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John Maynard Keynes [Recorte de prensa]

John Maynard Keynes

Keynes no es leader, no es político, no es siquiera diputado. No es sino director del "Manchester Guardian" y profesor de economía de la Universidad de Cambridge. Sin embargo, es una figura de primer rango de la política europea. Y, aunque no ha descubierto la decadencia de la civilización occidental, la teoría de la relatividad ni el injerto de la glándula de mono, es un hombre tan ilustre y resonante como Spengler, como Einstein y como Voronoff. Un libro de estruendoso éxito, "Las consecuencias económicas de la Paz", ha propagado el nombre de Keynes en el mundo. Creo que este volumen, del cual se han hecho numerosas ediciones en inglés, en francés, en alemán y en italiano, no ha sido traducido todavía al español. (Y esto no es insólito. "¿A dónde va Francia? ¿A dónde va Europa?" de Caillaux y "Europa sin paz" de Nitti han sido editadas en español, con más de dos años de retardo, merced, a una Editorial Internacional de Buenos Aires. El libro máximo del siglo, "La decadencia de Occidente" de Spengler ha sido vertido al español gracias a la existencia de la biblioteca de ideas del siglo veinte fundada por Ortega y Gasset). Pero el "Manchester Guardian Comercial" se edita en varias lenguas, en español entre ellas, de suerte que el renombre y la actividad de Keynes son familiares al público hispano-americano. Nadie ignora, por consiguiente, en este público, que Keynes fue uno de los delegados de Inglaterra en la conferencia de la paz, que representó en ella al Tesoro británico y que renunció su cargo por no solidarizarse con los yerros y entuertos del Tratado de Versalles.

Su libro "Las consecuencias económicas de la Paz" es la historia íntima, descarnada y escueta de la conferencia de la paz y de sus escenas de bastidores. Y es, al mismo tiempo, una sensacional requisitoria contra el tratado de Versalles y contra sus protagonistas. Keynes denuncia en su obra las deformidades y los errores de ese pacto y sus consecuencias en la situación europea.

El pacto de Versalles es un tópico de actualidad. Los políticos y los economistas de la reconstrucción europea reclaman perentoriamente su revisión, su rectificación casi su cancelación. La suscripción de ese tratado resulta una cosa condicional y provisoria. Estados Unidos le ha negado su favor y su firma. Inglaterra ha revelado su intención de abandonarlo. Alemania, desorganizada por la ocupación del Ruhr, ha declaradp su incapacidad de cumplirlo. Francia, aferrada al dogma de su infalibilidad, lo ha trasgredido invadiendo el Ruhr. Keynes lo ha declarado una reglamentación temporal de la rendición alemana. La iniciativa de Hughes de examinar y resolver la cuestión de las reparaciones en una reunión de expertos de economía no ha sido, sustancialmente, sino una proposición de revisión del Tratado. Esa iniciativa ha fracasado precisamente porque Francia no ha querido conferir a la reunión de expertos ninguna autoridad revisionista. El Tratado, por ende, está en estudio, está en debate. Keynes dice que es inejecutable.

¿Cómo se ha incubado, cómo ha nacido este tratado deforme, este tratado teratológico? Keynes, testigo inteligente de la gestación, nos lo explica. La Paz de Versalles fue elaborada por tres hombres: Wilson, Clemenceau y Lloyd George. —Orlando tuvo al lado de estos tres estadistas un rol secundario, anodino, intermitente y opaco. Su intervención se confinó a una sentimental defensa de los derechos de Italia.— Wilson ambicionaba seriamente una paz edificada sobre sus catorce puntos y nutrida de su ideología democrática. Pero Clemenceau pugnaba por obtener una paz ventajosa para Francia, una paz dura, áspera, inexorable. Lloyd George era empujado en análogo sentido por la opinión inglesa. Sus compromisos eleccionarios lo forzaban a tratar sin clemencia a Alemania. Los pueblos de la Entente estaban demasiado perturbados por el placer y el deliquio de la victoria. Atravesaban un período de fiebre y de tensión nacionalistas. Su inteligencia estaba oscurecida por el pathos. Y, mientras Clemenceau y Lloyd George, representaban a dos pueblos poseídos morbosamente por el deseo de expoliar y oprimir a Alemania, Wilson no representaba a un pueblo realmente ganado a su doctrina ni sólidamente mancomunado con su beato y demagógico programa. A la mayoría del pueblo americano no le interesaba sino la liquidación más práctica y menos onerosa posible de la guerra. Tendía, por consiguiente, al abandono de todo lo que el programa wilsoniano tenía de idealista. El ambiente aliado, en suma, era adverso a una paz wilsoniana y altruista. Era un ambiente guerrero y truculento, cargado de odios, de rencores y de gases asfixiantes. Wilson mismo no podía sustraerse a la influencia y a la sugestión de la "atmósfera pantanosa de París". El estado de ánimo aliado era agudamente hostil al programa wilsoniano de paz sin anexiones ni indemnizaciones. Además Wilson, como diplomático, como político, era asaz inferior a Clemenceau y a Lloyd George. La figura política de Wilson no sale muy bien parada del libro de Keynes. Keynes retrata la actitud de Wilson en la conferencia de la paz como una actitud mística, sacerdotal. Al lado de Lloyd George y de Clemenceau, cautos, redomados y sagaces estrategas de la política, Wilson resultaba un ingenuo maestro universitario, un utopista y hierático presbiteriano. Wilson, finalmente, llevó a la conferencia de la paz principios generales, pero no ideas concretas respecto de su aplicación. Wilson no conocía las cuestiones europeas a las cuales estaban destinados sus principios, A los aliados les fue fácil, por esto, camuflar y disfrazar de un ropaje idealista la solución que les convenía. Clemenceau y Lloyd George, ágiles y permeables, trabajaban asistidos por un ejército de técnicos y de expertos. Wilson, rígido y hermético, no tenía casi contacto con su delegación. Ninguna persona de su "entourage" excepción hecha tal vez del coronel House, ejercitaba influencia sobre su pensamiento. A veces una redacción astuta, una maniobra gramatical, bastó para esconder dentro de una cláusula de apariencia inocua una intención trascendente. Wilson no pudo defender su programa del torpedeamiento sigiloso de sus colegas de la conferencia.

Entre el programa wilsoniano y el tratado de Versalles existe, por esta y otras razones, una contradicción sensible. El programa wilsoniano garantizaba a Alemania el respeto de su integridad territorial, le aseguraba una paz sin multas ni indemnizaciones y proclamaba enfáticamente el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos. Y bien. El Tratado separa de Alemania la región del Sarre, habitada por seiscientos mil teutones genuinos. Asigna a Polonia y Checoeslovaquia otras porciones de territorio alemán. Autoriza la ocupación durante quince años de la ribera izquierda del Rhin, donde habitan seis millones de alemanes. Y suministra a Francia pretexto para invadir las provincias del Ruhr e instalarse en ellas. El tratado niega a Austria, reducida a un pequeño Estado, el derecho de asociarse o incorporarse a Alemania. Austria no puede usar de este derecho sin el permiso de la Sociedad de las Naciones. Y la Sociedad de las Naciones no puede acordarle su permiso sino por unanimidad de votos. El Tratado obliga a Alemania, aparte de la reparación de los daños causados a poblaciones civiles y de la reconstrucción de las ciudades y campos devastados, al reembolso de las pensiones de guerra de los países aliados. La despoja de todos sus bienes negociables, de sus colonias, de su cuenca carbonífera del Sarre, de su marina mercante y hasta de la propiedad privada de sus súbditos en territorio aliado. Le impone la entrega anual de una cantidad de carbón equivalente a la diferencia entre la producción actual de las minas de carbón francesas y la producción de antes de la guerra. Y la constriñe a conceder, sin ningún derecho a reciprocidad, una tarifa aduanera mínima a las mercaderías aliadas y a dejarse invadir, sin ninguna compensación, por la producción aliada. En una palabra, el Tratado empobrece, mutila y desarma a Alemania y, simultáneamente, le demanda una enorme indemnización de guerra. El tratado no fija el monto de esta indemnización. Pero la reglamentación de Londres lo establece en 138,000 millones de marcos oro.

Keynes prueba que este pacto es una violación de las condiciones de paz ofrecidas por los aliados a Alemania para inducirla a rendirse. Alemania capituló sobre la base de los catorce puntos de Wilson. Las condiciones de paz no debían, por tanto, haberse apartado ni diferenciado de esos catorce puntos. La conferencia de Versalles habría debido limitarse a la aplicación, a la formalización de esas condiciones de paz. En tanto, la conferencia de Versalles impuso a Alemania una paz diferente, una paz distinta de la ofrecida solemnemente por Wilson. Keynes califica esta conducta como una deshonestidad monstruosa. Además, este tratado, que arruina y destruye a Alemania, no es solo injusto e insensato. Cómo casi todos los actos insensatos e injustos, es peligroso y fatal para sus autores. Europa ha menester de solidaridad y de cooperación internacionales para reorganizar su producción y restaurar su riqueza. Y el tratado la anarquiza, la fracciona, la conflagra y la inficiona de nacionalismo y jingoísmo. La crisis europea tiene en el pacto de Versalles uno de sus mayores estímulos morbosos. Keynes advierte la extensión y la profundidad de esta crisis. Y no cree en los planes de reconstrucción, "demasiado complejos, demasiado sentimentales y demasiado pesimistas". "El enfermo —dice— no tiene necesidad de drogas ni de medicinas. Lo que le hace falta es una atmósfera sana y natural en la cual pueda dar libre curso a sus fuerzas de convalescencia". Su plan de reconstrucción europea se condensa, por eso, en dos proposiciones lacónicas: la anulación de las deudas interaliadas y la reducción de la indemnización alemana a 36,000 millones de marcos. Keynes sostiene que este es el monto justo de las reparaciones y que este es, también, el maximum que Alemania puede pagar.

Pensamiento de economista y de financista, el pensamiento de Keynes localiza la solución de la crisis europea en la reglamentación económica de la paz. En su primer libro escribía, sin embargo, que "la organización económica, por la cual ha vivido Europa occidental durante el último siglo, es esencialmente extraordinaria, inestable, compleja, incierta y temporaria". La crisis, por consiguiente, no se reduce a la existencia de la cuestión de las reparaciones y de las deudas inter-aliadas. Los problemas económicos de la paz exarceban y exasperan la crisis; pero no la causan integramente. La raíz de la crisis está en esa organización económica "inestable, compleja, etc." Pero Keynes es un economista, burgués, de ideología evolucionista y de psicología británica, que necesita inocula confianza e inyectar optimismo en el espíritu de la sociedad capitalista. Y debe, por esto, asegurarle que una solución sabia, sagaz y prudente de los problemas económicos de la paz removerá todos los obstáculos que construyen actualmente el camino del progreso, de la felicidad y del bienestar humano.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

George Grosz [Recorte de prensa]

George Grosz

Los que no conocen de la Alemania moderna sino los automóviles Mercedes, los transatlánticos de la Hapag y las salchichas de Francfort, se sienten naturalmente inclinados a atribuir al mariscal von Hindemburg la representación de los máximos valores tudescos. Esta estampada en su retina mental la imagen de una Alemania bismarckiana, imperialista, rechoncha, un poco sentimental y un poco bárbara, devota al Kaiser y a los cascos imperiales, que canta el "Deutschland über alies", que lee al General Von Bernhardi y que aguarda la hora de marchar, con paso de ganso, a la revancha. Y esta imagen cómoda y simple de Alemania les parece la única auténtica, la única válida. Les costaría mucho trabajo adaptar sus órganos mentales a una imagen insólita, a una imagen diferente.

Abandonemos a su suerte a los que en nuestro tiempo ven en el viejo mariscal de los lagos mazurianos un símbolo del Reich y del pueblo alemán. Y exploremos, poco a poco, por rutas menos trilladas y vulgares, la nueva Alemania. Esta nueva Alemania no se deja aprehender, como la otra, en una fórmula fácil. Es todavía demasiado compleja, demasiado fluida, demasiado caótica. Se compone de diversos elementos, de distintas corrientes, de oscuras fuerzas que aún no se han fundido en una forma histórica. La realidad de esta Alemania en formación no es menos evidente, sin embargo, que la anciana y gastada realidad de la Alemania de los Hohenzollern y de los Wittelsbach.

Esta nueva Alemania, además, se burla de los mediocres mitos y de las marciales ilusiones de la Alemania imperial y burguesa. (No empieza y acaba en el profesor Einstein, el doctor Spengler, el filósofo Vaihingher y otros ilustres alemanes contemporáneos, cuya fama y cuyas ideas se han propagado velozmente por todo el planeta). Es una Alemania iconoclasta y revolucionaria. Y de una múltiple energía creadora.

La obra de sus artistas —George Kaiser, Ernst Toller, René Schikelé, Lemhbruck, Klee, Grosz, etc.— interesa supremamente a la inteligencia occidental. George Grosz, reputado como uno de los mayores dibujantes de Alemania, desconcierta con su agresividad a los públicos europeos. Merece ser presentado como el autor de la más vehemente requisitoria que, en los últimos tiempos, se haya pronunciado contra la vieja Alemania.

George Grosz ha hecho el retrato más genial y más crudo de la burguesía tudesca. Sus dibujos desnudan el alma de los Junckers, los banqueros, los rentistas, etc. De toda la adiposa y ventruda gente a la cual el pobrediablismo de otros artistas respeta y saluda servilmente como a una élite. Grosz define, mejor que ningún artista, mejor que ningún literato, mejor que ningún psiquiatra, los tipos en quienes se concreta la decadencia espiritual, la miseria psíquica de una casta agotada y decrépita. Es un psicólogo. Es un psicoanalista.

La psicología de sus personajes acusa constantemente una baja sensualidad. El lápiz de Grosz estudia todos los estados y todos los gestos de su libídine. Libídine de dinero y libídine carnal. En la atmósfera de sus restaurantes, de sus casinos, de sus cabarets, flota un relente de sexualidad exasperada. El repleto schieber, delante de la mesa donde ha cenado en la grasa compañía de una amiga pingüe, degusta su champaña con un regüeldo de digestión obscena.

No es George Grosz, sin embargo, un caricaturista. Su arte no es bufo. Ante uno de sus dibujos, no es el caso de hablar de caricatura. George Grosz no deforma, cómicamente, la naturaleza. La interpreta, la desviste, con una terrible fuerza para poseer y revelar su íntima verdad. Pertenece esta artista a la categoría de Goya. Es un Goya explosivo. Un Goya moderno. Un Goya revolucionario. En esta época se le podría clasificar teóricamente dentro del superrealismo. Rene Arcos, a propósito de esta clasificación, escribe que para designar su tendencia la palabra realismo le parece ampliamente suficiente. "Si algunos han creído que este vocablo merecía pasar al retiro —opina— es porque no ha encontrado todavía servidores dignos de él. Nadie pensará siquiera sostener que los artistas y escritores de la época naturalista no se han contado en los menos realistas. Todos casi se han detenido en la apariencia exterior de los seres y de las cosas. El realismo se encuentra aún en sus comienzos. Me refiero al realismo interior, al intrarealismo, si esta palabra no asusta".

Super-realista o realista, George Grosz es un artista del más alto rango. Su dibujo, de una simplicidad infantil, es, al mismo tiempo, de una fuerza de expresión que parece superar todas las posibilidades. Cuenta Grosz que la manera de los niños lo sedujo siempre. En este rasgo de su arte se reconoce y se identifica uno de los sentimientos que lo emparenta con el expresionismo y, en general, con las escuelas del arte ultra-moderno.

Pienza Grosz que un impulso revolucionario mueve al verdadero artista. El verdadero artista trabaja sin preocuparse del gusto y del consenso de su época. Le importa poco estar de acuerdo con sus contemporáneos. Lo que le importa es estar de acuerdo consigo mismo. Obedece su inspiración individual. Produce para el porvenir. Deja su obra al fallo de las generaciones futuras. Sabe que la humanidad cambiará. Se siente destinado a contribuir con su obra a este cambio.

En sus primeros tiempos, Grosz se entregó, como otros artistas nacidos bajo el mismo signo, a un excéptico y desesperado individualismo. Se encasilló en una enfermiza sobre-estimación del arte. Sufrió una crisis de aguda y acérrima misantropía. Los hombres, según su pesimista filosofía de entonces, se distinguían en dos especies: malvados e imbéciles. La guerra modificó totalmente su ególatra y huraña concepción de la vida y de la humanidad. "Muchos de mis camaradas —dice Grosz— acogían bien mis dibujos, compartían mis sentimientos. Esta constatación me produjo más placer que la recompensa de un amateur cualquiera de cuadros, que podía únicamente apreciar mi trabajo desde un punto de vista especulativo. En esa época yo empecé a dibujar no sólo porque en esto encontraba una complacencia sino porque otros participaban de mi estado de espíritu. Comencé a ver que existía un fin mejor que el de trabajar para sí o para los comerciantes de cuadros". El caso Grosz, desde este punto de vista, se semeja al caso
Barbusse. Como Barbusse, Grosz procedía de una generación excéptica, individualista y negativa. La guerra le enseñó un camino nuevo. La guerra le reveló que los hombres que repudian y condenan el presente no están solos. En las trincheras, Grosz descubrió a la humanidad. Antes no había conocido sino su sedicente elite: la costra muerta e inerme que flota sobre la superficie de las aguas inquietas y vivientes. "Hoy —declara Grosz— ya no odio a los hombres sin distinción; hoy, odio vuestras malas instituciones y sus defensores. Y si tengo una esperanza es la de ver desaparecer estas instituciones y la clase que las protege. Mi trabajo está al servicio de esta esperanza. Millones de hombres la comparten conmigo: millones de hombres que no son evidentemente amateurs de arte, ni mecenas ni mercaderes de cuadros".

Este arte, —del cual el público elegante y la crítica burguesa no perciben y admiran sino los elementos formales y exteriores, el humorismo, la técnica, la agresividad, la penetración— se alimenta de una emoción religiosa, de un sentimiento místico. La fuerza de expresión de Grosz nace de su fe, de su pathos. El escritor italiano Italo Tavolato constata, acertadamente, que la obra de Grosz se eleva a un dominio metafísico. "El burgués —dice— tal como lo entiende Grosz, equivale al "pecador" del mito cristiano, símbolos el uno y el otro de la imperfección orgánica, personificaciones irresponsables de los defectos de la creación, productos de una experiencia frustrada de la naturaleza. Y si, como lo quieren todas las religiones, el primero y el único deber del hombre es la perfección, es decir el genio, el burgués es en este caso aquel que no ha tenido el ánimo de conquistar un rango superior en la humanidad, que no ha sabido adueñarse de algunas partículas de la sustancia divina, que por el contrario se ha resignado y fosilizado a medio camino".

Es esto lo que diferencia a George Grosz de otros artistas de las escuelas de vanguardia. Es esto lo que da profundidad a su realismo. La mayor parte de los expresionistas, de los futuristas, de los cubistas, de los super-realistas. etc., se debate en una búsqueda exasperada y estéril que los conduce a las más bizarras e inútiles aventuras. Su alma está vacía; su vida está desierta. Les falta un mito, un sentimiento, una mística, capaces de fecundar su obra y su inspiración. Les preocupa el instrumento; no les preocupa el fin. Una vez hallado, el instrumento no les sirve sino para inventar una nueva escuela. Grosz es un poco super-realista, un poco dadaísta, un poco futurista. Pero a ninguna de estas escuelas —en ninguna de las cuales su genio se deja encasillar— le debe los ingredientes
espirituales, los elementos superiores de su arte.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira