Democracia

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Lloyd George

Lloyd George

Lenin es el político de la revolución; Mussolini es el político de la reacción; Lloyd George es el político del compromiso, de la transacción, de la reforma. Equidistante de la revolución y de la reacción, Lloyd George es una estadista ecléctico, equilibrista y mediador. Lejano de la extrema izquierda y de la extrema derecha, Lloyd George no es un fautor del orden nuevo ni del orden viejo. Desprovisto de toda adhesión al pasado y de toda impaciencia del porvenir, Lloyd George es un artesano, un constructor del presente. Lloyd George es un personaje sin filiación dogmática, sectaria, rígida. No es individualista ni colectivista; no es internacionalista ni nacionalista. Acaudilla una rama del liberalismo. Pero esta etiqueta de liberal corresponde a una razón de clasificación electoral más que a una razón de diferenciación programática. Liberalismo y conservadorismo son hoy dos escuelas políticas superadas y deformadas. Actualmente no asistimos a un conflicto dialéctico entre el concepto liberal y el concepto conservador sino a un contraste real, a un choque histórico entre la tendencia a mantener la organización capitalista de la sociedad y la tendencia a reemplazarla con una organización socialista y proletaria.

Lloyd George no es un teórico, un hierofante de ningún dogma económico ni político; es un realizador, es un conciliador casi agnóstico. Carece de puntos de vista rígidos. Sus puntos de vista son provisorios, mutables, precarios y móviles. Lloyd George se nos muestra en constante rectificación, en permanente revisión de sus ideas. Está, pues, inhabilitado para la apostasía. La apostasía su- pone traslación de una posición extremista a otra posición antagónica, extremista también. Y Lloyd George ocupa invariablemente una posición centrista, transaccional, intermedia. Sus movimientos de traslación no son, por ende, radicales y violentos sino graduales y mínimos. Lloyd George es, estructuralmente, un político posibilista. Sabe que la línea recta es, en la política como en la geometría, una línea teórica e imaginativa. La superficie de la realidad política es accidentada como la superficie de la Tierra. Sobre ella no se pueden trazar líneas rectas sino líneas geodésicas. Loyd George, por esto, no busca en la política la ruta más ideal sino la ruta más geodésica.

Para este cauto, redomado y perspicaz político el hoy es una transacción entre el ayer y el mañana. Lloyd George no se preocupa de lo que fue ni de lo que será, sino de lo que es.

Ni docto ni erudito, Lloyd George es, antes bien, un tipo refractario a la erudición y a la pedantería. Esta condición lo preserva de rigideces ideológicas y de principismos sistemáticos. Antípoda del catedrático, Lloyd George es un político de fina sensibilidad, dotado de órganos ágiles para la percepción original, objetiva y cristalina de los hechos. No es un comentador ni un espectador sino un protagonista, un actor consciente de la historia. Su retina política es sensible a la impresión veloz y estereoscópica del panorama circundante. Su falta de aprensiones y de escrúpulos dogmáticos le consiente usar los procedimientos y los instrumentos más adaptados a sus intentos. Lloyd George asimila y absorve instantáneamente las sugestiones y las ideas útiles a su orientamente espiritual. Es avisada, sagaz y flexiblemente oportunista. No se obstina jamás. Trata de modificar la realidad contingente, de acuerdo con sus previsiones, pero si encuentra en esa realidad excesiva resistencia, se contenta con ejercitar sobre ella una influencia mínima. No se obseca en una ofensiva inmadura. Reserva su insistencia, su tenacidad para el instante propicio, para la coyuntura oportuna. Y está siempre pronto a la transacción, al compromiso. Su táctica de gobernante consiste en no reaccionar bruscamente contra las impresiones y las pasiones populares, sino en adaptarse a ellas para encauzarlas y dominarlas mañosamente.

La colaboración de lloyd George en la Paz de Versalles, por ejemplo, está saturada de su oportunismo y su posibilismo. Lloyd George comprendió que Alemania no podía pagar una indemnización excesiva. Pero el ambiente delirante, frenético, histérico de la victoria, lo obligó a adherirse, provisoriamente, a la tesis contraria. El contribuyente inglés, deseoso de que los gastos bélicos no pesasen sobre su renta, mal informado de la capacidad económica de Alemania, quería que esta pagase el costo integral de la guerra. Bajo la influencia de ese estado de ánimo, se efectuaron las elecciones, presurosamente convocadas por Lloyd George a renglón seguido del armisticio. Y para no correr el riesgo de una derrota, Lloyd George tuvo que recoger en su programa electoral esa aspiración del elector inglés. Tuvo que hacer suyo el programa de paz de Lord Northcliffe y del "Times", adversarios sañudos de su política.

Igualmente Lloyd George era opuesto a que el Tratado mutilase, desmembrase a Alemania y engrandeciese territorialmente a Francia. Percibía el peligro de desorganizar y desarticular la economía de Alemania. Combatió, por consiguiente, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Resistió a todas las conspiraciones francesas contra la unidad alemana. Pero, concluyó tolerando que se filtraran en el Tratado. Quiso, ante todo, salvar la Entente y la Paz. Pensó que no era la oportunidad de frustrar las intenciones francesas. Que, a medida que los espíritus se iluminasen y que el delirio de la victoria se extinguiese, se abriría paso automáticamente la rectificación paulatina del Tratado. Que sus consecuencias, preñadas de amenazas para el porvenir europeo, inducirían a todos los vencedores a aplicarlo con prudencia y lenidad. Keynes en sus “Nuevas consideraciones sobre las consecuencias económicas de la Paz” comenta así esta gestión: "Lloyd George ha asumido la responsabilidad de un tratado insensato, inejecutable en parte, que constituía un peligro para la vida misma de Europa. Puede alegar, una vez admitidos todos sus defectos, que las pasiones ignorantes del público juegan en el mundo un rol que deben tener en cuenta quienes conducen una democracia. Puede decir que la Paz de Versalles constituía la mejor reglamentación provisoria que permitían las reclamaciones populares y el carácter de los jefes de Estado. Puede afirmar que, para defender la vida de Europa, ha consagrado durante dos años su habilidad y su fuerza a evitar y moderar el peligro".

Después de la paz, de 1920 a 1922, Lloyd George ha hecho sucesivas concesiones formales, pro­tocolarias, al punto de vista francés: ha aceptado el dogma de la intangibilidad, de la infalibilidad del Tratado. Pero ha trabajado perseverantemen­te para atraer a Francia a una política tácita­mente revisionista. Y por conseguir el olvido de las estipulaciones más duras, el abandono de las cláusulas más imprevisoras.

Frente a la revolución rusa, Lloyd George ha tenido una actitud elástica. Unas veces se ha erguido, dramáticamente, contra ella; otras veces ha coqueteado con ella a hurtadillas. Al princi­pio, suscribió la política de bloqueo y de inter­vención marcial de la Entente. Luego, conven­cido de la consolidación de las instituciones ru­sas, preconizó su reconocimiento. De los leaders bolcheviques se ha expresado, reiteradamente, con una suerte de respestos verbales e ideológicos.

Tiene Lloyd George una visión europea panorámica, de la guerra social, de la lucha de clases. Su política se inspira en los in­tereses generales del capitalismo occidental. Y recomienda el mejoramiento del tenor de vida de los trabajadores europeos, a expensas de las poblaciones coloniales de Asia, Africa, etc. La revolución social es un fenómeno de la civilización capitalista, de la civilización europea, El régimen capitalista —a juicio de Lloyd George— debe adormecerla, distribuyendo entre los trabajadores de Europa una parte de las utilidades obtenidas de los demás trabajadores del mundo. Hay que extraer del bracero asiático, africano, australiano o americano los chelines necesarios para aumentar el confort y el bienestar del obrero europeo y debilitar su anhelo de justicia social. Hay que organizar la explotación de las naciones coloniales para que abastezcan de materias primas a las naciones capitalistas y absorban íntegramente su producción industrial. A Lloyd George, además, no le repugna ningún sacrificio de la idea conservadora, ninguna transacción con la idea revolucionaria. Mientras los reaccionarios quieren reprimir marcialmente la revolución, los reformistas quieren pactar con ella y negociar con ella. Creen que no es posible asfixiarla, aplastarla, sino, más bien, domesticarla.

Esta posición de Lloyd George en la política europea explica su caída del poder. Europa atraviesa un período reaccionario. De 1918 a 1920 Europa vivió un período de revolución. De entonces a hoy vive un período de contrarevolución. Abundan los síntomas: política fascista en Italia, política de Poincaré y del "bloc nacional" en Francia, política de-Hugo Stinnes y de los grandes “carteles” industriales en Alemania. Esta corriente reaccionaria, que arrojó a Nitti del gobierno de Italia y a Briand del gobierno de Francia, expulsó del gobierno de Inglaterra a Lloyd George.

Actualmente, Lloyd George acecha el instante de que las fuerzas de la reacción decaigan para reunir a su rededor a todos los elementos centristas y reformistas e intentar un nuevo experimento de la política del compromiso y de la mediación. La tendencia reformista es aún vital en Europa. En Italia no toda la burguesía es solidaria con Mussolini: Nitti, don Sturzo, "II Corriere della Sera" no se resignan a la dictadura fascista. En Francia se ensanchan progresivamente las bases electorales del "bloc de izquierdas", coalición de radicales y republicanos socialistas del tipo de Painlevé y Herriot. Todavía no se ha llegado a una polarización, a una concentración absoluta de conservadores y revolucionarios. Leopoldo Lugones ha dicho recientemente en la Argentina que el mundo debe elegir entre dos dictaduras: la de Mussolini o la de Lenin. Pero, por ahora, entre la extrema izquierda y la extrema derecha, entre el fascismo y el bolchevismo, existe una extensa, una vasta, una heterogénea zona intermedia, psicológica y orgánicamente democrática y evolucionista, que aspira a un acuerdo, una transacción entre la idea conservadora y la idea revolucionaria. Lloyd George es uno de los leaders sustantivos de esa zona templada de la política. Algunos le atribuyen un íntimo sentimiento demagógico. Y lo definen como un político nostálgico de una posición revolucionaria. Pero este juicio está hecho a base de datos superficiales de la personalidad de Lloyd George. Lloyd George no tiene aptitudes espirituales para ser un caudillo revolucionario ni un caudillo reaccionario. Le falta fanatismo, le falta dogmatismo, le falta sectarismo. Lloyd George es un relativista de la política. Y, como todo relativista, tiene ante la vida una actitud un poco risueña, un poco cínica, un poco irónica y un poco humorista.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

La lucha final

I

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”

El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.

¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.

II

La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.

La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.

III

La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso. El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.

IV

El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.

Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.

El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la monarquía en Rumania

La crisis de la monarquía en Rumania

La monarquía rumana, considerada como un sobreviviente de la tempestad bélica, aparece desde entonces destinada a naufragar a corto plazo. Al fin de la guerra se salvó en una tabla. Una dinastía Hohenzollern, acusada de maquiavélicas conspiraciones contra la victoria aliada, no contaba naturalmente con muchas simpatías en los países vencedores. Pero el olvido del programa wilsoniano en los conciliábulos de la paz, no en vano albergados por Versalles y Trianon, consintió a la monarquía rumana acomodarse en el nuevo orden europeo.

Rumania salió engrandecida de la guerra en la cual su monarquía jugó cazurramente a dos cartas. La revolución rusa movió a la democracia aliada a pactar con esta monarquía, no obstante su parentesco con la monarquía derribada en Alemania. A Rumania le fue asignada la Besarabia para agrandar su territorio y su población a expensas de Rusia, malquistada con el Occidente capitalista por su régimen proletario.

La arbitrariedad de esta anexión es tan evidente, que casi nadie la discute en Europa. En la propia Rumania se reconoce que la de Besarabia ha sido una adquisición inesperada. “Políticos rumanos patriotas como el Dr. Lupu -apunta Barbusse después de una concienzuda encuesta- aunque pretenden que la población de Besarabia es fundamentalmente moldava-rumana, estiman que en esta circunstancia los aliados han sobrepasado sus derechos y que es absolutamente necesario obtener el asentimiento de Rusia para regularizar semejante situación.”

Todos estos presentes territoriales, que han colocado bajo la soberanía rumana a tres millones de hombres de otras nacionalidades, han tenido por objeto crear una Rumania poderosa frente a la Rusia sovietista. La misma razón ha prorrogado y convalidado, después de la guerra, a la decadente monarquía cuya suerte compromete ahora la enfermedad del Rey Fernando.

Esta monarquía, rehabilitada por la paz después de haber conocido con la guerra el peligro de la bancarrota, ha mostrado en los últimos años grandes ambiciones. Mediante el matrimonio de sus príncipes y sus princesas, la casa real de Rumania aprestaba a establecer la hegemonía de su sangre en la Europa Oriental. Pero, desde la caída de la monarquía griega a la cual se encontraba doblemente enlazada, hasta el adulterio folletinesco y la abdicación convencional del príncipe heredero rumano, estos planes han sufrido una serie de fracasos.

Hoy, el porvenir de la monarquía rumana se presenta incierto. Contra una eventual reivindicación del príncipe heredero, -con quien la reina María se ha reconciliado espectacularmente en París-, están los dos partidos que se alternan en el gobierno de Rumania, el de Bratiano y el de Averesco. Esto, claro está, no señala todavía el fin de la monarquía rumana; pero denuncia su situación respecto de los partidos representativos de la burguesía de Rumania, conectados con los gobiernos de las grandes potencias. Bratiano y Averesco, le imponen su tutoría, disimulada con diplomáticas protestas de lealismo.

Si los gastos de la reina María en Estados Unidos los ha pagado, como se ha dicho, Henri Ford, con el propósito de ensayar un “réclame” nuevo, nadie se sorprenderá de que esta sea la condición de la monarquía de Rumania. Una dinastía, cuyos blasones pueden ponerse al servicio de un fabricante de automóviles y camiones, es como ninguna otra, una dinastía puramente decorativa.
Pero su disolución, a pesar de todo, no es aún bastante para decidir su caída inmediata. La burguesía rumana no está en grado de licenciar a su manido monarca. La república es, en estos tiempos, una aventura peligrosa. La política reaccionaria trae consigo un resurgimiento ficticio de los mitos y símbolo de la edad media. Se apoya en valores y principios tramontados. Por consiguiente, no puede permitirse el lujo de un golpe de Estado republicano.

En Estados Unidos una reina o un rey no son útiles sino para “reclame” novedoso de una manufactura yanqui; pero en Rumania resultan eficaces todavía para defender el viejo orden social.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira