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El artista y la época [Recorte de prensa]

El artista y la época

I

El artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que ésta sociedad o esta civilización no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta, en verdad, muy dura en estos tiempos.

La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores.

La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de su pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita una o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna Modestamente se contenta de que le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también ésta lícita
ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad su temperamento su estilo si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.

De este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En oposición a su escualidez o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al burgués invariablemente gordo, sensual, porcino. En la grasa real o imaginaria de este ser, el artista hinca los rabiosos aguijones de su sátiras y sus ironías.

Entre los descontentos del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato no son los más activos y ostensibles; pero sí, íntimamente, Ios más acérrimos y enconados. El obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria, y a la felicidad. La injusticia que sufre le parece triple, cuádruple, múltiple. Su protesta es proporcionada a su vanidad generalmente de:,mesurada, a su orgullo casi siempre exorbitante.

II

Pero, en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones o en sus consecuencias, una protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos excéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostailgia del pasado. Descalifica a la burguesía para reinvindicar a la aristocracia. Reniega los mitos de la democracia para aceptar los mitos de la feudalidad. Piensa que el artista de la Edad Media, del Renacimiento, etc., encontraba en la clase dominante de entonces una clase más inteligente, más comprensiva, más generosa. Confronta el tipo del Papa, del cardenal o del príncipe con el tipo del "nuevo rico". De esta comparación, el "nuevo rico" sale, naturalmente, muy mal parado. El artista arriba, así, a la conclusión de que en los tiempos de la Aristocracia y de la Iglesia eran mejores que estos tiempos de la Democracia y la Burguesía.

III

¿Los artistas de la sociedad feudal eran, realmente. más libres y más felices que los artistas de la sociedad capitalista? Revisemos las razones de los fautores de esta tesis. Primera. La elite de la sociedad aristocrática tenía más educación artística y más aptitud estética que la élite de la sociedad burguesa. Su función, sus hábitos, sus gustos, la acercaban mucho más al arte. Los papas y los príncipes se complacían en rodearse de pintores, escultores y literatos. En su tertulia se escuchaban elegantes discuros sobre el arte y las letras. La creación artística constituía uno de los fundamentales fines humanos, en la teoría y en la práctica de la época. Ante un cuadro de Rafael un señor del un señor del Renacimiento no se comportaba como un burgués de nuestros días ante una estatua de Archipenko o un cuadro de Franz Marc. La elite aristocráti­ca se componía de finos gustadores y amadores del arte y las letras. La elite burguesa se compo­ne de banqueros, de industriares, de técnicos. La actividad práctica excluye de la vida de esta gente toda actividad estética.

Segunda. La crítica no era, en ese tiempo, como en el nuestro, una profesión o un oficio. La ejer­cía digna y eruditamente la propia clase domi­nante. El señor feudal que contrataba al Tiziano sabía muy bien, por sí mismo, lo que valía el Tiziano. Entre el arte y sus compradores o mece­nas no había intermediarios, no había corre­dores.

Tercera. No existía, sobre todo, la prensa. El plinto de la fama de un artista era, exclusivamente, grande o modesto, su propia obra. No se asentaba, como ahora, sobre un bloque de papel impreso. Las rotativas no fallaban sobre el mé­rito de un cuadro; de una estatua o de un poema.

IV

La prensa es particularmente acusada. La mayoría de los artistas se siente contrastada y oprimida por su poder. Un romántico, Teófilo Gauthier, escribía hace muchos años: "Los periódicos son especies de corredores que se interponen entre los artistas y el público. La lectura de los periódicos impide que haya verdaderos sabios y verdaderos artistas". Todos los neorománticos de nuestros días suscriben, sin reservas y sin atenuaciones, este juicio.

Sobre la suerte de los artistas contemporáneos pesa, excesivamente, la dictadura de la prensa. Los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un artista mediocre y pueden relegar al último a un artista altísimo. La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbitrariamente. Consagra tocios los éxitos mundanos. Inciensa tocias las reputaciones oficiales. Tiene siempre muy en cuenta el gusto de su alta clientela.

Pero la prensa no es sino uno de los instrumentos de la industria de la celebridad. La prensa no es responsable sino de ejecutar lo que los grandes intereses de esta industria decretan. Los "manageres" del arte y de la literatura tienen en sus manos todos los resortes de la celebridad. En una época en que la celebridad es una cuestión de "réclame", una cuestión de propaganda, no se puede pretender, además, que sea equitativa e imparcialmente concedida.

La publicidad, el reclame, en general, son en nuestro tiempo omnipotentes. La fortuna de un artista depende, por consiguiente, muchas veces, solo de un buen empresario. Los comerciantes en libros y los comerciantes en cuadros y estatuas deciden el destino de la mayoría de los artistas. Se lanza a un artista más o menos por los mismos medios que un producto o un negocio cualquiera. Y este sistema que, de un lado, otorga renombre y bienestar a un Beltrán Masses, de otro lado condena a la miseria y al suicidio a un Modigliani. El barrio de Montmartre y el barrio de Montparnasse conocen en París muchas de estas historias.

V

La civilización capitalista ha siclo definida como la Civilización de la Potencia. Es natural por tanto que no esté organizada espiritual y materialmente para la actividad estética sino para la actividad práctica. Lo hombres representativos de esta Civilización son sus Hugo Stinnes y sus Pierpont Morgan.

Mas estas cosas de la realidad presente no deben ser constatadas por el artista moderno con romántica nostalgia de la realidad pretérita. La posición justa, en este tema, es la de Oscar Wilde quien en su ensayo sobre "El alma humana bajo el socialismo" en la liberación del trabajo veía la liberación del arte. La imagen de una aristocracia próvida y magnífica con los artistas es un miraje, es una ilusión. No es cierto absolutamente que la sociedad aristocrática fuese una sociedad de dulces mecenas. Basta recordar la vida atormentada de tantas nobles figuras del arte de ese tiempo. No es cierto tampoco que el mérito de los grandes artistas fuese entonces reconocido y recompensado mucho mejor que ahora. También entonces prosperaron exorbitantemente artistas ramplones. (Ejemplo: el mediocrísimo Cavalier d'Arpino gozo de honores y favores que su tiempo rehusó o escatimó al genial Caravaggio). El arte depende hoy del dinero: pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo que la otra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revisión de la obra de Anatole France [Recorte de prensa]

La revisión de la obra de Anatole France

I

En los funerales de Anatole France, todos los estratos sociales y todos los sectores políticos quisieron estar representados. La derecha, el centro y la izquierda, saludaron la memoria del ilustre hombre de letras. Los sobrevivientes del pasado, los artesanos del presente y los precursores del porvenir coincidieron, casi unánimes, en este homenaje fúnebre. La vieja guardia del partido comunista francés escoltó por las calles de París los restos de Anatole France. Hubo pocas abstenciones. "Pravda", órgano oficial de la Rusia sovietista, declaró que la persona de Anatole France la vieja cultura tendía la mano a la humanidad nueva.

Pero este casi armisticio que en una época de aguda beligerancia, colocaba la figura de Anatole France por encima de la guerra de clases, no duró sino un segundo. Fue solo la ilusión de un armisticio. Algunos intelectuales de extrema derecha y de extrema izquierda sintieron la necesidad de esclarecer y de liquidar el equívoco. La juventud comunista francesa negó su voto a la gloria del maestro muerto. En un número especial de ''Clarté", cuatro escritores "clartistas" definieron agresivamente la posición anti-francista de su grupo. Y, por su parte, los representantes ortodoxos de la ideología reaccionaria, católica y tradicionalista separándose de Charles Maurras, rehusaron su acatamiento a Anatole France, únicamente a quien no podían perdonar, ni aun "in extrimis" el sentimiento anti-cristiano que constituye la trama espiritual de todo su arte.

De esta revisión de la obra de Anatole France, únicamente las críticas de la extrema izquierda tienen verdadero interés histórico. Que la Aristocracia y el Medioevo ex-comulguen a Anatole France, por su paganismo y su nihilismo, no puede sorprender absolutamente a nadie. Anatole France no fue nunca un literato en olor de santidad católica y conservadora. Su filiación socialista, situaba formalmente a France al lado del proletariado y de la revolución. France era comúnmente designado como un patriarca de los nuevos tiempos. La sola crítica nueva, la sola crítica iconoclasta que se formula contra su personalidad literaria es, por consiguiente, la que le discute y le cancela este título.

II

El documento más autorizado y característico de esta crítica es el panfleto de Clarté. Anatole France, como es notorio, dio su nombre y su adhesión al movimiento clartista. Suscribió con Henri Barbusse los primeros manifiestos de la Internacional del Pensamiento. Se enroló entre los defensores de la Revolución rusa. Se puso al flanco del comunismo francés. Su vejez, su fatiga, su gloria y su arterioesclerosis no le consintieron seguir a Clarté en su rápida trayectoria. Clarté marchaba aprisa, por una vía demasiado ruda, hacia la revolución. La culpa no era de Anatole France ni de Clarté. France pertenecía a una época que concluía; Clarté a una época que comenzaba. La historia, en suma, tenía que alejar a Clarté de Anatole France y de su obra. Hace diez meses, con motivo del jubileo de Anatole France, de "Clarté" estableció la distancia que la separaba del autor de "La Isla de los Pingüinos", unánimamente festejado entonces. Ese artículo preludiaba el juicio sumario de Anatole France que el reciente número especial de "Clarté" contiene. La obra de France encuentra su más severo tribunal en el grupo de intelectuales organizado o bosquejado bajo su auspicio. Esta circunstancia confiere a la crítica de "Clarté" un valor singular.

Marcel Fourrier no cree que se pueda establecer una distinción entre France hombre de letras y France hombre político. "Clarté" no puede pronunciarse sobre una obra, cualquiera que esta obra sea, sin examinarla desde un punto de vista social: "Sobre este plano —escribe— y con pleno conocimiento de causa, nosotros repudiamos la obra de France. Estamos animados en esta revista por una preocupación demasiado viva de probidad intelectual para poder hablar diversamente a un público que aprecia la nuestra franqueza. La obra de France niega toda la ideología proletaria de la cual ha brotado la Revolución Rusa. Por su escepticismo superior y su retórica untuosa, France se halla singularmente emparentado a todo el linaje de socialistas burgueses". Luego estudia Fourrier los móviles y los estímulos de la conducta de France en dos capítulos sustantivos de la historia francesa: la cuestión Dreyfus y la "gran guerra". En ambos instantes, France sostuvo la política de la unión sagrada. Su gaseoso pacifismo capituló ante el mito de la guerra por la Democracia. A este pacifismo no tornó sino después de 1917 cuando Romain Rolland, Henri Barbusse y otros hombres habían suscitado ya una corriente pacifista.

El "oportunismo mundano" de Anatole France es acremente condenado por Jean Bernier. Con mordacidad y agudeza maltrata la estética del maestro, que "ajusta sus frases, combina sus proporciones y carda sus epítetos", perennemente fiel a un gusto mitad preciosista, mitad parnasiano. "El hombre, sus instintos y sus pasiones, sus amores y sus odios, sus sufrimientos y sus esfuerzos, todo esto resulta extraño a esta obra". Bernier se opone, con tanta vehemencia como Fourrier, a toda tentativa de anexar la literatura de Anatole France a la ideología de la revolución.

Otro de los escritores de Clarté, Edouard Berth, discípulo remarcable de Jorge Sorel, ve en Anatole France uno de los representantes típicos del fin de una cultura. Piensa que las dos familias espirituales, en que se ha dividido siempre la Francia burguesa, han tenido en Barres y en Anatole France sus últimos representantes. La cultura burguesa —dice— ha cantado en la obra de ambos escritores su canto del cisne. Observa Berth que nadie ama tanto al maestro como "ciertas mujeres, judías cerebrales, grandes burguesas blasées, a quienes el epicureísmo, aliado a un misticismo florido y perfumado y a un revolucionarismo distinguido, hace el efecto de una caricia inédita; y ciertos curas en quienes el catolicismo es hijo del Renacimiento y de Horacio más que del Evangelio, prelados untuosos, finos humanistas y diplomáticos consumados de la corte romana".

Anatole France ha sido considerado siempre como un griego de las letras francesas. Contra este equívoco insurge Georges Michael, otro escritor, de Clarté, que desnuda la Grecia postiza de los humanistas franceses. La Grecia, que estos helenistas admiran y conocen, es la Grecia de la decadencia. Anatole France como todos ellos, se ha complacido y se ha deleitado en la evocación voluptuosa de la hora decadente, retórica, escéptica, crepuscular, de la civilización helénica.

III

Tales impresiones sobre el arte de Anatole France venían madurando, desde hace algún tiempo en la conciencia de los intelectuales nuevos. Ahora adquieren expresión y precisión. Pero, larvadas, bosquejadas, se difundían en la inteligencia y en el espíritu contemporáneo, especialmente en los sectores de vanguardia, desde el comienzo de la crisis post-bélica. A medida que esta crisis progresaba se sentía en una forma más categórica e intensa que Anatole France correspondía a un estado de ánimo liquidado por la guerra. Malgrado su adhesión a "Claridad" y a la Revolución Rusa, Anatole France no podía ser considerado como un artista o un pensador de la humanidad nueva. Esa adhesión expresaba, a lo sumo, lo que Anatole France quería ser; no lo que Anatole France era.

También de mi alma, como de otras, se borraba poco a poco la primera imagen de Anatole France. Hace tres meses, en un artículo escrito en ocasión de su muerte, no vacilé en clasificar a Anatole France como un literato fin de siglo. "Pertenece —dije— a la época indecisa, fatigada, de la decadencia burguesa. Era sensible al dolor y a la injusticia. Pero le disgustaba que existieran y trataba de ignorarlos. Ponía la tragedia humana la frágil espuma de su ironía. Su literatura es delicada, transparente y ática como el champagne. Es el champagne melancólico, el vino capitoso y perfumado de la decadencia burguesa; no es el amargo y áspero mosto de la revolución proletaria. Tiene contornos exquisitos y aromas aristocráticos. La emoción social, el latido trágico de la vida contemporánea quedan fuera de esta literatura. La pluma de France no sabe aprehenderlos. No lo intenta siquiera. Sus finos ojos de elefante no saben penetrar en la entraña oscura del pueblo; sus manos pulidas juegan felinamente con las cosas y los hombres de la superficie. France satiriza a la burguesía, la roe, la muerde con sus agudos, blancos y malicioso dientes; pero la anestesia con el opio sutil de su erudito y musical para que no sienta demasiado el tormento".

Pienso, sin embargo, que la requisitoria de Clarté es, en algunos puntos, como todas las requisitorias, excesiva y extremada. En la obra de Anatole France es ciertamente, vano y absurdo buscar el espíritu de una humanidad nueva. Pero lo mismo se puede decir de toda la literatura de su tiempo. El arte revolucionario no precede a la revolución. Alejandro Blok; cantor de las jornadas bolcheviques, fue antes de 1917 un literato de temperamento decadente y nihilista, escéptico. Arte decadente también hasta 1917 el de Mayaskowski. La literatura contemporánea no se puede librar de la enfermiza herencia que alimenta sus raíces. Es la literatura de una civilización que tramonta. La obra de Anatole France no ha podido ser una aurora. Ha sido, por eso, un crepúsculo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

Enfoquemos otro núcleo, otro sector reaccionario: la facción monárquica, nacionalista, guerrera, anti-semita que acaudillan Charles Maurras y León Daudet y que tiene su hogar y su sede en la casa de “L’Actión Francaise”. Las extremas derechas están de moda. Sus capitanes juegan sensacionales roles en la tragedia de Europa.
En tiempos de normal proceso republicano, la extrema derecha francesa vivía destituida de influencia y de autoridad. Era una bizarra secta monárquica que evitaba a la Tercera República el aburrimiento y la monotonía de un ambiente unánime y uniformemente republicano. Pero en estos tiempos, de crisis de la democracia, la extrema derecha adquiere una función. Los elementos agriamente reaccionarios se agrupan bajo sus banderas, refuerzan su contenido social, actualizan su programa político. La crisis europea ha sido para la senil extrema derecha una especie de senil operación de Voronof. Ha actuado sobre ella como una nueva glándula intersticial. La ha reverdecido, la ha entonado, le ha inyectado potencia y vitalidad.
La guerra fue un escenario propicio para la literatura y la acción de Maurras, de Daudet y de sus mesnadas de “camelots du roi”. La guerra creaba una atmósfera marcial, jingoísta, que resucitaba algo del espíritu y la tradición de la Europa pretérita. La “unión sagrada” hacía gravitar a derecha la política de la Tercera República. Los reaccionarios franceses desempeñaron su oficio de agitadores y excitadores bélicos. Y, al mismo tiempo, acecharon la ocasión de torpedear certeramente a los políticos del radicalismo y a los leaders de la izquierda. La ofensiva contra Caillaux, contra Painlevé, tuvo su bullicio y enérgico motor en “L’Actión Francaise”.
Terminada la guerra, desencadenada la ola reaccionaria, la posición de la extrema derecha francesa se ha ensanchado, se ha extendido. La fortuna del fascismo ha estimulado su fe y su arrogancia. Charles Maurras y León Daudet, condottieri de esta extrema derecha, no provienen de la política sino de la literatura. Y sus principales documentos políticos son sus documentos literarios. Sus gustos estéticos igual que sus gustos políticos, están fuertemente impregnados de reaccionarismo y monarquismo. La literatura de Maurras y de Daudet confiesa, más enfática y nítidamente que su política, una fobia disciplinada y sistemática del último siglo, de este siglo burgués, capitalista y demócrata.
Maurras es un enemigo sañudo del romanticismo. El romanticismo no es para Maurras el simple fenómeno literario y artístico. El romanticismo no es únicamente los versos de Musset, la prosa de Jorge Sand y la pintura de Delacroix. El romanticismo es una crisis integral del alma francesa y de sus más genuinas virtudes: la ponderación, la mesura, el equilibrio. América ama a la Francia de la enciclopedia, de la revolución y del romanticismo. Esa Francia jacobina de la Marsellesa y del gorro frigio la indujo a la insurrección y a la independencia. Y bien. Esa Francia no es la verdadera Francia, según Maurras. Es una Francia turbada, sacudida por una turbia ráfaga de pasión y de locura. La verdadera Francia es tradicionalista, católica, monárquica y campesina. El romanticismo ha sido como una enfermedad, como una fiebre, como una tempestad. Toda la obra de Maurras es una requisitoria contra el romanticismo, es una requisitoria contra la Francia republicana, demagógica y tempestuosa, de la Convención y de la Comuna, de Combes y de Caillaux, de Zola y de Barbusse.
Daudet destesta también el último siglo francés. Pero su crítica es de otra jerarquía. Daudet no es un pensador sino un cronista. El arma de Daudet es la anécdota, no es la idea. Su crítica del siglo diecinueve no es, pues, ideológica sino anecdótica. Daudet ha escrito un libro panfletario, “El estúpido siglo diecinueve”, contra las letras y los hombres de esos cien años ilustres. (Este libro estruendoso agitó la París más que la presencia de Einstein en la Sorbona. Un periódico parisién solicitó la opinión de escritores y artistas sobre el siglo vituperado por Daudet. Maurice Barrés, orgánicamente reaccionario también, pero más elástico y flexible, dijo en esa encuesta que el estúpido siglo diecinueve había sido algo adorable.)
El caso de esta extrema derecha resulta así singular e interesante. La decadencia de la sociedad burguesa la ha sorprendido en una actitud de protesta contra el advenimiento de esta sociedad. Se trata de una facción idéntica y simultáneamente hostil al Tercero y Cuarto Estado, al individualismo y al socialismo. Su legitimismo, su tradicionalismo la obliga a resistir no sólo al porvenir sino también al presente. Representa, en suma, una prolongación psicológica de la Edad Media. Una edad no desparece, se hunde en la historia, sin dejar a la edad que le sucede ningún sedimento espiritual. Los sedimentos espirituales de la Edad Media se han alojado en los dos únicos estratos donde podía asilarse, la aristocracia y las letras. El reaccionarismo del aristócrata es natural. El aristócrata personifica la clase despojada de sus privilegios por la revolución burguesa. El reaccionarismo del aristócrata es, además, inicuo, porque el aristócrata consume su vida aislada, ociosa y sensualmente. El reaccionarismo literario, o del artista, es de distinta filiación y de diversa génesis. El literato y el artista, en cuyo espíritu persistía aún el recuerdo caricioso de las cortes medioevales, ha sido frecuentemente reaccionario por repugnancia a la actividad práctica de esta civilización. Durante el siglo pasado, el literato a satirizado y ha motejado agrazmente a la burguesía. La democracia se ha asimilado, poco a poco, a la mayoría de los intelectuales. Su riqueza y su poder le han consentido crearse una clientela de pensadores, de literatos y de artistas cada vez más numerosa. Actualmente, además, una vanguardia brillante marcha a lado de la revolución. Pero existe todavía una numerosa minoría contumazmente obstinada en su hostilidad al presente y al futuro. En esa minoría, rezago mental y psicológico de la Edad Media, Maurras y Daudet tienen un puesto conspicuo.
Pero penetremos más hondamente en la ideología de los monarquistas de “L’Action Francaise”. Los revolucionarios miran en la sociedad burguesa un progreso respecto de la sociedad medioeval Los monarquistas franceses la consideran simplemente un error, una equivocación El pensamiento monarquista es utopista y subjetivo. Reposa en consideraciones éticas y estéticas. Más que a modificar la realidad, parece dirigido a ignorarla, a desconocerla, a negarla. Por eso ha sido hasta ahora alimento exclusivo de un cenáculo intelectual. La muchedumbre no ha escuchado a quienes abstrusa y míticamente le afirman que desde hace siglo y medio la humanidad marcha extraviada. La predicación monárquica de “La Acción Francesa” no ha tenido eco, antes de hoy, sino en una que otra alma bizarra, en una que otra alma solitaria. Su actual brillo, su actual resonancia, es obra de circunstancias externas, es futo del nuevo ambiente histórico. Es un efecto de la gesta de las camisas negras y de los somatenes. Los artífices, los conductores de la contrarrevolución europea no son Maurras ni Daudet, sino Mussolini y Farinacci. No son literatos disgustados, malcontentos y nostálgicos, sino oportunistas capitanes procedentes de la escuela demagógica y tumultuaria. Los hierofantes de “La Acción Francesa” se someten, se adhieren humildemente a la ideología y a la praxis de los caudillos fascistas. Se contentan con tener a su lado un rol de ministros, de tinterillos, de cortesanos Maurras, selecto y aristócrata, aprueba el uso del aceite de castor.
Todo el caudal actual de la extrema derecha viene de la polarización de las fuerzas conservadoras. Amenazadas por el proletariado, la aristocracia y la burguesía se reconcilian La sociedad medioeval y la sociedad capitalista se funden y se identifican. Algunos pensadores, Walter Rathenaur por ejemplo, dicen que dentro de una clase revolucionaria conviven mancomunados y confundidos estratos sociales que más tarde se separarán y se enemistarán. Del mismo modo, dentro de las clases conservadoras, se amalgaman capas sociales antes adversarias. Ayer la burguesía mezclada con el estado llano, con el proletariado, destronaba a la aristocracia. Hoy se junta con ella para resistir el asalto de la revolución proletaria.
Pero la Tercera República no se resuelve todavía a conferir demasiadas autoridades a los fautores del rey. Recientemente dio a Jonnart un asiento en la Academia, ambicionado por Maurras. Entre un personaje burocrático del régimen burgués y el pensador de la corte de Orleans, optó por el primero, sin miedo a los silbidos de los camelots du roi. La Tercera República se conduce prudentemente en las relaciones con la facción monarquista. Sus abogados y sus burócratas, sus Poincaré, sus Millerand, sus Tardieu, etc., flirtean con Maurras y con Daudet, pero se reservan avaramente la exclusiva de los primeros puestos.
¿Organizarán Maurras y Daudet, como organizó Mussolini, un ejército de cien mil camisas negras para conquistar el poder? No es probable ni es posible. Francia es un país de burgueses y campesinos, cautos, económicos y prácticos, poco dispuestos a seguir a los capitanes del rey.
“L’Action Francaise” y sus hombres son un elemento de agitación y de agresión; no son un elemento de gobierno. Son una fuerza destructiva, negativa; no son una fuerza constructiva, positiva. El futuro se construye sobre la base de los materiales ideológicos y físicos del presente. “L’Action Francaise” intenta resucitar el pasado, del cual no restan sino exiguos residuos psicológicos. Quiere que la política francesa de hoy sea la misma de hace quinientos o mil años. Que Alemania sea aniquilada, talada, subyugada.
En siglo y medio de civilización capitalista, el mundo se ha metamorfoseado totalmente. La vida humana se ha internacionalizado. El destino, el progreso, la mentalidad, la costumbre de los pueblos se han tornado misteriosa y complejamente solidarios. La humanidad marcha, consciente o subconscientemente, a una organización internacional. Este rumbo ha generado la ideología revolucionaria de las internacionales obreras y la ideología burguesa de la Sociedad de Naciones. Para los camelots du roi este nuevo panorama humano es nulo, inexistible. La humanidad actual no es la misma de la época merovingia. Y Europa puede aún ser feliz bajo el cetro de un rey borbón y bajo la bendición de un pontífice Borgia.

José Carlos Mariátegui La Chira