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Piero Gobetti y el Risorgimento

Gobetti tiene un sitio solitario e individual entre los críticos e historiadores del Risorgimento italiano. En este como en todos los debates, su posición era el resultado de un severo y original análisis de los hechos y las ideas, lo más distante posible de las fáciles transacciones de la erudición con las fórmulas de curso, oficiales. No era la crónica de la Unidad Italiana lo que le interesaba; menos todavía la solemne galería de los próceres victoriosos. Sus estudios prefirieron la reivindicación de los precursores vencidos por lo mismo que en ellos es más inteligible y diáfana la preparación ideal del Risorgimento.
En el prefacio del volumen que reúne estos estudios, escribe Gobetti: “El Risorgimento italiano es recordado en sus héroes. En este libro me propongo mirar el Risorgimento a contra luz, en las más oscuras aspiraciones, en los más insolubles problemas, en las más desesperadas esperanzas: Risorgimento sin héroes”. “La exposición no agradará -añade- a los fanáticos de la historia hecha: me atribuirán un humor díscolo, para reprobarme lagunas arbitrarias. Pero yo no quería hablar del Risorgimento que ellos vulgarizan en sus cátedras de apología estipendiada del mito oficial. El mío es el Risorgimento de los heréticos, no de los profesionales”.
En la crítica histórica y política de los últimos años no han escaseado en Italia actitudes que acusan cierta afinidad, en algunos aspectos, con la de Gobetti, ante los problemas del Risorgimento. Los ensayos de Mario Missiroli, -a pesar de ciertas incoherencias, cuya explicación se encuentra en su elaboración polémica, con variados reflejos de las batallas del periodismo,- constituyen en conjunto valiosos procesos del Risorgimento, en pugna en más de un punto con las interpretaciones catedráticas. En Giovanni Améndola, aunque su obligada discreción de político no le consentía excesiva libertad crítica, se constata igualmente la inclinación a sentir y plantearse el problema de una revolución incumplida, más bien que a contentarse de los formales laureles de su victoria. El fascismo con su política de liquidación reaccionaria del Estado democrático, surgido de esta historia, ha demostrado hasta que punto fue superior a las posibilidades de la burguesía y la pequeña burguesía italianas -a ese demos indiferenciado que se llama el pueblo- el esfuerzo de los líderes y precursores de la unidad por dar a Italia las instituciones y las exigencias de un régimen de libertad y laicismo.
Gobetti situaba su observación en el escenario de donde mejor se podía dominar el panorama de la política italiana: el Piamonte. La unidad italiana como expresión de un ideal victorioso de modernidad y reforma, se presentaba a la inquisición apasionada y señera de Gobetti incompleta y convencional. Las corruptelas de la Italia meridional, agrícola y pequeño burguesa, provincial y pobre, palabrera y gaudente, pesaban demasiado en la política y la administración de un Estado creado por el tesón de las “élites” setentrionales. El Estado demo-liberal era en Italia el fruto de una trasacción entre la mentalidad realista y europea de las regiones industriales del Norte y los gustos cortesanos o demagógicos de las regiones campesinas del Sur, afligidas aún por los problemas de la sequía y la malaria. Y, así como en los años del Risorgimento, la Italia setentrional, y más específicamente el Piamonte, había suministrado a la obra de la unidad, una casa real, la de Saboya, de sobria educación europea, un ideario político de fuerte y propia raigambre, un personal de estadistas y administradores que, de Cavour a Giolitti, se mostraron singularmente dotados para la realización; en los años de post-guerra, partían del Norte las fuerzas que anunciaban vigorosamente una democracia obrera y se formaban en Turín, sede de “L’Ordine Nuovo”, asiento de las usinas de la Fiat, los cuadros de la revolución proletaria. Y una vez más el impulso de una Italia absolutamente moderna, entonada económica y mentalmente al ambiente más estrictamente occidental, se esterilizaba por la resistencia de una Italia provincial, íntimamente güelfa y papista, deformada en la superficie por el espectáculo parlamentario, cuyo verbalismo inconcluyente y cuya retórica espumante inficionaban al propio socialismo, basado en clientelas electorales y agitaciones de la plaza mal avenidas en sus móviles con el entendimiento y la actuación de una política marxista.
Puede decirse que el drama del Risorgimento nunca apareció más vivo, en sus consecuencias, que en los días dramáticos en que, vencida sin combate la revolución socialista, se preparaba por la interacción de diversas fuerzas negativas y reaccionarias la revancha de la Italia pequeño-burguesa contra el Estado liberal. Este es, sin duda, el factor que excita la clarividencia de Gobetti para reconstruir tan lúcida y apasionadamente la génesis ideal del Risorgimento.
Y, a propósito de las ricas sugestiones que la economía ofrece al pensamiento de Piero Gobetti, me he referido al rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo. “El problema de nuestro Risorgimento: construir una unidad que fuere unidad de pueblo, -escribe Gobetti- permanece insoluto porque la conquista de la independencia no ha sido obra fatigosa y autónoma de formación activamente espontánea”. El liberalismo renunció en Italia a los objetivos de la Reforma protestante; el catolicismo, para mantener su predominio, devino demo-liberal; el juego político se sujetó a las leyes del oportunismo y la transacción. Italia no superó, ni aún en su ardiente estación demo-masónica, el equívoco del liberalismo católico. “El diletantismo literario, que había impedido una reforma religiosa y en el mismo modo un movimiento franciscano de redención autónoma, era sustancialmente anárquico y antisocial. Y una psicología libertaria así formada podía aceptar por mera inercia una fuerza tradicional como la iglesia, pero no podía dar su vitalidad a la creación del nuevo Estado; como la historia en su más vasta dialéctica europea desbordaba la contingente voluntad de la mayoría de los ciudadanos italianos, se aceptó la osamenta, el mecanismo del Estado liberal, sin vivificarlo interiormente. Las experiencias del 48 y del 49 ayudaron a la formación de la nueva clase dirigente, pero debiendo esta aceptar el equívoco que la circundaba, tuvo solamente una función de práctica habilidad, no fue revolucionaria, no creó al Estado. “En estas palabras está expresada la tragedia de una clase dirigente a la que la Italia fascista ha vuelto las espaldas, pero a la que debe, sin duda, Italia, su puesto actual en el mundo moderno.

José Carlos Mariátegui La Chira

Principios de política agraria nacional

Como un apéndice o complemento del estudio crítico del problema de la tierra en el Perú, estimo oportuno, exponer en un esquema sumario, los lineamientos que, de acuerdo con las proposiciones de mi estudio, podría tener, dentro de las condiciones históricas vigentes, una política agraria inspirada en el propósito de solucionar orgánicamente ese problema. Este esquema se reduce necesariamente a un cuerpo de conclusiones generales, del cual queda excluida la consideración de cualquier aspecto particular o adjetivo de la cuestión, enfocada solo en sus grandes planos.

  1. El punto de partida, formal y doctrinal, de una política agraria socialista no puede ser otro que una ley de nacionalización de la tierra. Pero, en la práctica la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país. El principio, en ningún caso, basta por si solo. Ya hemos experimentado cómo los principios liberales de la Constitución y del Código Civil no han sido suficientes para instaurar en el Perú una economía liberal, esto es capitalista, y cómo, a despecho de esos principios, subsisten hasta hoy formas e instituciones propias de una economía feudal. Es posible actuar una política de nacionalización, aún sin incorporar en la carta constitucional el principio respectivo, en su forma neta, si ese estatuto no es revisado integralmente. El ejemplo de México es, a este respecto, el que con más provecho puede ser consultado. El art. 27 de la Constitución Mexicana define así la doctrina del Estado en lo tocante a la propiedad de la tierra: “I. La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellos a los particulares, constituyendo la propiedad privada. -2. Las expropiaciones solo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización. -3. La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el del regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con ese objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros que sean indispensables para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y de los daños de la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población tendrá derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto de 6 de enero de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados, se considerará de utilidad pública”.
    2.-En contraste con la política formalmente liberal y prácticamente gamonalista de nuestra primera centuria, una nueva política agraria tiene que tender, ante todo, al fomento y protección de la “comunidad” indígena. El “ayllu” célula del Estado inkaiko, sobreviviente hasta ahora, a pesar de los ataques de la feudalidad y del gamonalismo, acusa aún vitalidad bastante para convertirse, gradualmente, en la célula de un Estado socialista moderno. La acción del Estado, como acertadamente lo propone Castro Pozo, debe dirigirse a la transformación de las comunidades agrícolas en cooperativas de producción y de consumo. La atribución de tierras a las comunidades tiene que efectuarse, naturalmente, a expensas de los latifundios, exceptuando de toda expropiación, como en México, a las pequeñas y aún a los medianos propietarios, si existe en su bono el requisito en la presencia real”. La extensión de tierras disponibles permite reservar las necesarias para una dotación progresiva en relación continua con el crecimiento de las comunidades. Esta sola medida aseguraría el crecimiento demográfico del Perú en mayor proporción que cualquiera política “inmigrantista” posible actualmente.
  2. El crédito agrícola, que solo controlado y dirigido por el Estado puede impulsar la agricultura en el sentido más conveniente a las necesidades de la agricultura nacional, constituirá dentro de esta política agraria el mejor resorte de la producción comunitaria. El Banco Agrícola Nacional acordaría la preferencia a las operaciones de las cooperativas, las cuales, de otro lado, serían ayudadas por los cuerpos técnicos y educativos del Estado para el mejor trabajo de sus tierras y la instrucción industrial de sus miembros.
  3. La explotación capitalista de los fundos donde la agricultura esté industrializada puede ser mantenida mientras continúe siendo la más eficiente y no pierda su aptitud progresiva; pero, tiene que quedar sujeta al estricto contralor del Estado ante todo lo concerniente a la observancia de la legislación del trabajo y la higiene pública, así como a la participación fiscal en las utilidades.
  4. La pequeña propiedad encuentra propiedades y razones de fomento en los valles de la costa o la montaña, donde existe factores favorables económica y socialmente a su desarrollo. El “yanacón” de la costa, cuando se han abolido en él los hábitos tradiciones de socialismo del indígena, presenta el tipo en formación o transición del pequeño agricultor. Mientras subsista el problema de la insuficiencia de las aguas de regadío, nada aconseja el fraccionamiento de los fundos de la costa dedicados a cultivos industriales conforme a una técnica moderna. Una política de división de los fundos en beneficio de la pequeña propiedad no debe ya, en ningún caso, obedecer a propósitos que no miren a una mejor producción.
  5. La confiscación de las tierras no cultivadas y la irrigación o bonificación de las tierras baldías, pondrían a disposición del Estado extensiones que serían destinadas preferentemente a su colonización por medio de cooperativas técnicamente capacitadas.
  6. Los fundos que no son explotados directamente por sus propietarios, -pertenecientes a rentistas rurales improductivos- pasarían a manos de sus arrendatarios, dentro de las limitaciones de usufructo y extensión territorial establecidas por el Estado, en los casos en que la explotación del suelo se practique conforme a una técnica industrial moderna, con instalaciones y capitales eficientes.
  7. El Estado organizará la enseñanza técnica agrícola, y su máxima difusión en la masa rural, por medio de las escuelas rurales primarias y de escuelas prácticas de agricultura o granjas escuelas, etc. A la instrucción de los niños del campo se le daría un carácter netamente agrícola.
    No creo necesario fundamentar estas conclusiones que se proponen, únicamente, agrupar en un pequeño esbozo algunos lineamientos concretos de la política agraria que consienten las presentes condiciones históricas del país, dentro del ritmo de la historia en el continente. Quiero que no se diga que de mi examen crítico de la cuestión agraria peruana se desprenden solo conclusiones negativas o proposiciones de un doctrinarismo intransigente.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herbet Hoover y la campaña republicana

Mr. Herbert Hoover, candidato del partido republicano a la presidencia de los Estados Unidos, dirige su campaña electoral con la misma fría y severa estrategia con que dirigía una campaña económica desde el ministerio de comercio o, mejor aún, desde su bufete de business man. Es, según parece, el mejor candidato que el partido republicano podía enfrentar a Al Smith, quien como ya hemos visto es, a su vez, el mejor candidato que el partido demócrata podía escoger entre sus directores. Ningún otro candidato permitiría a los demócratas movilizar a sus votantes con las mismas probabilidades de victoria. Con cualquier otro opositor, el candidato republicano estaría absolutamente seguro de su elección. Los dos grandes partidos confrontan a sus mejores hombres, como se dice, un poco deportivamente, en lenguaje anglo-americano.
Ya he tenido oportunidad de observar como eligiendo a Smith, la democracia norte-americana se mantendría más dentro de su tradición, -y por ende se mostraría, en cierto sentido, más conservadora- que si prefiriese a Hoover, por corresponder Smith al tipo específico de administrador, de gobernante, de estadista, que la república de Washington, Lincoln y Jefferson ha estimado invariablemente como su tipo presidencial, aún dentro de la más rigurosa política imperialista y plutocrática. Hoover procede directamente del estado mayor de la industria y la finanza. Es, personal e inmediatamente, un capitalista, un hombre de negocios. Tiene la formación espiritual más integral y característica de líder industrial y financiero del imperio yanqui. No viene de una facultad de humanidades o de derecho. Es un ingeniero, modelado desde su juventud por la disciplina tecnológica del industrialismo. Hizo, apenas salido de la Universidad, su aprendizaje de colonizador en minas de Australia y de la China. En su madurez, como Director de Auxilios, amplió y completó en Europa su experiencia y de los intereses imperiales de los Estados Unidos.
Este último es, al mismo tiempo, el cargo del cual arranca su carrera política. Porque, sin haber pasado por el servicio público, y haberse acreditado competente en él, es evidente que ningún business man norte-americano, aún en una época de extrema afirmación capitalista, estaría en grado de obtener el voto de sus correligionarios para la presidencia de la República.
Por profesar con entusiasmo y énfasis ilimitados el más norteamericano individualismo, Hoover pertenece, sin duda, a la estirpe del pioneer, del colonizador, del capitalista, mucho más que Smith. Su protestantismo hace también de Hoover un hombre de más cabal filiación capitalista. Hoover reivindica, con intransigencia, la doctrina el Estado liberal, contra las proclividades intervencionistas y humanitarias del demócrata Smith. Por esto, en los tiempos que corren, no importa propiamente fidelidad a la economía liberal clásica. El individualismo de Hoover no es el de la economía de la libre concurrencia, sino el de la economía del monopolismo, de la cartelización. Contras las empresas, negocios y restricciones estatales, Hoover defiende a las grandes empresas particulares. Por su boca, no habla el capitalista liberal del período de libre concurrencia, sino el capitalismo de los trust y los monopolios.
Hoover es uno de los líderes de la racionalización de la producción, en el sentido capitalista. Como una de sus mayores benemerencias, se recuerda su acción, en el ministerio de Comercio, para conseguir la máxima economía en la producción industrial, mediante la disminución de los tipos de manufacturas. El más cabal éxito de Hoover, como secretario de Comercio, consiste en haber logrado reducir de 66 a 4 las variedades de adoquines, de 38 a 9 las de grados de asfalto, de 1.352 a 496 las de limas y escofinas, de 78 las de frazadas, etc. Paradójico destino el del gobernante individualista, en esta edad del capitalismo: trabajar, con todas sus fuerzas, por la estandarización, esto es por un método industrial que reduce al mínimo los tipos de artículos y manufacturas, imponiendo al público y a la vida el mayor ahorro de individualismo.
Quizá igualmente paradójico sea el destino del capitalista e imperialista absoluto en el orden político. Contribuyendo a que el proceso capitalista se cumpla rigurosamente, sin preocupaciones humanitarias y democráticas, sin concesiones oportunistas a la opinión y a la ideología medias, un gobernante del tipo de Hoover, apresurará probablemente mejor que un gobernante del tipo de Smith, el avance de la revolución y, por tanto, la evolución económica y política de la humanidad. La experiencia democrática demagógica de la Europa occidental, parece confirmar plenamente la concepción sorelliana de la guerra de clases en la economía y la política. El capitalismo necesita ser, vigorosa y enérgicamente capitalista. En la medida en que se inspira en sus propios fines, y en que obedece sus propios principios, sirve el progreso humano, mucho más que en la medida en que los olvida, debilitada su voluntad de potencia, disminuido su impulso creador.
Hilferding, el ministro de la social-democracia alemana, -más estimable sin duda como teórico del “Finanzkapital”- decía no hace mucho que, puesto que el capitalismo seguía adelante, no era posible dudar de que se avanzaba hacia una revolución, porque nada es más revolucionario que el capitalismo. El juicio de Hilferding, como conviene a la posición de un reformista algo escéptico, acusa un determinismo demasiado mecanicista, incompatible con un verdadero espíritu socialista y revolucionario. Pero, es útil y oportuna su cita, en este caso, como elemento de investigación del sentido de la candidatura Hoover.
Los que en la política norte-americana operan en una dirección revolucionaria, pueden admitir íntimamente que la victoria de Hoover, dentro de un orden de circunstancia que es el más probable en un período de temporal estabilización capitalista, convendría a la transformación final del régimen económico y social más que la victoria del demócrata Smith. Pero no les es dado pensar esto, sino a condición de oponerse con toda su energía, a esa misma victoria de Hoover, aún a trueque de ir al encuentro de la victoria de Smith. Porque la historia quiere que cada cual cumpla, con máxima acción, su propio rol. Y que no haya triunfo sino para los que son capaces de ganarlo con sus propias fuerzas, en inexorable combate.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política alemana

La prolongada y exasperante crisis ministerial, resuelta en Alemania, después de una serie de maniobras y de fintas de los grupos parlamentarios, con un feble ministerio Luther, ha venido, casi enseguida de una análoga crisis francesa, a ratificar todo lo que ya sabíamos de la crisis del parlamentarismo. En Alemania, para obtener la mediocre y precaria solución Luther ha sido preciso que el mariscal Hindemburg, con esta admonición, ha dado a entender demasiado claramente su inclinación, prudente y mesurada pero firme, por el segundo término.
El parlamento no puede producir en Alemania un ministerio sostenido por una sólida mayoría. El bloque de derechas que llevó a Hindemburg a la presidencia del imperio está en minoría en el Reichstag. El bloque democrático y republicano que opuso la candidatura centrista de Marx a la candidatura derechista de Hindemburg, se encuentra desde hace algún tiempo roto, a consecuencia de un progresivo y lógico viraje a derecha de los partidos demócrata y católico. Por consiguiente, la única fórmula ministerial posible es la que ha producido penosamente esta crisis. Un ministerio de tipo más burocrático que político, salido de una combinación, no muy segura, de las derechas moderadas (partido popular alemán y partido popular bávaro) y de las izquierdas burguesas (partido demócrata y centro católico).
Este ministerio más o menos centrista no tiene mayoría en el Reichstag. Pero, en cambio, no tiene tampoco una oposición compacta. Sus adversarios se reparten entre las dos alas extremas de la cámara. Son, a la derecha, los nacionalistas y los fascistas; a la izquierda, los socialistas y los comunistas. I estas dos, o cuatro, oposiciones consideran los problemas y los negocios del Estado alemán desde diversos y opuestos puntos de vista.
La vida de un ministerio minoritario se explica por esta pluralidad y este antagonismo de las fuerzas adversarias. El ministerio vive del perenne desacuerdo entre las dos extremas. Su política consiste en buscar, en unos casos, el apoyo de la derecha y, en otros casos, el de la izquierda. Es una política de balancín y de equilibrio que debe esquivar a toda costa el riesgo de una votación en que las dos extremas puedan encontrarse, en algún modo, de acuerdo en el sí o en el no, aunque partan, como es natural, de principios radicalmente adversos.
Luther cree contar con los nacionalistas para la aprobación de su política interna y con los socialistas para la de su política exterior. Sobre este cálculo reposa toda la combinación ministerial que preside y dirige. Su política debe ser, con una curiosa equidad, reaccionaria dentro, democrática fuera. (Nada más alemán que esto -observarán socarronamente los franceses).
Pero este mecanismo de péndulo es, en la práctica, excesivamente delicado. La menor arritmia puede malograrlo. El gabinete es una nave que navega entre dos filas de arrecifes y que, para evitarlos, debe virar con precisión matemática unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda. El menor golpe de timón equivocado, encallará a un lado o a otro.
El régimen parlamentario se ha salvado una vez más en Alemania; pero esta vez, en verdad, se ha salvado en una tabla. El tono y los bigotes militares de Hindemburg no permiten, además, hacerse demasiadas ilusiones sobre su seguridad en las futuras tempestades. La primera tempestad que turbe demasiado sus nervios puede decidir a Hindemburg a echarlo por la borda.
Los partidarios del parlamentarismo tienen razón para mostrarse melancólicos. Su sistema funciona todavía, regularmente, en la Gran Bretaña. Pero también ahí, cuando la amenaza de una huelga de mineros constriñe al gobierno conservador a una concesión de laborismo, el rol decisivo de la mayoría parlamentaria aparece asaz desmedrado y disminuido.
Hasta hace poco los partidarios del parlamentarismo se mantenían optimistas sobre el porvenir del régimen. Constatando los efectos del sistema de la representación proporcional, decían que había terminado la época de los gobiernos de partido y que había empezado la época de los gobiernos de coalición. Eso era todo. Pero los gobiernos de coalición funcionan cada día peor y menos. No solo es excesivamente difícil mantenerlos. Más difícil todavía, si cabe, es componerlos. La alquimia de las coaliciones y de las amalgamas no ha encontrado hasta ahora una fórmula siquiera aproximada.
La experiencia de los años post-bélicos ha probado la imposibilidad de constituir coaliciones homogéneas y duraderas. Como lo observa en Francia un diputado reaccionario, Mr. Mandel, las coaliciones no son realizables sino “por un juego de concesiones recíprocas, de ventajas descontadas que invalida la doctrina, disminuyen el valor combativo de los partidos, los solidarizan el uno al otro, en un renunciamiento mutuo y una política negativa”. El método de coalición se resuelve en un método de parálisis y de impotencia. Y la inestabilidad de los ministerios, acaba, de otro lado, por exasperar a la opinión, por ascendrada que sea su educación democrática, hasta persuadirla de la necesidad de una dictadura.
El remedio está para muchos en el abandono del sistema de la representación proporcional. Pero esta solución es de un simplismo extremo. La democracia, el parlamento, conducen fatalmente a la representación proporcional. La representación proporcional es una consecuencia, es un efecto. No se llega a ella por voluntad de los legisladores sino por necesidad del parlamentarismo. Y, en la presente estación del parlamentarismo, no se puede renunciar a la representación proporcional sin renunciar al propio régimen parlamentario. Como lo acaba de recordar Hindemburg a la democracia alemana, no hay modo de escapar al dilema: parlamento o dictadura.
En Alemania se observa, desde hace algún tiempo, un movimiento de concentración burguesa. Los partidos democráticos de la burguesía se han separado del partido socialista. Del gabinete presidido por Luther, forma parte Marx, el opositor de Hindemburg en las elecciones presidenciales. Marx, ministro de Hindemburg. He ahí, sin duda, un síntoma de que las diversas fuerzas burguesas se reconcilian. Todavía los demócratas y los católicos se sienten demasiado lejos de los nacionalistas, esto es de la extrema derecha. Pero, de toda suerte, las distancias se han acortado sensiblemente. Pero este camino se puede llegar a la constitución de un frente único de la burguesía.
Pero no se vislumbra, ni aún por este camino, la solución de la crisis del régimen parlamentario. Porque su vida no depende solo de que crea en él la burguesía sino, sobre todo, de que crea en él la clase trabajadora. En cuanto el parlamento aparezca como un órgano típico del dominio de la burguesía, el socialismo reformista cederá totalmente el campo al socialismo revolucionario. O sea al socialismo que no espera nada del parlamente.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La huelga general en Inglaterra

Para comprender la magnitud de esta huelga general, que paraliza la actividad del país más importante del mundo, basta considerar la trascendencia del problema que la origina. No se trata de una mera cuestión de salarios. El proletariado británico lucha en apariencia contra la reducción de salarios de los obreros de las minas de carbón; pero, en realidad, lucha por el establecimiento del nuevo orden económico. El problema de los salarios no es sino una cara del problema de las minas de carbón. Lo que se discute fundamentalmente es la propiedad misma de las minas.
Los patrones pretenden que las condiciones de la industria no les permiten mantener los salarios vigentes. Los obreros se niegan a aceptar la rebaja. Pero no se detienen en este rechazo. Puesto que los patrones se declaran incapaces para la gestión de la industria con los actuales salarios, los obreros proponen la nacionalización de las minas.
Esta fórmula no es de hoy. Los gremios mineros sostuvieron por allá en 1920 una huelga de tres meses. Les faltó entonces solidaridad activa de los gremios ferroviarios y portuarios. I esto les obligó a ceder por el momento. Mas el primer intento patronal de tocar los salarios, la reivindicación obrera ha resurgido. Hace varios meses el gobierno conservador evitó la huelga subsidiando a los industriales para que mantuvieran los salarios mientras se buscaba una solución. El plazo ha vencido sin que la solución haya sido encontrada. I como patrones y obreros no han modificado en tanto su actitud, el conflicto ha sobrevenido inexorable. Esta vez está con los mineros todo el proletariado británico.
Presenciamos, en la huelga general, inglesa, una de las más trascendentes batallas socialistas. Los verdaderos contendientes no son los patrones y los obreros de las minas británicas. Son la concepción liberal y la concepción socialista del Estado. Las fuerzas del socialismo se encuentran frente a frente a las fuerzas del capitalismo. El frente único se ha formado automáticamente en uno y otro campo. La práctica no consiente los mismos equívocos que la teoría. Los liberales han declarado su solidaridad con los conservadores. Los reproches a la política conservadora que acompañan la declaración no disminuyen el valor de esta. I en el frente obrero, luchan juntos Thomas y Coock, Mac Donald y Savlatkala.
Inglaterra es la tierra clásica del compromiso y de la transacción. Mas en esta cuestión de las minas el compromiso parece impracticable. En vano trabajan desde hace tiempo por encontrarlo los reformistas de uno y otro bando. Sus esfuerzos no producen sino una complicada fórmula de semi-estadización de las minas, cuya ejecución nadie se decide a intentar hasta ahora.
El problema de las minas constituye el problema central de la economía y la política inglesas. Toda la economía de la Gran Bretaña reposa, como es bien sabido, sobre el carbón. Sin el carbón, el desarrollo industrial británico no habría sido posible. Cuando el Labour Party propone la nacionalización de las hulleras, plantea el problema de transformar radicalmente el régimen económico y político de Inglaterra. En un país agrícola como Rusia la lucha revolucionaria era, principalmente, una lucha por la socialización de la tierra. En un país industrial como Inglaterra la propiedad de la tierra tiene una importancia secundaria. La riqueza de la nación es su Industria La lucha revolucionaria se presenta, ante todo, como una lucha por la socialización del carbón.
El Estado liberal desde hace tiempo se ve constreñido a sucesivas esporádicas concesiones al socialismo. Sus estadísticas han inventado el intervencionismo que no es sino la teorización del fatal proceso de la idea liberal ante la idea colectivista. El período bélico requirió un empleo extenso del método intervencionista. I, durante la post-guerra, no ha sido posible abandonarlo. El fascismo, que, en el plano económico, propugnaba un cierto liberalismo, incompatible desde luego con su concepto esencial de Estado, ha tenido que seguir en el poder una orientación intervencionista.
Pero el intervencionismo no es una política nueva. No es sino un expediente de la política demo-liberal. En Inglaterra, por ejemplo, ha podido hace meses postergar el conflicto minero, pero no se ha podido resolver la cuestión que lo engendra. El Estado liberal se queda inevitablemente en estas cosas a mitad de camino.
Los hombres de Estado de la burguesía inglesa saben que la única solución definitiva del problema es la nacionalización de las minas. Pero saben también que es una solución socialista y, por ende, anti-liberal. I que Estado burgués ha renegado ya una parte de su ideario pero no puede renegarlo del todo, sin condenarse a sí mismo teórica y prácticamente.
Por esto ninguno de los proyectos de semi-estadización de las minas ha prosperado. Han tenido el defecto original de su hibridismo. Los han rechazado, de una parte, en nombre de la doctrina liberal y, de otra parte, en nombre de la Doctrina socialista. I, sobre todo, a consecuencia de su propia deformidad, se han mostrado inaplicables.
No hagamos predicciones. El desarrollo de la batalla puede ser superior al que son capaces de prever los cálculos de probabilidades. Lo único evidente hasta ahora para un criterio objetivo es que se ha empeñado en Inglaterra una formidable batalla política que sus resultados pueden comprometer definitivamente el porvenir de la democracia burguesa. Los ingleses tienen una aptitud inagotable para la transacción. Pero esta vez la mejor de las transacciones sería para el régimen capitalista una tremenda derrota. Solo la suposición cruda y neta de sus puntos de vista puede contener la oleada proletaria.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena suiza

El orden demo-liberal-burgués tiene su más acabada realización en la república federal suiza. Inglaterra es, ciertamente, la sede suprema del parlamentarismo, el liberalismo y el industrialismo, esto es de los principios y fenómenos fundamentales de la civilización capitalista. Pero Inglaterra es demasiado grande para que todas las instituciones posibles de la democracia hayan podido ser ensayadas y establecidas en su gobierno. Inglaterra ha continuado siendo una monarquía. Su aristocracia ha conservado todas sus fuerzas formales y algunos de sus privilegios reales. Inglaterra, sobre todo, es un imperio, de modo que internacionalmente no está en grado de aceptar y menos aún de aplicar las últimas consecuencias del pensamiento demo-liberal. Suiza en cambio, hasta por su geografía de país de tráfico internacional, se encuentra en condiciones de conformar tanto su política interna como su política exterior a este ideario. La democracia puede funcionar en Suiza con la misma precisión con que funcionan sus relojes. El ordenado espíritu suizo ha dado a su democracia un mecanismo de relojería. En un país pequeño, de población densa y culta, exenta de ambiciones e intereses imperialistas, la experiencia democrática ha conseguido cumplirse casi sin obstáculos.
El demos tiene en Suiza, como es sabido todos los derechos. Tiene el derecho de referéndum y el derecho de iniciativa. El poder ejecutivo se renueva anualmente. El ciudadano suizo se siente gobernado por la mayoría. Le basta formar parte de la mayoría para que no le quepa la menor duda de que se gobierna a sí mismo. I esto lo induce, como es lógico, a gobernarse lo menos posible. Las mayorías hacen en Suiza el uso más prudente y ponderado de sus derechos. Lo que no es solo una cuestión de educación democrática sino también de comodidad política de todo suizo mayoritario.
En esta época de pustchismo y fascismo, Suiza se presenta como el primer país más inmune a la dictadura. Ni el burgués, ni el pequeño burgués suizos pueden comprender todavía la necesidad de reemplazar su consejo federal por un directorio ni su presidente de la república por un Mussolini. Suiza no quiere césares ni condottieres Mussolini es el más impopular de los jefes de estado contemporáneos de la democracia helvética, no por su propósito nacionalista de reivindicar el Ticino como por su personalidad megalómana de César y dictador. El demos suizo está demasiado habituado a la ventaja de no sufrir, ni en la política ni en el gobierno, personalidades exorbitantes y excesivas. Un buen presidente de la república puede ser un relojero. Motta, elegido varias veces para estar a cargo, tiene, por ejemplo, el prestigio de hablar correctamente las tres lenguas de este país trilingüe y de pronunciar hermosos discursos en las asambleas de la Sociedad de las Naciones.
La función de Suiza en la historia contemporánea parece ser -a consecuencia de su democracia, de su urbanidad y de su geografía- la de servir de hogar de casi todos los experimentos y los ideales internacionalistas. Desde hace muchos años las organizaciones internacionales eligen generalmente una ciudad suiza como su sede central. A comenzar de la Cruz Roja, tienen su asiento en Suiza todas las centrales del internacionalismo humanitario y pacifista. No están en Suiza las internacionales obreras. Pero a la historia de la Segunda Internacional se halla memorablemente vinculado el país suizo, por haberse celebrado en Basilea el último de sus congresos pre-bélicos y en Berna el congreso que en 1919, concluida la guerra, estableció las bases de su construcción. Y en cuanto a la Tercera Internacional puede considerarsele incubada en Suiza por haberse realizado en Zimmerwald y Kienthal, durante la guerra, las conferencias de las minorías socialistas precursoras del programa de Moscú. De otro lado, la Suiza albergó hasta la víspera de la revolución, a sus principales actores, de Lenin a Lunateharsky. En Zurich, en un modesto cuarto amueblado, habitaron y trabajaron Lenin y su mujer por varios años preparando esta revolución que, según sus propios adversarios, constituyen el más colosal ensayo político y social de la época.
Mas el internacionalismo que característicamente reside en suelo suizo es el internacionalismo liberal, no el socialista. Ginebra, la ciudad de Rousseau y de Amiel, aloja periódicamente a los parlamentarios del desarme o de la paz. Ahí tiene su domicilio la Sociedad de las Naciones. Hace algunos años se firmó en Lausanna la paz entre Occidente y Turquía. Hace un año se firmó en Locarno la nueva paz europea. A orillas de un lago suizo, Europa se siente, invalorablemente, pacifista.
¿Desmiente, entonces, Suiza la tesis de la irremediable decadencia de la democracia? No la desmiente; la confirma. Ni su democracia ni su neutralidad han preservado a Suiza de la tremenda crisis post-bélica. Suiza, país prevalentemente industrial -el 78% de la población en 1919 trabaja en la industria y el comercio- vio declinar a consecuencia de esta crisis, sus exportaciones. Sus principales industrias tuvieron que afrontar un periodo de duras dificultades. Los industriales pretendieron naturalmente encontrar una solución a expensas de la clase trabajadora. El gran número de desocupados creó una atmósfera de agitación y descontento. Se sucedieron como en los demás países de Europa, las huelgas y lock-outs. La izquierda del socialismo suizo dio su adhesión al comunismo. Y la crisis, en general, evidenció que la democracia y sus instituciones son impotentes ante la lucha de clases. Suiza, malgrado su tradición de liberalismo, no ha sabido abstenerse de emplear medidas de excepción contra los comunistas. La democracia suiza no admite ninguna amenaza seria al dogma de la propiedad privada.
El sino de la democracia en Suiza tiene que ser, por otra parte, el mismo que en los otros pueblos de Occidente. No es en Suiza sino en Inglaterra, en Alemania, en Francia, donde se esclarece actualmente si la idea demo-liberal ha cumplido ya su función en la historia. Pero la experiencia suiza no estará, en ningún caso, perdida en el progreso humano.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Una encuesta de Barbusse en los Balkanes

En su nuevo libro “Le Bourreaux” (Ernest Flammarion, Editeur, Paris, 1926) Henri Barbusse reúne las piezas de su encuesta sobre el terror blanco en Rumania, Bulgaria y Yugo-eslavia. Barbusse visitó estos países hace aproximadamente un año acompañado de la doctora Paule Lamy, abogado del foro de Bruxelas, y de Leon Vernochet, secretario general de la Internacional de los Trabajadores de la Enseñanza. Y, después de informarse seriamente acerca del régimen de terror instaurado por los gobiernos de Bratianu, Zankoff y Patchitch, lo denunció documentada e inconfutablemente a la consciencia occidental.
“Les Bourreaux” no es, pues, un libro de literato sino un libro de combatiente. -Barbusse se siente, ante todo, un mílite de la causa humana-. Pero este libro no se ocupa, sin embargo, absolutamente, de polémica doctrinal. Se limita a exponer desnudamente, con objetividad y con verdad, los hechos. A base de datos rigurosamente verificados, lanza una documentada acusación contra los gobiernos reaccionarios de tres estremecidos países balkánicos.
Estos países son, según frase de Barbusse, el infierno de Europa. El terror blanco, alimentado de los más feroces enconos de clase y de raza, se encarniza ahí contra todos los que sospecha adversos al viejo orden social. El revolucionario, el judío, están fuera de la ley. La represión policial colabora con la acción ilegal de las bandas fascistas. Los más monstruosos procesos exhiben en la más cínica servidumbre a la justicia y sus funcionarios. “Sobre esta Rumania de hoy, -escribe Barbusse- sobre esta Yugoeslavia, sobre esta Bulgaria que es el círculo más patético del infierno balkánico, el estrangulamiento metódico de toda pulsación de libertad se transforma a los ojos en una calma que oprime el corazón porque es la calma de un cementerio. Se sabe bien que las cabezas que se han alzado han sido abatidas y que si aquí y allá se vuelve a alzar otras lo serán también a su turno; que todas las fuerzas vivas y conscientes de los trabajadores de la ciudad y los campos han sido o serán aniquiladas. Esta mutilación colectiva puede hacer creer en una apariencia de orden a quien no se hace más pasar más por esta tierra de espanto. Pero la paz no es sino una mortaja y los sobrevivientes comprenden que su existencia depende del primer gesto, de la primera palabra”.
Los gobiernos rumano y búlgaro se atribuyen la misión de defender Europa del bolchevismo. La complicidad del capitalismo occidental en su despotismo sanguinario es, en todo caso, evidente. Los gobiernos demo-liberales de Inglaterra y Francia presencia con tolerancia impasible sus ataques a los más fundamentales principios de la civilización. “Los gobiernos de Bratianu, Volkov, Patchitch, Pangalos y hasta ayer el gobierno de Horthy -constata Barbusse- no han tenido apoyo más firme que el de los representantes de Francia de la Revolución y de la libre Inglaterra. Todos estos hombres se sonríen y se sostienen. Por otra parte, se parecen. Los unos no son otra cosa que la imagen más sangrienta que los otros. Encarnan en todas partes el mismo sistema, la misma idea.”
Bulgaria se presenta como la más trágica escena de reacción. Los hechos que Barbusse denuncia no son desconocidos en conjunto. No obstante la complacencia que la gran prensa europea y sus agencias telegráficas usan con los regímenes reaccionarios, los ecos de la tragedia del pueblo búlgaro se han difundido hace tiempo por el mundo. Pero ahora el testimonio de Barbusse, apoyo en pruebas directas, precisa y confirma cada uno de los crímenes que antes, a través de distintas versiones, podían parecer exagerados por la protesta revolucionaria.
El atentado de la catedral de Sofía no fue, como ya sabíamos, el motivo de la truculenta represión; fue simplemente su efecto. El gobierno búlgaro había emprendido, mucho antes de ese acto desesperado, una sañuda campaña contra los organizadores y adherentes de los partidos agrario y comunista, con la mira de su completa destrucción. Varios diputados comunistas habían sido asesinados. Las cárceles estaban repletas. En medio de esta situación de pavor sobrevino el atentado de la catedral. Un tribunal honrado habría podido comprobar fácilmente la ninguna responsabilidad del partido comunista. La praxis comunista rechaza y condena en todos los países la violencia individual, radicalmente extraña a la acción de masas. Pero en Bulgaria los procesos no son sino una fórmula. El gobierno de Zankoff se acogió al pretexto del atentado para extremar la persecución así de comunistas como de agrarios. El número de víctimas de esta persecución, según los datos obtenidos por Barbusse, pasa los cinco mil. Los tribunales condenaron a muerte solo a trescientos procesados. Las demás víctimas corresponden a las masacres de los horribles días en que imperaba en Bulgaria la ley marcial. La ola de sangre llegó a tal punto que el Rey Boris se negó a firmar las sentencias de muerte de los tribunales. Y fue necesario que un vasto clamor de protesta se encendiera en el mundo para que la dictadura de Zankoff, la más infame de las dictaduras balkánicas, se sintiera aplacada y satisfecha.
Barbusse, en su libro, enumera los mayores crímenes. Su requisitoria está en pie. Nadie ha intentado válidamente confutarla. “Les Bourreaux” aparece, por ende, como uno de los más graves documentos de acusación contra el orden burgués.
Los mismos Estados que ante las violencias de la revolución rusa, olvidando la historia de todas las grandes revoluciones, mostraron ayer no más una consternación histérica, no han pronunciado una sola palabra para contener ni para reprobar el “terror blanco” en los países balkánicos. Bernard Shaw dice que los actos que condujeron a Europa a la guerra traicionaron a la civilización. Pero después de la guerra, esta traición ha continuado. Y su grado de responsabilidad es mayor que nunca.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria y la paz Europea

La llamarada súbitamente encendida en Viena, ha arrojado una luz demasiado inquietante sobre el panorama europeo que, -según las descripciones prolijas unas veces simplistas otras, de sus observadores- parecía ya reajustado por el trabajo de estabilización capitalista al cual están entregadas con alacre voluntad las naciones de Occidente desde que Alemania y Francia signaron el plan Daxes. Ahora resulta evidente que las bases de esa estabilización, destinada según sus empresarios a asegurar la pacífica reconstrucción de Occidente, son asaz movedizas y convencionales. Cualquiera de los problemas de la paz sin solución todavía, puede comprometerla irreparablemente. El problema de Austria, que acaba de hacerse presente, por ejemplo.
Este problema, a juicio de los optimistas, no había sido, ante todo, un problema económico, -nacido de la separación de Austria de los pueblos que antes habían compuesto juntos el Imperio de los Hapsburgos,- que la gestión sagaz del Caciller, Monseñor Seippel tenía prácticamente resulto con los créditos patrocinados por la Sociedad de las Naciones. Las dificultades subsistentes aún, se resolverían mediante convenios aduaneros con los Estados independizados, o por el gradual reactivamiento de la producción manufacturera.
En contraste completo con estas beatas conjeturas, los últimos sucesos de Viena demuestran que el proletariado austriaco no se siente demasiado distante de los días post-bélicos en que agitaba a las clases trabajadoras europeas un espíritu de violencia. Los teóricos de la democracia veían en esta violencia un mero fruto de la atmósfera material y moral dejada por la guerra. Es posible que en algunos casos episódicos haya sido acertado su diagnóstico; pero, en tesis general, hay que inclinarse que la violencia proletaria acusa factores más propios. La marejada de Viena no ha sido menos que ninguna de las que, sin obedecer a un plan de golpe de Estado, se produjeron en Europa, por estallido espontáneo, en los primeros años de la post-guerra.
El hecho de que su origen no haya sido un conflicto del trabajo sino una sentencia judicial estimada injusta, no atenúa en lo más mínimo el valor de este movimiento como síntoma del estado de ánimo del proletariado austriaco. Y, por otra parte, es imposible que a la creación de este estado de ánimo no concurran los resultados negativos de la obra que se creía más o menos cumplida por Monseñor Seippel en colaboración con los banqueros americanos y europeos. Todos los datos últimos de la economía austriaca denuncian la subsistencia de una crisis industrial a la cual no es fácil encontrar salida. Austria, pueblo principalmente industrial, carece de materias primas bastantes para la alimentación de su industria. Por la insuficiencia de su agricultura, tiene un fuerte déficit alimenticio. El desequilibrio entre la producción y el consumo mundiales, no le consiente esperar, de otro lado, un crecimiento salvador de su comercio extranjero. Estas cosas no las resuelven los créditos de la Sociedad de las Naciones.
Los días de Viena no son ya tan duros como aquellos de 1922 -y de julio precisamente- en que César Falcón y yo vimos caer hambrienta a una mujer en una acera del Ring. Pero el Estado austriaco continúa como entonces sin encontrar su equilibrio. La prueba, políticamente, en forma incontestable, el hecho de que el socialismo haya conservado integra, y tal vez acrecentada, su influencia sobre las masas. El gobierno de Monseñor Seippel ha tenido necesidad de la cooperación solícita del partido socialista para contener la insurrección. El próximo gobierno se constituirá, a lo que parece, con la participación de los socialistas.
El partido socialista que, con el partido cristiano-social encabezado por Monseñor Seippel, se divide la mayoría de los electores, tuvo en sus manos el poder de 1919 en 1920. Acomodó en ese período su político al mismo criterio reformista que la social democracia de Ebert y Scheidemann en Alemania. En su activo no se registra sino una alerta defensa y de las instituciones republicanas y un conjunto de leyes sociales y obreras. Del gobierno lo desalojaron los cristianos-sociales y los nacionalistas que ocupan el tercer puesto entre los partidos austriacos, aunque a buena distancia de los dos mayores. Pero, bajo el prudente gobierno de Monseñor Seippel, ha continuado influyendo, con una oposición más o menos colaboracionista, en la política gubernamental de este período. Y, si ahora se habla de su retorno al poder o de una segunda coalición con los cristianos-sociales, es porque la política de estos no ha sido capaz ni de realizar todo lo que prometió en el orden económico e internacional ni sustraer a las masas al dominio de los socialistas.
El socialismo austriaco no tiene, evidentemente, un criterio uniforme. Entre sus dos alas extremas, reformismo y comunismo -que forma un partido autónomo, pero que aplica a todas las luchas el método del frente único- no es probable ningún compromiso teórico. Parten de puntos de vista radicalmente opuestos. Otto Bauer, el famoso leader del partido austriaco, es uno de los teóricos máximos de la social-democracia. En esta posición, le ha tocado a lado de Kautsky y otros, sostener una polémica histórica con Lenin y Trotsky. El fracaso de la praxis social-democrática en Alemania, y en la misma Austria, después de la Revolución de 1918, no ha modificado la actitud de Bauer. No hay, pues, que sorprenderse de encontrarlo una vez más en abierto conflicto teórico y práctico con los comunistas de su país. Estos no constituyen un partido de importancia numérica, pero en cambio se mantienen estrechamente articulados con las masas obreras, de suerte que en cualquier momento propicio pueden ejercer sobre estas un influjo intensamente superior al que corresponde a su número.
Estos hechos eran, ciertamente, contrastable desde hace tiempo. Pero ha sido necesaria una llamarada formidable, políticamente visible a todos los pueblos de Occidente, para obligar a estos a considerarlos. El problema económico, político e internacional de Austria que, contra un tratado defendido tan celosamente por Italia y Francia, pugna por unirse a Alemania, [- ha recordado de pronto a los buenos y a los malos europeos lo artificial y deleznable de la paz y el orden de Europa].

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia en Ginebra

Sin la presencia de Rusia, la conferencia preliminar del desarme, que acaba de celebrarse en Ginebra, habría transcurrido más o menos monótonamente. Un magnífico discurso de Paul Boncour habría acaparado, como tantas otras veces, los mejores aplausos, conmoviendo hasta lágrimas a esos suizos perfectos, demócratas ortodoxos, de quietas y azules perspectivas lacustres, nutridos de excelentes ideales y sanos lacticinios, que constituyen por antonomasia la barra más pura de todas las grandes asambleas de la paz. Discurso lleno de mesura francesa, de claridad latina y de idealismo internacional, pulcra y sabiamente dosificado.
Pero con Rusia la asamblea no podía tener ya este tranquilo curso. Rusia trastorna todos los itinerarios. La burguesía occidental emplea en su propaganda anti-soviética dos tesis que se contradicen y que, en consecuencia, se anulan y destruyen entre sí. Según la primera, Rusia representa el caos, la locura, el hambre, la utopía, el amor libre, el comunismo y al tifus exantemático. Según la otra, la revolución ha fracasado, el Estado ha vuelto al capitalismo. Stalin es un reaccionario, la “nep” ha cancelado al socialismo y no queda ya nada en el Kremlin que recuerde ni la doctrina de Marx ni la praxis de Lenin. Cuando un burgués de alta inteligencia y gran corazón como George Duhamel visita Rusia, desmiente el caos, la locura, el hambre, etc y encuentra viva aún la revolución. Pero el mejor desmentido y la más resonante ratificación le tocan siempre a la propia Rusia soviétista, cada vez que la Europa capitalista la convida a discutir un tema de reconstrucción mundial y a confrontar las ideas bolcheviques -supuestas bárbaras y asiáticas- con las ideas reformistas- occidentales, modernas y civiles. En la Conferencia Económica, Rusia propuso al Occidente, como base de cooperación estable y efectiva, el principio de la legítima coexistencia de Estados de economía socialista y Estados de economía capitalista. Y, ahora, en la Conferencia Preliminar de Desarme, Litvinov y Lunacharsky sostienen la doctrina del desarme radical, contra los propugnadores del desarme homeopático: limitación de armamentos, difícil equilibrio, paz armada; sistema que, asegurando y garantizando ante todo el poder de los grandes imperios, mantienen el peligro bélico. En ambas ocasiones, la palabra de los delegados rusos han hablado como los embajadores de un nuevo orden social. La Revolución se ha mostrado alerta y activa, a pesar de la tendencia europea a la estabilización.
Boncour ha opuesto al espíritu de Moscú, el espíritu de Locarno. Los pactos de seguridad son, a su juicio, el camino más seguro del desarme y, por tanto, de la paz. Pero únicamente pueden suscribir de buen grado esta teoría los países como Francia, interesados en que se ratifique el actual reparto territorial. Alemania aspira a la revisión del tratado de Versalles. No aceptará ningún pacto con Polonia, por su parte, pretende que Alemania reconozca solemnemente sus fronteras del Este. Italia codicia mandatos territoriales. El dux del fascismo no disimula su política imperialista.
Estos factores desahucian, por ahora, la esperanza de Paul Boncour, cuya elocuente prédica pacifista traduce, de otro lado, con demasiada nitidez, los intereses de la política francesa. De suerte que si el Occidente capitalista no puede aceptar, en cuanto al desarme, la doctrina revolucionaria, tampoco puede actuar, efectivamente, la doctrina reformista. El reciente fracaso de las negociaciones entre Inglaterra, Estados Unidos y el Japón para la limitación de los armamentos navales, no permite excesivas ilusiones respecto a la próxima conferencia de desarme.
No es posible, sin embargo, desconocer la significación de que en una solemne asamblea, en la que participan los mayores Estados del mundo, se discuta un tema que hasta hace muy poco parecía del domino exclusivo de utopistas y pacifistas privados y se escuchen proposiciones como las de la Rusia sovietista. Este hecho indica, contra todos los signos reaccionarios, que se avanza, aunque sea lenta y penosamente, hacia ideales de paz y solidaridad que aún los Estados que menos lo aprecian, se ven forzados a saludar con respeto.
Los Soviets han mandado a Ginebra a dos de sus hombres de espíritu más occidental y de cultura más europea. Litvinov, miembro del Consejo de Negocios Extranjeros, que reemplaza a Tchicherin en este portafolio en todas sus ausencias, es uno de los más experimentados e inteligentes diplomáticos de la nueva Rusia. Lunacharsky, humanista erudito, que hasta la revolución residió en Europa occidental y que desde 1917 trabaja alacremente por afirmar el Estado ruso sobre un sólido cimiento de ciencia y de cultura, es también un hombre profundamente familiarizado con los tópicos y los hechos de Occidente. No es probable que Litvinov ni Lunatcharsky hayan sugerido a los asambleístas de Ginebra esa fatídica imagen de una Rusia oriental y bárbara con que se empeñan en asustar a la Europa burguesa algunos intelectuales fantasistas. No Litvinov ni Lunatcharsky, -aunque agentes viajeros de la revolución- tienen traza de enemigos de la civilización occidental, las calles de Ginebra y de Zurich guardan muchos recuerdos de la biografía de desterrado y estudiosa de Anatolio Lunatcharsky.
La ruptura anglo-rusa no ha bloqueado a los Soviets. La Sociedad de las Naciones sabe que su trabajo no puede prosperar sin la colaboración de Rusia, cuyo aislamiento, empujándola hacia el Asia, puede en cambio perjudicar a Europa mucho más que a Rusia misma. Este es el criterio que, a pesar del incidente Rakowsky, domina en el gobierno francés, obligado a inspirarse en los intereses de sus innumerables tenedores de deuda rusa.
He ahí las principales indicaciones de la conferencia preliminar del desarme. El desarme mismo, por el momento, no es sino un pretexto. Lo interesante es la palabra de cada nación en torno a este tema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Los médicos y el socialismo. La ley marcial en Haití

Los médicos y el socialismo
La larga y magna secuencia que ha tenido en el gremio médico español la adhesión del Dr. Marañón al Partido Socialista, convida a enfocar el tópico de las profesiones liberales y el socialismo. No cabe duda acerca de que si Marañón y otros ases de la medicina han pedido su inscripción en los registros del Partido Socialista Español, es porque previamente los había ganado ya la política. Tampoco cabe duda respecto a que han entrado en el Partido Socialista, no por razones de expresa y excluyente suscripción del programa proletario, sino porque no podía enrolarse sino en un partido viviente. Los viejos partidos españoles están muertos. Lo que rechaza en ellos a los intelectuales activos e inquietos, sensibles y atentos a la vitalidad, no es tanto su ideología como su inanidad. El Partido Socialista Español, en fin, más que una función revolucionaria clasista tiene una función liberal.
Pero todo esto deja intacta la cuestión central: la permeabilidad de la medicina entre las profesiones liberales, a las ideas socialistas. Desde Marx y Engels está constatada la resistencia reaccionaria de los hombres de leyes a estas ideas. El abogado es, ante todo, un funcionario al servicio de la propiedad. I la abogacía, por razones pragmáticas, se comporta como una profesión conservadora. Este es un hecho que se observa a partir de la Universidad. Los estudiantes de derecho son, generalmente, los más reaccionarios. Los de pedagogía, constituyen el sector más avanzado. Los de medicina, menos proclives por su práctica científica a la meditación política, no tiene más motivos de reserva que los sentimientos heredados de su ambiente familiar. Mas la medicina como la pedagogía no temen absolutamente al socialismo. Quienes las ejercen, saben que un régimen socialista si algo supone respecto al porvenir de estas profesiones en su utilización más intensa y extensa. El Estado socialista no ha menester, para su funcionamiento, de muchos hombres de leyes; pero, en cambio, ha menester de muchos médicos y de muchos educadores. Los ingenieros cuentan igualmente con su favor.
Lo más sugestivo en el caso de Marañón y sus colegas de la medicina española es que estos intelectuales eminentes y célebres se incorporan, sin hesitación, en un partido fundado hace años por un obrero oscuro, por un tipógrafo, con otros hombres previdentes y abnegados del proletariado. El Partido Socialista español ha hecho solo y exiguo muchas largas jornadas antes de atraer a sus rangos a los magnates de la inteligencia. Marañón y sus colegas se dan cuenta de que sería absurda por su parte la tentativa de crear un partido nuevo. Los partidos no nacen de un conciliábulo académico. El diagnóstico de la situación política española a que han llegado esos médicos insignes es bastante sagaz para comprenderlo.

La ley marcial en Haití
No se han modificado los métodos de Estados Unidos en la América colonial. No pueden modificarse. La violencia no es empleada en los países sometidos a la administración yanqui por causas accidentales. Tres hechos señalan en el último lustro la acentuación de la tendencia marcial de la política norte-americana en esos países; la intervención contra la huelga de Panamá, la ocupación y la campaña de Nicaragua y la reciente declaratoria del estado de sitio en Haití. La retórica de buena voluntad es impotente ante estos hechos.
En Haití, como en los otros países, la ocupación militar está amparada por un grupo de haitianos investidos por la fuerza imperialista de la representación legal de la mayoría. Los enemigos de la libertad de Haití, los traidores de su independencia, son sin duda los que más repugnan el sentimiento libreamericano.
Hispano-América tiene ya larga experiencia de estas cosas. Empieza a comprender que lo que la salvará no son las admoniciones al imperialismo yanqui, sino una obra lenta y sistemática de defensa, realizada con firmeza y dignidad, en la que tendrá de su lado las fuerzas nuevas de los Estados Unidos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La campaña electoral en los Estados Unidos

En el actual instante de la historia mundial, la elección de presidente de la república norte-americana es un acontecimiento de un interés internacional como nunca lo ha sido, ni aún cuando, -pendiente de este acto la entrada de Estados Unidos a la Sociedad de las Naciones- tocó al electorado yanqui elegir al sucesor de Mr. Wilson. Era entonces demasiado evidente el descenso de Wilson para que se abrigase excesivas respecto a la suerte del partido demócrata en los escrutinios. La elección de 1924 halló a los Estados Unidos en un grado más alto de su crecimiento como imperio y potencia mundial. Pero en esta elección las fuerzas electoras se dividieron no en dos, sino en tres grandes corrientes, con ostensible beneficio para el partido de la gran burguesía. El partido demócrata concurrió a la elección con una candidatura débil ascendiente personal. Y la aparición de un tercer partido, con el senador La Follete a la cabeza, no podía ir más allá de una imponente movilización de fuerzas. Esta vez, el electoral norte-americano recobra su antiguo ritmo bipartito.
La candidatura demócrata dispone de considerable y excepcional influjo popular; y su programa se diferencia del programa republicano con más vivacidad que en anteriores oportunidades. Otros factores singulares además de la personalidad del candidato, juegan esta vez en la elección: la religión de Al. Smith, cuya victoria significaría la ascensión de un católico por primera vez a la presidencia de los Estados Unidos; y su posición anti-prohibicionistas que agita un ardoroso contraste de opiniones y aún de intereses. La actitud de los republicanos frente a los desiderata de los agricultores, a pesar de los esfuerzos del partido de Herbert Hoover por atenuar los efectos de su política económica en el electorado rural, aparece como otro agente de orientación eleccionaria que complica la situación.
La candidatura del partido republicano es característica de su actual sentido de su misión. La designación de Herbert Hoover es debida, en gran parte, a su condición específica de hombre de negocios. La burguesía yanqui colocó siempre en la presidencia de la república a un estadista o un magistrado, a una figura que no significase una ruptura de la más encumbrada tradición del país de Washington y Lincoln. A un tipo de capitalista puro, se prefirió siempre un tipo burocrático o intermediario. Para esta elección, el partido republicano ha buscado su jefe en el mundo de los negocios. En un artículo del “Magazin of Wall Street” enjuiciando las cualidades de los principales candidatos como hombres de negocios, se consigna la siguiente apreciación sobre Hoover, oportunamente remarcada por Bukharin en un discurso en la IIIa Internacional: “No es exagerado decir que él (Hoover) se considera y es realmente el dirigente del mundo de negocios americano. No hubo nunca en ninguna parte una institución tan estrechamente ligada al mundo de los negocios como el departamento de Hoover... Él respeta al gran capital y admira a los grandes capitalistas. Tiene la opinión de que una sola persona que hace una gran cosa es mejor que una docena de sabios soñadores que hablan de lo que no han intentado nunca hacer y que nunca sabrán hacer. Es incontestable que Hoover presidente, no se semejará a ninguno de sus predecesores. Será un “business-president” dinámico, en tanto que Coolidge era un “bussines-president” estático. Será el primero “bussines-president” en oposición a los presidentes políticos que hemos tenido hasta ahora”.
Smith representa la tradición demócrata. Es el tipo de estadista, formado en la práctica de la administración, más magistrado que caudillo. Poco propenso a la filosofía política, se mantiene casi a igual distancia de Bryan que de Wilson. Su carácter, su figura, hablan al electorado demócrata mejor que su ideología. En su nominación, el partido demócrata se ha mostrado más conservador que el republicano, desde el punto de vista de la fidelidad a la tradición política norte-americana. Smith corresponde al tipo de presidente, configurado según el principio yanqui de que cualquier ciudadano puede elevarse a la presidencia de la república, mucho más que Hoover. La elección de Hoover, del gran hombre de negocios, con cierta prescindencia de inveteredos miramientos democráticos -y demagógicos- sería, bajo este aspecto, un acto más atrevido que la elección de Al. Smith anti-prohibicionista y católico.
¿Cuál de estos dos candidatos conviene más a los intereses del imperio norte-americano? He aquí la cuestión que el instinto histórico de su media y pequeña burguesía tiene que resolver, pronunciándose en su mayoría por Al. Smith o por Herbet Hoover.
El resultado de los escrutinios no depende automáticamente de las estrictas fuerzas electorales de cada partido. Un cálculo, basado rígidamente en los porcentajes de las últimas votaciones, resulta como es natural desfavorable para los demócratas. En la elección, pueden influir en mayor o menor grado los factores especiales ya anotados, la personalidad del candidato demócrata, popularísima en el estado de New York, el sentimiento público sobre la debatida cuestión del prohibicionismo, la influencia de los intereses agrícolas, la repercusión del programa de Al Smith en las masas populares, etc. Según un sistema de cálculo electoral, que Bruce Bliven llama una diversión inocente, los elementos que en esta oportunidad decidirán el voto de un elector son los siguientes: hábito (lealtad partidista), “prohibicionismo”, religión, personalidad del candidato. A estos factores se les asigna, sobre una escala de 100, los siguientes puntos respectivamente: 60, 50, 55, 25. Según prevalecimiento particular en cada estado, se predice el probable orientamiento de los estados cuyo resultado es dudoso. Pero más seguro es atenerse al estudio concreto de cada electorado. Y a este trabajo andan entregados en Estados Unidos los expertos.
La “chance” de Smith se basa en sus probabilidades de una gran victoria en los estados del Sur. Estos estados pueden darle 114 votos electorales. A estos votos, se agregarán los de los estados demócratas de Kentucky, Tenesse y Oklahoma. La decisión del resultado global la darán los escrutinios de Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, New York, New Jersey, Maryland, Illinois, Missouri, Wisconsin y Montana. Después de un atento examen de los coeficientes electorales de estos estados, Bruce Bliven opina que Smith puede vencer en Rhode Island, New York, Maryland, Missouri, Wisconsin y Montana mientras Hoover cuenta con mayores elementos de triunfo en los otros estados mencionados. Del éxito con que maniobren los demócratas para atraerse los millones de votos que en 1924 favorecieron al senador Lafollette, dependerá en gran parte la suerte de su candidato.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

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