El Artista y la Época

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El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El segundo manifiesto del Suprarrealismo (1) [Recorte de prensa]

El segundo manifiesto del Suprarrealismo (1)

André Breton hace, en el segundo manifiesto del suprarrealismo, el proceso de los escritores y artistas que habiendo participado en este movimiento, lo han renegado más o menos abiertamente. Bajo este aspecto, el manifiesto tiene algo de requisitoria y no ha tardado en provocar contra el autor y sus compañeros de equipo violentas reacciones. Pero en esta requisitoria hay lo menos posible de cuestión personal. El proceso a las apostasías y a las deserciones tiende, sobre todo, en esta pieza polémica, a insistir en la difícil y valerosa disciplina espiritual y artística a que conduce la experiencia suprarrealista. “Es remarcable -escribe Breton- que abandonados a ellos mismos, y a ellos solo, los hombres que nos han puesto un día en la necesidad de prescindir de su compañía han perdido pie enseguida y han debido enseguida recurrir a los expedientes más miserables para retornar en gracia cerca de los defensores del orden, grandes partidarios todos del nivelamiento por la cabeza. Es que la fidelidad sin desfallecimiento a los empeños del suprarrealismo supone un desinterés, un desprecio del riesgo, un rehusamiento a la conciliación, de los que pocos hombres se revelan a la larga capaces. Aunque no quedara ninguno de todos aquellos que primero han medido en él su “chance"’ de significación y su deseo de verdad, el suprarrealismo viviría”.

Los disidentes notorios y antiguos del movimiento apenas si son mencionados por Breton en este manifiesto que, en cambio, examina con rigor la conducta de los que se han apartado del suprarrealismo en los últimos tiempos. Breton extrema la agresión personal contra Pierre Naville, que tan marcadamente se señaló, al lado de Marcel Fourrier, en la liquidación de “Clarté” y en su sustitución por “La Lutte des Classes”. Naville es presentado como el hijo arribista de un banquero millonario, en desesperada búsqueda de notoriedad, a quien el demonio de la ambición ha guiado en su viaje de la dirección de la revista del suprarrealismo a “La Lutte des Classes”, “La Vérité” y la oposición trotskysta. Me parece que en Naville hay algo mucho más serio. Y no excluyo la posibilidad de que Breton se rectifique más tarde acerca de él -si Naville corresponde a mi propia esperanza-, con la misma nobleza con que, después de una larga querella, ha reconocido a Tristán Tzara la persistencia en el empeño atrevido y en el trabajo severo.

La misma honradez, el mismo escrúpulo se constaba en apreciaciones como las que nos introducen en este balance del suprarrealismo, precisando que “no ha tendido a nada tanto como a provocar, desde el punto de vista intelectual o moral, una crisis de consciencia de la especie más general y más grave y que solo la obtención o la no-obtención de este resultado puede decidir de su logro o de su fracaso histórico”. “Desde el punto de vista intelectual -dice Breton- se trataba, se trata todavía de probar por todos los medios y de hacer reconocer a todo precio el carácter facticio de las viejas antinomias destinadas hipócritamente a prevenir toda agitación insólita de parte del hombre, aunque sea dándole una idea indigente de sus medios, desafiándolo a escapar en una medida válida a la coacción universal’'. No se puede aprobar, justamente por las razones por las que se adhiere a esta definición, a este precisamiento del suprarrealismo como una experiencia, a las frases que siguen: “Todo mueve a creer que existe un punto del espíritu, desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente. Y bien, en vano se buscaría a la actividad suprarrealista otro móvil que la esperanza de determinación de este punto.”

El espíritu y el programa del suprarrealismo no se expresan en estas ni otras frases ambiciosas, de intención epatante y ultraísta. El mejor pasaje tal vez del manifiesto es aquel otro en que, con un sentido histórico del romanticismo mil veces más claro del que alcanzan en sus indagaciones a veces tan banales los eruditos de la cuestión romanticismo-clasicismo, André Breton afirma la filiación romántica de la revolución suprarrealista. “En la hora en que los poderes públicos, en Francia, se aprestan a celebrar grotescamente con fiestas el centenario del romanticismo, (nosotros decimos que ese romanticismo del cual queremos históricamente pasar hoy por la cola, -pero la cola a tal punto prénsil- por su esencia misma reside en 1930 en la negación de esos poderes y de esas fiestas. Que tener cien años de existencia es para él estar en la juventud y que lo que se ha llamado equivocadamente su época heroica no puede ser considerada sino como el vagido de un ser que comienza solamente a hacer conocer su deseo a través de nosotros y que, si se admite que lo que ha sido pensado antes de él -“clásicamente"- era el bien, quiere incontestablemente todo el mal.”

Pero las frases de gusto dadaísta no faltan en el manifiesto, que tiene en esos pasajes -“yo demando la ocultación profunda, verdadera del suprarrealismo”, “ninguna concesión al mundo”, etc.,- una entonación infantil que en el punto a que ha llegado históricamente este movimiento, como experiencia e indagación, no es ya posible excusarle.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El éxito mundano de Beltran Masses [Recorte de prensa]

El éxito mundano de Beltran Masses

I

Llegan hasta esta ciudad sudamericana even­tuales ecos del éxito mundano del pintor catalán Federico Beltrán Massés. El público de las revistas limeñas sabe, por esos ecos fragmenta­rios, que Beltrán Massés ha triunfado en París y en Nueva York. Que nuestro ilustre compatrio­ta Ventura García Calderón es uno de los heraldos de su gloria. Y que Camille Mauclair ha saludado con una enfática aclamación el adve­nimiento del nuevo genio. Poco le falta, por con­siguiente, al público de las revistas limeñas pa­ra clasificar mentalmente a Beltrán Massés en­tre los primeros pintores de España y del mundo y para atribuirle un puesto en la jerarquía de Velásquez y de Goya o, al menos, de Zuloaga.

Beltrán Massés resulta en todo caso —aunque no sea sino a través de algunos artículos y de algunos fotograbados— un pintor conocido de nuestro público. Y, además, un pintor de cuya calidad se ha hecho fiador Ventura García Cal­derón. No es inoportuno ni es inútil, por ende, enfocar, en esta revista, la personalidad de Beltrán Massés. Pues­to que hasta Lima arriba su fama, los que aquí conocemos la obra de Beltrán Massés podemos decir nuestra opinión sobre su mérito.

II

¿Dónde y cuándo he conocido la pintura de Beltrán Massés? En la Exposición Internacional de Venecia de 1920. Beltrán Massés estuvo exu­berantemente representado en esa Exposición. La "mostra individuale" de Beltrán Massés, en Ve­necia, fue, precisamente, el punto de partida de su éxito internacional. Presentó a un mundo cos­mopolita veintidós cuadros del pintor mediterráneo, que ocupaban enteramente la V Sala de la Exposición. Entre estos cuadros se contaban la "Maja maldita" y otras majas de decisiva influen­cia en la reputación de Beltrán Massés.

Visité varias veces la Exposición. Me detuve siempre algunos minutos en la sala de Beltrán Massés. No conseguí nunca que su arte me emo­cionara o me atrajera. Y cuando un crítico es­cribió que Beltrán Massés era un Guido da Ve­rona de la pintura, di toda mi adhesión espiri­tual a este juicio. Sentí concisa y nítidamente formulada mi propia impresión sobre el arte del pintor de estas majas invertebradas y literarias.

La Exposición reunía en Venecia a un egregio conjunto de obras de arte moderno. Cuadros de Paul Cezanne, Ferdinand Hodler, Vicent Van Gogh, Paul Signac, Henri Matisse, Albert Mar­quet, Antonio Mancini, etc. Esculturas de Ale­xandre Archipenko. En esta compañía un Bel­trán Massés no podía destacarse.

III

En verdad el caso Beltrán Massés y el caso Gui­do da Verona se parecen extraordinariamente. Son dos casos parejos, dos casos paralelos. Guido da Verona es el Beltrán Massés de la literatura. Como a Beltrán Massés, a Guido da Verona no es posible negarle algunas facultades de artista. (Giovanni Papini y Ferdinando Paolieri, literatos de severo gusto y de honrado dictamen, en su Antología de modernos poetas italianos, han acor­dado un pequeño puesto a Guido da Verona). Pero el arte de Guido da Verona es de una cali­dad equívoca, de un valor feble y de un rango menos que terciario. Lo mismo que el arte de Beltrán Massés. Ambos, el literato italiano y el pintor español, representan la libídine perversa de la post-guerra. El deliquio sensual de una bur­guesía de nuevos ricos. La lujuria lánguida y morbosa de una época de decadencia.

Todo el éxito de Beltrán Massés proviene de que Beltran Massés ha hecho en la pintura las Mismas cosas que Guido da Verona en la lite­ratura.

IV

No se piense siquiera que en Beltrán Massés se condensa o se expresa toda una época de de­cadencia. No. El arte de Beltrán Massés es sólo un episodio de la decadencia. Es una anécdota trivial de la decadencia de la decadencia. La pin­tura contemporánea se anarquiza en una serie de estilos bizarros y de escuelas precarias. Más, cada uno de estos estilos, cada una de estas escuelas constituye una búsqueda noble, una "recherche" inteligente. Los pintores de vanguardia, extraña­mente poseídos por el afán de descubrir una ver­dad nueva, recorren austeramente penosos y mi­serables caminos. Eliminan de su arte todos los elementos sospechosos de afinidad con el gusto banal de una burguesía pingüe y rastacuera. En cambio, Beltrán Massés conforma sus cuadros y su estética a este gusto mediocre. Esta es la ra­zón de su éxito. Éxito que ya he llamado éxito mundano. Y que no es nada más que eso. Éxito de salón. Éxito de boulevard.

V

Las "majas" de Beltrán Massés son unas lángui­das y delicuescentes flores del mal. No se des­cubre nada hondo, nada trágico, nada humano en estas majas con carne y ánima de "cocottes". Nada hay de común entre las majas de Beltrán y las de Goya. Estas blandas horizontales no son ni pueden ser las protagonistas de ningún drama español. Heroínas de "music-hall", aguardan pasivamente la posesión de un "nuevo rico".

La España de Beltrán Massés es una España enervada, emasculada, somnolienta, en perenne deliquio.

VI

Los personajes de Beltrán Massés viven en la sombra. Tienen probablemente la sensibilidad refinada y enfermiza de las pequeñas almas de Paul Geraldy. Parece que, a media voz, musitan, displicentemente, las mismas cosas:

«Blaisse un peu l'abat jour, veuxtu? Nos serons mieux.
C'est dans l'ombre que les coeurs causent,
et l´on voit beaucoup mieux les yeux
quand on volt un peu moins les choses».

Laxitud mórbida de nervios que no se sienten bien sino en la sombra. La sombra es el contorno natural de las mujeres de Beltrán Massés. En la sombra brillan mejor los ojos, las gemas y los colores excitantes. En la sombra se delinean, con más contagiosa lujuria, los pechos, los vientres, los pubis, las ancas, los muslos. Beltrán Massés administra y dosifica diestramente sus sombras y sus colores. Y así como no ama la plena luz tampoco ama el desnudo pleno. El desnudo es púdicamente casto o salvajemente voluptuoso. La pintura de Beltrán Massés, por consiguiente, no puede crearlo. El semidesnudo, en tanto, encuentra en esta pintura un clima propicio, un ambiente adecuado. Clima de tibia voluptuosidad. Ambiente de lujuria fatigada, cerebral, estéril.

Ventura García Calderón recuerda, a propósito del arte de Beltrán Massés, una frase de Fromentin sobre el arte de Rembrandt: "Con la noche hizo el día". Beltrán Massés adquiere, en la prosa de Ventura García Calderón, el prestigio un poco esotérico de un pintor de la noche. Pero la tentativa de evocar a Rembrandt, ante los cuadros de Beltrán Massés, me parece totalmente vana. La noche de los personajes de Beltrán Massés es una noche lánguida, mediocre, neurasténica. El arte de Beltrán Massés se refugia en la noche porque es demasiado débil y anémico para resistir la luz fecunda y fuerte del día. Sólo en la sombra pueden brillar las luces extrañas de su pirotecnia. El claroscuro ambiguo de la Maja maldita, de Beltrán Massés, no es jamás el claroscuro enérgico de "La Ronda de Noche", de "Lección de Anatomía", de los retratos de Saskia y de los otros potentes cuadros de Rem­brandt.

La pintura venérea, la pintura pornográfica de Beltrán Massés, exhala el efluvio mórbido de una época de decadencia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La torre de marfil [Recorte de prensa]

La torre de marfil

En una tierra de gente melancólica, negativa y pasadista, es posible que la Torre de Marfil tenga todavía algunos amadores. Es posible que a algunos artistas e intelectuales les parezca aún un retiro elegante. El virreinato nos ha dejado varios gustos solariegos. Las actitudes distinguidas, aristocráticas, individualistas, siempre han encontrado aquí una imitación entusiasta. No es ocioso, por ende, constatar que de la pobre Torre de Marfil no queda ya, en el mundo moderno, sino una ruina exigua y pálida. Estaba hecha de un material demasiado frágil, precioso y quebradizo. Vetusta, deshabitada, pasada de moda, albergó hasta la guerra a algunos linfáticos artistas. Pero la marejada bélica la trajo a tierra. La Torres de Marfil cayó sin estruendo y sin drama. Y hoy, malgrado la crisis de alojamiento, nadie se propone reconstruirla.

La Torre de Marfil fue uno de los productos de la literatura decadente. Perteneció a una época en que se propagó entre los artistas un humo misantrópico. Endeble y amanerado edificio del decadentismo, la Torre de Marfil languideció con la literatura alojada dentro de sus muros anémicos. Tiempos quietos, normales, burocráticos pudieron tolerarla. Pero no estos tiempos tempestuosos, iconoclastas, heréticos, tumultuosos. Estos tiempos apenas si respetan la torre inclinada de Pisa, que sirvió para que Galileo, a causa tal vez del mareo y el vértigo, sintiese que la Tierra daba vueltas.

El orden espiritual, el motivo histórico de la Torres de Marfil aparecen muy lejanos de nosotros y resultan muy extraños a nuestro tiempo. El "torremarfilismo" formó parte de esa reacción romántica de muchos artistas del siglo pasado contra la democracia capitalista y burguesa. Los artistas se veían tratados desdeñosamente por el Capital y la Burguesía. Se apoderaba, por ende, de sus espíritus una imprecisa nostalgia de los tiempos pretéritos. Recordaban que bajo la aristocracia y la iglesia, su suerte había sido mejor. El materialismo de una civilización que cotizaba una obra de arte como una mercadería los irritaba. Les parecía horrible que la obra de arte necesitase reclame, empresarios, etc., ni más ni menos que una manufactura, para conseguir precio, comprador y mercado. A este estado de ánimo corresponde una literatura saturada de rencor y de desprecio contra la burguesía. Los burgueses eran atacados no como ahora, desde puntos de vista revolucionarios sino desde puntos de vista reaccionarios.

El símbolo natural de esta literatura, con náusea del vulgo y nostalgia de la feudalidad, tenía que ser una torre. La torre es genuinamente medioeval, gótica, aristocrática. Los griegos no necesitaron torres en su arquitectura ni en sus ciudades. El pueblo griego fue el pueblo del "demos", del agora, del foro. En los romanos hubo la afición a lo colosal, a los grandioso, a los gigantesco. Pero los romanos concibieron la mole; no la torre. Y la mole se diferencia sustancialmente de la torre. La torre es una cosa solitaria y aristocrática; la mole es una cosa multitudinaria. El espíritu y la vida de la Edad Media, en cambio, no podían prescindir de la torre y, por esto, bajo el dominio de la iglesia y de la aristocracia, Europa se pobló de torres. El hombre medieval vivía acorazado. Las ciudades vivían amuralladas y almenadas. En la Edad Media, todos sentían una aguda sed de clausura de aislamiento y de incomunicación. Sobre una muchedumbre férrea y pétrea de murallas y corazas no cabía sino la autoridad de la torre. Sólo Florencia poseía más de cien torre. Torres de la feudalidad y torres de la Iglesia.

La decadencia de la torre empezó con el Renacimiento. Europa volvió entonces a la arquitectura y al gusto clásico. Pero la torre durante mucho tiempo defendió obstinadamente su señorío. Los estilos arquitectónicos posteriores al Renacimiento readmitieron la torre. Sus torres eran enanas, truncas, como muñones; pero eran siempre torres. Además, mientras la arquitectura católica se engalanó de motivos y decoraciones paganas, la arquitectura de la Reforma conservó el gusto nórdico y austero de lo gótico. Las torres emigraron al norte, donde mal se aclimataba aún eI estilo renacentista. La crisis definitiva de la torre llegó con el liberalismo, el capitalismo y el maquinismo. En una palabra, con la civilización capitalista.

Las torres de esta civilización son utilitarias e industriales. Lo rascacielos de New York no son torres sino moles. No albergan solitaria y solariegamente a un campanero o a un hidalgo. Son la colmena de una muchedumbre trabajadora. El rascacielo, sobre todo, es democrático, en tanto que la torre es aristocrática.

La torre de cristal fue una protesta al mismo tiempo romántica y reaccionaria. A la plaza, a la usina, a la Bolsa de la democracia los artistas de temperamento reaccionario decidieron oponer sus torres misantrópicas y exquisitas. Pero la clausura produjo un arte muy pobre. El arte, como el hombre y la planta, necesita de aire libre. "La vida viene de la tierra" como decía Wilson. La vida es circulación, es movimiento, es marea. Lo que dice Mussolini de la política se puede decir de la vida. (Mussolini es detestable como condottiere de la Reacción, pero estimable como hombre de ingenio). La vida "no es monólogo". Es un diálogo, es un coloquio.

La torre de marfil no puede ser confundida, no puede ser identificada con la soledad. La soledad es grande, ascética, religiosa; la torre de marfil es pequeña, femenina, enfermiza. Y la soledad misma puede ser un episodio, una estación de la vida; pero no la vida toda. Los actos solitarios son fatalmente estériles. Artistas tan aristocráticos e individualistas como Óscar Wilde han condenado la soledad. "El hombre —ha escrito Oscar Wilde— es sociable por naturaleza. La Tebaida misma termina por poblarse y aunque el cenobita realice su personalidad, la que realiza es frecuentemente una personalidad empobrecida". Baudelaire quería, para componer castamente sus églogas. ''coucher aupres du ciel comme les astrologues". Mas toda la obra de Baudelaire está llena del dolor de los pobres y de los miserables. Late en sus versos una gran emoción humana. Y a estos resultados no puede arribar ningún artista clausurado y benedictino. El "torremarfilismo" no ha sido, por consiguiente, sino un episodio precario, decadente y morboso de la literatura y del arte. La protesta contra la civilización capitalista es en nuestro tiempo revolucionaria y no reaccionaria. Los artistas y los intelectuales descienden de la torre orgullosa e impotente a la llanura innumerable y fecunda. Comprenden que la torre de marfil era una laguna tediosa, monótona enferma, orlada de un flora palúdica y malsana.

Ningún gran artista ha sido nunca extraño a las emociones de su época. Dante, Shakespeare, Goethe, Dowstoiesky, Tolstoi y todos los artistas de análoga jerarquía ignoran la torre de marfil. No se conformaron jamás con recitar un lánguido soliloquio. Quisieron y supieron ser grandes protagonistas de la historia. Algunos intelectuales y artistas carecen de aptitud para marchar con la muchedumbre. Pugnan por conservar una actitud distinguida y personal ante la vida. Romain Rolland, por ejemplo, gusta de sentirse un poco "au dessus de la melée". Mas Romain Rolland no es un agnóstico ni un solitario. Comparte y comprende las utopías y los sueños sociales, aunque repudie, contagiado del misticismo de la no-violencia, los únicos medios prácticos de realizarlos. Vive en medio del fragor de la crisis contemporánea. Es uno de los creadores del teatro del pueblo, uno de los estetas del teatro de la revolución. Y si algo falta a su personalidad y a su obra es, precisamente, el impulso necesario para arrojarse plenamente en el combate.

La literatura de moda en Europa —literatura cosmopolita, urbana, escéptica, humorista— carece absolutamente de solidaridad con la pobre y difunta torre de marfil, y de afición a la clausura. Es, como ya he dicho, la espuma de una civilización ultrasensible y quinta esencia. Es un producto genuino de la gran urbe.

El drama humano tiene hoy, como en las tragedias griegas, un coro multitudinario. En una obra de Pirandello uno de los personajes es la calle. La calle con sus rumores y sus gritos está presente en los tres actos del drama pirandelliano. La calle, ese personaje anónimo y tentacular que la torre de marfil y sus macilentos hierofantes ignoran y desdeñan. La calle o sea el vulgo o sea la muchedumbre. La calle cauce proceloso de la vida, del dolor, del placer, del bien y del mal.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El artista y la época [Recorte de prensa]

El artista y la época

I

El artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que ésta sociedad o esta civilización no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta, en verdad, muy dura en estos tiempos.

La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores.

La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de su pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita una o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna Modestamente se contenta de que le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también ésta lícita
ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad su temperamento su estilo si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.

De este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En oposición a su escualidez o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al burgués invariablemente gordo, sensual, porcino. En la grasa real o imaginaria de este ser, el artista hinca los rabiosos aguijones de su sátiras y sus ironías.

Entre los descontentos del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato no son los más activos y ostensibles; pero sí, íntimamente, Ios más acérrimos y enconados. El obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria, y a la felicidad. La injusticia que sufre le parece triple, cuádruple, múltiple. Su protesta es proporcionada a su vanidad generalmente de:,mesurada, a su orgullo casi siempre exorbitante.

II

Pero, en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones o en sus consecuencias, una protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos excéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostailgia del pasado. Descalifica a la burguesía para reinvindicar a la aristocracia. Reniega los mitos de la democracia para aceptar los mitos de la feudalidad. Piensa que el artista de la Edad Media, del Renacimiento, etc., encontraba en la clase dominante de entonces una clase más inteligente, más comprensiva, más generosa. Confronta el tipo del Papa, del cardenal o del príncipe con el tipo del "nuevo rico". De esta comparación, el "nuevo rico" sale, naturalmente, muy mal parado. El artista arriba, así, a la conclusión de que en los tiempos de la Aristocracia y de la Iglesia eran mejores que estos tiempos de la Democracia y la Burguesía.

III

¿Los artistas de la sociedad feudal eran, realmente. más libres y más felices que los artistas de la sociedad capitalista? Revisemos las razones de los fautores de esta tesis. Primera. La elite de la sociedad aristocrática tenía más educación artística y más aptitud estética que la élite de la sociedad burguesa. Su función, sus hábitos, sus gustos, la acercaban mucho más al arte. Los papas y los príncipes se complacían en rodearse de pintores, escultores y literatos. En su tertulia se escuchaban elegantes discuros sobre el arte y las letras. La creación artística constituía uno de los fundamentales fines humanos, en la teoría y en la práctica de la época. Ante un cuadro de Rafael un señor del un señor del Renacimiento no se comportaba como un burgués de nuestros días ante una estatua de Archipenko o un cuadro de Franz Marc. La elite aristocráti­ca se componía de finos gustadores y amadores del arte y las letras. La elite burguesa se compo­ne de banqueros, de industriares, de técnicos. La actividad práctica excluye de la vida de esta gente toda actividad estética.

Segunda. La crítica no era, en ese tiempo, como en el nuestro, una profesión o un oficio. La ejer­cía digna y eruditamente la propia clase domi­nante. El señor feudal que contrataba al Tiziano sabía muy bien, por sí mismo, lo que valía el Tiziano. Entre el arte y sus compradores o mece­nas no había intermediarios, no había corre­dores.

Tercera. No existía, sobre todo, la prensa. El plinto de la fama de un artista era, exclusivamente, grande o modesto, su propia obra. No se asentaba, como ahora, sobre un bloque de papel impreso. Las rotativas no fallaban sobre el mé­rito de un cuadro; de una estatua o de un poema.

IV

La prensa es particularmente acusada. La mayoría de los artistas se siente contrastada y oprimida por su poder. Un romántico, Teófilo Gauthier, escribía hace muchos años: "Los periódicos son especies de corredores que se interponen entre los artistas y el público. La lectura de los periódicos impide que haya verdaderos sabios y verdaderos artistas". Todos los neorománticos de nuestros días suscriben, sin reservas y sin atenuaciones, este juicio.

Sobre la suerte de los artistas contemporáneos pesa, excesivamente, la dictadura de la prensa. Los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un artista mediocre y pueden relegar al último a un artista altísimo. La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbitrariamente. Consagra tocios los éxitos mundanos. Inciensa tocias las reputaciones oficiales. Tiene siempre muy en cuenta el gusto de su alta clientela.

Pero la prensa no es sino uno de los instrumentos de la industria de la celebridad. La prensa no es responsable sino de ejecutar lo que los grandes intereses de esta industria decretan. Los "manageres" del arte y de la literatura tienen en sus manos todos los resortes de la celebridad. En una época en que la celebridad es una cuestión de "réclame", una cuestión de propaganda, no se puede pretender, además, que sea equitativa e imparcialmente concedida.

La publicidad, el reclame, en general, son en nuestro tiempo omnipotentes. La fortuna de un artista depende, por consiguiente, muchas veces, solo de un buen empresario. Los comerciantes en libros y los comerciantes en cuadros y estatuas deciden el destino de la mayoría de los artistas. Se lanza a un artista más o menos por los mismos medios que un producto o un negocio cualquiera. Y este sistema que, de un lado, otorga renombre y bienestar a un Beltrán Masses, de otro lado condena a la miseria y al suicidio a un Modigliani. El barrio de Montmartre y el barrio de Montparnasse conocen en París muchas de estas historias.

V

La civilización capitalista ha siclo definida como la Civilización de la Potencia. Es natural por tanto que no esté organizada espiritual y materialmente para la actividad estética sino para la actividad práctica. Lo hombres representativos de esta Civilización son sus Hugo Stinnes y sus Pierpont Morgan.

Mas estas cosas de la realidad presente no deben ser constatadas por el artista moderno con romántica nostalgia de la realidad pretérita. La posición justa, en este tema, es la de Oscar Wilde quien en su ensayo sobre "El alma humana bajo el socialismo" en la liberación del trabajo veía la liberación del arte. La imagen de una aristocracia próvida y magnífica con los artistas es un miraje, es una ilusión. No es cierto absolutamente que la sociedad aristocrática fuese una sociedad de dulces mecenas. Basta recordar la vida atormentada de tantas nobles figuras del arte de ese tiempo. No es cierto tampoco que el mérito de los grandes artistas fuese entonces reconocido y recompensado mucho mejor que ahora. También entonces prosperaron exorbitantemente artistas ramplones. (Ejemplo: el mediocrísimo Cavalier d'Arpino gozo de honores y favores que su tiempo rehusó o escatimó al genial Caravaggio). El arte depende hoy del dinero: pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo que la otra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El libro y las aventuras de Fernando Ossendowski [Recorte de prensa]

El libro y las aventuras de Fernando Ossendowski

La crónica literaria del año último contiiene una estruendosa anécdota editorial: el proceso del libro "Bestias, Hombres y Dioses" del profesor polaco Fernando Ossendowski. Una revisión sumaria de las piezas de este proceso puede interesar a nuestro público. El libro de Ossendowski, lanzado en el mercado español con el mismo estrépito que en los demás mercados, es ya un libro asaz conocido entre nosotros. Al menos, entre las personas enteradas de las novedades literarias. "El Sol" de Madrid, publicándolo como folletón, ha concurrido a darle una extensa difusión hispanoamericana.

"Bestias, Hombres y Dioses" apareció, en el curso del año, traducido a las principales lenguas, europeas en las vitrinas de todas las grandes librerías de Europa occidental. El título bastaba para atraer la atención de la gente que busca, en la literatura contemporánea, manjares nuevos y extraños. ¿"Bestias, Hombres y Dioses"? No podía llamarse así un libro común. El "menú" de las casas editoriales ofrecía inequívocamente, en este caso, un plato insólito. La faja que ceñía el volumen anunciaba una ''odisea verídica más interesante mil veces que los viajes de Marco Polo". El público no podía dudar de que se encontraba ante una "gran atracción" del año literario.

Todos los detalles de la presentación eran de factura norteamericana cosa muy natural. El "suceso" del libro había sido cuidadosamente preparado en los Estados Unidos. Mr. Lewis Staton Palen, su editor y traductor al inglés, organizaba y dirigía la "réclame", aplicando a esta empresa todos les procedimientos de la técnica yanqui.

"Bestias, Hombres y Dioses" pasaba por un producto más o menos polaco o, mejor aún, eslavo; pero en realidad, editorialmente, se trataba de una mercadería norteamericana. La marca de fábrica registrada decía: Copyright by Lewis S. Palen.

Pero estas circunstancias, un tanto disimuladas, no impresionaban el apetito del público, ávido de saciarse del "plato del día", sin muchos escrúpulos respecto a su cocina. El tema del libro tenía todas las seducciones posibles de tiempo y de lugar. Se trataba de las bizarras y terribles aventuras vividas por un sabio polaco en el caótico y abstruso Oriente, invadido y estremecido por el bolchevismo. En el mundo del espeluznante relato se reunían, y se combinaban, los elementos más adecuados para excitar y cautivar el gusto del público moderno: eslavismo, orientalismo, budismo, ocultismo, misticismo, bolchevismo. Y todos estos ingredientes, sagazmente dosificados, no eran esta vez servidos en una novela de verosimilitud sospechosa, sino en un diario de viaje, con tono de documento científico e histórico. "Esta serie de aventuras terribles y apasionantes —escribe Mr. Lewis S. Palen, en la introducción del libro— parece a ratos demasiado audaz en sus colores para ser real, o siquiera posible, en nuestra época. Yo debo, por consiguiente, advertir al lector, desde un principio, que Fernando Ossendowski es un sabio y un escritor cuya experiencia y hábitos de observación minuciosa son una garantía de exactitud y de verdad". "Bestias. Hombres y Dioses" estaba escrito, además, en el estilo, aunque sin la precisión, de un diario de viaje. Y, para que no le faltase ningún atributo de seriedad, los editores habían cuidado de anexarle una carta geográfica de la Siberia, la Mongolia, el Tibet y la Manchuria, con el itinerario de la odisea de Ossendowski marcado en rojo.

El libro habría conservado por mucho tiempo este prestigio, si los hombres de ciencia europeos, poco satisfechos de la garantía norteamericana, no hubiesen denunciado la calidad de la manufactura. Ossendowski fue acusado de mistificación y de impostura por las críticas, casi simultáneas, de tres profesores de diversas nacionalidades y diferentes ciencias. El doctor George Montandon escribió una refutación geográfica del relató de Ossendowski, remarcando y analizando, con incontestable competencia la inverosimilitud de varias jornadas del fabuloso viaje del profesor polaco, fugitivo de la Siberia bolchevizada. Las distancias indicadas por Ossendowski eran, en no pocos casos, escandalosamente erróneas; y el tiempo en que Ossendowski pretendía haberlas recorrido 165 a 185 kilómetros diarios a caballo y por ásperas rutas aparecía completamente inaceptable. Sven Hedin de Stockolmo autor del libro "De Pekín a Moscú", descubrió en "Bestias, Hombres y Dioses" errores históricos y geográficos de gruesas proporciones. Y el profesor Wendling, de Ludwigsburg, contestó toda la cronología del libro en una requisitoria formulada con minuciosidad implacable y tudesca. Los traductores y editores de Ossendowski ensayaron débilmente algunas maniobras de defensa. Mas Ossendowski, acosado por sus críticos, que lo trataban de impostor, charlatán y alucinado, tuvo que retroceder ante el ataque. "Mi libro —confesó en una carta del 22 de noviembre al Journal Litteraire"— es una novela que yo no me habría permitido jamás presentar a una sociedad científica. Bien podía yo haber escrito este libro sin antes haber visitado nunca ni la Mongolia ni el Tibet».

El episodio más interesante de este proceso se desarrolló en la redacción de la revista "Nouvelles Litteraires", de París. Ossendowski y su acusador el doctor Montandon comparecieron, en la redacción de esa revista, ante una improvisada corte de asises. El doctor Montandon, en el rol de Fiscal, pronunció una rigurosa y documentada requisitoria. Pierre Benoit y Henri Massis hicieron de abogados del acusado. Y Ossendowski se atrincheró en el argumento de que su libro no constituía un relato científico, insistiendo, naturalmente, como no podía dejar de hacerlo, en la realidad de sus aventuras y andanzas. El acta de la reunión, redactada con sagacidad y eclecticismo muy franceses, establece que "la obra de Ossendowski, como él mismo lo ha declarado a las sociedades geográficas de París y de Londres, así como a otras sociedades, no es de orden científico, sino una obra compuesta de elementos relativos a impresiones personalmente vividas o a relatos recogidos por el escritor". Agrega el acta que "contrariamente a las deducciones sacadas por M. Montandon de la cronología del libro, M. Ossendowski mantiene que ha estado en el Tibet (parte Norte), lo que M. Montandon continúa contestando».

El verdadero carácter de "Bestias, Hombres y Dioses", quedó así fijado. El señor Fernando Ossendowski, profesor de ciencias exactas, ingeniero de minas, técnico en cuestiones industriales, no ha escrito, como sus editores y traductores trataban de hacer creer al público, un relato científico e histórico de su vida en Mongolia y el Tibet, sino, como al interés de los mismos comerciantes y del propio escritor polaco convenía, un relato novelesco e imaginativo. En este género, el profesor polaco ha debutado con un sonoro éxito editorial y con algún éxito literario. Las escenas de la Mongolia del libro de Ossendowski son interesantes. Mucho más interesantes que las escenas del terror bolchevique en Siberia y Mongolia, escritas con una intención demasiado evidente y vulgar de detractar a los bolcheviques. El profesor Ossendowski ha tratado, a este respecto, un argumento explotado con más imaginación por muchos escritores de la prensa sensacional y folletinesca. Y, en cuanto al viaje al Tibet, literariamente resulta también inexistente. No hay en el libro ninguna escena viviente, ninguna emoción vigorosa de este viaje de cerca de tres meses por ese país abrupto, misterioso e inasequible. Ossendowski pasa como sobre ascuas en esta parte de su aventura. Lo que me mueve a creer, no obstante todo lo que su viaje tiene de imaginario, que la imaginación literaria de Ossendowski es bastante modesta y limitada en sus creaciones. Las mejores impresiones del libro son, sin duda, las más verdaderas. La figura del barón Ungern von Sternberg es la única que vive patentemente en algunas escenas de "Bestias. Hombres y Dioses".

¿Por qué? Probablemente por haber sido la más verídicamente comprendida y reflejada. Los hechos mediocres, los hechos inventados, carecen de vida. La realidad se ha vengado de Ossendowski en la ficción.

Ossendowski, sin embargo, alentado por el éxito de "Bestias; Hombres y Dioses", se propone escribir otras novelas. El número de marzo de "Europe" trae una entrevista de un escritor de esa revista, en la que el profesor polaco declara: "En Polonia los editores se han preguntado si no podría suministrarles libros de viaje y de aventura. Tengo la intención de escribir relatos sobre Marruecos, después sobre el Africa Central, después sobre la América del Sur y las islas de Oceanía".

El escritor de "Europe" responde a Ossendowski, reconociéndole el derecho incuestionable de adoptar este género literario; pero negándole el derecho a que una casa editorial lo clasifique entre los exploradores, y levante cartas de sus viajes imaginarios.

Los propósitos de Ossendowski no tienen interés para la literatura. Tienen, en cambio, algún interés para los sudamericanos. Ossendowski amenaza a la América del Sur con una aventurera excursión de su fantasía. Y, sobre todo, con un libro lanzado en gran estilo por la firma Lewis S. Palen. O sea con un libro Made in U.S.A.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira