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Divagaciones sobre el tema de la latinidad [Recorte de prensa]

Divagaciones sobre el tema de la latinidad

I

José Vasconcelos, en un artículo de su revista "La Antorcha", nos propone que reneguemos del latinismo. Mi pensamiento sobre este tópico coincide casi completamente con el del maestro mexicano. Más de uno de mis artículos bosqueja mi oposición a la tesis de la latinidad de nuestra América. Vasconcelos no enfoca esta tesis. Prefiere, en su escritorio, repudiar netamente todo el espíritu de la civilización y del mundo latinos. Pero quizá habría servido mejor su idea si hubiese empezado por desnudar la ficción de nuestra latinidad. Lo primero que conviene esclarecer y precisar es que no somos latinos no tenemos ningún efectivo parentesco histórico con Roma. Los "supuestos países latinos" de América, como los llama Vasconcelos, necesitan saberse diferentes del mundo latino, extraños al mundo latino, para quererlo y estimarlo un poco menos.

Nos suponemos latinos porque hablamos un idioma latino. España nos inyectó sangre ibera, árabe y hasta goda; pero no sangre latina. Y las corrientes europeas que hemos recibido durante el último siglo tampoco nos la han traído. Existe algún porcentaje de latinidad en Argentina y el Uruguay; mas ese magro porcentaje no nos autoriza a declarar latina a toda nuestra América. Y, sobre todo, ni en la psicología ni en la mentalidad del hombre hispano-americano se descubren los rasgos de la mentalidad y la psicología del hombre Latium.

He sentido, en tierra latina, toda la fragilidad de la mentira que nos anexa espiritualmente a Roma. El cielo azul del Latium, los dulces racimos de los Castillos Romanos, la miel de las abejas de oro de Frascati, la poesía sensual del paisaje de la égloga, embriagaron dionisiacamente mis sentidos; pero mi espíritu se reconoció distante de la euforia y de la claridad de la gens latina. Italia, la maravillosa Italia, me italianizaba un poco; pero no me latinizaba, no me romanizaba. Y un día en que, entre las ruinas, de las termas, de Paolo Emilio, los representantes de todas las sedicentes naciones latinas celebraban en un banquete el Natale de Roma comprendí cuan extranjeros éramos en esa fiesta los hispano americanos. Percibí nítida y precisamente la artificiosidad del arbitrario y endeble mito de nuestro parentesco con Roma. Roma conmemoraba en esa fecha su fundación, su navidad, su nacimiento. Y en el banquete de las termas de Paolo Emilio los representantes de doce o quince pueblos hispanoamericanos declarábamos nuestra esa fecha. Estos pueblos aparecían, en ese cuadro vivo, como descendientes del viejo tronco romano. Remo Rómulo, la loba nodriza, las águilas imperiales y los gansos del Capitolio resultaban formalmente incorporados en nuestra historia. Hispano-América adoptaba la Navidad de Roma como el prólogo de la historia hispano-americana. Roma nos consentía sentirnos y decirnos heredereros de una parte de su gloria. La prosa de Marco Tulio Cicerón, la poesía de Horacio y el genio político y militar de César quedaban insertados en nuestra genealogía. Mi alma, mi consciencia, subitamente iluminadas, se rebelaron desde entonces contra la ficción de nuestra latinidad.

En Hispano-América se combinan varias sangres, varias razas. El elemento latino es, acaso, el más exiguo. La literatura francesa es insuficiente para latinizamos. El "claro genio latino" no está en nosotros. Roma no ha sido, no es, no será nuestra. Y la gente de este flanco de la América Española no sólo no es latina. Es, más bien, un poco oriental, un poco asiática.

II

Espiritual, ideológicamente, los espíritus de vanguardia no pueden, por otra parte, simpatizar con el viejo mundo latino. A las vehementes razones de Vasconcelos se debe agregar otras más actuales.

El fenómeno reaccionario se alimenta de tradición latina. La Reacción busca las armas espirituales e ideológicas en el arsenal de la civilización romana.

El fascismo pretende restaurar el Imperio. Mussolini y sus camisas negras han resucitado en Italia el hacha del lictor, los decuriones, los centuriones, los cónsules, etc. El léxico fascista está totalmente impregnado de nostalgia imperial. El símbolo del fascismo es el "fasciolitorio". Los fascistas saludan romanamente a su César.

Las divagaciones de los teóricos del fascismo, cuando atribuyen a esta facción una mentalidad medioeval y católica, podrían extraviarnos o desorientarnos un poco si, al manifestarnos su odio a la Reforma, el Renacimiento y el liberalismo, no nos condujesen, después de un capcioso rodeo, a la constatación de que el ánima anticristiana del fascismo se siente filocatólica porque encuentra en la Iglesia Católica rasgos evidentes y profundos de romanismo. El Renacimiento es responsable, ante los teóricos fascistas, de haber engendrado la idea liberal, calificada por ellos de idea disolvente. La idea liberal ha destruido el antiguo poder de la jerarquía y de la autoridad, consideradas por los teóricos fascistas como bases perennes del orden social. Y el fascismo se propone la reconstrucción de la jerarquía y la autoridad. Por esto, halla en Roma, en la civilización latina, sus raíces espirituales.

El fascismo, en cuya mentalidad flotaba al principio el anticlericalismo de los manifiestos futuristas, se ha aproximado luego a la Iglesia Católica, no por lo que tiene de cristiana sino de romana. La Iglesia Católica no solo es para el fascismo, una ciudad la del principio de jerarquía y del principio de autoridad. Es, además, una organización conquistadora e imperialista que mantiene y difunde en el mundo, a través de su doctrina, el poder de Roma. Mussolini la ha saludado hace tres años, en un discurso político como una fuerza potente y única de expansión de la italianidad.

III

Pero no es éste el único hecho que acredita la tendencia de la reacción a refugiarse en la ideología de la civilización latina. Otro hecho del mismo sentido histórico es el esfuerzo de la reacción por restablecer en la instrucción las normas y los estudios clásicos.

La reforma Gentile, que ha reorganizado en Italia la enseñanza sobre estas bases, ha sido llamada por Mussolini "la más fascista de todas las reformas fascistas". El fascismo, por medio de esa reforma y de otros actos de su Mítica educacional, quiere restaurar en la enseñanza la influencia de la Iglesia Católica y el espíritu del Imperio Romano. El latinismo tiene hoy en la escuela una función netamente conservadora. La Reacción lo ha comprendido así no sólo en Italia sino también en Francia. La reforma Berard se inspiró en los mismos intereses políticos que la reforma Gentile. Disfrazados de humanistas, los filósofos y literatos de la reacción trabajan, en verdad, por resucitar el decaído prestigio de la jerarquía y la autoridad y atiborrar de latín y de clásicos la inteligencia de las generaciones jóvenes. Se vuelve a los estudios clásicos con fines reaccionarios. Este rumbo de la política burguesa no es totalmente nuevo. Ya Jorge Sorel, en su libro "La ruina del mundo antiguo", denunciaba la inclinación de la política burguesa a "limitar la búsqueda científica y preservar del socialismo la nueva generación, mediante la educación clásica".

IV

La aserción de Vasconcelos de que "directamente de Roma procede el capitalismo moderno", me parece una aserción demasiado absoluta. El imperialismo romano y el imperialismo moderno son dos fenómenos equivalentes. Nada más. El desarrollo del capitalismo no se ha nutrido de la ideología del Imperio. Todo lo contrario. La levadura espiritual del movimiento capitalista han sido la Reforma y el liberalismo. Lo prueba, entre otras cosas, el hecho de que los países donde ambas ideas tienen más antiguo y definido arraigo —Inglaterra, Alemania y Esta­dos Unidos—, sean los países donde el capitalis­mo ha alcanzado su plenitud. La libre concurren­cia, el libre tráfico, etc., han sido indispensables para el desarrollo capitalista. Todas las reivindi­caciones humanas formuladas en nombre de la Libertad, que han libertado al individuo de las coacciones del Estado, la Iglesia, etc., han repre­sentado, concreta y prácticamente, un interés de la clase burguesa, dueña del dinero y de los ins­trumentos de producción. El crecimiento del ca­pitalismo y del industrialismo requiere un am­biente de libertad. La jerarquía y la autoridad, fundadas en la fuerza o en la fe, le resultan in­tolerables. Dentro del régimen capitalista, no ca­ben sino la jerarquía y la autoridad del dinero. Por consiguiente, al renegar el liberalismo y la democracia, la burguesía reniega sus propias raí­ces espirituales e históricas. La restauración del condottierismo y del cesarismo, que concentra todo el poder en manos de jefes fanáticos, su­bordina la economía a la política, contrariando los fundamentos del orden capitalista, dentro del cual la política se encuentra subordinada a la economía. Igualmente, la adopción en la ense­ñanza secundaria y superior de una orientación clásica, es opuesta al interés de la civilización ca­pitalista, cuya potencia no puede ser mantenida sino por generaciones educadas técnica y profe­sionalmente. La crisis capitalista no encontrará, por cierto, su remedio en el estudio de las Hu­manidades.

El capitalismo moderno, en suma, no procede del Imperio Romano. Se ha alimentado, durante su crecimiento, de una ideología distinta. La re­surrección de las normas y los principios de la civilización latina marcan en la historia del ca­pitalismo moderno un período de decadencia. La Reacción, —desconociendo que la democracia es la forma política del capitalismo—, pugna por revivir una forma política caduca que no puede contenerlo. (La experiencia fascista ilustra am­pliamente este concepto). La política reacciona­ria y la economía capitalista, en una palabra, se contradicen. En esta contradicción se debaten los Estados occidentales. No resulta, por ende, que la sociedad capitalista provenga del romanismo sino, más bien que muere del romanismo que la ha invadido en su decadencia.

V

¿Qué elementos vitales podemos buscar pues, en la latinidad? Nuestros orígenes históri­cos no están en el Imperio. No nos pertenece la herencia de César; nos pertenece, más bien la herencia de Espartaco. El método y las máqui­nas del capitalismo nos vienen, principalmente, de los países sajones. Y el socialismo no lo apren­deremos en los textos latinos.

El III Congreso Científico Pan-Americano nos ha recomendado el estudio obligatorio del latín en la enseñanza secundaria. Este voto de un congreso al mismo tiempo científico y pan-america­no engendrará probablemente en nuestra Amé­rica más de una tropical caricatura de la refor­ma Berard o de la reforma Gentile que, indiges­tándonos de humanidades estimulará la repro­ducción de la copiosa fauna de charlatanes y re­tores que encuentra en nuestro continente, cli­mas tan favorables y propicios. Pero ni el idio­ma latino ni la fiesta de la raza conseguirán la­tinizarnos. Y los hombres nuevos de nuestra América sentirán cada vez más, la necesidad de desertar las paradas oficiales del latinismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La imaginación y el progreso [Recorte de prensa]

La imaginación y el progreso

Escribe Luis Araquistain, en un reciente artículo, que "el espíritu conservador, en su forma más desinteresada, cuando no nace de un bajo egoísmo, sino del temor a lo desconocido e incierto, es en el fondo falta de imaginación". Ser revolucionario o renovador es,
desde este punto de vista, una consecuencia de ser más o menos imaginativo. El conservador rechaza toda idea de cambio por una especie de incapacidad mental para concebirla y aceptarla. Este caso es, naturalmente, el del conservador puro, porque la actitud del conservador práctico, que acomoda su ideario a su utilidad y a su comodidad, tiene, sin duda, una génesis diferente.

El tradicionalismo, el conservantismo, quedan así definidos como una simple limitación espiritual. El tradicionalista no tiene aptitud, sino para imaginar la vida como fue. El conservador no tiene aptitud sino para imaginarla como es. El progreso de la humanidad, por consiguiente, se cumple malgrado el tradicionalista y pesar del conservadorismo.

Hace varios años que Óscar Wilde, en su original ensayo "El alma humana bajo el socialismo", dijo que "progresar es realizar utopías". Pensando análogamente a Wilde, Luis Araquistain agrega que "sin imaginación no hay progreso de ninguna especie". Y, en verdad, el progreso no sería posible si la imaginación humana sufriera de repente un colapso.

La historia les da siempre razón a los hombres imaginativos. En la América del Sur, por ejemplo, acabamos de conmemorar la figura y obra de los animadores y conductores de la revolución de la independencia. Estos hombres nos parecen, fundadamente, geniales. ¿Pero cuál es la primera condición de la genialidad? Es, sin duda, una poderosa facultad de imaginación. Los libertadores fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo.

Trabajaron por crear una realidad nueva. Bolívar tuvo sueños futuristas. Pensó en una confederación de estados indo-españoles. Sin este ideal, es probable que Bolívar no hubiese venido a combatir por nuestra independencia. La suerte de la independencia del Perú ha dependido, por ende, en gran parte, de la aptitud imaginativa del Libertador. Al celebrar el centenario de la victoria de Ayacucho se celebra, realmente, el centenario de una victoria de la imaginación. La realidad sensible, la realidad evidente, en los tiempos de la revolución de la independencia, no era, por cierto, republicana ni nacionalista. La benemerencia de los libertadores consiste en haber visto una realidad potencial, una realidad superior, una realidad imaginaria.

Esta es la historia de todos los grandes acontecimientos humanos. El progreso ha sido realizado siempre por los imaginativos. La posteridad ha aceptado, invariablemente, su obra. El conservantismo de una época, en una época posterior, no tiene nunca más defensores o prosélitos que unos cuantos románticos y unos cuantos extravagantes. La humanidad, con raras excepciones, estima y estudia a los hombres de la revolución francesa mucho más que a los de la monarquía y la feudalidad entonces abatida. Luis XVI y María Antonieta le parecen a mucha gente, sobre todo, desgraciados. A nadie le parecen grandes.

De otro lado, la imaginación, generalmente, es menos libre y menos arbitraria de lo que se supone. La pobre ha sido muy difamada y muy deformada. Algunos la creen más o menos loca; otros la juzgan ilimitada y hasta infinita. En realidad, la imaginación es asaz modesta. Como todas las cosas humanas, la imaginación tiene también sus confines. En todos los hombres, en los más geniales, como en los más idiotas, se encuentra condicionada por circunstancias de tiempo y de espacio. El espíritu humano reacciona
contra la realidad contingente. Pero precisamente cuando reacciona contra la realidad es cuando tal vez depende más de ella. Pugna por modificar lo que ve y lo que siente; no lo que ignora. Luego, solo son validas aquellas utopías que se podría llamar realistas. Aquellas utopías que nacen de la entraña misma de la realidad. Jorge Simmel escribía una vez que una sociedad colectivista se mueve hacia ideales individualistas y que, inversamente, una sociedad individualista se mueve hacia ideales socialistas. La filosofía hegeliana explica fa fuerza creadora del ideal como una consecuencia, al mismo tiempo, de la resistencia y del estímulo que este encuentra en la realidad. Podría decirse que el hombre no prevé ni imagina sino lo que ya está germinando, madurando, en la entraña oscura de la historia.

Los idealistas necesitan apoyarse sobre el interés concreto de una extensa y consciente capa social. El ideal no prospera sino cuando representa un vasto interés. Cuando adquiere, en suma, caracteres de utilidad y de comodidad. Cuando una clase social se convierte en instrumento de su realización.

En nuestra época, en nuestra civilización, no ha habido nunca utopías demasiado audaces. El hombre moderno no ha conseguido casi predecir el progreso. Hasta la fantasía de los novelistas ha resultado, muchas veces, superada por la realidad en un plazo breve. La ciencia occidental ha ido más de prisa de lo que soñó Julio Verne. Otro tanto ha acontecido en la política. Anatole France vaticinó la revolución rusa para fines de este siglo, pocos años antes de que esta revolución inaugurase un capítulo nuevo de la historia del mundo.

Y justamente en la novela de Anatole France, que intentando predecir el porvenir, formula estos agüeros, –"Sur la pierre blanche"– se constata cómo la cultura y la sabiduría no confieren ningún poder privilegiado a la imaginación. Galion, el personaje de un episodio de la decadencia romana evocado por Anatole France, era un ejemplar máximo de hombre culto y sabio de su época. Sin embargo, este hombre no percibía absolutamente la decadencia de su civilización. El cristianismo se le antojaba una secta absurda y estúpida. La civilización romana a su juicio no podía tramontar, no podía perecer. Galion concebía el futuro como una mera prolongación del presente. Nos aparece, por esto, en sus discursos, lamentable y ridículamente falto de imaginación. Era un hombre muy inteligente, muy erudito, muy refinado; pero tenía la inmensa desgracia de no ser un hombre imaginativo. De ahí que su actitud ante la vida fuese mediocre y conservadora.

Esta tesis sobre la imaginación, el conservantismo y el progreso, podría conducirnos a conclusiones muy interesantes y originales. A conclusiones que nos moverían, por ejemplo, a no clasificar más a los hombres como revolucionarios y conservadores sino como imaginativos y sin imaginación. Distinguiéndolos así, cometeríamos tal vez la injusticia de halagar demasiado la vanidad de los revolucionarios y de ofender un poco la vanidad, al fin y al cabo respetable, de los conservadores. Además, las inteligencias universitarias y metódicas, la nueva clasificación les parecería bastante arbitraria, bastante insólita. Pero, evidentemente, resulta muy monótono clasificar y calificar siempre a los hombres de la misma manera. Y, sobre todo, si la humanidad no les ha encontrado todavía un nuevo nombre a los conservadores y a los revolucionarios es también, indudablemente, por falta de imaginación.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira