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La revisión de la obra de Anatole France [Recorte de prensa]

La revisión de la obra de Anatole France

I

En los funerales de Anatole France, todos los estratos sociales y todos los sectores políticos quisieron estar representados. La derecha, el centro y la izquierda, saludaron la memoria del ilustre hombre de letras. Los sobrevivientes del pasado, los artesanos del presente y los precursores del porvenir coincidieron, casi unánimes, en este homenaje fúnebre. La vieja guardia del partido comunista francés escoltó por las calles de París los restos de Anatole France. Hubo pocas abstenciones. "Pravda", órgano oficial de la Rusia sovietista, declaró que la persona de Anatole France la vieja cultura tendía la mano a la humanidad nueva.

Pero este casi armisticio que en una época de aguda beligerancia, colocaba la figura de Anatole France por encima de la guerra de clases, no duró sino un segundo. Fue solo la ilusión de un armisticio. Algunos intelectuales de extrema derecha y de extrema izquierda sintieron la necesidad de esclarecer y de liquidar el equívoco. La juventud comunista francesa negó su voto a la gloria del maestro muerto. En un número especial de ''Clarté", cuatro escritores "clartistas" definieron agresivamente la posición anti-francista de su grupo. Y, por su parte, los representantes ortodoxos de la ideología reaccionaria, católica y tradicionalista separándose de Charles Maurras, rehusaron su acatamiento a Anatole France, únicamente a quien no podían perdonar, ni aun "in extrimis" el sentimiento anti-cristiano que constituye la trama espiritual de todo su arte.

De esta revisión de la obra de Anatole France, únicamente las críticas de la extrema izquierda tienen verdadero interés histórico. Que la Aristocracia y el Medioevo ex-comulguen a Anatole France, por su paganismo y su nihilismo, no puede sorprender absolutamente a nadie. Anatole France no fue nunca un literato en olor de santidad católica y conservadora. Su filiación socialista, situaba formalmente a France al lado del proletariado y de la revolución. France era comúnmente designado como un patriarca de los nuevos tiempos. La sola crítica nueva, la sola crítica iconoclasta que se formula contra su personalidad literaria es, por consiguiente, la que le discute y le cancela este título.

II

El documento más autorizado y característico de esta crítica es el panfleto de Clarté. Anatole France, como es notorio, dio su nombre y su adhesión al movimiento clartista. Suscribió con Henri Barbusse los primeros manifiestos de la Internacional del Pensamiento. Se enroló entre los defensores de la Revolución rusa. Se puso al flanco del comunismo francés. Su vejez, su fatiga, su gloria y su arterioesclerosis no le consintieron seguir a Clarté en su rápida trayectoria. Clarté marchaba aprisa, por una vía demasiado ruda, hacia la revolución. La culpa no era de Anatole France ni de Clarté. France pertenecía a una época que concluía; Clarté a una época que comenzaba. La historia, en suma, tenía que alejar a Clarté de Anatole France y de su obra. Hace diez meses, con motivo del jubileo de Anatole France, de "Clarté" estableció la distancia que la separaba del autor de "La Isla de los Pingüinos", unánimamente festejado entonces. Ese artículo preludiaba el juicio sumario de Anatole France que el reciente número especial de "Clarté" contiene. La obra de France encuentra su más severo tribunal en el grupo de intelectuales organizado o bosquejado bajo su auspicio. Esta circunstancia confiere a la crítica de "Clarté" un valor singular.

Marcel Fourrier no cree que se pueda establecer una distinción entre France hombre de letras y France hombre político. "Clarté" no puede pronunciarse sobre una obra, cualquiera que esta obra sea, sin examinarla desde un punto de vista social: "Sobre este plano —escribe— y con pleno conocimiento de causa, nosotros repudiamos la obra de France. Estamos animados en esta revista por una preocupación demasiado viva de probidad intelectual para poder hablar diversamente a un público que aprecia la nuestra franqueza. La obra de France niega toda la ideología proletaria de la cual ha brotado la Revolución Rusa. Por su escepticismo superior y su retórica untuosa, France se halla singularmente emparentado a todo el linaje de socialistas burgueses". Luego estudia Fourrier los móviles y los estímulos de la conducta de France en dos capítulos sustantivos de la historia francesa: la cuestión Dreyfus y la "gran guerra". En ambos instantes, France sostuvo la política de la unión sagrada. Su gaseoso pacifismo capituló ante el mito de la guerra por la Democracia. A este pacifismo no tornó sino después de 1917 cuando Romain Rolland, Henri Barbusse y otros hombres habían suscitado ya una corriente pacifista.

El "oportunismo mundano" de Anatole France es acremente condenado por Jean Bernier. Con mordacidad y agudeza maltrata la estética del maestro, que "ajusta sus frases, combina sus proporciones y carda sus epítetos", perennemente fiel a un gusto mitad preciosista, mitad parnasiano. "El hombre, sus instintos y sus pasiones, sus amores y sus odios, sus sufrimientos y sus esfuerzos, todo esto resulta extraño a esta obra". Bernier se opone, con tanta vehemencia como Fourrier, a toda tentativa de anexar la literatura de Anatole France a la ideología de la revolución.

Otro de los escritores de Clarté, Edouard Berth, discípulo remarcable de Jorge Sorel, ve en Anatole France uno de los representantes típicos del fin de una cultura. Piensa que las dos familias espirituales, en que se ha dividido siempre la Francia burguesa, han tenido en Barres y en Anatole France sus últimos representantes. La cultura burguesa —dice— ha cantado en la obra de ambos escritores su canto del cisne. Observa Berth que nadie ama tanto al maestro como "ciertas mujeres, judías cerebrales, grandes burguesas blasées, a quienes el epicureísmo, aliado a un misticismo florido y perfumado y a un revolucionarismo distinguido, hace el efecto de una caricia inédita; y ciertos curas en quienes el catolicismo es hijo del Renacimiento y de Horacio más que del Evangelio, prelados untuosos, finos humanistas y diplomáticos consumados de la corte romana".

Anatole France ha sido considerado siempre como un griego de las letras francesas. Contra este equívoco insurge Georges Michael, otro escritor, de Clarté, que desnuda la Grecia postiza de los humanistas franceses. La Grecia, que estos helenistas admiran y conocen, es la Grecia de la decadencia. Anatole France como todos ellos, se ha complacido y se ha deleitado en la evocación voluptuosa de la hora decadente, retórica, escéptica, crepuscular, de la civilización helénica.

III

Tales impresiones sobre el arte de Anatole France venían madurando, desde hace algún tiempo en la conciencia de los intelectuales nuevos. Ahora adquieren expresión y precisión. Pero, larvadas, bosquejadas, se difundían en la inteligencia y en el espíritu contemporáneo, especialmente en los sectores de vanguardia, desde el comienzo de la crisis post-bélica. A medida que esta crisis progresaba se sentía en una forma más categórica e intensa que Anatole France correspondía a un estado de ánimo liquidado por la guerra. Malgrado su adhesión a "Claridad" y a la Revolución Rusa, Anatole France no podía ser considerado como un artista o un pensador de la humanidad nueva. Esa adhesión expresaba, a lo sumo, lo que Anatole France quería ser; no lo que Anatole France era.

También de mi alma, como de otras, se borraba poco a poco la primera imagen de Anatole France. Hace tres meses, en un artículo escrito en ocasión de su muerte, no vacilé en clasificar a Anatole France como un literato fin de siglo. "Pertenece —dije— a la época indecisa, fatigada, de la decadencia burguesa. Era sensible al dolor y a la injusticia. Pero le disgustaba que existieran y trataba de ignorarlos. Ponía la tragedia humana la frágil espuma de su ironía. Su literatura es delicada, transparente y ática como el champagne. Es el champagne melancólico, el vino capitoso y perfumado de la decadencia burguesa; no es el amargo y áspero mosto de la revolución proletaria. Tiene contornos exquisitos y aromas aristocráticos. La emoción social, el latido trágico de la vida contemporánea quedan fuera de esta literatura. La pluma de France no sabe aprehenderlos. No lo intenta siquiera. Sus finos ojos de elefante no saben penetrar en la entraña oscura del pueblo; sus manos pulidas juegan felinamente con las cosas y los hombres de la superficie. France satiriza a la burguesía, la roe, la muerde con sus agudos, blancos y malicioso dientes; pero la anestesia con el opio sutil de su erudito y musical para que no sienta demasiado el tormento".

Pienso, sin embargo, que la requisitoria de Clarté es, en algunos puntos, como todas las requisitorias, excesiva y extremada. En la obra de Anatole France es ciertamente, vano y absurdo buscar el espíritu de una humanidad nueva. Pero lo mismo se puede decir de toda la literatura de su tiempo. El arte revolucionario no precede a la revolución. Alejandro Blok; cantor de las jornadas bolcheviques, fue antes de 1917 un literato de temperamento decadente y nihilista, escéptico. Arte decadente también hasta 1917 el de Mayaskowski. La literatura contemporánea no se puede librar de la enfermiza herencia que alimenta sus raíces. Es la literatura de una civilización que tramonta. La obra de Anatole France no ha podido ser una aurora. Ha sido, por eso, un crepúsculo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La imaginación y el progreso [Recorte de prensa]

La imaginación y el progreso

Escribe Luis Araquistain, en un reciente artículo, que "el espíritu conservador, en su forma más desinteresada, cuando no nace de un bajo egoísmo, sino del temor a lo desconocido e incierto, es en el fondo falta de imaginación". Ser revolucionario o renovador es,
desde este punto de vista, una consecuencia de ser más o menos imaginativo. El conservador rechaza toda idea de cambio por una especie de incapacidad mental para concebirla y aceptarla. Este caso es, naturalmente, el del conservador puro, porque la actitud del conservador práctico, que acomoda su ideario a su utilidad y a su comodidad, tiene, sin duda, una génesis diferente.

El tradicionalismo, el conservantismo, quedan así definidos como una simple limitación espiritual. El tradicionalista no tiene aptitud, sino para imaginar la vida como fue. El conservador no tiene aptitud sino para imaginarla como es. El progreso de la humanidad, por consiguiente, se cumple malgrado el tradicionalista y pesar del conservadorismo.

Hace varios años que Óscar Wilde, en su original ensayo "El alma humana bajo el socialismo", dijo que "progresar es realizar utopías". Pensando análogamente a Wilde, Luis Araquistain agrega que "sin imaginación no hay progreso de ninguna especie". Y, en verdad, el progreso no sería posible si la imaginación humana sufriera de repente un colapso.

La historia les da siempre razón a los hombres imaginativos. En la América del Sur, por ejemplo, acabamos de conmemorar la figura y obra de los animadores y conductores de la revolución de la independencia. Estos hombres nos parecen, fundadamente, geniales. ¿Pero cuál es la primera condición de la genialidad? Es, sin duda, una poderosa facultad de imaginación. Los libertadores fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo.

Trabajaron por crear una realidad nueva. Bolívar tuvo sueños futuristas. Pensó en una confederación de estados indo-españoles. Sin este ideal, es probable que Bolívar no hubiese venido a combatir por nuestra independencia. La suerte de la independencia del Perú ha dependido, por ende, en gran parte, de la aptitud imaginativa del Libertador. Al celebrar el centenario de la victoria de Ayacucho se celebra, realmente, el centenario de una victoria de la imaginación. La realidad sensible, la realidad evidente, en los tiempos de la revolución de la independencia, no era, por cierto, republicana ni nacionalista. La benemerencia de los libertadores consiste en haber visto una realidad potencial, una realidad superior, una realidad imaginaria.

Esta es la historia de todos los grandes acontecimientos humanos. El progreso ha sido realizado siempre por los imaginativos. La posteridad ha aceptado, invariablemente, su obra. El conservantismo de una época, en una época posterior, no tiene nunca más defensores o prosélitos que unos cuantos románticos y unos cuantos extravagantes. La humanidad, con raras excepciones, estima y estudia a los hombres de la revolución francesa mucho más que a los de la monarquía y la feudalidad entonces abatida. Luis XVI y María Antonieta le parecen a mucha gente, sobre todo, desgraciados. A nadie le parecen grandes.

De otro lado, la imaginación, generalmente, es menos libre y menos arbitraria de lo que se supone. La pobre ha sido muy difamada y muy deformada. Algunos la creen más o menos loca; otros la juzgan ilimitada y hasta infinita. En realidad, la imaginación es asaz modesta. Como todas las cosas humanas, la imaginación tiene también sus confines. En todos los hombres, en los más geniales, como en los más idiotas, se encuentra condicionada por circunstancias de tiempo y de espacio. El espíritu humano reacciona
contra la realidad contingente. Pero precisamente cuando reacciona contra la realidad es cuando tal vez depende más de ella. Pugna por modificar lo que ve y lo que siente; no lo que ignora. Luego, solo son validas aquellas utopías que se podría llamar realistas. Aquellas utopías que nacen de la entraña misma de la realidad. Jorge Simmel escribía una vez que una sociedad colectivista se mueve hacia ideales individualistas y que, inversamente, una sociedad individualista se mueve hacia ideales socialistas. La filosofía hegeliana explica fa fuerza creadora del ideal como una consecuencia, al mismo tiempo, de la resistencia y del estímulo que este encuentra en la realidad. Podría decirse que el hombre no prevé ni imagina sino lo que ya está germinando, madurando, en la entraña oscura de la historia.

Los idealistas necesitan apoyarse sobre el interés concreto de una extensa y consciente capa social. El ideal no prospera sino cuando representa un vasto interés. Cuando adquiere, en suma, caracteres de utilidad y de comodidad. Cuando una clase social se convierte en instrumento de su realización.

En nuestra época, en nuestra civilización, no ha habido nunca utopías demasiado audaces. El hombre moderno no ha conseguido casi predecir el progreso. Hasta la fantasía de los novelistas ha resultado, muchas veces, superada por la realidad en un plazo breve. La ciencia occidental ha ido más de prisa de lo que soñó Julio Verne. Otro tanto ha acontecido en la política. Anatole France vaticinó la revolución rusa para fines de este siglo, pocos años antes de que esta revolución inaugurase un capítulo nuevo de la historia del mundo.

Y justamente en la novela de Anatole France, que intentando predecir el porvenir, formula estos agüeros, –"Sur la pierre blanche"– se constata cómo la cultura y la sabiduría no confieren ningún poder privilegiado a la imaginación. Galion, el personaje de un episodio de la decadencia romana evocado por Anatole France, era un ejemplar máximo de hombre culto y sabio de su época. Sin embargo, este hombre no percibía absolutamente la decadencia de su civilización. El cristianismo se le antojaba una secta absurda y estúpida. La civilización romana a su juicio no podía tramontar, no podía perecer. Galion concebía el futuro como una mera prolongación del presente. Nos aparece, por esto, en sus discursos, lamentable y ridículamente falto de imaginación. Era un hombre muy inteligente, muy erudito, muy refinado; pero tenía la inmensa desgracia de no ser un hombre imaginativo. De ahí que su actitud ante la vida fuese mediocre y conservadora.

Esta tesis sobre la imaginación, el conservantismo y el progreso, podría conducirnos a conclusiones muy interesantes y originales. A conclusiones que nos moverían, por ejemplo, a no clasificar más a los hombres como revolucionarios y conservadores sino como imaginativos y sin imaginación. Distinguiéndolos así, cometeríamos tal vez la injusticia de halagar demasiado la vanidad de los revolucionarios y de ofender un poco la vanidad, al fin y al cabo respetable, de los conservadores. Además, las inteligencias universitarias y metódicas, la nueva clasificación les parecería bastante arbitraria, bastante insólita. Pero, evidentemente, resulta muy monótono clasificar y calificar siempre a los hombres de la misma manera. Y, sobre todo, si la humanidad no les ha encontrado todavía un nuevo nombre a los conservadores y a los revolucionarios es también, indudablemente, por falta de imaginación.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el cabello [Recorte de prensa]

La civilización y el cabello

El tipo de vida que la civilización produce es, necesariamente, un tipo de vida refinado, depurado, artificioso. La civili­zación estiliza, cincela y bruñe los hom­bres y las cosas. Es natural, por ende, que la civilización occidental no ame barbas ni cabellos. El hombre de esta civilización ha evolucionado de la más primitiva exu­berancia capilar a una rasuración casi ab­soluta. Las barbas y los cabellos se en­cuentran actualmente en decadencia.

El hombre de la civilización occidental era originariamente barbado y melenudo. Carlomagno, el emperador de la barba florida, representa genuinamente la Edad Media desde este y otros puntos de vista. Merovingios y carolingios portaron, como Carlomagno, frondosas barbas. El mis­ticismo y la marcialidad eran en el Medio Evo dos grandes generadores de barbas y cabellos. Ni los anacoretas ni los cruza­dos tenían disposición espiritual ni física para afeitarse.

El Renacimiento ejerció gran influencia sobre el tocado. La humanidad accidental volvió a los ideales y a los gustos paga­nos. Después de algunos siglos de som­brío misticismo, rectificó su actitud ante la belleza perecedera. Leonardo de Vinci pasó a la posteridad con una larga y cau­dalosa barba de astrólogo y el Papa Julio II no pensó en cortarse la suya antes de posar para el célebre retrato de Ra­fael. Pero con su reivindicación de la estética greco-romana, el Renacimiento oca­sionó una crisis de las barbas medioeva­les. Miguel Angel no pudo dejar de ima­ginar solemne y taumatúrgicamente bar­budo a Moisés; pero, en cambio, concibió a David helénicamente desnudo y barbi­lampiño. En esto el Renacimiento era coherente con sus orígenes y sus rumbos. La escultura y la pintura griega y roma­nas no descalificaban totalmente la barba. La atribuían a Júpiter, a Hércules y a otros personajes de la mitología y de la historia. Pero, en Atenas y en Roma, la barba tuvo límites discretos. Jamás llegó a la longitud de una barba carolingia. Y fue más bien un atributo humano que divino. Policleto, Fidias, Praxiteles, etc., so­ñaron para los dioses más gentiles una belleza totalmente lampiña. A Apolo, a Mercurio, a Dionisio, nadie los ha imagi­nado nunca barbudos. El Apolo de Belvedere con bigotes y patillas habría sido, en verdad, un Apolo absurdo.

La época barroca no condujo a la huma­nidad a una restauración de las barbas segadas por el Renacimiento; pero mostró un marcado favor a los excesos capilares. Todo fue exuberante y amanerado en la estética barroca: la decoración, la arquitec­tura y las cabelleras. Esta estética condu­jo a la gente al uso de las melenas más largas que registra la historia del tocado.

La estética rococó señaló una nueva reacción contra la barba. Impuso la moda de las pelucas empolvadas. La Revolu­ción, más tarde, dejó pocas pelucas intac­tas. Y el Directorio, capilarmente muy sobrio, toleró la moda prudente y moderada de la patilla, Las patillas de Napoleón, de Bolívar y de San Martín pertenecen a ese período de la evolución del tocado.

El fenómeno romántico engendró una tentativa de restauración del más arcaico y desmandado uso de las melenas y de las barbas. Los artistas románticos se comportaron muy reaccionariamente. ¿Quién no ha visto en algún grabado, la cabeza melenuda y barbada de Teófilo Gautier? ¿Y a dónde no ha llegado una fotografía del cuadro de Fantin Latour de un cenáculo literario de su época? El parnasianismo debía haber inducido a los hombres de letras a cierto aticismo en su tocado; pero parece que no ocurrió así. Hasta nuestro tiempo, Anatole France, literato de genealogía parnasiana, conservó y cultivó una barba un poco patriarcal.

Pero todas estas restauraciones de bigotes, barbas y cabelleras fueron parciales, transitorias, interinas. La civilización capitalista no las admitía. Las trataba como tentativas reaccionarias. El desarrollo de la higiene y del positivismo crearon, también, una atmósfera adversa a esas restauraciones. La burguesía sintió una creciente necesidad de exonerarse de bar­bas y cabellos. Los yanquis se rasuraron radicalmente. Y los alemanes no renun­ciaron del todo al bigote, pero, en cam­bio, respetuosos al progreso y a sus le­yes, resolvieron afeitarse, integralmente la cabeza. Se propagó en todo el mundo la guillete. Esta tendencia de la burguesía a la depilación provocó una protesta romántica de muchos, revolucionarios que, para afirmar su oposición al capitalismo, deci­dieron dejarse crecer desmesuradamente la barba y el cabello. Las gloriosas bar­bas de Karl Marx y de León Tolstoy influ­yeron probablemente en esta actitud es­tética, sostenida con su ejemplo por Jean Jaurés y otros leaders de la Revolución. Provienen de esos tiempos, del romanti­cismo capilar de los hombres de la Revo­lución, la peluca lacia del ex-socialista Briand, el tocado aristocrático de Mac Do­nald y la barba áspera y procaz de Turati.

La peluca femenina es el último capí­tulo de este proceso de decadencia del cabello. Las mujeres se cortan los cabellos por las mismas razones históricas que los hombres. Adquieren con retardo este progreso. Pero con retardo han adquirido también otros progresos sustantivos. La civilización occidental, después de haber modificado físicamente al hombre, no podía dejar intacta a la mujer. Es probable que este sea otra aspecto del sino de las culturas. Ya hemos visto cómo la civilización antigua tampoco toleró demasiadas barbas y cabelleras excesivas. Las diosas del Olimpo no llevaban sueltos, ni fluentes, ni largos, los cabellos. El tocado de la Venus de Milo y de todas las otras Venus era, sin duda, el tocado ideal y dilecto de la antigüedad. Alguien observará, malévolamente, que Venus fue una dama poco austera y poco casta. Pero nadie dudará de la honestidad de Juno que, en su tocado, no se diferenciaba de Venus.

La moda occidental ha estilizado, con un gusto cubista y sintetista, el tiaietdei hombre. La silueta del hombre metropolitano es sobria, simple, geométrica como la de un rascacielos. Su estética rechaza, por esto, las barbas y los cabellos boscosos. Apenas si acepta un exiguo y discreto bigote. El estilo de la moda femenina, malgrado algunas fugaces desviaciones, ha seguido la misma dirección. El proceso de la moda ha sido; en suma, un proceso de simplificación del traje y del tocado. El traje se ha hecho cada vez más útil y sumario. Ha sido así que han muerto, para no renacer, las crinolinas, los cangilones, las colas, las frondosidades pretéritas. Todas las tentativas de restauración del estilo rococó han fracasado. La moda femenina se inspira en estéticas más remotas que la estética rococó o la estética barroca. Adopta gustos egipcios o griegos. Tiende a la simplicidad. La peluca nace de esta tendencia. Es un esfuerzo por uniformar totalmente el tocado femenino, el nuevo estilo del traje y de la forma femeninas.

Jorge Simmel, en un original ensayo sostenía la tesis de la arbitrariedad más o menos absoluta de la moda. "Casi nunca —escribía— podemos descubrir una razón material, estética o de otra índole que explique sus creaciones. Así, por ejemplo, prácticamente, se hallan nuestros trajes, en general, adaptados a nuestras necesidades; pero no es posible hallar la menor huella de utilidad en las decisiones con que la moda interviene para darles tal o cual forma»", Me parece que la única arbitrariedad flagrante es, en este caso, la arbitrariedad de la tesis del original filosofo y ensayista alemán. Las creaciones de la moda son inestables y cambiadizas; pero reaparece siempre en ellas una línea duradera, una trama persistente. Contrariamente a lo que aseveraba Jorge Simmel, es posible descubrir una razón material, estética o de otra índole que las explique.

El traje del hombre moderno es una creación utilitaria y práctica. Se sujeta a razones de utilidad y de comodidad, la moda ha adaptado el traje al nuevo género de vida. Sus móviles no han sido desinteresados. No han sido extraños, y mucho menos superiores, a la prosaica realidad humana. Y es por esto, precisamente, que el traje masculino sufre la diatriba y el desdén románticos de muchos artistas. La moda femenina ha tenido un desarrollo más libre de la presión de la realidad. El traje de la mujer puede darse el lujo de ser más ornamental, más decorativo, más arbitrario que el traje del hombre. El hombre ha aceptado la prosa de la vida; la mujer ha preferido generalmente la poesía. Sus modas, por ende, han sacrificado muchas veces la utilidad a la coquetería. Pero, a medida que la mujer se ha vuelto oficinista, electora, política, etc., ha empezado a depender de la misma realidad prosaica que el varón. Este cambio ha tenido que reflejarse en la moda. Una mujer periodista, por ejemplo, no puede usar un traje demasiado mundano y frívolo. Pero no es indispensable que renuncie a la belleza, a la gracia ni a la coquetería. Yo conocí en la Conferencia de Génova a una periodista inglesa que había conseguido combinar y coordinar su traje sastre, sombrero de fieltro y sus gafas de carey con el estilo de su belleza. Ni aun en los instantes en que tomaba notas para su periódico perdía algo de su belleza superior, original rara. No carecía de elegancia. Y era la suya una elegancia personal, nueva, insólita.

Las costumbres, las funciones y los derechos de la mujer moderna codifican inevitablemente su moda y su estética. La peluca, objetivamente considerada, aparece como un fenómeno espontáneo, como un producto lógico de la civilización. A muchas personas la peluca les parece casi un atentado contra la naturaleza. Pero la civilización, no es sino artificio. La civilización es un permanente atentado contra la naturaleza, un continuo esfuerzo por corregirla. Los románticos adversarios de la peluca malgastaron sus energías. La peluca no es una creación fugaz de la moda. Es algo más que una estación de su itinerario. La peluca no conquistará a todo el mundo, pero se aclimatará extensamente en las urbes. Y no será fatal a la belleza ni a la estética. La estética y la belleza son movibles e inestables como la vida. Y, en todo caso, son independientes de la longitud del cabello. La, moda, finalmente, no impondrá a las mujeres transiciones demasiado bruscas. No es probable, por ejemplo, que las mujeres se decidan a rasurarse la cabeza como los alemanes. Las mujeres, después de todo, son más razonables de lo que parece. Y saben ¡que un pozo de pelo será siempre muy decorativo, aunque no sea rigurosamente, necesario.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Informaciones de Casma [Recorte de prensa]

Recorte de una carta que da cuenta sobre los problemas que atraviesa la ciudad de Casma tales como: falta de alumbrado, correo y telégrafos, enveredamiento de la ciudad, robo, instrucción pública. La carta se publicó en un periódico de Huaraz en diciembre de 1928.

Autor Desconocido

Las reivindicaciones feministas

Las reivindicaciones feministas

Laten en el Perú las primeras inquietudes feministas. Existen algunas células, algunos núcleos de feminismo. Los propugnadores del nacionalismo a ultranza pensarán probablemente: -He ahí otra idea exótica, otra idea forastera que se injerta en la mentalidad peruana.

Tranquilicemos un poco a esta gente aprensiva. No hay que ver en el feminismo una idea exótica, una idea extranjera. Hay que ver, simplemente, una idea humana. Una idea característica de una civilización, peculiar a una época. Y, por ende, una idea con derecho de ciudadanía, en el Perú, como en cualquier otro segmento del mundo civilizado.

El feminismo no ha aparecido en el Perú artificial ni arbitrariamente. Ha aparecido como una consecuencia de las nuevas formas del trabajo intelectual y manual de la mujer. Las mujeres de real filiación feminista son las mujeres que trabajan, las mujeres que estudian. La idea feminista prospera entre las mujeres de oficio intelectual o de oficio manual: profesoras universitarias, obreras. Encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias, que atraen cada vez más a las mujeres peruanas, y en los sindicatos obreros, en los cuales las mujeres de las fábricas se enrolan y organizan con los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Aparte de este feminismo espontáneo y orgánico, que recluta sus adherentes entre las diversas categorías del trabajo femenino, existe aquí, como en otras partes, un feminismo de diletantes un poco pedante y otro poco, mundano. Las feministas de este rango convierten el feminismo en un simple ejercicio literario, en un mero deporte de moda.

Nadie debe sorprenderse de que todas las mujeres no se reúnan en un movimiento feminista único. El feminismo, tiene, necesariamente, varios colores, diversas tendencias. Se puede distinguir en el feminismo tres tendencias fundamentales, tres colores sustantivos: feminismo burgués, feminismo pequeño-burgués y feminismo proletario. Cada uno de estos feminismos formula sus reivindicaciones de una manera distinta. La mujer burguesa solidariza en feminismo con el interés de la clase conservadora. La mujer proletaria consustancia su feminismo con la fe de las multitudes revolucionarias en la sociedad futura. La lucha de clases -hecho histórico y no aserción teórica- se refleja en el plano feminista. Las mujeres, como los hombres, son reaccionarias, centristas o revolucionarias. No pueden, por consiguiente, combatir juntas la misma batalla. En el actual panorama humano, la clase diferencia a los individuos más que el sexo.

Pero esta pluralidad del feminismo no depende de la teoría en sí misma. Depende, más bien, de sus deformaciones prácticas. El feminismo, como idea pura, es esencialmente revolucionario. El pensamiento y la actitud de las mujeres que se sienten al mismo tiempo feministas y conservadoras carecen, por tanto de íntima coherencia. El conservantismo trabaja por mantener la organización tradicional de la sociedad. Esa organización niega a la mujer los derechos que la mujer quiere adquirir. Las feministas de la burguesía aceptan todas las consecuencias del orden vigente, menos las que se oponen a las reivindicaciones de la mujer. Sostienen tácitamente la tesis absurda de que la sola reforma que la sociedad necesita es la reforma feminista. La protesta de estas feministas contra el orden viejo es demasiado exclusiva para ser válida.

Cierto que las raíces históricas del feminismo están en el espíritu liberal. La revolución francesa contuvo, los primeros gérmenes del movimiento feminista. Por primera vez se planteó entonces, en términos precisos, la cuestión de la emancipación de la mujer. Babeuf, el leader de la conjuración de los iguales, fue un asertor de las reivindicaciones feministas. Babeuf arengaba así a sus amigos: “No impongáis silencio a este sexo que no merece que se le desdeñe. Realzad más bien la más bella porción de vosotros mismos. Si no contáis para nada la las mujeres en vuestra república, haréis de ellas pequeñas amantes de la monarquía. Su influencia será tal que ellas la restaurarán. Si, por el contrario, las contáis para algo, haréis de ellas Cornelias y Lucrecias. Ellas os darán Brutos, Gracos y Scevolas”. Polemizando con los anti-feministas, Babeuf hablaba de “este sexo que la tiranía de los hombres ha querido siempre anonadar, de este sexo que no ha sido inútil jamás en las revoluciones”. Mas la revolución francesa no quiso acordar a las mujeres la igualdad y la libertad propugnadas por estas voces jacobinas o igualitarias. Los Derechos del Hombre, como una vez he escrito, podían haberse llamado, más bien Derechos del Varón. La democracia burguesa ha sido una democracia exclusivamente masculina.

Nacido de la matriz liberal, el feminismo no ha podido ser actuado durante el proceso capitalista. Es ahora, cuando la trayectoria histórica de la democracia llega a su fin, que la mujer adquiere los derechos políticos y jurídicos del varón. Y es la revolución rusa la que ha concedido explícita y categóricamente a la mujer la igualdad y la libertad que hace más de un siglo reclamaban en vano de la revolución francesa Babeuf y los igualitarios.

Mas si la democracia burguesa no ha realizado el feminismo, ha creado, involuntariamente las condiciones y las premisas morales y materiales de su realización. La ha valorizado como elemento productor, como factor económico, al hacer de su trabajo un uso cada día más extenso y más intenso. El trabajo muda radicalmente la mentalidad y el espíritu femeninos. La mujer adquiere, en virtud del trabajo, una nueva noción de sí misma. Antiguamente, la sociedad destinaba a la mujer al matrimonio o a la barraganía. Presentemente, la destina, ante todo, al trabajo. Este hecho ha cambiado y ha elevado la posición de la mujer en la vida. Los que impugnan el feminismo y sus progresos con argumentos sentimentales o tradicionalistas pretenden que la mujer debe ser educada solo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada solo para funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja. La mujer es algo más que una madre y que una hembra, así como el hombre es algo más que un macho.

El tipo de mujer que produzca una civilización nueva tiene que ser sustancialmente distinto del que ha formado la civilización que actualmente declina. En un artículo sobre la mujer y la política, he examinado así algunos aspectos de este tema: “A los trovadores y a los enamorados de la frivolidad femenina no les falta razón para inquietarse. El tipo de mujer creado por un siglo de refinamiento capitalista está condenado a la decadencia y al tramonto. Un literato italiano, Pitigrilli, clasifica a este tipo de mujer contemporánea como, un tipo de mamífero de lujo.

Y bien, este mamífero de lujo se irá agotando poco a poco. A medida que el sistema colectivista reemplace al sistema individualista, decaerán el lujo y la elegancia feministas. La humanidad perderá algunos mamíferos de lujo; pero ganará muchas mujeres. Los trajes de la mujer del futuro serán menos caros y suntuosos; pero la condición de esa mujer será más digno. Y el eje de la vida femenina se desplazará de lo individual a lo social. La moda no consistirá ya en la imitación de una moderna Mme. Pompadour ataviada por Paquin. Consistirá, acaso, en la imitación de una Mme. Kollontay. Una mujer, en suma, costará menos, pero valdrá más”.

El tema es muy vasto. Este breve artículo intenta únicamente constatar el carácter de las primeras manifestaciones del feminismo en el Perú y ensayar una interpretación muy sumaria y rápida de la fisonomía y del espíritu del movimiento feminista mundial. A este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana. El feminismo me parece, además, un tema más interesante e histórico que la peluca. Mientras el feminismo es la categoría, la peluca es la anécdota.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El porvenir de Lima

El porvenir de Lima

I

El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra gente impresionista a previsiones del delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño —bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece— de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río Janeiro.

Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira solo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena.
Las “urbanizaciones”, en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de almenas un millón de habitantes.

Pero en si mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima. Se ignora la proporción del aumento de los últimos seis años. Más los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie supera exhorbitantemente en Lima al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.

El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la seguridad de que esta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le aseguren sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.

En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.

II

Examinemos rápidamente las leyes de la biología de la urbe y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.

Los factores esenciales de la urbe son estos tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.

Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vasta. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras sigue los movimientos generales de la circulación”.

Y bien, estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en el Perú en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.

En un artículo "sobre “la capital del sprit”, publicado últimamente en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías del comercio argentino desembocan ahí. Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.

Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la república. Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.

El porvenir de Lima, por ende, no se anuncia tan magnífico como el fácil optimismo de nuestra gente se inclina a creer. Los nuevos barrios, mejor dicho las nuevas áreas urbanas, son signos de salud y motivos de esperanza. Pero un examen realista de las cosas conduce a previsiones más modestas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El estudio de la montaña

El estudio de la Montaña

I

En uno de mis artículos sobre los viejos y los nuevos aspectos del regionalismo al plantear el problema de la definición de las regiones, me ocupé de los rasgos fundamentales de la sierra y la costa. El tópico, era excesivo para un artículo. La necesidad de no complicarlo, o más bien de no desbordarlo, me obligó a descartar de su estudio, en términos tal vez demasiado categóricos, el tema de la montaña. “La montaña—escribí—sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial”. El desarrollo posterior de mi revisión del regionalismo no me consintió volver a este tema. Mis puntos de vista sobre la montaña, en lo concerniente a su regionalidad, no quedaron formulados y ni siquiera esbozados.

Pero las líneas transcritas parecían acusar cierto, tendencia a prescindir del factor montaña en el planeamiento del problema del regionalismo. En todo caso, parecían contener una afirmación injusta o precipitada respecto al valor económico y sociológico de la montaña. Esta última ha sido, por ejemplo, la impresión de la doctora Miguelina Acosta Cárdenas, tan notoria y singularmente autorizada paro opinar sobre la montaña por su doble condición de loretana y estudiosa.

Una conversación, muy interesante por cierto, con Miguelina Acosta, me mueve a aclarar mi pensamiento. Y al mismo tiempo me con firma eficazmente la utilidad de tratar en la prensa estos temas. El escritor que examina lealmente, sin más preocupación que la verdad, una cuestión general, consigue siempre la colaboración de los competentes para el estudio , particular de cada uno de sus factores. Su tesis puede ser inexacta, puede ser incompleta. Pero suscita un debate que aporta al conocimiento de la cuestión nuevos elementos y que sugiere a quienes la estudian nuevos caminos.

II

El valor de la montaña en la economía peruana —me observa Miguelina Acosta— no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido, y muy grande, hasta, la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.

Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario no mirar solo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en “El Perú Contemporáneo”, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.

Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.

La crisis de Loreto no representa una crisis; más o menos temporal, de sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona—no trabajada sino devastada— a las vías de transporte.

El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Yo he escrito que económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El juicio es relativo.

III

Al mismo concepto de comparación podría acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.

Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de estas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra ignora al de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando en el antiguo departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, sin ningún parentezco con las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto, tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia sus capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.

A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cardenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la montaña ). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Romanones y el frente constitucional

Romanones y el Frente Constitucional

La escena política española se reanima poco a poco. El Conde de Romanones trabaja por unir a los grupos constitucionales en un frente único más o menos unánime. El fin del directorio parece próximo. El debate político obtiene de la censura un rigor más elástico. El monólogo de la “Gaceta” no acapara ya toda la atención pública. Los políticos del “viejo régimen”, después, de un largo período de cazurro silencio, pasan a la ofensiva. Se aprestan a distribuirse equitativamente ha herencia del Directorio.

El golpe de estado de Primo de Rivera no los sacó de quicio. Los partidos constitucionales no encontraron prudente ni oportuno en ese instante resistir a la dictadura. El Rey amparaba con su autoridad a los generales que la ejercían. Había que esperar, por consiguiente, que el experimento reaccionario y absolutista se cumpliese . Convenía aguardar una hora más propicia para la defensa de la Constitución y del Parlamento. Los partidos constitucionales no sentían, por el momento, ninguna urgente nostalgia de la Libertad. Aceptaban, transitoriamente, su ostracismo.

Pero a medida que se constataba el fracaso del Directorio, a medida que el humor del Rey daba señales de embarazo y de inquietud, la nostalgia de la Libertad y de la Constitución se enseñoreó en el ánimo de los partidos constitucionales. El espíritu de los políticos del "viejo régimen" se iluminó de improviso. La política del Directorio se revelaba impotente y estólida. Luego, era tiempo de declararla mal. Esta declaración, sin embargo, debía ser formulada con un poco de precaución. Por ejemplo, en una carta privada que la indiscreción del Directorio se encargaría de descubrir y denunciar al público. Don Antonio Maura empleó, con escaso éxito, este medio. El Conde de Romanones pensó entonces que, sin renunciar a ninguna de las reservas aconsejadas por el tacto y la prudencia, era el caso de utilizar contra el Directorio un instrumento público.

En esta atmósfera se incubó su libro “Las Responsabilidades del Antiguo Régimen ”, en el cual el Conde se limita a una ponderada defensa de los estadistas de la Restauración ó, mejor dicho, de los estadistas que han gobernado a España de 1875 a 1923. Libro, pues, no de ataque, sino apenas de contra-ataque. A la requisitoria acérrima y destemplada del Directorio contra la vieja política, sus ideas y sus hombres, no responde con una requisitoria contra la Reacción y sus generales. Libro de defensa lo llama en el prólogo el Conde de Romanones . “Nadie espere —advierte— encontrar en este libro ni disonancias ni estridencias; no me he propuesto contestar a unos agravios con otros, ni siquiera llamar capítulo de responsabilidades a quienes deben aceptar buena parte de las que graciosamente arrojan sobre los demás”. Acerca del Directorio, el Conde de Romanones se contenta con el augurio de que día llegará en que su libro admita una segunda parte. Al examen de la obra y de las responsabilidades de ayer seguirá el examen de la obra y de las responsabilidades de hoy.”

En grueso volumen, el Conde de Romanones hace una magra defensa del “antiguo régimen”. Con la estadística en la mano, explica cómo España, en cincuenta años, ha progresado remarcablemente. La agricultura, la industria, la minería, la banca, se han desarrollado. Los negocios prosperan. (La palabra del Conde de Romanones, pingüe capitalista, es a este respecto digna de todo crédito) . La población del reino ha aumentado considerablemente. Y no porque los españoles sean más prolíficos que antes —el aumento depende de una menor mortalidad— sino porque viven en mejores condiciones higiénicas. Es cierto que la prosperidad de España no puede absorver ni alimentar a esta sobre población; pero tal desequilibrio encuentra en la emigración un remedio automático.

España ha perdido en los últimos cincuenta años casi todos los restos de su poder colonial. El Conde de Romanones se ve obligado a constatar. Mas se consuela con la satisfacción de que España instalada en el consejo de la Sociedad de Naciones, se encontraba en 1922 menos aislada que en 1875.

En materia de política interna, el Conde tiene motivos para mostrarse menos optimista respecto a los resultados de medio siglo de beata monarquía constitucional. No puede hablar, apoyándose en datos estadísticos y en hechos históricos, de un extraordinario progreso democrático. La democracia, no ha echado raíces en España. El leader liberal lo reconoce melancólicamente. Un hecho histórico de filiación inequívoca —la dictadura de Primo de Rivera— desvanece toda ilusión sobre la realidad de la democracia española. Malgrado su inagotable optimismo, el Conde de Romanones tiene que conformarse con esta pobre realidad que, desgraciadamente, no puede ser contradicha, o atenuada al menos, por la estadística. Observa con tristeza que “antes se moría por la libertad, por ella se afrontaban persecuciones, mientras que hoy. . . hoy los nietos de aquellos que murieron o estuvieron dispuestos
a morir por la libertad, niegan esa libertad. La crisis de la libertad— una de las crisis contemporáneas— consterna al Conde. Un viejo y ortodoxo liberal no puede explicársela. Le resulta absolutamente inasequible e impenetrable la idea de que la libertad no es el mito de esta época. O, mas bien, de que la libertad tiene ahora otro nombre. La libertad jacobina y monárquica del conde millonario no
es, ciertamente, la libertad del Cuarto Estado. Al proletariado socialista no le interesa demasiado la libertad cara al Conde de Romanones. El Conde piensa que "un pueblo que permanece insensible ante la negación de su Estatuto fundamental y de las garantías más esenciales para su derecho y su vida, es un pueblo que no puede ofrecer apoyo al gobierno para emprender una obra de aliento". Pero este es un mero error de perspectiva histórica. Las muchedumbres contemporáneas, insensibles a su Estatuto fundamental, más insensibles todavía al verbo del Conde Romanones, no creen ya que el régimen monárquico-constitucional-parlamentario les asegure las “garantías esenciales para su derecho y su vida”. Hacia la reivindicación de otras garantías, que no son las que bastan al Conde de Romanones, se mueven hoy las masas.

El propio conde por otra parte, se muestra al Conde de Romanones, dispuesto a sacrificar prácticamente muchos de los principios de su liberalismo. Propugna actualmente la formación de un frente único constitucional. En este frente único se confundirían y se amalgamarían liberales y conservadores de todos los matices. Confusión y amalgama que ya se ha ensayado y practicado otras veces en España en servicio de las mismas instituciones: monarquía y parlamento. Confusión y amalgama que, en estos tiempos, no constituyen además la conciliación de dos términos antitéticos y contrarios. Los términos liberalismo y conservadorismo han perdido su antiguo sentido histórico. Entre liberales y conservadores no existe hoy ninguna diferencia insuperable. La política de los liberales no se distingue fundamentalmente de la política de los conservadores. Ante la cuestión social, conservadores y liberales tienen casi la misma posición y el mismo gesto. El Conde de Romanones lo admite en varias páginas de su libro al constatar que la reforma social no ha marchado en España mas a prisa bajo los gobiernos liberales que bajo los gobiernos conservadores. Puede agregarse que teóricamente los liberales se encuentran a veces más embarazados que los conservadores para una política de reforma social. Sus ideas individualistas les impiden, frecuentemente, adaptarse a la concepción “intervencionista” del Estado.

El Conde de Romanones da en cambio en el blanco cuando dispara en vano y absurdo empeño de los hombres del Directorio de crear, con el título de Unión Patriótica y sobre una caótica base, un partido nuevo. “Intentar substituir —escribe— los antiguos partidos por otros impuestos de arriba a abajo, es contra naturaleza, es una monstruosidad política y social, que empéñese quien se empeñe, no fructificará. Porque los partidos tienen su biología, que no depende de los caprichos de los hombres ni de las arbitrariedades de los gobernantes. Y la primera ley reguladora de esa biología, es que nacen y crecen de abajo arriba”.

No es posible, sin embargo, que Romanones se persuada de que los viejos partidos están, más o menos, en el mismo caso. Sus raíces históricas se han envejecido, se han secado. Ha dejado de alimentarlas el “humus” del suelo. El Conde de Romanones no ignora, probablemente, estas cosas; pero necesita, de todos modos, negarlas. Y de ahí que invite a todos los grupos constitucionales a la reconquista del gobierno bajo la bandera de la Constitución y la Monarquía. Puesto que la España nueva no está aún madura, la España vieja reivindica su derecho a la vida y al poder. El panfleto antimonárquico de Blasco Ibáñez conviene a Ios fines de los
políticos y los partidos que se turnaban hasta 1923 en el gobierno de España. El inocuo y literario republicanismo de Blasco
Ibáñez llega a tiempo para probar la irrealidad del peligro republicano; pero llega a tiempo también para intimar a la Monarquía la vuelta a la Constitución. Los liberales y los demócratas españoles se complacen de esta ocasión de ofrecerse al Rey y de comprometerse a no pedirle cuentas por el golpe de Estado de septiembre. El "intermezzo" despótico, militar y reaccionario del Directorio será, en su recuerdo, una alegre aventura, una escapada nocturna de un rey un poco truhán y un poco bohemio.

Acaso por esto, más que por la censura, Romanones y el frente constitucional no manifiestan mucha agresividad contra el Directorio. El Directorio, después de todo, como anoté en otro artículo, no es sino un episodio, una anécdota de la “vieja política”. Los cincuenta años de política y administración mediocres, que el Conde de Romanones revista en su libro, tienen en el Directorio su fruto más genuino. El golpe de Estado de setiembre ha germinado en la entraña de la “vieja política”. Ni el “antiguo régimen” puede renegar al Directorio. Ni el Directorio puede renegar al “antiguo régimen”. El frente constitucional tiene, en el fondo, ante los problemas de España, la misma actitud que Primo de Rivera y sus generales. Romanones no propone ninguna solución nueva, ningún remedio radical. El programa del frente constitucional es sólo un programa negativo. Se dirige a una meta asaz modesta: la restauración
de la Restauración. En esta receta simplista parece condensarse y agotarse todo el ideal, todo el impulso y toda la doctrina
de los “léaders” del régimen constitucional.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira