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El gabinete Briand, condenado. El segundo Congreso Mundial de la Liga contra el Imperialismo. La amenaza guerrera en la Manchuria [Recorte de Prensa]

El gabinete Briand, condenado

No va a tener larga vida, según parece, el gabinete que preside Aristides Briand. Desde su aparición, era fácil advertir su fisionomía de gobierno interino. En el ministerio del gobierno, Tardieu, fiduciario de las derechas, es un líder de la burguesía, que aguarda su hora. Pero Briand extraía una de sus mayores fuerzas de su identificación con la política internacional francesa de los últimos años. Por algún tiempo todavía, el estilo diplomático de Briand parecía destinado a cierta fortuna en el juego de las grandes asambleas internacionales. Estas asambleas no son sino un gran parlamento. Y a ellas traslada Briand, parlamentario nato, su arte de gran estratega del Palacio de Borbón.
Pero Briand no ha podido regresar de la Conferencia de las Reparaciones de La Haya con el Plan Young aprobado por los gobiernos del comité de expertos. El gobierno británico ha exigido y ha obtenido concesiones imprevistas. La racha de éxitos internacionales del elocuente líder ha terminado. Y en la asamblea de la Sociedad de las Naciones, sus brindis por la constitución de los Estados Unidos de Europa han sido escuchados esta vez con menos complacencia que otras veces. La Gran Bretaña marca visiblemente el compás de las deliberaciones de la Liga, a donde llega resentido el prestigio del negociador de Locarno.
Los telegramas de París del 9 anuncian los aprestos de los grupos socialista y radical-socialista para combatir a Briand. Si los radicales, le niegan compactamente sus votos en la próxima jornada parlamentaria, Briand, a quien no faltan, por otro lado opositores en otros sectores de la burguesía, no podrá conservar el poder. Se dice que los socialistas se prestarían esta vez a un experimento de participación directa en el gobierno. Por lo menos, Paul Boncour, que aspira sin duda a reemplazar a Briand en la escena internacional, empuja activamente a su partido por esta vía. Antes, el partido socialista francés, como es sabido, se había contentado con una política de apoyo parlamentario.
Este es el peligro de izquierda para el gabinete Briand. La amenaza de derecha es interna. Se incuba dentro del aleatorio bloque parlamentario en que este ministerio descansa. André Tardieu, ministro del interior, asegura no tener prisa de ocupar la presidencia del consejo. Dirigiendo una política de encarnizada represión del movimiento comunista, hace méritos para este puesto. Cuenta ya con la confianza de la mayor parte de la gente conservadora. Pero no quiere manifestarse impaciente.
Briand está habituado a sortear los riesgos de las más tormentosas estaciones parlamentarias. No es imposible que dome en una o más votaciones algunos humores beligerantes, en la proporción indispensable para salvar su mayoría. Mas, de toda suerte, no es probable que consiga otra cosa que una prórroga precaria de su interinidad.

Segundo Congreso Mundial de la Liga contra el imperialismo

En Bruselas se reunió hace tres años, el primer Congreso Anti-imperialista Mundial. Las principales fuerzas anti-imperialistas estuvieron representadas en esa asamblea, que saludó con esperanza las banderas del Kuo Ming Tang, en lucha contra la feudalidad china, aliada de los imperialismos que oprimen a su patria. De entonces a hoy, la Liga contra el Imperialismo y por la independencia Nacional ha crecido en fuerza y ha ganado en experiencia y organización. Pero la esperanza en el Kuo Ming Tang se ha desvanecido completamente. El gobierno nacionalista de Nanking no es hoy sino un instrumento del imperialismo. Los representantes más genuinos e ilustres del antiguo Kuo-Ming-Tang -la viuda de Sun Yat Sen y el ex-canciller Eugenio Chen,- están en el destierro. Ellos han representado, en el Segundo Congreso anti-imperialista Mundial, celebrado en Francfort hace cinco semanas, a la China revolucionaria.
Las agencias cablegráficas norte-americanas, tan pródigas en detalles de cualquier peripecia de Lindbergh, tan atentas al más leve romadizo de Clemenceau, no han trasmitido casi absolutamente nada del desarrollo de este congreso. El anti-imperialismo no puede aspirar a los favores del cable. El Segundo Congreso Anti-imperialista Mundial, ha sido sin embargo un acontecimiento seguido con interés y ansiedad por las masas de los cinco continentes.
Mr. Kellogg estaría dispuesto a calificarlo en un discurso como una maquinación de Moscú. Su sucesor, si se ofrece, no se abstendrá de usar el mismo lenguaje. Pero quien pase los ojos por el elenco de las organizaciones y personalidades internacionales que han asistido a este Congreso, se dará cuenta de que ninguna afirmación sería tan falsa y arbitraria como esta. Entre los ponentes del Congreso, han figurado James Maxton, presidente del Indépendant Labour Party, y A. G. Cook, secretario general de la Federación de mineros ingleses, a quien no han ahorrado ataques los portavoces de la Tercera Internacional. Todos los grandes movimientos anti-imperialistas de masas, han estado representados en el Congreso de Francfort. El Congreso Nacional Pan-hindú; la Confederación Sindical Pan-hindú, el Partido Obrero y Campesino Pan-hindú, el Partido Socialista Persa, el Congreso Nacional Africano, la Confederación Sindical Sud-africana, el Sindicato de trabajadores negros de los Estados Unidos, la Liga Anti-Imperialista de las Américas, la Liga Nacional Campesina y todas las principales federaciones obreras de México, la Confederación de Sindicatos Rusos y otras grandes organizaciones, dan autoridad incontestable a los acuerdos del Congreso. Entre las personalidades adherentes, hay que citar, además de Maxton y Cook, de la viuda de Sun Yat Sen y de Eugenio Chen, a Henri Barbusse y León Vernochet, a Saklatvala y Roger Badwín, a Diego Ribera y Sen Katayama, al profesor Alfonos Goldschmidt y la doctora Helena Stoecker, a Ernst Toller y Alfonso Paquet.
Empiezan a llegar, por correo, las informaciones sobre los trabajos de esta gran asamblea mundial, destinada a ejercer decisiva influencia en el proceso de la lucha, de emancipación de los pueblos coloniales, de las minorías oprimidas y en general de los países explotados por el imperialismo. Ninguna gran organización anti-imperialista ha estado ausente de esta Conferencia.

La amenaza guerrera en la Manchuria

La situación en la Manchuria, después de un instante en que las negociaciones entre la U.R.S.S. y la China parecían haberse situado en un terreno favorable, se ha ensombrecido nuevamente. Al gobierno de Nanking, aún admitiendo que esté sinceramente dispuesto a evitar la guerra, le es muy difícil imponer su autoridad en la Manchuria, regida por un gobierno propio a esta administración, sobre la que actúan más activamente si cabe la de Nanking las instigaciones imperialistas, le es a su turno casi imposible controlar a las bandas de rusos blancos y de chinos mercenarios, a sueldo de los enemigos de la U.R.S.S. Estas bandas tienen el rol de bandas provocadoras. Su misión es crear, por sucesivos choques de fronteras, un estado de guerra. Hasta ahora, trabajan con bastante éxito. El gobierno de los Soviets ha exigido, como elemental condición de restablecimiento de relaciones de paz, el desarme o la internación de estas bandas; pero el gobierno de Mukden no es capaz de poner en ejecución esta medida. No es un misterio el que el capitalismo yanqui codicia el Ferrocarril Oriental. La posibilidad de que se restablezca la administración ruso-china, mediante un arreglo que ratifique el tratado de 1924, contraría gravemente sus planes. Los intereses imperialistas se entrecruzan complicadamente en la Manchuria. Coinciden en la ofensiva contra la U.R.S.S. Pero el Japón, seguramente, prefiere que el Ferrocarril de Oriente continúe controlado por Rusia. Si la China adquiriese totalmente su propiedad, en virtud de una operación financiada por los banqueros, la concurrencia de los Estados Unidos en la Manchuria ganaría una gran posición.
Los Soviets, por razones obvias, necesitan la paz. Su preparación bélica es eficiente y moderna; pero una guerra comprometería el desenvolvimiento del plan de construcción económica en que están empeñados. La guerra retrasaría enormemente la consolidación de la economía socialista rusa. Este interés no puede llevarlos, sin embargo, a la renuncia de sus derechos en la Manchuria ni a la tolerancia de los ultrajes chinos. Los agentes provocadores, a órdenes del imperialismo, saben bien esto. Y, por eso, no cejan en el empeño de crear entre rusos y chinos una irremediable situación bélica.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira