El Artista y la Época

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El artista y la época [Recorte de prensa]

El artista y la época

I

El artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que ésta sociedad o esta civilización no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta, en verdad, muy dura en estos tiempos.

La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores.

La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de su pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita una o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna Modestamente se contenta de que le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también ésta lícita
ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad su temperamento su estilo si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.

De este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En oposición a su escualidez o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al burgués invariablemente gordo, sensual, porcino. En la grasa real o imaginaria de este ser, el artista hinca los rabiosos aguijones de su sátiras y sus ironías.

Entre los descontentos del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato no son los más activos y ostensibles; pero sí, íntimamente, Ios más acérrimos y enconados. El obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria, y a la felicidad. La injusticia que sufre le parece triple, cuádruple, múltiple. Su protesta es proporcionada a su vanidad generalmente de:,mesurada, a su orgullo casi siempre exorbitante.

II

Pero, en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones o en sus consecuencias, una protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos excéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostailgia del pasado. Descalifica a la burguesía para reinvindicar a la aristocracia. Reniega los mitos de la democracia para aceptar los mitos de la feudalidad. Piensa que el artista de la Edad Media, del Renacimiento, etc., encontraba en la clase dominante de entonces una clase más inteligente, más comprensiva, más generosa. Confronta el tipo del Papa, del cardenal o del príncipe con el tipo del "nuevo rico". De esta comparación, el "nuevo rico" sale, naturalmente, muy mal parado. El artista arriba, así, a la conclusión de que en los tiempos de la Aristocracia y de la Iglesia eran mejores que estos tiempos de la Democracia y la Burguesía.

III

¿Los artistas de la sociedad feudal eran, realmente. más libres y más felices que los artistas de la sociedad capitalista? Revisemos las razones de los fautores de esta tesis. Primera. La elite de la sociedad aristocrática tenía más educación artística y más aptitud estética que la élite de la sociedad burguesa. Su función, sus hábitos, sus gustos, la acercaban mucho más al arte. Los papas y los príncipes se complacían en rodearse de pintores, escultores y literatos. En su tertulia se escuchaban elegantes discuros sobre el arte y las letras. La creación artística constituía uno de los fundamentales fines humanos, en la teoría y en la práctica de la época. Ante un cuadro de Rafael un señor del un señor del Renacimiento no se comportaba como un burgués de nuestros días ante una estatua de Archipenko o un cuadro de Franz Marc. La elite aristocráti­ca se componía de finos gustadores y amadores del arte y las letras. La elite burguesa se compo­ne de banqueros, de industriares, de técnicos. La actividad práctica excluye de la vida de esta gente toda actividad estética.

Segunda. La crítica no era, en ese tiempo, como en el nuestro, una profesión o un oficio. La ejer­cía digna y eruditamente la propia clase domi­nante. El señor feudal que contrataba al Tiziano sabía muy bien, por sí mismo, lo que valía el Tiziano. Entre el arte y sus compradores o mece­nas no había intermediarios, no había corre­dores.

Tercera. No existía, sobre todo, la prensa. El plinto de la fama de un artista era, exclusivamente, grande o modesto, su propia obra. No se asentaba, como ahora, sobre un bloque de papel impreso. Las rotativas no fallaban sobre el mé­rito de un cuadro; de una estatua o de un poema.

IV

La prensa es particularmente acusada. La mayoría de los artistas se siente contrastada y oprimida por su poder. Un romántico, Teófilo Gauthier, escribía hace muchos años: "Los periódicos son especies de corredores que se interponen entre los artistas y el público. La lectura de los periódicos impide que haya verdaderos sabios y verdaderos artistas". Todos los neorománticos de nuestros días suscriben, sin reservas y sin atenuaciones, este juicio.

Sobre la suerte de los artistas contemporáneos pesa, excesivamente, la dictadura de la prensa. Los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un artista mediocre y pueden relegar al último a un artista altísimo. La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbitrariamente. Consagra tocios los éxitos mundanos. Inciensa tocias las reputaciones oficiales. Tiene siempre muy en cuenta el gusto de su alta clientela.

Pero la prensa no es sino uno de los instrumentos de la industria de la celebridad. La prensa no es responsable sino de ejecutar lo que los grandes intereses de esta industria decretan. Los "manageres" del arte y de la literatura tienen en sus manos todos los resortes de la celebridad. En una época en que la celebridad es una cuestión de "réclame", una cuestión de propaganda, no se puede pretender, además, que sea equitativa e imparcialmente concedida.

La publicidad, el reclame, en general, son en nuestro tiempo omnipotentes. La fortuna de un artista depende, por consiguiente, muchas veces, solo de un buen empresario. Los comerciantes en libros y los comerciantes en cuadros y estatuas deciden el destino de la mayoría de los artistas. Se lanza a un artista más o menos por los mismos medios que un producto o un negocio cualquiera. Y este sistema que, de un lado, otorga renombre y bienestar a un Beltrán Masses, de otro lado condena a la miseria y al suicidio a un Modigliani. El barrio de Montmartre y el barrio de Montparnasse conocen en París muchas de estas historias.

V

La civilización capitalista ha siclo definida como la Civilización de la Potencia. Es natural por tanto que no esté organizada espiritual y materialmente para la actividad estética sino para la actividad práctica. Lo hombres representativos de esta Civilización son sus Hugo Stinnes y sus Pierpont Morgan.

Mas estas cosas de la realidad presente no deben ser constatadas por el artista moderno con romántica nostalgia de la realidad pretérita. La posición justa, en este tema, es la de Oscar Wilde quien en su ensayo sobre "El alma humana bajo el socialismo" en la liberación del trabajo veía la liberación del arte. La imagen de una aristocracia próvida y magnífica con los artistas es un miraje, es una ilusión. No es cierto absolutamente que la sociedad aristocrática fuese una sociedad de dulces mecenas. Basta recordar la vida atormentada de tantas nobles figuras del arte de ese tiempo. No es cierto tampoco que el mérito de los grandes artistas fuese entonces reconocido y recompensado mucho mejor que ahora. También entonces prosperaron exorbitantemente artistas ramplones. (Ejemplo: el mediocrísimo Cavalier d'Arpino gozo de honores y favores que su tiempo rehusó o escatimó al genial Caravaggio). El arte depende hoy del dinero: pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo que la otra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El segundo manifiesto del Suprarrealismo (1) [Recorte de prensa]

El segundo manifiesto del Suprarrealismo (1)

André Breton hace, en el segundo manifiesto del suprarrealismo, el proceso de los escritores y artistas que habiendo participado en este movimiento, lo han renegado más o menos abiertamente. Bajo este aspecto, el manifiesto tiene algo de requisitoria y no ha tardado en provocar contra el autor y sus compañeros de equipo violentas reacciones. Pero en esta requisitoria hay lo menos posible de cuestión personal. El proceso a las apostasías y a las deserciones tiende, sobre todo, en esta pieza polémica, a insistir en la difícil y valerosa disciplina espiritual y artística a que conduce la experiencia suprarrealista. “Es remarcable -escribe Breton- que abandonados a ellos mismos, y a ellos solo, los hombres que nos han puesto un día en la necesidad de prescindir de su compañía han perdido pie enseguida y han debido enseguida recurrir a los expedientes más miserables para retornar en gracia cerca de los defensores del orden, grandes partidarios todos del nivelamiento por la cabeza. Es que la fidelidad sin desfallecimiento a los empeños del suprarrealismo supone un desinterés, un desprecio del riesgo, un rehusamiento a la conciliación, de los que pocos hombres se revelan a la larga capaces. Aunque no quedara ninguno de todos aquellos que primero han medido en él su “chance"’ de significación y su deseo de verdad, el suprarrealismo viviría”.

Los disidentes notorios y antiguos del movimiento apenas si son mencionados por Breton en este manifiesto que, en cambio, examina con rigor la conducta de los que se han apartado del suprarrealismo en los últimos tiempos. Breton extrema la agresión personal contra Pierre Naville, que tan marcadamente se señaló, al lado de Marcel Fourrier, en la liquidación de “Clarté” y en su sustitución por “La Lutte des Classes”. Naville es presentado como el hijo arribista de un banquero millonario, en desesperada búsqueda de notoriedad, a quien el demonio de la ambición ha guiado en su viaje de la dirección de la revista del suprarrealismo a “La Lutte des Classes”, “La Vérité” y la oposición trotskysta. Me parece que en Naville hay algo mucho más serio. Y no excluyo la posibilidad de que Breton se rectifique más tarde acerca de él -si Naville corresponde a mi propia esperanza-, con la misma nobleza con que, después de una larga querella, ha reconocido a Tristán Tzara la persistencia en el empeño atrevido y en el trabajo severo.

La misma honradez, el mismo escrúpulo se constaba en apreciaciones como las que nos introducen en este balance del suprarrealismo, precisando que “no ha tendido a nada tanto como a provocar, desde el punto de vista intelectual o moral, una crisis de consciencia de la especie más general y más grave y que solo la obtención o la no-obtención de este resultado puede decidir de su logro o de su fracaso histórico”. “Desde el punto de vista intelectual -dice Breton- se trataba, se trata todavía de probar por todos los medios y de hacer reconocer a todo precio el carácter facticio de las viejas antinomias destinadas hipócritamente a prevenir toda agitación insólita de parte del hombre, aunque sea dándole una idea indigente de sus medios, desafiándolo a escapar en una medida válida a la coacción universal’'. No se puede aprobar, justamente por las razones por las que se adhiere a esta definición, a este precisamiento del suprarrealismo como una experiencia, a las frases que siguen: “Todo mueve a creer que existe un punto del espíritu, desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente. Y bien, en vano se buscaría a la actividad suprarrealista otro móvil que la esperanza de determinación de este punto.”

El espíritu y el programa del suprarrealismo no se expresan en estas ni otras frases ambiciosas, de intención epatante y ultraísta. El mejor pasaje tal vez del manifiesto es aquel otro en que, con un sentido histórico del romanticismo mil veces más claro del que alcanzan en sus indagaciones a veces tan banales los eruditos de la cuestión romanticismo-clasicismo, André Breton afirma la filiación romántica de la revolución suprarrealista. “En la hora en que los poderes públicos, en Francia, se aprestan a celebrar grotescamente con fiestas el centenario del romanticismo, (nosotros decimos que ese romanticismo del cual queremos históricamente pasar hoy por la cola, -pero la cola a tal punto prénsil- por su esencia misma reside en 1930 en la negación de esos poderes y de esas fiestas. Que tener cien años de existencia es para él estar en la juventud y que lo que se ha llamado equivocadamente su época heroica no puede ser considerada sino como el vagido de un ser que comienza solamente a hacer conocer su deseo a través de nosotros y que, si se admite que lo que ha sido pensado antes de él -“clásicamente"- era el bien, quiere incontestablemente todo el mal.”

Pero las frases de gusto dadaísta no faltan en el manifiesto, que tiene en esos pasajes -“yo demando la ocultación profunda, verdadera del suprarrealismo”, “ninguna concesión al mundo”, etc.,- una entonación infantil que en el punto a que ha llegado históricamente este movimiento, como experiencia e indagación, no es ya posible excusarle.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Panait Istrati

Durante la temporada de invierno de 1923-24, en la Costa Azul, Panait Istrati ejercía en Niza el oficio de fotógrafo ambulante. Los pingües burgueses y las adobadas “poules” que le miraron entonces, desde el mórbido interior de sus limousines, en la promenade des Anglais, no sospechaban que en este rumano vagabundo y anónimo madurara a la sazón de un escritor famoso. No les hagamos ningún reproche por esto. Es difícil, sobretodo para un burgués o para una “poule” de Niza, presentir en un fotógrafo de un paseo público a un hombre en trance de seducir y poseer a la fama.
Meses después aparecía en la colección de “prosadores contemporáneos” -de F. Rieder y Cia. Editores-, el primer libro de Panait Istrati: “Kyra Kyralina”. Y este primer volumen de “Les recits d’Adrien Zograffi”, bastaba un poco de tiempo para revelar, a París primero, a Europa después, un gran artista. Y no se trataba esta vez de un arte venéreo, para estar más a la moda, homosexual. No se trataba esta vez incubado en el mundo penumbroso y ambiguo de Proust. Se trataba de un arte fuerte, nutrido de pasión, henchido de infinito, venido de oriente, que hundía sus recias y ávidas raíces en otros estratos humanos. La figura del autor tenía, además, para unos, un gran interés humanos, para otros sólo un gran interés novelesco. Panait Istrati había estado a punto de morir sin publicar jamás una línea. Su vida, su destino, no le habían dado nunca tiempo de averiguar si en él se agitaba inexpresado, latente, un literato. Panait Istrati se había contentado siempre con saber y sentir que en él se agitaba, ansioso de liberación, sediento de verdad, un hombre. Un día, hundido por la miseria, atormentado por su inquietud, había intentado degollarse. Con el cuerpo del suicida agonizante la policía encontró una carta a Romain Rolland. Esta carta estaba destinada a descubrir y a salvar, en el vagabundo rumano, un artista altísimo. Desesperado esfuerzo del deseo y del afán de creación que latía en el fondo del alma tormentosa del suicida, una vez cumplido no podía perderse. Tenía que hacer surgir en este hombre una nueva y vehemente voluntad de vivir. Panait Istrati quiso suicidarse. Pero el suicidio despertó en él fuerzas hasta entonces sofocadas. El suicidio fue su renacimiento. “Yo he sido pescado con caña en el océano social por el pescador de Villenueve”, escribe Panait Istrati, con un poco de humarismo trágico en el prefacio de “Kyra Kyralina”.
Romain Rolland nos cuenta así la novela de Istrati:
“En los primeros días de enero de 1921 me fue transmitida una carta del Hospital de Niza. Había sido encontrada sobre el cuerpo de un desesperado que acababa de cortarse la garganta. Se tenía poca esperanza de que sobreviviese a su herida. Yo leí, y fui impresionado por el tumulto del genio. Un viento ardiente sobre la llanura. Era la confesión de un nuevo Gorki de los países Balkánicos. Se acertó a salvarlo. Yo quise conocerlo. Una correspondencia se anudó. Nos hicimos amigos”.
“Se llama Istrati. Nació en Braila, en 1884, de un contrabandista griego a quien no conoció nunca, y de una campesina rumana, una admirable mujer, que le consagró su vida. Malgrado su afecto por ella, la dejó a los doce años, empujado por un demonio de vagabundaje o más bien por la necesidad devorante de conocer y de amar. Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras, de trabajos extenuantes, de andanzas y de penas, quemados por el sol, calado por la lluvia, sin albergue, acosado por las guardias de la noche, hambriento, enfermo, poseído por pasiones, presa de la miseria. Hace todos los oficios: Mozo de bar, pastelero, cerrajero, mecánico, jornalero, descargador, pintor de carteles, periodista, fotógrafo. Se mezcla durante un tiempo a los movimientos revolucionarios. Recorre Egipto, Siria, Jaffa, Beyrouth, Damasco y el Líbano, el Oriente, Grecia, Italia, frecuentemente sin un centavo, escondiéndose una vez en un barco, donde se le descubre en el camino y de donde se le arroja a la costa en la primera escala. Vive despojado de todo, pero almacena un mundo de recuerdos y engaña muchas veces su alma leyendo vorazmente, sobre todo a los maestros rusos y a los escritores del Occidente”......
En esta vida de aventuras y de dolor, Panait Istrati ha acumulado los materiales de su literatura. Su literatura que no tiene la fatiga ni la laxitud ni la elegancia de la literatura de moda. Si literatura contrasta con la estilizada y exquisita neurastenia de la literatura de las urbes de Occidente. Su arte es verdaderamente supra-realista. Pero su supra-realismo es de una calidad y de un espíritu diferente de los de la escuela que acapara en nuestra época la representación de esta tendencia. El supra-realismo de Istrati, como el del Grosz, está impreso en la caridad humana.
Romain Rolland dice que Istrati es un cuentista de Oriente, un cuentista nato. Esta observación define penetrantemente uno de los lados del arte de Istrati. Los dos libros que Istrati ha publicado hasta ahora: “Kyra Kyralina” y “Oncle Anghel” -pertenecen a una serie “Les recits d’Adrien Zograffi”. Lo mismo que el tercero –“Les Haidoues”- que la revista “Europe”, de París, nos ha hecho pregustar en un magnífico fragmento. En estos libros se eslabonan, maravillosamente, orientalmente, las narraciones. El autor narra. El personaje narra. Una narración contiene y engendra otra. A los personajes de Istrati no se les ve vivir su vida; se les oye contarla. Y así están más presentes. Así son más vivientes. Pero esto no es sino el procedimiento. La obra de Istrati tiene méritos más esenciales y sustantivos. Los tres cuentos de “Kyra Kyralina”componen una admirable, una vigorosa, una potente novela. Yo no conozco en la literatura novísima una obra tan noble, tan humana, tan fuerte como la de Istrati. Este hombre nos acerca a veces al misterio. Pero es entonces cuando nos acerca también más a la realidad. No hay sombras, no hay fantasmas, no hay duendes, no hay silencios ni mutis teatrales en sus novelas. Hay un soplo de fatalidad y de tragedia que nace en la vida misma. El hombre, en estas novelas, cumple su destino. Pero su destino no tiene una trayectoria inexorable ordenada por los dioses. El hombre es responsable, en parte, de su vida. El tío Anghel sabe que expía su pecado. Sin embargo, es más culpable, más poderosa es, siempre, la injusticia humana. Stavro, otro agonista del mundo de Istrati, luchó por salvarse. No encontró quién lo ayudara. Todos los hombres, todas las costumbres, todas las leyes, parecían complotar sorda é impecablemente para perderlo Istrati se rebela contra la justicia de los hombres. Y se revela también contra la justicia de Dios. Su prosa tiene a veces acentos bíblicos. Uno de sus críticos ha dicho que Istrati ha escrito de nuevo el libro de Job. El tío Anghel, en verdad, sufre estoicamente como el santo varón de la Biblia. Pero al contrario de Job, el tío Anghel es un rebelde. Y se pudre y se muere estoicamente, sin que Dios le devuelva, en la tierra, ni su ventura, ni su mujer, ni sus hijos, ni su hacienda.

José Carlos Mariátegui La Chira