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Los votos del congreso nacional hindú. El gobierno de Nanking contra la extraterritorialidad

Los votos del congreso nacional hindú
Habría que ignorar toda la historia de la lucha del pueblo hindú por su independencia nacional en la etapa que comienza en 1918, para sorprenderse del voto del Congreso Nacional de la India reunido en Lahora. El Congreso Nacional, al que las declaraciones británicas tratan de restar autoridad ahora porque ha cesado de ser una asamblea de espíritu colaboracionista, auspiciada semi-oficialmente por los funcionarios del Imperio, no ha llegado a este voto, sino a través de una serie de experiencias, determinadas por el movimiento de las masas. El primer paso positivo de esta asamblea hacia la emancipación de la India fue el de establecer en 1916 el acuerdo entre mahometanos e hinduistas. La corriente nacionalista revolucionaria dominó en 1918 en el Congreso en forma que parecía enunciar una decidida lucha por la emancipación. Pero era esa la época irresistible creciente del gandhismo. Las masas estaban bajo la sugestión del Gandhi, que se proponía obtener el triunfo de la causa swarajista mediante la desobediencia civil. Repetidas veces se aplazó la aplicación de esta medida, destinada, no obstante su carácter pasivo, a conducir al pueblo hindú a un conflicto abierto con sus opresores. Pero este efecto disgustó el Gandhi, a quien las primeras escenas de violencia disgustaron como un horrendo pecado. En los años siguientes a 1922 el gandhismo tomó el carácter de una experiencia mística más bien que de un movimiento político. Pero el anhelo de libertad vigilaba en las masas y la lucha de clases aseguraba la participación activa y resuelta del proletariado en la batalla por la independencia, que adquiría de este modo un sentido económico-social. Los elementos de la burguesía hindú, partidarios de una reforma moderada que entregase a su clase el poder, dentro del Imperio británico, creyeron que era el momento de buscar una fórmula transaccional. Mas la presión de las masas no dejaba de actuar sobre los debates del Congreso Nacional y sobre el partido swarajista. I la reivindicación de la independencia completa se afirmó victoria en su reunión de diciembre de 1927. Un año después, el Congreso limitaba a un año el plazo dentro del cual aceptaba la autonomía dentro del Imperio. No debe olvidarse que los dos últimos años han sido de agitaciones de masas: a los movimientos huelguísticos de Bombay y Calcuta siguieron en 1928 las demostraciones hostiles con que fuera recibida la comisión británica presidida por Mr. John Simon.
Hoy el Congreso Nacional, a propuesta de un leader como el Mahatma Gandhi a quien nadie tachará sin duda de violento, ha proclamado la independencia absoluta de la India, porque a esto la comprometían, en términos perentorios, sus propias anteriores deliberaciones y porque en este sentido se pronuncia, con energía cada vez más visible, las clases trabajadores y campesinas. Los ingleses fingen subestimar el valor de este voto, con argumentos tan superficiales como el de que este Congreso carece de facultades legales. Evidentemente, no es compatible con el régimen colonial que pesa sobre la India el funcionamiento de un parlamento del pueblo hindú de reconocidos poderes legislativos. [Pero este] Congreso no por eso representa menos a las masas hindúes. El imperialismo [se] apresta, por eso, a resistirlas en las fábricas, en las ciudades [industriales], que serán los centros principales de la lucha revolucionaria. I la izquierda reclama la movilización inmediata de los sindicatos obreros.
El Congreso ha resuelto el boycott de las legislaturas provinciales. A estos burlescos consejos legislativos de provincias se reducía la participación que la constitución vigente de la India, implantada en 1919, concedía a los hindús en la administración de su país. Su función es puramente consultiva, por lo que estuvieron siempre boycoteados por los nacionalistas. El número de electores es, además, conforme con la ley, muy restringido. Con estas asambleas [serán] boycoteados los cuerpos que asisten al gobernador en la administración [de] cada ciudad una de las nueve provincias de la India, pero cuyas decisiones pueden [ser revisadas] y contrariadas por el Virrey, suprema autoridad.
El propósito de prolongar las sesiones del Congreso, que conforme a la costumbre debería terminar sus labores el 19 de enero, es un dato significativo de la intención de la asamblea de no detenerse en la proclamación platónica de la independencia de su país.

El Gobierno de Nanking contra la extraterritorialidad
Otro aguinaldo para el imperialismo británico en particular y para las potencias beneficiadas por el régimen de extraterritorialidad en general, ha sido la abrogación de esos privilegios por el gobierno de Nanking. No hay que ver, por supuesto en este acto, un signo de la voluntad revolucionaria del gobierno de Nanking de poner en práctica el programa nacionalista que Chang Kai Shek renegó desde su golpe de estado. El derecho de extraterritorialidad, -que sustrae a los súbditos de los más poderosos Estados del mundo, con excepción de la URSS que renunció expresamente a todos estos privilegios, responsables de un delito cualquiera a la acción de la justicia china y coloca en cambio todo acto en daño de sus intereses bajo el fuero de sus propios jueces,- irrita y ofende profundamente al [pueblo] chino. Todas las ofensivas que ha tenido que afrontar hasta hoy el [gobierno de] Nanking, contra el cual una parte de China sigue en armas, [reconocen su] origen en el abandono de los principios de la revolución por Chang Kai Shek y sus colaboradores. César Falcón, comentando la situación del gobierno de Nanking, observaba recientemente que si el gobierno británico hubiese aceptado negociar sobre la extraterritorialidad, lo habría reforzado. Negándole toda chance en esta reivindicación, lo disminuía y debilitaba ante el pueblo. Las insurrecciones encontraban un terreno favorable.
Son, pues, razones de política interna, las que mueven a Chang Kai Shek a batirse por la extraterritorialidad. Su declaración ha sido posible, porque una profunda exigencia de las masas la demanda desde hace mucho tiempo. Este hecho es garantía de que la China no retrocederá en la resolución adoptada. La extraterritorialidad está en crisis definitiva. Su anulación forma parte del proceso de la lucha anti-imperialista de la China.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La transformación del mundo oriental [Recorte de prensa]

La transformación del mundo oriental

La marea revolucionaria no conmueve solo al Occidente. También el Oriente está agitado, inquieto, tempestuoso. Uno de los hechos más actuales y trascendentes de la historia contemporánea es la transformación política y social del Oriente. Este período de agitación y de gravidez orientales coincide con un período de insólito y recíproco afán del Oriente y del Occidente por conocerse, por estudiarse, por comprenderse.

En su vanidosa juventud la civilización occidental trató desdeñosa y altaneramente a los pueblos orientales. El hombre blanco considero necesario, natural y lícito su dominio sobre el hombre de color. Usó las palabras oriental y bárbaro como dos palabras equivalentes. Pensó que únicamente lo que era occidental era civilizado. La exploración y la colonización del Oriente no fue nunca oficio de intelectuales, sino de comerciantes y de guerreros. Los occidentales desembarcaban en el Oriente sus mercaderías y sus ametralladoras, pero no sus órganos ni sus aptitudes de investigación, de interpretación y de captación espiritual. El Occidente se preocupó de consumar la conquista material del mundo oriental; pero no de intentar su conquista moral. Y así el mundo oriental conservó intactas su mentalidad y su psicología. Hasta hoy siguen frescas y vitales las raíces milenarias del islamismo y del budismo. El hindú viste todavía su viejo khaddar. El japonés, el más saturado de occidentalismo de los orientales, guarda algo de su esencia samurai budista.

Pero hoy que el Occidente, relativista y escéptico, descubre su propia decadencia y prevé su próximo tramonto, siente la necesidad de explorar y entender mejor el Oriente. Movidos por una curiosidad febril y nueva, los occidentales se internan apasionadamente en las costumbres, la historia y las religiones asiáticas. Miles de artistas y pensadores extraen del Oriente la trama y el color de su pensamiento y de su arte. Europa acopia ávidamente pinturas japonesas y esculturas chinas, colores persas y ritmos indostanes. Se embriaga del orientalismo que destilan el arte, la fantasía y la vida rusas. Y confiesa casi un mórbido deseo de orientalizarse.

El Oriente, a su vez, resulta ahora impregnado de pensamiento occidental. La ideología europea se ha filtrado abundantemente en el alma oriental. Una vieja planta oriental, el despotismo, agoniza socavada por estas filtraciones. La China, republicanizada, renuncia a su muralla tradicional. La idea de la democracia, envejecida en Europa, retoña en Asia y en Africa. La Diosa Libertad es la diosa más prestigiosa del mundo colonial en estos tiempos en que Mussolini la declara renegada y abandonada por Europa. ("A la Diosa Libertad la mataron los demagogos", ha dicho el condottiere de las camisas negras). Los egipcios, los persas, los hindús, los filipinos, los marroquíes, quieren ser libres.

Acontece, entre otras cosas, que Europa cosecha los frutos de su predicación del período bélico. Los aliados usaron durante la guerra, para soliviantar al mundo contra los austro-alemanes, un lenguaje demagógico y revolucionario. Proclamaron enfática y estruendosamente el derecho de todos los pueblos a la independencia. Presentaron la guerra contra Alemania como una cruzada por la democracia. Propugnaron fin nuevo Derecho Internacional. Esta propaganda emocionó profundamente a los pueblos coloniales. Y terminada la guerra, estos pueblos coloniales anunciaron, en el nombre de la doctrina europea, su voluntad de emanciparse.

Uno de los sectores más vastos y más interesantes de esta agitación es la India. El ideal de la libertad se propaga, se difunde rápidamente en este pueblo de trescientos millones de hombres. La revolución indostana tiene varios leaders: Gandhi, Laipat Rait y otros. Gandhi es el de más estatura histórica. Gandhi no es propiamente una figura de leader ni de caudillo sino, más bien, una figurado santo y de profeta. Pero, abastecido de cultura occidental, Gandhi debe a su trato con Europa la convicción de que la India tiene derecho a ser libre. Gandhi ha sido un funcionario, un fautor de la dominación inglesa en Africa y en Asia. Ha colaborado con los ingleses en el Africa del Sur y la India. Ha sido un agente, un prosélito de la guerra aliada. Su conversión es un efecto de la post-guerra. La resistencia de Inglaterra a satisfacer las demandas de su pueblo lo empujó, gradualmente, a una posición de rebeldía. Gandhi explica así su actitud ante Inglaterra: "La no colaboración con el mal es un deber tan grande como la colaboración con el bien". Su política revolucionaria se condensa en una fórmula-mística: la no colaboración. Y, por esto, Gandhi no ha aconsejado el pueblo indio la insurrección, la guerra contra Inglaterra sino, únicamente, la no cooperación con la administración inglesa, la desobediencia pasiva. A su alma tolstoiana le repugna la violencia. Gandhi, como Ruskin y Tolstoy, no ama el maquinismo ni otras cosas de nuestra civilización. Patriarcal y campesino, quiere que los hindús tejan con sus manos en sus cabañas rurales la tela de su traje khaddar. La propaganda de la desobediencia pasiva ha detenido hasta ahora en la India todo propósito insurreccional. Pero ha sacudido y agitado tanto al pueblo y ha minado tan gravemente la autoridad de Inglaterra, que los funcionarios ingleses han apelado a medios marciales para reprimirla. Millares de corifeos de Gandhi han sido encarcelados. Gandhi mismo, después de un proceso original, ha sido condenado a seis años de prisión. Más, probablemente, la revolución india no será obra de este santo, de este apóstol, sino de hombres de menos grandeza moral, pero de más capacidad política. Malgrado el ascendiente de Gandhi prospera, poco a poco, en la India la tendencia a organizar centra Inglaterra una insurrección armada. En diciembre del año pasado los fautores de esta tendencia se reunieron en Zurich para redactar un "programa de liberación y reconstrucción nacional". Yo conocí en Berlín a uno de los leaders de ese movimiento. Tuve así oportunamente una copia de su programa. Los puntos centrales de este programa son los siguientes: la transformación de la India en una república federal socialista, la congruente abolición de la propiedad de la tierra, la supresión de todo impuesto indirecto, la nacionalización de las minas, y los servicios públicos. Al mismo tiempo que las ideas colectivistas se adueñan del programa de una elite revolucionaria, prospera en la India la organización sindical del proletariado. Los sindicatos hindús encuadran actualmente en sus filas doscientos mil trabajadores. En diciembre de 1920 celebraron estos sindicatos su primer congreso en Bombay. Meses después celebraron un segundo congreso en Jhadia.

Penetra en el Asia, importada por el capital europeo, la doctrina de Marx. El socialismo que, en un principio, no fue sino un fenómeno de la civilización occidental, extiende actualmente su radio histórico y geográfico. Las primeras internacionales obreras fueron únicamente instituciones occidentales. En la Primera y en la Segunda Internacional no estuvieron representados sino los proletariados de Europa y de América. Al congreso de fundación de la Tercera Internacional en 1920 asistieron, en cambio, delegados del partido obrero chino y de la unión obrera coreana. En los siguientes congresos han tomado parte diputaciones persas, turkestanas, armenias. En agosto de 1920 se efectuó en Baku, apadrinada y provocada por la Tercera Internacional una conferencia revolucionaria de los pueblos orientales. Veinticuatro pueblos orientales concurrieron a esa conferencia. Algunos socialistas europeos, Hilferding entre ellos, reprocharon a los bolcheviques sus inteligencias con movimientos de estructura nacionalista. Zinoviev, polemizando con Hilferding, respondió: "Una revolución radial no es posible sin Asia. Vive allí una cantidad de hombres cuatro veces mayor que en Europa. Europa es una pequeña parte del mundo". La revolución social necesita históricamente la insurrección de los pueblos coloniales. La sociedad capitalista tiende a restaurarse mediante una explotación más metódica y más intensa de sus colonias políticas y económicas. Y la revolución social tiene que soliviantar a los pueblos coloniales contra Europa y Estados Unidos, para reducir el número de vasallos y tributarios de la sociedad capitalista.

Contra la dominación europea sobre Asia y Africa conspira también la nueva conciencia moral de Europa. Existen actualmente en Europa muchos millones de hombres de filiación pacifista que se oponen a todo acto bélico, a todo acto cruento, contra los pueblos coloniales. Consiguientemente, Europa se ve obligada a pactar, a negociar, a ceder ante esos pueblos. El caso turco es, a este respecto, muy ilustrativo. Vencidos los austro-alemanes, Turquía fue tratada con un tono inexorable. Wilson declaró a Turquía extraña a la civilización europea. Inglaterra propuso la expulsión de los turcos de Europa. Los aliados dictaron en Sevres al gobierno de Constantinopla una paz dura y cruel. Constantinopla resultaba internacionalizada. Más el pueblo turco, vigorosamente sacudido por la energía de Mustafa Kemal, insurgió contra ese tratado. Inglaterra movilizó entonces a Grecia contra los turcos. Pero los turcos derrotaron a los griegos y asumieron ante Inglaterra una actitud arrogante de reto. Una parte de la opinión inglesa reclamó el castigo implacable de Turquía, Inglaterra, sin embargo, no pudo mover un soldado ni disparar un tiro contra Mustafá Kemal. El partido laborista, próximo hoy al poder, se declaró violentamente adverso a toda medida militar. Los dominios, el Transvaal, Australia, la vetaron también. Y todos constriñeron a la Gran Bretaña a una transacción, casi a una capitulación. La Entente, impotente para imponer a Turquía el tratado de Sevres, tuvo que concederle en Lausanne una paz decorosa.

En el Oriente aparece, pues, una vigorosa voluntad de independencia al mismo tiempo que en Europa se debilita la capacidad de coactarla y sofocarla. Se constata, en suma, la existencia de las condiciones históricas necesarias para la liberación oriental. Hace más de un siglo, vino de Europa a estos pueblos de América una ideología revolucionaria. Y, conflagrada por su revolución burguesa, Europa no pudo evitar la independización americana engendrada por esa ideología. Igualmente ahora, Europa, minada por la revolución social, no puede reprimir marcialmente la insurrección de sus colonias.

Y en esta hora grave y fecunda de la historia humana parece que algo del alma oriental transmigrara al Occidente y que algo del alma occidental trasmigrara al Oriente.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira