Trabajadores

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Moral de productores y lucha socialista [Recorte de prensa]

Moral de productores y lucha socialista

Cuando Henri de Man, reclamando al socialismo un contenido ético, se esfuerza en demostrar que el interés de clase no puede ser por si solo motor suficiente de un orden nuevo, no va absolutamente “más allá del marxismo”, ni repara en cosas que no hayan sido ya advertidas por la crítica revolucionaria. Su revisionismo ataca al sindicalismo reformista, en cuya práctica el interés de ciase se contenta con la satisfacción de limitadas aspiraciones materiales.

Una moral de productores, como la concibe Sorel, como la concebía Kautsky, no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clase, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados, en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la consciencia de clase,— o en los grupos parlamentarias, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones. Henri de Man dice algo perfectamente ocioso cuando afirma: “El interés de clase no lo plica todo. No crea móviles éticos”. Estas constataciones pueden impresionar a cierto género de intelectuales novecentistas que, ignorando clamorosamente el pensamiento marxista, ignorando la historia de la lucha de clases, se imaginan fácilmente, como Henri de Man, rebasar los límites de Marx y su escuela.

La ética del socialismo se forja en la lucha de clase. Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral de la humanidad, su misión histórica, es necesaria que adquiera consciencia previa de sus interés de clase; pero el interés de clase, por si solo, no basta. Mucho antes que Henri de Man, los marxistas lo han entendido y sentido perfectamente. De aquí, precisamente, arrancan su acérrimas críticas contra el reformismo poltrón. “Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria”, repetía Lenin, aludiendo a la tendencia amarilla a olvidar el finalismo revolucionario por entender solo a las circunstancias presentes.

La lucha por el socialismo, eleva a los obreros, que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista, en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos. Luc Durtain, después de visitar una escuela soviética, preguntaba si no podría encontrar en Rusia una escuela laica, a tal punto le parecía religiosa la enseñanza marxista. El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, solo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista. Ya Unamuno, tocando otro aspecto de la oposición entre idealismo y materialismo, ha dicho que “como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo”.

El trabajador, indiferente a la lucha de clase, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzará jamás a elevarse a una ética socialista. Y es una impostura pretender que Marx quería señalar al obrero de su trabajo, privarlo de cuanto espiritualmente lo une a su oficio, para que se adueñase mejor de él el demonio de la lucha de clase. Esta conjetura solo es concebible en quienes se atienen a las especulaciones de marxistas como Lafargue, el apologista del derecho a la pereza.

La usina, la fábrica, actúan en el trabajador psíquica y mentalmente. El sindicato, la lucha de clase, continúan y completan el trabajo de educación que ahí empieza. “La fábrica —apunta Gobetti— da la precisa visión de la coexistencia de los intereses sociales: la solidaridad del trabajo. El individuo se habitúa a sentirse parte de un proceso productivo, parte indispensable en el mismo modo que es insuficiente. He aquí la más perfecta escuela de orgullo y humildad. Recordaré siempre la impresión que tuve de los obreros, cuando me ocurrió visitar las usinas de la Fiat, uno de los pocos establecimientos anglosajones, modernos, capitalistas, que existen en Italia. Sentía en ellos una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por toda suerte de dilettantismo. Quien vive en una fábrica, tiene la dignidad del trabajo, el hábito al sacrificio y a la fatiga. Un ritmo de vida que se funda severamente en el sentido de tolerancia y de interdependencia, que habitúa a la puntualidad, al rigor, a la continuidad. Estas virtudes del capitalismo, se resienten de un ascetismo casi árido; pero en cambio el sufrimiento contenido alimenta con la exasperación el coraje de la lucha y el instinto de la defensa política. La madurez anglo-sajona, la capacidad de creer en ideologías precisas, de afrontar los peligros por hacerlas prevalecer, la voluntad rígida de practicar dignamente la lucha política nacen de este noviciado, que significa la más grande revolución sobrevenida después del Cristianismo”. En este ambiente severo, de persistencia, de esfuerzo, de tenacidad, se han templado las energías del socialismo europeo que, aún en los países donde el reformismo parlamentario prevalece sobre las nasas, ofrece a los indo-americanos un ejemplo de continuidad y de duración. Cien derrotas han sufrido en esos países los partidos socialistas, las masas sindicales. Sin embargo; cada nuevo año, la elección, la protesta, una movilización cualquiera, ordinaria o extraordinaria, las encuentra siempre acrecidas y obstinadas.

Si el socialismo no debiera realizarse como orden social, bastaría esta obra formidable de educación y elevación para justificarlo en la historia. El propio de Man admite este concepto al decir, aunque con distinta intención, que “lo esencial en el socialismo es la lucha por él”, frase que recuerda mucho aquellas en que Berstein aconsejaba a los socialistas preocuparse del movimiento y no del fin, diciendo según Sorel una cosa mucho más filosófica de lo que el líder revisionista pensaba.

De Man no ignora la función pedagógica y espiritual del sindicato y la fábrica, aunque su experiencia sea mediocremente social-democrática. “Las organizaciones sindicales — observa— contribuyen, mucho más de lo que suponen la mayor parte de los trabajadores y casi todos los patronos, a estrechar los lazos que unen al obrero el trabajo. Obtienen este resultado casi sin saberlo, procurando sostener la aptitud profesional y desarrollar la enseñanza industrial, al organizar el derecho de inspección de los obreros y democratizar la disciplina del taller por el sistema de delegados y secciones, etc. De este modo prestan al obrero un servicio mucho menos problemático, considerándolo como ciudadano de una ciudad futura, que buscando el remedio en la desaparición de todas las relaciones psíquicas entre el obrero y el medio ambiente del taller”. Pero el neo-revisionista belga, no obstante sus alardes idealistas', encuentra la ventaja y el mérito de éste en el creciente apego del obrero a este bienestar material y en la medida en que hace de él un filisteo. ¡Paradojas del idealismo pequeño-burgués!

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconoce siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el mundo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba en 1920, frente a la revolución, con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe de la Oficina Internacional del Trabajo, —esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc.— acuerda sus alabanzas a la política obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “El Nuevo Derecho”.

Este libro, sin embargo, conserva un notable valor, como historia de la formación, del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito de no ser una teoría ni una filosofía del “nuevo derecho”, sino principalmente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa con acierto: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frío industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”.

Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magistrales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.

Habría, empero, que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de Georges Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, —a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la idea marxista,— me parece particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaurés. Jaurés, —a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le pertenecen— era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentaIes del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, —que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”— es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, —con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista,— la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volksgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea —la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la- consciencia burguesa— mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de la obra de Proudhom, —más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés— son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.

La presencia en la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menor de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban asimismo muchos de los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marco histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad. los reyes se apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamento del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden histórico, sino a partir del momento en qué la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.

Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del doctor Palacios. Pero este comentario me llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. Y esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.

Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítico y el equilibrio de su juicio sobre el fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, —a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenín,— tiene en el pensamiento de Palacios la magnitud que le niegan generalmente regañones teóricos y solemnes profesores de la social-democracia. Y en su libro, se revela honradamente contra la mentira de que el derecho “nazca con tanta sencillez como una regla gramatical".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira