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05.01.01

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La región en la República [Recorte de prensa]

La región en la República

Llegamos a uno de los problemas sustantivos del regionalismo: la definición de las regiones. Me parece que nuestros regionalistas de antiguo tipo no se lo han planteado nunca seria y realísticamente, omisión que acusa el abstractismo y la superficialidad de su tesis. Ningún regionalista inteligente pretenderá que las regiones están demarcadas por nuestra organización política, esto es que las “regiones” son los “departamentos”. El departamento es un término político que no designa una realidad y menos aún una unidad económica e histórica. El departamento, sobre todo, es una convención que no corresponde sino a una necesidad o un criterio funcional del centralismo. Y no concibo un regionalismo que condene abstractamente el régimen centralista sin objetar concretamente su peculiar división territorial. El regionalismo se traduce lógicamente en federalismo. Se precisa, en todo caso, en una fórmula precisa de descentralización. Un regionalismo que se contente de la autonomía municipal no es un regionalismo propiamente dicho. Como escribe Herriot, en el capítulo que en su libro "Crear" dedica a la reforma administrativa, "el regionalismo superpone al departamento y a la comuna un órgano nuevo: la región".

Pero este órgano no es nuevo sino como órgano, político y administrativo. Una región no nace del Estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía dentro de esta, necesita precisamente existir como región. En Francia, nadie puede contestar el derecho de la Provenza, de la Alsacia-Lorena, de la Bretaña, etc., a sentirse y llamarse regiones. No hablemos de España donde la unidad nacional es menos sólida ni de Italia donde, es menos vieja. En España y en Italia las regiones se diferencian netamente por la tradición, el carácter, la gens y hasta la lengua.

El Perú, según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se encuentra bien definido es la naturaleza). Y esta división no es solo física. Trasciende, a toda nuestra realidad social y económica. La montaña sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado Peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población. La sierra, es indígena; la costa es española o mestiza, (como se prefiera calificarla ya que las palabras "indígena" y "español" adquieren en este caso una acepción muy amplia). Repito aquí lo que escribí en un artículo sobre el libro de Valcárcel: “La dualidad de la historia y del alma peruanas, en nuestra época, se precisa como un conflicto entre la forma histórica que se elabora en la costa y el sentimiento indígena que sobreviene en la sierra hondamente enraizado en la naturaleza. El Perú actual es una formación costeña. La nueva peruanidad se ha sedimentado en la tierra baja. Ni el español ni el criollo supieron ni pudieron conquistar los Andes. En los Andes, el español no fue nunca sino un pionnier o un misionero. El criollo lo es también hasta que el ambiente andino extingue en él al conquistador y crea, poco a poco, un indígena”.

La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen refugiadas hurañamente en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorverlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y conveniencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de civilización, nacida, de la invasión y la conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse, con la raza indígena ni eliminarla o absorverla.

El sentimiento regionalista, en las ciudades o circunscripciones donde es más profundo, donde no traduce solo un simple descontento de una parte del gamonalismo, se alimenta evidente, aunque inconscientemente, de este, contraste entre la costa y la sierra. El regionalismo cuando responde a estos impulsos, mas que un conflicto entre la capital y las provincias, denuncia el conflicto entre el Peru costeño y español y el Perú serrano e indígena.

Pero, definidas así las regionalidades, o mejor dicho, las regiones, no se avanza nada en el examen concreto de la descentralización. Por el contrario, se pierde de vista esta meta, para mirar a una mucho mayor. La sierra y la costa geográfica y sociológicamente son dos regiones; pero no pueden serlo política y administrativamente. Las distancias interandinas son mayores que las distancias entre la sierra y la costa. El movimiento espontáneo de la economía peruana trabaja por la comunicación trasandina. Solicita la preferencia de las vías de comunicación sobre las vías longitudinales. El desarrollo de los centros productores de la sierra depende de la salida al mar. Y todo programa positivo de descentralización tiene, que inspirarse, principalmente, en las necesidades y en las direcciones de la economía nacional. El fin histórico de una descentralización no es secesionista sino, por el contrario, unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo.

Estas constataciones conducen, por tanto, a la conclusión de que el carácter impreciso y nebuloso del regionalismo peruano y de sus reivindicaciones no es sino una consecuencia de la falta de regiones bien definidas.

II

Uno de los hechos que más vigorosamente sostienen y amparan esta tesis me parece el hecho de que el regionalismo no sea en ninguna parte tan sincera y profundamente sentido como en el Sur, y, más precisamente, en los departamentos del Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac. Estos departamentos constituyen la más definida y orgánica de nuestras regiones. Entre estos departamentos el intercambio y la vinculación mantienen viva una vieja unidad: la heredada de los tiempos de la civilización incaica. En el sur la “región” reposa sólidamente en la piedra histérica. Los Andes son sus bastiones.

El Sur es fundamentalmente serrano. En el sur, la costa se estrecha. Es una exigua y angosta faja de tierra, en la cual el Perú costeño y mestizo no ha podido asentarse fuertemente. Los Andes avanzan hacia el mar convirtiendo la costa en una estrecha cornisa. Por consiguiente, las ciudades no se han formado en la costa sino en la sierra. En la costa del sur no hay sino puertos y caletas. El Sur ha podido conservarse serrano, si no indígena, a pesar de la conquista, del virreynato y de la república.

Hacía el norte, la costa se ensancha. Deviene, económica y demográficamente, dominante. Trujillo, Chiclayo, Piura son ciudades de espíritu y tonalidad españolas. El trafico entre estas ciudades y Lima es fácil y frecuente. Pero lo que más las aproxima a la capital es la identidad de tradición y de sentimientos.

En un mapa del Perú, mejor que en cualquier confusa o abstracta teoría, se encuentra así explicado el regionalismo peruano.

III

El régimen centralista divide el territorio nacional en departamentos; pero acepta o emplea, a veces, una division más general: la que agrupa los departamentos en tres grupos: Norte, Centro y sur. La Confederación Perú-Boliviana de Santa Cruz seccionó el Perú en dos mitades. No es, en el fondo, más arbitraria y artificial que esta demarcación la de la república centralista. Bajo la etiqueta de Norte y de Centro se reune departamentos o provincias que no tienen entre sí ningún contacto. El término “región” aparece aplicado demasiado convencionalmente.

Ni el Estado ni los partidos han podido nunca, sin embargo, definir de otro modo las regiones peruanas. El partido demócrata, a cuyo federalismo teórico ya me he referido, aplicó su principio federalista en su régimen interior, colocando su comité central sobre tres comités regionales, el del norte, el del centro y el del sur. (Del federalismo de este partido se podría decir que fue un federalismo de uso interno). Y la forma constitucional de 1919, al instituir los congresos regionales, sancionó la misma división.

Pero esta demarcación, como la de los departamentos, corresponde característica y exclusivamente a un criterio centralista. Es una opinión o una tesis centralista. Los regionalistas no pueden adoptarla sin que su regionalismo aparezca apoyado en premisas y conceptos peculiares de la mentalidad metropolitana. Todas las tentativas de descentralización han adolecido, precisamente, de este vicio original. Este será el tema de mi próximo artículo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Caillaux [Recorte de prensa]

Caillaux

La ola reaccionaria ha desalojado del poder a los estadistas de la democracia, a los leaders de la política de "reconstrucción europea". Y ha agravado así la crisis de la desocupación y del "chomage". Más esos estadistas, esos leaders no aceptan pasivamente la condición de desocupados. Invierten su tiempo en la propaganda, en la "reclame" de sus ideas y su táctica. Y como la reacción es un fenómeno internacional, no la combaten solo en sus países respectivos: la combaten sobre todo, en el mundo. No intentan únicamente la conquista de la opinión nacional: intentan la conquista de la opinión mundial. Lloyd George, reemplazado en el gobierno de Inglaterra por los conservadores, efectúa en Estados Unidos un estruendoso desembarco de su dialéctica y su ideología. Francesco S Nitti, destituído de influencia en los rumbos de Italia por los fascistas, flirtea con la democracia norteamericana y con la democracia tudesca. Joseph Caillaux, desterrado de Francia por el bloc nacional, emplea su exilio en una viva actividad teorética.

Pero Caillaux está más lejos de recuperar su influencia en Francia, que Lloyd George, que Nitti la suya en Inglaterra y en Italia. La victoria de los radicales y los socialistas no llevaría a Caillaux al gobierno. Sobre Caillaux pesa todavía una condena. Los leaders presentes del bloc de izquierdas son Herriot, Boncour, Painlevé. A ellos les tocaría ocupar los puestos de Poincaré, de Tardieu, de Aragó y de los conductores del bloc nacional. Ellos, además, una vez instalados en el poder, tendrían que dosificar su radicalismo al estado de la opinión francesa, en la cual la intoxicación actual dejaría tantos sedimentos reaccionarios y nacionalistas. Caillaux no es, por consiguiente, un candidato al gobierno. Es apenas un candidato a la rehabilitación y a la amnistía francesas.

Hace cinco años Caillaux era un acusado. Era el protagonista de un dramático proceso de alta traición. Ahora no es sino un exiliado político. El mundo está unánimemente convencido de que el proceso de Caillaux fue un proceso político. Algo así como un accidente del trabajo. La guerra dió a la clase conservadora, a la alta burguesía francesa, una ocasión de represalia contra Caillaux. Esa clase conservadora, esa alta burguesía, detestaban a Caillaux por su radicalismo. Durante la época de hegemonía en la política francesa del radicalismo y de sus mayores figuras —Waldeck Rousseau, Combes, Caillaux— esa clase conservadora y esa alta burguesía almacenaron en su ánimo ascendrados rencores contra la izquierda y sus hombres. La guerra produjo en Francia la unión sagrada. Y la unión sagrada, que creaba un estado de ánimo nacionalista y guerrero, produjo el resurgimiento de las derechas, ávidas de castigar la “demagogia financiera” de Caillaux y de deshacerse de un adversario potente. Caiilaux, de otro lado, no era un adherente incondicional y delirante de la unión sagrada. No tenía puesta la mirada únicamente en las batallas; la tenía puesta, más bien, en el porvenir y en la paz. Preveía que la reconstrucción de Europa, desvastada y desangrada por la guerra, obligaría a Francia y a Alemania a la solidaridad y a la cooperación. Pensar así era entontes pensar heréticamente. Y Caillaux era, por tanto, un sospechoso de herejía en aquellos días de inquisición patriótica. Clemenceau, disidente del radicalismo, conductor, animador y prisionero de la corriente reaccionaria, no retrocedió ante una acusación de inteligencia con el enemigo. Y esgrimiendo esta acusación, mandó a Caillaux a la cárcel. El proceso vino después de la victoria, en un instante de apoteosis y de erección nacional. En un instante en que persistía agudamente la atmósfera marcial de la guerra. La acusación contra Caillaux no exhibió ninguna prueba. Se fundó en sospechas, en conjeturas, en presunciones. Explotó los contactos casuales de Caillaux con personajes sospechosos o equívocos en Italia, en la Argentina y en Francia. El fallo, impregnado del convencimiento de la inculpabilidad de Caillaux, tuvo, sin embargo, que concluir con una sentencia. Caillaux salió del proceso absuelto y condenado al mismo tiempo.

Después, las cosas han cambiado gradualmente. A medida que el ambiente francés se ha descargado de irritación bélica, la figura de Caillaux ha recobrado su verdadero contorno moral. Los radicales-socialistas, que temieron solidarizarse demasiado con su leader en los días de la acusación, han anunciado su voluntad de conseguir la revisión del proceso.

Caillaux aguarda en el exilio esta revisión. Pero no ha gastado su actividad en una actitud de vindicación y de defensa de su personalidad y de su historia. Ha escrito un libro, "Mes prisons”, denunciando la trastienda íntima de su persecución y de su condena. Y no ha vuelto a insistir, sobre este tópico personal y autobiográfico. En su libro posterior: "¿Ou vá la France? ¿Ou va rEurope?", ha ocupado de nuevo su posición de polémica y de combate ideológicos.

En este libro, que tanto ha resonado en el mundo, estudia Caillaux, preliminarmente, el proceso de incubación de la guerra. Sostiene que los gobernantes europeos de 1914 no defendieron suficientemente la paz. Y describe luego las condiciones actuales de Europa. Su descripción de la crisis europea no es menos panorámica y emocionante que la de Nitti. Y es, tal vez, más profunda y más técnica. Caillaux enfoca uno tras otro, los aspectos esenciales de crisis. Los déficits, las deudas, el pasivo de la guerra que arroja sobre las espaldas de varias generaciones europeas una carga abrumadora. La marejada campesina, la ola agraria, los intereses rurales que en la Europa central tienden a aislar al campo de la industria urbana y a restablecer una economía medioeval superada y anacrónica. La baja del cambio, la desvalorización de la moneda que arrinan a una extensa categoría de pequeños y medianos rentistas y que proletariza a la clase media. La hipertrofia, el crecimiento de los trust gigantescos y de los carteles mastodónicos construídos sobre ruinas y escombros, que confieren a unos cuantos grandes capitalista una influencia desmesurada en la suerte de los pueblos. Las corrientes nacionalistas que se oponen a una política de cooperación y asitencia internacionales y enemistan y separan a las naciones. Los intereses plutocráticos que obstruyen la vía del compromiso y de la transacción entre la idea individualista y la idea socialista.

¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa? Caillaux no admite el comunismo. Su resistencia al comunismo no es de orden ideológico sino de orden técnico. Caillaux piensa que el comunismo no puede reorganizar eficientemente la producción europea. El comunismo centraliza en el Estado todos los resortes de la producción. Entrega, por ende, la solución de todas las cuestiones económicas e industriales a una burocracia política, omnipotente y dogmática. Y bien. Caillaux considera aún necesaria la acción del interés privado en el funcionamiento de la producción. Sus objeciones al comunismo son objeciones de financista. Caillaux no discute la ética del comunismo. Discute, su eficacia, su utilidad, su oportunidad. Pero Caillaux, que no acepta la revolución, tampoco acepta la reacción. Con mayor énfasis que las soluciones de la extrema izquierda, rechaza las soluciones de la extrema derecha. Quiere que se pacte con las masas a fin de restaurar su voluntad de trabajo y de cooperación y de desviarlas de la atracción comunista. Advierte el envejecimiento del Estado individualista y el tramonto de la democracia jacobina. Y propone la reconstrucción del Estado sobre la base de una transacción entre la democracia occidental y el sovietismo ruso. Pero, deteniéndose ante la concepción de Rathenau del Estado profesional, afirma que el Estado económico debe estar subordinado al Estado político. Según Caillaux hay "una gran cuestión que supera en mucho a la del comunismo y el capitalismo"; la cuestión de la ciencia y de relaciones con la economía del mundo. La ciencia crea la inestabilidad económica y por consiguiente, la inestabilidad política. Actualmente las grandes usinas metalúrgicas se agrupan al lado de los yacimientos de hulla que abastecen los altos hornos. Más se predice la invención de un sistema nuevo de fabricación del acero. Y esta sola invención puede transformar la geografía económica de Europa.

Caillaux propugna la cooperación entre las naciones y la cooperación entre las clases. Afirma su adhesión a la idea democrática. Niega la eficacia de la revolución y de la reacción. Señala los grandes problemas, las grandes incertidumbres contemporáneas. Busca una solución utilitaria, una solución técnica. Desecha toda solución dogmática. Pero su palabra intelectual, vacilante, escrupulosa y científica, no emociona a las muchedumbres actuales, que sienten una necesidad mística de fe, de fanatismo y de mito.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

John Maynard Keynes [Recorte de prensa]

John Maynard Keynes

Keynes no es leader, no es político, no es siquiera diputado. No es sino director del "Manchester Guardian" y profesor de economía de la Universidad de Cambridge. Sin embargo, es una figura de primer rango de la política europea. Y, aunque no ha descubierto la decadencia de la civilización occidental, la teoría de la relatividad ni el injerto de la glándula de mono, es un hombre tan ilustre y resonante como Spengler, como Einstein y como Voronoff. Un libro de estruendoso éxito, "Las consecuencias económicas de la Paz", ha propagado el nombre de Keynes en el mundo. Creo que este volumen, del cual se han hecho numerosas ediciones en inglés, en francés, en alemán y en italiano, no ha sido traducido todavía al español. (Y esto no es insólito. "¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa?" de Caillaux y "Europa sin paz" de Nitti han sido editadas en español, con más de dos años de retardo, merced, a una Editorial Internacional de Buenos Aires. El libro máximo del siglo, "La decadencia de Occidente" de Spengler ha sido vertido al español gracias a la existencia de la biblioteca de ideas del siglo veinte fundada por Ortega y Gasset). Pero el "Manchester Guardian Comercial" se edita en varias lenguas, en español entre ellas, de suerte que el renombre y la actividad de Keynes son familiares al público hispano-americano. Nadie ignora, por consiguiente, en este público, que Keynes fue uno de los delegados de Inglaterra en la conferencia de la paz, que representó en ella al Tesoro británico y que renunció su cargo por no solidarizarse con los yerros y entuertos del Tratado de Versalles.

Su libro "Las consecuencias económicas de la Paz" es la historia íntima, descarnada y escueta de la conferencia de la paz y de sus escenas de bastidores. Y es, al mismo tiempo, una sensacional requisitoria contra el tratado de Versalles y contra sus protagonistas. Keynes denuncia en su obra las deformidades y los errores de ese pacto y sus consecuencias en la situación europea.

El pacto de Versalles es un tópico de actualidad. Los políticos y los economistas de la reconstrucción europea reclaman perentoriamente su revisión, su rectificación casi su cancelación. La suscripción de ese tratado resulta una cosa condicional y provisoria. Estados Unidos le ha negado su favor y su firma. Inglaterra ha revelado su intención de abandonarlo. Alemania, desorganizada por la ocupación del Ruhr, ha declaradp su incapacidad de cumplirlo. Francia, aferrada al dogma de su infalibilidad, lo ha trasgredido invadiendo el Ruhr. Keynes lo ha declarado una reglamentación temporal de la rendición alemana. La iniciativa de Hughes de examinar y resolver la cuestión de las reparaciones en una reunión de expertos de economía no ha sido, sustancialmente, sino una proposición de revisión del Tratado. Esa iniciativa ha fracasado precisamente porque Francia no ha querido conferir a la reunión de expertos ninguna autoridad revisionista. El Tratado, por ende, está en estudio, está en debate. Keynes dice que es inejecutable.

¿Cómo se ha incubado, cómo ha nacido este tratado deforme, este tratado teratológico? Keynes, testigo inteligente de la gestación, nos lo explica. La Paz de Versalles fue elaborada por tres hombres: Wilson, Clemenceau y Lloyd George. —Orlando tuvo al lado de estos tres estadistas un rol secundario, anodino, intermitente y opaco. Su intervención se confinó a una sentimental defensa de los derechos de Italia.— Wilson ambicionaba seriamente una paz edificada sobre sus catorce puntos y nutrida de su ideología democrática. Pero Clemenceau pugnaba por obtener una paz ventajosa para Francia, una paz dura, áspera, inexorable. Lloyd George era empujado en análogo sentido por la opinión inglesa. Sus compromisos eleccionarios lo forzaban a tratar sin clemencia a Alemania. Los pueblos de la Entente estaban demasiado perturbados por el placer y el deliquio de la victoria. Atravesaban un período de fiebre y de tensión nacionalistas. Su inteligencia estaba oscurecida por el pathos. Y, mientras Clemenceau y Lloyd George, representaban a dos pueblos poseídos morbosamente por el deseo de expoliar y oprimir a Alemania, Wilson no representaba a un pueblo realmente ganado a su doctrina ni sólidamente mancomunado con su beato y demagógico programa. A la mayoría del pueblo americano no le interesaba sino la liquidación más práctica y menos onerosa posible de la guerra. Tendía, por consiguiente, al abandono de todo lo que el programa wilsoniano tenía de idealista. El ambiente aliado, en suma, era adverso a una paz wilsoniana y altruista. Era un ambiente guerrero y truculento, cargado de odios, de rencores y de gases asfixiantes. Wilson mismo no podía sustraerse a la influencia y a la sugestión de la "atmósfera pantanosa de París". El estado de ánimo aliado era agudamente hostil al programa wilsoniano de paz sin anexiones ni indemnizaciones. Además Wilson, como diplomático, como político, era asaz inferior a Clemenceau y a Lloyd George. La figura política de Wilson no sale muy bien parada del libro de Keynes. Keynes retrata la actitud de Wilson en la conferencia de la paz como una actitud mística, sacerdotal. Al lado de Lloyd George y de Clemenceau, cautos, redomados y sagaces estrategas de la política, Wilson resultaba un ingenuo maestro universitario, un utopista y hierático presbiteriano. Wilson, finalmente, llevó a la conferencia de la paz principios generales, pero no ideas concretas respecto de su aplicación. Wilson no conocía las cuestiones europeas a las cuales estaban destinados sus principios, A los aliados les fue fácil, por esto, camuflar y disfrazar de un ropaje idealista la solución que les convenía. Clemenceau y Lloyd George, ágiles y permeables, trabajaban asistidos por un ejército de técnicos y de expertos. Wilson, rígido y hermético, no tenía casi contacto con su delegación. Ninguna persona de su "entourage" excepción hecha tal vez del coronel House, ejercitaba influencia sobre su pensamiento. A veces una redacción astuta, una maniobra gramatical, bastó para esconder dentro de una cláusula de apariencia inocua una intención trascendente. Wilson no pudo defender su programa del torpedeamiento sigiloso de sus colegas de la conferencia.

Entre el programa wilsoniano y el tratado de Versalles existe, por esta y otras razones, una contradicción sensible. El programa wilsoniano garantizaba a Alemania el respeto de su integridad territorial, le aseguraba una paz sin multas ni indemnizaciones y proclamaba enfáticamente el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos. Y bien. El Tratado separa de Alemania la región del Sarre, habitada por seiscientos mil teutones genuinos. Asigna a Polonia y Checoeslovaquia otras porciones de territorio alemán. Autoriza la ocupación durante quince años de la ribera izquierda del Rhin, donde habitan seis millones de alemanes. Y suministra a Francia pretexto para invadir las provincias del Ruhr e instalarse en ellas. El tratado niega a Austria, reducida a un pequeño Estado, el derecho de asociarse o incorporarse a Alemania. Austria no puede usar de este derecho sin el permiso de la Sociedad de las Naciones. Y la Sociedad de las Naciones no puede acordarle su permiso sino por unanimidad de votos. El Tratado obliga a Alemania, aparte de la reparación de los daños causados a poblaciones civiles y de la reconstrucción de las ciudades y campos devastados, al reembolso de las pensiones de guerra de los países aliados. La despoja de todos sus bienes negociables, de sus colonias, de su cuenca carbonífera del Sarre, de su marina mercante y hasta de la propiedad privada de sus súbditos en territorio aliado. Le impone la entrega anual de una cantidad de carbón equivalente a la diferencia entre la producción actual de las minas de carbón francesas y la producción de antes de la guerra. Y la constriñe a conceder, sin ningún derecho a reciprocidad, una tarifa aduanera mínima a las mercaderías aliadas y a dejarse invadir, sin ninguna compensación, por la producción aliada. En una palabra, el Tratado empobrece, mutila y desarma a Alemania y, simultáneamente, le demanda una enorme indemnización de guerra. El tratado no fija el monto de esta indemnización. Pero la reglamentación de Londres lo establece en 138,000 millones de marcos oro.

Keynes prueba que este pacto es una violación de las condiciones de paz ofrecidas por los aliados a Alemania para inducirla a rendirse. Alemania capituló sobre la base de los catorce puntos de Wilson. Las condiciones de paz no debían, por tanto, haberse apartado ni diferenciado de esos catorce puntos. La conferencia de Versalles habría debido limitarse a la aplicación, a la formalización de esas condiciones de paz. En tanto, la conferencia de Versalles impuso a Alemania una paz diferente, una paz distinta de la ofrecida solemnemente por Wilson. Keynes califica esta conducta como una deshonestidad monstruosa. Además, este tratado, que arruina y destruye a Alemania, no es solo injusto e insensato. Cómo casi todos los actos insensatos e injustos, es peligroso y fatal para sus autores. Europa ha menester de solidaridad y de cooperación internacionales para reorganizar su producción y restaurar su riqueza. Y el tratado la anarquiza, la fracciona, la conflagra y la inficiona de nacionalismo y jingoísmo. La crisis europea tiene en el pacto de Versalles uno de sus mayores estímulos morbosos. Keynes advierte la extensión y la profundidad de esta crisis. Y no cree en los planes de reconstrucción, "demasiado complejos, demasiado sentimentales y demasiado pesimistas". "El enfermo —dice— no tiene necesidad de drogas ni de medicinas. Lo que le hace falta es una atmósfera sana y natural en la cual pueda dar libre curso a sus fuerzas de convalescencia". Su plan de reconstrucción europea se condensa, por eso, en dos proposiciones lacónicas: la anulación de las deudas interaliadas y la reducción de la indemnización alemana a 36,000 millones de marcos. Keynes sostiene que este es el monto justo de las reparaciones y que este es, también, el maximum que Alemania puede pagar.

Pensamiento de economista y de financista, el pensamiento de Keynes localiza la solución de la crisis europea en la reglamentación económica de la paz. En su primer libro escribía, sin embargo, que "la organización económica, por la cual ha vivido Europa occidental durante el último siglo, es esencialmente extraordinaria, inestable, compleja, incierta y temporaria". La crisis, por consiguiente, no se reduce a la existencia de la cuestión de las reparaciones y de las deudas inter-aliadas. Los problemas económicos de la paz exarceban y exasperan la crisis; pero no la causan integramente. La raíz de la crisis está en esa organización económica "inestable, compleja, etc." Pero Keynes es un economista, burgués, de ideología evolucionista y de psicología británica, que necesita inocula confianza e inyectar optimismo en el espíritu de la sociedad capitalista. Y debe, por esto, asegurarle que una solución sabia, sagaz y prudente de los problemas económicos de la paz removerá todos los obstáculos que construyen actualmente el camino del progreso, de la felicidad y del bienestar humano.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Economía colonial [Recorte de prensa]

Economía colonial

I

El año económico de 1925 nos ha recordado de nuevo que toda la economía de la costa y, por ende, del Perú nacido de la conquista, reposa sobre dos bases que, físicamente, no pueden, parecerle a nadie asaz sólidas: el algodón y el azúcar. Esta constatación carece sin duda de valor para los hombres prácticos. Pero la visión de los hombres prácticas está siempre demasiado dominada por las cosas de la superficie para ser verdaderamente profunda. Y, en algunas cuestiones, la teoría cala más hondo que la experiencia.

La teoría además, interviene, mucho más de lo que se piensa, en conceptos aparentemente empíricos y objetivos. El mundo, por ejemplo, cree en la solidez de la economía británica no tanto por lo que te dicen las cifras de su comercio, sino porque sabe que la base de esta economía es el carbón. Y su confianza en el resurgimiento de la economía alemana tiene seguramente análogos motivos. La prueba está en que esa confianza sólo se ha quebrantado cuando se ha visto amenazado o socavado uno de los cimientos de Alemania: el carbón y el hierro.

La metáfora —que es, evidentemente, una necesidad más bien que un gusto nos ha habituado a representarnos una sociedad, un Estado, una economía, etc. como un edificio. Esto explica la preocupación inevitable del cimiento.

En el discurso del 1925 por otra parte, ha sido la naturaleza —no la teoría— la que nos ha revelado la poca consistencia del azúcar y del algodón como bases de una economía. Ha bastado que llueva extraordinariamente para que toda la vida económica del pais se resienta. Una serie de cosas, que mucha gente se había acostumbrado ya a mirar como adquisiciones definitivas del progreso peruano, han resultado dependientes del precio del azúcar y del algodón en los mercados de New York y Londres.

II

El Perú es, prevalentemente, un país agrícola. No obstante el crecimiento de la producción minera, los productos agrícolas y animales siguen constituyendo la mayor parte de nuestras exportaciones. Y, mientras casi toda la producción minera está destinada a la exportación, una buena parte de la producción agro-pecuaria es absorvida por el país mismo. Teniendo en cuenta este dato, el valor de la producción minera queda muy por debajo del valor de la producción agrícola. Pero el suelo no produce aún todo lo que la población necesita para su subsistencia. El capítulo, más alto de nuestras importaciones es el de "víveres y especies” ¡Lp. 3.620.235 en el año 1924. Esta cifra, dentro de una importación total de dieciocho millones de libras, denuncia uno de los problemas de nuestra economía. No es posible la supresión de todas nuestras importaciones de "víveres y especies"; pero sí de sus más fuertes renglones. El más grueso de todos es el de la importación de trigo y harina que en 1924 ascendió a más de doce millones de soles.

Un interés urgente, y claro de la economía peruana exige desde hace mucho tiempo que el país produzca el trigo necesario para el pan de su población. Si este objetivo hubiese sido ya alcanzado, el Perú no tendría que seguir pagando al extranjero doce o más millones de soles al año por el pan de cada día.

¿Por qué no se ha resuelto este problema de nuestra economía? No es solo porque el Estado no se ha preocupado aún de hacer una política de subsistencias. Tampoco es porque el cultivo de la caña y el de algodón son los más adecuados al suelo y al clima de la costa. Uno solo de los valles, uno solo de los llanos interandinos —que algunos kilómetros de ferrocarril y de caminos abrirían al tráfico— puede abastecer superabundantemente de trigo, cebada, etc a toda la población del Perú.

El obstáculo, la resistencia a una solución, se encuentra en la extructura misma de la economía peruana. La economía del Perú es una economía colonial. Su movimiento, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de New York. Estos mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes solo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. La finanza extranjera se interesa un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. El día en que Londres puede recibir un producto, a mejor precio, y en cantidad suficiente, de la India o del Egipto, abandona instantáneamente a su propia suerte a sus proveedores del Perú. Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera que sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.

III

Esta dependencia de la economía peruana se deja sentir en toda la vida de la nación. Con un saldo favorable en su comercio exterior, con una circulación monetaria sólidamente garantizada en oro, el Perú, a causa de esa dependencia, no tiene, por ejemplo, la moneda que deba tener. A pesar del superávit en el comercio exterior, a pesar de las garantías de la emisión fiduciaria, la libra peruana se cotiza con un 23 o 24 % de descuento. ¿Por qué? En esto, como en todo, aparece el carácter colonial de nuestra economía. El saldo del comercio exterior, a poco que se le analice, resulta ficticio. Las naciones europeas tienen "importaciones invisibles" que equilibran su balanza comercial: remesas de los inmigrantes, beneficios de las inversiones en el extranjero, utilidades de la industria del turismo, etc. En el Perú, como en todos los países de economía colonial, existen, en cambio, "exportaciones invisibles". Las utilidades de la minería, del comercio, del transporte, etc. no se quedan en el Perú. Van, en su mayor parte, en forma de dividendos, intereses, etc. al extranjero. Para recuperarlas, la economía peruana necesita pedirlas en préstamo.

Y así, en cada uno de los trances, en cada uno de los episodios de la experiencia histórica que vamos cumpliendo, nos encontramos siempre de frente al mismo problema: el problema de peruanizar, de nacionalizar, de emancipar nuestra economía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La evolución de la economía peruana [Recorte de prensa]

La evolución de la economía peruana

I

La tesis de mi anterior artículo, escasa, y rápidamente esbozada en pocos acápites, sobre la cual me propongo volver con mayor detenimiento en próximas oportunidades, me sugiere la idea de fijar, como una explicación de los puntos de vista en que esa tesis se apoya, algunos rasgos de la evolución de la economía peruana.

En el plano de la economía se percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en cualquier otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruanos. En el Imperio de los Incas, agrupación de comunas agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo incaico, —laborioso, disciplinado, panteista y sencillo— vivía con bienestar material. Las subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Incas había enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Incas sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo. Valorizaban el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían sometiendo a su autoridad tribus y tierras vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales. Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía incaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la nación se disolvió en comunidades dispersas. El trabajo indígena cesó de funcionar de un modo solidario y orgánico. Los conquistadores no se ocuparon casi sino de distribuirse y disputarse el pingüe botín de guerra. Despojaron los templos y los palacios de los tesoros que guardaban; se repartireron las tierras y los hombres, sin preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y medios de producción.

El Virreynato señala el comienzo del difícil y complejo proceso de formación de una nueva economía. En este período, España se esforzó por dar una organización política y económica a su inmensa colonia. Los españoles empezaron a cultivar el suelo y a explotar las minas de oro y plata. Sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal.

Pero no envió España al Perú, como del resto no envió tampoco a sus otras posesiones, una densa masa colonizadora. La debilidad del imperio español residió precisamente en su carácter y estructura de empresa militar y religiosa más que política y económica. En las colonias españolas no desembarcaron como en las costas de Nueva Inglaterra grandes bandas de pionniers. A la América española no vinieron casi sino virreyes, cortesanos, aventureros, clérigos, doctores y soldados. No se formó, por esto, en el Perú una verdadera fuerza de colonización. La población de Lima estaba compuesta por una pequeña corte, una burocracia, algunos conventos, inquisidores, mercaderes, criados y esclavos. El pionnier español carecía, además, de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Y los colonizadores no se bastaban a sí mismos para crear una economía sólida y orgánica. La organización colonial fallaba por la base. Le faltaba cimiento demográfico. Los españoles y los mestizos eran demasiado pocos para explotar, en vasta escala, las riquezas del territorio. Y, como para el trabajo de las haciendas de la costa se recurrió a la importación de esclavos negros, a los elementos y característicos de una sociedad feudal se mezclaron elementos y características de una sociedad esclavista.

Solo los jesuítas, con su orgánico positivismo, mostraron acaso, en el Perú como en otras tierras de América, aptitud de creación económica. Los latifundios que les fueron asignados, prosperaron. Los vestigios de su organización restan como una huella duradera. Quien recuerde el vasto experimento de los jesuitas en el Paraguay, donde tan hábilmente o provecharon y explotaron la tendencia natural de los indígenas al comunismo, no puede sorprenderse absolutamente de que esta congregación de hijos de San Iñigo de Loyola, como lo llama Unamuno, fuese capaz de crear en la costa peruana los centros de trabajo y producción que los nobles, doctores y clérigos, entregados en Lima a una vida muelle y sensual, no se ocuparon nunca de formar.

Los colonizadores se preocuparon casi únicamente de la explotación del oro y la plata peruanas. Me he referido más da una vez a la inclinación de los españoles a instalarse en la tierra baja. Y a la mezcla de respeto y de desconfianza que les inspiraron siempre en los Andes, de los cuales no llegaron jamás a sentirse realmente señores. Ahora bien. Se debe, sin duda, al trabajo de las minas la formación de las poblaciones criollas de la sierra. Sin la codicia de los metales encerrados en las entrañas de los Andes, la conquista de la sierra hubiese sido mucho más incompleta.

Estas fueron las bases históricas de la nueva economía peruana. De la economía colonial —colonial desde sus raíces— cuyo proceso no ha terminado todavía. En un próximo artículo examinaremos los lineamientos de su segunda etapa. La etapa en que una economía feudal deviene, poco a poco, economía burguesa. Pero sin cesar de ser, en el cuadro del mundo, una economía colonial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La evolución de la economía peruana II [Recorte de prensa]

La evolución de la economía peruana II

Continuemos nuestro ensayo de definición de los rasgos sustantivos del proceso de formación de la actual economía peruana. Esbozados esquemáticamente en el anterior artículo los primeros orígenes y elementos de esta economía, examinemos los factores de su evolución en el período en que empieza el difícil trabajo de su transformación de economía feudal en economía burguesa.

Como la primera, la segunda etapa de esta economía arranca de un hecho político y militar. La primera etapa nace de Ha Conquista. La segunda etapa se inicia con la Independencia. Pero, mientras la Conquista engendra totalmente el proceso de formación de nuestra economía colonial, la Independencia aparece determinada y dominada por ese proceso.

He tenido ya —en un artículo dirigido a propugnar el estudio del hecho económico en la historia peruana— ocasión de ocuparme de esta faz de la revolución de la Independencia, sosteniendo la siguiente tesis: "Las ideas de la revolución francesa y de la constitución norteamericana encontraron un clima favorable a su difusión en Sud-América, a causa de que en Sud-América existía ya aunque fuera embrionariamente, una burguesía que a causa de sus necesidades e intereses económicos, podía y debía contagiarse del humor revolucionario de la burguesía europea. La independencia de Hispano América, no se habría realizado, ciertamente, si no hubiese contado con una generación heroica, sensible a la emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una verdadera revolución. La independencia, bajo este aspecto se presenta como una empresa romántica. Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la revolución que la realizó. Los condottieres, los caudillos, los ideólogos de esta revolución no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico".

La política de España obstaculizaba totalmente el desenvolvimiento económico de sus colonias al no permitirles traficar con ninguna otra nación y al reservarse como metrópoli, acaparándolo exclusivamente, el derecho de todo comercio y empresa en sus dominios.

El impulso de las fuerzas productoras de las colonias pugnaba por romper este lazo. La naciente economía de las embrionarias formaciones nacionales de América necesitaba imperiosamente, para conseguir su desarrollo, desvincularse de la rígida autoridad y emanciparse de la medioeval mentalidad del rey de España. El hombre de estudio de nuestra época no puede dejar de ver aquí uno de los mayores factores históricos de la revolución de la independecia sud-americana, inspirada y movida, de modo demasiado evidente, por los intereses de la población criolla y aún de la española, mucho más que por los intereses de la población indígena.

Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sud-americana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización accidental o, mejor dicho, capitalista. El ritmo del fenómeno capitalista tuvo en la elaboración de la independencia una función menos aparente y ostensible pero sin duda mucho más decisiva y profunda que el eco de la filosofía y la literatura de los enciclopedistas. El Imperio Británico destinado a representar tan genuina y trascendentalmente los intereses de la civilización occidental, estaba entonces en formación. En Inglaterra, sede del liberalismo y el protestantismo, la industria y la máquina preparaban el porvenir del capitalismo, esto es del fenómeno material del cual aquellos dos fenómenos, político el uno, religioso el otro, aparecen en la historia como la levadura espiritual y filosófica. Por esto, le tocó a Inglaterra, —con esa clara consciencia de su destino y su misión históricas a que debe su hegemonía en la civilización capitalista— jugar un papel primario en la independencia de Sud-América. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, de la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer a estas jóvenes repúblicas sud-americanas que podían enviarle "junto con sus productos sus ideas revolucionarias", Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos, —no por usurarios menos oportunos y eficaces— habían financiado la fundación de las nuevas Repúblicas.

El imperio español tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por representar una economía superada. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos; doctores y nobles. Sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y necesidad de instrumentos mas nuevos. Y, en consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y cuyos banqueros, colonizadores de nuevo tipo, querían a su turno enseñorearse en estos mercados, cumpliendo su función de agentes de un imperio que surgía como creación y resultado de una economía manufacturera y librecambista.

El interés económico de las colonias de España y el interés económico del Occidente capitalista se correspondían absolutamente, aunque de esto, como ocurre frecuentemente en la historia, no se diesen exacta cuenta los protagonistas históricos de una ni otra parte.

Apenas estas naciones fueron independientes, guiadas por el mismo impulso natural que las había conducido a la revolución de la Independencia, buscaron en el tráfico con el capital y la industria de Occidente los elementos y las relaciones que el incremento de su economía requería. Al Occidente capitalista empezaron a enviar los productos de su suelo y su sub-suelo. Y del Occidente capitalista empezaron a recibir tejidos, máquinas y mil productos industriales. Se estableció así un contacto continuo y creciente entre la América del Sur y la civilización occidental.

Los países más favorecidos por ese tráfico fueron, naturalmente, a causa de su mayor proximidad a Europa, los países situados sobre el Atlántico. La Argentina, sobre todo, atrajo a su territorio capitales e inmigrantes europeos en gran cantidad. Fuentes y homogéneos aluviones occidentales aceleraron en esos países la transformación de la economía y la cultura, las cuales adquirieron gradualmente la función y la estructura de la economía y la cultura europeas. La democracia pudo ahí echar raíces seguras, mientras en el resto de la América del Sur se lo impedía la subsistencia de tenaces y extensos residuos de feudalidad.

En este período, el proceso histórico general del Perú entra en una etapa de diferenciación y dcsvinculación del proceso -histórico de otros pueblos de Sud-América. Por su geografía, unos estaban destinados a marchar más de prisa que otros. La independencia los había mancomunado en una empresa común para separarlos más tarde en empresas individuales. El Perú se encontraba a una enorme distancia de Europa. Los barcos europeos para arribar a sus puertos debían aventurarse en un viaje larguísimo. Por su posición geográfica, el Perú resultaba mas vecino y mas cercano al Oriente. Y el comercio entre el Perú y Asia, como era lógico, a tornarse considerable. La Costa peruana recibió aquellos famosos contingentes de inmigrantes chinos destinados a sustituir en las haciendas a los esclavos negros, importados por el virreinato, cuya manumisión fue también en cierto modo una consecuencia del trabajo de transformación de una economía feudal en economía mas o menos burguesa. Pero el, tráfico con Asia, no podia concurrir eficazmente a la formación de la nueva economía peruana. El Perú emergido de la Conquista, afirmado en la Independencia, había menester de las máquinas, de los métodos y de las ideas de los europeos, de los occidentales.


En el próximo artículo, examinaremos la evolución de la economía peruana en este período en que se distingue tan marcadamente de la evolución de otras economías sudamericanas y en que, al mismo tiempo, tiende a seguir su camino, a través de la formación de una clase capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo libro de Henri Barbusse [Recorte de prensa]

El nuevo libro de Henri Barbusse

¿"Les Enchainements", el nuevo libro de Henri Barbusse, es una novela o un poema? He ahí una cuestión que preocupa a la crítica. La crítica necesita, ordinariamente, antes de juzgar una obra, entenderse sobre su género. Pero, en este caso, la averiguación me parece un poco banal. "Les Enchainements" no se deja encerrar en ninguna de las casillas de la técnica literaria. Barbusse nos advierte en el prefacio de su obra de la dificultad de clasificarla. Como un Dante de su época, el poeta de "Le Feu" ha descendido al abismo del dolor universal. Ha penetrado en la realidad profunda de la historia. Ha interrogado a las muchedumbres de todas las edades. Y luego, ha reconstruido, encadenando sus episodios, la unidad de la tragedia humana. Para escribir este poema o esta novela, ha tenido que "aventurarse en un plan nuevo". "Cuando he ensayado de condensar la evocación múltiple —escribe— me ha parecido tocar a tientas formas de arte diversas: la novela, el poema, el drama y aún la gran perspectiva cinematográfica y la eterna tentación del fresco.

Se encuentra realmente, en "Les Enchainements", elementos de todos estos medios de expresión artística. El nuevo libro de Barbusse no se ajusta a ninguna receta. Paul Souday lo anexa al género del "Fausto" de Goethe y de "Las Tentaciones de San Antonio" de Flaubert. Su sagacidad crítica esquiva los riesgos de una clasificación más específica.

En "Les Enchainements" la novela es un pretexto. El protagonista es un pretexto también. El poeta Serafín Franchel no vive casi su vida actual. Revive su vida de otros siglos. Es un caso de individuo en que se despierta Ia "memoria ancestral". Barbusse aplica en su novela, una teoría científica. La teoría de que "todas las impresiones sin excepción no solamente quedan inscritas, en potencia y en estado latente, en el cerebro, sino que se transmiten integralmente, de individuo a individuo". Y aquí surge, seguramente, para algunos, otra, cuestión de procedimiento estético. ¿Se debe hacer intervenir a la ciencia en una obra de imaginación? El debate sería superfino. La cuestión resulta impertinente, extraña, desplazada. Una obra de estas proporciones tenía que llevar el sello de la época y de la civilización a que pertenece . Tenía que representar la sensibilidad y la cultura de un hombre de Occidente. Criatura de su siglo, Barbusse no podía explicarse sino científicamente las reminiscencias, los recuerdos ancestrales de su personaje. De otra suerte habría flotado en la atmósfera de la novela algo de esotérico, algo de sobrenatural que habría deformado sus líneas. Ninguno de los ingredientes del laboratorio de Maeterlink podía servir a Barbusse. La convención, empleada simplifica, además, extremamente, la arquitectura de "Les Enchainements". Las visiones, las evocaciones de Serafín Franchel se suceden, nítidas, lúcidas, plásticas, sin ningún nexo artificioso. Barbusse no nos conduce parsimoniosamente por el Infierno, el Cielo y el Purgatorio. Su técnica suprime el viaje. De una edad nos hace pasar a otra edad. En cada episodio, en cada cuadro, el mismo drama reaparece, dentro de un decorado distinto. No hay transiciones, no hay intervalos extraños a ese drama. Esto es lo que "Les Enchainements" tienen de cinematográfico, en la acepción noble de este adjetivo. Pero cada episodio, cada cuadro no es una titilante y fugitiva visión cinematográfica. Es un gran fresco. Las figuras no son escultóricas como las de los frescos de Miguel Ángel. Tienen más bien esa especie de vaguedad de las de los frescos de Puvis de Chavannes. Esa especie de vaguedad que tienen casi siempre los protagonistas barbussianos.

La técnica toda de "Les Enchainements" si se ahonda en su génesis, es esencial y típicamente barbussiana. Barbusse emplea en
esta obra el método de sus obras anteriores. "Le Feu" no es tampoco una novela. Es una crónica de las trincheras. Es un relato del horror bélico. El procedimiento de "Les enchainements" está si se quiere, bosquejado en "L'Enfer". El personaje, más que como un actor, se comporta como un espectador del drama humano que, por ser el drama de todos, es también su propio drama. Pero no hay en él solamente un espectador, sino sobre todo, un iluminado, un vidente. Bajo las apariencias falaces de la vida, sus ojos aprehenden una eterna verdad trágica. Y en todos los hechos que contempla late una emoción idéntica.

Nuestra época aparecía, literariamente, como una época de decadencia del género épico. Barbusse, sin embargo, ha escrito una obra épica. Épica porque se inspira en un sentimiento multitudinario. Épica porque tiene el acento de una canción de gesta. Nada importa que, al mismo tiempo, sea lírica como un evangelio. La preceptiva ha deformado demasiado el sentido de lo épico y de lo lírico con sus rígidas y escuetas definiciones. La épica renace. Pero no es ya la misma épica de la civilización capitalista. Es la épica, larvada e informe todavía, de la civilización proletaria. El literato del mundo que tramonta no logra casi asir sino lo individual. Su literatura se recrea en la descripción sutil de un estado de alma, en la degustación voluptuosa de un pecado o de un goce, en un juego mórbido de la fantasía. Literatura psicológica. Literatura psicoanalítica que elige sus sujetos en la costra enferma del planeta. Para el literato de la revolución existen otras categorías humanas y otros valores universales. Su mirada no descubre sólo los seres de excepción de la superficie. Vuela hacia otros ámbitos. Explora otros horizontes. El artista de la revolución sente la necesidad de interpretar el sueño oscuro de la masa, la ruda gesta de la muchedumbre. No le interesa, exclusiva y enfermizamente, el "caso"; le interesa, panorámica y totalmente, la vida. La épica era la exaltación del héroe; la nueva épica será la exaltación de la multitud. En sus cantos, los hombres dejarán de ser el coro anónimo e ignorado del Hombre. Vivimos todavía demasiado presos dentro de los confines de una literatura decadente y moribunda para presentir o concebir los contornos y los colores de un arte nuevo, en embrión, en potencia apenas. El propio Barbusse procede, por ejemplo, de una escuela decadente de cuya influencia no puede hasta ahora liberarse del todo. Mas "Les enchainements" no es un fenómeno solitario en la historia contemporánea. Aparecen desde hace tiempo signos precursores de un arte que, como las catedrales góticas, reposará sobre una fe multitudinaria. En algunos poemas de Alexandro Block —enfant du siecle como Barbusse— en "Los Escitas" verbi gracia, se siente ya el rumor caudaloso de un pueblo en marcha. Dimitri Mayaskowski, el poeta de la revolución rusa, preludia, más tarde, en su poema "130.000.000" una canción de gesta. Los animadores del nuevo teatro ruso ensayan en Moscú representaciones en que intervienen millares de personas y que Bertrand Bussell compara con los "Misterios" de la Edad Media por su carácter imponente y religioso. El siglo del Cuarto Estado, el siglo de la revolución social, prepara los materiales de su épica y de sus epopeyas. ¿La misma guerra mundial no ha reclamado acaso el máximo homenaje para un símbolo de la masa: el soldado desconocido?

Ningún literato de Occidente manifiesta, en su arte, la misma ternura por el hombre, la misma pasión por la muchedumbre que Henri Barbusse. El autor de "L'Enfer" no se muestra atraído por el "personaje". Se muestra atraído por los hombres. El argumento de todas las páginas es el "drama humano". Drama uno y múltiple. Drama de todas las edades. Barbusse reivindica, con infinito amor, con vigorosa energía, la gloria humilde de la muchedumbre. Es la cariátide —escribe— que ha cargado sobre su cuello toda la historia dorada de los otros. En "Les enchainements" este sentimiento aflora a cada instante. "Busca la aventura prodigiosa del número. Las multitudes que hacen la guerra. Las multitudes que hacen las cosas. El número ha cambiado la faz de la naturaleza. El número ha producido las ciudades. Las masas oscuras son la base de la montaña; el mundo se ensombrece gradualmente como una tempestad. Las líneas convergentes de las rutas, los tráficos y las expediciones se hunden en los bajos fondos, de los cuales se extrae la fuerza, la vida y la alteza misma de los reyes. Yo veo, semi-hundida en la tierra, semi- ahogada en el aire, a la cariátide". Este sentimiento constituye el fondo del nuevo libro de Barbusse. "Les enchainements" es el drama de la cariátide. Es la novela de este Atlas que porta el mundo sobre sus espaldas curvadas y sangrantes. Y este sentimiento distingue la épica de Barbusse de la épica antigua, de la épica clásica. Barbusse ve en la historia lo que los demás tan fácilmente ignoran. Ve el dolor, ve el sufrimiento, ve la tragedia. Ve la trama oscura y gruesa sobre la cual, olvidándola y negándola, bordan algunos hombres sus aventuras y su fama. La historia es uná colección de biografías ilustres. Barbusse escruta su dessous. En su libro todas las grandes ilusiones, todos los grandes mitos de la humanidad dejan caer su máscara. La revelación divina, la palabra rebelde, no han perdurado nunca puras. Han sido, por un instante, una esperanza. Han parecido renovar y redimir al mundo. Pero, poco a poco, han envejecido. Se han petrificado en una fórmula. Se han desvanecido en un rito. "La verdad no ha prevalecido contra el error sino a fuerza de parecérsele". El ritmo del libro es doloroso. Sus visiones, como las de "L'Enfer", son acerbamente dramáticas. Pero, libro pesimista como todos los de los profetas, como todos los de las religiones. "Les enchainements" encierra una iluminada y suprema promesa. La verdad no ha triunfado antes porque no ha sabido ser la verdad de los pobres. Ahora se acerca, finalmente, el reino de los pobres, de los miserables, de los esclavos. Ahora la verdad viene en los brazos rudos de Espartaco. "El pueblo que del hombre no tenía sino el olor y que el hambre forzaba a no pensar sino con su carne; el número, anónimo como la tierra y como el agua, el gran muerto ha adquirido consciencia de sí mismo". Barbusse escucha la música furiosamente dulce de la revolución. "He aquí —exclama— que vibra sonora esta cosa, este espectáculo "Debout les damnés de la terne". El libro se cierra con un invocación a todos los hombres "Par sagesse, par pifié, revoltez-vous!"

¿Ha escrito Barbusse una obra maestra, su obra maestra? Otra pregunta impertinente. "Les Enchainements" es un libro de excepción que no es posible medir con las medidas comunes. Su puesto en la historia de la literatura no depende de su contingente mérito artístico que es, por supuesto, altísimo. Depende de que llegue o nó a ser un evangelio de la revolución, una profecía del porvenir. Y de que consiga encender en muchas almas la llama de una fe y crispar muchos puños en un gesto de rebeldía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La evolución de la economía peruana III [Recorte de prensa]

La evolución de la economía peruana III

El capítulo de la evolución de la economía peruana que se abre con el descubrimiento de la riqueza del guano y del salitre y se cierra con su pérdida, explica totalmente una serie de fenómenos políticos de nuestro proceso histórico que una concepción, anecdótica y retórica más bien que romántica, de la historia peruana, se ha complacido tan superficialmente en desfigurar y contrahacer. Pero este rápido esquema de interpretación no se propone ilustrar ni enfocar esos fenómenos sino, como mis dos anteriores artículos "lo expresan, fijar o definir algunos rasgos sustantivos de la formación de nuestra economía para percibir mejor su carácter de economía colonial. Consideremos solo el hecho económico.

Empecemos por constatar que al guano y al salitre, sustancias humildes y groseras, les tocó jugar "en la gesta de la república un rol que habría parecido reservado al oro y a la plata en tiempos más caballerescos y menos positivistas. España nos quería y nos guardaba como país productor de metales preciosos. Inglaterra nos prefirió como país productor de guano y salitre. Pero este diferente gesto no acusaba, por supuesto, un móvil diverso. Lo que cambiaba no era el móvil; era la época. El oro del Perú perdía lógicamente su poder de atracción en una época en que en América, la vara del pionnier descubría el oro de California. En cambio el guano y el salitre, que para anteriores civilizaciones hubiesen carecido de valor pero que para una civilización industrial adquirían un precio extraordinario —constituían una reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo europeo u occidental —fenómeno en pleno desarrollo— necesitaba abastecerse de estas materias en el lejano litoral americano del sur del Pacífico.

A la explotación de los dos productos no se oponía, de otro lado, como a la de otros productos peruanos, el estado rudimentario y primitivo de los transportes terrestres. Mientras que para extraer de las entrañas de los Andes el oro, la plata, el cobre, el carbón, se tenía que salvar ásperas montañas y enormes distancias, el salitre y el guano yacían en la costa al alcance de los barcos que venían a buscarlos.

La fácil explotación de este recurso natural dominó todas las otras manifestaciones de la vida económica del país. El guano y el salitre ocuparon un puesto desmesurado en la economía peruana. Sus rendimientos se convirtieron en la principal renta fiscal. El país se sintió rico. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a la finaliza inglesa.

Esta es, a grandes rasgos, toda la historia del guano y el salitre para el observador que se siente puramente economista. Lo demás, a primera vista pertenece al historiador. Pero, en este caso, como en todos, el hecho económico es mucho mas complejo y trascendente de lo que parece.

El guano y el salitre, ante todo, cumplieron la función de crear un activo tráfico con el mundo occidental en un período en que el Perú, mal situado geográficamente, no disponía de grandes medios de atraer a su suelo "las corrientes colonizadoras y civilizadoras que fecundaban ya otros países de la América indoiberia. Este tráfico, al mismo tiempo, colocó nuestra economía bajo el control del capital británico al cual, a consecuencia de las deudas contraídas con la garantía de ambos productos, debíamos entregar más tarde la administración de ios ferrocarriles del Estado, esto les de los resortes mismos de la explotación de nuestros recursos.

Las utilidades del guano y del salitre crearon en el Perú,—donde la propiedad había, conservado hasta entonces un carácter aristocrático y feudal,— los primeros elementos sólidos de capital comercial y financiero. Los profiteurs directos e indirectos de las riquezas del litoral empezaron a constituir una clase capitalista. Se formó en el Perú una burguesía, confundida y enlazada en su origen y su extructura con la aristocracia, formada principalmente por los sucesores de los encomenderos y terratenientes de la colonia, pero obligada por su función a adoptar los principios fundamentales de la economía y la política liberales. (De la trascendencia política de este fenómeno me he ocupado ya en otra ocasión en que hice las siguientes constataciones: "En los primeros tiempos de la independencia, la lucha de facciones y jefes militares aparece como una consecuencia de la falta de una burguesía orgánica. En el Perú, la revolución hallaba menos definidos, más retrasados que en otros pueblos hispanos-americanos, los elementos de un orden liberal burgués. Para que este orden funcionase más o menos embrionariamente tenía que constituirse una clase capitalista vigorosa. Mientras esta clase se organizaba, el poder estaba a merced de los caudillos militares. El gobierno de Castilla marcó la etapa de solidificación de una clase capitalista. Las concesiones del Estado y los beneficios del guano y del salitre crearon un capitalismo y una burguesía. Y esta clase, que se organizó, luego en el "civilismo", se movió muy pronto a la conquista total del poder").

Otra faz de este capítulo de la historia económica de la república es la afirmación de la nueva economía del Perú como economía fundamentalmente costeña. La búsqueda del oro y de la plata obligó a los españoles, —contra su tendencia a instalarse en la costa,— a mantener y ensanchar en la sierra sus puestos avanzados. La minería, —actividad fundamental del regimen económico implantado por España en el territorio sobre el cual prosperó antes una sociedad genuina y típicamente agraria— estableció en la sierra las más anchas y fuertes bases económicas de la colonia. El guano y el salitre vinieron a rectificar esta situación. Fortalecieron el poder de la costa. Estimularon la sedimentación del Perú nuevo en la tierra baja. Y acentuaron el dualismo y el conflicto que hasta ahora constituye nuestro mayor problema histórico.

Este capítulo del guano y del salitre no se deja, por consiguiente, aislar del desenvolvimiento posterior de nuestra economía. Están ahí las raíces y los factores del capítulo que ha seguido. La guerra del Pacífico, consecuencia del guano y del salitre, no canceló las otras consecuencias del descubrimiento y la explotación de estos recursos, cuya pérdida nos reveló de modo trágico el peligro de una prosperidad económica apoyada o cimentada casi exclusivamente sobre la posesión de una riqueza natural, expuesta a la codicia y al asalto de un imperialismo extranjero o a la decadencia de sus aplicaciones por efecto de las continuas mutaciones producidas en el campo industrial por los inventos de la ciencia. (Caillaux nos habla con acierto y evidencia de la inestabilidad económica e industrial que engendra el progreso científico).

En el período dominado y caracterizado por el comercio del guano y del salitre, el proceso de transformación de nuestra economía, de feudal en burguesa, recibió su primera enérgica propulsión. Es, a mi juicio, indiscutible que, si en vez de una mediocre metamorfosis de la antigua clase dominante, se hubiese operado el adveniminto de una clase de savia y elan nuevos, ese proceso habría avanzado más orgánica y seguramente. La historia de nuestra postguerra lo demuestra. La derrota —que causó, con la pérdida de los territorios del salitre, un largo colapso de las fuerzas productoras— no trajo, como una compensación, siquiera en este orden de cosas, una liquidación del pasado.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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