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El proceso de la literatura nacional XI [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional XI

José Santos Chocano pertenece, a mi juicio, al período colonial de nuestra literatura. Su poesía grandílocua tiene todos sus orígenes en España. Una crítica verbalista la presenta como una traducción del alma autóctona. Pero este es un concepto artificioso, una ficción retórica. Su lógica, tan simplista como falsa, razona así: Chocano es exuberante, luego es autóctono. Sobre este principio una critica fundamentalmente incapaz de sentir lo autóctono, ha asentado casi todo el dogma del americanismo y el tropicalismo esenciales del poeta de "Alma América".

Este dogma pudo ser incontestable en un tiempo de absoluta autoridad del colonialismo. Ahora una generación iconoclasta lo pasa incrédulamente por la criba de su análisis. La primera cuestión que se plantea es ésta: ¿lo autóctono es, efectivamente, exuberante?

Un crítico sagaz, extraño en este caso a todo interés polémico, como Pedro Henriquez Ureña, examinando precisamente el tema de la exuberancia en la literatura hispanoamericana, observa que esta literatura en su mayor parte, no aparece por cierto como un producto del trópico. Procede, más bien, de ciudades de clima templado y hasta un poco otoñal. Muy aguda y certeramente apunta Henriquez Ureña: "En América conservamos el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aún hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían los románticos. ¿No se atribuirá a influencia del trópico lo que es influencia de Víctor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda o de Quintana?". Para Henriquez Ureña la teoría de la exuberancia espontánea de la literatura americana es una teoría falsa. Esta literatura es menos exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia la verbosidad. Y "si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina y no por peculiar exuberancia nuestra". Los casos de verbosidad no son imputables a la geografía ni al medio.

Para estudiar el caso de Chocano, tenemos que empezar por localizarlo, ante todo, en el Perú. Y bien, en el Perú lo autóctono es lo indígena, vale decir lo incaico, lo serrano. Y lo indígena, lo incaico, lo serrano es fundamentalmente sobrio. El arte indio es la antítesis, la contradicción del arte de Chocano. El indio esquematiza, estiliza las cosas con un sintetismo y un primitivismo hieráticos.

Nadie pretende encontrar en la poesía de Chocano la emoción de los Andes. La crítica que la proclama autóctona, la imagina únicamente depositaria de la emoción de la "montaña", esto es, de la floresta. Riva Agüero es uno de los que suscriben este juicio. Pero los literatos que sin noción ninguna de la “montaña”, se han apresurado a descubrirla o reconocerla íntegramente en la ampulosa poesía de Chocano, no han hecho otra cosa que tomar al pie de la letra una conjetura del poeta. No han hecho sino repetir a Chocano, quien se supone desde hace mucho tiempo "el cantor de América autóctona y salvaje".

La "montaña" no es sólo exuberancia. Es, sustancialmente, muchas otras cosas que no están en la poesía de Chocano. Ante su espectáculo, ante sus paisajes, la actitud de Chocano es la de un espectador elocuente. Nada más. Todas las imágenes son las de una fantasía exterior y extranjera. No se oye la voz de un hombre de la floresta. Se oye a lo más, la voz de un forastero imaginativo y ardoroso que cree poseería y expresarla.

Y esto es muy natural. La "montaña" no existe casi sino como naturaleza, como paisaje, como escenario. No ha producido todavía una estirpe, un pueblo, una civilización. Chocano, en todo caso, no se ha nutrido de su savia. Por su sangre, por su mentalidad, por su educación el poeta de "Alma América" es un hombre de la costa. Procede de una familia española. Su formación espiritual e intelectual se ha cumplido en Lima. Y su énfasis —este énfasis que, en último análisis, resulta la única prueba de su autoctonismo y de su americanismo artístico o estético— desciende totalmente de España.

Los antecedentes de la técnica y los modelos de la elocuencia de Chocano están en la literatura española. Todos reconocen en su manera la influencia de Quitana, en su espíritu la de Espronceda. Chocano se reclama de Byron y de Hugo. Pero las influencias más directas que se constatan en su arte son siempre las de poetas de idioma español. Su egotismo romántico es el de Díaz Mirón de quien tiene también el acento arrogante y soberbio. Y el modernismo y el decadentismo que llegan hasta las puertas de su romanticismo son los de Rubén Darío.

Estos rasgos deciden y señalan demasiado netamente, la verdadera filiación artística de Chocano quien, a pesar de las sucesivas ondas de modernidad que han visitado su arte sin modificarlo absolutamente en su esencia, ha conservado en su obra la entonación y el temperamento de un supérstite del romanticismo español y de su grandilocuencia. Su filiación espiritual coincide, por otra parte, con su filiación artística. El "Cantor de América autóctona y salvaje" es de la estirpe de los conquistadores. Lo siente y lo dice él mismo en su poesía, que si no carece de admiración literaria y retórica a los incas, desborda de amor a los héroes de la conquista y hasta a los magnates del virreinato.

Pero este aspecto de la personalidad de Chocano —una de las últimas estaciones de un esquema crítico sobre la literatura nacional— queda para el artículo próximo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso de la literatura nacional V [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional V

La flaqueza, la anemia, la flacidez de nuestra literatura colonial y colonialista proviene de su falta de raíces. La vida, como lo afirmaba Wilson, viene de la tierra. El arte tiene necesidad de alimentarse de la savia de una tradición, de una historia, de un pueblo. Y en el Perú la literatura no ha brotado de la tradición, de la historia, del pueblo indígenas. Nació de una importación de literatura española; se nutrió luego de la imitación de la misma literatura. Un enfermo cordón umbilical la ha mantenido unida a la metrópoli.

Por eso no hemos tenido casi sino barroquismo y culteranismo de clérigos y oidores, durante el coloniaje; romanticismo y trovadorismo mal trasegados de los biznietos de los mismos oidores y clérigos, durante la república.

La literatura colonial, malgrado algunas solitarias y raquíticas evocaciones del imperio y sus fastos, se ha sentido extraña al pasado incaico. Ha carecido absolutamente de aptitud e imaginación para reconstruirlo. A su historiógrafo Riva Agüero esto le ha parecido muy lógico. Vedado de estudiar y denunciar esta incapacidad, Riva Agüero se ha apresurado a justificarla, suscribiendo con complacencia y convicción el juicio de un escritor de la metrópoli. "Los sucesos del Imperio Incaico —escribe en su estudio sobre la literatura del Perú independiente— según el muy exacto decir de un famoso critico (Menéndez Pelayo), nos interesan tanto como pudieran interesar a los españoles de hoy las historias y consejas de los Turdetanos y Sarpetanos". Y en las conclusiones del mismo ensayo dice: "El sistema que para americanizar la literatura se remonta hasta los tiempos anteriores a la Conquista, y trata de hacer revivir poéticamente las civilizaciones quechua y azteca, y las ideas y los sentimientos de los aborígenes, me parece el más estrecho e infecundo. No debe llamársele americanismo sino exotismo. Ya lo han dicho Menéndez Pelayo, Rubio y Luch y Juan Valera; aquellas civilizaciones o semi civilizaciones murieron, se extinguieron, y no hay modo de reanudar su tradición, puesto que no dejaron literatura. Para los criollos de raza española, son extranjeras y peregrinas y nada nos liga con ellas; y extranjeras y peregrinas son también para los mestizos y los indios cultos, porque la educación que han recibido los han europeizado por completo. Ninguno de ellos se encuentra en la situación de Garcilazo de la Vega". En opinión de Riva Agüero —opinión característica de un descendiente de la conquista, de un heredero de la colonia, para quien constituyen artículos de fe los juicios de los eruditos de la Corte— “recursos mucho más abundantes ofrecen las expediciones españolas del XVI y las aventuras de la Conquista”.

Adulta ya la república, nuestros literatos no han logrado sentir el Perú sino como una colonia de España. A España partía, en pos no solo de modelos sino también de temas, su imaginación domesticada. Las antologías guardan como una de las mejores piezas de la poesía nacional, la "Elegía a la Muerte de Alfonso XII" de Luis Benjamín Cisneros, que fue sin embargo, dentro de la desvaída y ramplona tropa romántica, uno de los espíritus más liberales y ochocentistas.

El literato peruano no ha sabido casi nunca sentirse vinculado al pueblo. No ha podido ni ha deseado traducir el penoso trabajo de formación de un Perú integral, de un Perú nuevo. Entre el inkario y la colonia, ha optado por la colonia. El Perú nuevo era una nebulosa. Sólo el inkario y la colonia existían neta y decididamente. Y entre la balbuceante literatura peruana y el inkario y el indio se interponía, separándolos e incomunicándolos, la Conquista.

Destruida la civilización incaica por España, constituido el nuevo Estado sin el indio y servidumbre, la literatura peruana tenía que ser, contra el indio sostenida la raza aborigen a la criolla, costeña, en la proporción en que dejara de ser española. No pudo por esto, surgir en el Perú una literatura vigorosa. El cruzamiento del invasor con el indígena no había producido en el Perú un tipo más o menos homogéneo. A la sangre íbera y quechua se había mezclado un copioso torrente de sangre africana. Más tarde la importación de coolies debía añadir a esta mezcla un poco de sangre asiática. Por ende, no había un tipo sino diversos tipos de criollos, de mestizos. La fusión de tan disímiles elementos étnicos se cumplía, por otra parte, en un tibio y sedante pedazo de tierra baja, donde una naturaleza indecisa y negligente no podía imprimir en el blando producto de esta experiencia sociológica un fuerte sello individual.

Era fatal que lo heteróclito y lo abigarrado de nuestra composición étnica trascendiera a nuestro proceso literario. IE1 orto de la literatura peruana no podía semejarse, por ejemplo, al de la literatura argentina. En la república del sur el cruzamiento del europeo y del indígena produjo al gaucho. En el gaucho se fundieron perdurable y (fuertemente la raza forastera y conquistadora y la raza aborigen. Consiguientemente la literatura argentina —que es entre las literaturas iberoamericanas la que tiene más personalidad—está permeada de sentimiento gaucho. Los mejores literatos argentinos han extraído del estrato popular sus temas y sus personajes. Santos Vega, Martín Fierro, Anastasio el Pollo, antes que en la imaginación artística, vivieron a las más modernas y distintas influencias cosmopolitas, no reniega su espíritu gaucho. Por el contrario, lo reafirma altaneramente. Los más ultraístas poetas de la nueva generación se declaran descendientes del gaucho Martín Fierro y de su bizarra estirpe de payadores. Uno de los más saturados de occidentalismo y modernidad, José Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo.

Discípulos de Listas y Hermosillas, los literatos del Perú independiente, en cambio, casi invariablemente desdeñaron la plebe. Lo único que seducía y deslumbraba su cortesana y pávida fantasía de hidalgüelos de provincia era lo español, lo virreinal. Pero España estaba muy lejos. El virreinato —aunque subsistiese el régimen feudal establecido por los conquistadores— pertenecía al pasado. Toda la literatura de esta gente da por esto, la impresión de una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces em su presente. Es una literatura de implícitos "emigrados", de nostálgicos sobrevivientes.

Los pocos literatos vitales, en esta palúdica y clorótica teoría de cansinos y chafados retoñes, son los que de algún modo tradujeron al pueblo. La literatura peruana es una pesada e indigesta rapsodia de la literatura española, en todas las obras en que ignora al Perú viviente y verdadero. El ay indígena, la pirueta zamba, son las notas más animadas y veraces de esta literatura sin alas y sin vértebras. En la trama de las "Tradiciones" ¿no se descubre enseguida la hebra del chispeante y chismoso medio pelo limeño? Esta es una de las fuerzas vitales de la prosa del tradicionista. Melgar, desdeñado por los académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry porque en sus yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica tradición sentimental y de su genuino pasado literario.

González Prada, espíritu y mentalidad europeos, abre, como ya he dicho, otro capítulo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso de la literatura nacional IV [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional IV

El ensayo de More busca los factores raciales y las raíces telúricas de la literatura peruana. Estudia sus colores y sus líneas esenciales; prescinde de sus matices y de sus contornos complementarios. El método es de panfletario; no es de crítico. Esto da cierto vigor, cierta fuerza a las ideas; pero les resta flexibilidad. La imagen que nos ofrecen de la literatura peruana es demasiado esquelética, demasiado estática.

Pero si las conclusiones no son siempre justas, los conceptos en que reposan son, en cambio, verdaderos. More siente fuertemente el dualismo peruano. Sostiene que en el Perú "o se es colonial o se es incaico". Yo, que reiteradamente he escrito que el Perú hijo de la conquista es una formación costeña, no puedo dejar de declararme de acuerdo con More respecto al origen y al proceso del conflicto entre incaísmo y colonismo. Pienso, como More, que este conflicto, este antagonismo, "es, y será por muchos años, clave sociológica y política de la vida, peruana”.

El dualismo peruano se refleja, y se expresa, naturalmente, en la literatura. "Literariamente —escribe More— Perú preséntase, como es lógico, dividido. Surge un hecho fundamental: los andinos son rurales; los limeños urbanos. Y así las dos literaturas. Para quienes actúan bajo la influencia de Lima todo tiene idiosincracia iberafricana: todo es romántico y sensual. Para quienes actuamos bajo la influencia del Cusco, la parte más bella y honda de la vida se realiza en las montañas y en los valles y en todo hay subjetividad indescifrada y sentido dramático. El limeño es colorista: el serrano musical. Para los herederos del coloniaje, el amor es un lance. Para los retoños de la raza caída, el amor es un coro trasmisor de las voces del destino".

Más esta literatura serrana que More define con tanta vehemencia, oponiéndola a la literatura limeña o colonial, solo ahora empieza a existir seria y válidamente. No tiene casi histeria, no tiene casi tradición. Los dos mayores literatos de la república, Palma y González Prada. Estimo mucho la figura de Abelardo Gamarra; pero me parece que More, tal vez, la superestima. Aunque en un pasaje de su estudio conviene en que "no fue, por desgracia Gamarra, el artista redondo y facetado, limpio y fulgente, el cabal hombre de letras que se necesita".

El propio More reconoce que "las regiones andinas, el incaísmo, aún no tienen el sumo escritor que sintetice y condense, en fulminantes y lucientes páginas, las inquietudes, las modalidades y las oscilaciones del alma incaica". Su testimonio sufraga y confirma, por ende, la tesis de que la literatura peruana (hasta Palma y González Prada es colonial, es española. La literatura serrana con la cual la confronta More, no ha logrado, antes de Palma y González Prada, una modulación propia. Lima ha impuesto sus modelos a las provincias. Más todavía; las provincias han venido a buscar sus modelos a Lima. La prosa polémica del regionalismo y el radicalismo provincianos desciende de González Prada. A quién, en justicia, More, su discípulo, reprocha su excesivo amor a la retórica.

El ensayo de More reduce la literatura peruana a tres obras : la de Palma, la de González Prada y la de Gamarra. Menciona a Percy Gibson pana señalarlo como "el poeta que mejor ha sentido la sierra". No cita a Eguren, a Valdelomar ni a Vallejo. En Vallejo habría encontrado, sin embargo, un gran poeta serrano.

Gamarra es para More el representativo del Perú integral. Con Gamarra empieza, a su juicio, un nuevo capítulo de nuestra literatura. El nuevo capítulo comienza, en mi concepto, con González Prada que marca, como ya he dicho, la transición del españolismo puro a un europeísmo más o menos incipiente en su expresión pero decisivo en sus consecuencias.

Pero Ricardo Palma, a quien More erróneamente designa como un "representativo, expresador y centinela del colonismo", es también de este Perú integral que en nosotros principia a concretarse y definirse. Palma traduce el criollismo, el mestizaje, la mesocracia de una Lima republicana que, si es la misma que aclama a Piérola, —más arequipeño que limeño en su temperamento y en su estilo— es también la misma que, en nuestro tiempo, revisa su propia tradición, reniega su abolengo colonial, condena y critica su centralismo, sostiene las reivindicaciones del indio y tiende sus dos manos a los rebeldes y a los idealistas de provincias. Ya en mis anteriores artículos, en completa coincidencia con una autorizada opinión de vanguardia, he expuesto las razones que niegan al colonialismo, esto es a los descendientes de la conquista, a los herederos del virreinato, el derecho de anexarse las "Tradiciones Peruanas".

More no distingue sino una Lima. La conservadora. la somnolienta, la frívola, la colonial. "No hay problema ideológico o sentimental —dice— que en Lima haya producido ecos. Ni el modernismo en literatura ni el marxismo en política; ni el símbolo en música ni el dinamismo expresionista en pintura han inquietado a los hijos de la ciudad sedante. La voluptuosidad es tumba de la Inquietud". Pero esto no es exacto. En Lima, donde se ha constituido el primer núcleo de industrialismo, es también donde, en perfecto acuerdo con el proceso histórico de la nación, se ha balbuceado o se ha pronunciado la primera resonante palabra de marxismo. More, un poco desconectado de su pueblo, no lo sabe acaso, pero puede intuirlo. No faltan en Buenos Aires y La Plata quienes tienen títulos para enterarlo de las reivindicaciones de una vanguardia que en Lima como en el Cuzco, en Trujillo, en Jauja, representa un nuevo espíritu nacional.

Le requisitoria contra el colonialismo, contra el "limeñismo" si así prefiero llamarlo More, ha partido de Lima. El proceso de la capital —en abierta pugna con lo que Luis Alberto Sánchez denomina "perricholismo", y con una pasión y una severidad que precisamente a Sánchez alarman y preocupan,— lo estamos haciendo hombres de la capital. En Lima, algunos escritores que del estetismo d'annunziano importado por Valdelomar habíamos evolucionado al criticismo socializante de la revista “España”, fundamos hace ocho años "Nuestra Epoca" para denunciar, sin reservas y sin compromisos con ningún grupo y ningún caudillo, las responsabilidades de la vieja política. En Lima, algunos estudiantes, portavoces del nuevo espíritu, crearon hace cinco años las universidades populares e inscribieron en su bandera el nombre de González Prada.

Henriquez Ureña dice que hay dos Américas : una buena y otra mala. Lo mismo se podría decir de Lima. Lima no tiene raíces en el pasado autóctono. Lima es la hija de la conquista. (Yo mismo lo he escrito, sin disimulos, en tres artículos sobre el problema de la capital). Pero desde que, en la mentalidad y en el espíritu, cesa de ser solo española para volverse un poco cosmopolita, desde que se muestra sensible; a las ideas y a las emociones de la época, Lima deja de aparecer, exclusivamente, como la sede y el hogar del colonialismo y el españolismo. La nueva peruanidad es una cosa por crear. Su cimiento histórico tiene que ser indígena. Su eje debe apoyarse en la piedra andina, no en la arcilla costeña. Bien. Pero a este trabajo de creación, la Lima renovadora, la Lima inquieta, no es ni quiere ser extraña.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso de la literatura nacional II [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional II

El colonialismo —evocación nostálgica del virreinato— pretende anexarse la figura de don Ricardo Palma. Esta literatura servil y floja, de sentimentaloides y retóricos, se supone consustanciada con las "Tradiciones". La generación "futurista", que más de una vez he calificado como la más pasadista de nuestras generaciones, ha gastado la mejor parte de su elocuencia en esta empresa de acaparamiento de la gloria de Palma. Es este el único terreno en el que ha maniobrado con eficacia. Palma oficialmente como el máximo representante del colonialismo.

Pero si se medita seriamente sobre, la obra de Palma, confrontándola con el proceso político y social del Perú y con la inspiración del género colonialista, se descubre lo artificioso y lo convencional de esta anexión. Situar la obra de Palma dentro de la literatura colonialista es no solo empequeñecerla sino también deformarla. Las "Tradiciones" no pueden ser indentificadas con una literatura de reverente y apologética exaltación de la colonia y su fastos, absolutamente peculiar y característica, en su tonalidad y en su espíritu, de la académica clientela de la casta feudal.

Don Felipe Pardo y Don José Antonio de Lavalle, conservadores convictos y confesos, evocaban la colonia con nostalgia y con unción. Ricardo Palma, en tanto, la reconstruía con un realismo burlón y una fantasía irreverente y satírica. La versión de Palma es cruda y viva. La de los prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del virreinato, tan grata a los oídos de la gente "ancien regime", es devota y ditirámbica. No hay ningún parecido sustancial, ningún parentesco psicológico entre una y otra versión.

La suerte bien distinta de una y otra se explica fundamentalmente por la diferencia de calidad; pero se explica también por la diferencia de espíritu. La calidad es siempre espíritu. La obra pesada y académica de Lavalle y otros colonialistas ha muerto porque no puede ser popular. La obra de Palma vive porque, ante todo, puede y sabe, serlo.

El espíritu de las "Tradiciones" no se deja mistificar. Es demasiado evidente en toda la obra. Riva Agüero que, en su estudio sobre el carácter de la literatura del Perú independiente, de acuerdo con los intreses de su gens o de su clase, lo coloca dentro del colonialismo, reconoce en Palma, "perteneciente a la generación que rompió con el amaneramiento de los escritores del coloniaje", a un literato "liberal e hijo da la República". Se siente a Riva Agüero íntimamente descontento del espíritu irreverente y heterodoxo de Palma.

Riva Agüero trata de rechazar este sentimiento, pero sin poder evitar que aflore netamente en mas de un pasaje dé su discurso. Constata que Palma "al hablar de la Iglesia, de los Jesuítas, de la nobleza, se sonríe y hace sonreír al lector". Cuida de agregar que "con sonrisa fina que no hiere". Dice que no será él quien le reproche su volterianismo. Pero concluye confesando así su verdadero sentimiento: "A veces la burla de Palma, por más que sea benigna y suave, llega a destruir la simpatía histórica. Vemos que se encuentra muy desligado de las añejas preocupaciones, que, a fuerza de estar libre de esas ridiculeces, no las comprende; y una ligera nube de indiferencia y despego se interpone entonces entre si asunto y el escritor".

Si el propio crítico e historiógrafo de la literatura peruana que ha juntado, solidarizándolos, el elogio de Palma y la apología de la colonia, reconoce tan explícitamente la diferencia fundamental de sentimiento que distingue a Palma de Pardo y de Lavalle, ¿cómo se ha creado y mantenido el equívoco de una clasificación que virtualmente les confunde y reune? La explicación es fácil. Este equívoco se ha apoyado, en su origen, en la divergencia personal entre Palma y González Prada; se ha alimentado, luego, del contraste espiritual entre "palmistas" y "praditas". Haya de La Torre, en una carta sobre "Mercurio Peruano", publicada en la revista "Sagitario" de La Plata —una de las más interesantes revistas de la América indo-ibera— tiene una observación acertada: "Entre Palma que se burlaba y Prada que azotaba, los hijos de ese pasado y de aquellas doblemente zaheridas prefirieron el alfilerazo al látigo". Pertenece al mismo Haya una precisa y, a mi juicio, oportuna e inteligente "mise au point" sobre el sentido histórico y político de las "Tradiciones". "‘Personalmente, —escribe— creo que Palma fue tradicionista, pero no tradicionalista. Creo que Palma hundió la pluma en el pasado para luego blandirla en alto y reírse de él. Ninguna institución u hombre de la colonia y aún de la república escapó a la mordedura tantas veces tan certera de la ironía, el sarcasmo y siempre el ridículo de la jocosa crítica de Palma. Bien sabido es que el clero católico tuvo en la literatura de Palma un enemigo y que sus "tradiciones" son el horror de frailes y monjas. Pero por una curiosa paradoja, Palma se vio rodeado, adulado y desvirtuado por una troupe de gente distinguida, intelectuales, católicos, niños bien y admiradores de apellidos sonoros".

No hay nada de extraño ni de insólito en que esta penetrante aclaración del sentido y la filiación de las "Tradiciones" venga de un escritor que jamás ha oficiado de crítico literario. Para una interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria es suficiente. Sirven más la sensibilidad política y la clarovidencia histórica. El crítico profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y, por consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni de su subconciencia.

Una historia de la literatura peruana que tenga en cuenta las raíces sociales y políticas de ésta, cancelará la convención contra la cual hoy solo el vanguardismo protesta. Se verá entonces que Palma está menos lejos de González Prada de lo que hasta ahora parece. La distancia que no disminuirá, por ningún motivo, será la que separa en la historia a "pradistas" y "palmistas".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso de la literatura nacional [Recorte de prensa]

El proceso de la literatura nacional

I

He formulado recientemente, respondiendo a una encuesta, algunos juicios sobre la literatura nacional que me siento en el deber de precisar y aclarar. Demasiado esquemáticos, demasiado sumarios en el reportaje, esos juicios esbozan apenas mi pensamiento.

Vade la pena volver sobre la cuestión que desborda, evidentemente, los límites de la intención periodística de "Perricholi". El tema, en su esencia, es muy de nuestra época, que es una época de revisión de todos los conceptos fundamentales sobre el pasado. Nos asalta, en diversas formas y no por azar, el deseo de instaurar el proceso de las letras peruanas.

No soy, como ya lo he dicho, competente en la historia de nuestra literatura. Pero no me parece absolutamente necesario, para la interpretación de ésta, una documentada y erudita' versación respecto a sus episodios y personajes secundarios. El protagonista de una época, el signo de una corriente, consiguen fatalmente destacarse y señalarse. Los que no lo consiguen no han sido, realmente, sino una cosa larvada. Su interés puede ser grande para la crónica; pero para la historia es adjetivo. Lo frustrado, lo larvado, puede importar mucho a mi curiosidad personal, no a mis juicios históricos. En la literatura, como en la política, busco el signo. El protagonista, el signo, bastan como puntos de referencia.

II

La literatura de los españoles de la colonia —he escrito— no es peruana; es española. Claro está que por estar escrita en idioma español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, hierofante del culto al virreinato en su literatura, reconoce como crítico que "la época de la colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de la que tomaron solo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilazo, que sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Soldán".

Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son incontestables. Garcilazo, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la colonia. En Garcilazo se dan la mano dos edades, dos esculturas. Pero Garcilazo es más inca que conquistador, más quechua que español. Y en esto reside, principalmente su grandeza.

Luis Alberto Sánchez tiene perfecta razón cuando exalta a Garcilazo. Y no debe hacerlo en su solo nombre; debe hacerlo en el de su generación. Garcilazo renace en todos nosotros porque también nosotros querernos sentirnos más indios que conquistadores. En una época de apogeo del espíritu colonial, el mérito de Garcilazo tenía que parecer menor. Así lo decidía esa ley de que toda valoración está subordinada a su tiempo. En esta época de decadencia del espíritu colonial, le toca a la nueva generación rein- vindicarlo. El hecho de que aparentemente esta reinvindicación haya sido iniciada por Riva Aguero, descendiente y heredero inconfundible de la conquista, no compromete en absoluto su sentido de reivindicación rigurosa e históricamente nuestra.

La nueva valoración de Garcilazo tiene un proceso sentimental y espiritual al cual es extraño todo concepto meramente literario.

III

Nuestra literatura no cesa de ser española en la fecha de la fundación de la república. Sigue siéndolo por muchos años, ya en uno, ya en otro trasnochado eco del clasicismo o del romanticismo de la metrópoli. En todo caso, si no española, hay que llamarla por luengos años, literatura colonial.

Una teoría moderna sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en el tres períodos: un período colonial, un período cosmopolita, un período nacional. Durante el primer periodo, un pueblo literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo periodo, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura. Pero no nos hace falta, por el momento, un sistema más amplio.

Este nos sirve muy bien para ordenar nuestro estudio de la literatura del Perú. El ciclo colonial se presenta en este caso muy preciso y muy claro. Nuestra literatura no solo es colonial en ese ciclo por su dependencia y su vasallaje a España; lo es, sobre todo, por su subordinación a los residuos espirituales y materiales de la colonia. Don Felipe Pardo, a quien Gálvez arbitrariamente considera como uno de los precursores del peruanismo literario, no repudiaba la república y sus instituciones por simple sentimiento aristocrático; las repudiaba, más bien, por sentimiento godo. Toda la inspiración de su sátira, —asaz mediocre por lo demás— procede de su mal humor de corregidor o de encomendero a quien una revolución ha igualado, en la teoría si no en el hecho, con los mestizos y los indígenas. Todas las raíces de su burla están en su instinto de casta. El acento de Pardo y Aliaga no es el de un hombre que se siente peruano sino el de un hombre que se siente español en un país conquistado por España para los descendientes de sus capitanes y de sus bachilleres.

Este mismo espíritu, en menores dosis, pero con los mismos resultados, caracteriza casi toda nuestra literatura hasta la generación "colónida" que, iconoclasta ante el pasado y sus valores, acata, como su maestro, a González Prada y saluda, como su precursor a Eguren, esto es a los dos literatos más liberados de españolismo.

IV

¿Qué cosa mantiene viva durante tanto tiempo en nuestra literatura la nostalgia de la colonia? No por cierto únicamente el pasadismo individual de los literatos. La razón es otra. Para descubrirla hay que sondear en un mundo más complejo que el que abarca regularmente la mirada del crítico.

La literatura de un pueblo se alimenta y se apoya en su subtractum económico y político. En un país dominado por los descendientes de los encomenderos y los oidores del virreinato, nada era más natural, por consiguiente, que la serenata bajo sus balcones. La autoridad de la casta feudal reposaba en parte sobre el prestigio del virreinato. Los mediocres literatos de una república que se sentía heredera de la conquista no podían hacer otra cosa que trabajar por el lustre y brillo de los blasones virreinales. Únicamente los temperamentos superiores —precursores siempre, en todos los pueblos y todos los climas, de las cosas por venir— eran capaces de sustraerse a esta fatalidad histórica; demasiado imperiosa para Ios clientes de la clase latifundista.

En un próximo artículo, continuando este estudio, veremos quienes han sido estos temperamentos de excepción.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Pedro López Aliaga [Recorte de prensa]

Don Pedro López Aliaga

I

Don Pedro López Aliaga era de la buena y vieja estirpe romántica. No le atrajo nunca la Civilización de la Potencia. Guardó siempre en su ánima la nostalgia de la Civilización de la Sabiduría. No quiso ser político ni comerciante. Tuvo gustos solariegos. Y amó, con hidalga distinción espiritual, cosas que su generación amó muy poco: la música, la pintura. Fue amigo de Baca Flor, de Astete, de Valle Riestra. Baca Flor le hizo aquel retrato que queda como el mejor documento de la personalidad de Don Pedro. En ese retrato, Don Pedro parece un caballero de otra edad. El continente, el ademán, la Barba, la mirada, pertenecen a un evo en que Don Pedro habría preferido vivir.

II

López Aliaga visitó París, por primera vez, en una época en que París era la ciudad de la bohemia de Mürger. La urbe ignoraba todavía un elemento, una sensación de la vida moderna: la velocidad. El boulevard no conocía casi sino el paso del fiacre, digno y grave como el de un decaído y noble señor. En el pescante, el cochero, con sombrero de copa, tenía el mismo aire grave y digno. Nada auguraba aún el escándalo de los tranvías y de los automóviles. La carretilla de mano de Crainquebille no habría encontrado en la rue Monmartre un policía tan preocupado de la circulación como el que hizo conocer la justicia burguesa. Y, por consiguiente, la vida del humilde personaje de Anatole France se habría ahorrado un drama. A Don Pedro le gustaba París así. París le reveló a Berlioz. Y Don Pedro permaneció fiel, toda su vida, a Berlioz y a los fiacres. Era con sus cocheros con sombrero de copa como a Don Pedro le complacía evocar París cuando, en los últimos años, le tocaba atravesar, entre el estruendo de mil claxos, la Plaza de la Opera.

Como Ruskin, Don Pedro no amaba la máquina. Como Ruskin, no habría querido que las sirenas y las hélices de los botes a vapor violasen los dormidos canales de Venecia. Detestaba los túneles, los "elevados'', los rascacielos. Todos los alardes materiales del Progreso le eran antipáticos. No se sentía cómodo en medio de la modernidad. Pero tampoco era el suyo un espíritu medioeval. Más que la penumbra gótica le atraía la luz latina. Entre todas las épocas habría elegido, probablemente, para su vida el Renacimiento. En esto Don Pedro no coincidía absolutamente con Ruskin. A don Pedro le seducía no solo el arte del Renacimiento sino también el arte barroco. Tintoretto era uno de sus pintores predilectos.

III

La música fue uno de sus grandes amores. Poseía, en música, un gusto ecléctico. No le interesaba, como a otros, una música. Le interesaba la música. Ningún genio, ningún estilo, ninguna escuela musical acapararon, como en otros amadores de este arte, la totalidad de su admiración. Palestrina, Haendel, Beethoven, Wagner, Berlioz, no le impedían comprender y estimar a Debussy, a Strauss. En la música italiana de hoy estimaba a los más modernos: a Casella, a Malipiero. La música rusa era, últimamente, una de sus músicas dilectas.

La cultura musical limeña le debe más de lo que generalmente se conoce. Don Pedro fue uno de los fundadores y uno de los animadores sustantivos de la Sociedad Filarmónica. A la Sociedad Filarmónica y a la Academia Nacional de Música dio, durante mucho tiempo, una colaboración eminente. Don Pedro no era responsable de la anemia de ambas instituciones. Le correspondía, en cambio, el mérito de haber inspirado, con recto espíritu, sus comienzos.

IV

Este hombre bueno, noble, sentimental, no pudo, naturalmente, conquistar el éxito. No lo ambicionó siquiera. Asistió, sin envidia, con una sonrisa, al encumbramiento de sus más mediocres contemporáneos. Mientras los hombres de su generación escalaban las más altas posiciones, en la política. Don Pedro gastaba sus veladas en líricas empresas y románticos trabajos. Escribía crítica musicales. Discurría sobre tópicos del arte y de la vida. Dialogaba con su fraternal amigo el pintor Astete.

La mala política le tendió una vez sus redes. Don Pedro, solicitado amistosamente por don Manuel Candamo, aceptó ser nombrado prefecto de Huánuco. Pero Romaña, presidente entonces, quiso conversar con el joven candidato de Candamo. Y descubrió, en el coloquio, que Don Pedro no era del paño de las "bones a tout faire" de la política. El nombramiento resultó misteriosamente torpedeado en el consejo de ministros. Don Pedro se salvó de ser prefecto. Y se salvó, por ende, de llegar a diputado o a ministro.

V

En Roma, durante dos años, Don Pedro frecuentó estudios, exposiciones y tertulias de artistas. El escultor Ocaña y yo fuimos, muchas veces, compañeros de sus andanzas. Don Pedro adquiría cuadros, esculturas, objetos de arte. Enriquecía su colección de pintura italiana. Reparaba sus Amatos, sus Guarnerius y sus otros viejos y nobles instrumentos de música. De estas andanzas no lo distraían sino los conciertos del Augusteo.

Conocí, entonces, en este ambiente, bajo esta luz, a Don Pedro López Aliaga. Pronto, nos estimamos recíprocamente. Mi temperamento excesivo, mi ideología revolucionaria, no asustaban a Don Pedro. Discutíamos, polemizábamos, sin conseguir casi nunca que nuestras ideas y nuestros gustos se acordasen. Pero, por la pasión y la sinceridad que poníamos en nuestro diálogo, nos sentíamos muy cerca el uno del otro hasta cuando nuestras tesis parecían más irreductiblemente adversarias y opuestas. No he conocido, en la burguesía peruana, a ningún hombre de tolerancia tan inteligente.

Ahora que don Pedro López Aliaga ha muerto, sé que he perdido a uno de mis mejores amigos. Sé, también; que Lima ha perdido a uno de los representantes más puros de su vieja estirpe. Don Pedro no ha sido, en su generación, un hombre de talla común. Quedan en su casa, de ambiente solariego, diversos testimonios de la distinción de su espíritu, de sus aficiones y hasta de sus manías: sus cuadros, sus estatuas, sus instrumentos musicales, sus libros. Su colección de cuadros –en la cual se cuentan un Tintoretto, dos Claude Lorrain– es, probablemente, la más valiosa colección que existe en Lima. Con menos de la décima parte del esfuerzo invertido en formar esta colección. Don Pedro habría podido formar un latifundio. Pero don Pedro no puso nunca ningún empeño en devenir millonario. Prefirió seguir siendo sólo un gentil hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Serpentinas [Recorte de prensa]

Serpentinas

I

Los tres días de neo-carnaval son, en verdad, tres días únicos de educación democrática. Cada pueblo del Perú tiene sus reinas, cada reina sus azafatas, cada azafata sus trovadores. Poco falta para que todos los peruanos se conviertan en reinas y reyes, azafatas y trovadores. La realeza y sus categorías anexas se ponen al alcance del Demos. Las usanzas, los fueros y las coronas de la aristocracia se democratizan.

Esta familiaridad periódica con la realeza esta profusión anual de monarquías, son, seguramente, saludables y pedagógicas. Hacen de la monarquía un artículo de carnaval.

II

El nuevo estilo del carnaval tiene, sin embargo, una desventaja. Las monarquías se vuelven una cosa festiva; pero los carnavales
se vuelven una cosa seria. Lima parece próxima a no tomar en serio la realeza; pero a tomar, en cambio, un poco en serio el carnaval. El carnaval empieza a adquirir la solemnidad de un rito. El humorismo de Lima corre, en este episodio anual, el grave riesgo de ser desmentido. Vamos a constatar, finalmente, que Lima no es una ciudad humorista, sino solo una ciudad un poco maliciosa. Que Lima es, tal vez, algo precoz; pero siempre muy infantil.

III

El neo-carnaval debería consternar a nuestros pasadistas. Los disfraces nos enseñan que el pasado no puede resucitar sino carnavalescamente. El Pasado es una guardarropía. No es posible restaurar el Pasado. No es posible reinventarlo. Es posible, únicamente parodiarlo. En nuestra retina, el Presente es una instantánea; el Pasado es una caricatura.

IV

La vida no readmite el Pasado sino en el carnaval o en la comedia. Únicamente en el carnaval reaparecen todos los trajes del Pasado. En esta restauración festiva precaria no suspira ninguna nostalgia: ríe a carcajadas el Presente.

Iconoclastas no son, por ende, los hombres: iconoclasta es la vida.

V

En el carnaval conviven la moda del Renacimiento y la moda rococó con la moda moderna. El carnaval, en apariencia, anula el tiempo: pero, en realidad, lo contrasta. Un traje de cruzado, que en la Edad Media era un traje dramático, en nuestra edad es un traje cómico.

VI

El carnaval ha reforzado su guardarropía con los disfraces ku-klux-klan. Esta es otra prueba de que el ku_klux-klan pertenece, inequívocamente, al Pasado. El carnaval ha clasificado el traje ku-klux-kl.an como un traje cómico. Como un traje de baile de máscaras. Indudablemente, el carnaval es revolucionario. Parodia y mima un episodio de la Reacción.

VII

La democracia de París se somete de buen grado, en carnaval, al reinado de una dactilógrafa o de una modista. La autoridad de una "midinette'' resulta, en estos días, más efectiva y más extensa que la de una princesa orleanista de la clientela de "L'Action Francaise". El Demos es como aquel personaje de Bernard Shaw –Pigmalion– que gustaba de tratar a una duquesa como si fuera una florista y a una florista como si fuese una duquesa. La revolución rusa, por ejemplo, de más de una duquesa ha hecho una kellnerin. A Clovis –reaccionario convicto– y a mi –revolucionario confeso– nos ha servido el café, en un restaurant de Roma, una de estas kellnerinas.

VIII

Si un traje de la corte de Luis XV es, en nuestro tiempo, un traje de carnaval, una idea de la corte de Luis XV debe ser también una idea de carnaval. ¿Por qué si se admite que han envejecido los trajes de una época, no se admite igualmente que han envejecido sus ideas y sus instituciones? La equivalencia histórica de una enagua de Madame Pompadour y una opinión de Luis XV me parece absoluta. (La influencia de Oswald Spengler es extraña a este juicio).

IX

La monarquía se ha realizado en el Perú, carnavalescamente, un siglo después de la república. Ameno y tardío epílogo del diálogo polémico de los políticos de la revolución de la Independencia.

X

A los nacionalistas a ultranza les tocaría reivindicar los derechos del acuático carnaval criollo. Les tocaría protestar contra este neocarnaval postizo y extranjero. Prefieren probablemente adherirse a la tesis de que el nuevo carnaval es "un progreso de nuestra cultura".

XI

Valdelomar olvidó esta constatación en sus diálogos máximos: —El ático Momo se llama aquí Ño Carnavalón. Los tres días de carnaval son tres días del Demos. La fiesta de carnaval es una fiesta de la ca­lle. Sin embargo, la figura de la Libertad jacobina, de la Libertad del gorro frigio, no se libra de la burla carnavalesca. Sín­toma de que la Libertad no es ya una figura moderna, sino, más bien, una figu­ra clásica, anciana, inactual, un poco pa­sada de moda. Es indicio de un próximo golpe de estado en el carnaval. Este golpe de estado derrocará a la monarquía y proclamará, en los dominios del carnaval, la república. A partir de entonces no se elegirá una reina sino una presidente de la república del carnaval. Las reinas y sus cortes, con gran desolación de los trovadores románticos, resultarán monótonas y anticuadas. El humorista carnaval enrique­cerá su técnica con las formas democráti­cas y republicanas, envejecidas en la po­lítica. Ese será el último episodio de la decadencia de la democracia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira