La Escena Contemporánea

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Marinetti y el futurismo

Marinetti y el futurismo

El futurismo no es,—como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo,—únicamente una escuela o una tendencia de arte de vanguardia. Es, «obre todo, un fenómeno interesante de la vida italiana. El futurismo no ha producido, como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo, un concepto o una forma definida o peculiar de creación artística. Ha adoptado, parcial o totalmente, conceptos o formas de movimientos afines. Mas que un esfuerzo de edificación de un arte nuevo ha representado un esfuerzo de destrucción del arte viejo. Pero ha aspirado a ser no sólo un movimiento de renovación artística sino también un movimiento de renovación política.
Ha intentado casi ser una filosofía. Y, en este aspecto, ha tenido raíces espirituales que se confunden o enlazan con las de otros fenómenos de la historia contemporánea de Italia.

Hace quince años del bautizo del futurismo. En febrero de 1909, Marinetti y otros artistas suscribieron y publicaron en París el primer manifiesto futurista. El futurismo aspiraba a ser un movimiento internacional. Nacía, por eso, en París. Pero estaba destinado a adquirir, poco a poco, una fisonomía y una esencia fundamentalmente italianas. Su “duce”, su animador, su caudillo era un artista de temperamento italianísimo: Marinetti, ejemplar típico de latino, de italiano, de meridional. Marinetti recorrió casi toda Europa. Dio conferencias en París, en Londres, en Petrognad. El futurismo, sin embargo, no llegó a aclimatarse duradera y vitalmente sino en Italia. Hubo un instante en que en los rangos del futurismo militaron los más sustanciosos artistas de la Italia actual: Papini, Govoni, Palazeschi, Folgore y otros. El futurismo no contenía entonces sino un afán de renovación.

Sus leaders quisieron que el futurismo se convirtiese en una doctrina, en un dogma. Los sucesivos manifiestos futuristas tendieron a definir esta doctrina, este dogma. En abril de 1909 apareció el famoso manifiesto contra el claro de luna. En abril de 1910 el manifiesto técnico de la pintura futurista, suscrito por Boccioni, Carrá, Russolo, Balita, Severini, y el manifiesto contra Venecia pasadista. En enero de 1911 el manifiesto de la música futurista por Balilla Pratella. En marzo de 1912 el manifiesto de la mujer futurista por Valentine de Saint Point. En abril de 1912 el manifiesto de la escultura futurista por Boccioni. En mayo el manifiesto de la literatura futurista por Marinetti. En pintura, los futuristas plantearon esta cuestión: que el movimiento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos. En música, iniciaron la tendencia a interpretar el alma musical de las muchedumbres, de las fábricas, de los trenes, de los transatlánticos. En literatura, inventaron las “palabras en libertad”. Las “palabras en libertad” son una literatura sin sintaxis y sin coherencia. Marinetti la definió como una obra de “imaginación sin hilos”.

En octubre de 1913 leader de los futuristas pasaron del arte a la política. Publicaron un programa político que no era, como los programas anteriores, un programa internacional sino un programa italiano. Este programa propugnaba una política extranjera “agresiva, astuta, cínica”. En el orden exterior, el futurismo se declaraba imperialista, conquistador guerrero. Aspiraba a una anacrónica restauración de la Roma Imperial. En el orden interno, se declaraba antisocialista y anti-clerical. Su programa, en suma, no era revolucionario sino reaccionario. No era futurista, sino pasadista. Concepción de literatos, se inspiraba sólo en razones estéticas.

Vinieron, luego, el manifiesto de la arquitectura futurista y el manifiesto del teatro sintético futurista. El futurismo completó así su programa ómnibus. No fue ya una tendencia sino un haz, un fajo de tendencías. Marinetti daba a todas estas tendencias un alma y una literatura comunes. Era Marinetti en esa época uno de los personajes más interesantes y originales del mundo occidental. Alguien lo llamó “la cafeína de Europa".

Marinetti fue en Italia uno de los más activos agentes bélicos. La literatura futurista aclamaba la guerra como la “única higiene del mundo”. Los futuristas excitaron a Italia a la conquista de Tripolitania. Soldado de esa empresa bélica, Marinetti extrajo de ella varios motivos y ritmos para sus poemas y sus libros. “Mafarka”, por ejemplo, es una novela de ostensible y cálida inspiración africana. Más tarde, Marinetti y sus secuaces se contaron entre los mayores agitadores del ataque a Austria.

La guerra dio a los futuristas una ocupación adecuada a sus gustos y aptitudes. La paz, en cambio, les fue hostil. Los sufrimientos de la guerra generaron una explosión de pacifismo. La tendencia imperialista y guerrera declinó en Italia. El partido socialista y el partido católico ganaron las elecciones e influyeron acentuadamente en los rumbos del poder. Al mismo tiempo inmigraron a Italia nuevos conceptos y formas artísticas francesas, alemanas, rusas. El futurismo cesó de monopolizar el arte de vanguardia. Carrá y otros divulgaron en la revista “Valori Plastici” las novísimas corrientes del arte ruso y del arte- alemán. Evolá fundó en Roma una capilla dadaísta. La casa de arte Bragaglia y su revista “¡Cronache di Attualifá”, alojaron las más selectas expresiones del arte europeo de vanguardia. Marinetti, nerviosamente dinámico, no desapareció ni un minuto de la escena. Organizó con uno de sus tenientes, el poeta Cangiullo, una temporada de teatro futurista. Disertó en París y en Roma sobre el tactilismo. Y no olvidó la política. El bolchevismo era la novedad del instante. Marinetti escribió “Mas allá del comunismo”. Sostuvo que la ideología futurista marchaba adelante de la ideología comunista. Y se adhirió al movimiento fascista.

El futurismo resulta uno de los ingredientes espirituales e históricos del fascismo. A propósito de D’Annunzio, dije que el fascismo es d’annunziano. El futurismo, a su vez, es una faz del d’annunzianismo. Mejor dicho, d’annunzianismo y marinettismo son aspectos solidarios del mismo fenómeno. Nada importa que D’Annunzio se presente como un enamorado de la forma clásica y Marinetti como su destructor. El temperamento de Marinetti es, como el temperamento de D’Annunzio un temperamento pagano, estetista, aristocrático, individualista. El paganismo de D’Annunzio se exaspera y extrema en Marinetti. Marinetti ha sido en Italia uno de los más sañudos adversarios del pensamiento cristiano. Arturo Labriola considera acertadamente a Marinetti como uno de los forjadores psicológicos del fascismo. Recuerda que Marinetti ha predicado a la juventud italiana el culto de la violencia, el desprecio de los sentimientos humanitarios, la adhesión a la guerra, etc.

Y el ambiente fascista, por eso, ha propiciado un retoñamiento del futurismo. La secta futurista se encuentra hoy en plena fecundidad. Marinetti vuelve a sonar bulliciosamente en Italia. Acaba de publicar un libro sobre “Futurismo y Fascismo”. Y en un artículo de su revista ‘“Noi” reafirma su filiación nietzchana y romántica. Preconiza el advenimiento pagano de una Artecracia. Sueña con una sociedad organizada y regida por artistas en vez de esta sociedad organizada y regida por políticos. Opone a la idea colectivista de la Igualdad la idea individualista de la Desigualdad. Arremete contra la Justicia, la Fraternidad, la Democracia.

Pero políticamente el futurismo ha sido absorvido por el fascismo. Dos escritores futuristas, Emilio Settimelli y Mario Garli, dirigen en Roma el diario “L’Impero”, extremístamente reaccionario y fascista. Settimelli dice en un artículo de “L’Impero” que “la monarquía absoluta es el régimen más perfecto”. El futurismo, ha renegado, sobre todo, sus antecedentes anticlericales e iconoclastas. Antes, el futurismo quería extirpar de Italia los museos y el Vaticano. Ahora, los compromisos del fascismo lo han hecho desistir de ese anhelo. El Fascismo se ha mancomunado con la Monarquía y con la Iglesia. Todas las fuerzas tradicionalistas, todas las fuerzas del pasado tienden necesaria e históricamente a confluir y juntarse. El futurismo se torna, así, paradójicamente pasadista. Bajo el gobierno de Mussolini y las camisas negras, su símbolo es el “fasciolitare” de la Roma Imperial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso Jacques Sadoul [Recorte de prensa]

El caso de Jacques Sadoul

Enfoquemos el caso Jacques Sadoul. El nombre del capitán Jacques Sadoul, a fuerza de ser repetido por el cable, es conocido en todo el mundo. La figura es menos notoria. Merece, sin embargo, mucho más que otras figuras de ocasión, la atención de sus contemporáneos. Henri Barbusse la considera "una de las más claras figuras de este tiempo". Sadoul es, según el autor de "El Fuego", uno de los luchadores que debemos amar más. André Barthon, su abogado ante el consejo de guerra que acaba de absolverlo, cree que Sadoul "ha sido un momento de la conciencia humana".

Un consejo de guerra condenó a muerte a Sadoul en octubre de 1919; un consejo de guerra lo ha absuelto hace pocos días. Sadoul no ha sido amnistiado como Caillaux por una mayoría parlamentaria amiga. La misma justicia militar que ayer lo declaró culpable, hoy lo ha encontrado inocente. La rehabilitación de Saldoul es más completa y más perfecta que la rehabilitación de Caillaux.

¿Cuál era el "crimen'' de Sadoul? "Mi único crimen —ha dicho Sadoul a sus jueces militares de Orleans— es el de haber sido clarovidente contra mi jefe Noulens". Toda la responsabilidad de Sadoul aparece, en verdad, como la responsabilidad de una clarividencia.

Sadoul, amigo y colaborador de Albert Thomas, ministro de Municiones y de Armamentos del gobierno de la "unión sagrada", fue enviado a Rusia en setiembre de 1917. El gobierno de Kerensky entraba entonces en su última fase. Su suerte preocupaba hondamente a los aliados. Kerensky se había revelado ya impotente para dominar y encauzar la revolución. Incapaz. por consiguiente, de reorganizar y reanimar el frente ruso. La embajada francesa, presidida por Noulens, estaba íntegramente compuesta de diplomáticos de carrera, de hombres de gran mundo. Esta gente, brillante y decorativa en un ambiente de cotillón y de intriga elegantes, era, en cambio, absolutamente inadecuada a un ambiente revolucionario. Hacía falta en la embajada un hombre de espíritu nuevo, de inteligencia inquieta, de juicio penetrante. Un hombre habituado a entender y presentir el estado de ánimo de las muchedumbres. Un hombre sin repugnancia al demos ni a la plaza, con capacidad para tratar las ideas y los hombres de una revolución. El capitán de reserva Jacques Sadoul, socialista moderado, poseía estas condiciones. Militaba en el partido socialista. Pero el partido socialista formaba entonces parte del ministerio. Intelectual, abogado, procedía, además, de la misma escuela socialista que ha dado tantos colaboradores a la burguesía. En la guerra, había cumplido con su deber de soldado. El gobierno francés lo juzgó, por estas razones, aparente para el cargo de agregado político a la embajada. Mas sobrevino la renovación de octubre. A Sadoul no le tocó ya actuar cerca de un gobierno de mesurados y hamletianos demócratas como Kerensky sino cerca de un gobierno de osados y vigorosos revolucionarios como Lenin y Trotzky, detestable para el gusto de una embajada que, naturalmente, cultivaba en los salones la amistad del antiguo régimen. Noulens y su séquito, en riguroso acuerdo con la aristocracia rusa pensaron que el gobierno de los soviets no podía durar. Consideraron la Revolución de Octubre como un episodio borrascoso que el buen sentido ruso, solícitamente estimulado por la diplomacia de la Entente, se resolvería muy pronto a liquidar y cancelar. Sadoul se esforzó vanamente por iluminar a la embajada. Noulens no quería ni podía ver en los bolcheviques a los creadores de un nuevo régimen ruso. Mientras Sadoul trabajaba por obtener un entendimiento con los soviets, que evitase la paz separada de Rusia con Alemania. Noulens alentaba las conspiraciones de los más estólidos e ilusos contra-revolucionarios. La Entente, a su juicio, no debía negociar con los bolcheviques. Puesto que la descomposición y el derrumbamiento de su gobierno eran inminentes, la Entente debía, por el contrario, ayudar a quienes se proponían apresurarlos. Hasta la víspera de la paz de Brest Litowsk, Sadoul luchó por inducir a su embajador a ofrecer a los Soviets los medios económicos y técnicos de continuar la guerra. Una palabra oportuna podía detener aún, la paz separada. Los jefes bolcheviques capitulaban consternados ante las brutales condiciones de Alemania. Habrían preferido combatir por una paz justa entre todos los pueblos beligerantes. Trotsky, sobre todo, se mostraba favorable al acuerdo propugnado por Sadoul. Pero el fatuo embajador no comprendía ni percibía nada de esto. No se daba cuenta, en lo absoluto de que la revolución bolchevique, buena o mala, era de todas maneras, un hecho histórico. Temeroso de que los informes de Sadoul impresionasen al gobierno francés, Noulens se guardó de trasmitirlos telegráficamente.

Los informes de Sadoul llegaron, sin embargo, a Francia. Sadoul escribía, frecuentemente, al ministro Albert Thomas y a los diputados socialistas Longuet, Lafont y Pressemane. Estas cartas fueron oportunamente conocidas por Clemenccau. Pero no lograron, por supuesto, atenuar la feroz hostilidad de Clemenceau a los soviets. Clemenceau opinaba como Noulens. Los bolcheviques no podían conservar el poder. Era fatal, era imperioso, era urgente que lo perdiesen.

Clemenceau dió la razón a su embajador. Sadoul se atrajo todas las cóleras del poder. La embajada estuvo apunto de mandarlo en comisión a Siberia, como un medio de desembarazarse de él y de castigar la independencia y la honradez de sus juicios. Lo hubiera. hecho si una grave circunstancia no se lo hubiera desaconsejado. El capitán Sadoul le servía de pararrayos en medio de la tempestad bolchevique. A su sombra, a su abrigo, la embajada maniobraba contra el nuevo regimen. Los servicios de Sadoul, convertido en un fiador ante los bolcheviques, le resultaban necesarios. Mas el juego fue finalmente descubierto. La embajada tuvo que salir de Rusia. La revolución, en tanto, se había apoderado cada vez más de Sadoul. Desde el primer instante, Sadoul había comprendido su alcance histórico. Pero, impregnado todavía de una ideología democrática, no se había decidido a aceptar su método. La actitud de las democracias aliadas ante los soviets se encargó de desvanecer sus últimas ilusiones democráticas. Sadoul vio a la Francia republicana y a la Inglaterra liberal, ex-aliadas del despotismo asiático del zar, encarnizarse rabiosamente contra la dictadura revolucionaria del proletariado. El contacto con los leaders de la revolución le consintió, al mismo tiempo. aquilatar su valor. Lenin y Trotzky se revelaron a sus ojos y a su conciencia, en un momento en que la civilización los rechazaba, como dos hombres de talla excepcional. Sadoul, poseído por la emoción que estremecía el alma rusa, se entregó gradualmente a la revolución. En julio de 1918 escribía a sus amigos, a Longuet, a Thomas, a Barbusse, a Romain Rolland : "Como la mayor parte de nuestros camaradas franceses, yo era antes de la guerra un socialista reformista, amigo de una sabia evolución, partidario resuelto de las reformas que, una a una, vienen a mejorar la situación de los trabajadores a aumentar sus recursos materiales e intelectuales, a apresurar su organización y a multiplicar su fuerza. Como tantos otros, yo vacilaba ante la responsabilidad de desencadenar, en plena paz social (en la medida en que es posible hablar de paz social dentro de un régimen capitalista) una crisis revolucionaria inevitablemente caótica, costosa, sangrienta y que, mal conducida, podía estar destinada al fracaso. Enemigos de la violencia por encima de todo, nos habíamos alejado poco a poco de las sanas tradiciones marxistas. Nuestro evolucionismo impenitente nos había llevado a confundir el medio, esto es la reforma, con el fin, o sea la socialización general de los medios de producción y de cambio. Así nos habíamos separado, hasta perderla de vista, de la única táctica socialista admisible, la táctica revolucionaria. Es tiempo de reparar los errores cometidos".

Noulens y sus secretarios denunciaron en Francia a Sadoul como un funcionario desleal. Les urgía inutilizarlo, invalidarlo como acusador de la incomprensión francesa. Clemenceau ordenó un proceso. El partido socialista designó a Sadoul candidato a una diputación. El pueblo era invitado, de este modo, a amnistiar al acusado. La elección habría sido entusiasta. Clemenceau decidió entonces inhabilitar a Sadoul. Un consejo de guerra se encargó de juzgarlo en contumacia y de sentenciarlo a muerte.

Sadoul tuvo que permanecer en Rusia. La amnistía de Herriot, regateada y mutilada por el Senado, no quiso beneficiarlo como a Caillaux y como a Malvy. Sobre Sadoul continuó pesando una sentencia de muerte. Pero Sadoul comprendió que era, a pesar de todo, el momento de volver a Francia. La opinión popular, suficientemente informada sobre su caso, sabría defenderlo. A su llegada a París, la policía procedió a arrestarlo. Protestó la extrema izquierda. El gobierno respondió que Sadoul no estaba comprendido en la amnistía. Sadoul pidio que se reabriera su proceso. Y en enero último compareció ante el consejo de guerra. En esa audiencia, Sadoul habló como un acusador mas bien que como un acusado. En vez de una defensa, la suya fue una requisitoria. ¿Quién se había equivocado? No por cierto él que había predicho la duración y que había advertido la solidez del nuevo régimen ruso. No por cierto él que había preconizado una cooperación franco rusa, recíprocamente respetuosa del igual derecho de ambos pueblos a elegir su propio gobierno, admitida ahora, en cierta forma, con la reanudación del bloque nacional. No; no se había equivocado él; se había equivocado Noulens. El proceso Sadoul se transformaba en cierta forma en un proceso a Noulens. El consejo de guerra acordó la reapertura del proceso y la libertad condicional de Sadoul. Y ahora acaba de pronunciar su absolución. La historia se había anticipado ya a este fallo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revisión de la obra de Anatole France [Recorte de prensa]

La revisión de la obra de Anatole France

I

En los funerales de Anatole France, todos los estratos sociales y todos los sectores políticos quisieron estar representados. La derecha, el centro y la izquierda, saludaron la memoria del ilustre hombre de letras. Los sobrevivientes del pasado, los artesanos del presente y los precursores del porvenir coincidieron, casi unánimes, en este homenaje fúnebre. La vieja guardia del partido comunista francés escoltó por las calles de París los restos de Anatole France. Hubo pocas abstenciones. "Pravda", órgano oficial de la Rusia sovietista, declaró que la persona de Anatole France la vieja cultura tendía la mano a la humanidad nueva.

Pero este casi armisticio que en una época de aguda beligerancia, colocaba la figura de Anatole France por encima de la guerra de clases, no duró sino un segundo. Fue solo la ilusión de un armisticio. Algunos intelectuales de extrema derecha y de extrema izquierda sintieron la necesidad de esclarecer y de liquidar el equívoco. La juventud comunista francesa negó su voto a la gloria del maestro muerto. En un número especial de ''Clarté", cuatro escritores "clartistas" definieron agresivamente la posición anti-francista de su grupo. Y, por su parte, los representantes ortodoxos de la ideología reaccionaria, católica y tradicionalista separándose de Charles Maurras, rehusaron su acatamiento a Anatole France, únicamente a quien no podían perdonar, ni aun "in extrimis" el sentimiento anti-cristiano que constituye la trama espiritual de todo su arte.

De esta revisión de la obra de Anatole France, únicamente las críticas de la extrema izquierda tienen verdadero interés histórico. Que la Aristocracia y el Medioevo ex-comulguen a Anatole France, por su paganismo y su nihilismo, no puede sorprender absolutamente a nadie. Anatole France no fue nunca un literato en olor de santidad católica y conservadora. Su filiación socialista, situaba formalmente a France al lado del proletariado y de la revolución. France era comúnmente designado como un patriarca de los nuevos tiempos. La sola crítica nueva, la sola crítica iconoclasta que se formula contra su personalidad literaria es, por consiguiente, la que le discute y le cancela este título.

II

El documento más autorizado y característico de esta crítica es el panfleto de Clarté. Anatole France, como es notorio, dio su nombre y su adhesión al movimiento clartista. Suscribió con Henri Barbusse los primeros manifiestos de la Internacional del Pensamiento. Se enroló entre los defensores de la Revolución rusa. Se puso al flanco del comunismo francés. Su vejez, su fatiga, su gloria y su arterioesclerosis no le consintieron seguir a Clarté en su rápida trayectoria. Clarté marchaba aprisa, por una vía demasiado ruda, hacia la revolución. La culpa no era de Anatole France ni de Clarté. France pertenecía a una época que concluía; Clarté a una época que comenzaba. La historia, en suma, tenía que alejar a Clarté de Anatole France y de su obra. Hace diez meses, con motivo del jubileo de Anatole France, de "Clarté" estableció la distancia que la separaba del autor de "La Isla de los Pingüinos", unánimamente festejado entonces. Ese artículo preludiaba el juicio sumario de Anatole France que el reciente número especial de "Clarté" contiene. La obra de France encuentra su más severo tribunal en el grupo de intelectuales organizado o bosquejado bajo su auspicio. Esta circunstancia confiere a la crítica de "Clarté" un valor singular.

Marcel Fourrier no cree que se pueda establecer una distinción entre France hombre de letras y France hombre político. "Clarté" no puede pronunciarse sobre una obra, cualquiera que esta obra sea, sin examinarla desde un punto de vista social: "Sobre este plano —escribe— y con pleno conocimiento de causa, nosotros repudiamos la obra de France. Estamos animados en esta revista por una preocupación demasiado viva de probidad intelectual para poder hablar diversamente a un público que aprecia la nuestra franqueza. La obra de France niega toda la ideología proletaria de la cual ha brotado la Revolución Rusa. Por su escepticismo superior y su retórica untuosa, France se halla singularmente emparentado a todo el linaje de socialistas burgueses". Luego estudia Fourrier los móviles y los estímulos de la conducta de France en dos capítulos sustantivos de la historia francesa: la cuestión Dreyfus y la "gran guerra". En ambos instantes, France sostuvo la política de la unión sagrada. Su gaseoso pacifismo capituló ante el mito de la guerra por la Democracia. A este pacifismo no tornó sino después de 1917 cuando Romain Rolland, Henri Barbusse y otros hombres habían suscitado ya una corriente pacifista.

El "oportunismo mundano" de Anatole France es acremente condenado por Jean Bernier. Con mordacidad y agudeza maltrata la estética del maestro, que "ajusta sus frases, combina sus proporciones y carda sus epítetos", perennemente fiel a un gusto mitad preciosista, mitad parnasiano. "El hombre, sus instintos y sus pasiones, sus amores y sus odios, sus sufrimientos y sus esfuerzos, todo esto resulta extraño a esta obra". Bernier se opone, con tanta vehemencia como Fourrier, a toda tentativa de anexar la literatura de Anatole France a la ideología de la revolución.

Otro de los escritores de Clarté, Edouard Berth, discípulo remarcable de Jorge Sorel, ve en Anatole France uno de los representantes típicos del fin de una cultura. Piensa que las dos familias espirituales, en que se ha dividido siempre la Francia burguesa, han tenido en Barres y en Anatole France sus últimos representantes. La cultura burguesa —dice— ha cantado en la obra de ambos escritores su canto del cisne. Observa Berth que nadie ama tanto al maestro como "ciertas mujeres, judías cerebrales, grandes burguesas blasées, a quienes el epicureísmo, aliado a un misticismo florido y perfumado y a un revolucionarismo distinguido, hace el efecto de una caricia inédita; y ciertos curas en quienes el catolicismo es hijo del Renacimiento y de Horacio más que del Evangelio, prelados untuosos, finos humanistas y diplomáticos consumados de la corte romana".

Anatole France ha sido considerado siempre como un griego de las letras francesas. Contra este equívoco insurge Georges Michael, otro escritor, de Clarté, que desnuda la Grecia postiza de los humanistas franceses. La Grecia, que estos helenistas admiran y conocen, es la Grecia de la decadencia. Anatole France como todos ellos, se ha complacido y se ha deleitado en la evocación voluptuosa de la hora decadente, retórica, escéptica, crepuscular, de la civilización helénica.

III

Tales impresiones sobre el arte de Anatole France venían madurando, desde hace algún tiempo en la conciencia de los intelectuales nuevos. Ahora adquieren expresión y precisión. Pero, larvadas, bosquejadas, se difundían en la inteligencia y en el espíritu contemporáneo, especialmente en los sectores de vanguardia, desde el comienzo de la crisis post-bélica. A medida que esta crisis progresaba se sentía en una forma más categórica e intensa que Anatole France correspondía a un estado de ánimo liquidado por la guerra. Malgrado su adhesión a "Claridad" y a la Revolución Rusa, Anatole France no podía ser considerado como un artista o un pensador de la humanidad nueva. Esa adhesión expresaba, a lo sumo, lo que Anatole France quería ser; no lo que Anatole France era.

También de mi alma, como de otras, se borraba poco a poco la primera imagen de Anatole France. Hace tres meses, en un artículo escrito en ocasión de su muerte, no vacilé en clasificar a Anatole France como un literato fin de siglo. "Pertenece —dije— a la época indecisa, fatigada, de la decadencia burguesa. Era sensible al dolor y a la injusticia. Pero le disgustaba que existieran y trataba de ignorarlos. Ponía la tragedia humana la frágil espuma de su ironía. Su literatura es delicada, transparente y ática como el champagne. Es el champagne melancólico, el vino capitoso y perfumado de la decadencia burguesa; no es el amargo y áspero mosto de la revolución proletaria. Tiene contornos exquisitos y aromas aristocráticos. La emoción social, el latido trágico de la vida contemporánea quedan fuera de esta literatura. La pluma de France no sabe aprehenderlos. No lo intenta siquiera. Sus finos ojos de elefante no saben penetrar en la entraña oscura del pueblo; sus manos pulidas juegan felinamente con las cosas y los hombres de la superficie. France satiriza a la burguesía, la roe, la muerde con sus agudos, blancos y malicioso dientes; pero la anestesia con el opio sutil de su erudito y musical para que no sienta demasiado el tormento".

Pienso, sin embargo, que la requisitoria de Clarté es, en algunos puntos, como todas las requisitorias, excesiva y extremada. En la obra de Anatole France es ciertamente, vano y absurdo buscar el espíritu de una humanidad nueva. Pero lo mismo se puede decir de toda la literatura de su tiempo. El arte revolucionario no precede a la revolución. Alejandro Blok; cantor de las jornadas bolcheviques, fue antes de 1917 un literato de temperamento decadente y nihilista, escéptico. Arte decadente también hasta 1917 el de Mayaskowski. La literatura contemporánea no se puede librar de la enfermiza herencia que alimenta sus raíces. Es la literatura de una civilización que tramonta. La obra de Anatole France no ha podido ser una aurora. Ha sido, por eso, un crepúsculo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La inteligencia y el aceite de ricino [Recorte de prensa]

La inteligencia y el aceite de ricino

El fascismo conquistó, al mismo tiempo que el gobierno y la Ciudad Eterna, la mayoría de los intelectuales italianos. Unos se uncieron sin reservas a su carro y a su fortuna; otros le dieron un consenso pasivo; otros, los más prudentes, le concedieron una neutralidad benévola. La Inteligencia gusta de dejarse poseer por la Fuerza. Sobre todo cuando la fuerza es, como en el caso del fascismo, joven, osada, marcial y aventurera.

Concurrían, además, en esta adhesión de intelectuales y artistas al fascismo, causas específicamente italianas. Todos los últimos capítulos de la historia de Italia —como escribí hace un año en un artículo sobre D'Annunzio— aparecen saturados de d'annunzianismo. "Los orígenes espirituales del fascismo están en la literatura de D'Annunzio. D'Annunzio puede renegar al fascismo. Pero el fascismo no puede renegar a D'Annunzio". El futurismo, —que fue una faz, un episodio del fenómeno d'annunziano— es otro de los ingredientes psicológicos del fascismo. Los futuristas saludaron la guerra de Trípoli como la inauguración de una nueva era para Italia. D'Annunzio fue, más tarde, el condottiere espiritual de la intervención de Italia en la guerra mundial. Futuristas y d'annunzianos crearon en Italia un humor megalómano, anticristiano, romántico y retórico. Predicaron a las nuevas generaciones —como lo han remarcado Adriano Tilgher y Arturo Labriola— el culto del héroe, de la violencia y de la guerra. En un pueblo como el italiano, cálido, meridional y prolífico mal contenido y alimentado por su exiguo territorio, existía una latente tendencia a la expansión. Dichas ideas encontraron por tanto, una atmósfera favorable. Los factores democráticos y económicos coincidían con las sugestiones literarias. La clase media, en particular, fue fácil presa del espíritu d'annunziano. (El proletariado, dirigido y controlado por el socialismo, era menos permeable a tal influencia). Con esta literatura colaboraban la filosofía idealista de Gentile y de Croce y todas las importaciones y transformaciones del pensamiento tudesco y de la "real-politk".

Idealistas, futuristas y d'annunzianos sintieron en el fascismo una obra propia. Aceptaron su maternidad. El fascismo estaba unido a la mayoría de los intelectuales por un sensible cordón umbilical. D'Annunzio no se incorporó al fascismo, en el cual no podía ocupar una plaza de lugarteniente; pero mantuvo con él cordiales relaciones y no rechazó su amor platónico. Y los futuristas se enrolaron voluntariamente en los rangos fascistas. El más ultraísta de los diarios fascistas, "L'Impero" de Roma, está aún dirigido por Mario Carli y Emilio Settimelli, dos sobrevivientes de la experiencia futurista. Ardengo Soffici, otro futurista colabora en "Il Popolo d'Italia", el órgano de Mussolini. Los filósofos del idealismo tampoco se regatearon al fascismo. Giovanni Gentile, esa "bonne a tout faire" de la filosofía y de la cátedra, después de reformar fascísticamente la enseñanza, hizo la apología idealista de la cachiporra. Finalmente, los literatos solitarios, sin escuela y sin capilla, también reclamaron un sitio en el cortejo victorioso del fascismo. Sem Benelli, uno de los mayores representantes de esa categoría literaria, demasiado cauto para vestir la "camisa negra", colaboró con los fascistas, y, sin confundirse con ellos, aprobó su praxis y sus métodos. En las últimas elecciones, Sem Benelli fue unos de los candidatos conspícuos de la lista ministerial.

Pero esto acontecía en los tiempos que aún eran, o parecían, de plenitud y de apogeo de la gesta fascista. Desde que el fascismo empezó a declinar, los intelectuales comenzaron a rectificar su actitud. Los que guardaron silencio ante la marcha a Roma sienten hoy la necesidad de procesarla y condenarla. El fascismo ha perdido una gran parte de su clientela y de su criterio intelectuales. Las consecuencias del asesinato de Matteotti han apresurado las defecciones.

Presentemente se afirma entre los intelectuales esta corriente anti-fascista. Roberto Bracco es uno de los leaders de la oposición
democrática. Benedetto Croce no esconde su pensamiento antifascista, a pesar de compartir con Giovanni Gentile la responsabilidad y los laureles de la filosofía idealista. D'Annunzio que se muestra huraño y mal humorado, ha anunciado que se retira de la vida pública y que vuelve a ser el mismo "solitario y orgulloso artista" de antes. La situación producida por el asesinato de Matteotti no le ha arrancado una declaración espontánea. Pero, según una carta suya a uno de sus confidentes, que discretamente escribió interrogándolo, "lo tiene muy afligido esta fétida ruina". Sem Benelli, en fin, con algunos disidentes del fascismo y del filofascismo, ha fundado la Liga Itálica con el objeto de provocar una revuelta moral contra los métodos de los "camisas negras".

Recientemente, el fascismo ha recibido la adhesión de Pirandello. Pero Pirandello es un humorista, de quien se puede sospechar que se ha hecho fascista porque ya casi nadie quiere serlo. Por otra parte, Pirandello es un pequeño burgués, provinciano y anarcoide, con mucho ingenio literario y muy poca sensibilidad política. Su actitud no puede ser nunca el síntoma de una situación. Malgrado Pirandello, es evidente que lo intelectuales italianos están disgustados del fascismo. El idilio entre la inteligencia y el aceite de ricino ha terminado.

¿Como se ha generado esta ruptura? Conviene eliminar inmediatamente una hipótesis: la de que los intelectuales se alejen de Mussolini porque éste no ha estimado ni aprovechado más su colaboración. El fascismo suele engalanarse de retórica imperialista y disimular su carencia de Principios bajo algunos lugares comunes literarios; pero más que a los artesanos de la palabra ama a los hombres de acción. Mussolini es un hombre demasiado agudo y socarrón para rodearse de literatos y profesores. Le sirve más un estado mayor de demagogos y guerrilleros, expertos en el ataque, el tumulto y la agitación. Entre la cachiporra y la retórica, elige sin dudar la chiporra. Roberto Farinacci, uno de los leaders actuales del fascismo, el principal actor de su última asamblea nacional, no es un solo un descomunal enemigo de la libertad y la democracia sino también de la gramática. Pero estas cosas no son bastantes para desolar a los intelectuales. En verdad, ni los intelectuales esperaron nunca que Mussolini convirtiese su gobierno en una academia bizantina, ni la prosa fascista fue antes más gramatical que ahora. Tampoco para que a los literatos, filósofos y artistas, a la Artecracia como la llama Marinetti, les horroricen demasiado la truculencia y la brutalidad de la gesta de los "camisas negras". Durante tres años las han sufrido sin queja y sin repusa.

El nuevo orientamiento de la inteligencia Italiana es una señal, un indicio de un fenómeno más hondo. No es para el fascismo un hecho grave en si, sino como parte de un hecho mayor. La pérdida o la adquisición de algunos poetas, como Sem Benelli, carece de importancia tanto para la Reacción como para la Revolución. La inteligencia, la artecracia, no han reaccionado contra el fascismo antes que las categorías sociales, dentro de las cuales están incrustadas, sino después de éstas. No son los intelectuales los que cambian de actitud ante el fascismo. Es la burguesía, la banca, la prensa, etc., etc., la misma gente y las mismas instituciones cuyo consenso permitieron hace dos años la marcha a Roma. La inteligencia es esencialmente oportunista. El rol de los intelectuales en la historia resulta, en realidad, muy modesto. Ni el arte ni la literatura, a pesar de su megalomanía, dirigen la política; dependen de ella, como otras tantas actividades menos exquisitas y menos ilustres. Los intelectuales forman la clientela del orden, de la tradición, del poder, de la fuerza, etc, y, en caso necesario, de la cachiporra y del aceite de ricino. Algunos espíritus superiores, algunas mentalidades creadoras escapan a esta regla; pero son espíritus y mentalidades de excepción. Gente de clase media, los artistas y los literatos no tienen generalmente ni aptitud ni elan6 revolucionarios. Los que actualmente osan insurgir contra el fascismo son totalmente inofensivos. La Liga Itálica de Sem Benelli, por ejemplo, no quiere ser un partido, ni pretende casi hacer política. Se define a sí misma como "un vinculo sacro para desenvolver su sacro pro­grama: por el Bien y el Derecho de la Nación Itálica: por el Bien y el Derecho del hombre itálico”. Este programa puede ser muy sacro, como dice Sem Benelli; pero es, además, muy vago, muy gaseoso, muy cándido. Sem Benelli, con esa nostalgia del pasado y ese gusto de las frases arcaicas, tan propios de las poetas medio­cres de hoy, va por los caminos de Italia diciendo como un gran poeta de ayer: "¡Pace, pace, pace!". Su impotente consejo llega con mu­cho retardo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lunatcharsky

Lunatcharsky

La figura y la obra del comisario de instrucción pública de los soviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la burguesía inteligente. La revolución rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la Civilización. El bolchevismo, descrito como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el Arte y la Ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la revolución rusa, es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La revolución rusa, dice Herriot en su libro “La Russie Nouvelle”, tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunatcharsky entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunatcharsky, ignorado por el mundo hasta hace 7 años, es actualmente un personaje de relieve mundial.
La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña “élite”. El pueblo sufría no sólo una gran miseria física sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrograd el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49 por ciento de semi-analfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales ni que en las universidades se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre, eran extraños a esta cultura.

La revolución dio a Lunatcharsky el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca, no podían ser más exiguos. Los soviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunatcharsky contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la revolución. Faltaban maestros para las nuevas y las antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunatcharsky asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunatcharsky. Y, cuando circuló en Petrograd la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la revolución, Lunatcharsky se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunatcharsky obtuvo la seguridad de que los hombres de la revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa, La fe no volvió a abandonarlo.

El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y las reliquias de las colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.

Lunatcharsky, en este como otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletcult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletcult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletcult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscou se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado en el gobierno de los soviets una acogida benévola. No significa, sin embargo, este favor, una adhesión a la tesis de la inspiración revolucionaria del futurismo. Trotsky y Lunatcharsky, autores de autorizadas y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. El futurismo—escribe Lunatcharsky—es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente”. Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo de la revolución, Mayavskovsky, procede de la escuela futurista.

Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunatcharsky en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza de material escolar, la falta de maestros. Los soviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38,000. En 1919 pasaban de 62,000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas-asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas, están transformadas en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la revolución. Para los revolucionarios rusos el niño representa realmente la humanidad nueva.

En una conversación con Herriot, Lunatcharsky ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional: “Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros niños deben pasar por la escuela elemental donde la enseñanza dura cuatro años. Los mejores, reclutados según el mérito, en la proporción de uno sobre seis, siguen luego el segundo ciclo durante cinco años. Después de estos nueve años de estudios, entrarán en la Universidad. Esta es la vía normal. Pero, para conformarnos a nuestro programa proletario, hemos querido conducir directamente a los obreros a la enseñanza superior. Para arribar a este resultado, hacemos una selección en las usinas entre trabajadores de 18 a 30 años. El Estado aloja y alimenta a estos grandes alumnos. Cada Universidad posee su facultad obrera. Treinta mil estudiantes de esta clase han seguido ya una enseñanza que les permite estudiar para ingenieros o médicos. Queremos reclutar ocho mil por año, mantener durante tres años a estos hombres en la facultad obrera, enviarlos después a la Universidad misma”. Herriot declara que este optimismo es justificado. Un investigador alemán ha visitado las facultades obreras y ha constatado que sus estudiantes se mostraban hostiles a la vez al diletantismo y al dogmatismo. “Nuestras escuelas—continúa Lunatcharsky—son mixtas. Al principio la coexistencia de los dos sexos ha asustado a los maestros y provocado incidentes. Hemos tenido algunas novelas molestas. Hoy, todo ha entrado en orden. Si se habitúa a los niños de ambos sexos a vivir juntos desde la infancia, no hay que temer nada inconveniente cuando son adolescentes. Mixta, nuestra escuela es también laica. La disciplina misma ha sido cambiada: queremos que los niños sean educados en una atmósfera de amor. Hemos ensayado además algunas creaciones de un orden más especial. La primera es la universidad destinada a formar funcionarios de los jóvenes que no son designados por los soviets de provincia. Los cursos duran uno o tres años. De otra parte, hemos creado la Universidad de los pueblos de Oriente que tendrá, a nuestro juicio, una enorme influencia política. Esta Universidad ha recibido ya un millar de jóvenes venidos de la India, de la China, del Japón, de Persia. Preparamos así nuestros misioneros”.

El comisario de instrucción pública de los soviets es un brillante tipo de hombre de letras. Moderno, inquieto, humano, todos los aspectos de la vida lo apasionan y lo interesan. Nutrido de cultura occidental, conoce profundamente las diversas literaturas europeas. Pasa de un ensayo sobre Shackespeare a otro sobre Mayawskovsky. Su cultura literaria es, al mismo tiempo, muy antigua y muy moderna. Tiene Lunatcharsky una comprensión ágil del pasado, del presente y del futuro. Y no es un revolucionario de la última sino de la primera hora. Sabe que la creación de nuevas formas sociales es una obra política y no una obra literaria. Se siente, por eso, político antes que literato. Hombre de su tiempo, no quiere ser un espectador de la revolución; quiere ser uno de sus actores, uno de sus protagonistas. No se contenta con sentir o comentar la historia; aspira a hacerla. Su biografía acusa en él una contextura espiritual de personaje histórico.

Se enroló Lunatcharsky, desde su juventud, en las filas del socialismo. El cisma del socialismo ruso lo encontró entre los bolcheviques, contra los mencheviques. Como a otros revolucionarios rusos, le tocó hacer vida de emigrado. En 1907 se vio forzado a dejar Rusia. Durante el proceso de definición del bolchevismo, su adhesión a una fracción secesionista, lo alejó temporalmente de su partido; pero su recta orientación revolucionaria lo recondujo pronto al lado de sus camaradas. Dividió su tiempo, equitativamente, entre la política y las letras. Una página de Romain Rolland nos lo señala en Ginebra, en enero de 1917, dando una conferencia sobre la vida y la obra de Máximo Gorki. Poco después, debía empezar el más interesante capítulo de su biografía: su labor de comisario de instrucción pública de los soviets.

Anatolio Lunatcharsky, en este capitulo- de su biografía, aparece como uno de los más altos animadores y conductores de la revolución rusa. Quien más profunda y definitivamente está revolucionando Rusia es Lunatcharsky. La coerción de las necesidades económicas puede modificar o debilitar, en el terreno de la economía o de la política, la aplicación de la doctrina comunista. Pero la supervivencia o la resurrección de algunas formas capitalistas no comprometerá, en ningún caso, mientras sus gestores conserven en Rusia el poder político, el porvenir de la revolución. La escuela, la universidad de Lunatcharsky están modelando, poco a poco, una humanidad nueva. En la escuela, en la universidad de Lunatcharsky se está incubando el porvenir.

José Carlos Mariátegui La Chira