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Romanones y el frente constitucional

Romanones y el Frente Constitucional

La escena política española se reanima poco a poco. El Conde de Romanones trabaja por unir a los grupos constitucionales en un frente único más o menos unánime. El fin del directorio parece próximo. El debate político obtiene de la censura un rigor más elástico. El monólogo de la “Gaceta” no acapara ya toda la atención pública. Los políticos del “viejo régimen”, después, de un largo período de cazurro silencio, pasan a la ofensiva. Se aprestan a distribuirse equitativamente ha herencia del Directorio.

El golpe de estado de Primo de Rivera no los sacó de quicio. Los partidos constitucionales no encontraron prudente ni oportuno en ese instante resistir a la dictadura. El Rey amparaba con su autoridad a los generales que la ejercían. Había que esperar, por consiguiente, que el experimento reaccionario y absolutista se cumpliese . Convenía aguardar una hora más propicia para la defensa de la Constitución y del Parlamento. Los partidos constitucionales no sentían, por el momento, ninguna urgente nostalgia de la Libertad. Aceptaban, transitoriamente, su ostracismo.

Pero a medida que se constataba el fracaso del Directorio, a medida que el humor del Rey daba señales de embarazo y de inquietud, la nostalgia de la Libertad y de la Constitución se enseñoreó en el ánimo de los partidos constitucionales. El espíritu de los políticos del "viejo régimen" se iluminó de improviso. La política del Directorio se revelaba impotente y estólida. Luego, era tiempo de declararla mal. Esta declaración, sin embargo, debía ser formulada con un poco de precaución. Por ejemplo, en una carta privada que la indiscreción del Directorio se encargaría de descubrir y denunciar al público. Don Antonio Maura empleó, con escaso éxito, este medio. El Conde de Romanones pensó entonces que, sin renunciar a ninguna de las reservas aconsejadas por el tacto y la prudencia, era el caso de utilizar contra el Directorio un instrumento público.

En esta atmósfera se incubó su libro “Las Responsabilidades del Antiguo Régimen ”, en el cual el Conde se limita a una ponderada defensa de los estadistas de la Restauración ó, mejor dicho, de los estadistas que han gobernado a España de 1875 a 1923. Libro, pues, no de ataque, sino apenas de contra-ataque. A la requisitoria acérrima y destemplada del Directorio contra la vieja política, sus ideas y sus hombres, no responde con una requisitoria contra la Reacción y sus generales. Libro de defensa lo llama en el prólogo el Conde de Romanones . “Nadie espere —advierte— encontrar en este libro ni disonancias ni estridencias; no me he propuesto contestar a unos agravios con otros, ni siquiera llamar capítulo de responsabilidades a quienes deben aceptar buena parte de las que graciosamente arrojan sobre los demás”. Acerca del Directorio, el Conde de Romanones se contenta con el augurio de que día llegará en que su libro admita una segunda parte. Al examen de la obra y de las responsabilidades de ayer seguirá el examen de la obra y de las responsabilidades de hoy.”

En grueso volumen, el Conde de Romanones hace una magra defensa del “antiguo régimen”. Con la estadística en la mano, explica cómo España, en cincuenta años, ha progresado remarcablemente. La agricultura, la industria, la minería, la banca, se han desarrollado. Los negocios prosperan. (La palabra del Conde de Romanones, pingüe capitalista, es a este respecto digna de todo crédito) . La población del reino ha aumentado considerablemente. Y no porque los españoles sean más prolíficos que antes —el aumento depende de una menor mortalidad— sino porque viven en mejores condiciones higiénicas. Es cierto que la prosperidad de España no puede absorver ni alimentar a esta sobre población; pero tal desequilibrio encuentra en la emigración un remedio automático.

España ha perdido en los últimos cincuenta años casi todos los restos de su poder colonial. El Conde de Romanones se ve obligado a constatar. Mas se consuela con la satisfacción de que España instalada en el consejo de la Sociedad de Naciones, se encontraba en 1922 menos aislada que en 1875.

En materia de política interna, el Conde tiene motivos para mostrarse menos optimista respecto a los resultados de medio siglo de beata monarquía constitucional. No puede hablar, apoyándose en datos estadísticos y en hechos históricos, de un extraordinario progreso democrático. La democracia, no ha echado raíces en España. El leader liberal lo reconoce melancólicamente. Un hecho histórico de filiación inequívoca —la dictadura de Primo de Rivera— desvanece toda ilusión sobre la realidad de la democracia española. Malgrado su inagotable optimismo, el Conde de Romanones tiene que conformarse con esta pobre realidad que, desgraciadamente, no puede ser contradicha, o atenuada al menos, por la estadística. Observa con tristeza que “antes se moría por la libertad, por ella se afrontaban persecuciones, mientras que hoy. . . hoy los nietos de aquellos que murieron o estuvieron dispuestos
a morir por la libertad, niegan esa libertad. La crisis de la libertad— una de las crisis contemporáneas— consterna al Conde. Un viejo y ortodoxo liberal no puede explicársela. Le resulta absolutamente inasequible e impenetrable la idea de que la libertad no es el mito de esta época. O, mas bien, de que la libertad tiene ahora otro nombre. La libertad jacobina y monárquica del conde millonario no
es, ciertamente, la libertad del Cuarto Estado. Al proletariado socialista no le interesa demasiado la libertad cara al Conde de Romanones. El Conde piensa que "un pueblo que permanece insensible ante la negación de su Estatuto fundamental y de las garantías más esenciales para su derecho y su vida, es un pueblo que no puede ofrecer apoyo al gobierno para emprender una obra de aliento". Pero este es un mero error de perspectiva histórica. Las muchedumbres contemporáneas, insensibles a su Estatuto fundamental, más insensibles todavía al verbo del Conde Romanones, no creen ya que el régimen monárquico-constitucional-parlamentario les asegure las “garantías esenciales para su derecho y su vida”. Hacia la reivindicación de otras garantías, que no son las que bastan al Conde de Romanones, se mueven hoy las masas.

El propio conde por otra parte, se muestra al Conde de Romanones, dispuesto a sacrificar prácticamente muchos de los principios de su liberalismo. Propugna actualmente la formación de un frente único constitucional. En este frente único se confundirían y se amalgamarían liberales y conservadores de todos los matices. Confusión y amalgama que ya se ha ensayado y practicado otras veces en España en servicio de las mismas instituciones: monarquía y parlamento. Confusión y amalgama que, en estos tiempos, no constituyen además la conciliación de dos términos antitéticos y contrarios. Los términos liberalismo y conservadorismo han perdido su antiguo sentido histórico. Entre liberales y conservadores no existe hoy ninguna diferencia insuperable. La política de los liberales no se distingue fundamentalmente de la política de los conservadores. Ante la cuestión social, conservadores y liberales tienen casi la misma posición y el mismo gesto. El Conde de Romanones lo admite en varias páginas de su libro al constatar que la reforma social no ha marchado en España mas a prisa bajo los gobiernos liberales que bajo los gobiernos conservadores. Puede agregarse que teóricamente los liberales se encuentran a veces más embarazados que los conservadores para una política de reforma social. Sus ideas individualistas les impiden, frecuentemente, adaptarse a la concepción “intervencionista” del Estado.

El Conde de Romanones da en cambio en el blanco cuando dispara en vano y absurdo empeño de los hombres del Directorio de crear, con el título de Unión Patriótica y sobre una caótica base, un partido nuevo. “Intentar substituir —escribe— los antiguos partidos por otros impuestos de arriba a abajo, es contra naturaleza, es una monstruosidad política y social, que empéñese quien se empeñe, no fructificará. Porque los partidos tienen su biología, que no depende de los caprichos de los hombres ni de las arbitrariedades de los gobernantes. Y la primera ley reguladora de esa biología, es que nacen y crecen de abajo arriba”.

No es posible, sin embargo, que Romanones se persuada de que los viejos partidos están, más o menos, en el mismo caso. Sus raíces históricas se han envejecido, se han secado. Ha dejado de alimentarlas el “humus” del suelo. El Conde de Romanones no ignora, probablemente, estas cosas; pero necesita, de todos modos, negarlas. Y de ahí que invite a todos los grupos constitucionales a la reconquista del gobierno bajo la bandera de la Constitución y la Monarquía. Puesto que la España nueva no está aún madura, la España vieja reivindica su derecho a la vida y al poder. El panfleto antimonárquico de Blasco Ibáñez conviene a Ios fines de los
políticos y los partidos que se turnaban hasta 1923 en el gobierno de España. El inocuo y literario republicanismo de Blasco
Ibáñez llega a tiempo para probar la irrealidad del peligro republicano; pero llega a tiempo también para intimar a la Monarquía la vuelta a la Constitución. Los liberales y los demócratas españoles se complacen de esta ocasión de ofrecerse al Rey y de comprometerse a no pedirle cuentas por el golpe de Estado de septiembre. El "intermezzo" despótico, militar y reaccionario del Directorio será, en su recuerdo, una alegre aventura, una escapada nocturna de un rey un poco truhán y un poco bohemio.

Acaso por esto, más que por la censura, Romanones y el frente constitucional no manifiestan mucha agresividad contra el Directorio. El Directorio, después de todo, como anoté en otro artículo, no es sino un episodio, una anécdota de la “vieja política”. Los cincuenta años de política y administración mediocres, que el Conde de Romanones revista en su libro, tienen en el Directorio su fruto más genuino. El golpe de Estado de setiembre ha germinado en la entraña de la “vieja política”. Ni el “antiguo régimen” puede renegar al Directorio. Ni el Directorio puede renegar al “antiguo régimen”. El frente constitucional tiene, en el fondo, ante los problemas de España, la misma actitud que Primo de Rivera y sus generales. Romanones no propone ninguna solución nueva, ningún remedio radical. El programa del frente constitucional es sólo un programa negativo. Se dirige a una meta asaz modesta: la restauración
de la Restauración. En esta receta simplista parece condensarse y agotarse todo el ideal, todo el impulso y toda la doctrina
de los “léaders” del régimen constitucional.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

William J. Bryan [Recorte de prensa]

William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. Willian Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos ante todo que representaba un capítulo concluido, una lépoca tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado hace varios años. El período wilsoniano señaló la última esperanza y la postuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.

Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra ¡a injusticia internacional carecía de una base realista. Bryan era un idealista, de viejo estilo, extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba, concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.

Waldo Frank, en su libro “Nuestra América” que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “Wiliam Jenning Bryan, —que la América se empeña en satirizar—, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.

Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en su verdadero plano. Será superfino todo sentimental transporte de sus correligionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un fustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.

El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demoliberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los EE. UU. la lucha poltica se libró únicamente entre republicanos y demócratas, —o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía— las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a germinar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de esté pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se, volatilizó poco a poco en la
pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hech de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.

Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado, el purita no proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.

Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos, un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Su demodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.

La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presunta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte, injusta tal vez, pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal [Recorte de prensa]

Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal

I

Me parece que José Vasconcelos, en un articulo de "El Universlal", ha encontrado una fórmula sobre pesimismo y optimismo que no
solamente, define el sentimiento de la nueva generación ibero-americana frente a la crisis contemporánea sino que también corresponde absolutamente a la mentalidad y a la sensibilidad de una época en la cual, malgrado las tesis de Don José Ortega y Gasset sobre "el alma desencantada", millones de hombres trabajan con un ardimiento místico y una pasión religiosa, por crear un mundo nuevo. "Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal", esta es la fórmula de Vasconcelos.

"No conformarnos nunca, —escribe Vasconcelos—, pero estar siempre más allá y superior al instante. Repudio de la realidad y lucha para destruirla, pero no por ausencia de fe, sino por sobra de fe en las capacidades humanas y por convicción firme de que nunca es permanente ni justificable el mal y de que siempre es posible y factible redimir, purificar, mejorar el estado colectivo y la conciencia privada".

La actitud del hombre que se propone corregir la realidad es ciertamente, más optimista que pesimista. Es pesimista en su protesta y en su condena del presente; pero es optimista en cuanto a su esperanza en el futuro. Todos los grandes ideales humanos han partido de una negación; pero todos han sido también una afirmación. Las religiosas han representado perennemente en la historia, ese pesimismo de la realidad y ese optimismo del ideal que, en este tiempo, nos predica el escritor mexicano.

II

Existe dos clases de pesimistas como existe dos clases de optimistas. El pesimista exclusivamente negativo se limita a constatar, con un gesto de impotencia y de desesperanza, la miseria de las cosas y la vanidad de tus esfuerzos. Es un nihilista que espera melancólicamente su última desilusión, el "extremo límite", como decía Arzabachev. Pero este tipo de hombre, afortunadamente, no es común. Pertenece a una rala jerarquía de intelectuales desencantados. Constituye, además, un producto de una época de decadencia o de un pueblo en colapso.

Entre los intelectuales, no es raro un nihilismo simulado que les sirve de pretexto filosófico para rehuir su cooperación a todo gran esfuerzo renovador o para explicar su desdén por toda obra multitudinaria. Pero el nihilismo ficticio de esta categoría de intelectuales no es siquiera una actitud filosófica. Se reduce a un escondido y artificial desdén por los grandes mitos humanos. Es un nihilismo inconfuso que no se atreve a asomar a la superficie de la obra ni de la vida del intelectual negativo que se entrega a este ejercicio teorético como a un vicio solitario. El intelectual nihilista en privado, suele ser, en público, miembro de una liga, antialcohólica o de una sociedad protectora de los animales. Su nihilismo, no tiene por objeto defenderlo y precaverlo sino de las grandes pasiones. Ante los pequeños ideales el falso nihilista se comporta con el más vulgar idealismo.

III

Es con los espíritus pesimistas y negativos de esta estirpe con los que nuestro optimismo del ideal no nos consiente tolerar que se nos
confunda. Las actitudes absolutamente negativas son estériles. La acción está hecha de negaciones y de afirmaciones. La nueva generación, en nuestra América como en todo el mundo, es ante todo una generación que grita su fe y que canta su esperanza.

IV

En la filosofía occidental contemporánea prevalece un humor excéptico. Esta actitud filosófica como sus más penetrantes críticos lo remarcan, es un gesto peculiar de una civilización en decadencia. Solo en un mundo decadente aflora un sentimiento desencantado de la vida. Pero ni aún este, excepticismo o este relativismo contemporáneos tiene ningún parentezco, ninguna afinidad con el nihilismo barato y ficticio de los impotentes ni con el nihilismo absoluto y mórbido de los suicidas y de los locos de Andriev y Arzibachef. El pragmatismo, que tan eficazmente mueve al hombre a la acción, es en el fondo una escuela relativista y escéptica. Hans Vahingher, el autor de la "Philosophic der Als Ob", clasificado justamente como un pragmatista.

Para este filósofo tudesco no existen verdades absolutas; pero existen verdades relativas que gobiernan la vida del hombre como si fueran absolutas. "Los principios morales, al par de los estéticos, los criterios del derecho, al par de los conceptos sobre los cuales labora la ciencia, los mismos fundamentos de la lógica, no poseen ninguna existencia objetiva; son construcciones ficticias nuestras, que sirven únicamente de Cánones reguladores de nuestra acción, la cual se dirige como si ellos fuesen verdaderos". Define así la filosofía de Vainhigher en sus "Lineamientos de Filosofía excéptica”, el filósofo italiano Giuseppe Renssi que, traducido finalmente al castellano, según veo en una reciente nota bibliográfica de la revista de Ortega y Gasset, empieza a interesar en España y por ende en América española.

Esta filosofía pues, no invita a renunciar a la acción ni al ideal. (Todo lo contrario). Pretende únicamente negar lo absoluto. Pero reconoce, en la historia humana, a la verdad relativa, al mito temporal de cada época, el mismo valor y la misma eficacia que a una verdad absoluta y eterna declarada inexistente. Esta filosofía proclama y confirma la necesidad del mito y la utilidad de la fe. (Aunque, luego, se entretenga en pensar que todas las verdades y todas las ficciones, en último análisis, son equivalentes). Einstein, físico relativista, se comporta en la vida como un optimista del ideal.

V

En la nueva generación, arde el deseo de superar la filosofía excéptica. Se elaboran en el caos contemporáneo los materiales de una nueva mística. El mundo en gestación no pondrá su esperanza, donde la pusieron las religiones tramontadas. "Los fuertes se empeñan y luchan, —dice Vasconcelos— con el fin de anticipar un tanto la obra del cielo’’ . La nueva generación quiere ser fuerte.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira