Comunismo

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03.03.01

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La revolución turca y el islam [Recorte de prensa]

La revolución turca y el islam

La democracia opone a la impaciencia revolucionaria una tesis evolucionista: "la Naturaleza no hace saltos". Pero la investigación y la experiencia actuales contradicen, frecuentemente, esta tesis absoluta. Prosperan tendencias anti-evolucionistas en el estudio de la biología y de la historia. Al mismo tiempo, los hechos contemporáneos desbordan del cauce evolucionista. La guerra mundial ha acelerado, evidentemente, entre otras crisis, la del pobre evolucionismo. (Aparecido en este tiempo, el darwinismo habría encontrado escaso crédito. Se habría dicho de él que llegaba con excesivo retraso).

Turquía, por ejemplo, es el escenario de una transformación vertiginosa e insólita. En cinco años, Turquía ha mudado radicalmente sus instituciones, sus rumbos y su mentalidad. Cinco años han bastado para que todo el poder pase del Sultán al Demos y para que en el asiento de una vieja teocracia se instale una república demo-liberal y laica. Turquía, de un salto, se ha uniformado con Europa, en la cual fue antes un pueblo extranjero, impermeable y exótico. La vida ha adquirido en Turquía una pulsación nueva. Tiene las inquietudes, las emociones y los problemas de la vida europea. Fermenta en Turquía, casi con la misma acidez que en Occidente, la cuestión social. Se siente también ahí la onda comunista. Contemporáneamente, el turco abandona la poligamia, se vuelve monógamo, reforma sus ideas jurídicas y aprende el alfabeto europeo. Se incorpora, en suma, en la civilización occidental. Y al hacerlo no obedece una imposición extraña ni externa. Lo mueve un espontáneo impulso interior.

Nos hallamos en presencia de una de las transiciones más veloces de la historia. El alma turca parecía absolutamente adherida al Islam, totalmente consustanciada con su doctrina. El Islam, como bien se sabe, no es un sistema únicamente religioso y moral sino también político, social y jurídico. Análogamente a la ley mosaica, el Corán da a sus creyentes, normas de moral, de derecho, de gobierno y de higiene. Es un código universal, una construcción cósmica. La vida turca tenía fines distintos de los de la vida occidental. Los móviles del occidental son utilitarios y prácticos; los del musulmán son religiosos y éticos. En el derecho y las instituciones jurídicas de una y otra civilización se reconocía, por consiguiente, una inspiración diversa. El Califa del islamismo conservaba, en Turquía, el poder temporal. Era Califa y Sultán. Iglesia y Estado constituían una misma institución. En su superficie empezaban a medrar algunas ideas europeas, algunos gérmenes occidentales. La revolución de 1908 había sido un esfuerzo por aclimatar en Turquía el liberalismo, la ciencia y la moda europeas. Pero el Corán continuaba dirigiendo la sociedad turca. Los representantes de la ciencia otomana creían, generalmente, que la nación se desarrollaría dentro del islamismo. Fatim Effendi, profesor de la Universidad de Estambul, decía que el progreso del islamismo "se cumpliría no por importaciones extranjeras sino por una evolución interior". El doctor Chehabeddin Bey agregaba que el pueblo turco, desprovisto de aptitud para la especulación, "no había sido nunca capaz de la
heregía ni del cisma" y que no poseía una imaginación bastante creadora, un juicio suficientemente crítico para sentir la necesidad de rectificar sus creencias. Prevalecían, en suma, respecto al porvenir de la teocracia turca, previsiones excesivamente optimistas y confiadas. No se concedía mucha trascendencia a las filtraciones del pensamiento occidental, a los nuevos intereses de la economía y de la producción.

Revistemos rápidamente los principales episodios de la revolución turca.

Conviene recordar, previamente, que, antes de la guerra mundial, Turquía era tratada por Europa como un pueblo inferior, como un pueblo bárbaro. El famoso régimen de las "capitulaciones" acordaba en Turquía, a los europeos, diversos privilegios fiscales y jurídicos. El europeo gozaba en la nación turca de un fuero especial. Se hallaba por encima del Corán y de sus funcionarios. Luego, las guerras balcánicas dejaron muy disminuida la potencia y la soberanía otomanas. Y tras de ellas vino la gran guerra. Su sino había empujado a Turquía al lado del bloque austro-alemán. Terminada la guerra, la victoria del bloque enemigo pareció decidir la ruina turca. La Entente miraba a Turquía con enojo y rencor inexorables. La acusaba de haber causado un prolongamiento cruento y peligroso de la lucha. La amenazaba con una punición tremenda. El propio Wilson, tan sensible al derecho de libre determinación de los pueblos, no sentía ninguna piedad por Turquía. Toda la ternura de su corazón universitario y presbiteriano estaba acaparada por los armenios y los judíos. Pensaba Wilson que el pueblo turco era extraño a la civilización europea y que debía ser expelido para siempre de Europa. Inglaterra, que codiciaba la posesión de Constantinopla, de los Dardanelos y del petróleo turco, se adhería naturalmente a esta predicación. Había prisa de arrojar a los turcos al Asia. Un ministerio dócil a la voluntad de los vencedores se constituyó en Constantinopla. La función de este ministerio era sufrir y aceptar, mansamente, la mutilación del país. La somnolienta ánima turca eligió ese instante dramático y doloroso para reaccionar. Insurgió en Anatolia Mustafá Kemal Pachá, jefe del ejército de esa región. Nació la "Sociedad de Trebizonda para la defensa de los derechos de la nación". Se formó el gobierno de la Asamblea Nacional de Angora. Aparecieron, sucesivamente, otras facciones revolucionarias: el "ejército verde", el "grupo del pueblo" y el partido comunista. Todas coincidían en la resistencia al imperialismo aliado, en la descalificación del impotente y domesticado gobierno de Constantinopla y en la tendencia a una nueva organización social y política.

Esta erección del ánimo turco detuvo, en parte, las intenciones de la Entente. Los vencedores ofrecieron a Turquía en la conferencia de Sevres una paz que le amputaba dos terceras partes de su territorio, pero que le dejaba, aunque no fuese sino condicionalmente, Constantinopla y un retazo de tierra europea. Los turcos no eran expulsados del todo de Europa. La sede del Califa era respetada. El gobierno de Constantinopla se resignó a suscribir este tratado de paz. Mustafá Kemal, a nombre del gobierno de Anatolia, lo repudió categóricamente. El tratado no podía ser aplicado sino por la fuerza.

En tiempos menos tempestuosos, la Entente habría movilizado contra Turquía su inmenso poder militar. Pero era la época de la gran marea revolucionaria. El orden burgués estaba demasiado sacudido y socabado para que la Entente lanzase sus soldados contra Mustafá Kemal. Además, los intereses británicos chocaban en Turquía con los intereses franceses. Grecia, largamente favorecida por el tratado de Sevres, aceptó la misión de imponerlo a la rebelde voluntad otomana.

La guerra greco-turca tuvo algunas fluctuaciones. Mas desde el primer día se contrastó la fuerza de la revolución turca. Francia se apresuró a romper el frente único aliado y a negociar y pactar con los kemalistas, auxiliados de otra parte, por la cooperación rusa. La ola insurreccional se extendió en Oriente. Estos éxitos excitaron y fortalecieron el ánimo de Turquía. Finalmente, Mustafá Kemal batió al ejército griego y lo arrojó del Asia Menor. Las tropas kemalistas se aprestaron para la liberación de Constantinopla, ocupada por soldados de la Entente. El gobierno británico quiso responder a esta amenaza con una actitud guerrera. Pero los laboristas se opusieron a tal propósito. Un acto de conquista no contaba ya, como habría contado en otros tiempos, con la aquiescencia o la pasividad de las masas obreras. Y esta fase de la insurrección turca se cerró con la suscrición de la paz de Lausanne que, cancelando el tratado de Sevres, sancionó el derecho de Turquía a permanecer en Europa y a ejercitar en su territorio toda su soberanía. Constantinopla fue restituida al pueblo turco.

Adquirida la paz exterior, la revolución inició definitivamente la organización de un orden nuevo. Se acentuó en toda Turquía una atmósfera revolucionaria. La asamblea nacional dió a la nación una constitución democrática y republicana. Mustafá Kemal, el caudillo de la insurrección y de la victoria, fue designado Presidente. El Califa perdió definitivamente su poder temporal. La Iglesia quedó separada del Estado. La religión y la política turcas cesaron de coincidir y confundirse. Disminuyó la autoridad del Corán sobre la vida turca, con la adopción de nuevos métodos y conceptos jurídicos.

Pero seguía en pie el Califato. Alrededor del Califa se formó un núcleo reaccionario. Los agentes británicos maniobraban simultáneamente en los países musulmanes a favor de la creación de un Califato dócil a su influencia. El movimiento reaccionario comenzó a penetrar en la Asamblea Nacional. La Revolución se sintió acechada y se resolvió a defenderse con la máxima energía. Pasó rápidamente de la defensiva a la ofensiva. Procedió a la abolición del Califato y a la secularización de todas las instituciones
turcas.

Hoy Turquía es un país de tipo occidental. Y esta fisonomía se irá afirmando cada día más. Las condiciones políticas y sociales emanadas de la revolución estimularán el desarrollo de una nueva economía. La vuelta a la monarquía teocrática no será materialmente posible. La civilización occidental y la ley mahometana son inconciliables.

El fenómeno revolucionario ha echado hondas raíces en el alma otomana. Turquía está enamorada de los hombres y las cosas nuevas. Los mayores enemigos de la revolución kemalista no son turcos. Pertenecen, por ejemplo, al capitalismo inglés. El "Times" de Londres ha comentado senil y lacrimosamente la supresión del Califato, "una institución tan ligada a la grandeza pasada de Turquía". La burguesía occidental no quiere que el Oriente se occidentalice. Teme, por el contrario, la expansión de su propia ideología y de sus propias instituciones. Esto podría ser otra prueba de que ha dejado de representar los intereses vitales de la Civilización de Occidente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia y China

Rusia y China

El ataque a la U.R.S.S. por uno de los Estados que la diplomacia y la finanza de los imperialismos capitalistas puede movilizar contra la revolución rusa estaba demasiado previsto desde que a la etapa del reconocimiento de los Soviets por los gobiernos de Occidente -empujados en parte a esta actitud, según lo observa Álvarez del Vayo por la esperanza de que los negocios en Rusia aliviasen su crisis industrial- siguió la etapa de hostilidad y agresión inaugurada por el allanamiento de la casa Arcos en Londres. Desde entonces es evidente la reaparición en las potencias capitalistas de un acre humor anti-soviético. Mr. Baldwin no trepidó en aceptar las responsabilidades de la ruptura de las relaciones diplomáticas, restablecidas por el primer gabinete Mac Donald. Y en Francia una estridente campaña de prensa, subsidiada y dirigida por la más notoria plutocracia, exigió el retiro del Embajador Rakovsky.

Pero, generalmente, se pensaba que la ofensiva comenzaría otra vez en Occidente. Polonia se ha impuesto el oficio de gendarme de la reacción. Y el general Pilsudsky, en vena siempre de aventuras más o menos napoleónicas, se ha entrenado bastante en la Conspiración y la maniobra anti-soviéticas. Rumania, favorecida por la paz con la anexión de la Besarabia, a expensas de Rusia y del principio de libre determinación de las nacionalidades es otro foco de intrigas y rencores contra la U.R.S.S. Y, en general, a ningún trabajo se han mostrado tan atentas las potencias de Occidente como al de interponer entre la U.R.S.S. y la vieja Europa demo-burguesa una sólida muralla de Estados incondicionalmente adictos a la política imperialista del capitalismo.

La amenaza a que más sensible se manifestaba esta política era, sin embargo, la de la creciente influencia de Rusia en Oriente. Y era lógico, por consiguiente, que la nueva ofensiva anti-rusa eligiese para sus operaciones los países asiáticos. En esto, el Imperio Británico, sobre todo, continuaba su tradición. Inglaterra, desde los tiempos de Disraeli, ha sentido en Rusia su mayor rival en Asia.
En la política de Persia, la mano de Inglaterra se ha movido activamente contra Rusia en los últimos tiempos, en modo demasiado ostensible. Y, a partir del nuevo curso de la política china, que ha hecho del Kuo-Ming-Tang y sus generales un instrumento más perfecto y moderno de los intereses imperialistas que los antiguos caudillos feudales, la excitación de China contra Rusia no ha cesado un instante. La actitud de las autoridades de la Manchuria expulsando intempestivamente a los rusos de esa parte de la China y apoderándose de modo violento del ferrocarril oriental, no es sino un efecto de un trabajo, cuyos antecedentes hay que buscar en la lucha de los imperialismos capitalistas con los Soviets durante la acción nacionalista revolucionaria del Kuo-Ming-Tang.

El Japón juega, sin duda, en la preparación de este conflicto un rol preponderante. Las inversiones del Japón en la Manchuria alcanzan una cifra conspicua. La penetración japonesa en la China, en general, avanza a grandes pasos desde la guerra que hizo del Japón algo así como el fiduciario de la Entente en el Extremo Oriente. La Conferencia de Washington sobre los asuntos chinos, tuvo entre sus principales objetos el de contener la expansión japonesa en la China. Estos intereses económicos se han reflejado incesantemente en el desarrollo de la política. El Japón, occidentalizado y progresista, se ha esmerado a este respecto en la colaboración con los elementos más retrógrados de la China. El Club An-Fú fue su partido predilecto. Luego Chang-So-Ling, el dictador de la Manchuria, acaparó sus simpatías. Y las ambiciones del Japón sobre la Manchuria son de vieja data. El ferrocarril ruso de la Manchuria recuerda, precisamente, al Japón una de sus derrotas diplomáticas. Su victoria militar sobre la China en 1895 le pareció título bastante para instalarse en la península de Liao-Tung, en Port Arthur, en Dalny, en Wei-Hai-Wei y la Corea. Pero, entonces, este apetito excesivo y poco razonable estaba en absoluto conflicto con los intereses de las potencias europeas. Rusia zarista, particularmente, que acababa de construir la línea transiberiana, no podía avenirse a las pretensiones desmesuradas del Japón. La diplomacia de Rusia, Francia y Alemania obligó al Japón a soltar la presa. Y, más tarde, Rusia se hacía adjudicar el Liao Tung con Port Arthur y Dalny y obtenía la autorización de construir el ferrocarril de la Manchuria. Rusia perdió en la guerra con el Japón una parte de estas posesiones; pero entre otras, juzgadas incontestables, conservó la del ferrocarril. Y en 1924, el propio gobierno de Chan-So-Ling reconoció a Rusia sus derechos sobre esta vía férrea. La diplomacia revolucionaria de los Soviets había roto con la tradición del zarismo en sus relaciones con China, renunciando a los derechos de extraterritorialidad y otros que los tratados vigentes con las potencias europeas le reconocían. Rusia había inaugurado una nueva etapa en las relaciones de Europa con China, tratándola de igual a igual. Chang-So-Ling, dictador feudal del más reaccionario espíritu, no era por cierto un gobernante dispuesto a apreciar debidamente este lado de la nueva política rusa. Pero los derechos de Rusia aparecían tan indiscutibles que el tratado no podía conducir sino a su ratificación.

La conducta de la China va contra toda norma de derecho. Un telegrama de Ginebra comunica “que los juristas de Ginebra y La Haya se muestran generalmente inclinados a favorecer la actitud de los abogados de Moscú, quienes insisten en que la China no ha tenido ninguna causa justificada para proceder en la violenta y repentina forma que lo hiciera, sin tratar siquiera de justificar su actitud mediante avisos previos". Esta opinión, dada la ninguna simpatía de que goza la Rusia soviética en el ambiente de la Sociedad de las Naciones, revela que la sutileza de los jurisconsultos no encuentra excusa seria para el proceder chino. Se invoca, como de costumbre, el pretexto, bastante desacreditado, de la propaganda comunista. Pero esta propaganda, en caso de estar comprobada, podría haber sido una razón para medidas circunscritas contra los elementos no deseables. Es imposible explicar con el argumento de la propaganda comunista, las prisiones y exportaciones en masa y la confiscación del ferrocarril.

La política del Japón en la China obedece a intereses distintos y aún rivales de los que dictan la política yanqui. Habían dejado de coincidir aún con los de la política británica. La lucha entre los imperialismos rivales es, sin duda, un obstáculo para un inmediato frente único, anti-soviético, de las grandes potencias capitalistas. Pero la intención de este frente está en los estadistas de sus burguesías. El pacto Kellogg confronta su primera gran prueba, lo mismo que la diplomacia laborista. La China feudal y militarista, la China de Chang Hseuh Liang y Chang Kai Shek, carece de voluntad en este conflicto. No será ella, en el fondo, la que dé la respuesta que aguarda la demanda soviética.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política inglesa

Política inglesa

La política inglesa, a primera vista, parece un mar en calma. El gobierno de Baldwin dispone de la sólida mayoría parlamentaria, ganada por el partido conservador hace poco más de un año. ¿Qué puede amenazar su vida? Inglaterra es el país del parlamentarismo y de la evolución. Estas consideraciones deciden fácilmente al espectador lejano de la situación política inglesa a declararla segura y estable.

Pero a poco que se ahonde en la realidad inglesa se descubre que el orden conservador presidido por Baldwin, reposa sobre bases mucho menos firmes de lo que se supone. Bajo la aparente quietud de la superficie parlamentaria, madura en la Gran Bretaña una crisis profunda. El gobierno de Baldwin tiene ante si problemas que no consienten una política tranquila. Problemas que, por el contrario, exigen una solución osada y que, en consecuencia, pueden comprometer la posición electoral del partido conservador.
Si Inglaterra no se mantuviera aún dentro del cauce democrático y parlamentario, el partido conservador podría afrontar estos problemas con su propio criterio político y programático, sin preocuparse demasiado de las ondulaciones posibles de la opinión. Pero en la Gran Bretaña a un gobierno no le basta la mayoría del parlamento. Esta mayoría debe sentirse, a su vez, más o menos cierta de seguir representando a la mayoría del electorado. Cuando se trata de adoptar una decisión de suma trascendencia para el imperio, el gobierno no consulta a la cámara; consulta al país convocando a elecciones. Un gobierno que no se condujese así en Inglaterra, no sería un gobierno de clásico tipo parlamentario.

El último caso de este género está muy próximo. Como bien se recordará, en 1923 los conservadores estaban, cual ahora, en el poder. Y estaban, sobre todo, en mayoría en el parlamento. Sin embargo, para decidir si el Imperio debía o no optar por una orientación proteccionista, -combatidos por los liberales y los laboristas en el parlamento- tuvieron que apelar al país. El fallo del electorado les fue adverso. No habiendo dado a ningún partido la mayoría, la elección produjo el experimento laborista.
Ahora, por segunda vez, la crisis económica de la post-guerra puede causar el naufragio de un ministerio conservador. El escollo no es ya el problema de las tarifas aduaneras sino el problema de las minas de carbón. Esto es, de nuevo un problema económico.
La cuestión minera de Inglaterra es asaz conocida en sus rasgos sustantivos. Todos saben que la industria del carbón atraviesa en Inglaterra una crisis penosa. Los industriales pretenden resolverla a expensas de los obreros. Se empeñan en reducir los salarios. Pero los obreros no aceptan la reducción. En defensa de la integridad de sus salarios, están resueltos a dar una extrema batalla. No hay quien no recuerde que hace pocos meses este conflicto adquirió una tremenda tensión. Los obreros acordaron la huelga. Y el gobierno de Baldwin solo consiguió evitarla concediendo a los industriales un subsidio para el mantenimiento de los salarios por el tiempo que se juzgaba suficiente para buscar y hallar una solución.

El problema, por tanto, subsiste en toda su gravedad. El gobierno de Baldwin firmó, para conjurar la huelga, una letra cuyo vencimiento se acerca. Una comisión especial estudia el problema que no puede ser solucionado por medios ordinarios. El Partido Laborista propugna la nacionalización de las minas. El Partido Conservador parece que, constreñido por la realidad, se inclina a aceptar una fórmula de semi-estadización que, por supuesto, los liberales juzgan excesiva y los laboristas insuficiente. Y, por consiguiente, no es improbable que los conservadores se vean, como para las tarifas aduaneras, en el caso de reclamar un voto neto de la mayoría electoral. No es ligera la responsabilidad de una medida que significaría un paso hacia la nacionalización de una industria sobre la cual reposa la economía británica.

Y ya no caben, sin definitivo desmedro de la posición del gobierno conservador, recursos y maniobras dilatorias. La amenaza de la huelga está allí. El gobierno que hace poco, para ahorrar a Inglaterra, el paro, se resolvió a sacrificar millones de esterlinas, conoce bien su magnitud. Y la ondulante masa neutra que decide siempre el resultado de las elecciones, y que en las elecciones de diciembre de 1924 dio la mayoría a los conservadores, no puede perdonarle un fracaso en este terreno.

El partido conservador venció en esas elecciones por la mayor confianza que inspiraba a la burguesía y a la pequeña burguesía su capacidad y su programa de defensa del orden social. Y una huelga minera sería una batalla revolucionaria. ¡Cómo!- protestaría la capa gris o media del electorado ante un paro y sus consecuencias.- ¿Es esta la paz social que los conservadores nos prometieron en los comicios? Baldwin y sus tenientes se sentirían muy embargados para responder.

Estas dificultades -y en general todas las que genera la crisis económica o industrial- tienen de muy mal humor a los conservadores de extrema derecha. Toda esta gente se declara partidaria de una ofensiva de estilo fascista contra el proletariado. No obstante la diferencia de clima y de lugar, la gesta de Mussolini y los “camisas negras” tiene en Inglaterra, la tierra clásica del liberalismo, exasperados e incandescentes admiradores que, simplísticamente, piensan que el remedio de todos los complejos males del Imperio puede estar en el uso de la cachiporra y el aceite de ricino.

Los conservadores ultraístas, llamados los die-hards, acusan a Baldwin de temporizador. Denuncian la propagación del espíritu revolucionario en los rangos del Labour Party. Reclaman una política de implacable represión y persecución del comunismo, cuyos agitadores y propagandistas deben, a su juicio, ser puestos fuera de la ley. Sostienen que la crisis industrial depende del retraimiento de los capitales por miedo a una bancarrota del antiguo orden social. Recuerdan que el partido conservador debió en parte su última victoria electoral a las garantías que ofrecía contra el “peligro comunista” patéticamente invocado por el conservantismo, en la víspera de las elecciones, con una falsa carta de Zinovief en la mano crispada.

La exacerbada y delirante vociferación de los die-hards ha conseguido, no hace mucho, de la justicia de Inglaterra, la condena de un grupo de comunistas a varios meses de prisión. Condena en la que Inglaterra ha renegado una parte de su liberalismo tradicional.
Pero los die-hards no se contentan de tan poca cosa. Quieren una política absoluta y categóricamente reaccionaria. Y aquí está otro de los fermentos de la crisis que, bajo una apariencia de calma, como conviene al estilo de la política británica, está madurando en Inglaterra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira