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El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Aristides Briand

Arístides Briand

El sino de este viejo protagonista de la política francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es -como dicen J. Kessel y G. Suárez- el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de haber combatido un tratado de paz debió aplicarlo”. Kessel y Suárez agregan, diseñando un sobrio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso”.

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occidental. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que, como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crítica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuente, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este extremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática.

Pocos años después de su gesto revolucionario. Briand se convertía, dentro del socialismo, en el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía.

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinas.

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revolucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios.

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de “aventurero” por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de “L’Humanité”, Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las “bonnes a tout faire” de la Tercera República. Sin embargo, la “unión sagrada” marcó, en su biografía, una estación adversa. Las derechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgánico que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc.

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entrababa sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamentaria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al centro, en cambio, no había casi ninguno. La izquierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se daba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. “Yo aconsejé al leader de la Entente republicana -ha contado el propio Briand- que se decidiera a una operación quirúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente”. El proyecto naufragó. El bloque nacional prefirió subsistir como había nacido. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalia. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la ambición de devenir el dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revancha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, entre sus líderes. El primer experimento gubernamental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agresiva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno.
Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a este, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borrasca, ha sabido conservar a flote su octavo ministerio. Ha querido actuar una política más o menos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha pretendido que con él se contradijera una entera coalición, de la cual forma parte el partido socialista oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desviación después de todo menos grave.

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dispuesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? Imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El General Lyautey, desocupado desde el fin de su regencia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, disponible.) Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamentario, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira