Conflictos

Taxonomía

Código

05.03.06

Nota(s) sobre el alcance

  • SOCIEDAD

Nota(s) sobre el origen

Mostrar nota(s)

Términos jerárquicos

Conflictos

Términos equivalentes

Conflictos

Términos asociados

Conflictos

3 Descripción archivística results for Conflictos

3 resultados directamente relacionados Excluir términos relacionados

Conclusiones sobre el regionalismo [Recorte de prensa]

Conclusiones sobre el regionalismo

I

He examinado, en cuatro artículos, la teoría y la práctica del viejo regionalismo. Me toca, en este artículo final, precisar mis puntos de
vista sobre la descentralización y concretar los términos en que, a mi juicio, se plantea, para la nueva generación, este problema.

La primera cosa que conviene esclarecer es la solidaridad o el compromiso a que gradualmente han llegado el gamonalismo regional y el régimen centralista. El gamonalismo, el caciquismo, pudo manifestarse más o menos federalista y anticentralista, mientras se elaboraba o maduraba esa solidaridad. Pero, desde que se ha convertido en el mejor instrumento, en el más eficaz agente del régimen centralista, ha renunciado a toda reivindicación desagradable a sus aliados de la capital.

Cabe declarar liquidada la antigua oposición entre centralistas y federailstas de la clase dominante, oposición que, como he remarcado en el curso de mi estudio, no asumió un carácter dramático. El antagonismo teórico se ha resuelto en un entendimiento práctico. Solo los gamonales en disfavor ante el poder central se muestran propensos a una actitud regionalista que, por supuesto, están resueltos a abandonar apenas mejore su fortuna política.

No existe ya, en primer plano, un problema de forma de gobierno. Vivimos en una época en que la economía domina y absorve a la política de un modo demasiado evidente. En todos los pueblos del mundo, no se discute y revisa ya simplemente el mecanismo de la administración sino, capitalmente, las bases económicas del Estado.

II

En la sierra subsisten, con mucho más arraigo y mucha más fuerza que en el resto de la República, los residuos de la feudalidad española. La necesidad más angustiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de esa feudalidad que constituye una supervivencia de la colonia. La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, mas autóctono. Y los enemigos históricos y lógicos de este programa son los herederos de la conquista, los descendientes de la colonia, vale decir los gamonales. A este respecto no hay equivoco posible.

Por consiguiente, se impone el repudio absoluto, el desahucio radical de un regionalismo que reconoce su origen en sentimientos e intereses feudales y que, en consecuencia, se propone como fin esencial un acrecentamiento del peder del gamonalismo.

El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio. Este es un dilema. No existe un tercer camino. Planteado este dilema, todas las cuestiones de arquitectura del régimen pasan a segundo término. Lo que les importa primordialmente a los hombres nuevos es que el Perú se pronuncie contra el gamonal, por el indio.

III

Como una consecuencia de las ideas y de los hechos que nos colocan cada día con más fuerza ante este inevitable dilema, el regionalismo empieza a distinguirse y a separarse en dos tendencias de impulso y dirección totalmente diversos. Mejor dicho, comienza a bosquejarse un nuevo regionalismo. Este regionalismo no es una mera protesta contra el régimen centralista. Es una expresión de la conciencia serrana y del sentimiento andino. Los nuevos regionalistas son, ante todo, indigenista. A Valcárcel, a Velasco Aragón y a los demás representantes de esta tendencia, —que no por azar nace en el Cuzco— no se les puede confundir con los anticentralistas de viejo tipo. Valcárcel percibe intactas, bajo el endeble estrato colonial, las raíces de la sociedad incaica. Su obra, más que regional, es cuzqueña, es andina, es quechua. Se alimana de sentimiento indígena y de tradición autóctona.

El problema primario, para estos regionalistas, es el problema del indio y de la tierra. Y en esto su pensamiento coincide del todo con el pensamiento de los hombres nuevos de la capital. No puede hablarse, en nuestra época, de contraste, entre la capital y las regiones sino de conflicto entre dos generaciones, entre dos mentalidades, entre dos idearios, uno que declina, otro que asciende, ambos difundidos y representados así en la sierra como en la costa, así en la provincia como en la urbe.

Quienes, entre los jóvenes, se obstinen en hablar el mismo lenguaje vagamente federalista de los viejos, equivocan el camino. A la nueva generación le toca construir, sobre un sólido cimiento de justicia, la unidad peruana.

IV

Suscritos estos principios, admitidos estos fines, toda posible discrepancia sustancial, emanada de egoísmos regionalistas o centralistas, queda descartada y excluida. La condenación del centralismo se une a la condenación del gamonalismo. Y estas dos condenaciones se apoyan en una misma esperanza y un mismo ideal: la redención del indio.

La autonomía municipal, el self government, la descentralización administrativa, no pueden ser regateadas ni discutidas en sí mismas. Pero desde los puntos de vista de una renovación peruana integral, tienen que ser consideradas y apreciadas en sus relaciones con el problema indígena y el problema agrario.

Ninguna reforma que robustezca al gamonal contra el indio, por mucho que aparezca como una satisfacción del sentimiento regionalista, puede ser estimada como una reforma buena y justa. Por encima de cualquier triunfo formal de la descentralización y la autonomía, están las reivindicaciones sustanciales de la causa del indio. Al menos en la consciencia de la vanguardia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La región en la República [Recorte de prensa]

La región en la República

Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de su tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es que las “regiones” son los “departamentos”. El departamento es un término político que no designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula precisa de descentralización. Un regionalismo que se contente de la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo que en su libro "Crear" dedica a la reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región".

Pero este órgano no es nuevo sino como órgano, político y administrativo. Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía dentro de esta, necesita precisamente existir como región. En Francia, nadie puede contestar el derecho de la Provenza, de la Alsacia-Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España donde la unidad nacional es menos sólida ni de Italia donde, es menos vieja. En España y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gens y hasta la lengua.

El Perú, según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se encuentra bien definido es la naturaleza). Y esta división no es solo física. Trasciende, a toda nuestra realidad social y económica. La montaña sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población. La sierra, es indígena; la costa es española o mestiza, (como se prefiera calificarla ya que las palabras "indígena" y "español" adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre el libro de Valcárcel: “La dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobreviene en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena”.

La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen refugiadas hurañamente en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorverlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y conveniencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de civilización, nacida, de la invasión y la conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse, con la raza indígena ni eliminarla o absorverla.

El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce solo un simple descontento de una parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente, de este, contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, mas que un conflicto entre la capital y las provincias, denuncia el conflicto entre el Peru costeño y español y el Perú serrano e indígena.

Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa geográfica y sociológicamente son dos regiones; pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de comunicación sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene, que inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo.

Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.

II

Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan sincera y profundamente sentido como en el Sur, y, más precisamente, en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización incaica. En el sur la “región” reposa sólidamente en la piedra histérica. Los Andes son sus bastiones.

El Sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino puertos y caletas. El Sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreynato y de la república.

Hacía el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y tonalidad españolas. El trafico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimientos.

En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.

III

El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos; pero acepta o emplea, a veces, una division más general: la que agrupa los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y sur. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en el fondo, más arbitraria y artificial que esta demarcación la de la república centralista. Bajo la etiqueta de Norte y de Centro se reune departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término “región” aparece aplicado demasiado convencionalmente.

Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando su comité central sobre tres comités regionales, el del norte, el del centro y el del sur. (Del federalismo de este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y la forma constitucional de 1919, al instituir los congresos regionales, sancionó la misma división.

Pero esta demarcación, como la de los departamentos, corresponde característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original. Este será el tema de mi próximo artículo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La América Latina y la disputa boliviano-paraguaya [Recorte de prensa]

La América Latina y la disputa boliviano-paraguaya

La facilidad suramericana, tropical, con que dos países del continente han llegado a la movilización y a la escaramuza, nos advierte que las garantías de la paz en esta parte del mundo son mucho menores de lo que, por optimismo excesivo, nos habíamos acostumbrado a admitir. Sud América como Centro América, si nos atenemos a este aviso repentino, pueden convertirse en cualquier instante en un escenario balkánico. Un choque de patrullas, un cambio de invectivas, basta, —si hay de por medio uno de esos pleitos de confines que en nuestra América reemplazan a las cuestiones de minorías nacionales— para que dos pueblos lleguen a la tragedia.

La paz, como acabamos de ver, no tiene fiadores. Ni los Estados Unidos ni la Sociedad de las Naciones, en caso de inminencia guerrera, van más allá del ofrecimiento amistoso de sus buenos servicios. El pacto Kellogg, el espíritu de Locarno no tienen —para América menos aún que para Europa— sino un valor platónico, diplomático. La paz carece no sólo de garantías materiales —el desarme— sino de garantías jurídicas. Si los combates entre paraguayos y bolivianos no hubiesen coincidido con la celebración de la Conferencia Pan-Americana de Conciliación y Arbitraje en Washington, habría faltado el organismo capaz de mediar con autoridad entre los dos países. El Gobierno de Washington y la Sociedad de las Naciones se neutralizan cortésmente; el monroismo descubre su sentido negativo, su función yanqui, no americana. Estados Unidos encuentra en una revolución como la de Nicaragua motivo suficiente para intervenir con sus barcos, sus aviones y su marinería; pero ante un conflicto armado entre dos países hispano-americanos siente la necesidad de no rebasar el límite de la más estricta y prudente neutralidad.

Los problemas de política interna concurren a hacer extremamente peligrosa cualquiera fricción. En el caso de Bolivia, la situación del gobierno de Siles parece haber jugado un rol decisivo en el inflamiento y exageración de la cuestión creada por el ataque paraguayo. (Ataque que habría estado precedido de la incursión de tropas bolivianas en territorio situado bajo la autoridad del Paraguay. No discuto los comunicados oficiales. Los términos de la controversia no interesan a mi comentario). El gobierno de Siles es un gobierno de facción, que tiene como adversarios no sólo a los que lo fueron del gobierno de Saavedra, sino también a una gran parte de los saavedristas. Su estabilidad depende del ejército. Su política internacional tiene que entonarse, por ende, a un humor militarista. El llamamiento a las armas, el grito de la patria en peligro han sido, muchas veces, en la historia, excelentes recursos de política oligárquica. En Bolivia, Siles ha asido la oportunidad para constituir un ministerio de concentración que ensancha las bases partidaristas de su política. Escalier y Abdón Saavedra se han puesto a sus órdenes. Don Abdón, ruidosamente expulsado a poco de la ascensión de Siles al poder, ha regresado a Bolivia. Puede suceder que, con todo esto, los riesgos para el porvenir se compliquen y acrecienten. Que el frente interno, la concordia de los partidos, signifique para el gobierno de Siles la amenaza de un caballo de Troya. Pero las oligarquías hispanoamericanas han vivido siempre así, alternando la violencia con la astucia, girando contra el porvenir.

Sin estos elementos de excitación artificial, agravados por temperamentos más o menos patéticos, más o menos propensos al vértigo bélico, sería inconcebible el que una escaramuza de fronteras, un choque de patrullas —es decir un episodio corriente de la vida internacional de este continente donde las fronteras no están aún bien solidificadas y definidas— pudiese ser considerado seriamente como un motivo de movilización y de guerra. Los riesgos de conflicto armado se explican, sin duda, mucho más en Europa superpoblada, dividida en múltiples nacionalidades —nacionalidades reales y distintas— forzada mientras subsista el orden vigente a un difícil equilibrio. En este continente latino-americano que, con excepción del Brasil, habla un único idioma, y que no tiene luchas ni competencias tradicionales, las rivalidades que enemistan a los pueblos, y que pueden precipitarlos en la guerra son, al lado de las diferencias europeas, menudas querellas provincianas.

Lo más inquietante, por esto, en los últimos acontecimientos es que no hayan suscitado en la opinión pública de los pueblos latino-americanos, una enérgica, instantánea, compacta y unánime afirmación pacifista. La defensa de la paz ha sido dejada a la prensa, a los gobiernos. Y la acción oficial, sin el requerimiento público, no agota nunca sus recursos. Tal vez la sorpresa ha dominado y paralizado a las gentes. Quizás los pueblos no han salido todavía del estupor. Ojalá sea esta la explicación de la calma pública. El deber de la Inteligencia, sobre todo, es, en Latino-América, más que en ningún otro sector del mundo, el de mantenerse alerta contra toda aventura bélica. Una guerra entre dos países latino-americanos sería una traición al destino y a la misión del continente. Sólo los intelectuales que se entretienen en plagiar los nacionalismos europeos pueden mostrarse indiferentes a este deber. Y no es por pacifismo sentimental, ni por abstracto humanitarismo, que nos toca vigilar contra todo peligro bélico. Es por el interés elemental de vivir prevenidos contra la amenaza de la balcanización de nuestra América, en provecho de los imperialismos que se disputan sordamente sus mercados y sus riquezas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira