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El hecho económico en la historia peruana [Recorte de prensa]

El hecho económico en la historia peruana

Los ensayos de interpretación de la historia de la República que duermen en los anaqueles de nuestras bibliotecas coinciden, generalmente, en su desdén o su ignorancia de la trama económica de toda política. Acusan en nuestra gente una obstinada inclinación a no explicarse la historia peruana sino romántica o novelescamente. En cada episodio, en cada acto, las miradas buscan el protagonista. No se esfuerzan por percibir los intereses o las pasiones que el personaje representa. Mediocres caciques, ramplones gerentes de la política criolla son tomados como forjadores y animadores de una realidad de la cual han sido modestos y opacos instrumentos. La pereza mental del criollo se habitúa fácilmente a prescindir del argumento de la historia peruana: se contenta con el conocimiento de sus “dramatis personae”.

El estudio de los fenómenos de la historia peruana se resiente de falta de realismo. Belaunde, con excesivo optimismo, cree que el pensamiento nacional ha sido, durante un largo período, señaladamente positivista. Llama positivista a la generación universitaria que precedió a la suya. Pero se vé obligado a rectificar en gran parte su juicio reconociendo que esa generación universitaria adoptó del positivismo lo más endeble y gaseoso —la ideología—; no lo más sólido y válido —el método—. No hemos tenido siquiera una generación positivista. Adoptar una ideología no es manejar sus mas superfinos lugares comunes. En una corriente, en una escuela filosófica, hay que distinguir el ideario del frasearlo.

Por consiguiente, aún un criterio meramente especulativo debe complacerse del creciente favor de que goza en la nueva generación el materialismo histórico. Esta dirección ideológica sería fecunda aunque no sirviera sino para que la mentalidad peruana se adaptara a la percepción y a la comprensión del hecho económico.

Nada resulta mas evidente que la imposibilidad de entender, sin el auxilio de la Economía, los fenómenos que dominan el proceso de formación de la nación peruana. La economía no explica, probablemente, la totalidad de un fenómeno y de sus consecuencias. Pero explica sus raíces. Esto es claro, por lo menos, en la época que vivimos. Época que si por alguna lógica aparece regida es, sin duda, por la lógica de la Economía.

La conquista destruyó en el Perú una forma económica y social que nacían espontáneamente de la tierra y la gente peruanas. Y que se nutrían completamente de un sentimiento indígena de la vida. Empezó, durante el coloniaje, el complejo trabajo de creación de una nueva economía y de una nueva sociedad. España, demasiado absolutista, demasiado rígida y medioeval, no pudo conseguir que este proceso se cumpliera bajo su dominio. La monarquía española pretendía tener en sus manos todas las llaves de la naciente economía colonial. El desarrollo de las jóvenes fuerzas económicas de la colonia reclamaba la ruptura de este vínculo.

Esta fue la raíz primaria de la revolución de la independencia. Las ideas de la revolución francesa y de la constitución norteamericana encontraron un clima favorable a su difusión en Sudamérica, a causa de que en Sudamérica existía ya, aunque fuese embrionariamente, una burguesía que, a causa de sus necesidades e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea. La independencia de Hispano América no se habría realizado, ciertamente, si no hubiese
contado con una generación heroica, sensible a la emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución. La independencia, bajo este aspecto, se presenta, como una empresa romántica. Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la revolución de la independencia. Los condottieres, los caudillos, los ideólogos de esta revolución no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico.

El hecho económico encierra, igualmente, la clave de todas las otras fases de la historia de la república. En los primeros tiempos de la independencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece, por ejemplo, como una consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el Perú la Revolución hallaba, menos definidas, mas retrasadas que en otros pueblos hispano americanos, los elementos de un orden liberal y burgués. Para que este orden funcionase mas o menos embrionariamente tenía que constituirse una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder estaba a merced de los caudillos militares. Estos caudillos, herederos de la retórica de la revolución de la independencia, se apoyaban a veces temporalmente, en las reinvindicaciones de las masas, desprovistas de toda ideología, para conquistar o conservar el poder contra el sentimiento conservador y reaccionario de los descendientes y sucesores de los encomenderos españoles. Castilla, verbigracia, el más interesante y representativo de estos jefes militares, agitó con eficacia la bandera de la abolición del impuesto a los indígenas y de la esclavitud de los negros. Aunque, naturalmente, una vez en el poder, necesitó dosificar su programa a una situación política dominada por los intereses de la casta conservadora, a la que indemnizó con el dinero fiscal el daño que le causaba la emancipación de los esclavos.

El gobierno de Castilla, marcó, además, la etapa de solidificación de una clase capitalista. Las concesiones del Estado y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo y una burguesía. Y esta clase, que se organizó luego en el civilismo, se movió muy pronto a la conquista total del poder. La guerra con Chile interrumpió su predominio. Restableció durante algún tiempo las condiciones y las circunstancias de los primeros años de la república. Pero la evolución económica de nuestra postguerra le franqueó, poco a poco nuevamente el camino.

La guerra con Chile tuvo también una raiz económica. La plutocracia chilena, que codiciaba las utilidades de los negociantes y del fisco peruanos, se preparaba para una conquista y un despojo. Un incidente, de orden económico idénticamente, le proporcionó el pretexto de la agresión.

No es posible comprender la realidad peruana sin buscar y sin mirar el hecho económico. La nueva generación no lo sabe, tal vez, de un modo muy exacto. Pero lo siente de un modo muy enérgico. Se da cuenta de que el problema fundamental del Perú, que es el del indio y de la tierra, es ante todo un problema de la economía peruana. La actual economía, la actual sociedad peruana tienen el pecado original de la conquista. El pecado de haber nacido y haberse formado sin el indio y contra el indio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal [Recorte de prensa]

Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal

I

Me parece que José Vasconcelos, en un articulo de "El Universlal", ha encontrado una fórmula sobre pesimismo y optimismo que no
solamente, define el sentimiento de la nueva generación ibero-americana frente a la crisis contemporánea sino que también corresponde absolutamente a la mentalidad y a la sensibilidad de una época en la cual, malgrado las tesis de Don José Ortega y Gasset sobre "el alma desencantada", millones de hombres trabajan con un ardimiento místico y una pasión religiosa, por crear un mundo nuevo. "Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal", esta es la fórmula de Vasconcelos.

"No conformarnos nunca, —escribe Vasconcelos—, pero estar siempre más allá y superior al instante. Repudio de la realidad y lucha para destruirla, pero no por ausencia de fe, sino por sobra de fe en las capacidades humanas y por convicción firme de que nunca es permanente ni justificable el mal y de que siempre es posible y factible redimir, purificar, mejorar el estado colectivo y la conciencia privada".

La actitud del hombre que se propone corregir la realidad es ciertamente, más optimista que pesimista. Es pesimista en su protesta y en su condena del presente; pero es optimista en cuanto a su esperanza en el futuro. Todos los grandes ideales humanos han partido de una negación; pero todos han sido también una afirmación. Las religiosas han representado perennemente en la historia, ese pesimismo de la realidad y ese optimismo del ideal que, en este tiempo, nos predica el escritor mexicano.

II

Existe dos clases de pesimistas como existe dos clases de optimistas. El pesimista exclusivamente negativo se limita a constatar, con un gesto de impotencia y de desesperanza, la miseria de las cosas y la vanidad de tus esfuerzos. Es un nihilista que espera melancólicamente su última desilusión, el "extremo límite", como decía Arzabachev. Pero este tipo de hombre, afortunadamente, no es común. Pertenece a una rala jerarquía de intelectuales desencantados. Constituye, además, un producto de una época de decadencia o de un pueblo en colapso.

Entre los intelectuales, no es raro un nihilismo simulado que les sirve de pretexto filosófico para rehuir su cooperación a todo gran esfuerzo renovador o para explicar su desdén por toda obra multitudinaria. Pero el nihilismo ficticio de esta categoría de intelectuales no es siquiera una actitud filosófica. Se reduce a un escondido y artificial desdén por los grandes mitos humanos. Es un nihilismo inconfuso que no se atreve a asomar a la superficie de la obra ni de la vida del intelectual negativo que se entrega a este ejercicio teorético como a un vicio solitario. El intelectual nihilista en privado, suele ser, en público, miembro de una liga, antialcohólica o de una sociedad protectora de los animales. Su nihilismo, no tiene por objeto defenderlo y precaverlo sino de las grandes pasiones. Ante los pequeños ideales el falso nihilista se comporta con el más vulgar idealismo.

III

Es con los espíritus pesimistas y negativos de esta estirpe con los que nuestro optimismo del ideal no nos consiente tolerar que se nos
confunda. Las actitudes absolutamente negativas son estériles. La acción está hecha de negaciones y de afirmaciones. La nueva generación, en nuestra América como en todo el mundo, es ante todo una generación que grita su fe y que canta su esperanza.

IV

En la filosofía occidental contemporánea prevalece un humor excéptico. Esta actitud filosófica como sus más penetrantes críticos lo remarcan, es un gesto peculiar de una civilización en decadencia. Solo en un mundo decadente aflora un sentimiento desencantado de la vida. Pero ni aún este, excepticismo o este relativismo contemporáneos tiene ningún parentezco, ninguna afinidad con el nihilismo barato y ficticio de los impotentes ni con el nihilismo absoluto y mórbido de los suicidas y de los locos de Andriev y Arzibachef. El pragmatismo, que tan eficazmente mueve al hombre a la acción, es en el fondo una escuela relativista y escéptica. Hans Vahingher, el autor de la "Philosophic der Als Ob", clasificado justamente como un pragmatista.

Para este filósofo tudesco no existen verdades absolutas; pero existen verdades relativas que gobiernan la vida del hombre como si fueran absolutas. "Los principios morales, al par de los estéticos, los criterios del derecho, al par de los conceptos sobre los cuales labora la ciencia, los mismos fundamentos de la lógica, no poseen ninguna existencia objetiva; son construcciones ficticias nuestras, que sirven únicamente de Cánones reguladores de nuestra acción, la cual se dirige como si ellos fuesen verdaderos". Define así la filosofía de Vainhigher en sus "Lineamientos de Filosofía excéptica”, el filósofo italiano Giuseppe Renssi que, traducido finalmente al castellano, según veo en una reciente nota bibliográfica de la revista de Ortega y Gasset, empieza a interesar en España y por ende en América española.

Esta filosofía pues, no invita a renunciar a la acción ni al ideal. (Todo lo contrario). Pretende únicamente negar lo absoluto. Pero reconoce, en la historia humana, a la verdad relativa, al mito temporal de cada época, el mismo valor y la misma eficacia que a una verdad absoluta y eterna declarada inexistente. Esta filosofía proclama y confirma la necesidad del mito y la utilidad de la fe. (Aunque, luego, se entretenga en pensar que todas las verdades y todas las ficciones, en último análisis, son equivalentes). Einstein, físico relativista, se comporta en la vida como un optimista del ideal.

V

En la nueva generación, arde el deseo de superar la filosofía excéptica. Se elaboran en el caos contemporáneo los materiales de una nueva mística. El mundo en gestación no pondrá su esperanza, donde la pusieron las religiones tramontadas. "Los fuertes se empeñan y luchan, —dice Vasconcelos— con el fin de anticipar un tanto la obra del cielo’’ . La nueva generación quiere ser fuerte.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

William J. Bryan [Recorte de prensa]

William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. Willian Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos ante todo que representaba un capítulo concluido, una lépoca tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado hace varios años. El período wilsoniano señaló la última esperanza y la postuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.

Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra ¡a injusticia internacional carecía de una base realista. Bryan era un idealista, de viejo estilo, extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba, concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.

Waldo Frank, en su libro “Nuestra América” que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “Wiliam Jenning Bryan, —que la América se empeña en satirizar—, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.

Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en su verdadero plano. Será superfino todo sentimental transporte de sus correligionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un fustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.

El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demoliberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los EE. UU. la lucha poltica se libró únicamente entre republicanos y demócratas, —o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía— las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a germinar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de esté pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se, volatilizó poco a poco en la
pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hech de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.

Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado, el purita no proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.

Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos, un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Su demodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.

La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presunta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte, injusta tal vez, pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Maeztu y la dictadura

Aunque “es obvio que un Embajador no puede entrar en polémicas periodísticas, el señor Maeztu ha creído necesario responder al artículo en que yo examinaba el proceso y las razones de su adhesión a la dictadura de Primo de Rivera, porque que “puede y debe rectificar una inexactitud”. La inexactitud en que yo he incurrido, y que el Sr. Maeztu en una carta a don Joaquín García Monge, director de “Repertorio Americano”, califica de cronológica, se encontraría en el párrafo siguiente: “El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después de Primo de Rivera”. Son estas las palabras de mi artículo que Maeztu copia para contradecirlas. I su artículo se contrae a sostener que el “cambio central de sus ideas” o, mejor dicho, “la fijación de sus ideas fundamentales” data de 1912. Hasta entonces Maeztu había escrito indistintamente en periódicos liberales como el “Heraldo de Madrid” y conservadores como “La Correspondencia de España” y, consecuente con la fórmula favorita de los hombres del 98, “escuela y despensa”, no se había preocupado gran cosa del problema de derechas e izquierdas. Posición que correspondería en propiedad intelectual “formalmente liberal y orgánicamente conservador”, como yo me he permitido definir al señor Maeztu.
Mi ilustre contradictor no niega, precisamente, el cambio. Y ni siquiera lo atenúa. Lo que le importa es su cronología. Mi inexactitud no es de concepto sino de fecha. El “reaccionario explícito e inequívoco” no ha aparecido en Maeztu después de tres años de experiencia reaccionaria, sino mucho antes de la experiencia misma. ¿Cómo y cuándo? He aquí lo que Maeztu trata de explicarnos. La cronología de su conversión es la siguiente: En 1912, se regresó de Londres, se encontró con que un militar amigo suyo, persuadido por un libro de Mr. Norman Angell de que la guerra no es negocio, se había vuelto pacifista. Los libros de Mr. Norman Angell fueron, diversa y opuestamente, el camino de Damasco, de Maeztu y su amigo militar. El militar se desilusionó de la guerra y la fuerza; el escritor, por reacción, comenzó a apasionarse por ellas. I el día en que descubrió que la fuerza tiene que ser un valor en si misma, ese día, -son sus palabras- pudo advertir que “se había alejado definitivamente del sector de opinión que actualmente lo combate”. En 1916 publicó en inglés un libro, traducido en 1919 al castellano con el título de “La Crisis del Humanismo”, que contiene sustancialmente todo conforme a esta versión, psicológica e intelectualmente sincera sin duda alguna, a pesar de provenir de un Embajador, la conversión de Maeztu ha sido en gran parte causal. Sin la claudicación de un militar honesto y sedentario, capaz de interesarse por las ideas de un pacifista inglés, Maeztu no habría leído con atención los libros de Norman Angell. Y sin meditar en estos libros, no habría llegado, -al menos, tan pronto- a las opiniones expresadas en “La Crisis del Humanismo”. Se trata, en suma de una conversación totalmente causal, vital, pragmatista y polémica. En esto, Maeztu descubre la filiación íntimamente protestante y británica de su mente y su cultura. Y he aquí dos factores más serios de su cambio que el encuentro del militar pacifista y la lectura meditada de “La Gran Ilusión”. Más o menos lo mismo que al señor Maeztu, le sucedió a la Gran Bretaña en el siglo pasado. La gran Bretaña era pacifista en la época del apogeo de las ideas libre-cambistas y manchesterrianas. Gladstone, liberal, acabó practicando, sin embargo, una política imperialista. I Chamberlain, anti-imperialista de origen y escuela, se transformó como Ministro de Colonias, en apóstol del imperialismo. Terminado el periodo de revolución liberal -y, por ende, de emancipación política de los pueblos- liquidados o reducidos a modestos límites los imperios feudales, Inglaterra advirtió que su interés había dejado de ser anti-imperialista. La concurrencia de nuevos imperios capitalistas como Alemania, la obligaba a asegurarse la mejor parte en la distribución de las colonias. El capitalismo británico se tornó agresivo, conquistador y guerrero, hasta precipitar la guerra mundial en la forma que todos sabemos. El señor Maeztu, que formal o teóricamente había permanecido hasta 1912 fiel a una filosofía más o menos liberal, humanista y rousseauniana, estaba ya espiritual y aún racionalmente demasiado impregnado del nuevo clima y del nuevo sentimiento del capitalismo británico. El militar pacifista y Normal Angell son menos responsables de lo que el señor Maeztu cree.
En “La Crisis del Humanismo”, el señor Maeztu no se revelaba solo contra las ideas políticas, sociales y filosóficas que se habían engendrado al impulso del movimiento romántico iniciado por Rousseau. Sus iros, según él mismo, iban más lejos. “El culpable del romanticismo era el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento, por el que el hombre había tratado de convertirse en la medida de todas las cosas, del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad”. Más o menos así razonan también los ideólogos fascistas. Su condena no se detiene en el demo liberalismo-burgués; alcanza al Renacimiento, a la Reforma y al protestantismo, después de hacer justicia sumaria de la Enciclopedia, Rousseau y la Revolución Francesa. Pero el señor Maeztu, inveterado y recalcitrante admirador de las creaciones del genio anglo-sajón, -y, por consiguiente, del capitalismo y el industrialismo, de la grandeza y del poder de Inglaterra y Estados Unidos- no puede asumir esta actitud, sin contradicción flagrantes con algunas de sus opiniones más caras. Al señor Maeztu le debemos sagaces críticas del ideal de Rodó, inteligentes interpretaciones del espíritu puritano y de su influencia en el fenómeno yanqui. No puede arribar, por consiguiente, a las mismas conclusiones que un neo-tomista francés o un nacionalista católico italiano. Condenando “el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento”, el señor Maeztu condena la Reforma, el protestantismo y el liberalismo, esto es los elementos religiosos, filosóficos y políticos de los cuales se ha nutrido la civilización capitalista fruto de un régimen de libre concurrencia. La Reforma representó la ruptura entre el mundo medioeval y el mundo moderno. ¿Y qué es, en último análisis, el protestantismo, sino ese subjetivismo, o mejor, ese individualismo que el señor Maeztu repudia?
En el terreno de la doctrina y de la historia, se le podrían dirigir al señor Maeztu muchas interrogaciones embarazantes. Pero esto no cabe dentro de los límites forzosos de mi dúplica. El señor Maeztu ha rectificado una “inexactitud cronológica”. Y a esta rectificación debo contraerme, sosteniendo que la inexactitud no existe. Es una inexactitud subjetiva, que tiene realidad y valor solo para el señor Maeztu. Pero objetiva, históricamente, no tiene realidad ni valor. Yo no he dicho que todas las ideas actuales del señor Maeztu sean posteriores a tres años de dictadura española. He dicho solo que el reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en él sino después de esos tres años. Poco importa que en “La Crisis del Humanismo”, estuviese ya, en esencia, toda la filosofía actual de su autor. ¿No he definido acaso al Maeztu de ayer como un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador? Maeztu había adquirido, antes de “La Crisis del Humanismo”, un concepto, que el llamará, realista, de la fuerza. Pero esto no fijaba todavía totalmente su posición política. Hace solo cuatro años, en artículos de “El Sol”, de los cuales recordaré precisamente uno titulado “Reforma y Reacción”, atribuía toda la responsabilidad del momento reaccionario que atravesaba Europa, a la agitación revolucionaria que lo había antecedido. Hasta entonces no había abandonado aún del todo, ideológicamente, el campo de la Reforma. Esto es lo que he afirmado. Y en esto insisto.
Me explico que a un hombre inteligente y culto como el señor Maeztu, con el orgullo y también la vanidad peculiar del hombre de ideas, le moleste llegar en retardo respecto a Primo de Rivera, por quien no puede sentir excesiva estimación. Pero el hecho es así, cualesquiera que sean las atenuantes que se admitan. I mi tesis que el destino del intelectual, -salvo todas las excepciones que confirman la regla- es el de seguir el curso de los hechos, más bien que el de precederlos y anticiparlos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira