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La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Enseñanza única y enseñanza de clase [Recorte de Prensa]

Enseñanza única y enseñanza de clase

I

Una de las aspiraciones contemporáneas que los organizadores de la Unión Latino-Americana deben incorporar en su programa es, a mi juicio, la de la enseñanza única. En la tendencia a la enseñanza única se resuelven y se condensan todas las otras tendencias de adaptación de la educación pública a las corrientes de nuestra época. La idea de la escuela única no es, como la idea de la escuela laica, de inspiración esencialmente política. Sus raíces, sus orígenes, son absolutamente sociales. Es una idea que ha germinado
en el suelo de la democracia; pero que se ha nutrido de la energía y del pensamiento de las capas pobres y de sus rein vindicaciones.

La enseñanza, en el régimen demo-burgués, se caracteriza, sobre todo, como una enseñanza de clase. La escuela burguesa distingue y separa a los niños en dos clases diferentes. El niño proletario, cualquiera que sea su capacidad, no tiene prácticamente derecho, en la escuela burguesa; sino a una instrucción elemental. El niño burgués, en cambio, también cualquiera que sea su capacidad, tiene derecho a la instrucción secundaria y superior. La enseñanza, en este régimen, no sirve, pues, en ningún modo, para la selección de los mejores. De un lado, sofoca o ignora todas las inteligencias de la clase pobre; de otro lado, cultiva y diploma todas las mediocridades de las clases ricas. El vástago de un rico, nuevo o viejo, puede conquistar, por microcéfalo y estólido que sea, los grados y los brevetes de la ciencia oficial que más le convengan o le atraigan.

Esta desigualdad, esta injusticia, —que no es sino un reflejo y una consecuencia, en el mundo de la enseñanza, de la desigualdad y de la injusticia que rigen en el mundo de la economía— han sido denunciadas y condenadas, ante todo, por quienes combaten el orden económico y burgués en el nombre de un orden nuevo.

Pero han sido también denunciadas y condenadas así mismo por quienes, sin interesarse por la suerte de las reivindicaciones proletarias y socialistas, se preocupan de los medios de renovar el espíritu y la estructura de la educación pública. Los educadores reformistas patrocinan la escuela única.

Y los propios políticos y teóricos de la democracia burguesa la reconocen y proclaman como un ideal democrático. Herriot, por ejemplo; es uno de sus fautores.

Pertenecen a Peguy, un notable y honrado demócrata, estas palabras, inscritas en su programa por los Compagnons de la Universidad Nueva: “Por qué la desigualdad ante la instrucción y ante la cultura; por qué ésta desigualdad social; por qué esta injusticia; por qué esta iniquidad; por qué la enseñanza superior casi cerrada; por qué la alta cultura casi prohibida a los pobres, a los miserables, a los hijos del pueblo? Si solo estuviese monopolizada la segunda enseñanza, no se daría sino un mal menor; pero en Francia y en la sociedad moderna es el casi inevitable camino superior a la alta para ascender a la enseñanza cultura”.

II

En Alemania, donde, como ya he remarcado, la revolución de 1918 inauguró una era de experimentos renovadores en la enseñanza, la escuela única fue Colocada en el primer plano de la reforma. La idea de la escuela única aparecía consustancial y solidaria con la idea de una democracia social. Examinando los principios generales de la reforma escolar en Alemania escribe uno de sus críticos en un libro citado en uno de mis anteriores artículos: “El lema de los reformadores es el de la Einheitschule. Como su nombre lo indica, la Einheitschule es un sistema escolar unitario. La idea democrática no permite mantener en la sociedad compartimentos estancos, castas. Los individuos son libres e iguales y todos tienen el mismo derecho a desarrollarse mediante la cultura. Los niños deben, pues, instruirse juntos en la escuela comunal; no debe haber escuelas de ricos y escuelas de pobres. Al cabo de algunos años de instrucción recibida en común se revelan las aptitudes del niño y debe entonces comenzar una diferenciación y una multiplicación de las escuelas en escuelas primarias superiores, escuelas técnicas y liceos clásicos o modernos. Pero no será por el hecho del nacimiento o de la fortuna por el que se envíe al niño a esta o a la otra especie de escuela; cada uno frecuentará aquella en que, dadas, sus disposiciones naturales, pueda llevar sus facultades al máximun de desenvolvimiento”.

El plan de los reformadoras de la educación pública en Alemania franqueaba los mas altos grados de la cultura a los más capaces. Concebía los estudios primarios y complementarios como un medio de selección. Y, en su empeño de salvar todas las inteligencias acreedoras a un escogido destino, ni aún a esta selección le concedía un valor definitivo. Juzgaban necesario que los alumnos mediocres de la enseñanza secundaria pudiesen ser devueltos, a las escuelas populares. Y que la comunicación de un compartimiento de la enseñanza a otro no estuviese entrabada en ningún sentido.

Mas la fortuna de esta reforma de la enseñanza no era independiente de la fortuna de la revolución política. Los reformadores de la enseñanza en Alemania podían trazar estos planes y esbozar estos sistemas merced a la asunción al poder de los socialistas. Su programa de igualdad en la educación pública conseguía ser actuando gracias a que un partido de masas proletarias, interesado en su ejecución, gobernaba Alemania. La reacción en la política tenía que traer aparejada la reacción en la enseñanza.

III

Los Compagnons de la Universidad Nueva de Francia propugnan también, con gran copia de razones, la democratización de la enseñanza mediante la escuela única, destinada a suprimir los privilegios de clase. La escuela única es la primera y la más esencial de sus reivindicaciones. Pero incurren en el error de suponer que esta reforma, mejor dicho esta revolución, puede cumplirse indiferentemente a la política. Reclaman la escuela única “para mezclar en una misma familia de hermanos la masa de los franceses de mañana, para darles a todos la misma religión social, y también para que la selección de las inteligencias, operación esencial a la vida de una democracia, se ejerza sobre el conjunto de nuestros niños, sin distinción de origen”. Los Compagnons tienen la ingenuidad de creer que la burguesía puede, casi de buen grado, renunciar a sus privilegios en la educación pública.

La historia contemporánea ofrece, entre tanto, demasiadas pruebas de que a la escuela tónica no se llegará sino en un nuevo orden social. Y de que, mientras la burguesía conserve sus actuales posiciones en el poder, las conservará igualmente en la 'enseñanza.

La burguesía no se rendirá nunca a las elocuentes razones morales de los educadores y de los pensadores de la democracia. Una igualdad que no existe en el plano de la economía y de la política no puede tampoco existir en el plano de la cultura. Se trata de una nivelación lógica dentro de una democracia pura, pero absurda dentro de una democracia burguesa. Y estamos enterados de que la democracia pura, es, en nuestros tiempos, una abstracción.

Práctica y concretamente, no es posible ¡hablar sino de la democracia burguesa o capitalista.

Lunatcharsky es el primier ministro de instrucción pública que ha adoptado plenamente el principio de la escuela única. ¿No les dice nada este hecho histórico a los pedagogos que trabajan por el misino principio en las democracias capitalistas? Entre los estadistas de la burguesía, la escuela única encontrará más de un amante platónico. No encontrará ninguno que sepa y pueda desposarla.

IV

En Nuestra América, como en Europa y como en los Estados Unidos, la enseñanza obedece a los intereses del orden social y económico. La escuela carece, técnicamente, de orientaciones netas; pero, si en algo no se equivoca, es en su función de escuela de clases. Sobre todo en los países económica y políticamente menos evolucionados, donde el espíritu de clase suele ser, brutal y medioevalmente, espíritu de casta.

La cultura es en Nuestra América un privilegio mas absoluto aún de la burguesía que en Europa. En Europa el Estado tiene que dar, al menos, una satisfacción formal a los demócratas que le exigen fidelidad a sus principios democráticos. En consecuencia, concede a algunos alumnos de la escuela gratuita y obligatoria de los pobres los medios de escalar las gradas de la enseñanza secundaria y universitaria. En estos países las becas no tienen la misma finalidad. Son exclusivamente un favor reservado a la clientela y a la burocracia del partido dominante.

Los propios pensadores de la burguesía hispano-americana que mas preocupados se muestran por el porvenir cultural del continente no se cuidan de disimular, en cuanto a la enseñanza, sus sentimientos de clase. Francisco García Calderón, en un capítulo de su libro “La Creación de un Continente’’ sobre la educación y el medio, después de ponderar, con mesura francesa, las ventajas y los defectos de una orientación realista y una orientación idealista de la enseñanza y después de balancearse prudentemente entre una y otra tendencia, arriba a esta conclusión: “En síntesis, un doble movimiento de cultura de las clases superiores y de educación popular transformará a las naciones hispano-americanas. La instrucción de la muchedumbre en escuelas de artes y oficios, la superioridad
numérica de ingenieros agricultores y comerciantes sobre abogados y médicos; especialistas en todos los órdenes de la administración, hacendistas de seria cultura, una elite preparada en las universidades, poetas y prosadores resultado de severa selección: tal es el ideal para nuestras democracias”.

Rectifiquemos. Tal es, sin duda, el ideal de la burguesía “ilustrada” de Hispano Americana y de su distinguido pensador. Tal no es, absolutamente, el ideal de la nueva generación iberoamericana. García Calderón, —inequívocamente conservador en su ideología, en su temperamento, en su formación intelectual— quiere que la cultura continúe acaparada, con un poco de mas método, por las “clases superiores”. Para la “muchedumbre” pide solamente un poco de educación popular. La ultima meta de la instrucción del pueblo deben ser, en su concepto, las escuelas de artes y oficios. El autor de "La Creación de un Continente” milita, inconfundiblemente, en las filas enemigas de la escuela unica.

La nueva generación hispano-americana piensa de otro modo. Lo testimonian claramente los núcleos de vanguardia de México, de La
Argentina, del Uruguay, etc. Los acreditan las Universidades Populares y las inquietudes estudiantiles. La equilibrada receta de García Calderón puede servir para un ideario de uso externo de la burguesía conservadora. Es extraña al pensamiento y al espíritu de la juventud de Hispano América.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira