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William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. William Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos antes todo que representaba un capítulo concluido, una época tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado había terminado hace varios años. El periodo wilsoniano señaló la última esperanza y la póstuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.
Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra la injusticia internacional carecía de una base realista.
Byan era un idealista, de viejo estilo extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.
Waldo Frank, en su libro “Nuestra América”, que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “William Jennings Bryan, -que la América se empeña en satirizar-, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.
Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en un verdadero plano. Será superfluo todo sentimental transporte de sus correlagionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un frustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.
El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demo-liberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los Estados Unidos la lucha política se libró únicamente entre los republicanos y demócratas, -o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía-, las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a geminar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de este pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El Proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se volatilizó poco a poco en la pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hecho de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.
Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado el puritano proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.
Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Se denodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.
La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presenta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte injusta tal vez pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui La Chira

William J. Bryan [Recorte de prensa]

William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. Willian Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos ante todo que representaba un capítulo concluido, una lépoca tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado hace varios años. El período wilsoniano señaló la última esperanza y la postuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.

Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra ¡a injusticia internacional carecía de una base realista. Bryan era un idealista, de viejo estilo, extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba, concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.

Waldo Frank, en su libro “Nuestra América” que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “Wiliam Jenning Bryan, —que la América se empeña en satirizar—, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.

Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en su verdadero plano. Será superfino todo sentimental transporte de sus correligionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un fustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.

El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demoliberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los EE. UU. la lucha poltica se libró únicamente entre republicanos y demócratas, —o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía— las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a germinar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de esté pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se, volatilizó poco a poco en la
pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hech de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.

Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado, el purita no proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.

Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos, un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Su demodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.

La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presunta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte, injusta tal vez, pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lloyd George

Lloyd George

Lenin es el político de la revolución; Mussolini es el político de la reacción; Lloyd George es el político del compromiso, de la transacción, de la reforma. Equidistante de la revolución y de la reacción, Lloyd George es una estadista ecléctico, equilibrista y mediador. Lejano de la extrema izquierda y de la extrema derecha, Lloyd George no es un fautor del orden nuevo ni del orden viejo. Desprovisto de toda adhesión al pasado y de toda impaciencia del porvenir, Lloyd George es un artesano, un constructor del presente. Lloyd George es un personaje sin filiación dogmática, sectaria, rígida. No es individualista ni colectivista; no es internacionalista ni nacionalista. Acaudilla una rama del liberalismo. Pero esta etiqueta de liberal corresponde a una razón de clasificación electoral más que a una razón de diferenciación programática. Liberalismo y conservadorismo son hoy dos escuelas políticas superadas y deformadas. Actualmente no asistimos a un conflicto dialéctico entre el concepto liberal y el concepto conservador sino a un contraste real, a un choque histórico entre la tendencia a mantener la organización capitalista de la sociedad y la tendencia a reemplazarla con una organización socialista y proletaria.

Lloyd George no es un teórico, un hierofante de ningún dogma económico ni político; es un realizador, es un conciliador casi agnóstico. Carece de puntos de vista rígidos. Sus puntos de vista son provisorios, mutables, precarios y móviles. Lloyd George se nos muestra en constante rectificación, en permanente revisión de sus ideas. Está, pues, inhabilitado para la apostasía. La apostasía su- pone traslación de una posición extremista a otra posición antagónica, extremista también. Y Lloyd George ocupa invariablemente una posición centrista, transaccional, intermedia. Sus movimientos de traslación no son, por ende, radicales y violentos sino graduales y mínimos. Lloyd George es, estructuralmente, un político posibilista. Sabe que la línea recta es, en la política como en la geometría, una línea teórica e imaginativa. La superficie de la realidad política es accidentada como la superficie de la Tierra. Sobre ella no se pueden trazar líneas rectas sino líneas geodésicas. Loyd George, por esto, no busca en la política la ruta más ideal sino la ruta más geodésica.

Para este cauto, redomado y perspicaz político el hoy es una transacción entre el ayer y el mañana. Lloyd George no se preocupa de lo que fue ni de lo que será, sino de lo que es.

Ni docto ni erudito, Lloyd George es, antes bien, un tipo refractario a la erudición y a la pedantería. Esta condición lo preserva de rigideces ideológicas y de principismos sistemáticos. Antípoda del catedrático, Lloyd George es un político de fina sensibilidad, dotado de órganos ágiles para la percepción original, objetiva y cristalina de los hechos. No es un comentador ni un espectador sino un protagonista, un actor consciente de la historia. Su retina política es sensible a la impresión veloz y estereoscópica del panorama circundante. Su falta de aprensiones y de escrúpulos dogmáticos le consiente usar los procedimientos y los instrumentos más adaptados a sus intentos. Lloyd George asimila y absorve instantáneamente las sugestiones y las ideas útiles a su orientamente espiritual. Es avisada, sagaz y flexiblemente oportunista. No se obstina jamás. Trata de modificar la realidad contingente, de acuerdo con sus previsiones, pero si encuentra en esa realidad excesiva resistencia, se contenta con ejercitar sobre ella una influencia mínima. No se obseca en una ofensiva inmadura. Reserva su insistencia, su tenacidad para el instante propicio, para la coyuntura oportuna. Y está siempre pronto a la transacción, al compromiso. Su táctica de gobernante consiste en no reaccionar bruscamente contra las impresiones y las pasiones populares, sino en adaptarse a ellas para encauzarlas y dominarlas mañosamente.

La colaboración de lloyd George en la Paz de Versalles, por ejemplo, está saturada de su oportunismo y su posibilismo. Lloyd George comprendió que Alemania no podía pagar una indemnización excesiva. Pero el ambiente delirante, frenético, histérico de la victoria, lo obligó a adherirse, provisoriamente, a la tesis contraria. El contribuyente inglés, deseoso de que los gastos bélicos no pesasen sobre su renta, mal informado de la capacidad económica de Alemania, quería que esta pagase el costo integral de la guerra. Bajo la influencia de ese estado de ánimo, se efectuaron las elecciones, presurosamente convocadas por Lloyd George a renglón seguido del armisticio. Y para no correr el riesgo de una derrota, Lloyd George tuvo que recoger en su programa electoral esa aspiración del elector inglés. Tuvo que hacer suyo el programa de paz de Lord Northcliffe y del "Times", adversarios sañudos de su política.

Igualmente Lloyd George era opuesto a que el Tratado mutilase, desmembrase a Alemania y engrandeciese territorialmente a Francia. Percibía el peligro de desorganizar y desarticular la economía de Alemania. Combatió, por consiguiente, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Resistió a todas las conspiraciones francesas contra la unidad alemana. Pero, concluyó tolerando que se filtraran en el Tratado. Quiso, ante todo, salvar la Entente y la Paz. Pensó que no era la oportunidad de frustrar las intenciones francesas. Que, a medida que los espíritus se iluminasen y que el delirio de la victoria se extinguiese, se abriría paso automáticamente la rectificación paulatina del Tratado. Que sus consecuencias, preñadas de amenazas para el porvenir europeo, inducirían a todos los vencedores a aplicarlo con prudencia y lenidad. Keynes en sus “Nuevas consideraciones sobre las consecuencias económicas de la Paz” comenta así esta gestión: "Lloyd George ha asumido la responsabilidad de un tratado insensato, inejecutable en parte, que constituía un peligro para la vida misma de Europa. Puede alegar, una vez admitidos todos sus defectos, que las pasiones ignorantes del público juegan en el mundo un rol que deben tener en cuenta quienes conducen una democracia. Puede decir que la Paz de Versalles constituía la mejor reglamentación provisoria que permitían las reclamaciones populares y el carácter de los jefes de Estado. Puede afirmar que, para defender la vida de Europa, ha consagrado durante dos años su habilidad y su fuerza a evitar y moderar el peligro".

Después de la paz, de 1920 a 1922, Lloyd George ha hecho sucesivas concesiones formales, pro­tocolarias, al punto de vista francés: ha aceptado el dogma de la intangibilidad, de la infalibilidad del Tratado. Pero ha trabajado perseverantemen­te para atraer a Francia a una política tácita­mente revisionista. Y por conseguir el olvido de las estipulaciones más duras, el abandono de las cláusulas más imprevisoras.

Frente a la revolución rusa, Lloyd George ha tenido una actitud elástica. Unas veces se ha erguido, dramáticamente, contra ella; otras veces ha coqueteado con ella a hurtadillas. Al princi­pio, suscribió la política de bloqueo y de inter­vención marcial de la Entente. Luego, conven­cido de la consolidación de las instituciones ru­sas, preconizó su reconocimiento. De los leaders bolcheviques se ha expresado, reiteradamente, con una suerte de respestos verbales e ideológicos.

Tiene Lloyd George una visión europea panorámica, de la guerra social, de la lucha de clases. Su política se inspira en los in­tereses generales del capitalismo occidental. Y recomienda el mejoramiento del tenor de vida de los trabajadores europeos, a expensas de las poblaciones coloniales de Asia, Africa, etc. La revolución social es un fenómeno de la civilización capitalista, de la civilización europea, El régimen capitalista —a juicio de Lloyd George— debe adormecerla, distribuyendo entre los trabajadores de Europa una parte de las utilidades obtenidas de los demás trabajadores del mundo. Hay que extraer del bracero asiático, africano, australiano o americano los chelines necesarios para aumentar el confort y el bienestar del obrero europeo y debilitar su anhelo de justicia social. Hay que organizar la explotación de las naciones coloniales para que abastezcan de materias primas a las naciones capitalistas y absorban íntegramente su producción industrial. A Lloyd George, además, no le repugna ningún sacrificio de la idea conservadora, ninguna transacción con la idea revolucionaria. Mientras los reaccionarios quieren reprimir marcialmente la revolución, los reformistas quieren pactar con ella y negociar con ella. Creen que no es posible asfixiarla, aplastarla, sino, más bien, domesticarla.

Esta posición de Lloyd George en la política europea explica su caída del poder. Europa atraviesa un período reaccionario. De 1918 a 1920 Europa vivió un período de revolución. De entonces a hoy vive un período de contrarevolución. Abundan los síntomas: política fascista en Italia, política de Poincaré y del "bloc nacional" en Francia, política de-Hugo Stinnes y de los grandes “carteles” industriales en Alemania. Esta corriente reaccionaria, que arrojó a Nitti del gobierno de Italia y a Briand del gobierno de Francia, expulsó del gobierno de Inglaterra a Lloyd George.

Actualmente, Lloyd George acecha el instante de que las fuerzas de la reacción decaigan para reunir a su rededor a todos los elementos centristas y reformistas e intentar un nuevo experimento de la política del compromiso y de la mediación. La tendencia reformista es aún vital en Europa. En Italia no toda la burguesía es solidaria con Mussolini: Nitti, don Sturzo, "II Corriere della Sera" no se resignan a la dictadura fascista. En Francia se ensanchan progresivamente las bases electorales del "bloc de izquierdas", coalición de radicales y republicanos socialistas del tipo de Painlevé y Herriot. Todavía no se ha llegado a una polarización, a una concentración absoluta de conservadores y revolucionarios. Leopoldo Lugones ha dicho recientemente en la Argentina que el mundo debe elegir entre dos dictaduras: la de Mussolini o la de Lenin. Pero, por ahora, entre la extrema izquierda y la extrema derecha, entre el fascismo y el bolchevismo, existe una extensa, una vasta, una heterogénea zona intermedia, psicológica y orgánicamente democrática y evolucionista, que aspira a un acuerdo, una transacción entre la idea conservadora y la idea revolucionaria. Lloyd George es uno de los leaders sustantivos de esa zona templada de la política. Algunos le atribuyen un íntimo sentimiento demagógico. Y lo definen como un político nostálgico de una posición revolucionaria. Pero este juicio está hecho a base de datos superficiales de la personalidad de Lloyd George. Lloyd George no tiene aptitudes espirituales para ser un caudillo revolucionario ni un caudillo reaccionario. Le falta fanatismo, le falta dogmatismo, le falta sectarismo. Lloyd George es un relativista de la política. Y, como todo relativista, tiene ante la vida una actitud un poco risueña, un poco cínica, un poco irónica y un poco humorista.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Caillaux [Recorte de prensa]

Caillaux

La ola reaccionaria ha desalojado del poder a los estadistas de la democracia, a los leaders de la política de "reconstrucción europea". Y ha agravado así la crisis de la desocupación y del "chomage". Más esos estadistas, esos leaders no aceptan pasivamente la condición de desocupados. Invierten su tiempo en la propaganda, en la "reclame" de sus ideas y su táctica. Y como la reacción es un fenómeno internacional, no la combaten solo en sus países respectivos: la combaten sobre todo, en el mundo. No intentan únicamente la conquista de la opinión nacional: intentan la conquista de la opinión mundial. Lloyd George, reemplazado en el gobierno de Inglaterra por los conservadores, efectúa en Estados Unidos un estruendoso desembarco de su dialéctica y su ideología. Francesco S Nitti, destituído de influencia en los rumbos de Italia por los fascistas, flirtea con la democracia norteamericana y con la democracia tudesca. Joseph Caillaux, desterrado de Francia por el bloc nacional, emplea su exilio en una viva actividad teorética.

Pero Caillaux está más lejos de recuperar su influencia en Francia, que Lloyd George, que Nitti la suya en Inglaterra y en Italia. La victoria de los radicales y los socialistas no llevaría a Caillaux al gobierno. Sobre Caillaux pesa todavía una condena. Los leaders presentes del bloc de izquierdas son Herriot, Boncour, Painlevé. A ellos les tocaría ocupar los puestos de Poincaré, de Tardieu, de Aragó y de los conductores del bloc nacional. Ellos, además, una vez instalados en el poder, tendrían que dosificar su radicalismo al estado de la opinión francesa, en la cual la intoxicación actual dejaría tantos sedimentos reaccionarios y nacionalistas. Caillaux no es, por consiguiente, un candidato al gobierno. Es apenas un candidato a la rehabilitación y a la amnistía francesas.

Hace cinco años Caillaux era un acusado. Era el protagonista de un dramático proceso de alta traición. Ahora no es sino un exiliado político. El mundo está unánimemente convencido de que el proceso de Caillaux fue un proceso político. Algo así como un accidente del trabajo. La guerra dió a la clase conservadora, a la alta burguesía francesa, una ocasión de represalia contra Caillaux. Esa clase conservadora, esa alta burguesía, detestaban a Caillaux por su radicalismo. Durante la época de hegemonía en la política francesa del radicalismo y de sus mayores figuras —Waldeck Rousseau, Combes, Caillaux— esa clase conservadora y esa alta burguesía almacenaron en su ánimo ascendrados rencores contra la izquierda y sus hombres. La guerra produjo en Francia la unión sagrada. Y la unión sagrada, que creaba un estado de ánimo nacionalista y guerrero, produjo el resurgimiento de las derechas, ávidas de castigar la “demagogia financiera” de Caillaux y de deshacerse de un adversario potente. Caiilaux, de otro lado, no era un adherente incondicional y delirante de la unión sagrada. No tenía puesta la mirada únicamente en las batallas; la tenía puesta, más bien, en el porvenir y en la paz. Preveía que la reconstrucción de Europa, desvastada y desangrada por la guerra, obligaría a Francia y a Alemania a la solidaridad y a la cooperación. Pensar así era entontes pensar heréticamente. Y Caillaux era, por tanto, un sospechoso de herejía en aquellos días de inquisición patriótica. Clemenceau, disidente del radicalismo, conductor, animador y prisionero de la corriente reaccionaria, no retrocedió ante una acusación de inteligencia con el enemigo. Y esgrimiendo esta acusación, mandó a Caillaux a la cárcel. El proceso vino después de la victoria, en un instante de apoteosis y de erección nacional. En un instante en que persistía agudamente la atmósfera marcial de la guerra. La acusación contra Caillaux no exhibió ninguna prueba. Se fundó en sospechas, en conjeturas, en presunciones. Explotó los contactos casuales de Caillaux con personajes sospechosos o equívocos en Italia, en la Argentina y en Francia. El fallo, impregnado del convencimiento de la inculpabilidad de Caillaux, tuvo, sin embargo, que concluir con una sentencia. Caillaux salió del proceso absuelto y condenado al mismo tiempo.

Después, las cosas han cambiado gradualmente. A medida que el ambiente francés se ha descargado de irritación bélica, la figura de Caillaux ha recobrado su verdadero contorno moral. Los radicales-socialistas, que temieron solidarizarse demasiado con su leader en los días de la acusación, han anunciado su voluntad de conseguir la revisión del proceso.

Caillaux aguarda en el exilio esta revisión. Pero no ha gastado su actividad en una actitud de vindicación y de defensa de su personalidad y de su historia. Ha escrito un libro, "Mes prisons”, denunciando la trastienda íntima de su persecución y de su condena. Y no ha vuelto a insistir, sobre este tópico personal y autobiográfico. En su libro posterior: "¿Ou vá la France? ¿Ou va rEurope?", ha ocupado de nuevo su posición de polémica y de combate ideológicos.

En este libro, que tanto ha resonado en el mundo, estudia Caillaux, preliminarmente, el proceso de incubación de la guerra. Sostiene que los gobernantes europeos de 1914 no defendieron suficientemente la paz. Y describe luego las condiciones actuales de Europa. Su descripción de la crisis europea no es menos panorámica y emocionante que la de Nitti. Y es, tal vez, más profunda y más técnica. Caillaux enfoca uno tras otro, los aspectos esenciales de crisis. Los déficits, las deudas, el pasivo de la guerra que arroja sobre las espaldas de varias generaciones europeas una carga abrumadora. La marejada campesina, la ola agraria, los intereses rurales que en la Europa central tienden a aislar al campo de la industria urbana y a restablecer una economía medioeval superada y anacrónica. La baja del cambio, la desvalorización de la moneda que arrinan a una extensa categoría de pequeños y medianos rentistas y que proletariza a la clase media. La hipertrofia, el crecimiento de los trust gigantescos y de los carteles mastodónicos construídos sobre ruinas y escombros, que confieren a unos cuantos grandes capitalista una influencia desmesurada en la suerte de los pueblos. Las corrientes nacionalistas que se oponen a una política de cooperación y asitencia internacionales y enemistan y separan a las naciones. Los intereses plutocráticos que obstruyen la vía del compromiso y de la transacción entre la idea individualista y la idea socialista.

¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa? Caillaux no admite el comunismo. Su resistencia al comunismo no es de orden ideológico sino de orden técnico. Caillaux piensa que el comunismo no puede reorganizar eficientemente la producción europea. El comunismo centraliza en el Estado todos los resortes de la producción. Entrega, por ende, la solución de todas las cuestiones económicas e industriales a una burocracia política, omnipotente y dogmática. Y bien. Caillaux considera aún necesaria la acción del interés privado en el funcionamiento de la producción. Sus objeciones al comunismo son objeciones de financista. Caillaux no discute la ética del comunismo. Discute, su eficacia, su utilidad, su oportunidad. Pero Caillaux, que no acepta la revolución, tampoco acepta la reacción. Con mayor énfasis que las soluciones de la extrema izquierda, rechaza las soluciones de la extrema derecha. Quiere que se pacte con las masas a fin de restaurar su voluntad de trabajo y de cooperación y de desviarlas de la atracción comunista. Advierte el envejecimiento del Estado individualista y el tramonto de la democracia jacobina. Y propone la reconstrucción del Estado sobre la base de una transacción entre la democracia occidental y el sovietismo ruso. Pero, deteniéndose ante la concepción de Rathenau del Estado profesional, afirma que el Estado económico debe estar subordinado al Estado político. Según Caillaux hay "una gran cuestión que supera en mucho a la del comunismo y el capitalismo"; la cuestión de la ciencia y de relaciones con la economía del mundo. La ciencia crea la inestabilidad económica y por consiguiente, la inestabilidad política. Actualmente las grandes usinas metalúrgicas se agrupan al lado de los yacimientos de hulla que abastecen los altos hornos. Más se predice la invención de un sistema nuevo de fabricación del acero. Y esta sola invención puede transformar la geografía económica de Europa.

Caillaux propugna la cooperación entre las naciones y la cooperación entre las clases. Afirma su adhesión a la idea democrática. Niega la eficacia de la revolución y de la reacción. Señala los grandes problemas, las grandes incertidumbres contemporáneas. Busca una solución utilitaria, una solución técnica. Desecha toda solución dogmática. Pero su palabra intelectual, vacilante, escrupulosa y científica, no emociona a las muchedumbres actuales, que sienten una necesidad mística de fe, de fanatismo y de mito.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

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