pero nadie dudará de la honestidad de Juno que, en su tocado, no se diferenciaba de Venus.

La moda occidental ha estilizado, con un gusto cubista y sintetista, el tiaietdei hombre. La silueta del hombre metropolitano es sobria, simple, geométrica como la de un rascacielos. Su estética rechaza, por esto, las barbas y los cabellos boscosos. Apenas si acepta un exiguo y discreto bigote. El estilo de la moda femenina, malgrado algunas fugaces desviaciones, ha seguido la misma dirección. El proceso de la moda ha sido; en suma, un proceso de simplificación del traje y del tocado. El traje se ha hecho cada vez más útil y sumario. Ha sido así que han muerto, para no renacer, las crinolinas, los cangilones, las colas, las frondosidades pretéritas. Todas las tentativas de restauración del estilo rococó han fracasado. La moda femenina se inspira en estéticas más remotas que la estética rococó o la estética barroca. Adopta gustos egipcios o griegos. Tiende a la simplicidad. La peluca nace de esta tendencia. Es un esfuerzo por uniformar totalmente el tocado femenino, el nuevo estilo del traje y de la forma femeninas.

Jorge Simmel, en un original ensayo sostenía la tesis de la arbitrariedad más o menos absoluta de la moda. "Casi nunca —escribía— podemos descubrir una razón material, estética o de otra índole que explique sus creaciones. Así, por ejemplo, prácticamente, se hallan nuestros trajes, en general, adaptados a nuestras necesidades; pero no es posible hallar la menor huella de utilidad en las decisiones con que la moda interviene para darles tal o cual forma»", Me parece que la única arbitrariedad flagrante es, en este caso, la arbitrariedad de la tesis del original filosofo y ensayista alemán. Las creaciones de la moda son inestables y cambiadizas; pero reaparece siempre en ellas una línea duradera, una trama persistente. Contrariamente a lo que aseveraba Jorge Simmel, es posible descubrir una razón material, estética o de otra índole que las explique.

El traje del hombre moderno es una creación utilitaria y práctica. Se sujeta a razones de utilidad y de comodidad, la moda ha adaptado el traje al nuevo género de vida. Sus móviles no han sido desinteresados. No han sido extraños, y mucho menos superiores, a la prosaica realidad humana. Y es por esto, precisamente, que el traje masculino sufre la diatriba y el desdén románticos de muchos artistas. La moda femenina ha tenido un desarrollo más libre de la presión de la realidad. El traje de la mujer puede darse el lujo de ser más ornamental, más decorativo, más arbitrario que el traje del hombre. El hombre ha aceptado la prosa de la vida; la mujer ha preferido generalmente la poesía. Sus modas, por ende, han sacrificado muchas veces la utilidad a la coquetería. Pero, a medida que la mujer se ha vuelto oficinista, electora, política, etc., ha empezado a depender de la misma realidad prosaica que el varón. Este cambio ha tenido que reflejarse en la moda. Una mujer periodista, por ejemplo, no puede usar un traje demasiado mundano y frívolo. Pero no es indispensable que renuncie a la belleza, a la gracia ni a la coquetería. Yo conocí en la Conferencia de Génova a una periodista inglesa que había conseguido combinar y coordinar su traje sastre, sombrero de fieltro y sus gafas de carey con el estilo de su belleza. Ni aun en los instantes en que tomaba notas para su periódico perdía algo de su belleza superior, original rara. No carecía de elegancia. Y era la suya una elegancia personal, nueva, insólita.

Las costumbres, las funciones y los derechos de la mujer moderna codifican inevitablemente su moda y su estética. La peluca, objetivamente considerada, aparece como un fenómeno espontáneo, como un producto lógico de la civilización. A muchas personas la peluca les parece casi un atentado contra la naturaleza. Pero la civilización, no es sino artificio. La civilización es un permanente atentado contra la naturaleza, un continuo esfuerzo por corregirla. Los románticos adversarios de la peluca malgastaron sus energías. La peluca no es una creación fugaz de la moda. Es algo más que una estación de su itinerario. La peluca no conquistará a todo el mundo, pero se aclimatará extensamente en las urbes. Y no será fatal a la belleza ni a la estética. La estética y la belleza son movibles e inestables como la vida. Y, en todo caso, son independientes de la longitud del cabello. La, moda, finalmente, no impondrá a las mujeres transiciones demasiado bruscas. No es probable, por ejemplo, que las mujeres se decidan a rasurarse la cabeza como los alemanes. Las mujeres, después de todo, son más razonables de lo que parece. Y saben ¡que un pozo de pelo será siempre muy decorativo, aunque no sea rigurosamente, necesario.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira