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"La ciencia de la revolución" por Max Eastman [Recorte de prensa]

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman

“La Ciencia de la Revolución” de Max Eastman -uno de los libros de resonancia de la literatura política última- se contrae casi a la aserción de que Marx, en su pensamiento, no consiguió nunca emanciparse de Hegel. Si este hegelianismo incurable hubiese persistido solo en Marx y Engels, preocuparía sin duda muy poco al autor de “La Ciencia de la Revolución”. Pero como lo encuentra subsistente en la teorización marxista de sus continuadores y, sobre todo, dogmáticamente profesado por los ideólogos de la Revolución Rusa, Max Eastman considera urgente y esencial denunciarlo y combatirlo. Hay que entender sus reparos a Marx como reparos al marxismo.

Pero lo que “La Ciencia de la Revolución” demuestra, más bien que la imposibilidad de Marx de emanciparse de Hegel, es la incapacidad de Max Eastman para emanciparse de William James. Eastman se muestra particularmente fiel a William James en su antihegelianismo. William James, después de reconocer a Hegel como uno de los pocos pensadores que propongan una solución de conjunto de los problemas dialécticos, se apresura a agregar: “escribía de una manera tan abominable que no lo he comprendido jamás”. (“Introducción a la Filosofía”) Max Eastman no se ha esforzado más por comprender a Hegel. En su ofensiva contra el método dialéctico, actúan todas sus resistencias de norte americano -proclive a un practicismo flexible e individualista, permeado de ideas pragmatistas- contra el panlogismo germano, contra el sistema de una concepción unitaria y dialéctica. En apariencia, el "americanismo” de la tesis de Max Eastman está en su creencia de que la revolución no necesita una filosofía sino solamente una ciencia, muy técnica; pero, en el fondo, está verdaderamente, en su tendencia muy anglo-sajona a rechazar en el nombre del puro “buen sentido” toda difícil construcción ideológica chocante a una educación pragmatista.

Max Eastman, al reprochar a Marx el no haberse liberado de Hegel, le reprocha en general el no haberse liberado de toda metafísica, de toda filosofía. No cae en cuenta de que si Marx se hubiera propuesto y realizado únicamente, con la prolijidad de un técnico alemán, el esclarecimiento científico de los problemas de la revolución tales como se presentaban empíricamente en su tiempo, no habría alcanzado sus más eficaces y valiosas conclusiones científicas, ni habría mucho menos elevado al socialismo al grado de disciplina ideológica y de organización práctica que lo han convertido en la fuerza constructora de un nuevo orden social, Marx pudo ser un técnico de la revolución, lo mismo que Lenin, precisamente porque no se detuvo en la elaboración de unas cuantas recetas de efecto estrictamente verificable. Si hubiese rehusado o temido confrontar las dificultades de la creación de un “sistema” para no disgustar más tarde al pluralismo irreductible de Max Eastman, su obra teórica, no superaría en trascendencia histórica a la de Proudhom o Kropotkin.

No advierte tampoco Max Eastman que, sin la teoría del materialismo histórico, el socialismo no habría abandonado el punto muerto del materialismo filosófico y, en el envejecimiento inevitable de este por su incomprensión de la necesidad de fijar las leyes de la evolución y el movimiento, se habría contagiado más fácilmente en todo linaje de “idealismos” reaccionarios. Para Max Eastman el hegelianismo es un demonio que hay que hacer salir del cuerpo del marxismo exorcizándolo en nombre de la ciencia. ¿En qué razones se apoya su tesis para afirmar que en la obra de Marx alienta, hasta el fin, el hegelianismo más metafísico y tudesco? Es verdad, Max Eastman no tiene más pruebas de esta convicción, que las que tenía antiguamente un creyente de la presencia del demonio en el cuerpo del individuo que debía ser exorcizado. He aquí su diagnosis del caso Marx: “Al declarar alegremente que no hay tal Idea, que no hay Empíreo alguno que arda en el centro del universo, que la realidad última es, no el espíritu, sino la materia, puso de lado toda emoción sentimental y, en una disposición que parecía ser completamente realista, se puso a escribir la ciencia de la revolución del proletariado. Pero, a pesar de esta profunda transformación emocional por él experimentada, sus escritos siguen teniendo un carácter metafísico y esencialmente animista. Marx no había examinado este mundo material, del mismo modo que un artesano examina sus materiales, a fin de ver la manera de sacar el mejor partido de ellos. Marx examinó el mundo material del mismo modo que un sacerdote examina el mundo ideal, con la esperanza de encontrar en él sus propias aspiraciones creadoras y, en caso contrario, para ver de qué modo podría trasplantarlas en él. Bajo su forma intelectual, el marxismo no representaba el pasaje del socialismo utópico al socialismo científico; no representaba la sustitución del evangelio nada práctico de un mundo mejor por un plan práctico, apoyado en un estudio de la sociedad actual e indicando los medios de reemplazarlo por una sociedad mejor. El marxismo constituía el pasaje del socialismo utópico a una religión socialista, un esquema destinado a convencer al creyente de que el universo mismo engendra automáticamente una sociedad mejor y que él, el creyente, no tiene más que seguir el movimiento general de este universo”. No le bastan a Max Eastman, como garantía del sentido totalmente nuevo y revolucionario que tiene en Marx el empleo de la dialéctica, las proposiciones que él mismo copia en ‘'La Ciencia de la Revolución” de la “Tesis sobre Feuerbach”. No recuerda, en ningún momento, esta terminante afirmación de Marx: “El método dialéctico, no solamente difiere en cuanto al fondo del método de Hegel, sino que le es, aún más, del todo contrario. Para Hegel el proceso del pensamiento, que él transforma, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo (creador) de la realidad, no siendo esta última sino su manifestación exterior. Para mí, al contrario, la idea no es otra cosa que el mundo material traducido y transformado por el cerebro humano”. Sin duda, Max Eastman pretenderá que su crítica no concierne a la exposición teórica del materialismo histórico, sino a un hegelianismo espiritual e intelectual -a cierta conformación mental del profesor de metafísica- de que a su juicio Marx no supo nunca desprenderse a pesar del materialismo histórico, y cuyos signos hay que buscar en el tono dominante de su especulación y de su prédica. Y aquí tocamos su error fundamental: su repudio de la filosofía misma, su mística convicción de que todo absolutamente todo, es reducible a ciencia, y de que la revolución socialista no necesita filósofos sino técnicos. Emmanuel Berl, se burla acerbamente de esta tendencia, aunque sin distinguirla, como es de rigor, de las expresiones auténticas del pensamiento revolucionario. “La agitación revolucionaria misma -escribe Berl- acaba por ser representada como una técnica especial que se podría enseñar en una Escuela Central. Estudio del marxismo superior, historia de las revoluciones, participación más o menos real en los diversos movimientos que pueden producirse en tal o cual punto, conclusiones obtenidas de estos ejemplos de los cuales hay que extraer una fórmula abstracta que se podrá aplicar automáticamente a todo lugar donde aparezca una posibilidad revolucionaria. Al lado del comisario del caucho el comisario de propaganda, ambos politécnicos”.

El cientificismo de Max Eastman no es tampoco rigurosamente original. En tiempos en que pontificaban aún los positivistas, Enrico Ferri dando al término “socialismo científico” una acepción estricta y literal, pensó también que era posible algo así como una ciencia de la revolución. Sorel se divirtió mucho, con este motivo, a expensas del sabio italiano, cuyos aportes a la especulación socialista no fueron nunca tomados en serio, de otro lado, por los jefes del socialismo alemán. Hoy los tiempos son menos que antes favorables para -no ya desde los puntos de vista de la escuela positivista, sino desde los del practicismo yanqui- renovar la tentativa. Max Eastman, además, no esboza ninguno de los principios de una ciencia de la Revolución. A este respecto, la intención de su libro, que coincide con el de Henri de Man en su carácter negativo, se queda en el título.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La derrota de los conservadores en Inglaterra [Recorte de prensa]

La derrota de los conservadores en Inglaterra

El Labour Party ha logrado, en las últimas elecciones, la revancha que pacientemente preparaba desde que el Partido Conservador, ganando con el auxilio del falso documento de Zinovieff una mayoría, puso término en noviembre de 1924, al breve experimento del primer ministerio laborista. Los laboristas, en esas elecciones, no obtuvieron menor número de votos que en las de abril del mismo año. Perdieron puestos por la concentración de los votos de la burguesía, antes divididos entre dos partidos, a favor de los candidatos conservadores, en todos los distritos electorales donde no había otro medio de hacer frente a los candidatos laboristas; pero, numéricamente, su electorado aumentó, continuando, por consiguiente, el partido su ascensión en la estadística eleccionaria de la Gran Bretaña. Y mayor derrota sufrió, sin duda, en tal ocasión, el Partido Liberal que, como consecuencia de un fenómeno de polarización de la burguesía y la pequeña burguesía británicas alrededor de la bandera conservadora, perdía definitivamente su rol tradicional en el parlamento y la política inglesas. Mas, el Labour Party, en noviembre de 1924, no había ido a las elecciones simplemente para mantener y acrecentar sus posiciones eleccionarias, sino para ganar la mayoría. Y el electorado concedió esta mayoría a los conservadores, asegurándoles cinco años de gobierno sólidamente garantizados contra la agitación parlamentaria. El Labour Party, en minoría en el parlamento por el voto adverso de los liberales, había consultado al país si contaba o no con su confianza para continuar en el poder; con efectiva facultad de administrar. Y la mayoría había respondido votando por los conservadores.

Sin duda, el Labour Party había llegado al poder prematura y accidentalmente. La primera votación de 1924 no había dado la mayoría a los laboristas, sino la había negado a todos los partidos, y en primer lugar al que ejercía el poder, el conservador. Aunque los conservadores retenían el primer lugar en el parlamento, el escrutinio significaba la censura. Los laboristas, que por primera vez ocupaban el segundo lugar en el parlamento, fueron llamados, conforme a la práctica inglesa, a constituir el gobierno. Pero los laboristas no podían mantenerse en el poder, sin los votos de los liberales. La duración del experimento gubernamental del Labour Party, dependía del consenso parlamentario de un partido de principios diversos e intereses propios, poco dispuesto a admitir que el desplazamiento de las fuerzas electorales tuviese un carácter definitivo, propenso a intentar de nuevo la prueba electoral, dirigido por un político esencialmente oportunista como Lloyd George de humor un tanto versátil y afición un tanto aventurera. Lloyd George y su hueste parlamentaria en servicio de sus propios principios e intereses, sostuvieron el ministerio laborista el tiempo necesario para que, con asuntos de ordinaria administración, resolviera la cuestión del presupuesto. El criterio hacendario del laborismo coincidía en este apunto con el de los liberales. Todos los factores eran adversos a la prolongación del experimento laborista. El mismo Labour Party no tenía motivos para sentirse muy seguro y cómodo en el poder, antes de haber confirmado su avance en una nueva votación.
Durante los cinco años de administración conservadora trascurridos desde entonces, el Labour Party no ha llegado a adoptar una nueva línea política, decidida y segura. El personal de intelectuales y funcionarios que sigue a Mc Donald y Thomas, ha desenvuelto su actividad bajo el influjo de dos opuestas preocupaciones: la de ganarse a las capas fluctuantes del electorado, reacias a suscribir un programa insuficientemente evolucionista y británico; y la de anular los efectos de la crítica de los elementos de izquierda del partido en las masas obreras, cuyos intereses de clase reclaman del laborismo una dirección más explícitamente antiburguesa y proletaria. Los líderes laboristas, obsecuentes a un criterio electoral y parlamentario, han tendido a hacer las mayores concesiones a la primera imprecisa y aleatoria clientela. Pero, esta estrategia, por una parte comprometía la unidad de acción y doctrina del Labour Party, con el engrosamiento de la corriente Cox-Maxton y la justificación de sus cargos contra el grupo dirigente y por otra parte, disminuía la energía combativa del laborismo y sus medios morales y programáticos de agitar vigorosamente a la opinión media, resolviéndola a un cambio. El Labour Party se presentaba casi asustado de la gravedad de sus objetivos y de la trascendencia de sus principios. Y no era este, ciertamente, el mejor modo de infundir al pueblo confianza en su voluntad y aptitud de solucionar los problemas vitales de Inglaterra. La concurrencia de un político tan diestro como Lloyd George en el arte de impresionar a la opinión, resultaba, no obstante la visible decadencia teórica y práctica del liberalismo singularmente inoportuna.

La estruendosa derrota sufrida por el Partido Conservador, a pesar de todas estas circunstancias, demuestra la evidencia absoluta del fracaso de la política de Baldwin. Los laboristas no han necesitado sino insistir en la mediocridad gubernamental de los conservadores frente a la crisis económica e industrial de la Gran Bretaña, para afirmarse como partido de oposición pronto para confrontar, con mejor éxito, las dificultades del gobierno. Cinco años de administración, han debilitado al Partido Conservador, con más eficacia quizá que el crecimiento natural y la madurez histórica del partido del proletariado. La crisis de la industria y el comercio ingleses, que causa la desocupación de millón y medio de hombres, onerosa y enervante para el fisco y la producción, se ha manifestado superior a la técnica conservadora. La crisis de la economía británica es una crisis de capitalismo; y es lógico que la autoridad y el crédito de las fuerzas y teorías de gobierno de este sistema se resientan con su prolongamiento y complicaciones. El pueblo inglés empieza a desconfiar de la eficiencia política y administrativa del capitalismo. No es tiempo todavía de que conceda un crédito firme al socialismo. Pero se inclina ya a favorecer el ensayo de sus métodos, muy atenuados por supuesto en la solución de los problemas nacionales. Los líderes reformistas del Labour Party han hecho, además, muy poco por conseguir un consenso más decidido para la política socialista.

El partido liberal sale, por segunda vez, de las elecciones, reducido a un elemento de equilibrio y de combinación. Está en la situación adjetiva, secundaria, del Partido Laborista, antes de que entrara en su mayor edad, con la diferencia de que se encuentra en ella por envejecimiento. El tiempo no trabaja a su favor, como en el caso del Labour Party, cuando, vivo aún en Inglaterra el sistema bipartito, la juventud del laborismo significaba por si sola una esperanza. Baldwin ha experimentado una gran derrota; pero Lloyd George no ha experimentado una derrota menor.

A los liberales les toca votar en el nuevo parlamento contra Baldwin. No serían coherentes de otro modo con su campaña eleccionaria. El Labour Party reasumirá el poder. ¿Qué actitud tomarán entonces los liberales? Una inmediata disolución del parlamento, una segunda consulta al sufragio universal, no sería, por ningún motivo, favorable a los liberales. Lloyd George y su facción afrontarían la prueba con menos elementos que nunca. La lucha sería un duelo entre laboristas y conservadores. A los liberales no les interesa precipitar ese duelo.

Las izquierdas recobran, en Europa, con el triunfo del Labour Party, el terreno que han parecido perder incesantemente desde que comenzó con una fuerte marejada reaccionaria, el actual período de estabilización capitalista. Después de cinco años de política conservadora, Inglaterra retorna, con más convicción que en 1924, al experimento laborista. Muy pronto sabremos a qué atenernos respecto a la duración y alcances de este segundo tiempo de reforma.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña [Recorte de prensa]

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña

Reanudemos la indagación de los factores históricos de la actual situación política británica. Las elecciones próximas, con las cuales esa situación entrará en una nueva etapa, hacen de la Gran Bretaña el centro de la atención mundial. El escrutinio influirá en los destinos europeos, vale decir en los destinos mundiales. Una mayoría conservadora reforzaría y prolongaría, probablemente, la era de temporal estabilización capitalista que ha seguido a la agitación revolucionaria de los primeros años de post-guerra. Una mayoría laborista, a pesar acaso de algunos líderes del laborismo, aceleraría el curso de este período, apresurando una segunda etapa revolucionaria. La imposibilidad de cualquier mayoría, -laborista, conservadora o liberal- restablecería, como una fatalidad, a la que cada vez resulta más penoso adaptarse, la fórmula forzosa de los ministerios de coalición, como la consiguiente agudización de la crisis del parlamento.

Desde que los Estados Unidos han alcanzado la plenitud de su desarrollo económico, la historia del imperio británico ha dejado de ofrecérsenos como el máximo experimento capitalista. La revolución liberal no liquidó en Inglaterra la monarquía ni otras instituciones del régimen aristocrático. Su carácter esencialmente industrial y urbano, le permitió una gran largueza con la nobleza terrateniente. La economía capitalista creció cómodamente, sin necesidad de sacrificar la decoración capitalista, el cuadro monárquico del Imperio. Para el primer imperio capitalista, dueño de inmensas colonias, dominador de los mares, la economía agraria pasaba a un plano secundario. Su producción industrial, su poder financiero, sus empresas transoceánicas y coloniales, lo colocaban en aptitud de abastecerse ventajosamente en los más distantes mercados de los productos agrícolas necesarios para su consumo. La Gran Bretaña podía costearse, sin ningún esfuerzo excesivo el lujo de mantener una aristocracia refinada, con sus caballos, perros, parques y cotos. Esto, bajo cierto aspecto, admite ser definido como un rasgo general de la sociedad burguesa que, ni aún en los países de más avanzado republicanismo, ha logrado emanciparse de la imitación de los arquetipos y del estilo aristocrático. El “burgués gentilhombre” es actual hasta ahora. La última aspiración de la burguesía, consumada su obra, es parecerse o asimilarse a la aristocracia que desplazó y sucedió. El propio capitalismo yanqui que se ha desenvuelto en un clima tan indemne de supersticiones y privilegios, y que ha producido en sus tipos de capitanes de empresa una jerarquía tan original de jefes, no ha estado libre de esta imitación, ni ha resistido a la sugestión de los títulos y los castillos de la decaída nobleza europea. El noble se sentía y sabía la culminación de una cultura, de un orden; el burgués no. Y acaso, por esto, el burgués ha conservado un respeto subconsciente por la corte, el ocio, el gusto y el protocolo aristocráticos.

Y no hay en esto solo una cuestión psicológica social y política. La conciliación de la economía capitalista y consecuencias económicas: Inglaterra la política democrática con la tradición monárquica, tiene hoy concretas se encuentra en la necesidad de afrontar un problema agrario, que Estados Unidos ignora, que Francia resolvió con su revolución. El lujo de sus tierras improductivas está en estridente contraste con la economía de una época de depresión industrial y dos millones de desocupados. Estos dos millones de desocupados, cuya miseria pesa sobre el presupuesto y el consumo domésticos de la Gran Bretaña, pertenecen a una población esencialmente industrial y urbana. Los oficios y las costumbres citadinas de esta gente, estorban la empresa de emplearla en los más prósperos dominios británicos: Canadá, Australia, donde el obrero y el empleado inmigrantes tendría que transformarse en labriegos.
El empirismo y el conservantismo, el hábito de regirse por los hechos, con prescindencia y aún con desdén de las teorías, han permitido a la Gran Bretaña cierta insensibilidad respecto a las incompatibilidades entre las instituciones y privilegios nobiliarios, respetados por su evolución, y las consecuencias de su economía liberal y capitalista. Pero esa insensibilidad, esta negligencia que en tiempos de pingüe prosperidad capitalista y de incontrastable hegemonía mundial, ha podido ser un lujo y un capricho británicos, en tiempos de desocupación y de concurrencia, a la vez que devienen onerosas con exceso, engendran contradicciones que, amenazan seriamente el ritmo del evolucionismo inglés.

La concentración industrial y urbana aseguran la preponderancia final del partido laborista. El socialismo no conoce casi en la Gran Bretaña el problema de la difícil conquista de un campesino de rol decisivo en la lucha social. Las bases políticas y económicas de la nación son sus ciudades y sus industrias. La política agraria del socialismo no ha menester, como en Francia y Alemania, de complicadas concesiones a una gran masa de pequeños propietarios, ligados fuertemente al orden establecido. Dirigida contra los landlords es, más bien, una válida arma de ataque contra los intereses de la clase conservadora.

La marcha al socialismo está asegurada por las condiciones objetivas del país. Lo que falta al movimiento socialista inglés es, fundamentalmente, ese racionalismo, que los revisionistas encuentras exorbitante en otros partidos socialistas europeos. El proletariado inglés está dirigido por pedagogos y funcionarios, obedientes a un evolucionismo, a un pragmatismo, de fondo rigurosamente burgués. El crecimiento del poder político del laborismo ha ido mucho más a prisa que la esperanza y la adaptación de sus parlamentarios. No en balde, estos parlamentarios se hallan todavía bajo el influjo de la atmósfera intelectual y espiritual de un gran imperio capitalista. La aristocracia obrera de Inglaterra, por razones peculiares de la historia inglesa, es la más enfeudada mentalmente a la burguesía y a su tradición. Se siente obligada a luchar contra la burguesía con la misma moderación con que esta se comportara, -Cronwell y su política exceptuadas- con la aristocracia y sus privilegios. Los neo-revisionistas no parecen propensos a nada como a regocijarse de que así ocurra. “La social-democracia alemana -escribe Henri de Man- se consideró en sus comienzos como encarnación de las doctrinas revolucionarias y teológicas del marxismo intransigente; como consecuencia, la tendencia creciente de su política hacia un oportunismo conservador de Estado aparece ante sus elementos jóvenes y extremistas como una renunciación gradual de la social-democracia a sus fines tradicionales. Por el contrario, el partido obrero británico, el Labour Party, es el tipo del movimiento de mentalidad “causal”, refractario por esencia a formular objetivos remotos en forma de una teología a priori. Solo movido por la experiencia es como se ha desenvuelto llegando desde una representación muy moderada de intereses profesionales hasta constituir un partido socialista. Parece, pues, que el progreso del movimiento alemán aleja a este de su finalidad, mientras que el del inglés lo aproxima a la suya. La consecuencia práctica de esta diferencia es que el grado de desarrollo correspondiente a una tendencia progresiva en la vida intelectual del socialismo inglés contrasta con una tendencia regresiva en la vida intelectual de la social-democracia alemana. El movimiento inglés, cuyos fines impulsan, por decirlo así, día por día la experiencia de una lucha por objetivos inmediatos, pero justificados por móviles éticos, anima de este modo todo objetivo parcial y ensancha la acción de ese impulso en la medida en que este extiende el campo de su práctica reformista. De ahí que el partido obrero británico, pese a su mentalidad fundamentalmente oportunista y empírica, ejerza una atracción creciente entre los elementos más accesibles a los móviles éticos y absolutos: la juventud y los intelectuales en primer término.

Fácil es demostrar que esta presunta ventaja queda ampliamente desmentida por la relación entre el poder objetivo y los factores subjetivos de la acción laborista. El Labour Party se ha desarrollado en número con mayor rapidez que en espíritu y mentalidad. Y, por esto mismo, su caso es muy interesante. En Inglaterra nadie podrá acusar al socialismo de romanticismo revolucionario. Por consiguiente, si ahí se llega al gobierno socialista, será indudablemente no porque se lo hayan propuesto, forzando la historia, los teorizantes y los políticos del socialismo, sino porque el curso mismo de los acontecimientos ha hecho violencia sobre ellos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Grecia, república [Recorte de prensa]

¿Cómo ha llegado Grecia al umbral del régimen republicano? La guerra mundial precipitó la decadencia de la monarquía helénica. El Rey Constantino vivía bajo la influencia alemana. Su actitud ante la guerra estuvo ligada a esta influencia. La suerte de su dinastía se solidarizó así con la suerte militar de Alemania. La derrota de Alemania, que causó la condena inmediata de las monarquías responsables de los Hohen-zollern y los Hapsburgo, socavó mortalmente a las monarquías mancomunadas o comprometidas con ellas. Sucesivamente, se han desplomado, por eso, las dinastías turca y griega. La dinastía búlgara anda tambaleante. Grecia no pudo como Bulgaria y como Turquía entrar en la guerra al lado de Alemania y Austria. Existía en Grecia una densa y caudalosa corriente aliadófila. Venizelos, perspicaz y avisado, presentía la victoria de los aliados. Y veía que a ella estaba vinculada su fortuna política. Pugnaba, pues, por desviar a Grecia de Alemania y por empujarla al séquito de la Entente. La Entente, impaciente, intervino sin ningún recato en la política griega a favor del bando yenizelista. Grecia fue marcialmente constreñida por la Entente a desembarazarse del Rey Constantino y a adherirse a la causa aliada. El sector republicano quiso aprovechar la ocasión para desalojar definitivamente de Grecia a la monarquía. La Entente agitaba demagógicamente a los pueblos contra Alemania en nombre de la Democracia y de la Libertad. Pero no le pareció prudente consentir la defunción definitiva de una dinastía. El radicalismo griego fue inducido, a aceptar la subsistencia del régimen monárquico. El príncipe heredero de Grecia no era persona grata a los aliados. Se colocó, por esto, la corona sobre la cabeza de otro hijo de Constantino que se avino a reinar con Venizelos y para la Entente. Grecia, timoneada por Venizelos, se incorporó, finalmente, en los rangos aliados.
Pero los métodos usados por la Entente en Grecia habían sido demasiado duros. Y habían perjudicado políticamente al partido aliadófilo. El pueblo griego se había sentido, tratado como una colonia por los representantes de la Entente. La altanería y la acritud de la coacción aliada habían engendrado una reacción del ánimo griego. Ganada la guerra, Grecia tuvo, gracias a Venizelos, una gruesa participación en el botín de la victoria. La Entente, obedeciendo las sugestiones de Inglaterra, impuso a Turquía en Sevres un tratado de paz que la expoliaba y desvalijaba en beneficio de Grecia. Grecia recibía, en virtud de ese tratado, varios valiosos presentes territoriales. El tratado le daba Smirna y otros territorios en el Asia Menor. Fue ese un período de fáciles éxitos de la política internacional de Venizelos. Sin embargo, el gobierno de Venizelos no consiguió consolidarse a la sombra de esos éxitos. La oposición a Venizelos aumentaba día a día. Venizelos recurría a la fuerza para sostenerse. Los leaders constantinistas fueron expulsados o encarcelado. Los leaders socialistas y sindicales se atrajeron, a causa de su propaganda pacifista, las mismas o peores persecuciones. Los venizelistas asaltaron y destruyeron las oficinas del diario socialista “Rizospastis”.
Esta política venizelista arrojó a Italia a gran número de personajes griegos. Gounaris, por ejemplo, se refugió en Italia. Y en Italia, en el verano de 1920, trabé amistad con uno de sus mayores tenientes el ex-ministro Aristides Protopadakis, sensacionalmente fusilado dos años después, junto con Gounaris y otros cuatro ministros del Rey Constantino, bajo el régimen militar de Plastiras y Gonatas. Protopadakis y su familia veraneaban en Vallombrosa en el mismo hotel en que veraneaba yo. Su amistad me inició en la intimidad y la trastienda de la política griega. Era Protopapadakis un viejo ingeniero, afable y cortés. Un hombre “ancien regime” de mentalidad política ascendradamente conservadora y burguesa; pero de una bonhomía y una mundanidad atrayentes y risueñas. Juntos discurrimos muchas veces bajo la fronda de los abetos de Vallombrosa. Casi juntos abandonamos Vallombrosa y nos trasladamos a Florencia, él para marchar a Berlín, yo para explorar curiosa y detenidamente la ciudad de Giovanni Papini. Protopadakis preveía la pronta caída de Venizelos. Temeroso a su resultado, Venizelos venía aplazando la convocatoria a elecciones políticas. Pero tenía que arrostrarla de grado o de fuerza. Hacía cinco años que no se renovaba el parlamento griego. Las elecciones no podrían ser diferidas indefinidamente. Y su realización tendría que traer aparejada la caída del gobierno venizelista.
Así fue efectivamente. La previsión de Protopadakis se cumplió con rapidez. Venizelos no quiso ni pudo postergar la convocatoria por más tiempo. Y en noviembre de 1920 se efectuaron las elecciones. Aparentemente la coyuntura era propicia para el leader griego. Su ideal de reconstruir una gran Grecia parecía en marcha. Pero el pueblo griego, disgustado y fatigado por la guerra, tendía a una política de paz. Adivinaba probablemente la imposibilidad de que Grecia se asimilase todas las poblaciones y los territorios que el tratado de Sevres le asignaba. El engrandecimiento territorial de Grecia era un engrandecimiento artificial. Constituía una aventura grávida de peligros y de incertidumbres. Turquía, en vez de someterse pasivamente al tratado de Sevres, lo desconocía y lo repudiaba. La firma del gobierno de Constantinopla era una firma sin autoridad y sin validez. Acaudillado por Mustafá Kemal, el pueblo turco se disponía a oponerse con todas sus fuerzas a la vejatoria paz de Sevres. Smirna se convertía en un bocado excesivo para la capacidad digestiva de Grecia. El regreso del Rey Constantino significaba para el pueblo griego, en esa situación, el regreso a una política de paz. El Rey Constantino simbolizaba, sobre todo, la condenación de una política de servidumbre a los aliados. Estas circunstancias decretaron la derrota electoral de Venizelos. Y dieron la victoria a los constantinistas. El rey Constantino volvió a ocupar su trono. Venizelos fue desalojado del poder por Gounaris.
Mas el rey Constantino y sus consejeros no eran dueños de adoptar una orientación internacional nueva. Vencida Alemania, destruida la Triple Alianza, todas las pequeñas potencias europeas tenían que caer en el campo de gravitación de las potencias aliadas. Grecia era, en virtud de los compromisos aceptados y suscritos por Venizelos, un peón de Inglaterra en el tablero de la política oriental. El rey Constantino heredó, por consiguiente, todas las responsabilidades y obligaciones de Venizelos. Y su política no pudo ser una política de paz. Grecia continuó, bajo el rey Constantino y Gounaris, su aventura bélica contra Turquía.
La historia de esta aventura es conocida. Mustafá Kemal organizó vigorosamente la resistencia turca. Varios hechos lo auxiliaron y sostuvieron. Rusia se esforzaba en rebelar contra el capitalismo británico a los pueblos orientales. Francia tenía intereses diferentes de los de Inglaterra en el Asia Menor. Italia estaba celosa del crecimiento territorial y político de Grecia. El gobierno ruso estimulaba francamente a la lucha al gobierno de Mustafá Kemal. París y Roma coqueteaban con Angora. Todas, estas simpatías ayudaron a Mustafá Kemal a arrojar a las tropas griegas, minadas por el descontento, de las tierras de Asia Menor.
El desastre militar excitó el humor revolucionario que desde hacía tiempo se propagaba en Grecia. Una insurrección militar, dirigida por Plastiras y Gómalas, expulsó del poder al partido de Constantino y Gounaris. El Rey Constantino tuvo que retirarse de Grecia. Y esta vez para siempre. Un tribunal militar, acremente revolucionario, condenó a muerte a Gounaris, Protopadakis y cuatro ministros más. La ejecución siguió a la sentencia. El proceso revolucionario de Turquía se apresuró con estos acontecimientos. Más tarde, murió el rey Constantino y la dinastía quedó sin cabeza. La posición del hijo de Constantino se tornó cada vez más débil.
Presenciamos hoy el último episodio de la decadencia de la monarquía griega. El rey Jorge y su consorte han sido expulsados de Grecia. En el nuevo parlamento griego prevalece la tendencia a reemplazar la monarquía con la república. Grecia, pues, tendrá pronto una nueva carta constitucional que será una carta republicana. Los venizelistas, reforzados y reorganizados, llaman a Grecia a su viejo leader. Venizelos, oportunista y redomado, colaborará en la organización republicana de Grecia. Pero el proceso revolucionario de Grecia no se detendrá ahí. La revolución no sólo fermenta en Grecia. Fermenta en toda Europa, fermenta en todo el mundo. Su manifestación, su intensidad, sus síntomas varían según los climas y las latitudes políticas. Pero una sola es su raíz, una sola en su esencia y una sola es su historia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Poincare y la política francesa [Recorte de prensa]

Poincare y la política francesa

Europa continua movilizada, conflagrada, beligerante. El régimen, las disciplinas y la atmósfera de la guerra pugnan por sobrevivir. Los ejércitos han sido desmovilizados; los espíritus, no. De la prolongación psicológica de la guerra brotan dictaduras marciales de Mussolini, de Horthy, de Primo de Rivera. El estadista europeo Francesco Saverio Nitti nos describía, hace dos años, esta Europa seza pace. Su resonante libro nos demuestra que la paz no ha sido pactada todavía. El tratado de Versalles no es sino una reglamentación provisionaria de la rendición de Alemania. Varias conferencias europeas —Spa, Génova, La Haya— han intentado ser una verdadera conferencia de paz. Pero ninguna de ellas ha conseguido elaborar una paz válida, una paz definitiva. Subsiste, por esto, en Europa una situación guerrera.

La ocupación del Ruhr es un acto de guerra. Francia la titula una sanción. Pero todas la invasiones de la historia se han atribuido una intención punitiva. Un pueblo que ha vejado o extorsionado a otro pueblo, no ha confesado nunca la arbitrariedad, ni la injusticia de su acto.

Esta política francesa significa una persistencia de estado de ánimo del periodo bélico. Mr. Raymond Poincaré ha sido uno de los artífices, uno de los creadores de ese estado de ánimo. Y cuatro años febriles de guerra lo han desadaptado para las labores de la paz. Tal como los instrumentos de guerra no pueden transformarse automáticamente en instrumentos de paz, los conductores de una guerra moderna no pueden transformarse tampoco en conductores de la paz. La guerra los inficiona, los satura de agresividad y de beligerancia. Y habitúa sus espíritus a una porfiada y tenaz actitud de combate. Este es el caso de Poincaré. Poincaré se ha sistematizado en la arenga y en la proclama. Su voz suena como un clarín. Su frase tiene un ritmo marcia. Es su oratoria —entrenada hebdomadariamente en la inauguración de algún nuevo monumento a los caídos de la guerra— late la exultación de la victoria y la voluptuosidad de la represalia.

Y la situación espiritual del parlamento francés corresponde a la situación espiritual de Poincaré. Este parlamento fue elegido en 1919 en una época de excitación y de hiperestesia nacionalistas. Su elección constituyó un número solemne del programa de festejos de la victoria. Una apoteosis de la "unión sacrée". Y, por tanto, la mayoría cayó en poder de los grupos de derecha y de centro que componían el bloc nacional. Algunos hombres del radicalismo, algunos hombres de izquierda, que se filtraron en este parlamento, tuvieron que esconder o atenuar su filiación y enmascararse de chauvinismo. El sector socialista de la cámara quedó reducido y aislado. La nueva cámara proclamó la infalibilidad y la intangibilidad del tratado de Versalles. Más aún, algunos diputados incandescentemente extremistas lo declararon blando y tímido e insuficiente como instrumentos de tortura de Alemania. Y, primero el gabinete de Leygues, después el gabinete de Briand, vacilantes o tardíos en la aplicación severa y rígida del Tratado, fueron abatidos por los votos del bloc nacional, que encontró su leader en Poincaré. Poincaré, desde las crónicas políticas de "La Revue des Deux Mondes", denunciaba entonces la debilidad y la abulia de la política de Briand. Poincaré resultaba el caudillo natural del "bloc". Inicialmente, la política de Poincaré, pareció, sin embargo, demasiado contemporizadora y suave a Andrés Tardieu, leader clemencista, y a otros diputados de la derecha. Pero, muy pronto, Poincaré acalló todos los descontentos, adoptando ante Alemania una actitud implacable, polemizando briosamente con Inglaterra y acomentiendo la aventura de Ruhr. Tardieu y dos suyos se han visto obligados a reconocer en los rumbos de Poincaré sus propios rumbos. Poincaré se ha se asegurado, indefinidamente, la confianza unánime del bloc nacional y los sectores afines. El pequeño y pálido grupo radical, dirigido por Herriot, es el único grupo burgués ausente de su mayoría parlamentaria.

Pero esta cámara representa un estado de ánimo contingente y pretérito de la gran nación francesa. Representa el estado de la opinión en 1919. De entonces a hoy, los ardimientos nacionalistas se han atenuado mucho, malgrado la intensa y perseverante acción tóxica de una prensa "chauvine". Todas las elecciones parciales de Seine-et Oise, las izquierdas infringieron una bulliciosa derrota al bloc nacional. Hubo cuatro juegos de candidatos: ministerial, radical, socialista y comunista. La primera votación no dio mayoría suficiente a ningún bando. Los candidatos de Poincaré, batidos por los radicales, desistieron a favor de éstos. Los socialistas, igualmente faltos de "chance", se retiraron también. En la segunda votación alcanzaron 77,000 votos Franklin-Bouillon y Goust, candidatos radicales, y 54,000 votos Marty y Paquereaux, candidatos comunistas. Estos resultados electorales, en un circunscripción de acentuada filiación nacionalista, son un síntoma de que el estado de ánimo del país no es ya el mismo de 1919. El bloc nacional lo advierte. De aquí que sus ministerios no hayan convocado a nuevas elecciones generales. Y de aquí que hayan resuelto el funcionamiento de esta cámara hasta la extinción de su duración máxima de cinco años.

Poincaré, rigurosamente, no personifica a la actual opinión francesa. Es el leader del sector más saturado de chauvinismo, más intoxicado de belicosidad. Su gobierno se apoya, primeramente, sobre los grupos, obsesionados por el miedo a la revancha enemiga, que tienden a la mutilación y al aniquilamiento de Alemania. Se apoya, luego, sobre las masas de contribuyentes, fuertemente interesadas en que las deudas de guerra no graven su bolsa y honestamente convencidas de la necesidad de que Francia constriña a pagar a Alemania o se apodere de sus valores negociables. Y se apoya, finalmente, en el grupo plutocrático que aspira a la posesión de las minas de carbón alemanas y a la hegemonía metalúrgica en Europa. Este grupo plutocrático es el que ha discutido con Stinnes y la industria alemana las bases de una cooperación industrial franco-alemana. Si la vía de esta cooperación se allanase, la plutocracia metalúrgica francesa reclamaría a otros hombres en el gobierno. Ni Poincaré ni Tardieu podrían dirigir la nueva política. La actuación de ésta podría ser confiada, en cambio, a los radicales, a las izquierdas. La plutocracia industrial dispone de la mayor parte de los grandes rotativos. Todos estos instrumentos de propaganda serían puesto al servicio electoral del bloc de izquierdas. Y serían empleados en la destrucción, en el socabamientos de la vitalidad del bloc nacional. Sin embargo, no en vano toda la prensa francesa, con las solas excepciones de "L'Oeuvre", "L'Ere Nouvelle" y los periódicos socialistas, ha predicado la extorsión de Alemania. Esta predicación constante ha alimentado en el espíritu del pueblo francés innumerables gérmenes nacionalistas. La plutocracia metalúrgica podría encontrar, pues, en la opinión, muchas resistencias a un compromiso con Alemania forjadas por sus propios instrumentos de orientamiento y seducción del público. Pero, de toda suerte, de las elecciones generales del año próximo saldrá un nuevo gobierno. Hasta entonces, hasta octubre o noviembre, durará probablemente la política de Poincaré. ¿Cuáles serán las consecuencias de un año más de esta política? Alemania extenuada y agotada por los subsidios a la población del Ruhr, ha abandonado la resistencia pasiva. Pero no ha renunciado a la lucha. Antes bien, Stressemann ha usado reiteradamente un lenguaje arrogante. Y ha dicho que, en caso necesario, la resistencia pasiva puede trocarse en resistencia activa. Los últimos cablegramas anuncian la ruptura de Stressemann con los socialistas y la posibilidad de que reorganice el gobierno con la colaboración de los pangermanistas. El gobierno alemán asimilaría, así, una buena dosis de la intransigencia de la extrema derecha. Francia, en este caso, se instalaría en el Ruhr. Pero esto no constituiría sustancialmente una situación nueva. Francia ha declarado su intención de no moverse del Ruhr mientras Alemania no le pague. ¿Y cómo podría Alemania, con un presupuesto deficitario, una balanza comercial deficitaria también y una moneda totalmente desvalorizada, obligarse a ingentes pagos inmediatos?

Poincaré explica su política en un lenguaje forense. Francia es un acreedor que protesta las letras vencidas de Alemania y traba embargo de sus bienes. Esta dialéctica es muy propia de la psicología y de la mentalidad del leader lorenés. Poincaré usa en la política métodos de abogado, ideas de jurista. Su técnica verbal y su técnica conceptual son las de un abogado. En este capítulo de la historia humana, Poincaré da la sensación de un abogado, de un jurista, intransigente en la aplicación del viejo derecho y de los viejos códigos. La política y la economía del mundo ha cambiado. La paz ha revelado la solidaridad y la interdependencia de las naciones occidentales. La paz ha bosquejado las direcciones de un derecho nuevo. Poincaré, desdeñoso de las notificaciones de la realidad nueva, sigue esgrimiento su jurisprudencia tradicionalista y rígida. Y juzga posible, en estos tiempos, una política napoleónica, una política bismarkiana. Poincaré es integralmente reaccionario. Pero no es un reaccionario tempestuoso, tumultuario y violento del tipo de Mussolini. No es un reaccionario místico y despótico sino un reaccionario burocrático y republicano. Moviliza, como elementos de reacción, el parlamento, la burocracia, los tribunales, las leyes. Acaso, por esto, su tramonto es inevitable. Porque, si Europa se pacifica, si se inaugura una política de cooperación internacional, una política de reforma y de compromiso, Poincaré no podrá volver al poder. Y si, por el contrario, se acentúa en Europa una política reaccionaria y guerrera, tampoco podrá conservarlo. Lo reemplazará, entonces, un reaccionario ultraísta, un reaccionario exento de sus prejuicios de abogado y de funcionaria de la Tercera República Francesa. Lo reemplazará un "camelot du roi", un caudillo de arnés medioeval. O, para estar más a tono con la moda, un caudillo de masa.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones en Estados Unidos y Nicaragua [Recorte de prensa]

La elecciones en Estados Unidos y Nicaragua

La elección de Mr. Herbert Hoover estaba prevista por la mayoría de los expertos de que, en estos casos, disponen los Estados Unidos para un minucioso cómputo de las probabilidades electorales de cada partido.

La pérdida de algunos votos por el Partido Demócrata en el “sólido Sur” no es una sorpresa. No había pasado inadvertida para los observadores la posibilidad de que el intransigente sentimiento protestante que prevalece en los Estados del Sur, acarrease en algunos, contra la tradición demócrata de ese electorado, la victoria del candidato republicano.

Tampoco es, en rigor, una sorpresa el triunfo de Hoover en el Estado de New York. En las votaciones presidenciales, el Estado de Nueva York ha sido normalmente republicano. En esta votación, la fuerte “chance'’ de Smith en New York, dependía de su popularidad personal, a la que ha debido su elección, en tres oportunidades, como gobernador de este Estado. La reñida lucha entre republicanos y demócratas en New York, demuestra lo fundado de la esperanza de Al Smith de ganar para su causa los 45 votos decisivos que Hoover, en impresionante duelo, ha conservado para su partido.

Al Smith ha tenido una buena votación en todo el país. En todos los Estados dudosos, el “porcentaje de votos obtenido por Smith excede considerablemente al alcanzado por el candidato demócrata en la elección de 1924. El Partido Demócrata ha efectuado una magnífica movilización electoral. A esta briosa ofensiva centra el poder republicano, ha contribuido en gran parte el ascendiente personal de Al Smith. Pero esto no obsta para atribuir a la personalidad de Al Smith una buena parte también de los estímulos que han ayudado a la victoria republicana. La elección de un católico antiprohibicionista encontraba resistencias enormes en dos grandes corrientes del sentimiento yanqui: el protestantismo y el prohibicionismo. Republicano, protestante, prohibicionista, Hoover estaba bajo esta triple aspecto, dentro de la tradición presidencial de los Estados Unidos. Hoover ha ganado los votos de Estados, en los que, como en New York aproximadamente, la “chance” de Al Smith era, a juicio de los expertos, muy grande. El cable subraya su victoria en Missouri, Maryland, Wisconsin y Montana. En estos Estados, Smith ha disputado vigorosamente la mayoría a Hoover; pero, como en New York, el escrutinio eleva así a la presidencia de los Estados Unidos en reemplazo de Mr. Calvin. Coolidge, a aquel de sus líderes que promete actuar la más enérgica política capitalista. El rol asumido por el Imperio Yanqui, en la política mundial, después de la gran guerra, exigía esta elección. Hoover siente este rol mucho más y mejor que Smith. Como apuntaba en mi anterior artículo, Hoover tiene una perfecta educación imperialista de hombre de negocios. En sus discursos, asoma francamente el orgullo del destino imperial de Norte América. En su política no pesarán las consideraciones democráticas que habrían influido en el gobierno de Al Smith. El estilo de Wodrow Wilson queda de nuevo licenciado. Estados Unidos necesita, en este período de máxima afirmación internacional de su capitalismo, un hombre como Herbert Hoover. El perfecto hombre de Estado en un imperio de trusts y monopolios, es, sin duda, el perfecto hombre de negocios.

Es interesante que las elecciones de Nicaragua hayan coincidido casi, en el tiempo, con las elecciones de Estados Unidos. Nicaragua, electoralmente, es por el momento, un sector de la política norte-americana. Desde que el vicepresidente Sacasa y el general Moneada, jefes de la oposición liberal pactaron con los yanquis, los liberales nicaragüenses resbalaron al campo de gravitación de los intereses norteamericanos. El único camino de resistencia activa al dominio yanqui era el camino heroico de Sandino. El partido liberal no podía tomarlo.

Desde que la bandera de la lucha armada quedó exclusivamente en manos de Sandino y de su aguerrida e intrépida legión, la solución liberal se presentó como la mejor para el interés norteamericano. Los políticos conservadores, conocidos por su antigua adhesión a la política yanqui, eran dentro del personal de posibles gobernantes, los menos apropiados para la pacificación de Nicaragua. La elección de un conservador habría tenido el aspecto de una imposición o un escamoteo electorales.

Pero estas ventajas de la solución liberal no se habrían mostrado tan claramente, si Sandino no hubiese mantenido impertérrito, su actitud rebelde. La presidencia de un liberal tiene la función de reducir al mínimo los estímulos capaces de alimentar la hoguera sandinista. Moncada, en el poder, debe testimoniar la neutralidad yanqui, la corrección de las elecciones, la plenitud de la soberanía popular. La democracia, en este caso, sirve mejor que la dictadura.

El general Moneada no hará, ciertamente, una política sustancialmente distinta de la que desenvolverían un Chamorro o un Díaz. Pero salvará mejor las formas de la independencia nicaragüense. El nombre de su partido no está tan comprometido, ante la opinión de Nicaragua y del continente latino americano, como el nombre del Partido Conservador. Aquí está, más que en la impopularidad de los conservadores, la clave de su tranquila victoria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Recorte de revista de la conferencia Los intelectuales y la revolución

Los intelectuales y la revolución

Hace mucho tiempo que la sociedad burguesa está condenada por las obras más ilustres y puras de la Inteligencia y del Espíritu. Los pensadores y los artistas más esclarecidos de esta civilización capitalista han pronunciado contra ella agrias y tundentes requisitorias. Pero hoy que esta civilización capitalista crude, minada por el pensamiento revolucionario, muchos pensadores y muchos artistas ocupan una posición conservadora y reaccionaria. Leopoldo Lugones reniega sus bizarros días de socialista y, mancomunándose con la más grotesca fauna de la política argentina, se incorpora en el cortejo de Mussolini y del fascismo. Mauricio Maeterlink, poseído también de un miedo senil a la revolución social, hace una profesión de fe filofascista. Otros intelectuales, otros artistas, cerrando los ojos y el entendimiento al dilema fatal, se aferran a una fórmula transaccional y centrista: ni reacción ni revolución. Entre ellos recluta sus adherentes y sus fautores la ideología quáquera de la Sociedad de las Naciones y de Mr. Woodrow Wilson. Al lado de la revolución están las más altas y célebres inteligencias contemporáneas: Bernard Shaw, Anatole France, Romain Rolland, Knut Ham- sum, Máximo Gorki, Bertrand Russell, Henri Barbusse, Miguel de Unamuno, etc. Pero la mayoría de los intelectuales y artistas oficialmente gloriosos no se atreven a enrolarse en los rangos multitudinarios de la revolución. A veces, el intelectual, el artista, llegan al dintel ideológico de la revolución. Y ahí vacila, titubea y, finalmente, retrocede. La civilización burguesa resulta así defendida por una generación de intelectuales y de artistas que se ha divertido otras veces en vituperarla y satirizarla.

Henri Barbusse dice: «Los intelectuales, los escritores, han cometido bastantes faltas, han aceptado bastantes capitulaciones. Hay bastantes manchas sobre su obra multiforme. Hay bastantes pactos y lazos ventajosos entre la producción literaria y los honores y el dinero. Hay bastantes Institutos y Sociedades domesticadas por el poder y la reacción, bastantes cofradías que pesan sobre el pensamiento en el nombre del sangriento chiste del orden consagrado».

Estas líneas de Barbusse (Le Conteau entre les Dents, 1921) indican una de las raíces del conservadorismo político de muchos representantes del arte, de la literatura y de la ciencia actuales. Sucede, realmente, que la burguesía es aún demasiado fuerte y rica para contar con una numerosa clientela intelectual. Pero ocurre, además, que la psicología y la mentalidad del intelectual y del artista se encuentran habituadas a una posición conservadora y saturadas de prejuicios y sentimientos burgueses. Han sido plasmadas, modeladas, por las sugestiones de un ambiente ideológica y físicamente conservador. Carecen, por ende, de la agilidad y de la sensibilidad precisa para una actitud mental y espiritual radicalmente nuevas. Oswald Spengler escribe en el prólogo de su famoso libro «La Decadencia de Occidente» que para comprender su filosofía de la historia «hace falta una nueva generación que nazca con las disposiciones necesarias». La misma frase es aplicable a la Revolución. Para comprenderla, para sentirla, para amarla integralmente, hace falta también una generación que nazca con las disposiciones necesarias.

La inteligencia de los jóvenes está por eso, más cerca de la revolución que la inteligencia de los viejos. La juventud tiene mayor aptitud que la vejez para afiliarse a la revolución. Es espiritual y mentalmente más ágil, más sensible, más permeable. A la vejez se arriba casi siempre espiritual y físicamente arterioescloroso.

Este fenómeno tiene una de sus más nítidas e interesantes expresiones en la élite del socialismo y el proletariado. Casi todos los viejos hierofantes, casi todos los viejos profetas de la Revolución Social se muestran hoy mentalmente incapaces de organizarla y desencadenarla. Tienen miedo de lanzar al proletariado al asalto decisivo y final. Kautsky, Martov, Bernstein, Turati, Ferri, Iglesias, Adler, son los leaders y conductores de la Segunda Internacional, o sea del socialismo reformista, evolucionista, minimalista y homeopático. Los rangos de la Tercera Internacional, de la internacional comunista, están, en cambio, poblados de jóvenes.

Sincrónica, contemporáneamente, están en gestación el orden nuevo y la generación dotada de la capacidad y del espíritu necesarios para organizado, dirigirlo y defenderlo. La nueva generación nace exenta de las supersticiones, de los prejuicios y de los apocamientos que mantienen a las viejas generaciones, —con excepción de sus espíritus más superiores y clarovidentes— ligadas y uncidas al orden decadente, anquilosado, decrépito.

La hora es, pues, de la juventud. A la juventud le toca edificar la sociedad nueva. En el Perú aparecen los primeros trascendentes brotes de la generación renovadora. Esta generación se mostrará cada vez más limpia e inmune de prejuicios estúpidos y de gustos serviles. No sentirá ninguna nostalgia del pasado. No tendrá ningún apego enfermizo a la tradición. No suspirará por el virreinato, por sus balcones, sus celosías, ni sus escalas de seda. Y hundirá la mirada audaz y compasiva en la entraña cálida y sangrienta del presente.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Freudismo y marxismo [Recorte de prensa]

Freudismo y marxismo

El reciente libro de Max Eastman, ''La Ciencia de la Revolución"; que acaba de ser traducido al español, coincide con el de Henri de Man en la tendencia a estudiar el marxismo con los datos de la nueva Psicología. Pero Eastman que, resentido con los bolcheviques, no está exento de móviles revisionistas, parte de puntos de vista distintos de los que del escritor belga y, bajo varios aspectos, aporta a la crítica del marxismo, una contribución mucho más original y sugestiva. Henri de Man es un hereje del reformismo o la socialdemocracia; Marx Eastman es un hereje de la revolución. Su criticismo de intelectual super-trotskista, lo divorció de los Soviets, a cuyos jefes, en especial Stalin, atacó violentamente en su libro Apres la morte de Lenin.

Max Eastman está lejos de creer que la psicología contemporánea en general y la psicología freudiana en particular, disminuyan la validez del marxismo como ciencia práctica de la revolución. Todo lo contrario: afirma que la refuerzan y señala interesantes afinidades entre el carácter de los descubrimientos de Freud, así como de las reacciones provocadas en la ciencia oficial por uno y otro. Marx demostró que las clases idealizaban o enmascaraban sus móviles y que, detrás de sus ideologías, esto es de sus principios políticos, filosóficos o religiosos, actuaban sus intereses y necesidades económicas. Esta aserción formulada con el rigor y el absolutismo que en su origen tiene siempre toda teoría revolucionaria, y que se acentúan por razones polémicas en el debate con sus contradictores, hería profundamente el idealismo de los intelectuales, reacios hasta hoy a admitir cualquier noción científica que implique una negación o una reducción de la autonomía y majestad del pensamiento, o, más exactamente, de los profesionales o funcionarios del pensamiento.

Freudismo y marxismo, aunque los discípulos de Freud y de Marx no sean todavía los más propensos a entenderlo y advertirlo, se emparentan no solo por lo que en sus teorías había de "humillación", como dice Freud, para las concepciones idealistas de la humanidad, sino por su método frente a los problemas que abordan. "Para curar los trastornos individuales —observa Max Eastman— el psico-análisis presta una atención particular a las deformaciones de la conciencia producidas por los móviles sexuales comprimidos. El marxista, que trata de curar los trastornos de la sociedad, presta una atención particular a las deformaciones engendradas por el hambre y el egoísmo". "El vocablo "ideología" de Marx es simplemente un nombre que sirve para designar las deformaciones del pensamiento social y político producidas por los móviles comprimidos. Este vocablo traduce la idea de los freudianos, cuando hablan de racionalización, de substitución, de traspaso, de desplazamiento, de sublimación. La interpretación económica de la historia no es más que un psicoanálisis generalizado del espíritu social y político. De ellos tenemos una prueba en la resistencia espasmódica e irrazonada que opone el paciente. La diagnosis marxista es considerada como un ultraje, mas bien que como una constatación científica. En vez de ser acogida con espíritu crítico verdaderamente comprensivo, tropieza con racionalizaciones y "reacciones de defensa" del carácter más violento e infantil".

Freud, examinando las resistencias al Psicoanálisis, ha descrito ya estas reacciones, que ni en los médicos ni en los filósofos han obedecido a razones propiamente científicas ni filosóficas. El Psicoanálisis era objetado, ante todo, porque contrariaba y soliviantaba una espesa capa de sentimientos y supersticiones. Sus afirmaciones sobre subconciencia, y en especial sobre la libido inflingían a los hombres una humillación tan grave como la experimentada con la teoría de Darwin y con el descubrimientos de Copérnico. A la humillación biológica y a la humillación cosmológica, Freud podría agregado un tercer precedente: el de la humillación ideológica, causada por el materialismo económico, en pleno auge de la filosofía idealista.

La acusación de pan-sexualismo que encuentra la teoría de Freud tiene un exacto equivalente en la acusación pan-economicismo que halla todavía la doctrina de Marx. Aparte de que el concepto de economía es en Marx tan amplio y profundo como en Freud el de libido, el principio dialéctico en que se basa toda la concepción marxista excluía la reducción del proceso histórico a una pura mecánica económica. Y los marxistas pueden refutar y destruir la acusación de paneconomicismo, con la misma lógica con que Freud defendiendo el Psicoanálisis dice que "se le reprochó su pansexualismo, aunque el estudio psico-analítico de los instintos hubiese sido siempre rigurosamente dualista y no hubiese jamás dejado de reconocer, al lado de los apetitos sexuales, otros móviles bastante potentes para producir el rechazo del instinto sexual". En los ataques al Psicoanálisis no ha influído más que en las resistencias al marxismo, el sentimiento anti-semita. Y muchas de las ironías y reservas con que en Francia se acoge al Psicoanálisis por proceder de un germano, cuya nebulosidad se aviene poco con la claridad y la mesura latinas y francesas, se parecen sorprendentemente a las que ha encontrado siempre el marxismo, y no solo entre los antisocialistas, de ese país, donde subconsciente nacionalismo ha inclinado habitualmente a las gentes a ver en el pensamiento de Marx el de un boche oscuro y metafísico. Los italianos no le han ahorrado, por su parte, los mismos epítetos ni han sido menos extremistas y celosos en oponer, según los casos, el idealismo o el positivismo latino al materialismo o la abstracción germanas de Marx.

A los móviles de clase y de educación intelectual que rigen la resistencia al método marxista, no consiguen sustraerse, entre los hombres de ciencia, como lo observa Max Eastman, los propios discípulos de Freud, proclives a considerar la actitud revolucionaria como una simple neurosis. El instinto de clase determina este juicio de fondo reaccionario.

El valor científico, lógico, del libro de Max Eastman, —y esta es la curiosa conclusión a la que se arriba al final de la lectura recordando los antecedentes de su "Apres la Mort de Lenin" y de su ruidosa ex-comunión por los comunistas rusos, —resulta muy relativo, a poco que se investigue en los sentimientos que inevitablemente lo inspiran. El psicoanálisis, desde este punto, puede ser perjudicial a Max Eastman como elemento de crítica marxista. Al autor de "La Ciencia de la Revolución" le sería imposible probar que en sus razonamientos neo-revisionistas, en su posición herética y, sobre todo, en sus conceptos sobre el bolchevismo, no influyen sus resentimientos personales. El sentimiento se impone con demasiada frecuencia al razonamiento de este escritor que tan apasionadamente pretende situarse en un terreno objetivo y científico.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La América Latina y la disputa boliviano-paraguaya [Recorte de prensa]

La América Latina y la disputa boliviano-paraguaya

La facilidad suramericana, tropical, con que dos países del continente han llegado a la movilización y a la escaramuza, nos advierte que las garantías de la paz en esta parte del mundo son mucho menores de lo que, por optimismo excesivo, nos habíamos acostumbrado a admitir. Sud América como Centro América, si nos atenemos a este aviso repentino, pueden convertirse en cualquier instante en un escenario balkánico. Un choque de patrullas, un cambio de invectivas, basta, —si hay de por medio uno de esos pleitos de confines que en nuestra América reemplazan a las cuestiones de minorías nacionales— para que dos pueblos lleguen a la tragedia.

La paz, como acabamos de ver, no tiene fiadores. Ni los Estados Unidos ni la Sociedad de las Naciones, en caso de inminencia guerrera, van más allá del ofrecimiento amistoso de sus buenos servicios. El pacto Kellogg, el espíritu de Locarno no tienen —para América menos aún que para Europa— sino un valor platónico, diplomático. La paz carece no sólo de garantías materiales —el desarme— sino de garantías jurídicas. Si los combates entre paraguayos y bolivianos no hubiesen coincidido con la celebración de la Conferencia Pan-Americana de Conciliación y Arbitraje en Washington, habría faltado el organismo capaz de mediar con autoridad entre los dos países. El Gobierno de Washington y la Sociedad de las Naciones se neutralizan cortésmente; el monroismo descubre su sentido negativo, su función yanqui, no americana. Estados Unidos encuentra en una revolución como la de Nicaragua motivo suficiente para intervenir con sus barcos, sus aviones y su marinería; pero ante un conflicto armado entre dos países hispano-americanos siente la necesidad de no rebasar el límite de la más estricta y prudente neutralidad.

Los problemas de política interna concurren a hacer extremamente peligrosa cualquiera fricción. En el caso de Bolivia, la situación del gobierno de Siles parece haber jugado un rol decisivo en el inflamiento y exageración de la cuestión creada por el ataque paraguayo. (Ataque que habría estado precedido de la incursión de tropas bolivianas en territorio situado bajo la autoridad del Paraguay. No discuto los comunicados oficiales. Los términos de la controversia no interesan a mi comentario). El gobierno de Siles es un gobierno de facción, que tiene como adversarios no sólo a los que lo fueron del gobierno de Saavedra, sino también a una gran parte de los saavedristas. Su estabilidad depende del ejército. Su política internacional tiene que entonarse, por ende, a un humor militarista. El llamamiento a las armas, el grito de la patria en peligro han sido, muchas veces, en la historia, excelentes recursos de política oligárquica. En Bolivia, Siles ha asido la oportunidad para constituir un ministerio de concentración que ensancha las bases partidaristas de su política. Escalier y Abdón Saavedra se han puesto a sus órdenes. Don Abdón, ruidosamente expulsado a poco de la ascensión de Siles al poder, ha regresado a Bolivia. Puede suceder que, con todo esto, los riesgos para el porvenir se compliquen y acrecienten. Que el frente interno, la concordia de los partidos, signifique para el gobierno de Siles la amenaza de un caballo de Troya. Pero las oligarquías hispanoamericanas han vivido siempre así, alternando la violencia con la astucia, girando contra el porvenir.

Sin estos elementos de excitación artificial, agravados por temperamentos más o menos patéticos, más o menos propensos al vértigo bélico, sería inconcebible el que una escaramuza de fronteras, un choque de patrullas —es decir un episodio corriente de la vida internacional de este continente donde las fronteras no están aún bien solidificadas y definidas— pudiese ser considerado seriamente como un motivo de movilización y de guerra. Los riesgos de conflicto armado se explican, sin duda, mucho más en Europa superpoblada, dividida en múltiples nacionalidades —nacionalidades reales y distintas— forzada mientras subsista el orden vigente a un difícil equilibrio. En este continente latino-americano que, con excepción del Brasil, habla un único idioma, y que no tiene luchas ni competencias tradicionales, las rivalidades que enemistan a los pueblos, y que pueden precipitarlos en la guerra son, al lado de las diferencias europeas, menudas querellas provincianas.

Lo más inquietante, por esto, en los últimos acontecimientos es que no hayan suscitado en la opinión pública de los pueblos latino-americanos, una enérgica, instantánea, compacta y unánime afirmación pacifista. La defensa de la paz ha sido dejada a la prensa, a los gobiernos. Y la acción oficial, sin el requerimiento público, no agota nunca sus recursos. Tal vez la sorpresa ha dominado y paralizado a las gentes. Quizás los pueblos no han salido todavía del estupor. Ojalá sea esta la explicación de la calma pública. El deber de la Inteligencia, sobre todo, es, en Latino-América, más que en ningún otro sector del mundo, el de mantenerse alerta contra toda aventura bélica. Una guerra entre dos países latino-americanos sería una traición al destino y a la misión del continente. Sólo los intelectuales que se entretienen en plagiar los nacionalismos europeos pueden mostrarse indiferentes a este deber. Y no es por pacifismo sentimental, ni por abstracto humanitarismo, que nos toca vigilar contra todo peligro bélico. Es por el interés elemental de vivir prevenidos contra la amenaza de la balcanización de nuestra América, en provecho de los imperialismos que se disputan sordamente sus mercados y sus riquezas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Moral de productores y lucha socialista [Recorte de prensa]

Moral de productores y lucha socialista

Cuando Henri de Man, reclamando al socialismo un contenido ético, se esfuerza en demostrar que el interés de clase no puede ser por si solo motor suficiente de un orden nuevo, no va absolutamente “más allá del marxismo”, ni repara en cosas que no hayan sido ya advertidas por la crítica revolucionaria. Su revisionismo ataca al sindicalismo reformista, en cuya práctica el interés de ciase se contenta con la satisfacción de limitadas aspiraciones materiales.

Una moral de productores, como la concibe Sorel, como la concebía Kautsky, no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clase, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados, en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la consciencia de clase,— o en los grupos parlamentarias, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones. Henri de Man dice algo perfectamente ocioso cuando afirma: “El interés de clase no lo plica todo. No crea móviles éticos”. Estas constataciones pueden impresionar a cierto género de intelectuales novecentistas que, ignorando clamorosamente el pensamiento marxista, ignorando la historia de la lucha de clases, se imaginan fácilmente, como Henri de Man, rebasar los límites de Marx y su escuela.

La ética del socialismo se forja en la lucha de clase. Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral de la humanidad, su misión histórica, es necesaria que adquiera consciencia previa de sus interés de clase; pero el interés de clase, por si solo, no basta. Mucho antes que Henri de Man, los marxistas lo han entendido y sentido perfectamente. De aquí, precisamente, arrancan su acérrimas críticas contra el reformismo poltrón. “Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria”, repetía Lenin, aludiendo a la tendencia amarilla a olvidar el finalismo revolucionario por entender solo a las circunstancias presentes.

La lucha por el socialismo, eleva a los obreros, que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista, en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos. Luc Durtain, después de visitar una escuela soviética, preguntaba si no podría encontrar en Rusia una escuela laica, a tal punto le parecía religiosa la enseñanza marxista. El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, solo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista. Ya Unamuno, tocando otro aspecto de la oposición entre idealismo y materialismo, ha dicho que “como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo”.

El trabajador, indiferente a la lucha de clase, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzará jamás a elevarse a una ética socialista. Y es una impostura pretender que Marx quería señalar al obrero de su trabajo, privarlo de cuanto espiritualmente lo une a su oficio, para que se adueñase mejor de él el demonio de la lucha de clase. Esta conjetura solo es concebible en quienes se atienen a las especulaciones de marxistas como Lafargue, el apologista del derecho a la pereza.

La usina, la fábrica, actúan en el trabajador psíquica y mentalmente. El sindicato, la lucha de clase, continúan y completan el trabajo de educación que ahí empieza. “La fábrica —apunta Gobetti— da la precisa visión de la coexistencia de los intereses sociales: la solidaridad del trabajo. El individuo se habitúa a sentirse parte de un proceso productivo, parte indispensable en el mismo modo que es insuficiente. He aquí la más perfecta escuela de orgullo y humildad. Recordaré siempre la impresión que tuve de los obreros, cuando me ocurrió visitar las usinas de la Fiat, uno de los pocos establecimientos anglosajones, modernos, capitalistas, que existen en Italia. Sentía en ellos una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por toda suerte de dilettantismo. Quien vive en una fábrica, tiene la dignidad del trabajo, el hábito al sacrificio y a la fatiga. Un ritmo de vida que se funda severamente en el sentido de tolerancia y de interdependencia, que habitúa a la puntualidad, al rigor, a la continuidad. Estas virtudes del capitalismo, se resienten de un ascetismo casi árido; pero en cambio el sufrimiento contenido alimenta con la exasperación el coraje de la lucha y el instinto de la defensa política. La madurez anglo-sajona, la capacidad de creer en ideologías precisas, de afrontar los peligros por hacerlas prevalecer, la voluntad rígida de practicar dignamente la lucha política nacen de este noviciado, que significa la más grande revolución sobrevenida después del Cristianismo”. En este ambiente severo, de persistencia, de esfuerzo, de tenacidad, se han templado las energías del socialismo europeo que, aún en los países donde el reformismo parlamentario prevalece sobre las nasas, ofrece a los indo-americanos un ejemplo de continuidad y de duración. Cien derrotas han sufrido en esos países los partidos socialistas, las masas sindicales. Sin embargo; cada nuevo año, la elección, la protesta, una movilización cualquiera, ordinaria o extraordinaria, las encuentra siempre acrecidas y obstinadas.

Si el socialismo no debiera realizarse como orden social, bastaría esta obra formidable de educación y elevación para justificarlo en la historia. El propio de Man admite este concepto al decir, aunque con distinta intención, que “lo esencial en el socialismo es la lucha por él”, frase que recuerda mucho aquellas en que Berstein aconsejaba a los socialistas preocuparse del movimiento y no del fin, diciendo según Sorel una cosa mucho más filosófica de lo que el líder revisionista pensaba.

De Man no ignora la función pedagógica y espiritual del sindicato y la fábrica, aunque su experiencia sea mediocremente social-democrática. “Las organizaciones sindicales — observa— contribuyen, mucho más de lo que suponen la mayor parte de los trabajadores y casi todos los patronos, a estrechar los lazos que unen al obrero el trabajo. Obtienen este resultado casi sin saberlo, procurando sostener la aptitud profesional y desarrollar la enseñanza industrial, al organizar el derecho de inspección de los obreros y democratizar la disciplina del taller por el sistema de delegados y secciones, etc. De este modo prestan al obrero un servicio mucho menos problemático, considerándolo como ciudadano de una ciudad futura, que buscando el remedio en la desaparición de todas las relaciones psíquicas entre el obrero y el medio ambiente del taller”. Pero el neo-revisionista belga, no obstante sus alardes idealistas', encuentra la ventaja y el mérito de éste en el creciente apego del obrero a este bienestar material y en la medida en que hace de él un filisteo. ¡Paradojas del idealismo pequeño-burgués!

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand, condenado. El segundo Congreso Mundial de la Liga contra el Imperialismo. La amenaza guerrera en la Manchuria [Recorte de Prensa]

El gabinete Briand, condenado

No va a tener larga vida, según parece, el gabinete que preside Aristides Briand. Desde su aparición, era fácil advertir su fisionomía de gobierno interino. En el ministerio del gobierno, Tardieu, fiduciario de las derechas, es un líder de la burguesía, que aguarda su hora. Pero Briand extraía una de sus mayores fuerzas de su identificación con la política internacional francesa de los últimos años. Por algún tiempo todavía, el estilo diplomático de Briand parecía destinado a cierta fortuna en el juego de las grandes asambleas internacionales. Estas asambleas no son sino un gran parlamento. Y a ellas traslada Briand, parlamentario nato, su arte de gran estratega del Palacio de Borbón.
Pero Briand no ha podido regresar de la Conferencia de las Reparaciones de La Haya con el Plan Young aprobado por los gobiernos del comité de expertos. El gobierno británico ha exigido y ha obtenido concesiones imprevistas. La racha de éxitos internacionales del elocuente líder ha terminado. Y en la asamblea de la Sociedad de las Naciones, sus brindis por la constitución de los Estados Unidos de Europa han sido escuchados esta vez con menos complacencia que otras veces. La Gran Bretaña marca visiblemente el compás de las deliberaciones de la Liga, a donde llega resentido el prestigio del negociador de Locarno.
Los telegramas de París del 9 anuncian los aprestos de los grupos socialista y radical-socialista para combatir a Briand. Si los radicales, le niegan compactamente sus votos en la próxima jornada parlamentaria, Briand, a quien no faltan, por otro lado opositores en otros sectores de la burguesía, no podrá conservar el poder. Se dice que los socialistas se prestarían esta vez a un experimento de participación directa en el gobierno. Por lo menos, Paul Boncour, que aspira sin duda a reemplazar a Briand en la escena internacional, empuja activamente a su partido por esta vía. Antes, el partido socialista francés, como es sabido, se había contentado con una política de apoyo parlamentario.
Este es el peligro de izquierda para el gabinete Briand. La amenaza de derecha es interna. Se incuba dentro del aleatorio bloque parlamentario en que este ministerio descansa. André Tardieu, ministro del interior, asegura no tener prisa de ocupar la presidencia del consejo. Dirigiendo una política de encarnizada represión del movimiento comunista, hace méritos para este puesto. Cuenta ya con la confianza de la mayor parte de la gente conservadora. Pero no quiere manifestarse impaciente.
Briand está habituado a sortear los riesgos de las más tormentosas estaciones parlamentarias. No es imposible que dome en una o más votaciones algunos humores beligerantes, en la proporción indispensable para salvar su mayoría. Mas, de toda suerte, no es probable que consiga otra cosa que una prórroga precaria de su interinidad.

Segundo Congreso Mundial de la Liga contra el imperialismo

En Bruselas se reunió hace tres años, el primer Congreso Anti-imperialista Mundial. Las principales fuerzas anti-imperialistas estuvieron representadas en esa asamblea, que saludó con esperanza las banderas del Kuo Ming Tang, en lucha contra la feudalidad china, aliada de los imperialismos que oprimen a su patria. De entonces a hoy, la Liga contra el Imperialismo y por la independencia Nacional ha crecido en fuerza y ha ganado en experiencia y organización. Pero la esperanza en el Kuo Ming Tang se ha desvanecido completamente. El gobierno nacionalista de Nanking no es hoy sino un instrumento del imperialismo. Los representantes más genuinos e ilustres del antiguo Kuo-Ming-Tang -la viuda de Sun Yat Sen y el ex-canciller Eugenio Chen,- están en el destierro. Ellos han representado, en el Segundo Congreso anti-imperialista Mundial, celebrado en Francfort hace cinco semanas, a la China revolucionaria.
Las agencias cablegráficas norte-americanas, tan pródigas en detalles de cualquier peripecia de Lindbergh, tan atentas al más leve romadizo de Clemenceau, no han trasmitido casi absolutamente nada del desarrollo de este congreso. El anti-imperialismo no puede aspirar a los favores del cable. El Segundo Congreso Anti-imperialista Mundial, ha sido sin embargo un acontecimiento seguido con interés y ansiedad por las masas de los cinco continentes.
Mr. Kellogg estaría dispuesto a calificarlo en un discurso como una maquinación de Moscú. Su sucesor, si se ofrece, no se abstendrá de usar el mismo lenguaje. Pero quien pase los ojos por el elenco de las organizaciones y personalidades internacionales que han asistido a este Congreso, se dará cuenta de que ninguna afirmación sería tan falsa y arbitraria como esta. Entre los ponentes del Congreso, han figurado James Maxton, presidente del Indépendant Labour Party, y A. G. Cook, secretario general de la Federación de mineros ingleses, a quien no han ahorrado ataques los portavoces de la Tercera Internacional. Todos los grandes movimientos anti-imperialistas de masas, han estado representados en el Congreso de Francfort. El Congreso Nacional Pan-hindú; la Confederación Sindical Pan-hindú, el Partido Obrero y Campesino Pan-hindú, el Partido Socialista Persa, el Congreso Nacional Africano, la Confederación Sindical Sud-africana, el Sindicato de trabajadores negros de los Estados Unidos, la Liga Anti-Imperialista de las Américas, la Liga Nacional Campesina y todas las principales federaciones obreras de México, la Confederación de Sindicatos Rusos y otras grandes organizaciones, dan autoridad incontestable a los acuerdos del Congreso. Entre las personalidades adherentes, hay que citar, además de Maxton y Cook, de la viuda de Sun Yat Sen y de Eugenio Chen, a Henri Barbusse y León Vernochet, a Saklatvala y Roger Badwín, a Diego Ribera y Sen Katayama, al profesor Alfonos Goldschmidt y la doctora Helena Stoecker, a Ernst Toller y Alfonso Paquet.
Empiezan a llegar, por correo, las informaciones sobre los trabajos de esta gran asamblea mundial, destinada a ejercer decisiva influencia en el proceso de la lucha, de emancipación de los pueblos coloniales, de las minorías oprimidas y en general de los países explotados por el imperialismo. Ninguna gran organización anti-imperialista ha estado ausente de esta Conferencia.

La amenaza guerrera en la Manchuria

La situación en la Manchuria, después de un instante en que las negociaciones entre la U.R.S.S. y la China parecían haberse situado en un terreno favorable, se ha ensombrecido nuevamente. Al gobierno de Nanking, aún admitiendo que esté sinceramente dispuesto a evitar la guerra, le es muy difícil imponer su autoridad en la Manchuria, regida por un gobierno propio a esta administración, sobre la que actúan más activamente si cabe la de Nanking las instigaciones imperialistas, le es a su turno casi imposible controlar a las bandas de rusos blancos y de chinos mercenarios, a sueldo de los enemigos de la U.R.S.S. Estas bandas tienen el rol de bandas provocadoras. Su misión es crear, por sucesivos choques de fronteras, un estado de guerra. Hasta ahora, trabajan con bastante éxito. El gobierno de los Soviets ha exigido, como elemental condición de restablecimiento de relaciones de paz, el desarme o la internación de estas bandas; pero el gobierno de Mukden no es capaz de poner en ejecución esta medida. No es un misterio el que el capitalismo yanqui codicia el Ferrocarril Oriental. La posibilidad de que se restablezca la administración ruso-china, mediante un arreglo que ratifique el tratado de 1924, contraría gravemente sus planes. Los intereses imperialistas se entrecruzan complicadamente en la Manchuria. Coinciden en la ofensiva contra la U.R.S.S. Pero el Japón, seguramente, prefiere que el Ferrocarril de Oriente continúe controlado por Rusia. Si la China adquiriese totalmente su propiedad, en virtud de una operación financiada por los banqueros, la concurrencia de los Estados Unidos en la Manchuria ganaría una gran posición.
Los Soviets, por razones obvias, necesitan la paz. Su preparación bélica es eficiente y moderna; pero una guerra comprometería el desenvolvimiento del plan de construcción económica en que están empeñados. La guerra retrasaría enormemente la consolidación de la economía socialista rusa. Este interés no puede llevarlos, sin embargo, a la renuncia de sus derechos en la Manchuria ni a la tolerancia de los ultrajes chinos. Los agentes provocadores, a órdenes del imperialismo, saben bien esto. Y, por eso, no cejan en el empeño de crear entre rusos y chinos una irremediable situación bélica.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

En torno al tema de la inmigración [Artículo]

En torno al tema de la inmigración

La Conferencia Internacional de Inmigración de la Habana, invita a considerar este asunto en sus relaciones con el Perú. Parecen liquidados, por fortuna, los tiempos de política retórica en que, extraviada por las fáciles elucubraciones de los programas de partido y de gobierno, la opinión pública peruana se hacía excesivas o desmesuradas ilusiones sobre la capacidad del país para atraer y absorber una inmigración importante. Pero el problema de la inmigración no está aún seria y científicamente estudiado, en ninguno de sus dos aspectos: ni en las posibilidades del Perú de ofrecer trabajo y bienestar a los inmigrantes, en grado de determinar una constante y cuantiosa corriente inmigratoria a su suelo, ni en las leyes que regulan y encauzan las corrientes de emigración y su aprovechamiento por los pueblos escasamente poblados.

Las restricciones a la inmigración vigentes en los Estados Unidos desde hace algunos años, han mejorado un tanto la posición de los demás países de América en lo concerniente al interesamiento de los inmigrantes por sus riquezas y recursos. Pero este es un factor general y pasivo del cual tienen muy poco que esperar los países que no se encuentren en condiciones de asegurar a los inmigrantes perspectivas análogas a las que convirtieron a Norte América en el más grande foco de atracción de la inmigración mundial.
Estados Unidos ha sido, en el período en que afluían a su territorio fabulosas masas de inmigrantes, una nación en el más vigoroso, orgánico y unánime proceso de crecimiento industrial y capitalista que registra la historia. El inmigrante de aptitudes superiores, hallaba en Estados Unidos el máximo de oportunidades de prosperidad o enriquecimiento. El inmigrante modesto, el obrero manual, encontraba, al menos, trabajo abundante y salarios elevados que, en caso de no asimilación, le consentían repatriarse después de un período más o menos largo de paciente ahorro. La Argentina y el Brasil, además de las ventajas de su situación sobre el Atlántico, han presentado, en otra proporción y distinto marco, parecido proceso de desenvolvimiento capitalista. Y, por esta razón, se han beneficiado de los aluviones de inmigración occidental en escala mucho mayor que los otros pueblos latino-americanos.

El Perú, en tanto, no ha podido atraer masas apreciables de inmigrantes por la sencilla razón de que, -no obstante su leyenda de riqueza y oro- no ha estado económicamente en condiciones de solicitarlas ni de ocuparlas. Hoy mismo, mientras la colonización de la montaña, que requiere la solución previa y costosa de complejos problemas de vialidad y salubridad, no cree en esa región grandes focos de trabajo y producción. La suerte del inmigrante en el Perú es muy aleatoria e insegura. Al Perú no pueden venir, sino en muy exiguo número, obreros industriales. La industria peruana es incipiente y solo puede remunerar medianamente a contados técnicos. Y tampoco pueden venir al Perú campesinos y jornaleros. El régimen de trabajo y el tenor de vida de los trabajadores indígenas del campo y las minas, están demasiado por debajo del nivel material y moral de los más modestos inmigrantes europeos. El campesino de Italia y de Europa central no aceptaría jamás el género de vida que puedan ofrecerle las mejores y más prósperas haciendas del Perú. Salarios, vivienda, ambiente moral y social, todo le parecería miserable. Las posibilidades de inmigración polaca, -apesar de ser Polonia uno de los países de mayor movimiento emigratorio, a causa de su crisis económica- están circunscritas como se sabe a la montaña, a donde el inmigrante vendría como colono -vale decir como pequeño propietario- y no como bracero. Las leyes de reforma agraria que, después de la guerra, han liquidado en la Europa Central y Oriental -Tcheco Eslovaquia, Rumania, Bulgaria, Grecia, etc., -los privilegios de la gran propiedad agraria, hacen más difícil que antes la emigración de los campesinos de esos países a pueblos donde no rijan mejores principios de justicia distributiva. El trabajador del campo de Europa, en general, no emigra sino a los países agrícolas donde se ganan altos salarios o donde existen tierras apropiables. Ni uno ni otro es, por el momento, el caso del Perú.
Las obras de irrigación en la costa, en tanto que una reforma agraria y el régimen de trabajo -no parecen tampoco destinadas a acelerar la inmigración mediante la colonización de las tierras habilitadas para el cultivo. El derecho de las yanacones y comuneros a la preferencia en la distribución de estas tierras, se impone con fuerza incontestable. No habría quien osara proponer su postergación en provecho de inmigrantes extranjeros.

La montaña, por grande que sea el optimismo que encienda intermitentemente la fortuna de sus pioniers, -cuyos innumerables fracasos y penurias tienen siempre menor resonancia,- presentará por mucho tiempo los inconvenientes de su insalubridad y su incomunicación. El inmigrante se aviene cada día menos a los riegos de la selva inhóspita. La raza de Robinson Cruzoe se extingue a medida que aumentan las ventajas de la convivencia social y civilizada. Y ni aún las razones de patriotismo logran triunfar del legítimo egoísmo individual, en orden a las empresas de colonización. Italia no ha logrado dirigir a sus colonias africanas ni las corrientes rumanas ni los capitales que fácilmente parten a América, con grave peligro de desnacionalización, como bien lo siente el fascismo, que se imagina encontrar un remedio en prerrogativas incompatibles con la soberanía y el interés de los estados que reciben y necesitan inmigrantes.

El Perú tiene que resolver muchos problemas económicos, antes que el de la inmigración. Y para la solución de este último, se prepararía con más provecho si el fenómeno de la emigración e inmigración, en su móvil realidad, fuera objeto de un estudio sistemático y objetivo, practicado con amplio criterio económico y social.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Recorte]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte - América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, — tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial, la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla de Martín Fierro

La batalla de Martín Fierro

La rotunda negativa con que "Martín Fierro" ha respondido bajo la firma de Rojas Paz, Molinari, Borges, Pereda Valdés, Olivari, Ortelli y algunos otros de sus colaboradores, a una extemporánea invitación de "La Gaceta Literaria" de Madrid, refresca mi simpatía por este aguerrido grupo de escritores argentinos y su animoso periódico. Hace tres años, Oliverio Girondo, –traído a Lima por su afán de andariego y en función de embajador de la nueva generación argentina– me hizo conocer los primeros números del intrépido quincenario que desde entonces leo sin más tregua que las dependientes de las distracciones del servicio postal.

Mi sinceridad me obliga a declarar que "Martín Fierro" me parecía en sus últimas jornadas menos osado y valiente que en aquellas que le ganaron mi cariño. Le notaba un poco de aburguesamiento, a pesar del juvenil desplante que encontraba siempre en sus columnas polémicas. (El espíritu burgués tiene muchos capciosos desdoblamientos) "Martín Fierro, a mi juicio, caía en el frecuente equívoco de tomar por señales de revolución las que son, mas bien, señales de decadencia. Por ejemplo cuando a propósito de Beethoven, dijo: "debemos defender nuestra pequeñez contra los gigantes, si es preciso", adoptó la actitud conformista, esto es burguesa, de los que, obedeciendo a una necesidad espiritual del viejo orden político y económico, repudian iconoclastas del pasado en nombre de un reverente acatamiento al presente. El ambicioso "futurismo" de otros días degenera así en un engreído presentismo, inclinado a todas suerte de indulgencias con los más mediocres frutos artísticos si los identifica y cataloga como frutos de la estación.

La función de "Martín Fierro" en la vida literario y artística de la Argentina, y en general de Hispano América, ha sido sin duda una función revolucionaria. Pero tendería a devenir conservadora si la satisfacción de haber reemplazado a los valores y conceptos de ayer por los de hoy produjeses una peligrosa y megalómana superestimación de estos. "Martín Fierro", por otra parte, ha reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, un valor del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitalidad. Su director Evar Méndez lo recuerda oportunamente en un ponderado balance de su obra publicado en la "Exposición de la Actual Poesía Argentina" de P.J. Vignale y Cesar Tiempo (Editorial Minerva, Buenos Aires, 1927). "Martín Fierro" –escribe Evar Méndez– tiene por nombre el de un poema que es la más típica creación del alma de nuestro pueblo. Sobre esa clásica base, ese sólido fundamento, –nada podría impedirlo– edificamos cualquier aspiración con capacidad de toda altura".

El activo de "Martín Fierro" está formado por todos los combates que ha librado obedeciendo a su tradición que es tradición de lucha. Y que por arrancar de "la más típica creación" del alma popular argentina no puede avenirse con un concepto antisocial del arte y mucho menos con una perezosa [abdicación de la cultura ante] las corrientes de moda. El pasivo está compuesto, en parte, de las innumerables páginas dedicadas, verbigracia, a Valery Larbaud que, juzgado por estos reiterados testimonios de admiración, podría ocupar en la atención del público más sitio que Pirandello. Evar Méndez está en lo cierto cuando recapitulando la experiencia martinfierrista apunta los siguientes: "La juventud aprendió de nuevo a combatir; la crisis de opinión y de crítica fue destruída, los escritores jóvenes adquirieron el concepto de su entidad y responsabilidad.

Por todo esto me complace, en grado máximo, la cerrada protesta de los escritores de "Martín Fierro" contra la anacrónica pretensión de "La Gaceta Literaria" de que se reconozca a Madrid como "mediano intelectual de Hispano-América". Esta actitud los presenta vigilantes y despiertos y combativos frente a cualquier tentativa de restauración conservadora. Contra la tardía reivindicación española, debemos insurgir todos los escritores y artistas de la nueva generación hispano-americana.

Borges tiene cabal razón al afirmar que Madrid no nos entiende. Solo al precio de la ruptura con la Metrópoli, nuestra América ha empezado a descubrir su personalidad y a crear su destino. Esta emancipación nos ha costado una larga fatiga. Nos ha permitido ya cumplir libremente un vasto experimento cosmopolita que nos ha ayudado a reivindicar y revalorar lo más nuestro, lo autóctono. Nos proponemos realizar empresas más ambiciosas que la de endeudarnos nuevamente a España.

La hora, de otro lado, no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento como metrópoli espiritual de Hispano-América. España no ha salido todavía completamente del Medioevo. Peor todavía: por culpa de su dinastía borbónica se obstina en regresar a él. Para nuestros pueblos en crecimiento no representa siquiera el fenómeno capitalista. Carece, por consiguiente, de títulos para reconquistarnos espiritualmente. Lo que más vale de España —don Miguel de Unamuno— está fuera de España. Bajo la dictadura de Primo de Rivera es inconcebiblemente oportuno invitarnos a reconocer la autoridad suprema de Madrid. El "meridiano intelectual de Hispano-América" no puede estar a merced de una dictadura reaccionaria. En la ciudad que aspire a coordinarnos y dirigirnos intelectualmente necesitamos encontrar, si, no espíritu revolucionario, al menos tradición liberal. ¿Ignora "La Gaceta Literaria" que el general Primo de Rivera negó libertad de palabra al profesor argentino Mario Saenz y que la negará invariablemente a todo el que lleve a España la representación del pensamiento de América?.

Nuestros pueblos carecen aún de la vinculación necesaria para coincidir en una sola sede. Hispano-América es todavía una cosa inorgánica. Pero el ideal de la nueva generación es, precisamente, el de darle unidad. Por lo pronto hemos establecido ya entre los que pensamos y sentimos parecidamente una comunicación fecunda. Sabemos que ninguna capital puede imponer artificialmente su hegemonía a un continente. Los campos de gravitación del espíritu hispano-americano son, por fuerza, al norte México, al su Buenos Aires. México está físicamente un poco cerrado y distante. Buenos Aores, más conectada con las demás centros de Sud-América, reúne más condiciones materiales de Metrópoli. Es ya un gran mercado literario. Un "meridiano intelectual", en gran parte, no es otra cosa.

"Martín Fierro", en todo caso, tiene mucha más "chance" de acertar que "La Gaceta Literaria".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la reforma educacional en Chile [Recorte de prensa]

La crisis de la reforma educacional en Chile

III

Para completar las notas críticas sobre la crisis de la Reforma Educacional en Chile aparecidas en los dos últimos números de MUNDIAL, y que no tienen por supuesto las pretensiones de un estudio concluyente de su proceso, debo exponer hoy, sumariamente, las medidas tomadas por el gobierno chileno revisando y derogando los actos más importantes de su política de instrucción pública. Porque conocer las proporciones de la persecución de la Asociación General de Profesores, órgano esencial de la Reforma que le debía desde su plan hasta sus técnicos, no es posible darse cuenta de la medida en que esta obra se encuentra en crisis, ni en que el gobierno de Ibañez ha abandonado su postizo programa en materia educacional.
La persecución de los maestros comenzó en Setiembre, durante una gira de inspección de las escuelas del norte del país por Eduardo Barrios, Ministro de Instrucción hasta entonces. En su ausencia ocupó interinamente el ministerio, el general Blanche, ministro de guerra, quien usó su poder en modo que no deja lugar a dudas acerca de su antipatía previa contra los esfuerzos e ideales de los maestros. Su primer acto, en el ministerio, fue la clausura de las Escuelas de Profesores Primarios de Chillan y Angol, decretada el día mismo en que asumió provisoriamente el manejo de la instrucción pública. Su ojeriza encontró muchas otras oportunidades de manifestarse mientras conservo estas funciones, antes de cesar en las cuales dirigió una circular a los intendentes y gobernadores recomendándoles la fiscalización de los maestros en sus labores. Los términos de la circular eran precisos. El objeto de esta insólita facultad de control de la enseñanza por las autoridades políticas -o policiales, más exactamente,- era la eliminación de todos los maestros de ideas revolucionarias. Barrios, de regreso de su viaje, cediendo visiblemente a las instancias del general Ibáñez, canceló a la Asociación General y a la Sociedad Nacional de Profesores su personería jurídica y exigió su dimisión a los jefes de los departamentos de Educación Primaria y Secundaria Gómez Catalán y Galdames. Siguió a estos actos la destitución de varios maestros de Iquique, Santiago, Talca y otras ciudades. Una circular del Ministerio, prohibía al mismo tiempo a los maestros participar en trabajos de propaganda social, política o religiosa. Estas medidas, precursoras de una persecución mayor aún, provocaron la protesta de la Internacional del Magisterio Americano, nacida de convención internacional a iniciativa precisamente de los maestros chilenos, se reunió en Buenos Aires a principios de 1928. Barrios, que indudablemente había concedido ya demasiado al criterio del general Ibáñez y su “entourage’ militar, renunció su cargo.
El ministerio de instrucción fue confiado entonces al ministro de hacienda Pablo Ramírez, el más hábil asesor del general Ibáñez, que desde su conflicto con Salas el antecesor de Barrios, en esa cartera, se había perfilado ya como adversario de la política educacional basada en el concurso y las ideas de los maestros. Su actuación en el ministerio de instrucción estaba destinada a confirmarlo como la “bonne a tout faire” del gobierno del general Ibáñez. Uno de los primeros decretos de Pablo Ramírez destituía a veinticuatro funcionarios de educación pública. Entre otros jefes de sección del ministerio, este decreto licenciaba ruidosamente a Humberto Díaz Casanueva, el director de “La Revista de Educación Primaria”, la notable publicación a que ya me he referido con el elogio y aprecio que merece. Antes de una semana, otro decreto de Ramírez ponía en la calle a otros veintidós maestros. La ofensiva contra el preceptorado renovador no se contentaba con estas destituciones en masa. No le bastaba, con “seleccionar” -¡oh clamorosa selección a la inversa!- a los maestros en ejercicio; necesitaba “seleccionar” en lo posible a los maestros futuros. Con este fin, la Escuela Normal “José Abelardo Núñez” fue reorganizada de manera que quedasen excluidos los alumnos que más enérgica y noblemente habían expresado su solidaridad con la Asociación General de Profesores.
No es el caso de seguir adelante en la Reforma, prescindiendo de la Asociación. Como ya hemos visto, el plan de la Reforma pertenece absolutamente a los maestros a quienes hoy se persigue rabiosamente. Todos sus méritos correspondían a la Asociación General de Profesores así como todas las limitaciones a su adecuación a las posibilidades administrativas. La actuación de una reforma educacional tan profunda y técnica es, por otra parte, sus tentativamente, una cuestión de personal. Para la que el plan chileno se proponía, la Asociación sabía que sus efectivos eran insuficientes. Era grande en sus filas el número de los que suplían la preparación con el entusiasmo. Por esto, se consagró tanta energía a la organización de círculos de estudios. El porcentaje de maestros antiguos, reacios a toda renovación, más aún, a todo esfuerzo, estorbaba a la realización de la empresa. Había que luchar contra el peso muerto, si no contra el sabotage, de esta burocracia, incapaz de contagiarse de la corriente de entusiasmo que animaba a los rangos de la Asociación. ¿Se puede suponer con esta gente inerte por principio y por hábito, una nueva diversa tentativa? Hasta ahora solo dos medidas se han mostrado al alcance del gobierno: la votación de una gruesa partida para locales escolares y la autorización para invertir hasta cinco millones de pesos en el aumento de los haberes del personal de educación primaria. La segunda medida tiende, como es claro, a quebrantar la resistencia de los maestros, a calmar la protesta contra los ataques a la Asociación y a sus dirigentes. Una y otra son medidas de carácter económico, administrativo, del resorte del ministro del tesoro más que del ministro de instrucción.
El balance de la infortunada experiencia, se resume, ante todo, en estas dos comprobaciones: Primera. -Que una renovación radical de la enseñanza no es una cuestión exclusivamente técnica, ajena a la suerte de la reconstrucción social y política. Segunda. -Que un gobierno de función reaccionaria, enfeudado a intereses y sentimientos conservadores, es por naturaleza inepto para cumplir, en el terreno de la enseñanza, una acción revolucionaria, aunque transitoriamente adopte al respecto, por estrategia demagógica, principios más o menos avanzados. Los maestros de Chile han adquirido esta experiencia a duro precio. Como ya he dicho, objetivamente hay que reconocer que no les cabía más que afrontar la prueba. Nada de esto, debe disminuir la simpatía y la solidaridad con que los acompaña hoy la “inteligencia”, -particularmente los maestros de vanguardia,- en los pueblos hispano americanos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Un congreso de escritores hispano-americanos

Un congreso de escritores hispano-americanos

Edwin Elmore, escritor de inquieta inteli­gencia y de espíritu fervoroso, propugna la reunión de un congreso libre de intelectuales hispano-americanos. El anhelo de Elmore no se detiene, naturalmente, en la mera aspiración de un congreso. Elmore formula la idea de una organización del pensamiento hispano-americano. El congreso no sería sino un instrumento de esta idea. La iniciativa de Elmore merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa. Luis Araquistain ha abierto este debate, en "El Sol" de Madrid, con un artículo en el cual declara su adhesión a la iniciativa. Los comentarios de Araquistain tienden, además, a precisarla y esclarecerla. Elmore habla de un congreso de intelectuales. Araquistain restringe "este equívoco y a veces presuntuoso vocablo a su acepción corriente de hombres de letras"- La adhesión de Araquistain es entusiasta y franca. "El solo encuentro —escribe Araquistain— de un grupo de hombres procedentes de una veintena de naciones, dedicados por profesión a algunas de las formas más delicadas de una cultura a la creación artística o al pensamiento original, y ligados, sobre todo personalismo, por un sentimiento de homogeneidad espiritual, multiforme en sus variedades nacionales e individuales, sería ya un espléndido principio de organización. No hay inteligencia mutua ni obra común si los hombres no se conocen antes como hombres".

En el Perú, la proposición de Elmore, difundida desde hace algunos meses entre los hombres de letras de varios países hispano-americanos, no ha sido todavía debidamente divulgada y estudiada. No he leído, a este respecto, sino unas notas de Antonio G. Garland; —intelectual rehacio por temperamento y por educación a toda criolla "conjuración del silencio",— aplaudiendo y exaltando el congreso propuesto.

Me parece oportuno y conveniente participar en este debate hispano-americano, aunque no sea sino para que la contribución peruana a su éxito, por la pereza o el desdén con que nuestros intelectuales se comportan generalmente ante estos temas, no resulte demasiado exigua. La cuestión fundamental del debate —la organización del pensamiento hispano-americano— reclama atención y estudio, lo mismo que la cuestión accesoria —la reunión de un congreso dirigido a este fin.— A su examen deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil. No se trata, evidentemente, de un vulgar caso de compilación o de cosecha de adhesiones. Una recolección de pareceres más o menos unánimes y uniformes sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona. sería, sobre todo, un resultado demasiado incompleto para la noble fatiga de Edwin Elmore. Que opinen todos los escritores, los que comparten y los que no compartan las esperanzas de Elmore y de los fautores de su iniciativa. Yo, por ejemplo, soy de los que no las comparten. No creo, por ahora, en la fecundidad de un congresos de hombre de letras hispano-americanos. Pero simpatizo con la discusión de este proyecto. Juzgo, por otra parte, que polemizar con una tesis es, tal vez, la mejor manera de estimularla y hasta de servirla. Lo peor que le podría acontecer a la de Elmore sería que todo el mundo la aceptase y la suscribiese sin ninguna discrepancia. La unanimidad es siempre infecunda.

Me declaro escéptico respecto a los probables resultados del Congreso en proyecto. Mi escepticismo no tiene, por supuesto, las mismas razones que el del poeta Leopoldo Lugones (Ha dicho Elmore, quien ha interrogado a muchos intelectuales hispano-americanos, que Lugones se ha mostrado "si no por completo, casi del todo escéptico en cuanto a la idea". Mas tarde, Lugones, en una fiesta literaria del centenario de Ayacucho, nos ha definido explícita y claramente su actitud espiritual —actitud inequívocamente nacionalista, reaccionaria, filofascista— sobre la cual podía habernos antes inducido en error la colaboración del poeta argentino en la Sociedad de las Naciones)

Pienso, en primer lugar, que el sino de estos congresos es el de concluir desnaturalizados y desvirtuados por las especulaciones del ibero-americanismo profesional. Casi inevitablemente, estos congresos degeneran en vacuas academias, esterilizadas por el ibero-americanismo formal y retórico de gente figurativa e historiesca. Cierto que Elmore propone un "congreso libre" y que Araquistain agrega, precisando más el término "libre, es decir, fuera de todo patrocinio oficial". Pero el propio Araquistain sostiene, enseguida que "no estaría de más invitar a las organizaciones de hombres de letras ya existentes: Sociedades de Autores dramáticos, Asociaciones de Escritores, P.E.N, Clubs de lengua castellana y portuguesa, Asociaciones de la Prensa, etc.". La heterogeneidad de la composición del congreso aparece, pues, prevista y admitida desde ahora por los mismo escritores de homogeneidad espiritual". Los cortesanos intelectuales del poder y del dinero invadirían la asamblea adulterándola y mistificándola. Porque ¿cómo calificar, cómo filtrar a los escritores? ¿Cómo decidir sobre su capacidad y título para participar en el Congreso?

Estas no son simples objeciones de procedimientos o de forma. Enfocan la cuestión misma de la posibilidad de actuar, práctica y eficazmente, la iniciativa de Edwin Elmore. Yo creo que esta es la primera cuestión que hay que plantearse. Que conviene averiguar, previamente, antes de avanzar en la discusión de la idea, si existe o no la posibilidad de realizarla. No digo de realizarla en toda su pureza y en toda su integridad, pero sí, al menos, en sus rasgos esenciales. La deformación práctica de la idea del congreso de escritores hispano-americanos traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función. De una asamblea intelectual, donde prevaleciese numérica y espiritualmente la copiosa fauna de grafómanos y retores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América, podría salir todo, menos un esbozo vital de organización del pensamiento hispano-americano. Medítelo Edwin Elmore, a quien estoy seguro que el fin preocupe mucho más que el instrumento.

Viene luego, otra cuestión: la de la oportunidad. Vivimos en un periodo de beligerancia ideológica. Los hombres que representan una fuerza renovación no pueden concertarse ni confundirse, y aún eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conservación o de regresión. Los separa un abismo histórico. Hablan un lenguaje diverso y tienen una intuición común de la historia. El vínculo intelectual es demasiado frágil y hasta un abstracto. El vínculo espiritual es, en todo caso, mucho más potente y válido.

¿Quiere decir esto que yo no crea en la urgencia de trabajar por la unidad de Hispano-América? Todo lo contrario. En un artículo reciente, me he declarado propugnador de esa unidad. Nuestro tiempo —he escrito— ha creado en la América Española una comunicación viva y extensa: la que ha establecido entre las juventudes la emoción revolucionaria. Mas bien espiritual que intelectual esta comunicación recuerda la que concerto a la generación de la independencia.

Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me parece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico.

Hablar vaga y genéricamente de la organización del pensamiento hispano-americano es, hasta cierto punto, fomentar un equívoco. Un equívoco análogo al de ese ibero-americanismo de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso. Creando ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía, no se consigue, absolutamente, unir a estos pueblos. Más probable es que se consiga separarlos, puesto que se nubla con confusas ilusiones sus verdadera perspectiva histórica.

Conviene considerar estos temas con un criterio más objetivo, más realista. Por haber sido tratados casi siempre superficial o románticamente, apenas están desflorados. Dejo para otra día, la cuestión de la posibilidad y de la necesidad de organizar el pensamiento hispano-americano. Creo indispensable, ante todo, formular una interrogación elemental. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? He aquí un punto que debe esclarecer este debate.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

Nueva contribución a la crítica de Valdelomar

Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas inefables e infinitas” que intervienen en el desarrollo de sus leyendas incaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica- exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de “Il Fuoco”.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El “humor” esa nota frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El “humor” da el tono al mejor de sus cuentos: “Hebaristo, el sauce que se murió de amor”. Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario: pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama; el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescaderos, gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
“y lo que él me dijera aún en mi alma persiste; mi padre era callado y mi madre era triste y la alegría nadie me la supo enseñar”.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar, la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. New York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 del Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y a la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis o cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes china y orientales (“mi alma tiembla como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas incaicas el impresionismo de sus relatos criollos, son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transición y sin ruptura espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criolla. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (“Verdolaga”), una vida romanesca (“La Mariscala”). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le revoló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su “Belmonte, el trágico”.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobre manera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La enseñanza artística

La enseñanza artística

El programa de enseñanza -y, más que el programa, que es teoría, la práctica de la enseñanza- no concede en el Perú sino un exiguo sitio a la educación artística. Hasta hoy no se ha dado, -en el sentido de organizarla o más bien, de instituirla,- ni siquiera el paso elemental de encargar esta enseñanza a maestros calificados. La enseñanza de dibujo en los colegios y escuelas nacionales está, todavía, en manos de “aficionados”. El más mediocre y ramplón de los diletantismos domina en este aspecto de la instrucción pública.
Esta deficiencia se explicaba, plenamente, en la época en que no existía una Escuela de Bellas Artes, apta al menos para abastecer a los colegios y escuelas de maestros idóneos, con título y capacidad para la enseñanza artística. Pero desde que esta Escuela se encuentra en grado de proveer a la Instrucción Pública de un número, apreciable ya, de maestros, ha desaparecido todo motivo para prorrogar el dominio del diletantismo en el aprendizaje de dibujo y, en general, de nociones de arte en las escuelas y colegios. Es ya tiempo, mejor dicho, de establecer la enseñanza artística. Porque hasta ahora no existe.

El personal disponible para este objeto no es, numeroso. Pero es ya suficiente para el experimento en que debe elaborarse un programa de enseñanza artística. Un gran progreso sería ya un reglamento que impusiera la preferencia de los diplomados de la Escuela de Bellas Artes en la enseñanza de dibujo, historia del arte, etc., en los colegios y escuelas. Los profesionales no bastarían, por lo pronto, para desalojar totalmente a los “aficionados” o diletantes. Más lo mismo acontece en todos los ramos de la instrucción pública. Como el Ministro de Instrucción lo ha declarado recientemente en el Congreso, el problema de la enseñanza se presenta, ante todo, como un problema de maestros. La ley quiere que la enseñanza esté a cargo de normalistas; pero el porcentaje de estos en el personal de preceptores del Estado es todavía muy reducido.

La Escuela de Bellas Artes debe tener una función en la educación pública. El Perú no puede permitirse el lujo de una academia sin aplicación práctica. No basta, como rendimiento de la Escuela, una cosecha anual de cuadros y diplomas que, en la historia artística del Perú, se reducirá naturalmente a una que otra verdadera vocación de artistas oportunamente auxiliada y disciplinada.
El establecimiento de la enseñanza artística resolverá, por otra parte, un problema que está destinado, si oportunamente no se le considera y soluciona, a anular en gran parte la eficacia de la Escuela de Bellas Artes. Los alumnos pobres de esta Escuela, cuando salen de ella, hacen el triste descubrimiento de que su aprendizaje de dibujo y pintura o escultura no les sirve para ganarse inmediatamente la vida.

El Perú no está aún en condiciones de dar trabajo a sus artistas, no tanto porque es un país pobre cuanto porque la educación artística de su clase “ilustrada” o dirigente ha adelantado muy poco, a pesar de la aparente europeización de gentes y costumbres. De la civilización occidental, esta clase ilustrada aprecia bastante el automóvil, el cemento, el asfalto, el ornamento, pero estima aún muy poco el arte. Los artistas se encuentran aquí bloqueados por el ambiente, el cual les exige, por lo menos, el sacrificio de su personalidad.

Dentro de esta situación, proporcionar a los diplomados de la Escuela de Bellas Artes un medio honrado de subsistencia, como artistas, significaría facilitar a los más aptos, la realización de su personalidad, lejos de todo humillante tráfico. La instrucción pública se beneficiaría con la labor de maestros idóneos. Y la utilidad de la Escuela de Bellas Artes se multiplicaría, pues ese instituto no se limitaría ya a la misión de cultivar unos pocos temperamentos artísticos, abandonados luego a su propia suerte en un medio indiferente e impropicio.

El ejemplo de México puede enseñarnos mucho en este como en todos los aspectos de la organización de la enseñanza. En la escuela primaria se señalan en México los casos de vocación artística. Se han hecho exposiciones de trabajos de alumnos de las escuelas primarias positivamente interesantes, que demuestran el acierto con que se atiende en ese país, que en tantas cosas puede servirnos de modelo, a la educación artística de los niños.

Seguramente, entre los niños peruanos no es menos frecuente la aptitud artística. La raza indígena, poco dotada, al parecer, para la actividad teorética, se presenta en cambio sobresalientemente dotada para la creación artística. Lo que mejor conserva el indio, hasta ahora, enraizado en sus costumbres, es su sentimiento artístico, expresado en varios modos. Verbigratia, por la asociación de la música y la danza a su trabajo agrario.

No me refiero, esta vez, sino a la enseñanza elemental de las artes plásticas. Pero los mismos conceptos son, en línea teórica, aplicables a la enseñanza de la música en los colegios. También de este terreno urge extirpar el diletantismo de los “aficionados”. Los rendimientos de la Academia Nacional de Música son, es cierto, muy pobres, no obstante los años que tiene de establecida. Pero se suman a ellos los de uno o dos conservatorios particulares.

La reforma que a este respecto parece urgente realizar, es la de sustraer la Academia Nacional de Música a la tutela de una sedicente sociedad musical, sin ninguna aptitud técnica para dirigirla y orientarla con eficiencia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia y China

Rusia y China

El ataque a la U.R.S.S. por uno de los Estados que la diplomacia y la finanza de los imperialismos capitalistas puede movilizar contra la revolución rusa estaba demasiado previsto desde que a la etapa del reconocimiento de los Soviets por los gobiernos de Occidente -empujados en parte a esta actitud, según lo observa Álvarez del Vayo por la esperanza de que los negocios en Rusia aliviasen su crisis industrial- siguió la etapa de hostilidad y agresión inaugurada por el allanamiento de la casa Arcos en Londres. Desde entonces es evidente la reaparición en las potencias capitalistas de un acre humor anti-soviético. Mr. Baldwin no trepidó en aceptar las responsabilidades de la ruptura de las relaciones diplomáticas, restablecidas por el primer gabinete Mac Donald. Y en Francia una estridente campaña de prensa, subsidiada y dirigida por la más notoria plutocracia, exigió el retiro del Embajador Rakovsky.

Pero, generalmente, se pensaba que la ofensiva comenzaría otra vez en Occidente. Polonia se ha impuesto el oficio de gendarme de la reacción. Y el general Pilsudsky, en vena siempre de aventuras más o menos napoleónicas, se ha entrenado bastante en la Conspiración y la maniobra anti-soviéticas. Rumania, favorecida por la paz con la anexión de la Besarabia, a expensas de Rusia y del principio de libre determinación de las nacionalidades es otro foco de intrigas y rencores contra la U.R.S.S. Y, en general, a ningún trabajo se han mostrado tan atentas las potencias de Occidente como al de interponer entre la U.R.S.S. y la vieja Europa demo-burguesa una sólida muralla de Estados incondicionalmente adictos a la política imperialista del capitalismo.

La amenaza a que más sensible se manifestaba esta política era, sin embargo, la de la creciente influencia de Rusia en Oriente. Y era lógico, por consiguiente, que la nueva ofensiva anti-rusa eligiese para sus operaciones los países asiáticos. En esto, el Imperio Británico, sobre todo, continuaba su tradición. Inglaterra, desde los tiempos de Disraeli, ha sentido en Rusia su mayor rival en Asia.
En la política de Persia, la mano de Inglaterra se ha movido activamente contra Rusia en los últimos tiempos, en modo demasiado ostensible. Y, a partir del nuevo curso de la política china, que ha hecho del Kuo-Ming-Tang y sus generales un instrumento más perfecto y moderno de los intereses imperialistas que los antiguos caudillos feudales, la excitación de China contra Rusia no ha cesado un instante. La actitud de las autoridades de la Manchuria expulsando intempestivamente a los rusos de esa parte de la China y apoderándose de modo violento del ferrocarril oriental, no es sino un efecto de un trabajo, cuyos antecedentes hay que buscar en la lucha de los imperialismos capitalistas con los Soviets durante la acción nacionalista revolucionaria del Kuo-Ming-Tang.

El Japón juega, sin duda, en la preparación de este conflicto un rol preponderante. Las inversiones del Japón en la Manchuria alcanzan una cifra conspicua. La penetración japonesa en la China, en general, avanza a grandes pasos desde la guerra que hizo del Japón algo así como el fiduciario de la Entente en el Extremo Oriente. La Conferencia de Washington sobre los asuntos chinos, tuvo entre sus principales objetos el de contener la expansión japonesa en la China. Estos intereses económicos se han reflejado incesantemente en el desarrollo de la política. El Japón, occidentalizado y progresista, se ha esmerado a este respecto en la colaboración con los elementos más retrógrados de la China. El Club An-Fú fue su partido predilecto. Luego Chang-So-Ling, el dictador de la Manchuria, acaparó sus simpatías. Y las ambiciones del Japón sobre la Manchuria son de vieja data. El ferrocarril ruso de la Manchuria recuerda, precisamente, al Japón una de sus derrotas diplomáticas. Su victoria militar sobre la China en 1895 le pareció título bastante para instalarse en la península de Liao-Tung, en Port Arthur, en Dalny, en Wei-Hai-Wei y la Corea. Pero, entonces, este apetito excesivo y poco razonable estaba en absoluto conflicto con los intereses de las potencias europeas. Rusia zarista, particularmente, que acababa de construir la línea transiberiana, no podía avenirse a las pretensiones desmesuradas del Japón. La diplomacia de Rusia, Francia y Alemania obligó al Japón a soltar la presa. Y, más tarde, Rusia se hacía adjudicar el Liao Tung con Port Arthur y Dalny y obtenía la autorización de construir el ferrocarril de la Manchuria. Rusia perdió en la guerra con el Japón una parte de estas posesiones; pero entre otras, juzgadas incontestables, conservó la del ferrocarril. Y en 1924, el propio gobierno de Chan-So-Ling reconoció a Rusia sus derechos sobre esta vía férrea. La diplomacia revolucionaria de los Soviets había roto con la tradición del zarismo en sus relaciones con China, renunciando a los derechos de extraterritorialidad y otros que los tratados vigentes con las potencias europeas le reconocían. Rusia había inaugurado una nueva etapa en las relaciones de Europa con China, tratándola de igual a igual. Chang-So-Ling, dictador feudal del más reaccionario espíritu, no era por cierto un gobernante dispuesto a apreciar debidamente este lado de la nueva política rusa. Pero los derechos de Rusia aparecían tan indiscutibles que el tratado no podía conducir sino a su ratificación.

La conducta de la China va contra toda norma de derecho. Un telegrama de Ginebra comunica “que los juristas de Ginebra y La Haya se muestran generalmente inclinados a favorecer la actitud de los abogados de Moscú, quienes insisten en que la China no ha tenido ninguna causa justificada para proceder en la violenta y repentina forma que lo hiciera, sin tratar siquiera de justificar su actitud mediante avisos previos". Esta opinión, dada la ninguna simpatía de que goza la Rusia soviética en el ambiente de la Sociedad de las Naciones, revela que la sutileza de los jurisconsultos no encuentra excusa seria para el proceder chino. Se invoca, como de costumbre, el pretexto, bastante desacreditado, de la propaganda comunista. Pero esta propaganda, en caso de estar comprobada, podría haber sido una razón para medidas circunscritas contra los elementos no deseables. Es imposible explicar con el argumento de la propaganda comunista, las prisiones y exportaciones en masa y la confiscación del ferrocarril.

La política del Japón en la China obedece a intereses distintos y aún rivales de los que dictan la política yanqui. Habían dejado de coincidir aún con los de la política británica. La lucha entre los imperialismos rivales es, sin duda, un obstáculo para un inmediato frente único, anti-soviético, de las grandes potencias capitalistas. Pero la intención de este frente está en los estadistas de sus burguesías. El pacto Kellogg confronta su primera gran prueba, lo mismo que la diplomacia laborista. La China feudal y militarista, la China de Chang Hseuh Liang y Chang Kai Shek, carece de voluntad en este conflicto. No será ella, en el fondo, la que dé la respuesta que aguarda la demanda soviética.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla electoral en la Argentina

La batalla electoral en la Argentina

Dos grandes bloques electorales se dispu­tarán la presidencia de la república en las próximas elecciones argentinas: el radica­lismo irigoyenista y el radicalismo anti­personalista. El primero sostendrá la candi­datura del ex-presidente don Hipólito Irigoyen que, muy de acuerdo con la estrategia irigoyenista, no ha sido proclamada oficial­mente todavía, pero que desde hace mucho tiempo deja sentir su presencia silenciosa y dramática en la escena eleccionaria. El se­gundo bloque, en el cual se coaligan “anti­personalistas” y conservadores, votará por la candidatura Melo-Gallo, acordada en la reciente convención del radicalismo anti-personalista después de una porfiada compe­tencia entre los doctores Melo y Gallo, que se resolvió con la designación de uno para la presidencia y del otro para, la vice-presidencia.

Concurrirán, además, a las elecciones, con candidatura propia, el partido socialis­ta y el partido comunista. Pero la concu­rrencia de ambos solo tiene, por objeto, afirmar su autonomía ante los dos bloques burgueses. El comunismo, conforme a su práctica mundial, asistirá a las elecciones con meros fines de agitación y propa­ganda clasistas. El partido socialista, debilitado por un cisma, socavado por el irigoyenismo en algunos sectores de Buenos Aires, su plaza fuerte electoral, y afligido por la pérdida de su jefe Juan B. Justo, una de las más altas fi­guras de la política argentina de los últimos tiempos, se prepara para una movilización, en la cual le costará mu­cho trabajo mantener las cifras de su electorado. Se trabaja por rehacer su unidad. Es probable que, a pesar de la rivalidad entre los grupos directores en contraste, se arribe a un acuerdo. Pero siempre, soldada o no antes, la escisión perjudicará irreparablemente la posición del partido en el escrutinio.

De los dos bandos burgueses, el ra­dicalismo irigoyenista es, al menos for­malmente, el más homogéneo y compac­to. Tiene la fuerza de la unidad de co­mando y la sugestión de un caudillo, de vigoroso ascendiente personal. Más, en verdad, la composición socia: del irigoyenismo es más variada que la del antipersonalismo. El irigoyenismo representa el capital financiero, la burguesía industrial y urbana y se apoya en la clase media y aún en aquella parte del proletariado, a la cual el socialismo no ha conseguido aún imponer su concepción clasista. Es la izquierda del antiguo radicalismo; propugna una política reformista que hace casi inútil el programa social-democrático; prolonga el viejo equívoco radical que en los países donde el capitalismo se encuentra en crecimiento, conserva sus resortes históricos. Irigoyen, el caudillo taciturno y silencioso, es la figura más conspicua de la burguesía argentina. Pertenece a esa estirpe de políticos de gran autoridad personal, que, aún entre los paí­ses de más avanzada evolución demo-liberal de Sud-América, se benefician hasta hoy de la tradición caudillista.

La coalición anti-personalista tiene sus bases en la burguesía agro-pecuaria, y en los elementos conservadores y tradicionalistas; pero emplea aun, en su propaganda, palabras y conceptos del antiguo radica­lismo que le consienten captarse a las frac­ciones de la pequeña burguesía urbana ad­versas o reacias al irigoyenismo. Cuenta con el favor del actual presidente de la repú­blica, señor Alvear, a raíz de cuya ascen­sión al poder se produjo la ruptura entre las dos ramas del radicalismo. Dispone de
poderosos órganos de prensa y de numero­sas clientelas electorales en provincias.

Se dice que Alvear ha rechazado, recien­temente, proposiciones de paz de Irigoyen, quien, según esta noticia, habría prometido retirar su candidatura a cambio del desisti­miento de Melo y Gallo, candidatos antipersonalistas. Es evidente, en todo caso, que Alvear reconoce a Melo y Gallo, como los candidatos de su partido y que pondrá al servicio de esta fórmula electoral todo su poder.

El régimen demo-liberal se presenta en la República Argentina, robusto y sólido aún. La estabilización capitalista de Occidente, que como ya he tenido ocasión de observar, resulta hasta cierto punto, —no obstante la parte que en ella tiene el fenómeno fascis­ta— una estabilización democrática, preser­va a la democracia argentina de cercanos peligros. Pero se registran con todo, desde hace algún tiempo, signos precursores de que el descrédito ideológico de la demo­cracia y del liberalismo se propaga también
en la república del sur. Las apologías a su parte, los intelectuales izquierdistas de la nueva generación no esconden su absoluto escepticismo respecto al porvenir de la democracia.

De las elecciones próximas probablemen­te no saldrá comprometido el régimen de sufragio en la República; pero seguramente tampoco saldrá robustecido. Pero la crítica reaccionaria y revolucionaria sacará de es­tas elecciones una experiencia considerable.

En cuanto, a los posibles resultados del escrutinio, todo pronóstico parece aventurado. El partido anti-personalista cuenta con enormes recursos electorales. Pero, por el ascendiente de su figura de caudillo, la vic­toria de Irigoyen no sería para nadie una sorpresa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción de México

La reacción de México

Objetivamente considerado, el conflicto religioso en México resulta, en verdad, un conflicto político. Contra el gobierno del general Calles, obligado a defender los principios de la Revolución, insertados desde 1917 en la constitución mexicana, más que el sentimiento católico se rebela en este instante el sentimiento conservador. Estamos asistiendo simplemente a una ofensiva de la Reacción.

La clase conservadora y terrateniente, desalojada del gobierno por un movimiento revolucionario cuyo programa se inspiraba en categóricas reivindicaciones sociales, no se conforma con su ostracismo del poder. Menos todavía se resigna a la continuación de una política que, —aunque sea con atenuaciones y compromisos— actúa una serie de principios que atacan sus intereses y privilegios. Por tanto, las tentativas reaccionarias se suceden. La reacción naturalmente, disimula sus verdaderos objetivos. Trata de aprovechar de las circunstancias y situaciones desfavorables al partido gubernamental. La insurrección encabezada por el general de La Huerta fue hace tres años sus última ofensiva armada. Batida en otros frentes, presenta ahora batalla a la Revolución en el frente religioso.

No es el gobierno de Calle el que ha provocado la lucha. Por el contrario, acaso para atemperar las prevenciones suscitadas por su reputación de radical incandescente, Calles se ha mostrado en el gobierno más preocupado de la estabilización y afianzamiento del régimen que de su programa y su origen revolucionario. En vez de acelerar el proceso de la revolución mexicana, —como se esperaba de parte de muchos,— el gobierno de Calles lo ha contenido. La extrema izquierda, que no ahora censuras a Calles, denuncia al laborismo que su gobierno representa como un laborismo archidomesticado.

Por consiguiente, la agitación católica y reaccionaria no aparece causada por una política excesivamente radical del gobierno. Aparece más bien, alentada por una política transaccional que ha persuadido a los conservadores de declinamiento del sentimiento revolucionario y ha separado del gobierno a una parte del proletariado y a varios intelectuales izquierdistas.

El proceso del conflicto revela plenamente su fondo político. México atravesaba un periodo de calma cuando los altos funcionarios eclesiásticos anunciaron de improviso, y en forma resonante, su repudio y sus desconocimiento de la constitución de 1917. Esta era una declaración de beligerancia. El gobierno de Calles comprendió que preludiaba una activa campaña clerical contra las conquistas y los principios de la Revolución. Tuvo que decidir, en consecuencia, la aplicación integral de los artículos constitucionales relativos a la enseñanza y al culto. El clero, manteniendo su actitud de rebeldía, no ocultó sus voluntad de oponer una extrema resistencia al Estado. Y el gobierno quiso entonces sentirse armado suficientemente para imponer la ley. Nació así ese decreto que amplía o reforma el código penal mexicano estableciendo graves sanciones contra la trasgresión y la desobediencia de las disposiciones constitucionales.

Este es el decreto contra el cual insurge el clero mexicano suspendiendo los servicios religiosos en las iglesias e invitando a los fieles a una política de no-cooperación disminución de sus gastos al mínimo necesario a fin de reducir en lo posible su cuota al Estado.

El rigor de algunos de las disposiciones del decreto —verbigratia de la que prohíbe el uso del hábito religioso fuera de los templos— es sin duda excesivo. Pero no se debe olvidar que se trata de una ley de emergencia reclamada al gobierno por la necesidad política, más que por el compromiso programático o ideológico, de aplicar, en el terreno de la enseñanza y el del culto, los principios de la Revolución.

La Iglesia invoca esta vez en México un postulado liberal: la libertad religiosa. En los países donde el catolicismo conserva sus fueros de confesión del Estado, rechaza y execra este mismo postulado. La contradicción no es nueva. Desde hace varios siglos la Iglesia ha aprendido a ser oportunista. No se ha apoyado tanto en sus dogmas como en sus transacciones. Ya, por otra parte, el ilustre polemista católico Louis Veuillot, definió hace tiempo la posición de la Iglesia frente al liberalismo en su célebre respuesta a un liberal que se sorprendía de oírle clamar por la libertad: —"En nombre de tus principios, te la exijo; en nombre de los míos, te la niego."

Pero en la historia de México, desde los tiempos de Juárez hasta los de Calles, le ha tocado al clero combatir y resistir a las reivindicaciones populares. La Iglesia ha contrastado siempre en México, en nombre de la tradición, a la libertad. Por ende, su actitud de hoy no se presta a equívocos. La mayoría del pueblo mexicano sabe demasiado bien que la agitación clerical es esencialmente una agitación reaccionaria.

El estado mexicano pretende ser, por el momento, un estado neutro, laico. No es el caso de discutir su doctrina. Este estudio no cabe en un comentario rápido sobre la génesis de los actuales acontecimientos mexicanos. Yo, por mi parte, he insistido demasiado respecto a la decadencia del Estado liberal y al fracaso de su agnosticismo para que se me crea entusiasta de una política meramente laicista. La enseñanza laica, como otra vez he escrito, es en sí misma una gastada fórmula liberal.

Pero el laicismo en México, —aunque subsistan en muchos hombres del régimen residuos de una mentalidad radicaloide y anticlerical— no tiene ya el mismo sentido que en los viejos Estados burgueses. Las formas políticas y sociales vigentes en México no representan una estación del liberalismo sino una estación del socialismo. Cuando el proceso de la revolución se haya cumplido plenamente, el Estado mexicano no se llamará neutral y laico sino socialista.

Y entonces no será posible considerarlo antireligioso. Pues el socialismo, es también una religión, una mística. Y esta gran palabra Religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La decadencia de Inglaterra

La decadencia de Inglaterra

La decadencia más cierta y más visible de esta hora -aunque no la haya advertido todavía la crítica elegante de D. José Ortega y Gasset- es la decadencia de Inglaterra. El famoso Untergang des Abendlandes, de Spengler, se reduce, quizá, políticamente, al Declin of England de León Trotzky. La tesis del profesor alemán, les parece sin duda a los intelectuales burgueses, más controlable y verificable que la tesis del revolucionario ruso. Pero la razón de esto es que la tesis de Spengler, representa una filosofía de la historia, mientras la tesis de Trotzky traduce la dialéctica de la revolución.

Del tramonto de Inglaterra tenemos mil pruebas concretas. Las dos últimas más irrecusables y fehacientes son: Primera, la pérdida de la concesión de Han Kow, ocupada militarmente por los revolucionarios chinos con grave ofensa para la majestad británica. Segunda, el allanamiento de las oficinas de la Arcos Company y de la delegación comercial soviética en Londres. El primer hecho señala, una gran derrota material y moral del imperio colonial británico en Asia. El segundo denuncia la quiebra de la corrección y del faire play en la conducta oficial británica en Europa. Los dos hechos constituyen dos síntomas diferentes, interno el uno, externo el otro, de la decadencia de la Gran Bretaña. El procedimiento de invadir una oficina amparada usualmente por la inmunidad diplomática, secuestrar sus papeles, violar sus cajas fuertes, registrar a sus empleados, hombres y mujeres, tiene todas las apariencias de un procedimiento bolchevique y revolucionario. Y es de un gran alcance su incorporación en la técnica de la policía de Inglaterra, porque indica la ruptura de un resorte capital de la conducta británica.

Pero estos son solo los signos más evidentes y materiales de que Inglaterra declina. En la historia contemporánea encontramos signos más profundos de este fenómeno. Aparentemente, o más bien, materialmente, Inglaterra alcanzó el máximo de su potencia y de su expansión cuando se suscribieron los tratados de paz que pusieron término a la gran guerra. Mas, en realidad, las bases de la grandeza británica empezaron a mostrarse seriamente minadas desde antes. La decadencia de la Gran Bretaña comenzó en el instante en que entraron en crisis el liberalismo, el parlamentarismo y el evolucionismo, más o menos ortodoxamente adoptados por la humanidad bajo la hegemonía británica. Y económica y técnicamente, la Gran Bretaña perdió la primacía, desde que la electricidad y el petróleo, revolucionaron la industria y los transportes. La industria británica y, por ende, el Imperio Británico, reposaban sobre el carbón. Por consiguiente a medida que el petróleo y la electricidad han reemplazado al carbón en la industria y los transportes, la omnipotencia británica ha quedado socavada. La lucha por el petróleo entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, se presenta así como la más importante competencia entre los dos grandes países industriales y capitalistas.

La revisión de las más características ideas del siglo XIX, no es en verdad sino una revisión de ideas inglesas. La Gran Bretaña ha sido, en los tiempos de su absoluto predominio, la proveedora de ideas y de cosas fundamentales de la humanidad. Los principios de la Antropología, la Sociología y otras ciencias sustantivas han tenido origen e impronta británicos. Y han servido espiritual e intelectualmente a reforzar y extender el imperio político de la Gran Bretaña. El darwinismo, por ejemplo, que ha dominado por tanto tiempo el pensamiento científico del mundo, y que ya otra vez he calificado como un producto típico del genio y la mentalidad británicos, ha alimentado y sostenido un evolucionismo integral que entre otras cosas tiende a justificar el triunfo y el imperio del pueblo inglés sobre los demás pueblos. El monogenismo de la escuela sociológica inglesa que atribuye a todas las sociedades el mismo proceso, tiene también los rasgos de una teoría destinada a confirmar la superioridad inglesa.

La Gran Bretaña ha conservado una casi exclusiva de las ideas directrices en las ciencias de mayor importancia política. En las otras ciencias no ha mostrado igual empeño de predominio. Las ha abandonado en no pocos casos a otros pueblos occidentales. Y lo mismo ha procedido en el campo industrial. Se ha reservado la función de proveedora de las mercaderías sustantivas. No le ha importado ceder a Francia la hegemonía de la moda femenina, pero ha acaparado la técnica y los materiales de la moda masculina. Ninguna convicción está tan difundida y arraigada en el mundo como aquella de la superioridad de los casimires ingleses. El Imperio de la Gran Bretaña ha sido, ante todo, el imperio del carbón y del casimir. Inglaterra ha cardado e hilado durante mucho tiempo la lana del mundo para tejer la malla de su imperio. Y el hombre de tipo occidental y “civilizado”, ha sido en este tiempo el hombre que se ha vestido y ha pensado a la inglesa.

Ahora todo este colosal andamiaje se derrumba. El evolucionismo, en todos sus aspectos, sufre una revisión despiadada. La idea inglesa, -peculiar del imperialismo sajón- de la superioridad absoluta e incontestable del blanco caduca irremediablemente. El parlamento no mantiene ya su autoridad ni en la propia Inglaterra donde la lucha de clases atrofia poco a poco su función clásica. Los principios cardinales y los productos mayores de la Gran Bretaña tienen que afrontar una concurrencia creciente, en condiciones cada vez más desventajosas.

Bernard Shaw es probablemente uno de los ingleses que más lúcidamente se dan cuenta de la crisis británica. Pero el mismo Shaw no consigue liberarse plenamente de todas las supersticiones inglesas. Su socialismo en el fondo, es siempre un socialismo fabiano. Vale decir un socialismo de trama liberal.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El debate política en Inglaterra

El debate política en Inglaterra

Se está librando hoy en Inglaterra una gran batalla parlamentaria, que precede, seguramente, a una gran batalla electoral. El partido conservador, -empujado por el extremistas que han conseguido obligar a Baldwin a adoptar sus puntos de vista más reaccionarios,- ha iniciado una ofensiva de vastas proyecciones contra el laborismo.

Esta ofensiva, venía siendo propugnada con impaciencia creciente por la extrema derecha inglesa casi desde que el partido conservador ganó las últimas elecciones. En Europa, arreciaba entonces la tempestad reaccionaria que parece haber galvanizado todas las energías del capitalismo, tan relajadas y agónicas después del período bélico. La extrema derecha inglesa quiso uniformarse al estilo fascista, predicando destempladamente una campaña contra la organización obrera de la cual extrae su fuerza política el Labour Party.

Pero al principio prevaleció en el partido un criterio más o menos moderado. Baldwin, aparentemente, no se mostraba dispuesto a ceder a la presión extremista. Los conservadores habían ganado las elecciones con plataformas a las que era extraño el plan de limitar el poder y la acción de los sindicatos. El gabinete necesitaba empezar su labor dentro de una atmósfera de confianza pública.
La derrota sufrida por los obreros en la huelga general de mayo pasado, mudó la situación. Los reaccionarios, a partir de ese suceso, ganaron terreno en el partido y el Gobierno. La huelga general había permitido a la burguesía inglesa, apreciar experimentalmente, al mismo tiempo, la debilidad y la fuerza del movimiento obrero. Se había visto claramente que la lucha sindical se habría transformado en una lucha revolucionaria, si su comando no hubiese estado en manos de los jefes reformistas. Socavada cada vez más la autoridad de esos jefes, se registraba un progresivo orientamiento revolucionario del Labour Party que no consentía dudas, respecto a su futura política.

La posición política de los conservadores favoreció la corriente y la tesis reaccionarias. El Gobierno conservador, después de la huelga de mayo, no había conseguido solucionar la cuestión de las minas. La rendición final de los obreros no había tenido más alcance que el de la aceptación de una tregua forzosa. Lloyd George, con su fino oportunismo y su sagaz perspicacia, había aprovechado la ocasión para asestar un golpe a la hegemonía conservadora, y rehabilitar en algunos sectores de la opinión la esperanza de ensayar una vez más en el gobierno la doctrina liberal. Era lógico que a los conservadores no les quedase más camino que el de una política netamente reaccionaria.

Baldwin no ha tenido más remedio que decidirse por tal camino. Hoy está empeñado a fondo en esta política. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el partido conservador no puede hacer otra cosa. Frente a Rusia, frente a China, frente al Labour Party, su actitud no puede ser distinta.

El envío de una nota agresiva al gobierno de los Soviets, el despacho de barcos y soldados a los puertos chinos y la presentación en el parlamento de un bill anti-laborista, son tres actos congruentes, tres maniobras afines de una misma política. El capitalismo británico conducido por el mesurado Baldwin toma la ofensiva en todos los frentes. Emplea por ahora la manera fuerte. Sin perjuicio, naturalmente de su libertad de reemplazarla, según sus resultados, por el método del compromiso, llamando de nuevo al servicio a Mr. Lloyd George que aguarda su momento con una sonrisa.

Los conservadores necesitan acentuar en la opinión burguesa y pequeño-burguesa la consciencia de los peligros revolucionarios, para desviarla de las proposiciones de Lloyd George que trabaja por atraer a los laboristas a una política de colaboración con el liberalismo. En las próximas elecciones les tocará colocar frente a frente el capitalismo y el socialismo, en términos de irreductible oposición. De sus actuales operaciones depende la suerte de la política conservadora en la batalla electoral inevitable.

Esta política se propone minar las bases electorales del Labour Party, aboliendo la cuota política de los obreros a la caja del laborismo. Tal abolición tiene por objeto dejar al Labour Party en una situación desventajosa en las elecciones. Hasta hoy su fondo político le ha permitido afrontar en las elecciones elevados gastos de propaganda.

Bernard Shaw, en el interesantísimo discurso que pronunció en el banquete de su jubileo, denunciaba e ilustraba el alcance político del monopolio por y para la burguesía, de la comunicación radiográfica. El radio ponía a los defensores del capitalismo en condiciones de una gran superioridad respecto de los propagandistas del socialismo. Cómodamente instalados en sus poltronas, los candidatos burgueses pueden dirigirse a la vez a millones de votantes, para acusar a los laboristas de abrigar los más terribles propósitos contra la civilización, la patria, la familia, etc.

El bill anti-laborista del partido conservador, que declara la ilegalidad de la huelga general y ataca el fondo político del Labour Party, demuestra que los conservadores van mucho más lejos de lo que Bernard Shaw suponía, en su plan de desarmar al proletariado en su lucha con el capitalismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso a los conjurados de la noche de San Juan

El proceso a los conjurados de la noche de San Juan

El proceso que acaba de terminar, más que el proceso de Weyler, Aguilera, Domingo y demás conjurados de la Noche de San Juan, ha sido el proceso de Primo de Rivera y sus turbios secuaces. Porque en el curso de las audiencias, lo que ha golpeado más las mentes de los actores no ha sido la responsabilidad de los acusados sino la del acusador. El reo auténtico no ha comparecido ante los jueces, escribanos y alguaciles, solo porque estos se encuentran a su servicio y bajo su potestad. Pero su presencia en el juicio no ha sido, por esto, menos constante y eminente.

Los acusados militares, son todos gente a la que no se puede ciertamente tachar de subversiva y, menos todavía, de revolucionaria. Monarquistas ortodoxos, constitucionales fervientes, de lo único que no se les puede suponer capaces es de atentar contra el orden y la ley. Mucho más subversivo aparece, sin duda, Primo de Rivera, que en otra noche menos novelesca y cristiana, se apoderó del gobierno de España, licenciando brusca y desgarbadamente, -sin más título que el de su virilidad, en el sentido que tan agudamente ha ilustrado Unamuno,- a los que constitucionalmente lo ejercían.

No seré yo, por supuesto, quien intente la defensa de estos últimos, que hasta cierto punto, han mostrado después merecer su suerte. Pero me parece evidente que nadie puede objetar el hecho de que representaban en el poder la constitución y la legalidad.
Poco trabajo les ha costado, por ende, a los defensores de los generales y coroneles procesados, probar que estos no han concebido ni ejecutado en ningún momento, ni en la noche de San Juan, diseño alguno contrario a la Monarquía y a su “pacto con el pueblo”, como llaman a la vieja y maltrecha constitución los políticos liberales.

Si a Primo de Rivera se le pudiera atribuir humorismo e imaginación -dos cosas que no son frecuentes en los capitanes de España, desde los tiempos ya bastante lontanos del Gran Capitán- se le podría suponer capaz de haber procesado a Weyler, Aguilera, etc., seguro de su inocencia, solo para animar la historia un poco monótona de estos años de censura con el episodio romancesco de una noche de San Juan más o menos melodramática y con su secuela de un juicio que diera oportunidad lícita de hablar a Melquíades Álvarez, Álvaro de Albornoz y otros demócratas en receso forzoso. (La desocupación de esta gente, que no sabe en qué emplear su facundia, es un cuadro de partir el alma al más endurecido déspota).

Pero los hechos, demuestran, por lo menos según el tribunal, que Primo de Rivera ha procedido seriamente. Los tiranos de la Europa moderna son menos originales que los de la Europa medioeval. Y Primo de Rivera, no tenía ningún interés en provocar su propio proceso. Los acusados, en fin, se han manifestado casi convictos de haber querido restaurar en España la constitución deponiendo al Marqués de Estella.

Sabemos ahora que en la noche de San Juan de 1926 los herederos de la mejor tradición ochocentista del ejército español, cumplieron un gesto histórico. Su derrota no anula el gesto mismo; su procesamiento lo esclarece. Primo de Rivera pretendía obrar en nombre del ejército. Ya muchos incidentes habían denunciado la falsedad del empeño de representar al ejército íntegramente mancomunado con los cabecillas del golpe de estado de 1923. Pero ninguno de esos incidentes -simple anécdota- bastaba históricamente. Hacía falta que hombres representativos del ejército asumiesen una actitud beligerante frente a la dictadura y en defensa de la constitución sometida a todos los ultrajes de una virilidad jactanciosa.

Weyler representa la tradición constitucional del ejército español. En él se ha procesado y condenado a una época: la época de la lealtad militar a la Monarquía y a la constitución demo-liberal. Primo de Rivera resucita los tiempos de los pronunciamientos reaccionarios y de los retornos absolutistas.

El Rey que cubre sus actos -cada día menos dueño de las consecuencias del golpe de Estado de 1923- pone la monarquía contra y fuera de la constitución. Los políticos que aguardan pacientemente el regreso a la legalidad quedan notificados de que ni su desocupación ni su esperanza tienen ya plazo.

Frente a Primo de Rivera solo la esperanza de los revolucionarios descansa en la historia. La nostalgia de los constitucionales es pasiva. No se prepara a vencer a la dictadura. Espera que se caiga sola. Fracasada la aventura de Weyler y Aguilera, no le resta casi sino la elocuencia parlamentaria de Melquíades Álvarez.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Italia y Yugo-Eslavia

Italia y Yugo-Eslavia

La actual tensión de las relaciones italo-yugoeslavas señala uno de los muchos puntos vulnerables de la paz europea. Italia, bajo el régimen fascista, practica una política de expansión que no disimula demasiado sus fines ni sus medios. El imperialismo fascista, acaso por su juventud y, sobre todo, porque sus conquistas y su suerte pertenecen íntegramente al futuro, es el que emplea un lenguaje más desembozado y explícito. Su política exterior tiene dos frentes: el mediterráneo y el balcánico. En los Balkanes, su política tropieza, en primer término, con la resistencia yugoeslava.

El conflicto entre Italia y Yugo Eslavia empezó en la conferencia de Versailles. Es el primero que ensombreció la paz wilsoniana. Italia no solo se sintió defraudada por los aliados en sus ambiciones territoriales. Declaró violado y falseado el propio programa de Wilson. Sostuvo su derecho a Fiume y a Zara, asignados a Yugo Eslavia en el nuevo mapa europeo.

El golpe de mano de D’Annunzio permitió a Italia, después de una difícil serie de negociaciones, redimir a Fiume. Pero, en cambio, Yugo Eslavia consiguió la ratificación de su soberanía en la Dalmacia reivindicada por el nacionalismo italiano en nombre del porcentaje de italianidad de su población. Italia ha aceptado este hecho; pero uno de los objetivos íntimos del imperialismo fascista es la posesión del territorio dálmata.

No es, sin embargo, este propósito recóndito lo que turba las relaciones entre Italia y Yugo Eslavia. Italia no sostiene oficialmente ninguna reivindicación sobre la Dalmacia. Diplomática y formalmente, esta reivindicación no existe. El motivo de la tensión es el choque de la política italiana y la política yugo-eslava en Albania. Italia y Yugo-Eslavia se disputan el predominio en este estado teóricamente autónomo, pero sometiendo de facto a la influencia italiana, con peligro evidente para Yugo-Eslavia que lucha por desalojar de él a su amenazadora rival.

Una y otra intrigan por colocar o mantener en el gobierno de Albania al bando que Ies es adicto. Esta intervención, por parte de Italia, adquiere proporciones excesivas. Yugo-Eslavia las denuncia y pretende limitar la expansión italiana en Albania.
La política italiana en los Balkanes mira al socavamiento de la influencia francesa en ese grupo de países. Francia madrina de la Pequeña Entente, esperaba asegurarse mediante el enfeudamiento de este bloque a su política, el control los Balcanes. Italia, con el tratado ítalo-rumano, se ha atraído a Rumania. Bulgaria está bajo un gobierno fascista que reconoce en Roma la metrópoli espiritual de la reacción. Grecia, por su posición respecto de Turquía, no tiene más remedio que entrar en una vía de entendimiento y cooperación con Italia, cuya política balcánica, además, aparece sostenida financiada por Inglaterra que conserva su autoridad en Atenas.

Los Balcanes representaron antes de 1914 un foco de asechanzas para la paz europea por el conflicto constante entre Rusia y los Imperios Centrales, aliados de Turquía. La paz de 1918 no ha neutralizado esta zona peligrosa. Cada día los Balcanes recobran más claramente su antigua función. Los protagonistas del conflicto han cambiado. El escenario no es exactamente el mismo. Pero el choque de las potencias se renueva.

La política fascista es, obligadamente, la que más inmediatamente agrava este problema. Mussolini extrae su máxima fuerza de su programa de expansión. Ha prometido al pueblo italiano, que es empujado a la expansión por el desequilibrio entre su demografía y su economía, un imperio digno de la tradición romana. Esta promesa permite a Mussolini exigir de su pueblo un esfuerzo obediente y disciplinado para mejorar las condiciones financieras e industriales de Italia. La situación europea -a pesar del tratado de Locarno y de la estabilización capitalista- alimenta la esperanza fascista. No se puede prever cómo respondería Europa a un súbito golpe de mano de la Italia fascista. Mussolini, oportunista y maquiavélico, acecha la ocasión de una audaz maniobra internacional. Si la espera resulta demasiado pesada e incierta, el mito fascista perderá su fuerza.

Marcel Fourrier observa con justicia que Italia no puede alcanzar la expansión que ambiciona “sino tomando la vía de un imperialismo agresivo”. “De otra parte, el régimen fascista y el poder personal de Mussolini no pueden mantenerse sino en el caso de que se manifiesten capaces de asegurar al capitalismo italiano la misma prosperidad que el bonapartismo y el bismarckismo habían asegurado, el uno al capitalismo francés, después de 1850, el otro al capitalismo alemán, después de 1871”.

La Paz de Locarno, tiene que parecerle al más beato e iluso demócrata, demasiado frágil y aleatoria mientras Mussolini amenace a Europa con sus sueños y sus gestos imperiales. El fascio littorio es en la historia europea contemporánea un gran punto de interrogación.

Por esto, eI contraste entre Italia y Yugo Eslavia que, según las últimas noticias cablegráficas, parece exacerbarse, presenta un marcado interés. Serbia tiene un oscuro destino en la historia de la Europa burguesa. En su suelo prendió en 1914 la chispa de la gran conflagración. Ahora Serbia se ha engrandecido. El reino serbio ha sido reemplazado por el reino serbio-croata-esloveno, como también se llama a Yugo-Eslavia. Y tal vez con esto su capacidad de fricción siniestra se ha acrecentado. Las fronteras que le acordó la paz aliada, limitan por uno de los lados, en que su presión es mayor, al imperialismo fascista.
No es probable que el problema de Albania provoque, a corto plazo, el choque. Pero es evidente que constituye una de las causas de fricción que mantienen encendidos e irritados los flancos que ahí se tocan de Italia y Yugo-Eslavia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La toma de Shanghai

La toma de Shanghai

Con la ocupación de Shanghai por el ejército cantonés se abre una nueva etapa de la revolución china. El derrocamiento de la claudicante y asmática dinastía manchú, la constitución del gobierno nacionalista revolucionario de Cantón y la captura de Shanghai por las tropas de Chiang-Kai-Shek, son hasta hoy los tres acontecimientos sustantivos de esta revolución de cuya realidad y trascendencia solo ahora parece darse cuenta el mundo. En los quince años trascurridos después de la caída de la monarquía, la revolución ha sufrido muchas derrotas y ha alcanzado muchas victorias. Pero entre estas, ninguna ha conmovido e impresionado al mundo como la de Shanghai. La razón es que esta victoria no aparece ganada por la revolución solo contra sus enemigos de la China sino, sobre todo, contra sus enemigos de Occidente.

La colaboración de las fuerzas reaccionarias de la China ha permitido durante mucho tiempo a Europa detener la revolución y la independencia chinas. Generales mercenarios como Chan-So Lin y Wu Pei Fu han conservado en sus manos, al amparo de las potencias imperialistas, el dominio de la mayor parte de la China. Por la subsistencia de una economía feudal, el norte de la China se ha mantenido, salvo breves intervalos, bajo el despotismo de los tuchuns. El fenómeno revolucionario, en no pocos momentos, ha estado localizado en Cantón.

Pero los revolucionarios chinos no han perdido nunca el tiempo. Entrenados por la lucha misma han aprendido a asestar certeros golpes al imperialismo extranjero y a sus agentes y aliados de la China. El Kuo Min-Tang se ha convertido en una formidable organización con un programa realista y con un arraigo profundo en las masas.

La toma de Shanghai es una victoria decisiva de la revolución. El desbande de las tropas reaccionarias ante el avance de Chiang Kai Shek, indica el grado de desmoralización de las fuerzas que en la China sirven al imperialismo. Y el hecho de que las potencias imperialistas parlamenten con los revolucionarios -aunque los amenacen intermitentemente con sus cañones- denuncia la impotencia del Occidente capitalista para imponer hoy su ley al pueblo chino, como en los tiempos en que la rebelión de los boxers provocó el envío de la expedición militar del general Waldersee.

La China monárquica y conservadora de los emperadores manchúes no era capaz de otra cosa que de capitular ante los cañones occidentales. Las grandes potencias la obligaron hace un cuarto de siglo a pagar los gastos de la invasión de su propio territorio con el pretexto del restablecimiento del orden y de la protección de las vidas y propiedades de los occidentales. No había humillación que rechazase por excesiva. La China revolucionaria, en cambio, se declara dueña de sus destinos. Al lenguaje insolente de los imperialismos occidentales responde con un lenguaje digno y firme. Su programa repudia todos los tratados que someten al pueblo chino al poder extranjero.

En otros tiempos, las potencias capitalistas habrían exigido a los chinos, con las armas en la mano, la ratificación humilde de esos tratados y el abandono inmediato de toda reivindicación revisionista. Pero la posición de esas potencias en Oriente está profundamente socavada a consecuencia de la revolución rusa y en general de la crisis post-bélica. La Rusia zarista, ponía todo su poder al servicio de la opresión del Asia por los occidentales. Hoy la Rusia socialista sostiene las reivindicaciones del Asia contra todos sus opresores.

Se repite, en un escenario más vasto y con nuevos actores, el conflicto de hace cuatro años, entre la Gran Bretaña y el nacionalismo revolucionario turco. También entonces, después de proferir coléricas palabras de amenaza, la Gran Bretaña tuvo que resignarse a negociar con el gobierno de Angora. Se oponían a toda aventura guerrera la voluntad de sus Dominios y la conciencia del propio pueblo inglés.

Europa siente que su imperio en Oriente declina. Y sus hombres más iluminados comprenden que la libertad de Oriente significa la más legítima de las expansiones de Occidente: la de su pensamiento. La guerra contra la China no podría ser ya aceptada por la opinión pública de ningún país, por muy diestramente que la envenenasen la prensa y la diplomacia imperialistas.
Los revolucionarios chinos tienen franco el camino de Pekín. La conquista de la capital milenaria no encuentra ya obstáculos insalvables. Inglaterra, el Japón, Estados Unidos, no cesarán de conspirar contra la revolución, explotando la ambición y la venalidad de los jefes militares asequibles a sus sugestiones. Se advierte ya la intención de tentar a Chiang-Kai-Shek a quien el cable, tendenciosamente, presenta en conflicto con el Kuo Min Tang. Pero no es verosímil que Chiang Kai Shek caiga en el lazo. Hay que suponerle la altura necesaria para apreciar la diferencia entre el rol histórico de un libertador y el de un traidor de su pueblo.
Por lo pronto la revolución ha ganado con Shanghai una gran base material y moral. Hasta hace poco, Cantón, la ciudad de Sun-Yat-Sen, era su única gran fortaleza. Hoy Shanghai se agita bajo la sombra de sus banderas que lo transforman en uno de los mayores escenarios de la historia contemporánea.

Sobre Shanghai convergen las miradas más ansiosas del mundo. Unas llenas de temor y otras llenas de esperanza. Para todas, un episodio de la epopeya revolucionaria vale más que todos los episodios sincrónicos de la política capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

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