Civilización

Référentiel

Code

05.02.01

Note(s) sur la portée et contenu

Note(s) sur la source

  • OECD Macrothesaurus

Note(s) d'affichage

Termes hiérarchiques

Civilización

Termes équivalents

Civilización

Termes associés

Civilización

12 Description archivistique résultats pour Civilización

12 résultats directement liés Exclure les termes spécifiques

El destino de Norteamérica [Recorte]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte - América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, — tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial, la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

El debate sobre el proyectado Congreso Ibero-Americano de Intelectuales plantea, entre otros problemas, el de la educación pública en Hispano-América. Un cuestionario de la revista “Repertorio Americano” contiene estas dos preguntas: “¿Cree usted que la enseñanza debe unificarse, con determinados propósitos raciales, en los países latinos de nuestra América? ¿Estima usted prudente que nuestra América Latina tome una actitud determinada en su enseñanza ante el caso de los Estados Unidos del Norte?». El grupo argentino que propugna la organización de una Unión Latino-Americana declara su adhesión al siguiente principio: “Extensión de la educación gratuita, laica y obligatoria y reforma universitaria integral”. Invitado a opinar acerca de la fórmula argentina, quiero concretar, en dos o tres artículos, algunos puntos de vista esenciales respecto de todo el problema que esa fórmula se propone resolver.

II
La fórmula, en sí misma, dice y vale poco. La “educación gratuita, laica y obligatoria” es una usada receta del viejo ideario demo-liberal-burgués. Todos los radicaloides, todos los liberaloides de Hispano-América, la han inscrito en sus programas. Intrínsecamente, este anciano principio no tiene, pues, ningún sentido renovador, ninguna potencia revolucionaria. Su fuerza, su vitalidad, residen íntegramente en el espíritu nuevo de los núcleos intelectuales de La Plata, Buenos Aires, etc., que esta vez lo sostienen.
Estos núcleos hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América. No la agitan como una reforma nueva, como una reforma virginal. La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo.
Pero, entonces, conviene considerar que la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispano-americanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía y la religión del Estado conserva intactos sus fueros en la enseñanza. Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica sino de adoptarla. O sea de empeñar una batalla que puede conducir a la vanguardia a concentrar sus energías y sus elementos en un frente que ha perdido su valor estratégico e histórico.

III
De toda suerte, en materia de enseñanza laica, es preciso examinar la experiencia europea. Entre otras razones, porque la fórmula “educación gratuita, laica y obligatoria” pertenece literalmente no solo a esa cultura occidental que Alfredo Palacios declara en descomposición sino, sobre todo, a su ciclo capitalista en evidente bancarrota. En la escuela demo-liberal-burguesa, (cuya crisis genera el humor relativista y escéptico de la filosofía occidental contemporánea que nos abastece de las únicas pruebas de que disponemos de la decadencia de la civilización de Occidente) han aprendido esta fórmula las democracias ibero-americanas.
La escuela laica aparece en la historia como un producto natural del liberalismo y del capitalismo. En los países donde la Reforma concurrió a crear un clima histórico favorable al fenómeno capitalista, la iglesia protestante, impregnada de liberalismo no ofreció resistencia al dominio espiritual de la burguesía. Movimientos históricos consustanciales no podían entrabarse ni contrariarse. Tendían, antes bien, a coordinar espontáneamente su dirección. En cambio, en los países donde mantuvo más o menos intactas sus posiciones el catolicismo y, por ende, las condiciones históricas del orden capitalista tardaron en madurar, la iglesia romana, solidaria con la economía medioeval y los privilegios aristocráticos, ejercitaba una influencia hostil a los intereses de la burguesía. La iglesia romana, -coherente y lógica- amparaba las ideas de Autoridad y Jerarquía en que se apoyaba el poder de la aristocracia. Contra estas ideas, la burguesía, que pugnaba por sustituir a la aristocracia en el rol de clase dominante, había inventado la idea de la Libertad. Sintiéndola contrastada por el catolicismo, tenía que reaccionar agriamente contra la iglesia en los varios campos de su ascendiente espiritual y, en particular, en el de la educación pública. El pensamiento burgués, en estas naciones donde no prendió la Reforma, no pudo detenerse en el libre examen y llegó, por tanto, fácilmente al ateísmo y a la irreligiosidad. El liberalismo, el jacobinismo del mundo latino adquirió, a causa de este conflicto entre la burguesía y la iglesia, un espíritu acremente anti-religioso. Se explica así la violencia de la lucha por la escuela laica en Francia y en Italia. Y en la misma España, donde la languidez y la flojedad del liberalismo, -que coincidieron con un incipiente desarrollo capitalista- no impidieron a los hombres de Estado liberales realizar, a pesar de la influencia de una dinastía católica, una política laicista. Se explica así, también, el debilitamiento del laicismo, que en Francia como en Italia, ha seguido a la decadencia del liberalismo y de su beligerancia y, en especial, a los sucesivos compromisos de la iglesia romana con la democracia y sus instituciones y a la progresiva saturación democrática de la grey católica. Se explica así, finalmente, la tendencia de la política reaccionaria a restablecer en la escuela la enseñanza religiosa y el clasicismo. Tendencia que precisamente en Italia y en Francia, ha actuado sus propósitos en la reforma Gentile y la reforma Berard. Decaídas las raíces históricas de su enemistad y de su oposición, el Estado laico y la iglesia romana se reconcilian en la cuestión que antes los separaba más.
El término “escuela laica” designa, en consecuencia, una criatura del Estado demo-liberal-burgués que los hombres nuevos de nuestra América no se proponen, sin duda, ambicionar como máximo ideal para estos pueblos. La idea liberal, como las juventudes ibero-americanas lo proclaman frecuentemente, ha perdido su virtud original. Ha cumplido su función histórica. No se percibe en la crisis contemporánea ninguna señal de un posible renacimiento del liberalismo. El episodio radical-socialista de Francia es, a este respecto, particularmente instructivo. Herriot ha sido batido, en parte, a causa de su esfuerzo por permanecer fiel a la tradición laicista del radicalismo. Y no obstante que ese esfuerzo fue asaz mesurado y elástico en sus fines y en sus medios.

IV
El balance de la “escuela laica” no justifica, de otro lado, un entusiasmo excesivo por esta vieja pieza del repertorio burgués. Jorge Sorel, varios años antes de la guerra, había denunciado ya su mediocridad. La moral laica -como Sorel con profundo espíritu filosófico observaba,- carece de los elementos espirituales, indispensables para crear caracteres heroicos y superiores. Es impotente, es inválida para producir valores eternos, valores sublimes. No satisface la necesidad de “absoluto” que existe en el fondo de toda inquietud humana. No da una respuesta a ninguna de las grandes interrogaciones del espíritu. Tiene por objeto la formación de una humanidad laboriosa, mediocre, ovejuna. La educa en el culto de mitos endebles que naufragan en la gran marea contemporánea: la Democracia, el Progreso, la Evolución, etc. Adriano Tilgher, agudo crítico italiano, nutrido en este tema de filosofía soreliana, hace en uno de sus más sustanciosos ensayos una penetrante revisión de las responsabilidades de la escuela burguesa. “Ahora que la crisis formidable, desencadenada por el conflicto mundial, va poco a poco revolucionando desde sus fundamentos el Estado moderno, ha llegado para la escuela del Estado el instante de producir ante la opinión pública los títulos que legitimen su derecho a la existencia. Y se debe reconocer que si ha sido posible el espectáculo de una guerra, en la cual han estado empeñados todos los más grandes pueblos del mundo y que, sin embargo, no ha revelado ninguna de aquellas individualidades heroicas, maestras de energía, que las guerras del pasado, insignificantes en parangón, revelaron en número grandísimo, esto se debe casi exclusivamente a la escuela de Estado y a su espíritu de cuartel, gris, nivelador, asfixiante”. Y, examinando la esencia misma de la escuela burguesa, agrega: “La escuela del Estado es una de las tres instituciones, destruidas las cuales el Estado moderno, caracterizado por el monopolio económico, el centralismo administrativo y el absolutismo burocrático, queda subvertido desde sus cimientos. El cuartel y la burocracia son las otras dos. Gracias a ellas, el Estado ha conseguido anular en el individuo la libertad del querer, la espontaneidad de la iniciativa, la originalidad del movimiento y a reducir la humanidad a una docilísima grey que no sabe pensar ni actuar sino conforme al signo y según voluntad de sus pastores. Es, sobre todo, en la escuela donde el Estado moderno posee el más fuerte e irresistible rodillo comprensor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente”.
Si se tiene en cuenta que, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia, los pueblos ibero-americanos, que heredan de España la confesión católica, heredaron también los gérmenes de los problemas de los Estados latinos de Europa, se comprende perfectamente cómo y por qué la “educación laica” ha sido, como recuerdo al principio de este artículo, una de las reformas vehementes propugnadas por todos los radicaloides y liberaloides de nuestra América. En los países donde ha llegado a funcionar una democracia de tipo occidental, la reforma ha sido forzosamente actuada. En los países donde ha subsistido un régimen de caudillaje apoyado en intereses feudales, no ha habido la misma necesidad de adoptarla. Este régimen ha preferido entenderse con la iglesia, buena maestra del principio de autoridad, cuya influencia conservadora ha sido diestramente usada contra la influencia subversiva del liberalismo. Los embrionarios Estados liberales nacidos de la revolución de la independencia, tardíos en consolidarse y desarrollarse, débiles para imponer a las masas sus propios mitos, han tenido que combinarlos y aliados con un rito religioso.
El tema de la “educación laica” debe ser discutido en Nuestra América a la luz de todos estos antecedentes. La nueva generación ibero-americana no puede contentarse con una chata y gastada fórmula del ideario liberal. La “escuela laica” -escuela burguesa- no es el ideal de la juventud poseída de un potente afán de renovación. El laicismo, como fin, es una pobre cosa. En Rusia, en México, en los pueblos que se transforman material y espiritualmente, la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

Hace cuatro meses, en un artículo sobre la idea de un congreso de intelectuales ibero-americanos, formulé esta interrogación. La idea del congreso, ha hecho, en cuatro meses, mucho camino. Aparece ahora como una idea que, vaga pero simultáneamente, latía en varios núcleos intelectuales de la América indo-ibera. Como una idea que germinaba al mismo tiempo en diversos centros nerviosos del continente. Esquemática y embrionaria todavía, empieza hoy a adquirir desarrollo y corporeidad.
En la Argentina, un grupo enérgico y volitivo se propone asumir la función de animarla y realizarla. La labor de este grupo tiende a eslabonarse con la de los demás grupos ibero-americanos afines. Circulan entre estos grupos algunos cuestionarios que plantean o insinúan los temas que debe discutir el congreso. El grupo argentino ha bosquejado el programa de una “Unión Latino-Americana”. Existen, en suma, los elementos preparatorios de un debate, en el discurso del cual se elaborarán y se precisarán los fines y las bases de este movimiento, de coordinación o de organización del pensamiento hispanoamericano como, un poco abstractamente aún, suelen definirlo sus iniciadores.
II
Me parece, por ende, que es tiempo de considerar y esclarecer la cuestión planteada en mi mencionado artículo. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? Creo que, a este respecto, las afirmaciones de los fautores de su organización van demasiado lejos. Ciertos conceptos de un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud universitaria de Ibero-América han inducido a algunos temperamentos excesivos y tropicales a una estimación exorbitante del valor y de la potencia del pensamiento hispano-americano. El mensaje de Palacios, entusiasta y optimista en sus aserciones y en sus frases, como convenía a su carácter de arenga o de proclama, ha engendrado una serie de exageraciones. Es indispensable, por ende, una rectificación de esos conceptos demasiado categóricos.
“Nuestra América -escribe Palacios- hasta hoy ha vivido de Europa teniéndola por guía. Su cultura la ha nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia disolución”. No es posible sorprenderse de que estas frases hayan estimulado una interpretación equivocada de la tesis de la decadencia de Occidente. Palacios parece anunciar una radical independización de nuestra América de la cultura europea. El tiempo de verbo se presta al equívoco. El juicio del lector simplista deduce de la frase de Palacios que “hasta hoy la cultura europea ha nutrido y orientado” a América; pero que desde hoy no la nutre ni orienta más. Resuelve, al menos, que desde hoy Europa ha perdido el derecho y la capacidad de influir espiritual e intelectualmente en nuestra joven América. Y este juicio se acentúa y se exacerba, inevitablemente, cuando, algunas líneas después, Palacios agrega que “no nos sirven los caminos de Europa ni las viejas culturas” y quiere que nos emancipemos del pasado y del ejemplo europeos.
Nuestra América, según Palacios, se siente en la inminencia de dar a luz una cultura nueva. Extremando esta opinión o este augurio, la revista “Valoraciones” habla de que “liquidemos cuentas con los tópicos al uso, expresiones agónicas del alma decrépita de Europa”.
¿Debemos ver en este optimismo un signo y un dato del espíritu afirmativo y de la voluntad creadora de la nueva generación hispano-americana? Yo creo reconocer, ante todo, un rasgo de la vieja e incurable exaltación verbal de nuestra América. La fe de América en su porvenir no necesita alimentarse de una artificiosa y retórica exageración de su presente. Está bien que América se crea predestinada a ser el hogar de la futura civilización. Está bien que diga: “por mi raza hablará el espíritu”. Está bien que se considere elegida para enseñar al mundo una verdad nueva. Pero no que se suponga en vísperas de reemplazar a Europa ni que declare ya fenecida y tramontada la hegemonía intelectual de la gente europea.
La civilización occidental se encuentra en crisis; pero ningún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en definitivo colapso. Europa no está, como absurdamente se dice, agotada y paralítica. Malgrado la guerra y la post-guerra, conserva su poder de creación. Nuestra América continúa importando de Europa ideas, libros, máquinas, modas. Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista. La nueva forma social, el nuevo orden político, se están plasmando en el seno de Europa. La teoría de la decadencia de Occidente, producto del laboratorio occidental, no prevé la muerte de Europa sino de la cultura que ahí tiene su sede. Esta cultura europea, que Spengler juzga en decadencia, sin pronosticarle por esto un deceso inmediato, sucedió a la cultura greco-romana, europea también. Nadie descarta, nadie excluye la posibilidad de que Europa se renueve y se transforme una vez más. En el panorama histórico que nuestra mirada domina, Europa se presenta como el continente de las máximas palingenesias. Los mayores artistas, los mayores pensadores contemporáneos, ¿no son todavía europeos? Europa se nutre de la savia universal. El pensamiento europeo se sumerge en los más lejanos misterios, en las más viejas civilizaciones. Pero esto mismo demuestra su posibilidad de convalecer y renacer.
III
Tornemos a nuestra cuestión. ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? Me parece evidente la existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etc., en la cultura de Occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la existencia de un pensamiento hispano-americano. Todos los pensadores de Nuestra América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revistar la obra de los más altos representantes de la inteligencia indo-ibera.
El espíritu hispano-americano está en elaboración. El continente, la raza, están en formación también. Los aluviones occidentales en los cuales se desarrollan los embriones de la cultura hispano o latino-americana -en la Argentina, en el Uruguay, se puede hablar de latinidad- no han conseguido consustanciarse ni solidarizarse con el suelo sobre el cual la colonización de América los ha depositado.
En gran parte de Nuestra América constituyen un extracto superficial e independiente al cual no aflora el alma indígena, deprimida y huraña, a causa de la brutalidad de una conquista que en algunos pueblos hispano-americanos no ha cambiado hasta ahora de métodos. Palacios dice: “Somos pueblos nacientes, libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes ante nosotros. El cruzamiento de razas nos ha dado un alma nueva. Dentro de nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos síntesis de razas”. En la Argentina es posible pensar así; en el Perú y otros pueblos de Hispano-América, no. Aquí la síntesis no existe todavía. Los elementos de la nacionalidad en elaboración no han podido aún fundirse o soldarse. La densa capa indígena se mantiene casi totalmente extraña al proceso de formación de esa peruanidad que suelen exaltar e inflar nuestros sedicentes nacionalistas, predicadores de un nacionalismo sin raíces en el suelo peruano, aprendido en los evangelios imperialistas de Europa, y que, como ya he tenido oportunidad de remarcar, es el sentimiento más extranjero y postizo que en el Perú existe.
IV
El debate que comienza debe, precisamente, esclarecer todas estas cuestiones. No debe preferir la cómoda ficción de declararlas resueltas. La idea de un congreso de intelectuales iberoamericanos será válida y eficaz, ante todo, en la medida en que logre plantearlas. El valor de la idea está casi íntegramente en el debate que suscita.
El programa de la sección argentina de la bosquejada Unión Latino-Americana, el cuestionario de la revista “Repertorio Americano” de Costa Rica y el cuestionario del grupo que aquí trabaja por el congreso, invitan a los intelectuales de Nuestra América a meditar y opinar sobre muchos problemas fundamentales de este continente en formación. El programa de la sección argentina tiene el tono de una declaración de principios. Y una declaración de principios resulta prematura indudablemente. Por el momento, no se trata sino de trazar un plan de trabajo, un plan de discusión. Pero en los trabajos de la sección argentina alienta un espíritu moderno y una voluntad renovadora. Este espíritu, esta voluntad, le confieren el derecho de dirigir el movimiento. Porque el congreso, si no representa y organiza la nueva generación hispano-americana, no representará ni organizará absolutamente nada.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti

Nitti

Nitti, Keynes y Caillaux ocupan el primer rango entre los pionners y los fautores dela política de reconstrucción europea. Estos estadistas propugnan una política de solidaridad y de cooperación entre las naciones y de solidaridad y cooperación entre las clases. Patrocinan un programa de paz internacional y de paz social. Contra este programa insurgen las derechas que, en el orden internacional, tienen una orientación imperialista y conquistadora y, en el orden doméstico, una orientación reaccionaria y antisocialista. La aversión de las extremas derechas a la política bautizada con el nombre de "política de reconstrucción europea" es una aversión histérica, delirante y fanática. Sus clubs y sus logias secretas condenaron a muerte a Walther Rathenau que aportó una contribución original, rica e inteligente al estudio de los problemas de la paz.

La política de reconstrucción europea es la política de Lloyd George. Es la política de la transacción y del compromiso entre el orden viejo y el orden nuevo. Nitti, Keynes, Caillaux, son sus teóricos, sus ideólogos, sus catedráticos; Lloyd George es, más bien, su realizador. Los puntos de vista de Nitti, de Caillaux, de Keynes son panorámicos y generales; los puntos de vista de Lloyd George son contingentes y graduales. Pero unos y otros tienen la misma filiación y la misma tendencia.

El actual capítulo de la historia mundial es un capítulo reaccionario y guerrero. Sus protagonistas típicos, peculiares, característicos, son Mussolini, Poincaré y Primo de Rivera. Prevalecen, agudamente, las corrientes de la reacción y del nacionalismo. En Alemania se incuba un “putsch” pangermanista destinado a inaugurar una dictadura de los grupos de derecha. En todas partes, toma la ofensiva la idea conservadora. Los políticos de la reconstrucción saben que el instante no les es propicio. Pero confían en una conquista paulatina de la opinión. Y lanzan al asalto sus libros, sus periódicos, sus discursos. Su propaganda penetra, sobre todo, en los núcleos intelectuales, más sensibles a la ideología de la reforma que a la ideología de la revolución o de la reacción.

La figura de Nitti es, pues, una alta figura europea. Nitti no se inspira en una visión local sino en una visión europea de la política. La crisis italiana es enfocada por el pensamiento y la investigación de Nitti sólo como un sector, como una sección de la crisis mundial. Nitti escribe un día para el “Berliner Tageblatt” de Berlín y otro día para la United Press de New York. Polemiza con hombres de París, de Varsovia, de Moscou.

Nitti es un italiano meridional. Sin embargo, no es el suyo un temperamento tropical, frondoso, excesivo, como suelen serlos temperamentos meridionales. La dialéctica de Nitti es sobria, escueta, precisa. Acaso por esto no conmueve mucho al espíritu italiano, enamorado de un lenguaje retórico, teatral y ardiente. Nitti, como Lloyd George, es un relativista de la política. No lo atrae la reacción ni la revolución. No se adapta a una posición extremista. No es accesible al sectarismo de la derecha ni al sectarismo de la izquierda. Es un político frío, cerebral, risueño, que matiza sus discursos con notas de humorismo y de ironía. Es un político que “fa dello spirito” como dicen los italianos. Pertenece a esa categoría de políticos de nuestra época que han nacido sin fe en la ideología burguesa y sin fe en la ideología socialista y a quiénes, por tanto, no repugna ninguna transacción entre la idea nacionalista y la idea internacionalista, entre la idea individualista y la idea colectivista. Los conservadores puros, los conservadores rígidos, vituperan a estos estadistas eclécticos, permeables y dúctiles. Excecran su herética falta de fe en la infalibilidad y la eternidad de la sociedad burguesa. Los declaran inmorales, cínicos, derrotistas, renegados. Pero este último adjetivo, por ejemplo, es clamorosamente injusto. Esta generación de políticos relativistas no ha renegado nada por la sencilla razón de que nunca ha creído ortodoxamente nada. Es una generación estructuralmente adogmática y heterodoxa. Vive equidistante de las tradiciones del pasado y de las utopías del futuro. No es futurista ni pasadista, sino presentista, actualista. Ante las instituciones viejas y las instituciones venideras tiene una actitud agnóstica y pragmatista. Pero, recónditamente, esta generación tiene también una fe, un mito, una religión. La fe, el mito, la religión de la Civilización occidental. La raíz de su evolucionismo es esta devoción íntima. Es refractaria a la reacción porque teme que la reacción excite, estimule y enardezca el ímpetu destructivo de la revolución. Piensa que el mejor modo de combatir la revolución violenta es el de hacer la revolución pacífica. No se trata, para esta generación política, de conservar el orden viejo ni de crear el orden nuevo: se trata de salvar la Civilización, esta Civilización occidental, esta “abendlaendische Kultur” que, según Oswald Spengler, ha llegado a su plenitud y, por ende, a su decadencia. Gorki, justamente, ha clasificado a Nitti y a Nansen como a dos grandes espíritus de la Civilización europea. En Nitti se percibe, en efecto, a través de sus excepticismos y sus relativismos, una adhesión absoluta: su adhesión a la Cultura y al Progreso europeos. Antes que italiano, se siente europeo, se siente occidental, se siente blanco. Quiere, por eso, la solidaridad de las naciones europeas, de las naciones occidentales. No le inquieta la suerte de la Humanidad con mayúscula; le inquieta la suerte de la humanidad occidental, de la humanidad blanca. No acepta el imperialismo, de una nación europea sobre otra; pero sí acepta el imperialismo del mundo occidental sobre el mundo cafre, hindú, árabe o piel roja.

Sostiene Nitti, como todos los políticos de la “reconstrucción”, que no es posible que una potencia europea extorsione o ataque a otra sin daño para toda la economía europea, para toda la vitalidad europea. Los problemas de la paz han revelado la solidaridad, la unidad del organismo económico de Europa. Y la imposibilidad de la restauración de los vencedores a costa de la destrucción de los vencidos. , A los vencedores les está vedada, por primera vez en la historia del mundo, la voluptuosidad de la venganza. La reconstrucción europea no puede ser sino obra común y mancomunada de todas las grandes naciones de Occidente. En su libro “Europa senza pace”, Nitti recomienda las siguientes soluciones: reforma de la sociedad de las naciones sobre la base de la participación de los vencidos; revisión de los tratados de paz; abolición de la comisión de reparaciones; garantía militar a Francia; condonación recíproca de las deudas interaliadas, al menos en una proporción del ochenta por ciento; reducción de la indemnización alemana a cuarenta mil millones de francos oro; reconocimiento a Alemania de la cancelación de veinte mil millones como monto de sus pagos efectuados en oro, mercaderías, naves, etc. Pero las páginas críticas, polémicas, destructivas de Nitti son más sólidas y más brillantes que sus páginas constructivas. Nitti ha hecho con más vigor la descripción de la crisis europea que la teorización de sus remedios. Su exposición del caos, de la ruina europea es impresionantemente exacta y objetiva; su programa de reconstrucción es, en cambio, hipotético y subjetivo.

A Nitti le tocó el gobierno de Italia en una época agitada y nerviosa de tempestad revolucionaria y de ofensiva socialista. Las fuerzas proletarias estaban en Italia en su apogeo. Ciento cincuentaicinco diputados socialistas ingresaron en la cámara con el clavel rojo en la solapa y las estrofas de la Internacional en los labios. La Confederación General del Trabajo, que representaba a más de dos millones de trabajadores gremiados, atrajo a sus filas a los sindicatos de funcionarios y empleados del Estado. Italia parecía madura para la revolución. La política de Nitti, bajo la sugestión de este ambiente revolucionario, tuvo necesariamente una entonación y un gesto demagógicos. El Estado abandonó algunas de sus posiciones doctrinarias ante el empuje de la ofensiva revolucionaria.
Nitti dirigió sagazmente esta maniobra. Las derechas, soliviantadas y dramáticas, lo acusaron de debilidad y de derrotismo.
Lo denunciaron como un sabotador, como un desvalorizador de la autoridad del Estado. Lo invitaron a la represión inflexible de la agitación proletaria. Pero estas grimas, estas aprénsiones y estos gritos de las derechas no conmovieron a Nitti.

Avizor y diestro, comprendió que oponer a la revolución un dique granítico era provocar, talvez, una insurrección violenta. Y que era mejor abrir todas las válvulas del Estado al escape y al desahogo de los gases explosivos acumulados a causa de los dolores de la guerra y los desabrimientos de la paz. Obediente a este concepto, se negó a castigar las huelgas de ferroviarios y telegrafistas del Estado y a usar rígidamente las armas de la ley, de los tribunales y de los gendarmes. En medio del escándalo y la consternación de las derechas, tornó a Italia, amnistiado, el leader anarquista Enrique Malatesta. Y los delegados del partido socialista y de los sindicatos, con pasaportes regulares del gobierno, marcharon a Moscou para asistir al congreso de la Tercera Internacional. Nitti y la Monarquía flirteaban con el socialismo. El director de “La Nazione” de Florencia me decía en aquella época: “Nitti lascia andaré”. Ahora se advierte que, históricamente, Nitti salvó entonces a la burguesía italiana de los asaltos de la revolución. Su política transaccional, elástica, demagógica, estaba dictada e impuesta por las circunstancias históricas. Pero, en la política como en la guerra, la popularidad no corteja a los generalísimos de las grandes retiradas sino a los generalísimos de las grandes batallas. Cuando la ofensiva revolucionaria empezó a agotarse y la reacción a contraatacar, Nitti fue desalojado del gobierno por Giolitti. Con Giolitti la ola revolucionaria llegó a su plenitud en el episodio de la ocupación de las usinas metalúrgicas . Y entraron en acción Mussolini, las “camisas negras” y el fascismo. Las izquierdas, sin embargo, volvieron todavía a la ofensiva. Las elecciones de 1921, maIgrado las guerrillas fascistas, reabrieron el parlamento a ciento treintaiséis socialistas. Nitti, contra cuya candidatura se organizó una gran cruzada de las derechas, volvió también a la cámara. Varios diarios cayeron dentro de la órbita nittiana. Aparecieron en Roma “Il Paese” e “II Mondo”. Los socialistas, divorciados de los comunistas, estuvieron próximos a la colaboración ministerial. Se anunció la inminencia de una coalición social-democrática dirigida por De Nicola o por Nitti. Pero los socialistas, cisionados y vacilantes, se detuvieron en el umbral del gobierno. La reacción acometió resueltamente la Conquista del poder. Los fascistas marcharon sobre Roma y barrieron de un soplo el raquítico, pávido y medroso ministerio Facta. Y la dictadura de Mussolini dispersó a los grupos demócratas y liberales.

La burguesía italiana, después, se ha uniformado, oportunísticamente, de “camisa negra”. “El Paese” filo-socialista’ ha sido transformado en “II Nuovo Paese” fascista ultraísta. “Il Secolo XIX”, viejo reducto de la democracia, evacuado por Mario Missiroli y Guglielmo Ferrero, ha ingresado en la prensa fascista. Una parte de los populares ha abandonado a Don Sturzo para escoltar a los “fasci”. Y Andrea Torre, fundador del “Mondo” ha concluido por tratar con Mussolini. Pero Nitti no ha capitulado ante el fascismo. Menos oportunista, menos flexible que Lloyd George no se ha plegado a las pasiones actuales de la muchedumbre . Se ha retirado a su provincia, a la Basilicata, a su vida de estudioso, de- investigador y de catedrático. El instante no es favorable a los hombres de su tipo. Nitti no habla un lenguaje pasional sino un lenguaje intelectual. No es un leader tribunicio y tumultuario. Es un hombre de ciencia, de universidad y de academia. Y en esta época de neo-romanticismo, las muchedumbres no quieren estadistas sino caudillos. No quieren sagaces pensadores sino bizarros, míticos y taumatúrgicos capitanes.

El programa de reconstrucción europea propuesto por Nitti es típicamente -el programa de un economista. Nitti, saturado del
pensamiento de su siglo, tiende a la interpretación económica, materialista, de la historia. Algunos de sus críticos se duelen precisamente de su inclinación sistemática a considerar exclusivamente el aspecto económico de los fenómenos históricos y a descuidar su aspecto moral y psicológico. Nitti cree, fundadamente, que la solución de los problemas económicos de la paz resolvería la crisis. Y ejercita toda su influencia de estadista y de leader para conducir a Europa a esa solución. Pero, la dificultad que existe para que Europa acepte un programa de cooperación y asistencia internacionales, revela, probablemente, que las raíces de la crisis son más hondas e invisibles. El oscurecimiento del buen sentido occidental no es una causa de la crisis sino uno de sus síntomas, uno de sus efectos, una de sus expresiones. Los políticos de la “reconstrucción” se dirigen a la inteligencia de los pueblos. Más la inteligencia de los pueblos está nublada por las ráfagas misteriosas de la pasión.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira