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Lenin

La figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas. Los otros personajes contemporáneos viven en roce cotidiano, en contacto inmediato con el público occidental. Lloyd George, Poincaré, Mussolini, nos son familiares. Su cara nos sonríe consuetudinariamente desde las carátulas de las revistas. Estamos abundantemente informados de su pensamiento, su horario, su menú, su palabra, su intimidad. Y se nos muestran siempre dentro de un marco europeo: un hotel, una villa, un automóvil, un pullmann, un boulevard. Lenin, en cambio, está lejos del mundo occidental, en una ciudad mitad asiática y mitad europea. Su figura tiene como retablo el Krenlim, y como telón de fondo el Oriente. Nicolás Lenin no es siquiera un nombre sino un pseudónimo. El leader bolchevique se llama Vladimir Illicht Ulianow, como podría llamarse un protagonista de Gorky, de Andrejew o de Korolenko. Hasta físicamente es un hombre un poco exótico: un tipo mongólico de siberiano o de tártaro. Y como la música de Balakirew o de Rimsky Korsakow, Lenin nos parece más oriental que occidental, más asiático que europeo. (Rusia irradia simultáneamente en el mundo su bolchevismo, su arte, su teatro y su literatura. Sincrónicamente se derraman, se difunden y se aclimatan en las ciudades europeas los dramas de Checow, las estatuas de Archipouko y las teorías de la Tercera Internacional. Agentes viajeros del alma rusa, Stravinsky seduce a París, ChaIlapine conquista Berlín, Tchicherine agita a Lausanne.)
Lenin ejerce una fascinación rara en los pueblos más lontanos y abstrusos. Moscou atrae peregrinos de Persia, de la China, de la India. Moscou es actualmente una feria de abigarrados trajes indígenas y de lenguas esotéricas. La celebridad de Oswald Spengler, de Charles Maurras o del general Primo de Rivera no es sino una celebridad occidental. La celebridad de Lenin, en tanto, es una celebridad unánimemente mundial. El nombre de Lenin ha penetrado en tierra afgana, siria, árabe. Y ha adquirido timbres mitológicos.
Quienes han asistido a asambleas, mítines, comicios, en los cuales ha hablado Lenin, cuentan la religiosidad, el fervor, la pasión que suscita el leader ruso. Cuando Lenin se alza para hablar, se suceden ovaciones febriles, espasmódicas, frenéticas. Las gentes vitorean, gritan, sollozan.
Pero Lenin no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno. W. T. Goode, en el “Manchester Guardian”, lo ha retratado así: “Lenin es un hombre de estatura media, de cincuenta años en apariencia, bien proporcionado. A la primera mirada, los lineamientos recuerdan un poco el tipo chino; y los cabellos y la barba en punta tienen un tinte rojizo oscuro. La cabeza bien poblada de cabellos y la frente espaciosa y bien modelada. Los ojos y la expresión son netamente simpáticos. Habla con claridad y con voz bien modulada: en todo nuestro coloquio no ha tenido nunca un momento de agitación. La única neta impresión que me ha dejado es la de una inteligencia clara y fría. La de un hombre plenamente dueño de sí mismo y de su argumentación que se expresa con una lucidez extraordinariamente sugestiva”. Arthur Ransome, también en el “Manchester Guardian”, ha dado estos datos físicos y psicológicos del caudillo bolchevique: “Lenin me pareció un hombre feliz. Volviendo del Kremlin a mi alojamiento, me preguntaba yo qué hombre de su calibre tiene un temperamento alegre como el suyo. No encontré ninguno. Aquel hombre calvo, arrugado, que voltea su silla de aquí a allá, riendo ora de una cosa, ora de otra, pronto en todo momento a dar un consejo serio a quien lo interrumpa para pedírselo, -consejo bien razonado que resulta más imperioso que cualquier orden- respira alegría: cada arruga suya ha sido trazada por la risa, no por la preocupación”. Este retrato de un periodista británico, circunspecto y anastigmático como un objetivo Zeiss, nos ofrece un Lenin, sana y contagiosamente jocundo y plácido, muy disímil del Lenin hosco, feroz y ceñudo de tantas fotografías. Ni taciturno, ni alucinado, ni místico, Lenin es, pues, un individuo normal, equilibrado, expansivo. Es, además, un hombre bien abastecido de experiencia y saturado de modernidad. Su cultura es occidental; su inteligencia es europea. Lenin ha residido en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, en Suiza. Su orientación no es empírica ni utopista sino materialista y científica, Lenin cree que la ciencia resolverá los problemas técnicos de la organización socialista. Proyecta la electrificación de Rusia. Bertrand Russell, que califica de ideológico este plan, juzga a Lenin un hombre genial.
La vida de Lenin ha sido la de un agitador. Lenin nació socialista. Nació revolucionario. Proveniente de una familia burguesa, Lenin se entregó, sin embargo, desde su juventud, al socialismo y a la revolución. Lenin es un antiguo leader, no solo del socialismo ruso, sino del socialismo internacional. La Segunda Internacional, en el congreso de Stuttgart de 1907, votó esta moción suya y de Rosa Luxemburgo: “En el caso de que estalle una guerra europea, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política que la guerra provoque para sacudir al pueblo y acelerar la caída del régimen capitalista”. Esta declaración contenía el germen de la revolución rusa y de la Tercera Internacional. Fiel a ella, Lenin explotó las consecuencias de la guerra para conducir a Rusia a la revolución. Timoneada por Lenin, la revolución rusa arribará en noviembre a su sexto aniversario. La táctica diestra y cauta de Lenin ha evitado los arrecifes, las minas y los temporales de la travesía. Lenin es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia. La necesidad de defender la revolución lo ha obligado a algunas transacciones, a algunos compromisos. Sobre él pesa la responsabilidad de un generalísimo de millones de soldados que, mediante retiradas, fintas y maniobras oportunas, debe preservar a su ejército de una acción imprudente. La historia rusa de estos seis años es un testimonio de su capacidad de estratega y de conductor de muchedumbres y de pueblos. Lenin no es un ideólogo sino un realizador. El ideólogo, el creador de una doctrina carece, generalmente, de sagacidad, de perspicacia y de elásticidad para realizarla. Toda doctrina tiene; por eso, sus teóricos y sus políticos. Lenin es un político; no es un teórico. Su obra de pensador es una obra polémica. Lenin ha escrito muchos libros y, con frecuencia, interrumpe fugazmente su actividad de presidente del soviet de comisarios del pueblo, para reaparecer en su tribuna de periodista de “Pravda” o “Izvestia”. Pero el libro, el discurso, el artículo no son para él sino instrumentos de propaganda, de ofensiva, de lucha. Su temperamento polémico es característica y típicamente ruso. Lenin es agresivo, áspero, rudo, tundente, desprovisto de cortesía y de eufemismo. Su dialéctica es una dialéctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario. Lenin ha sostenido un duelo resonante con los teóricos de la Segunda Internacional: Kaustky, Bauer, Turati. La argumentación de estos ha sido más erudita, más literaria, más elocuente. Pero la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante. Lenin es el caudillo de la Tercera Internacional. El socialismo, como se sabe, está dividido en dos grupos: Tercera Internacional y Segunda Internacional. Internacional bolchevique y revolucionaria e Internacional menchevique y reformista. La doctrina de una y otra rama es el marxismo. Su divergencia, su disentimiento, no son, pues, de orden programático sino de orden táctico. Algunos atribuyen al bolchevismo una idea mesiánica, milagrista, taumatúrgica de la revolución. Creen que el bolchevismo aspira a una transformación instantánea, violenta, súbita del orden social. Pero bolchevismo y menchevismo son gradualistas. Solo que el bolchevismo es gradualista revolucionariamente y el menchevismo es gradualista reformísticamente. El bolchevismo sostiene que no es posible utilizar la máquina actual del Estado pasable sustituirla con una máquina adecuada; que el Estado proletario, distinto del Estado burgués en sus funciones, tiene que ser también distinto en su arquitectura. El tipo de Estado proletario creado por los bolcheviques es el Estado sovietal. La República de los Soviets es la federación de todos los soviets locales. El soviet local es la asociación de obreros, empleados y campesinos de una comuna. En el régimen de los soviets no hay dualidad de poderes. Los soviets son, al mismo tiempo, un cuerpo administrativo y legislativo. Y son el órgano de la dictadura del proletariado. Lenin, dice, defendiendo este régimen, que el soviet es el órgano de la democracia proletaria, tal como el parlamento es el órgano de la democracia burguesa. Así como la sociedad contemporánea y la sociedad medioeval han tenido sus formas peculiares, sus instrumentos típicos, sus instituciones características, la sociedad proletaria tiene que crear también las suyas.
Y esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores. Joseph Caillaux sostiene que es necesario “mantener asambleas parlamentarias pero no dejándoles sino derechos políticos, confiar a nuevos organismos la dirección completa del Estado económico y hacer en una palabra la síntesis de la democracia occidental y del sovietismo ruso”. La aparición del Estado bolchevique coincide, pues, con una intensa predicación anti-parlamentaria y una creciente tendencia a dar al Estado una estructura más económica que política. El parlamento, en fin, es atacado, de una parte, por la revolución, y de otra parte por la reacción. El fascismo es esencialmente antidemocrático y antiparlamentario. Mussolini conquistó el poder extra-parlamentariamente. Primo de Rivera acaba de seguir la misma vía. Los organismos de la democracia, son declarados inaparentes para la revolución y para la reacción.
Lenin y Mussolini, el caudillo de la revolución y el caudillo de la reacción, oponen una dictadura de clase a otra dictadura de clase. El choque, el conflicto entre ambas dictaduras inquieta a muchos pensadores contemporáneos. Se presiente que este choque, que este conflicto de clases reducirá a escombros la civilización y sumirá el mundo occidental en una oscura Edad Media. El Occidente se distrae de su drama con sus boxeadores, y se anestesia con sus alcaloides y su música negra. Y, en tanto, como escribía Luis Araquistaín a don Ramón del Valle Inclán en julio de 1920, “por Oriente otra vez el evangelio asoma como hace veinte siglos asomó el cristianismo”.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti

Nitti

Nitti, Keynes y Caillaux ocupan el primer rango entre los pionners y los fautores dela política de reconstrucción europea. Estos estadistas propugnan una política de solidaridad y de cooperación entre las naciones y de solidaridad y cooperación entre las clases. Patrocinan un programa de paz internacional y de paz social. Contra este programa insurgen las derechas que, en el orden internacional, tienen una orientación imperialista y conquistadora y, en el orden doméstico, una orientación reaccionaria y antisocialista. La aversión de las extremas derechas a la política bautizada con el nombre de "política de reconstrucción europea" es una aversión histérica, delirante y fanática. Sus clubs y sus logias secretas condenaron a muerte a Walther Rathenau que aportó una contribución original, rica e inteligente al estudio de los problemas de la paz.

La política de reconstrucción europea es la política de Lloyd George. Es la política de la transacción y del compromiso entre el orden viejo y el orden nuevo. Nitti, Keynes, Caillaux, son sus teóricos, sus ideólogos, sus catedráticos; Lloyd George es, más bien, su realizador. Los puntos de vista de Nitti, de Caillaux, de Keynes son panorámicos y generales; los puntos de vista de Lloyd George son contingentes y graduales. Pero unos y otros tienen la misma filiación y la misma tendencia.

El actual capítulo de la historia mundial es un capítulo reaccionario y guerrero. Sus protagonistas típicos, peculiares, característicos, son Mussolini, Poincaré y Primo de Rivera. Prevalecen, agudamente, las corrientes de la reacción y del nacionalismo. En Alemania se incuba un “putsch” pangermanista destinado a inaugurar una dictadura de los grupos de derecha. En todas partes, toma la ofensiva la idea conservadora. Los políticos de la reconstrucción saben que el instante no les es propicio. Pero confían en una conquista paulatina de la opinión. Y lanzan al asalto sus libros, sus periódicos, sus discursos. Su propaganda penetra, sobre todo, en los núcleos intelectuales, más sensibles a la ideología de la reforma que a la ideología de la revolución o de la reacción.

La figura de Nitti es, pues, una alta figura europea. Nitti no se inspira en una visión local sino en una visión europea de la política. La crisis italiana es enfocada por el pensamiento y la investigación de Nitti sólo como un sector, como una sección de la crisis mundial. Nitti escribe un día para el “Berliner Tageblatt” de Berlín y otro día para la United Press de New York. Polemiza con hombres de París, de Varsovia, de Moscou.

Nitti es un italiano meridional. Sin embargo, no es el suyo un temperamento tropical, frondoso, excesivo, como suelen serlos temperamentos meridionales. La dialéctica de Nitti es sobria, escueta, precisa. Acaso por esto no conmueve mucho al espíritu italiano, enamorado de un lenguaje retórico, teatral y ardiente. Nitti, como Lloyd George, es un relativista de la política. No lo atrae la reacción ni la revolución. No se adapta a una posición extremista. No es accesible al sectarismo de la derecha ni al sectarismo de la izquierda. Es un político frío, cerebral, risueño, que matiza sus discursos con notas de humorismo y de ironía. Es un político que “fa dello spirito” como dicen los italianos. Pertenece a esa categoría de políticos de nuestra época que han nacido sin fe en la ideología burguesa y sin fe en la ideología socialista y a quiénes, por tanto, no repugna ninguna transacción entre la idea nacionalista y la idea internacionalista, entre la idea individualista y la idea colectivista. Los conservadores puros, los conservadores rígidos, vituperan a estos estadistas eclécticos, permeables y dúctiles. Excecran su herética falta de fe en la infalibilidad y la eternidad de la sociedad burguesa. Los declaran inmorales, cínicos, derrotistas, renegados. Pero este último adjetivo, por ejemplo, es clamorosamente injusto. Esta generación de políticos relativistas no ha renegado nada por la sencilla razón de que nunca ha creído ortodoxamente nada. Es una generación estructuralmente adogmática y heterodoxa. Vive equidistante de las tradiciones del pasado y de las utopías del futuro. No es futurista ni pasadista, sino presentista, actualista. Ante las instituciones viejas y las instituciones venideras tiene una actitud agnóstica y pragmatista. Pero, recónditamente, esta generación tiene también una fe, un mito, una religión. La fe, el mito, la religión de la Civilización occidental. La raíz de su evolucionismo es esta devoción íntima. Es refractaria a la reacción porque teme que la reacción excite, estimule y enardezca el ímpetu destructivo de la revolución. Piensa que el mejor modo de combatir la revolución violenta es el de hacer la revolución pacífica. No se trata, para esta generación política, de conservar el orden viejo ni de crear el orden nuevo: se trata de salvar la Civilización, esta Civilización occidental, esta “abendlaendische Kultur” que, según Oswald Spengler, ha llegado a su plenitud y, por ende, a su decadencia. Gorki, justamente, ha clasificado a Nitti y a Nansen como a dos grandes espíritus de la Civilización europea. En Nitti se percibe, en efecto, a través de sus excepticismos y sus relativismos, una adhesión absoluta: su adhesión a la Cultura y al Progreso europeos. Antes que italiano, se siente europeo, se siente occidental, se siente blanco. Quiere, por eso, la solidaridad de las naciones europeas, de las naciones occidentales. No le inquieta la suerte de la Humanidad con mayúscula; le inquieta la suerte de la humanidad occidental, de la humanidad blanca. No acepta el imperialismo, de una nación europea sobre otra; pero sí acepta el imperialismo del mundo occidental sobre el mundo cafre, hindú, árabe o piel roja.

Sostiene Nitti, como todos los políticos de la “reconstrucción”, que no es posible que una potencia europea extorsione o ataque a otra sin daño para toda la economía europea, para toda la vitalidad europea. Los problemas de la paz han revelado la solidaridad, la unidad del organismo económico de Europa. Y la imposibilidad de la restauración de los vencedores a costa de la destrucción de los vencidos. , A los vencedores les está vedada, por primera vez en la historia del mundo, la voluptuosidad de la venganza. La reconstrucción europea no puede ser sino obra común y mancomunada de todas las grandes naciones de Occidente. En su libro “Europa senza pace”, Nitti recomienda las siguientes soluciones: reforma de la sociedad de las naciones sobre la base de la participación de los vencidos; revisión de los tratados de paz; abolición de la comisión de reparaciones; garantía militar a Francia; condonación recíproca de las deudas interaliadas, al menos en una proporción del ochenta por ciento; reducción de la indemnización alemana a cuarenta mil millones de francos oro; reconocimiento a Alemania de la cancelación de veinte mil millones como monto de sus pagos efectuados en oro, mercaderías, naves, etc. Pero las páginas críticas, polémicas, destructivas de Nitti son más sólidas y más brillantes que sus páginas constructivas. Nitti ha hecho con más vigor la descripción de la crisis europea que la teorización de sus remedios. Su exposición del caos, de la ruina europea es impresionantemente exacta y objetiva; su programa de reconstrucción es, en cambio, hipotético y subjetivo.

A Nitti le tocó el gobierno de Italia en una época agitada y nerviosa de tempestad revolucionaria y de ofensiva socialista. Las fuerzas proletarias estaban en Italia en su apogeo. Ciento cincuentaicinco diputados socialistas ingresaron en la cámara con el clavel rojo en la solapa y las estrofas de la Internacional en los labios. La Confederación General del Trabajo, que representaba a más de dos millones de trabajadores gremiados, atrajo a sus filas a los sindicatos de funcionarios y empleados del Estado. Italia parecía madura para la revolución. La política de Nitti, bajo la sugestión de este ambiente revolucionario, tuvo necesariamente una entonación y un gesto demagógicos. El Estado abandonó algunas de sus posiciones doctrinarias ante el empuje de la ofensiva revolucionaria.
Nitti dirigió sagazmente esta maniobra. Las derechas, soliviantadas y dramáticas, lo acusaron de debilidad y de derrotismo.
Lo denunciaron como un sabotador, como un desvalorizador de la autoridad del Estado. Lo invitaron a la represión inflexible de la agitación proletaria. Pero estas grimas, estas aprénsiones y estos gritos de las derechas no conmovieron a Nitti.

Avizor y diestro, comprendió que oponer a la revolución un dique granítico era provocar, talvez, una insurrección violenta. Y que era mejor abrir todas las válvulas del Estado al escape y al desahogo de los gases explosivos acumulados a causa de los dolores de la guerra y los desabrimientos de la paz. Obediente a este concepto, se negó a castigar las huelgas de ferroviarios y telegrafistas del Estado y a usar rígidamente las armas de la ley, de los tribunales y de los gendarmes. En medio del escándalo y la consternación de las derechas, tornó a Italia, amnistiado, el leader anarquista Enrique Malatesta. Y los delegados del partido socialista y de los sindicatos, con pasaportes regulares del gobierno, marcharon a Moscou para asistir al congreso de la Tercera Internacional. Nitti y la Monarquía flirteaban con el socialismo. El director de “La Nazione” de Florencia me decía en aquella época: “Nitti lascia andaré”. Ahora se advierte que, históricamente, Nitti salvó entonces a la burguesía italiana de los asaltos de la revolución. Su política transaccional, elástica, demagógica, estaba dictada e impuesta por las circunstancias históricas. Pero, en la política como en la guerra, la popularidad no corteja a los generalísimos de las grandes retiradas sino a los generalísimos de las grandes batallas. Cuando la ofensiva revolucionaria empezó a agotarse y la reacción a contraatacar, Nitti fue desalojado del gobierno por Giolitti. Con Giolitti la ola revolucionaria llegó a su plenitud en el episodio de la ocupación de las usinas metalúrgicas . Y entraron en acción Mussolini, las “camisas negras” y el fascismo. Las izquierdas, sin embargo, volvieron todavía a la ofensiva. Las elecciones de 1921, maIgrado las guerrillas fascistas, reabrieron el parlamento a ciento treintaiséis socialistas. Nitti, contra cuya candidatura se organizó una gran cruzada de las derechas, volvió también a la cámara. Varios diarios cayeron dentro de la órbita nittiana. Aparecieron en Roma “Il Paese” e “II Mondo”. Los socialistas, divorciados de los comunistas, estuvieron próximos a la colaboración ministerial. Se anunció la inminencia de una coalición social-democrática dirigida por De Nicola o por Nitti. Pero los socialistas, cisionados y vacilantes, se detuvieron en el umbral del gobierno. La reacción acometió resueltamente la Conquista del poder. Los fascistas marcharon sobre Roma y barrieron de un soplo el raquítico, pávido y medroso ministerio Facta. Y la dictadura de Mussolini dispersó a los grupos demócratas y liberales.

La burguesía italiana, después, se ha uniformado, oportunísticamente, de “camisa negra”. “El Paese” filo-socialista’ ha sido transformado en “II Nuovo Paese” fascista ultraísta. “Il Secolo XIX”, viejo reducto de la democracia, evacuado por Mario Missiroli y Guglielmo Ferrero, ha ingresado en la prensa fascista. Una parte de los populares ha abandonado a Don Sturzo para escoltar a los “fasci”. Y Andrea Torre, fundador del “Mondo” ha concluido por tratar con Mussolini. Pero Nitti no ha capitulado ante el fascismo. Menos oportunista, menos flexible que Lloyd George no se ha plegado a las pasiones actuales de la muchedumbre . Se ha retirado a su provincia, a la Basilicata, a su vida de estudioso, de- investigador y de catedrático. El instante no es favorable a los hombres de su tipo. Nitti no habla un lenguaje pasional sino un lenguaje intelectual. No es un leader tribunicio y tumultuario. Es un hombre de ciencia, de universidad y de academia. Y en esta época de neo-romanticismo, las muchedumbres no quieren estadistas sino caudillos. No quieren sagaces pensadores sino bizarros, míticos y taumatúrgicos capitanes.

El programa de reconstrucción europea propuesto por Nitti es típicamente -el programa de un economista. Nitti, saturado del
pensamiento de su siglo, tiende a la interpretación económica, materialista, de la historia. Algunos de sus críticos se duelen precisamente de su inclinación sistemática a considerar exclusivamente el aspecto económico de los fenómenos históricos y a descuidar su aspecto moral y psicológico. Nitti cree, fundadamente, que la solución de los problemas económicos de la paz resolvería la crisis. Y ejercita toda su influencia de estadista y de leader para conducir a Europa a esa solución. Pero, la dificultad que existe para que Europa acepte un programa de cooperación y asistencia internacionales, revela, probablemente, que las raíces de la crisis son más hondas e invisibles. El oscurecimiento del buen sentido occidental no es una causa de la crisis sino uno de sus síntomas, uno de sus efectos, una de sus expresiones. Los políticos de la “reconstrucción” se dirigen a la inteligencia de los pueblos. Más la inteligencia de los pueblos está nublada por las ráfagas misteriosas de la pasión.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Hilferding y la social-democracia alemana

Mala fortuna tienen, en esta época, las “ententes”. La Entente anglo-franco-italiana, desavenida y descompaginada, cruje periódica y ruidosamente. La entente entre Stinnes y la social-democracia alemana resulta también una unión morganática frágil y quebradiza. Las relaciones entre los populistas y los socialistas alemanes son corteses en la mañana, contenciosas en la tarde. A consecuencia de estos malos humores consuetudinarios se desplomó dramáticamente el ministerio Stressemann-Hilferding.
A la crónica de esa crisis ministerial -de la cual ha salido galvanizada y remendada la híbrida coalición industrial-socialista- está muy vinculado el nombre de Rudolph Hilferding, uno de los leaders primarios, uno de los conductores sustantivos de la social-democracia alemana. La figura de Hilferding, agriamente contrastada durante la crisis ministerial, tiene así contornos de actualidad y relieves de moda. Su presentación en este proscenio hebdomadario de personajes y escenas mundiales es oportuna, además, para enfocar a la socialdemocracia en una postura difícil de su historia.
La política de Hilferding en el ministerio de finanzas obedecía a la necesidad de apaciguar la agitación y la miseria de las masas. Tendía, por esto, a revalorizar el marco y a fiscalizar los precios de la alimentación popular. Hilferding proyectaba que el Estado se incautase de todas las divisas extranjeras existentes en Alemania. Decretó la declaración forzosa de estos valores por sus propietarios. Y amenazó a los remisos con severos castigos. Esta política fiscal atacaba el interés de los rentistas, de los agricultores y de otros acaparadores habituales de monedas extranjeras. Una gran parte de la burguesía alemana ululó contra la demagogia financiera del ministro-socialista. No se trataba, en verdad, de un caso de demagogia personal. Hilferding actuaba conminado por las masas, desconfiadas y malcontentas del entendimiento con Stinnes, defensoras vigilantes de la jornada de ocho horas. Pero las críticas eran inevitablemente nominativas. Y apuntaban contra Hilferding. Vino la fractura del bloque populista-socialista. Se predijo la imposibilidad de soldarlo y la inminencia de que brotara de la crisis una dictadura. Un frente único de todos los partidos burgueses -pangermanistas, populistas, católicos y demócratas- bajo el auspicio y la dirección de Stresemann. Pero los católicos y los demócratas -tendencialmente centristas y transaccionales- opinaron por la reconstrucción de un gobierno parlamentario emanado de la mayoría del Reichstag. Estas sugestiones centristas coincidieron con recíprocas concesiones de populistas y socialistas y promovieron la reconstitución del antiguo bloque mixto. Surgió así el actual gabinete Stressemann. La estructura parlamentaria de este gabinete es la misma del gabinete anterior; pero su personal es un poco diverso. Hilferding, por ejemplo, no ha vuelto al ministerio de finanzas.
Hilferding es uno de los economistas máximos de la social-democracia. (El viejo Berstein marcha hacia su jubilación.) El grupo socialista del Reichstag considera a Hilferding su mejor experto, su mejor técnico de finanzas. Una tarde, en el Reichstag, conversando con Breischeidt -otro leader de la social-democracia actualmente candidato al ministerio de negocios extranjeros- quise de él algunos esclarecimientos concretos sobre el programa financiero del grupo socialista. Olvidaba la tendencia de los alemanes a la especialización, al tecnicismo, al encasillamiento. Breischeidt, especialista en cuestiones extranjeras, no se reconocía capacidad para hablar de cuestiones económicas. Y me remitió al especialista, al perito: —Vea Ud. a Hilferding. Hilferding le expondrá nuestros puntos de vista. Presentado por Breischeidt, conocí a Hilferding. El marco -era el mes de noviembre del año último- caía vertiginosamente. Seguía la vía de la corona austriaca y del rublo moscovita. Hilferding estudiaba los medios de estabilizarlo. Nuestra conversación, inactual ahora, versó sobre este tópico.
Antiguo estudioso de economía, Hilferding es un exégeta original y hondo de las tesis económicas de Marx. Es autor de un libro notable, “El capital financiero”, dedicado al examen de los fenómenos de la concentración capitalista. Hilferding observa en este libro que la concentración capitalista está cumplida en los países de economía desarrollada. En Alemania, por ejemplo, la producción se encuentra casi totalmente controlada por los grandes bancos. Y por consiguiente, la simple socialización de estos sería la inauguración del régimen colectivista. El “Finanzkapital” interesó mucho a la crítica marxista. Y colocó a Hilferding en los rangos más conspicuos de la social-democracia.
La posición de Hilferding en el socialismo alemán ha sido, en un tiempo, una posición de izquierda y de vanguardia. Pero Hilferding no ha jugado nunca un rol tribunicio ni tumultuario. Se ha comportado siempre exclusivamente como un hombre de estado mayor. Ha sido invariablemente un estadista científico, terso, gélido, cerebral; no ha sido un tipo de conductor ni de caudillo. Durante la guerra, el grupo socialista del Reichstag se cisionó. Una minoría, acaudillada por Liebnecht, Dittmann, Hilferding, Crispien, Haase, declaró su oposición a los créditos bélicos. Y asumió una actitud hostil a la guerra. La mayoría expulsó de las filas de la social-democracia a los diputados disidentes. Entonces la minoría fundó un hogar aparte: el partido socialista independiente. En 1918, emergió de la revolución alemana una tercera agrupación socialista: los comunistas o espartaquistas de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. Los socialistas independientes ocuparon una posición centrista e intermedia. Diferenciaron su rumbo del de los socialistas mayoritarios y del de los comunistas. Hilferding dirigía el órgano de la facción: “Die Freiheit”. En 1920, los socialistas independientes tuvieron en Halle su congreso histórico. Deliberaron sobre las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional y de unión a los comunistas. Una fracción, encabezada por Hoffmann, Stoecker y Daumig propugnaba la aceptación de las condiciones de Moscou; otra fracción, encabezada por Hilferding, Crispien y Ledebour, la combatía. Zinoview, a nombre de la Tercera Internacional, asistió al congreso. Hilferding, orador oficial de la fracción esquiva y secesionista, polemizó con el leader bolchevique. El congreso produjo el cisma. La mayoría de los delegados votó por la adhesión a Moscou. Trescientos mil afiliados abandonaron los rangos del partido socialista independiente para sumarse a los comunistas. El resto de la agrupación reafirmó su autonomía y su centrismo. Pero aligerado de su lastre revolucionario, empezó muy pronto a sentir la atracción del viejo hogar social-democrático. En el proletariado no existen sino dos intensos campos de gravitación: la revolución y la reforma. Los núcleos desprendidos de la revolución están destinados, después de un intervalo errante, a ser atraídos y absorbidos por la reforma. Esto le aconteció a los socialistas independientes de Alemania. En octubre del año pasado reingresaron en los rangos de la socialdemocracia y del “Vorvaerts”. Y extinguieron la cismática “Freiheit”. Únicamente Ledebour y otros socialistas, bizarramente secesionistas y centrífugos, se resistieron a la unificación.
Hilferding está clasificado, dentro del socialismo europeo, como uno de los representantes de la ideología democrática y reformista. En la polémica, en la controversia entre bolchevismo y menchevismo, entre la Segunda y la Tercera Internacional, la posición de Hilferding no ha sido rigurosamente la misma de Kautsky. Hilferding ha tratado de conservar una actitud virtualmente revolucionaria. Ha impugnado la táctica “putschista” e insurreccional de los comunistas; pero no ha impugnado su ideología. Ha disentido de la praxis de la Tercera Internacional; pero no ha disentido explícitamente de su teoría. Ha dicho que era necesario crear las condiciones psicológicas, morales, ambientales de la revolución. Que no bastaba la existencia de las condiciones económicas. Que era elemental y primario el orientamiento espiritual de las masas. Pero esta dialéctica no era sino formal y exteriormente revolucionaria. Malgrado sus reservas mentales, Hilferding es un social-democrático, un social-evolucionista; no es un revolucionario. Su localización en la social-democracia no es arbitraria ni es casual.
Zinoview, en su prosa beligerante, polémica y agresiva, define así al autor del “Finazkapital”: “Hilferding es una especie de subrogado de Kautsky. Y el Hilferding enmascarado es más aceptable que el Kautsky tontamente sincero. Sus relaciones con banqueros y agentes de bolsa han desarrollado en Hilferding una elasticidad que no posee su maestro Kaustky. Hilferding esquiva con una facilidad extraordinaria las cuestiones difíciles. Sabe callar ahí donde Kautsky profiere abiertamente insulceses contrarrevolucionarias. En una palabra, es adaptable, elástico y prudente.”
Pero este Hilferding, mordazmente excomulgado y descalificado por la extrema izquierda, resulta, naturalmente, un peligroso y disolvente demagogo para la extrema derecha. Su caída del ministerio de finanzas, por ejemplo, es un efecto de la incandescente ojeriza reaccionaria y conservadora. El compromiso, la transacción entre la alta industria y la social-democracia, se tasaron sobre el interés precariamente común de una política de saneamiento del marco y de mitigamiento del hambre y la miseria. La requisición de valores extranjeros de propiedad particular y la fiscalización de los precios de los granos y las legumbres no molestaban a Stinnes ni a la alta industria. Pero herían intensamente a las varias jerarquías de agricultores, de comerciantes, de intermediarios y de especuladores, interesados en sustraer sus divisas extranjeras y sus precios al control del Estado. Y la social-democracia, en tanto, no podía renunciar a estas medidas elementales. Al mismo tiempo, no podía avenirse pasivamente a la abolición de la jornada de ocho horas ni al abandono de los ferrocarriles ni de los bosques demaniales a un trust privado. Aquí comenzó el choque, el conflicto entre los socialistas y los populistas. Este choque, este conflicto reaparecen en la cuestión de la emisión de una nueva moneda. A este respecto, los puntos de vista de la industria y de la agricultura, de los populistas y de los pangermanistas, casi coinciden y convergen. Helferich, leader del partido de los junkers y los terratenientes, propone la creación de un banco privado que emita una moneda estable respaldada con cereales y oro por la agricultura y la industria. Los industriales planean un banco de emisión con un capital de quinientos millones de marcos oro cubierto con suscriciones de la industria y del capital extranjero. Ambos proyectos trasladan del Estado a los particulares la función de emitir moneda. Esta es su característica esencial. Ahora bien. Los socialistas quieren absolutamente que la emisión de una moneda estable sea efectuada por el Estado a base de enérgicas imposiciones a la gran propiedad. Un compromiso, un acuerdo resultan, por tanto, asaz difíciles y problemáticos. El capitalismo alemán intenta asumir directamente las funciones económicas del Estado. Pretende, en suma, separar el Estado económico del Estado político. La crisis del Estado contemporáneo, del Estado democrático se dibuja aquí en sus contornos sustanciales. El capitalismo alemán dice que, si no es independizada del Estado, la emisión del marco, estará sujeta a nuevos exorbitantes inflamientos. Los ingresos del Estado no alcanzan a cubrir ni un quince por ciento de los egresos. El Estado, por consiguiente no dispone de otro recurso que la impresión constante, vertiginosa, desenfrenada de papel moneda. Estas observaciones descubren, indirectamente, la intención de los capitalistas. Despojado de la función de emitir moneda, subordinado a los auxilios voluntarios de los capitalistas, el Estado caería en la bancarrota, en la falencia, en la miseria. Tendría que reducir al límite más modesto sus servicios y sus actividades. Tendría que licenciar a un inmenso ejército de funcionarios, empleados y trabajadores. La industria privada se libraría de la concurrencia del Estado empresario en el mercado del trabajo. Los acreedores de Alemania -Francia, etc.- no pudiendo negociar ni pactar con el Estado insolvente y mendigo, negociarían y pactarían directamente con los trusts verticales.
Los leaders de la social-democracia no pueden aceptar esta política plutocrática. La burguesía alemana tiende, por eso, a una dictadura de las derechas. Y su actitud estimula en el proletariado la idea de una dictadura de las izquierdas. El gabinete de Stressemann puede ser muy bien el último gabinete parlamentario de Alemania. La tendencia histórica contemporánea es la tendencia al gobierno de clase. La situación del mundo se opone a que prospere la política de la transacción, de la reforma y del compromiso. Y la crisis de esta política, que es la crisis de la democracia, condena al ostracismo del poder y de la popularidad a los hombres de filiación democrática y reformista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El directorio español

La dictadura del general Primo de Rivera es un episodio, un capítulo, un trance de la revolución española. En España existe desde hace varios años un estado revolucionario. Desde hace varios años se constata la descomposición del viejo régimen y se advierte el anquilosamiento de la burocrática y exangüe democracia nacional. El parlamento, que en pueblos que más arraigada y honda democracia conserva todavía residuos de vitalidad, hacía tiempo que en España era un órgano entorpecido, atrofiado, impotente. El proletariado, que en otros pueblos europeos no vive ausente del parlamento, en España tendía a recogerse y concentrarse agriamente bajo las banderas de un sindicalismo abstencionista y sorelliano. España era el país de la acción directa. (Un libro muy actual, aunque un poco retórico, de Ortega Gasset, “España invertebrada”, retrata nítidamente este aspecto de la crisis española.) Los partidos españoles, a causa de su superada ideología y su antigua arquitectura, creían estar situados por encima de los intereses en contraste y de las clases en guerra. Consiguientemente, sus rangos se vaciaban, se reducían. La lucha política se transformaba de lucha de partidos en lucha de categorías, de corporaciones, de sindicatos. A causa de la escisión mundial del socialismo, el partido socialista español no podía atraer a sus filas a toda la clase trabajadora. Una parte de sus adherentes lo abandonaba para constituir un partido comunista. Los sindicatos barceloneses seguían ligados a sus viejos mitos libertarios. El panorama político de España era un confuso y caótico panorama de escaramuzas entre las clases y las categorías sociales. Las asociaciones patronales de Barcelona oponían su acción directa a la acción directa de los sindicatos obreros.
Como era lógico dentro de este ambiente, en la oficialidad española se desarrolló también una acentuada consciencia gremial. Los oficiales se organizaron en sindicatos, cual los patrones y cual los obreros, para defender sus intereses de corporación y de costa. Nacieron las juntas militares. La aparición de estas juntas fue una de las expresiones históricas más peculiares de la decadencia y de la debilidad del régimen español. Esas juntas no habrían germinado nunca frente a un Estado vigoroso. Pero en un período en que todas las categorías sociales libraban sus combates y pactaban sus treguas, al margen del Estado, era fatal que la oficialidad se colocase igualmente sobre el terreno de la acción directa. Acontecía, además, que en España la oficialidad tenía típicos intereses gremiales. España es un país de industrialismo limitado, de agricultura feudal, de economía un tanto rezagada. El ejército absorbe, por esto, a un número crecido de nobles y burgueses. Esta razón económica engendra una hipertrofia de la burocracia militar. El número de oficiales españoles es de veinticinco mil. Se calcula que existe un oficial por cada trece soldados. El sostenimiento de la numerosa burocracia militar, ocupada principalmente en la guerra marroquí, es una pesada carga fiscal. Los estadistas miraban en este pliego del presupuesto un gasto excesivo y desproporcionado a la capacidad económica del Estado español. Y esto estimulaba e incitaba a los oficiales a sindicarse y mancomunarse vigilante y estrechamente.
La historia de las juntas militares es la historia de la dictadura de Primo de Rivera. Las juntas militares no brotaron de la aspiración de conquistar el poder; pero si de la intención de rebelarse contra él si un acto suyo atacaba un interés corporativo de la oficialidad. Las juntas trajeron abajo varios ministerios. El gobierno español, desprovisto de autoridad para disolverlas, tenía que capitular ante ellas. Más de un decreto gubernamental, amparado por la regia firma, fue vetado y repudiado por las juntas que insurgían así contra el Estado y la dinastía. La continua capitulación del Estado, cada vez más flaco y anémico, generó en las juntas la voluntad de enseñorearse de él. El poder civil o las juntas militares debían, por tanto sucumbir. Contra el poder civil conspiraba su falta de vitalidad que se traducía en falta de sugestión y de ascendiente sobre la muchedumbre. En favor de las juntas militares obraba, en cambio, la desorientación mental de la clase media invenciblemente propensa a simpatizar con una insurrección que barriese del gobierno a la desacreditada y desvalorizada burocracia política. Las viejas y arterioesclerosas facciones liberales y conservadoras se alternaban en el gobierno cada vez más acosadas y presionadas por la ofensiva sorda o clamorosa de las juntas. Así llegó España al gobierno liberal de García Prieto. Ese gobierno representaba toda la gama liberal. Se apoyaba sobre una coalición parlamentaria en la cual se aglutinaban íntegramente las izquierdas dinásticas: García Prieto y Romanones, Alba y Melquiades Alvarez. Significaba una tentativa solidaria del liberalismo y del reformismo por revalorizar el parlamento y galvanizar el régimen. Era, históricamente, la última carta de la democracia hispana. El régimen parlamentario, mal aclimatado en tierra española, había llegado a una etapa decisiva de su crisis, a un instante agudo de su descomposición. El pronunciamiento militar, en incubación desde el nacimiento de las juntas, encontró en esta situación sus estímulos y su motor.
¿Cuál es la semejanza, cuál es el parentesco entre la marcha a Roma del fascismo y la marcha a Madrid del general Primo de Rivera? Externamente, ambos movimientos son disímiles. Los fascistas se apoderaron del poder después de cuatro años de tundentes campañas de prensa, de alalás y de aceite de ricino. Las juntas militares han arribado al gobierno repentinamente, en virtud de un pronunciamiento. Su actividad no estaba públicamente dirigida a la asunción del poder. Pero toda esta diferencia es formal y adjetiva. Está en la superficie; no en la entraña. Está en el cómo; no en el porqué. Sustancialmente, espiritualmente, el fenómeno de fuerza que desgarran la democracia para resistir más ágilmente el ataque de la revolución. Son la contraofensiva violenta y marcial de la idea conservadora que responde a la ofensiva tempestuosa de la idea revolucionaria. La democracia no se halla en crisis únicamente en España. Se halla en crisis en Europa y en el mundo.
La clase dominante no se siente ya suficientemente defendida por sus instituciones. El parlamento y el sufragio universal le estorban. Clemenceau ha definido así la posición de la clase conservadora ante la clase revolucionaria: “Entre ellos y nosotros es una cuestión de fuerza”.
Algunos cronistas localizan la revolución española en la inauguración de la dictadura militar de Primo de Rivera. Ahora bien. Este régimen representa una insurrección, un pronunciamiento, un “putsch”. Es un fenómeno reaccionario. No es la revolución sino su antítesis. Es la contrarrevolución. Es la reacción, que, en todos los pueblos, se organiza al son de una música demagógica y subversiva. (Los fascistas bávaros se titulan “socialistas nacionales”. El fascismo usó abundantemente, durante su “trainning” tumultuario, una prosa anticapitalista, anticlerical y aún antidinástica.)
La buena fe de las muchedumbres reaccionaria es indiscutible. Los propios condotieros de la contrarrevolución no son siempre protagonistas conscientes de ella. Sus faustores, sus prosélitos, creen honestamente que su gesta es renovadora, revolucionaria. No perciben que la clase conservadora se adueña de su movimiento. En España es un dato histórico muy claro la adhesión dada al directorio por la extrema derecha. La insurrección de noviembre ha reflotado a las más olvidadas y arcaicas figuras de la política española; a los polvorientos y medioevales hierofantes del jaimismo. En los somatenes se han enrolado entusiastas los marqueses y los condes y otros desocupados de la aristocracia. Toda la extrema derecha siente su consanguineidad con el directorio. Otras facciones conservadoras se irán fusionando poco a poco con la facción militar. Maura, La Cierva no tardarán tal vez en aprovechar la coyuntura de exhumar su ideología arqueológica.
Pasemos a otro tópico. Examinemos la capacidad del directorio para reorganizar la política y la económica españolas. Primo de Rivera ha pedido modestamente tres meses para encarrilar a España hacia la felicidad. Los tres meses van a vencerse. El directorio no ha anotado hasta ahora en su activo sino algunas medidas disciplinarias y correccionales. Ha mandado a la cárcel a varios alcaldes deshonestos; ha podado ligeramente algunas ramas de árbol burocrático; ha reclamado implacable la observancia puntual de los horarios de los ministerios. Pero los grandes problemas de España están intactos. Veamos, por ejemplo, la posición del directorio ante dos cuestiones urgentes: la guerra marroquí y el déficit fiscal.
España quiere la liquidación de la aventura bélica de Marruecos. Pero el ejército español, naturalmente, no es de la misma opinión. El abandono de Marruecos traería crisis de desocupación militar. El directorio, que es una emanación de las juntas militares, no puede, pues renunciar a la guerra de Marruecos. La psicología de todo gobierno militar es, de otro lado, una psicología conquistadora y guerrera. España e Italia acaban de tener un diálogo sintomáticamente imperialista. Han considerado la necesidad de desenvolver juntas una política que acrescente su influencia moral y económica en América. Esta tendencia, discreta y moderada hoy, crecerá mañana en otras direcciones. España sentirá la nostalgia de su antiguo rango en la política europea. Y entonces consideraciones de prestigio internacional se opondrán más que nunca al abandono de Marruecos.
El problema financiero es solidario del problema de Marruecos. El déficit español ascendió en el último ejercicio a mil millones de pesetas. Ese déficit proviene principalmente de los gastos bélicos. Por consiguiente, si la guerra continúa, continuará el déficit. ¿De donde va a extraer el directorio recursos extraordinarios? La industria española, malgrado el proteccionismo de las tarifas, es una industria embrionaria y lánguida. La balanza comercial de España está gravemente desequilibrada. Las importaciones, son exorbitantemente superiores a las exportaciones. La peseta anda mal cotizada ¿Cómo van a resolver estos problemas complejamente técnicos los generales del directorio y sus oráculos jaimistas? La puntualidad en las oficinas y la punición de los funcionarios prevaricadores no bastan para conferir autoridad y capacidad a un gobierno.
El insulso y sandio José María Salaverría anuncia que la insurrección de setiembre ha sido festejada por toda la prensa de Londres, de París, de Berlín, etc. Salaverría, probablemente, no está enterado sino de la existencia de la prensa reaccionaria. Y la prensa reaccionaria, lógicamente, se ha regocijado del putsch de Primo de Rivera. No en vano la reacción es un fenómeno mundial. Pero aún se edita en Londres, París, Berlín, etc., prensa revolucionaria y prensa democrática. Y así, ante la dictadura de Primo de Rivera, mientras “L’Action Francaise” exulta, el “Berliner Tageblatt” se consterna. Un órgano sagaz de la plutocracia italiana “Il Corriere delle Sera”, ha publicado varios artículos de Filippo Saschi tan adversos al directorio que ha sido advertido por los fascistas milaneses con la colocación de un petardo en su imprenta de que no debe perseverar en esa actitud.
El fascismo saluda con sus alalás a los somatenes. León Daudet, Charles Maurras, Hittler, Luddendorff, Horthy miran con ternura la reacción española. Pero Lloyd George, Nitti, Paul Boncour, Teodoro Wolf, los políticos y los fautores de la democracia y del reformismo, la consideran una escena, un sector, un episodio de la tragedia de Europa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

Enfoquemos otro núcleo, otro sector reaccionario: la facción monárquica, nacionalista, guerrera, anti-semita que acaudillan Charles Maurras y León Daudet y que tiene su hogar y su sede en la casa de “L’Actión Francaise”. Las extremas derechas están de moda. Sus capitanes juegan sensacionales roles en la tragedia de Europa.
En tiempos de normal proceso republicano, la extrema derecha francesa vivía destituida de influencia y de autoridad. Era una bizarra secta monárquica que evitaba a la Tercera República el aburrimiento y la monotonía de un ambiente unánime y uniformemente republicano. Pero en estos tiempos, de crisis de la democracia, la extrema derecha adquiere una función. Los elementos agriamente reaccionarios se agrupan bajo sus banderas, refuerzan su contenido social, actualizan su programa político. La crisis europea ha sido para la senil extrema derecha una especie de senil operación de Voronof. Ha actuado sobre ella como una nueva glándula intersticial. La ha reverdecido, la ha entonado, le ha inyectado potencia y vitalidad.
La guerra fue un escenario propicio para la literatura y la acción de Maurras, de Daudet y de sus mesnadas de “camelots du roi”. La guerra creaba una atmósfera marcial, jingoísta, que resucitaba algo del espíritu y la tradición de la Europa pretérita. La “unión sagrada” hacía gravitar a derecha la política de la Tercera República. Los reaccionarios franceses desempeñaron su oficio de agitadores y excitadores bélicos. Y, al mismo tiempo, acecharon la ocasión de torpedear certeramente a los políticos del radicalismo y a los leaders de la izquierda. La ofensiva contra Caillaux, contra Painlevé, tuvo su bullicio y enérgico motor en “L’Actión Francaise”.
Terminada la guerra, desencadenada la ola reaccionaria, la posición de la extrema derecha francesa se ha ensanchado, se ha extendido. La fortuna del fascismo ha estimulado su fe y su arrogancia. Charles Maurras y León Daudet, condottieri de esta extrema derecha, no provienen de la política sino de la literatura. Y sus principales documentos políticos son sus documentos literarios. Sus gustos estéticos igual que sus gustos políticos, están fuertemente impregnados de reaccionarismo y monarquismo. La literatura de Maurras y de Daudet confiesa, más enfática y nítidamente que su política, una fobia disciplinada y sistemática del último siglo, de este siglo burgués, capitalista y demócrata.
Maurras es un enemigo sañudo del romanticismo. El romanticismo no es para Maurras el simple fenómeno literario y artístico. El romanticismo no es únicamente los versos de Musset, la prosa de Jorge Sand y la pintura de Delacroix. El romanticismo es una crisis integral del alma francesa y de sus más genuinas virtudes: la ponderación, la mesura, el equilibrio. América ama a la Francia de la enciclopedia, de la revolución y del romanticismo. Esa Francia jacobina de la Marsellesa y del gorro frigio la indujo a la insurrección y a la independencia. Y bien. Esa Francia no es la verdadera Francia, según Maurras. Es una Francia turbada, sacudida por una turbia ráfaga de pasión y de locura. La verdadera Francia es tradicionalista, católica, monárquica y campesina. El romanticismo ha sido como una enfermedad, como una fiebre, como una tempestad. Toda la obra de Maurras es una requisitoria contra el romanticismo, es una requisitoria contra la Francia republicana, demagógica y tempestuosa, de la Convención y de la Comuna, de Combes y de Caillaux, de Zola y de Barbusse.
Daudet destesta también el último siglo francés. Pero su crítica es de otra jerarquía. Daudet no es un pensador sino un cronista. El arma de Daudet es la anécdota, no es la idea. Su crítica del siglo diecinueve no es, pues, ideológica sino anecdótica. Daudet ha escrito un libro panfletario, “El estúpido siglo diecinueve”, contra las letras y los hombres de esos cien años ilustres. (Este libro estruendoso agitó la París más que la presencia de Einstein en la Sorbona. Un periódico parisién solicitó la opinión de escritores y artistas sobre el siglo vituperado por Daudet. Maurice Barrés, orgánicamente reaccionario también, pero más elástico y flexible, dijo en esa encuesta que el estúpido siglo diecinueve había sido algo adorable.)
El caso de esta extrema derecha resulta así singular e interesante. La decadencia de la sociedad burguesa la ha sorprendido en una actitud de protesta contra el advenimiento de esta sociedad. Se trata de una facción idéntica y simultáneamente hostil al Tercero y Cuarto Estado, al individualismo y al socialismo. Su legitimismo, su tradicionalismo la obliga a resistir no sólo al porvenir sino también al presente. Representa, en suma, una prolongación psicológica de la Edad Media. Una edad no desparece, se hunde en la historia, sin dejar a la edad que le sucede ningún sedimento espiritual. Los sedimentos espirituales de la Edad Media se han alojado en los dos únicos estratos donde podía asilarse, la aristocracia y las letras. El reaccionarismo del aristócrata es natural. El aristócrata personifica la clase despojada de sus privilegios por la revolución burguesa. El reaccionarismo del aristócrata es, además, inicuo, porque el aristócrata consume su vida aislada, ociosa y sensualmente. El reaccionarismo literario, o del artista, es de distinta filiación y de diversa génesis. El literato y el artista, en cuyo espíritu persistía aún el recuerdo caricioso de las cortes medioevales, ha sido frecuentemente reaccionario por repugnancia a la actividad práctica de esta civilización. Durante el siglo pasado, el literato a satirizado y ha motejado agrazmente a la burguesía. La democracia se ha asimilado, poco a poco, a la mayoría de los intelectuales. Su riqueza y su poder le han consentido crearse una clientela de pensadores, de literatos y de artistas cada vez más numerosa. Actualmente, además, una vanguardia brillante marcha a lado de la revolución. Pero existe todavía una numerosa minoría contumazmente obstinada en su hostilidad al presente y al futuro. En esa minoría, rezago mental y psicológico de la Edad Media, Maurras y Daudet tienen un puesto conspicuo.
Pero penetremos más hondamente en la ideología de los monarquistas de “L’Action Francaise”. Los revolucionarios miran en la sociedad burguesa un progreso respecto de la sociedad medioeval Los monarquistas franceses la consideran simplemente un error, una equivocación El pensamiento monarquista es utopista y subjetivo. Reposa en consideraciones éticas y estéticas. Más que a modificar la realidad, parece dirigido a ignorarla, a desconocerla, a negarla. Por eso ha sido hasta ahora alimento exclusivo de un cenáculo intelectual. La muchedumbre no ha escuchado a quienes abstrusa y míticamente le afirman que desde hace siglo y medio la humanidad marcha extraviada. La predicación monárquica de “La Acción Francesa” no ha tenido eco, antes de hoy, sino en una que otra alma bizarra, en una que otra alma solitaria. Su actual brillo, su actual resonancia, es obra de circunstancias externas, es futo del nuevo ambiente histórico. Es un efecto de la gesta de las camisas negras y de los somatenes. Los artífices, los conductores de la contrarrevolución europea no son Maurras ni Daudet, sino Mussolini y Farinacci. No son literatos disgustados, malcontentos y nostálgicos, sino oportunistas capitanes procedentes de la escuela demagógica y tumultuaria. Los hierofantes de “La Acción Francesa” se someten, se adhieren humildemente a la ideología y a la praxis de los caudillos fascistas. Se contentan con tener a su lado un rol de ministros, de tinterillos, de cortesanos Maurras, selecto y aristócrata, aprueba el uso del aceite de castor.
Todo el caudal actual de la extrema derecha viene de la polarización de las fuerzas conservadoras. Amenazadas por el proletariado, la aristocracia y la burguesía se reconcilian La sociedad medioeval y la sociedad capitalista se funden y se identifican. Algunos pensadores, Walter Rathenaur por ejemplo, dicen que dentro de una clase revolucionaria conviven mancomunados y confundidos estratos sociales que más tarde se separarán y se enemistarán. Del mismo modo, dentro de las clases conservadoras, se amalgaman capas sociales antes adversarias. Ayer la burguesía mezclada con el estado llano, con el proletariado, destronaba a la aristocracia. Hoy se junta con ella para resistir el asalto de la revolución proletaria.
Pero la Tercera República no se resuelve todavía a conferir demasiadas autoridades a los fautores del rey. Recientemente dio a Jonnart un asiento en la Academia, ambicionado por Maurras. Entre un personaje burocrático del régimen burgués y el pensador de la corte de Orleans, optó por el primero, sin miedo a los silbidos de los camelots du roi. La Tercera República se conduce prudentemente en las relaciones con la facción monarquista. Sus abogados y sus burócratas, sus Poincaré, sus Millerand, sus Tardieu, etc., flirtean con Maurras y con Daudet, pero se reservan avaramente la exclusiva de los primeros puestos.
¿Organizarán Maurras y Daudet, como organizó Mussolini, un ejército de cien mil camisas negras para conquistar el poder? No es probable ni es posible. Francia es un país de burgueses y campesinos, cautos, económicos y prácticos, poco dispuestos a seguir a los capitanes del rey.
“L’Action Francaise” y sus hombres son un elemento de agitación y de agresión; no son un elemento de gobierno. Son una fuerza destructiva, negativa; no son una fuerza constructiva, positiva. El futuro se construye sobre la base de los materiales ideológicos y físicos del presente. “L’Action Francaise” intenta resucitar el pasado, del cual no restan sino exiguos residuos psicológicos. Quiere que la política francesa de hoy sea la misma de hace quinientos o mil años. Que Alemania sea aniquilada, talada, subyugada.
En siglo y medio de civilización capitalista, el mundo se ha metamorfoseado totalmente. La vida humana se ha internacionalizado. El destino, el progreso, la mentalidad, la costumbre de los pueblos se han tornado misteriosa y complejamente solidarios. La humanidad marcha, consciente o subconscientemente, a una organización internacional. Este rumbo ha generado la ideología revolucionaria de las internacionales obreras y la ideología burguesa de la Sociedad de Naciones. Para los camelots du roi este nuevo panorama humano es nulo, inexistible. La humanidad actual no es la misma de la época merovingia. Y Europa puede aún ser feliz bajo el cetro de un rey borbón y bajo la bendición de un pontífice Borgia.

José Carlos Mariátegui La Chira

Grecia, república

¿Cómo ha llegado Grecia al umbral del régimen republicano? La guerra mundial precipitó la decadencia de la monarquía helénica. El Rey Constantino vivía bajo la influencia alemana. Su actitud ante la guerra estuvo ligada a esta influencia. La suerte de su dinastía se solidarizó así con la suerte militar de Alemania. La derrota de Alemania, que causó la condena inmediata de las monarquías responsables de los Hohen-zollern y los Hapsburgo, socavó mortalmente a las monarquías mancomunadas o comprometidas con ellas. Sucesivamente, se han desplomado, por eso, las dinastías turca y griega. La dinastía búlgara anda tambaleante. Grecia no pudo como Bulgaria y como Turquía entrar en la guerra al lado de Alemania y Austria. Existía en Grecia una densa y caudalosa corriente aliadófila. Venizelos, perspicaz y avisado, presentía la victoria de los aliados. Y veía que a ella estaba vinculada su fortuna política. Pugnaba, pues, por desviar a Grecia de Alemania y por empujarla al séquito de la Entente. La Entente, impaciente, intervino sin ningún recato en la política griega a favor del bando yenizelista. Grecia fue marcialmente constreñida por la Entente a desembarazarse del Rey Constantino y a adherirse a la causa aliada. El sector republicano quiso aprovechar la ocasión para desalojar definitivamente de Grecia a la monarquía. La Entente agitaba demagógicamente a los pueblos contra Alemania en nombre de la Democracia y de la Libertad. Pero no le pareció prudente consentir la defunción definitiva de una dinastía. El radicalismo griego fue inducido, a aceptar la subsistencia del régimen monárquico. El príncipe heredero de Grecia no era persona grata a los aliados. Se colocó, por esto, la corona sobre la cabeza de otro hijo de Constantino que se avino a reinar con Venizelos y para la Entente. Grecia, timoneada por Venizelos, se incorporó, finalmente, en los rangos aliados.
Pero los métodos usados por la Entente en Grecia habían sido demasiado duros. Y habían perjudicado políticamente al partido aliadófilo. El pueblo griego se había sentido, tratado como una colonia por los representantes de la Entente. La altanería y la acritud de la coacción aliada habían engendrado una reacción del ánimo griego. Ganada la guerra, Grecia tuvo, gracias a Venizelos, una gruesa participación en el botín de la victoria. La Entente, obedeciendo las sugestiones de Inglaterra, impuso a Turquía en Sevres un tratado de paz que la expoliaba y desvalijaba en beneficio de Grecia. Grecia recibía, en virtud de ese tratado, varios valiosos presentes territoriales. El tratado le daba Smirna y otros territorios en el Asia Menor. Fue ese un período de fáciles éxitos de la política internacional de Venizelos. Sin embargo, el gobierno de Venizelos no consiguió consolidarse a la sombra de esos éxitos. La oposición a Venizelos aumentaba día a día. Venizelos recurría a la fuerza para sostenerse. Los leaders constantinistas fueron expulsados o encarcelado. Los leaders socialistas y sindicales se atrajeron, a causa de su propaganda pacifista, las mismas o peores persecuciones. Los venizelistas asaltaron y destruyeron las oficinas del diario socialista “Rizospastis”.
Esta política venizelista arrojó a Italia a gran número de personajes griegos. Gounaris, por ejemplo, se refugió en Italia. Y en Italia, en el verano de 1920, trabé amistad con uno de sus mayores tenientes el ex-ministro Aristides Protopadakis, sensacionalmente fusilado dos años después, junto con Gounaris y otros cuatro ministros del Rey Constantino, bajo el régimen militar de Plastiras y Gonatas. Protopadakis y su familia veraneaban en Vallombrosa en el mismo hotel en que veraneaba yo. Su amistad me inició en la intimidad y la trastienda de la política griega. Era Protopapadakis un viejo ingeniero, afable y cortés. Un hombre “ancien regime” de mentalidad política ascendradamente conservadora y burguesa; pero de una bonhomía y una mundanidad atrayentes y risueñas. Juntos discurrimos muchas veces bajo la fronda de los abetos de Vallombrosa. Casi juntos abandonamos Vallombrosa y nos trasladamos a Florencia, él para marchar a Berlín, yo para explorar curiosa y detenidamente la ciudad de Giovanni Papini. Protopadakis preveía la pronta caída de Venizelos. Temeroso a su resultado, Venizelos venía aplazando la convocatoria a elecciones políticas. Pero tenía que arrostrarla de grado o de fuerza. Hacía cinco años que no se renovaba el parlamento griego. Las elecciones no podrían ser diferidas indefinidamente. Y su realización tendría que traer aparejada la caída del gobierno venizelista.
Así fue efectivamente. La previsión de Protopadakis se cumplió con rapidez. Venizelos no quiso ni pudo postergar la convocatoria por más tiempo. Y en noviembre de 1920 se efectuaron las elecciones. Aparentemente la coyuntura era propicia para el leader griego. Su ideal de reconstruir una gran Grecia parecía en marcha. Pero el pueblo griego, disgustado y fatigado por la guerra, tendía a una política de paz. Adivinaba probablemente la imposibilidad de que Grecia se asimilase todas las poblaciones y los territorios que el tratado de Sevres le asignaba. El engrandecimiento territorial de Grecia era un engrandecimiento artificial. Constituía una aventura grávida de peligros y de incertidumbres. Turquía, en vez de someterse pasivamente al tratado de Sevres, lo desconocía y lo repudiaba. La firma del gobierno de Constantinopla era una firma sin autoridad y sin validez. Acaudillado por Mustafá Kemal, el pueblo turco se disponía a oponerse con todas sus fuerzas a la vejatoria paz de Sevres. Smirna se convertía en un bocado excesivo para la capacidad digestiva de Grecia. El regreso del Rey Constantino significaba para el pueblo griego, en esa situación, el regreso a una política de paz. El Rey Constantino simbolizaba, sobre todo, la condenación de una política de servidumbre a los aliados. Estas circunstancias decretaron la derrota electoral de Venizelos. Y dieron la victoria a los constantinistas. El rey Constantino volvió a ocupar su trono. Venizelos fue desalojado del poder por Gounaris.
Mas el rey Constantino y sus consejeros no eran dueños de adoptar una orientación internacional nueva. Vencida Alemania, destruida la Triple Alianza, todas las pequeñas potencias europeas tenían que caer en el campo de gravitación de las potencias aliadas. Grecia era, en virtud de los compromisos aceptados y suscritos por Venizelos, un peón de Inglaterra en el tablero de la política oriental. El rey Constantino heredó, por consiguiente, todas las responsabilidades y obligaciones de Venizelos. Y su política no pudo ser una política de paz. Grecia continuó, bajo el rey Constantino y Gounaris, su aventura bélica contra Turquía.
La historia de esta aventura es conocida. Mustafá Kemal organizó vigorosamente la resistencia turca. Varios hechos lo auxiliaron y sostuvieron. Rusia se esforzaba en rebelar contra el capitalismo británico a los pueblos orientales. Francia tenía intereses diferentes de los de Inglaterra en el Asia Menor. Italia estaba celosa del crecimiento territorial y político de Grecia. El gobierno ruso estimulaba francamente a la lucha al gobierno de Mustafá Kemal. París y Roma coqueteaban con Angora. Todas, estas simpatías ayudaron a Mustafá Kemal a arrojar a las tropas griegas, minadas por el descontento, de las tierras de Asia Menor.
El desastre militar excitó el humor revolucionario que desde hacía tiempo se propagaba en Grecia. Una insurrección militar, dirigida por Plastiras y Gómalas, expulsó del poder al partido de Constantino y Gounaris. El Rey Constantino tuvo que retirarse de Grecia. Y esta vez para siempre. Un tribunal militar, acremente revolucionario, condenó a muerte a Gounaris, Protopadakis y cuatro ministros más. La ejecución siguió a la sentencia. El proceso revolucionario de Turquía se apresuró con estos acontecimientos. Más tarde, murió el rey Constantino y la dinastía quedó sin cabeza. La posición del hijo de Constantino se tornó cada vez más débil.
Presenciamos hoy el último episodio de la decadencia de la monarquía griega. El rey Jorge y su consorte han sido expulsados de Grecia. En el nuevo parlamento griego prevalece la tendencia a reemplazar la monarquía con la república. Grecia, pues, tendrá pronto una nueva carta constitucional que será una carta republicana. Los venizelistas, reforzados y reorganizados, llaman a Grecia a su viejo leader. Venizelos, oportunista y redomado, colaborará en la organización republicana de Grecia. Pero el proceso revolucionario de Grecia no se detendrá ahí. La revolución no sólo fermenta en Grecia. Fermenta en toda Europa, fermenta en todo el mundo. Su manifestación, su intensidad, sus síntomas varían según los climas y las latitudes políticas. Pero una sola es su raíz, una sola en su esencia y una sola es su historia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución y la reacción en Bulgaria

Bulgaria es el país más conflagrado de los Balkanes. La derrota ha sido en Europa un poderoso agente revolucionario. En toda Europa existe actualmente un estado revolucionario; pero es en los países vencidos donde ese estado revolucionario tiene un grado más intenso de desarrollo y fermentación. Los Balkanes son una prueba de tal fenómeno político. Mientras en Rumania y Serbia, engrandecidas territorialmente, el viejo régimen cuenta con numerosos sostenes, en Bulgaria reposa sobre bases cada día más minadas, exiguas e inciertas.
El Zar Fernando de Bulgaria fue, más acentuadamente que el Rey Constantino de Grecia, un cliente de los Hohenzollern y de los Hapsburgo. El Rey Constantino se limitó a la defensa de la neutralidad de Grecia. El Zar Fernando condujo a su pueblo a la intervención a favor de los imperios centrales. Se adhirió, y se asoció plenamente a la causa alemana. Esta política, en Bulgaria, como en Grecia, originó la destitución del monarca germanófilo y aceleró la decadencia de su dinastía. Fernando de Bulgaria es hoy un monarca desocupado, un zar “chomeur”. El trono de su sucesor Boris, desprovisto de toda autoridad, ha estado a punto, en setiembre último, de ser barrido por el oleaje revolucionario.
En Bulgaria, más agudamente aún que en Grecia, la crisis no es de gobierno sino de régimen. No es una crisis de la dinastía sino del Estado. Stamboulinski, derrocado y asesinado por la insurrección de junio, que instaló en el poder a Zankov y su coalición, presidía un gobierno de extensas raíces sociales. Era el leader de la Unión Agraria, partido en el cual se confundían terratenientes y campesinos pobres. Representaba en Bulgaria ese movimiento campesino que tan trascendente y vigorosa fisonomía tiene en toda la Europa Central. En un país agrícola como Bulgaria la Unión Agraria constituía, naturalmente, el más sólido y numeroso sector político y social. Los socialistas de izquierda, a causa de su política pacifista, se habían atraído un vasto proselitismo popular. Habían formado un fuerte partido comunista, adherente ortodoxo de la Tercera Internacional, seguido por la mayoría del proletariado urbano y algunos núcleos rurales. Pero las masas campesinas se agrupaban, en su mayor parte, en los rangos del partido agrario. Stamboulinsky ejercitaba sobre ellas una gran sugestión. Su gobierno era, por tanto, inmensamente popular en el campo. En las elecciones de noviembre de 1922, Stamboulinsky obtuvo una estruendosa victoria. La burguesía y la pequeña burguesía urbanas, representadas por las facciones coaligadas actualmente alrededor de Zankov, fueron batidas sensacionalmente. A favor de los agrarios y de los comunistas votó el setentaicinco por ciento de los electores.
Más, empezó entonces a incubarse el golpe de mano de Zankov, estimulado por la lección del fascismo que enseñó a todos los partidos reaccionarios a conquistar el poder insurreccionalmente. Stamboulinsky había perseguido y hostilizado a los comunistas. Había enemistado con su gobierno a los trabajadores urbanos. Y no había, en tanto, desarmado a la burguesía urbana que acechaba la ocasión de atacarlo y derribarlo
Estas circunstancias prepararon el triunfo de la coalición que gobierna presentemente Bulgaria. Derrocado y muerto Stamboulinsky, las masas rurales se encontraron sin nudillo y sin programa. Su fe en el estado mayor de la Unión Agraria estaba quebrantada y debilitada. Su aproximación al comunismo se iniciaba apenas. Además, los comunistas, paralizados por su enojo contra Tamboulinsky, no supieron reaccionar inmediatamente contra el golpe de Estado. Zankov consiguió así dispersar a las bandas campesinas de Stamboulinsky y afirmarse en el poder.
Pronto, sin embargo, comenzaron a entenderse y concertarse los comunistas y los agrarios y a amenazar la estabilidad del nuevo gobierno. Los comunistas se entregaron a un activo trabajo de organización revolucionaria que halló entusiasta apoyo en las masas aldeanas. La elección de una nueva cámara se acercaba. Esta elección significaba para los comunistas una gran ocasión de agitación y propaganda. El gobierno de Zankov se sintió gravemente amenazado por la ofensiva revolucionaria y se resolvió a echar mano de recursos marciales y extremos contra los comunistas. Varios leaders del comunismo, Kolarov entre ellos, fueron apresados. Las autoridades anunciaron el descubrimiento de una conspiración comunista y el propósito gubernamental de reprimirla severamente. Se inauguró un período de persecución del comunismo. A estas medidas respondieron espontáneamente las masas trabajadoras y campesinas con violentas protestas. Las masas manifestaron una resuelta voluntad de combate. El Partido Comunista y la Unión Agraria pensaron que era indispensable empeñar una batalla decisiva. Y se colocaron a la cabeza de la insurrección campesina. La lucha armada entre el gobierno y los comunistas duró varios días. Hubo un instante en que los revolucionarios dominaron una gran parte del territorio búlgaro. La república fue proclamada en innumerables localidades rurales. Pero, finalmente, la revolución resultó vencida. El gobierno, dueño del control de las ciudades, reclutó en la burguesía y en la clase media urbanas legiones de voluntarios bien armados y abastecidos. Movilizó contra los revolucionarios al ejército del general ruso Wrangel asilado en Bulgaria desde que fue derrotado y expulsado de Rusia por los bolcheviques, usó también contra la revolución a varias tropas macedonias. Favoreció su victoria, sobre todo, la circunstancia de que la insurrección, propagada principalmente en el campo, tuvo escaso éxito urbano. Los revolucionarios no pudieron, por esto, proveerse de armas y municiones. No dispusieron sino del escaso parque colectado en el campo y en las aldeas.
Ahogada la insurrección, el gobierno reaccionario de Zankov ha encarcelado a innumerables militantes del comunismo y de la Unión Agraria. Millares de comunistas se han visto obligados a refugiarse en los países limítrofes para escapar a la represión. Kolarov y Dimitrov se han asilado en territorio yugoeslavo.
Dentro de esta situación, se han efectuado en noviembre último, las elecciones. Sus resultados han sido, por supuesto, favorables a la coalición acaudillada por Zankov. Los agrarios y los comunistas, procesados y perseguidos, no han podido acudir organizada y numerosamente a la votación. Sin embargo, veintiocho agrarios y nueve comunistas han sido elegidos diputados. Y en Sofía, malgrado la intensidad de la persecución, los comunistas han alcanzado varios millares de sufragios.
Los resultados de las elecciones no resuelven, por supuesto, ni aún parcialmente la crisis política búlgara. Las facciones revolucionarias han sufrido una cruenta y dolorosa derrota, pero no han capitulado. Los comunistas invitan a las masas rurales y urbanas a concentrarse en torno de un programa común. Propugnan ardorosamente la constitución de un gobierno obrero y campesino. La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta. (En estos tiempos, el parlamento no conserva alguna vitalidad sino en los países, como Inglaterra y Alemania, de arraigada y profunda democracia. En las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada.)
Y en Bulgaria, como en el resto de Europa, la reacción no elimina ni debilita, mayor factor revolucionario: el malestar económico y social. El gobierno de Zankov del cual acaba de separarse un grupo de derecha, los liberales nacionales, subordina su política a los intereses de la burguesía urbana. Y bien. Esta política no cura ni mejora las heridas abiertas por la guerra en la economía búlgara. Deja intactas las causas de descontento y de mal humor.
Se constata en Bulgaria, como en las demás naciones de Europa, la impotencia técnica de la reacción para resolver los problemas de la paz. La reacción consigue exterminar a muchos fautores de la revolución, establecer regímenes de fuerza, abolir la autoridad del parlamento. Pero no consigue normalizar el cambio, equilibrar los presupuestos, disminuir los tributos ni aumentar las exportaciones. Antes bien produce, fatalmente, un agravamiento de los problemas económicos que estimulan y excitan la revolución.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Marinetti y el futurismo

Marinetti y el futurismo

El futurismo no es,—como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo,—únicamente una escuela o una tendencia de arte de vanguardia. Es, «obre todo, un fenómeno interesante de la vida italiana. El futurismo no ha producido, como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo, un concepto o una forma definida o peculiar de creación artística. Ha adoptado, parcial o totalmente, conceptos o formas de movimientos afines. Mas que un esfuerzo de edificación de un arte nuevo ha representado un esfuerzo de destrucción del arte viejo. Pero ha aspirado a ser no sólo un movimiento de renovación artística sino también un movimiento de renovación política.
Ha intentado casi ser una filosofía. Y, en este aspecto, ha tenido raíces espirituales que se confunden o enlazan con las de otros fenómenos de la historia contemporánea de Italia.

Hace quince años del bautizo del futurismo. En febrero de 1909, Marinetti y otros artistas suscribieron y publicaron en París el primer manifiesto futurista. El futurismo aspiraba a ser un movimiento internacional. Nacía, por eso, en París. Pero estaba destinado a adquirir, poco a poco, una fisonomía y una esencia fundamentalmente italianas. Su “duce”, su animador, su caudillo era un artista de temperamento italianísimo: Marinetti, ejemplar típico de latino, de italiano, de meridional. Marinetti recorrió casi toda Europa. Dio conferencias en París, en Londres, en Petrognad. El futurismo, sin embargo, no llegó a aclimatarse duradera y vitalmente sino en Italia. Hubo un instante en que en los rangos del futurismo militaron los más sustanciosos artistas de la Italia actual: Papini, Govoni, Palazeschi, Folgore y otros. El futurismo no contenía entonces sino un afán de renovación.

Sus leaders quisieron que el futurismo se convirtiese en una doctrina, en un dogma. Los sucesivos manifiestos futuristas tendieron a definir esta doctrina, este dogma. En abril de 1909 apareció el famoso manifiesto contra el claro de luna. En abril de 1910 el manifiesto técnico de la pintura futurista, suscrito por Boccioni, Carrá, Russolo, Balita, Severini, y el manifiesto contra Venecia pasadista. En enero de 1911 el manifiesto de la música futurista por Balilla Pratella. En marzo de 1912 el manifiesto de la mujer futurista por Valentine de Saint Point. En abril de 1912 el manifiesto de la escultura futurista por Boccioni. En mayo el manifiesto de la literatura futurista por Marinetti. En pintura, los futuristas plantearon esta cuestión: que el movimiento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos. En música, iniciaron la tendencia a interpretar el alma musical de las muchedumbres, de las fábricas, de los trenes, de los transatlánticos. En literatura, inventaron las “palabras en libertad”. Las “palabras en libertad” son una literatura sin sintaxis y sin coherencia. Marinetti la definió como una obra de “imaginación sin hilos”.

En octubre de 1913 leader de los futuristas pasaron del arte a la política. Publicaron un programa político que no era, como los programas anteriores, un programa internacional sino un programa italiano. Este programa propugnaba una política extranjera “agresiva, astuta, cínica”. En el orden exterior, el futurismo se declaraba imperialista, conquistador guerrero. Aspiraba a una anacrónica restauración de la Roma Imperial. En el orden interno, se declaraba antisocialista y anti-clerical. Su programa, en suma, no era revolucionario sino reaccionario. No era futurista, sino pasadista. Concepción de literatos, se inspiraba sólo en razones estéticas.

Vinieron, luego, el manifiesto de la arquitectura futurista y el manifiesto del teatro sintético futurista. El futurismo completó así su programa ómnibus. No fue ya una tendencia sino un haz, un fajo de tendencías. Marinetti daba a todas estas tendencias un alma y una literatura comunes. Era Marinetti en esa época uno de los personajes más interesantes y originales del mundo occidental. Alguien lo llamó “la cafeína de Europa".

Marinetti fue en Italia uno de los más activos agentes bélicos. La literatura futurista aclamaba la guerra como la “única higiene del mundo”. Los futuristas excitaron a Italia a la conquista de Tripolitania. Soldado de esa empresa bélica, Marinetti extrajo de ella varios motivos y ritmos para sus poemas y sus libros. “Mafarka”, por ejemplo, es una novela de ostensible y cálida inspiración africana. Más tarde, Marinetti y sus secuaces se contaron entre los mayores agitadores del ataque a Austria.

La guerra dio a los futuristas una ocupación adecuada a sus gustos y aptitudes. La paz, en cambio, les fue hostil. Los sufrimientos de la guerra generaron una explosión de pacifismo. La tendencia imperialista y guerrera declinó en Italia. El partido socialista y el partido católico ganaron las elecciones e influyeron acentuadamente en los rumbos del poder. Al mismo tiempo inmigraron a Italia nuevos conceptos y formas artísticas francesas, alemanas, rusas. El futurismo cesó de monopolizar el arte de vanguardia. Carrá y otros divulgaron en la revista “Valori Plastici” las novísimas corrientes del arte ruso y del arte- alemán. Evolá fundó en Roma una capilla dadaísta. La casa de arte Bragaglia y su revista “¡Cronache di Attualifá”, alojaron las más selectas expresiones del arte europeo de vanguardia. Marinetti, nerviosamente dinámico, no desapareció ni un minuto de la escena. Organizó con uno de sus tenientes, el poeta Cangiullo, una temporada de teatro futurista. Disertó en París y en Roma sobre el tactilismo. Y no olvidó la política. El bolchevismo era la novedad del instante. Marinetti escribió “Mas allá del comunismo”. Sostuvo que la ideología futurista marchaba adelante de la ideología comunista. Y se adhirió al movimiento fascista.

El futurismo resulta uno de los ingredientes espirituales e históricos del fascismo. A propósito de D’Annunzio, dije que el fascismo es d’annunziano. El futurismo, a su vez, es una faz del d’annunzianismo. Mejor dicho, d’annunzianismo y marinettismo son aspectos solidarios del mismo fenómeno. Nada importa que D’Annunzio se presente como un enamorado de la forma clásica y Marinetti como su destructor. El temperamento de Marinetti es, como el temperamento de D’Annunzio un temperamento pagano, estetista, aristocrático, individualista. El paganismo de D’Annunzio se exaspera y extrema en Marinetti. Marinetti ha sido en Italia uno de los más sañudos adversarios del pensamiento cristiano. Arturo Labriola considera acertadamente a Marinetti como uno de los forjadores psicológicos del fascismo. Recuerda que Marinetti ha predicado a la juventud italiana el culto de la violencia, el desprecio de los sentimientos humanitarios, la adhesión a la guerra, etc.

Y el ambiente fascista, por eso, ha propiciado un retoñamiento del futurismo. La secta futurista se encuentra hoy en plena fecundidad. Marinetti vuelve a sonar bulliciosamente en Italia. Acaba de publicar un libro sobre “Futurismo y Fascismo”. Y en un artículo de su revista ‘“Noi” reafirma su filiación nietzchana y romántica. Preconiza el advenimiento pagano de una Artecracia. Sueña con una sociedad organizada y regida por artistas en vez de esta sociedad organizada y regida por políticos. Opone a la idea colectivista de la Igualdad la idea individualista de la Desigualdad. Arremete contra la Justicia, la Fraternidad, la Democracia.

Pero políticamente el futurismo ha sido absorvido por el fascismo. Dos escritores futuristas, Emilio Settimelli y Mario Garli, dirigen en Roma el diario “L’Impero”, extremístamente reaccionario y fascista. Settimelli dice en un artículo de “L’Impero” que “la monarquía absoluta es el régimen más perfecto”. El futurismo, ha renegado, sobre todo, sus antecedentes anticlericales e iconoclastas. Antes, el futurismo quería extirpar de Italia los museos y el Vaticano. Ahora, los compromisos del fascismo lo han hecho desistir de ese anhelo. El Fascismo se ha mancomunado con la Monarquía y con la Iglesia. Todas las fuerzas tradicionalistas, todas las fuerzas del pasado tienden necesaria e históricamente a confluir y juntarse. El futurismo se torna, así, paradójicamente pasadista. Bajo el gobierno de Mussolini y las camisas negras, su símbolo es el “fasciolitare” de la Roma Imperial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones italianas y la decadencia del liberalismo

La hora es de fiesta para los fautores y admiradores de Mussolini y las “camisas negras”. Los filofascistas de todos los climas y todas las latitudes recogen, exultantes, los ecos fragmentarios de las elecciones italianas que, exultante también, les trae el cable. Aclaman estruendosa y delirantemente la victoria del fascismo. El júbilo de los reaccionarios es natural y es lícito. No hay interés en contrastarlo. No hay interés en remarcarlo siquiera. Pero ocurre que en este coro filofascista se mezclan y confunden con los secuaces de la reacción muchos adherentes de la democracia. Una buena parte del centro se asocia al regocijo de la derecha. Y esta actitud sí es acreedora de atención y estudio. Sus raíces y sus orígenes son muy interesantes.

El liberalismo y la democracia han renegado, ante el fascismo, su teoría y su praxis. Su capitulación ha sido plena. Su apostasía ha sido total. El liberalismo y la democracia se han dejado desalojar, dominar y absorber por el fascismo. El fascismo, en sus métodos, en su programa y en su función, es esencialmente anti-democrático. Los extremistas del fascismo propugnan abiertamente el absolutismo y la dictadura. Mussolini se ha apoderado del poder mediante la violencia y ha anunciado su intención de conservarlo sin cuidarse de la voluntad del parlamento ni del sufragio. Y los partidos de la democracia, sin embargo, no le han negado ni le han regateado casi su adhesión. Se han entregado incondicional y rendidamente al dictador. La mayoría de la cámara extinta era liberal-democrática. Mussolini la tuvo, no obstante esto, a sus órdenes. Consiguió de ella los poderes extraordinarios que necesitaba para gobernar dictatorialmente, la sanción de los desmanes y desbordes de su política represora y reaccionaria y una ley electoral adecuada a la formación de un parlamento fascista. Y obtuvo del liberalismo y de la democracia la misma obediencia en todas partes. La prensa liberal, seducida o asustada por los fascistas, cayó, poco a poco, en la más categórica retractación de su ideario. Apenas si el “Corriere della Sera” de Milán, el “Mondo” de Roma y algún otro órgano del liberalismo opusieron alguna resistencia al régimen fascista.
La actitud de los liberales y demócratas de fuera de Italia coincide, pues, con la de los liberales y demócratas de dentro. El liberalismo y la democracia tienen el mismo gesto ante la fuerza y el bastón fascistas, tanto si sufren como si no sufren la coacción de sus amenazas y de sus golpes.

Las elecciones italianas, en verdad, significan, más que una derrota de la revolución, una derrota del liberalismo y la democracia. Constituyen una fecha de su decadencia, un instante de su tramonto. Marcan una rendición explícita de los liberales italianos al fascismo. Los partidos liberal-democráticos han concurrido a estas elecciones uncidos mansa y resignadamente al carro de la dictadura fascista. Orlando, después de algunas coqueterías y reservas, ha figurado en la lista de candidatos ministeriales. Una parte de los demócratas cristianos ha desertado de las filas de don Sturzo para enrolarse en las de Mussolini. Giolitti, con su solícita astucia, ha querido diferenciar su candidatura de las del fascismo, presentándose con sus amigos piamonteses en una lista independiente; pero ha hecho previas protestas de su confianza en el régimen fascista. La oposición liberal ha estado representada únicamente por Bonomi, leader de un pequeño grupo reformista y Amendola, uno de los tenientes de Nitti. Nitti se ha abstenido de intervenir en las elecciones.

La victoria fascista, aparece, pues, en primer lugar, como una consecuencia de la descomposición y la abdicación del liberalismo. Los liberales italianos no solo no han sabido ni han querido distinguirse en las elecciones de los fascistas sino que, como estos, se han uniformado de “camisa negra”. Su proselitismo, por consiguiente, se ha desbandado o se ha confundido con el del régimen fascista. La mayoría de aquellos electores antiguos y habituales clientes de la democracia se ha sentido inclinada a dar su voto al fascismo. El liberalismo se ha presentado esta vez a sus ojos como una doctrina exangüe, superada, vacilante.
Pero este no ha sido sino uno de los elementos de la victoria fascista. Otro elemento principal ha sido la nueva ley de elecciones. Las elecciones de 1919 y 1921 se efectuaron en Italia conforme al régimen proporcional. Este régimen asegura a cada partido en el parlamento una posición que refleja matemáticamente su posición en la masa electora. El fascismo lo consideró contrario a sus intereses. Y, en la nueva ley electoral, tornó Italia al antiguo sistema, que garantiza a la mayoría un predominio aplastante en el parlamento.

Las elecciones, además, se han realizado dentro de un ambiente preparado por varios años de coacción y de violencia. Antes de la “marcha a Roma” los fascistas destruyeron una gran parte de las cooperativas, periódicos, sindicatos y demás instrumentos de propaganda socialista. Inaugurada su dictadura, usaron y abusaron de todos los resortes del poder para sofocar esa propaganda. El fascismo, por ejemplo, ha puesto la libertad de la prensa en manos de sus prefectos. La libertad de opinión en general ha tenido los límites que le han fijado el bastón y el aceite de ricino abundantemente empleados por los fascistas contra sus adversarios. Mientras el fascismo ha movilizado para estas elecciones todas sus fuerzas legales y extra-legales, la oposición casi no ha dispuesto de medios de organización ni de propaganda.

Por consiguiente, tiene mucho valor el hecho de que, en este período de retirada y retroceso revolucionarios, los socialistas hayan conquistado sesentaicinco asientos en la cámara. (Veintiseis asientos han sido ganados por los socialistas unitarios, veintidós por los socialistas maximalistas y dieciseite por los comunistas.) Los tres partidos socialistas han alcanzado, en total, un millón cien mil votos. Trescientos mil de estos votos pertenecen a los comunistas que en la nueva cámara tienen uno o dos puestos más que en la vieja. Más disminuida que la representación socialista ha salido la representación católica. Los socialistas, en conjunto, eran 136 en la cámara vieja; son 65 en la cámara nueva. Los católicos eran 109 en la cámara vieja; en la cámara nueva no son sino 39. Y los grupos liberales-democráticos no incorporados en el bloque ministerial han conquistado una representación menor todavía. Además, tanto estos grupos como la democracia cristiana de don Sturzo, no son verdaderos partidos de oposición. En la democracia cristiana, solo la fracción de izquierda Mauri-Miglioli tiene un tinte acentuadamente anti-fascista.

Las fuerzas de la democracia y del liberalismo italianos resultan, así, plegadas y rendidas al fascismo. Pero el fascismo se encuentra sometido al trabajo de digerirlas y asimilarlas. Y la absorción de los liberales y demócratas no es para los fascistas una función fácil ni inocua. Los fascistas, que en sus días de ardimiento demagógico, proclamaban su propósito de desalojar radicalmente del gobierno a los políticos del antiguo régimen, no se atreven ahora a prescindir de su colaboración. Acontece, a este respecto, en Italia, algo de lo que acontece en España. La dictadura ha anunciado estruendosamente, en un principio, el ostracismo, la segregación definitiva de los viejos políticos; pero ha concluido, después, por recurrir a los más fosilizados y arcaicos de ellos. Los fascistas, en las elecciones recientes, no han querido ni han podido formular una lista de candidatos neta y exclusivamente fascista. Han tenido que incluir entre sus candidatos a muchos liberales, demócratas y católicos. La lista vencedora es una lista ministerial; pero no es íntegramente una lista fascista. Ciento veinte de los cuatrocientos diputados de la mayoría fascista no están afiliados al fascismo. A todos estos diputados el fascismo les ha impuesto sus tesis reaccionarias; pero no puede incorporarlos en su cortejo sin adquirir y sin contagiarse de algunos de sus hábitos mentales. La asimilación de la burocracia liberal y democrática modificará la estructura y la actitud del fascismo. Se advierte, desde hace algún tiempo, en el fascismo, la existencia de una tendencia acentuadamente revisionista. Esta tendencia ha sido, en los primeros momentos, excomulgada por el estado mayor fascista. Pero ha aparecido tácitamente amparada por el propio Mussolini. El caso de Massimo Rocca es el incidente más notorio de este proceso revisionista, Massimo Rocca, ex-anarquista, conspicuo teniente de Mussolini, publicó algunos artículos que preconizaban la vuelta a la legalidad y condenaban la persistencia en el fascismo de un humor beligerante y demagógico. El directorio fascista censuró y expulsó del fascismo a Massimo Rocca; pero bajo la presión de Mussolini tuvo que reconsiderar su acuerdo. La tendencia revisionista, posteriormente, se ha acentuado. El fascismo tiende cada día más a adaptarse a las formas que antes quiso romper. Y si hoy exulta es, en parte, porque siente que estas elecciones legalizan, regularizan su ascensión al poder. Se habla, actualmente, de que el fascismo va cediendo el puesto al mussolinismo. Y de que el actual gobierno de Italia es más mussolinista que fascista.

Este rumbo de la política fascista era fatal. El fascismo no es una doctrina; es un movimiento. Por más esfuerzos que ha hecho, no ha conseguido trazarse un programa ni una vía netamente fascistas. No hay ni puede haber un ideario fascista. Los fascistas, naturalmente, creen que el fascismo contiene no solo una nueva concepción política sino hasta una nueva concepción filosófica. (La marcha a Roma tiene para ellos una importancia cósmica.) Mas una opinión tan autorizada para el fascismo, como la de Benedetto Croce, se ha burlado exquisitamente de esa pretensión. Interrogado por un órgano fascista “Il Corriere Italiano”, Benedetto Croce ha declarado: “En verdad, no me parece que se haya presentado hasta aquí otra cosa que algunas vagas indicaciones de designios políticos y de constituciones nuevas. Lo que existe es más bien la fórmula genérica del Estado fascista y el deseo de llenarla con un contenido adecuado. Yo he oído hablar del pensamiento nuevo, de la nueva filosofía que estaría implícitamente contenida en el fascismo, Y bien, yo he tratado, por simple curiosidad intelectual, de deducir de los actos del fascismo la filosofía o la tendencia filosófica que, según se dice, deberían encerrar; y aunque yo tengo algún hábito y alguna habilidad en estos análisis y estas síntesis lógicas, en este arte de encontrar y formular principios, confieso que no he logrado mi objeto. Temó que esa filosofía no exista y que no exista porque no puede existir”.

La dictadura fascista, por ende, tendrá una fisonomía menos característicamente fascista cada día. Sostenida por la sólida mayoría parlamentaria que ha ganado en las elecciones últimas, adquirirá un perfil análogo al de otras dictaduras de esta Italia de la Unidad y de la dinastía de Saboya. Crispí, Pelloux, el propio Giolitti gobernaron Italia dictatorialmente. Sus dictaduras estuvieron desprovistas de todo gesto demagógico y se conformaron con un rol y un carácter burocráticos. Y bien, la dictadura de Mussolini, estruendosa, retórica, olímpica y d’annunziana en sus orígenes, como conviene en esta época tempestuosa, acabará por contentarse con las modestas proporciones de una dictadura burocrática. Perderá poco a poco su énfasis heroico y su acento épico. Empleará para conservar el poder los recursos y expedientes oportunistas de la vieja democracia. (Ya Mussolini ha invitado a colaborar en su gobierno a la Confederación General del Trabajo y a los leaders reformistas).

A las “camisas negras” les aguarda, en suma, la misma suerte que a las “camisas rojas” de Garibaldi. Dejarán de ser una prenda de moda aún entré los fascistas. Y su ocaso será, en verdad, el ocaso del fascismo. Porque este estrepitoso estremecimiento político no significa, realmente, para la “terza Italia” 'un cambio de doctrina sino apenas un cambio de camisa.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución china

Ensayemos una interpretación sumaria la actualidad china. Del destino de una nación que ocupa un puesto tan principal en el tiempo y en el espacio no es posible desinteresarme. La China pesa demasiado en la historia humana para que no nos atraigan sus hechos y sus hombres.

El tema es extenso y laberíntico. Los acontecimientos se agolpan, en esa vasta escena, tumultuosa y confusamente. Los elementos de estudio y de juicio [de que aquí disponemos] son escasos, parciales y, a veces, ininteligibles. [Este displicente] país, tan poco estudioso y atento, no conoce casi de la China sino el coolie, algunas hierbas, algunas manufacturas y algunas supersticiones. (Nuestro único caso de chinofilia es, tal vez, don Alberto Carranza.) Sin embargo, espiritual y físicamente, la China está mucho más cerca de nosotros que Europa. La psicología de nuestro pueblo es de tinte más asiático que occidental.

En la China se cumple otra de las grandes revoluciones contemporáneas. Desde hace trece años sacude a ese viejo y escéptico imperio una poderosa voluntad de renovación. La revolución no tiene en la China la misma [meta] ni el mismo programa que en el Occidente. Es una revolución burguesa y liberal. A través de ella, la China se mueve, con ágil paso, hacia la Democracia. Trece años son muy poca cosa. Más de un siglo han necesitado en Europa las instituciones capitalistas y democráticas para llegar a su plenitud.
Hasta sus primeros contactos con la civilización occidental, la China conservó sus antiguas formas políticas y sociales. La civilización china, una de las mayores civilizaciones de la historia, había arribado ya al punto final de su trayectoria. Era una civilización agotada, momificada, paralítica. El espíritu chino, más práctico que religioso, destilaba escepticismo. El contacto con el Occidente fue, más bien que un contacto, un choque. Los europeos entraron en la China con un ánimo brutal y rapaz de depredación y de conquista. Para los chinos era ésta una invasión de bárbaros. Las expoliaciones suscitaron en el alma china una reacción agria y feroz contra la civilización occidental y sus ávidos agentes. Provocaron un sentimiento xenófobo en el cual se incubó el movimiento “boxer” que atrajo sobre la China una expedición marcial punitiva de los europeos. Esta beligerancia mantenía y estimulaba la incomprensión recíproca. La China era visitada por muy pocos occidentales de la categoría de Bertrand Russell y muchos de la categoría del general Waldersee.
Pero la invasión occidental no llevó solo a la China sus ametralladoras y sus mercaderes sino también sus máquinas, su técnica y otros instrumentos de su civilización. Penetró en la China el industrialismo. A su influjo, la economía y la mentalidad china empezaron a modificarse. Un telar, una locomotora, un banco, contienen implícitamente todos los gérmenes de la democracia y de sus consecuencias. Al mismo tiempo, miles de chinos salían de su país, antes clausurado y huraño, a estudiar en las universidades europeas y americanas. Adquirían ahí ideas, inquietudes y emociones que se apoderaban perdurablemente de su inteligencia y su psicología.

La revolución aparece así, como un trabajo de adaptación de la política china a una economía y una consciencia nueva. Las viejas instituciones no correspondían, desde hacía tiempo, a los nuevos métodos de producción y a las nuevas formas de convivencia. La China está ya bastante poblada de fábricas, de bancos, de máquinas, de cosas y de ideas que no se avienen con un régimen patriarcalmente primitivo. La industria y la finanza necesitan para desarrollarse una atmósfera liberal y hasta demagógica. Sus intereses no pueden depender del despotismo asiático ni de la ética budhista, taoísta o confucionista de un mandarín. La economía y la política de un pueblo tienen que funcionar solidariamente.

Actualmente, luchan en la China las corrientes democráticas contra los sedimentos absolutistas. Combaten los intereses de la grande y pequeña burguesía contra los intereses de la clase feudal. Actores de este duelo son caudillos militares, “tuchuns”, como Chang So Lin o como el mismo Wu Pei-Fu, pero se trata, en verdad, de simples instrumentos de fuerzas históricas superiores. El escritor chino F. H. Djen remarca a este respecto: “Se puede decir que la manifestación de espíritu popular no ha tenido hasta el presente sino un valor relativo, pues sus tenientes, sus campeones han sido constantemente jefes militares en los cuales se puede sospechar siempre ambición y sueños de gloria personal. Pero no se debe olvidar que no está lejano el tiempo en que acontecía lo mismo en los grandes Estados occidentales. La personalidad de los actores políticos, las intrigas tejidas por tal o cual potencia extranjera no deben impedir ver la fuerza política decisiva que es la voluntad popular.”

Usemos para ilustrar estos conceptos, un poco de cronología.

La revolución china principió formalmente en octubre de 1911, en la provincia de Hu Pei. La dinastía manchú se encontraba socavada por los ideales liberales de la nueva generación y descalificada, -por su conducta ante la represión europea de la revuelta boxer,- para seguir representando el sentimiento nacional. No podía, por consiguiente, oponer una resistencia seria a la ola insurreccional. En 1912 fue proclamada la república. Pero la tendencia republicana no era vigorosa sino en la población del sur, donde las condiciones de la propiedad y de la industria favorecían la difusión de las ideas liberales sembradas por el doctor Sun Yat Sen y el partido kuo-ming-tang. En el norte prevalecían las fuerzas del feudalismo y el mandarinismo. Brotó de esta situación el gobierno de Yuan Shi Kay, republicano en su forma, monárquico y “tuchun” en su esencia. Yuan Shi Kay y sus secuaces procedían de la vieja clientela dinástica. Su política tendía hacia fines reaccionarios. Vino un período de tensión extrema entre ambos bandos. Yuan Shi Kay, finalmente, se proclamó emperador. Mas su imperio resultó muy fugaz. El pueblo insurgió contra su ambición y lo obligó a abdicar.

La historia de la república china fue, después de este episodio, una sucesión de tentativas reaccionarias, prontamente combatidas por la revolución. Los conatos de restauración eran invariablemente frustrados por la persistencia del espíritu revolucionario. Pasaron por el gobierno de Pekin diversos “tuchuns”, Chang Huin, Tuan Ki Chui, etc.

Creció, durante este período, la oposición entre el Norte y el Sur. Se llegó, en fin, a una completa secesión. El Sur se separó del resto del imperio en 1920; y en Cantón, su principal metrópoli, antiguo foco de ideas revolucionarias, constituyose un gobierno republicano presidido por Sun Yat Set. Cantón, antítesis de Pekín, y donde la vida económica había adquirido un estilo análogo al de Occidente, alojaba las más avanzadas ideas y los más avanzados hombres. Algunos de sus sindicatos obreros permanecían bajo la influencia del partido kuo-ming-tang; pero otros adoptaban la ideología socialista.

En el Norte subsistió la guerra de facciones. El liberalismo continuó en armas contra todo intento de restauración del pasado. El general Wu Pei Fu, caudillo culto, se convirtió en el intérprete y el depositario del vigilante sentimiento republicano y nacionalista del pueblo. Chang So Lin, gobernador militar de la Manchuria, cacique y “tuchún” del viejo estilo, se lanzó a la conquista de Pekin, en cuyo gobierno quería colocar a Liang Shi Y. Pero Wu Pei Fu lo detuvo y le infligió, en los alrededores de Pekin, en mayo de 1922, una tremenda derrota. Este suceso, seguido de la proclamación de la independencia de la Manchuria, le aseguró el dominio de la mayor parte de la China. Propugnador de la unidad de la China, Wu Pei Fu trabajó entonces por realizar esta idea, anudando relaciones con uno de los leaders del sur, Chen Chiung Ming. Mientras tanto Sun Yat Sen, acusado de ambiciosos planes y cuyo liberalismo, en todo caso, parece bastante disminuido, coquetea con Chang So Lin.

Hoy luchan, nuevamente, Chang So Lin y Wu Pei Fu. El Japón, que aspira la hegemonía de un gobierno dócil a sus sugestiones, favorece a Chang. En la penumbra de los acontecimientos chinos los japoneses juegan un papel primario. El Japón se ha apoyado siempre en el partido Anfú y los intereses feudales. La corriente popular y revolucionaria le ha sido adversa. Por consiguiente, la victoria de Chang So Lin no sería sino un nuevo episodio reaccionario que otro episodio no tardaría en cancelar. El impulso revolucionario no puede declinar sino con la realización de sus fines. Los jefes militares se mueven en la superficie del proceso de la Revolución. Son el síntoma externo de una situación que pugna por producir una forma propia. Empujándolos o contrariándolos, actúan las fuerzas de la historia. Miles de intelectuales y de estudiantes propagan en la China un ideario nuevo. Los estudiantes, agitadores por excelencia, son la levadura de la China naciente.

El proceso de la revolución china, finalmente, está vinculado a la dirección fluctuante de la política occidental. La China necesita para organizarse y desarrollarse un mínimun de libertad internacional. Necesita ser dueña de sus puertos, de sus aduanas, de sus riquezas, de su administración. Hasta hoy depende demasiado de las potencias extranjeras. El Occidente la sojuzga y la oprime. El pacto de Washington, por ejemplo, no ha sido sino un esfuerzo por establecer las fronteras de la influencia y del dominio de cada potencia en la China.

Bertrand Russell, en su “Problem of Chine”, dice que la situación china tiene dos soluciones: la transformación de la China en una potencia militar eficiente para imponerse al respeto del extranjero o la inauguración en el mundo de una era socialista. La primera solución, no solo es detestable, sino absurda. El poder militar no se improvisa en estos tiempos. Es una consecuencia del poder económico. La segunda solución, en cambio, parece hoy [mucho] menos lejana que en los días de acre reaccionarismo en que Bertrand Russell escribió su libro. La “chance” del socialismo ha mejorado de entonces a hoy. Basta recordar que los amigos y correligionarios de Bertrand Russell están en el gobierno de Inglaterra. Aunque realmente, no la gobiernen todavía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Irlanda e Inglaterra

El problema de Irlanda aún está vivo, De Valera, el caudillo de los “sinn feiners” vuelve a agitar la escena irlandesa. Irlanda no se aquieta. Desde 1922, le ha sido reconocido el derecho de vivir autónomamente dentro de la órbita y los confines morales, militares e internacionales de la Gran Bretaña. Pero no a todos los irlandeses les basta esta independencia. Quieren sentirse libres de toda coerción, de toda tutela británica. No se conforman de tener una administración interna propia; aspiran a tener, también, una política exterior propia. Este sentimiento debe ser muy hondo cuando ni los compromisos ni las derrotas consiguen domesticarlo ni abatirlo. No es posible que un pueblo luche tanto por una ambición arbitraria.

Luis Araquistaín escribía una vez que Irlanda, católica y conservadora, fuera de la Gran Bretaña viviría menos democrática y liberalmente. Por consiguiente, reteniéndola dentro de su imperio, y oprimiéndola un poco Inglaterra servía los intereses de la Democracia y la Libertad. Este juicio paradójico y simplista correspondía muy bien a la mentalidad de un escritor democrático y aliadófilo como Araquistaín entonces. Pero un examen atento de las cosas no lo confirmaba; lo contradecía. Las clases ricas y conservadoras de Irlanda se han contentado, generalmente, con un “home rule”. El proletariado, en cambio, se ha declarado siempre republicano, revolucionario, más o menos “feniano”, y ha reclamado la autonomía incondicional del país. Araquistaín prejuzgaba la cuestión, antes de ahondar su estudio.

Sin embargo, la alusión a la catolicidad irlandesa, lo colocaba aparentemente en buen camino, aprehendía imprecisamente una parte de la realidad. El conflicto entre el catolicismo y el protestantismo es, efectivamente, algo más que una querella metafísica, algo más que una secesión religiosa. La Reforma protestante contenía tácitamente la esencia, el germen de la idea liberal. Protestantismo, liberalismo aparecieron sincrónica y solidariamente con los primeros elementos de la economía capitalista. No por un mero azar, el capitalismo y el industrialismo han tenido su principal asiento en pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud solo en Inglaterra y Alemania. Y dentro de estas naciones, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. Baviera, por ejemplo, es campesina. En su suelo se aclimata con dificultad la gran industria. Las naciones católicas han experimentado el mismo fenómeno. Francia -que no puede ser juzgada solo por el cosmopolitismo de París- es prevalentemente agrícola. Su población es “très paysanne”. Italia ama la vida del agro. Su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial. Milán, Turín, Génova, se han convertido, por eso, en grandes centros capitalistas. Pero en la Italia meridional sobreviven algunos residuos de la economía feudal. Y, mientras en las ciudades italianas del norte el movimiento modernista fue una tentativa para rejuvenecer los dogmas católicos, el mediodía italiano no conoció nunca ninguna necesidad heterodoxa, ninguna inquietud herética. El protestantismo aparece, pues, en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista.

Pero ahora que la economía capitalista, después de haber logrado su plenitud, entra en un período de decadencia, ahora que en su entraña se desarrolla una nueva economía, que pugna por reemplazarla, los elementos espirituales de su crecimiento pierden, poco a poco, su valor histórico y su ánimo beligerante. ¿No es sintomático, no es nuevo, al menos, el hecho de que las diversas iglesias cristianas empiecen a aproximarse? Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de reunir en una sola a todas las iglesias cristianas y se constata que las causas de su enemistad y de su concurrencia se han debilitado. El libre examen asusta a los católicos mucho menos que en los días de la lucha contra la Reforma. Y, al mismo tiempo, el libre examen parece menos combativo, menos cismático que entonces.

No es, por ende, el choque entre el catolicismo y el protestantismo, tan amortiguado por los siglos y las cosas, lo que se opone a la convivencia cordial de Irlanda e Inglaterra. En Irlanda la adhesión al catolicismo tiene un fondo de pasión nacionalista. Para Irlanda su catolicidad, su lengua, son, sobre todo, una parte de su historia, una prueba de su derecho a disponer autonómicamente de sus destinos. Irlanda defiende su religión como uno de los hechos que la diferencian de Inglaterra y que atestiguan su propia fisionomía nacional. Por todas estas válidas razones, un espectador objetivo no puede distinguir en este conflicto únicamente una Irlanda reaccionaria y una Inglaterra democrática y evolucionista.

Inglaterra ha usado, sagazmente, sus extensos medios de propaganda para persuadir al mundo de la exageración y de la exorbitancia de la rebeldía irlandesa. Ha inflado artificialmente la cuestión de Ulster con el fin de presentarla como un obstáculo insuperable para la independencia irlandesa. Pero, malgrado sus esfuerzos, -no se mistifica la historia- no ha podido ocultar la evidencia, la realidad de la nación irlandesa, coercitiva y militarmente obligada a vivir conforme a los intereses y a las leyes de la nación británica. Inglaterra ha sido impotente para soldarlo a su imperio, impotente para domar su acendrado sentimiento nacional. El método marcial que ha empleado para reducir a la obediencia a Irlanda, ha alimentado en el ánimo de esta una voluntad irreductible de resistencia. La historia de Irlanda, desde la invasión de su territorio por los ingleses, es la historia de una rebeldía pasiva, latente, unas veces; guerrera y violenta otras. En el siglo pasado la dominación británica fue amenazada por tres grandes insurrecciones. Después, hacia el año 1870 Isaac Butt promovió un movimiento dirigido a obtener para Irlanda un “home rule”. Esta tendencia prosperó. Irlanda parecía contentarse con una autonomía discreta y abandonar la reivindicación integral de su libertad. Consiguió así que una parte de la opinión inglesa considerase favorablemente su nueva y moderada reivindicación. El “home rule” de Irlanda adquirió en la Gran Bretaña muchos partidarios. Se convirtió, finalmente, en un proyecto, en una intención de la mayoría del pueblo inglés. Pero vino la guerra mundial y el “home rule” de Irlanda fue olvidado. El nacionalismo irlandés recobró su carácter insurreccional. Esta situación produjo la tentativa de 1916. Luego, Irlanda, tratada marcialmente por Inglaterra, se aprestó para una batalla definitiva. Los nacionalistas moderados, fautores del “home rule”, perdieron la dirección y el control del movimiento autonomista. Los reemplazaron los “sinn feiners”. La tendencia “sinn feiner” creada por Arthur Griffith, nació en 1906. En sus primeros años tuvo una actividad teorética y literaria; pero, modificada gradualmente por los factores políticos y sociales, atrajo a sus rangos a los soldados más enérgicos de la independencia irlandesa. En las elecciones de 1918, el partido nacionalista no obtuvo sino seis puestos en el parlamento inglés. El partido “sinn feiner” conquistó setenta y tres. Los diputados “sinn feiners” decidieron boycotear la cámara británica y fundaron un parlamento irlandés. Esta era una declaración formal de guerra a Inglaterra. Tornó a flote entonces el proyecto de “home rule” irlandés que, aceptado finalmente por el parlamento británico, concedía a Irlanda la autonomía de un “dominion”. Los “sinn feiners”, sin embargo, siguieron en armas. Dirigido por De Valera, su gran agitador, su gran leader, el pueblo irlandés no se contentaba con este “home rule”. Mas con el “home rule” Inglaterra logró dividir la opinión irlandesa. Una escisión comenzó a bosquejarse en el movimiento nacionalista. Inglaterra e Irlanda buscaron, en fin, a fines de 1921 una fórmula de transacción. Triunfaba una vez más en la historia de Inglaterra la tendencia al compromiso. Los autonomistas irlandeses y el gobierno británico llegaron en diciembre de 1924 a un acuerdo que dio a Irlanda su actual constitución. El partido “sinn feiner” se escindió. La mayoría -64 diputados- votó en la cámara irlandesa a favor del compromiso con Inglaterra; la minoría de De Valera -57 diputados- votó en contra. La oposición entre los dos grupos era tan honda que causó una guerra civil. Vencieron los partidarios del pacto con Inglaterra y De Valera fue encerrado en una cárcel. Ahora, en libertad otra vez, vuelve a la empresa de sacudir y emocionar revolucionariamente a su pueblo.

Estos románticos “sinn feiners” no serán vencidos nunca. Representan el persistente anhelo de libertad de Irlanda. La burguesía irlandesa ha capitulado ante Inglaterra; pero una parte de la pequeña burguesía y el proletariado han continuado fieles a sus reivindicaciones nacionales. La lucha contra Inglaterra adquiere así un sentido revolucionario. El sentimiento nacional se confunde, se identifica con un sentimiento clasista. Irlanda continuará combatiendo por su libertad hasta que la conquiste plenamente. Solo cuando realicen su ideal perderá este, para los irlandeses su actual importancia.
Lo único que podrá, algún día, reconciliar y unir a ingleses e irlandeses es aquello que aparentemente los separara. La historia del mundo está llena de estas paradojas y de estas contradicciones que, en verdad, no son tales contradicciones ni tales paradojas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso del directorio

Las maniobras del Conde de Romanones para organizar un frente único de los partidos constitucionales indican claramente que la crisis del régimen reaccionario inaugurado en España en setiembre de 1923 ha entrado en una fase aguda. El redomado conde no daría este paso si no estuviese seguro de su oportunidad. Su cauta ofensiva debe haberse asegurado, previamente, el consenso tácito o explícito de la monarquía. El rey no puede ser extraño a las maniobras del leader liberal como no fue extraño al golpe de Primo de Rivera. La aventura del Directorio no ha tenido fortuna. Alfonso XIII siente, por tanto, la urgencia de liquidarla, prontamente. Existen indicios inequívocos de que desea desembarazase de los servicios y de la espada del marqués de la Estrella. La revista “Europe” de París, en un artículo sobre el Directorio, cuenta que Alfonso XIII, en agosto último, conversando en una playa del norte de Francia con uno de sus amigos sportsmen, tuvo esta frase: “Yo sabía que Primo de Rivera era un hombre muy poco serio, pero yo no lo creía tan estúpido.”
Posteriormente, el disgusto del rey debe haberse acentuado. La posición de España en Marruecos, no obstante los exasperados esfuerzos militares del Directorio, ha sufrido un tremendo quebranto. Todos los problemas de la vida española, que el Directorio ofreció resolver taumatúrgicamente en unos pocos meses, se han exacerbado bajo el nuevo tratamiento. El Directorio se contenta con haberlos eliminado del debate público y, sobre todo, del debate periodístico. Como dice el Conde Romanones, en su libro “Las responsabilidades del antiguo régimen”, la llamada nueva política “logra el triunfo de suprimir esos males, no de la vida, que a tanto no llega, sino de la publicidad, para lo cual basta y sobra con la diligencia y celo del atareado censor”.
El Directorio se proponía transformar radicalmente España. La prosa hinchada y petulante de sus manifiestos anunciaba la apertura de una era nueva en la vida española. El viejo régimen y sus hombres, según Primo de Rivera y sus fautores, quedaban definitivamente cancelados. Empezaba con el golpe de estado del 13 de setiembre un fúlgido capítulo de la historia de España. Primo de Rivera asignaba al Directorio una misión providencial.
Los objetivos fundamentales de su dictadura eran los siguientes: pacificación de Marruecos y liquidación, victoriosa naturalmente, de la guerra rifeña; solución integral de los problemas económicos y fiscales de España; reafirmación de la unidad española y extirpación de toda tendencia separatista; licenciamiento y ostracismo del gobierno de los antiguos partidos, de sus hombres y de sus ideas; sofocación de las agitaciones revolucionarias del proletariado; organización de nuevas, sanas e impolutas fuerzas políticas que asumiesen el poder cuando el Directorio considerara cumplida su obra.
Examinemos, sumariamente, los resultados de la política del Directorio en estas diversas cuestiones.
Marruecos no solo no está pacificado sino que está más conflagrado que nunca. Abd-el-Krim y sus tribus han infringido a las tropas españolas una serie de derrotas. Orgulloso de su victoria, el caudillo riffeño adopta ante España una actitud altanera. Pretende tratarla como una nación vencida. Amenaza con arrojar totalmente del territorio africano a los españoles. Aparece cada día más evidente que España ha malgastado, estéril e insensatamente, su heroísmo y su sangre en una empresa absurda. El problema marroquí se plantea hoy en peores términos que ayer.
La continuación de la guerra de Marruecos mantiene el desequilibrio fiscal. El Directorio, como era fácil preverlo, resulta impotente para concebir siquiera un plan de reorganización de la economía española. Más impotente aún resulta, por supuesto, para actuarlo. Le falta capacidad técnica. Le falta autoridad política. La plutocracia española ve en Primo de Rivera un gendarme de sus intereses económicos. No puede consentirle, por consiguiente, ninguna veleidad, ningún experimento que los contraríe o los amenace. El método reaccionario, por otra parte, como se constata presentemente en Italia, crea un clima histórico adverso al propio desarrollo de la economía y la producción capitalistas. Los elementos más inteligentes de la burguesía europea se muestran desencantados del ensayo fascista.
Para suprimir el regionalismo, el Directorio emplea las mismas armas que para suprimir otros sentimientos de la vida española: persigue y reprime su expresión pública. Pero este sistema simplista y marcial es, evidentemente, el menos recomendable para ahogar el separatismo. Los fermentos separatistas, en lugar de debilitarse, tienen que agriarse sordamente. Los catalanistas no son menos catalanistas que antes desde que Primo de Rivera les prohíbe la ostentación de su regionalismo. La política de la mano fuerte ha prestado, sin duda, un pésimo servicio a la causa de la unidad española. No se tardará mucho en comprobarlo.
Los resultados obtenidos, en cuanto concierne a la proscripción de la vieja política y de sus caciques, no pueden haber sido menos coherentes con los supuestos propósitos del Directorio. La dictadura exhumó las más ancianas reliquias de la política española. Algunos personajes de origen carlista y absolutista sintieron llegada su hora. Toda la fauna reaccionaria saludó exultante, al “nuevo régimen”. Y, ahora, como vemos, se aprestan otra vez, con la complacencia de la monarquía, a la reconquista del poder, los mismos grupos y los mismos hombres que Primo de Rivera y sus generales se hacían la ilusión de haber barrido para siempre del gobierno. La vieja política resucita. La cirugía militar parece haberle injertado algunas glándulas jóvenes.
Y, conexamente, ha fracasado la organización de un partido nuevo, heredero del espíritu y de la obra del Directorio. La larvada idea de la Unión Patriótica no ha conseguido prosperar. Los cuadros de la Unión Patriótica están compuestos de elementos arribistas, desorientados, mediocres. No han logrado siquiera atraer a sus rangos a unos cuantos intelectuales más o menos decorativos y brillantes. Muerto el Directorio, los febles y precarios cuadros de la Unión Patriótica se dispersarán sin estrépito.
La represión de las ideas revolucionarias, en fin, ha sido análogamente ineficaz. El partido socialista sale más fuerte de la prueba. La magra democracia española, que coquetea intelectualmente con los socialistas desde hace algún tiempo, reconoce ahora en ellos una fuerza decisiva del provenir. El movimiento comunista ha crecido. Las persecuciones con que el Directorio lo distingue denuncian la preocupación que su desarrollo inspira.
Tal es, en rápido resumen, el balance del año y medio de dictadura del Directorio. De ningún régimen se puede pretender ciertamente que en tan corto plazo realice su programa. Pero sí que demuestre al menos su aptitud para actuarlo gradualmente. El Directorio, de otro lado, no ha conseguido formular un programa verdadero. Se ha limitado a enumerar sus objetivos con un vanidoso alarde de su seguridad de alcanzarlos.
El directorio tiene en España la misma función histórica que el fascismo en Italia. Pero el fenómeno reaccionario exhibe en ambos países estructura y potencia diferentes. En Italia es vigoroso y original; en España es anémico y caricaturesco. El fascismo es un partido, un movimiento, una marejada. El Directorio es un club de generales. No representa siquiera toda la plana mayor del ejército español. Primo de Rivera no tiene suficiente autoridad sobre sus colegas. El general Cavalcanti, uno de sus colaboradores del golpe de estado de setiembre, complotó, no hace mucho, por reemplazarlo en el poder. El general Berenguer, responsable de sospechosos flirts con la “vieja política”, acabó recluido en una prisión militar. Y las malandanzas militares de Primo de Rivera en Marruecos deben haber disminuido mucho su prestigio profesional en el ejército.
Esta junta de generales que gobierna todavía España no es sino una anécdota de ese “antiguo régimen” y de esa “vieja política” que tanto se complace en detractar. El antiguo régimen, la vieja política subsisten. Uno de sus hombres representativos, el socarrón Conde de Romanones, nos lo asegura, mientras se dispone a recibir la herencia del Directorio. Se bosqueja la formación de un bloque constitucional y monárquico. El próximo sábado enfocaré este sector de la política española.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Romanones y el frente constitucional

Romanones y el Frente Constitucional

La escena política española se reanima poco a poco. El Conde de Romanones trabaja por unir a los grupos constitucionales en un frente único más o menos unánime. El fin del directorio parece próximo. El debate político obtiene de la censura un rigor más elástico. El monólogo de la “Gaceta” no acapara ya toda la atención pública. Los políticos del “viejo régimen”, después, de un largo período de cazurro silencio, pasan a la ofensiva. Se aprestan a distribuirse equitativamente ha herencia del Directorio.

El golpe de estado de Primo de Rivera no los sacó de quicio. Los partidos constitucionales no encontraron prudente ni oportuno en ese instante resistir a la dictadura. El Rey amparaba con su autoridad a los generales que la ejercían. Había que esperar, por consiguiente, que el experimento reaccionario y absolutista se cumpliese . Convenía aguardar una hora más propicia para la defensa de la Constitución y del Parlamento. Los partidos constitucionales no sentían, por el momento, ninguna urgente nostalgia de la Libertad. Aceptaban, transitoriamente, su ostracismo.

Pero a medida que se constataba el fracaso del Directorio, a medida que el humor del Rey daba señales de embarazo y de inquietud, la nostalgia de la Libertad y de la Constitución se enseñoreó en el ánimo de los partidos constitucionales. El espíritu de los políticos del "viejo régimen" se iluminó de improviso. La política del Directorio se revelaba impotente y estólida. Luego, era tiempo de declararla mal. Esta declaración, sin embargo, debía ser formulada con un poco de precaución. Por ejemplo, en una carta privada que la indiscreción del Directorio se encargaría de descubrir y denunciar al público. Don Antonio Maura empleó, con escaso éxito, este medio. El Conde de Romanones pensó entonces que, sin renunciar a ninguna de las reservas aconsejadas por el tacto y la prudencia, era el caso de utilizar contra el Directorio un instrumento público.

En esta atmósfera se incubó su libro “Las Responsabilidades del Antiguo Régimen ”, en el cual el Conde se limita a una ponderada defensa de los estadistas de la Restauración ó, mejor dicho, de los estadistas que han gobernado a España de 1875 a 1923. Libro, pues, no de ataque, sino apenas de contra-ataque. A la requisitoria acérrima y destemplada del Directorio contra la vieja política, sus ideas y sus hombres, no responde con una requisitoria contra la Reacción y sus generales. Libro de defensa lo llama en el prólogo el Conde de Romanones . “Nadie espere —advierte— encontrar en este libro ni disonancias ni estridencias; no me he propuesto contestar a unos agravios con otros, ni siquiera llamar capítulo de responsabilidades a quienes deben aceptar buena parte de las que graciosamente arrojan sobre los demás”. Acerca del Directorio, el Conde de Romanones se contenta con el augurio de que día llegará en que su libro admita una segunda parte. Al examen de la obra y de las responsabilidades de ayer seguirá el examen de la obra y de las responsabilidades de hoy.”

En grueso volumen, el Conde de Romanones hace una magra defensa del “antiguo régimen”. Con la estadística en la mano, explica cómo España, en cincuenta años, ha progresado remarcablemente. La agricultura, la industria, la minería, la banca, se han desarrollado. Los negocios prosperan. (La palabra del Conde de Romanones, pingüe capitalista, es a este respecto digna de todo crédito) . La población del reino ha aumentado considerablemente. Y no porque los españoles sean más prolíficos que antes —el aumento depende de una menor mortalidad— sino porque viven en mejores condiciones higiénicas. Es cierto que la prosperidad de España no puede absorver ni alimentar a esta sobre población; pero tal desequilibrio encuentra en la emigración un remedio automático.

España ha perdido en los últimos cincuenta años casi todos los restos de su poder colonial. El Conde de Romanones se ve obligado a constatar. Mas se consuela con la satisfacción de que España instalada en el consejo de la Sociedad de Naciones, se encontraba en 1922 menos aislada que en 1875.

En materia de política interna, el Conde tiene motivos para mostrarse menos optimista respecto a los resultados de medio siglo de beata monarquía constitucional. No puede hablar, apoyándose en datos estadísticos y en hechos históricos, de un extraordinario progreso democrático. La democracia, no ha echado raíces en España. El leader liberal lo reconoce melancólicamente. Un hecho histórico de filiación inequívoca —la dictadura de Primo de Rivera— desvanece toda ilusión sobre la realidad de la democracia española. Malgrado su inagotable optimismo, el Conde de Romanones tiene que conformarse con esta pobre realidad que, desgraciadamente, no puede ser contradicha, o atenuada al menos, por la estadística. Observa con tristeza que “antes se moría por la libertad, por ella se afrontaban persecuciones, mientras que hoy. . . hoy los nietos de aquellos que murieron o estuvieron dispuestos
a morir por la libertad, niegan esa libertad. La crisis de la libertad— una de las crisis contemporáneas— consterna al Conde. Un viejo y ortodoxo liberal no puede explicársela. Le resulta absolutamente inasequible e impenetrable la idea de que la libertad no es el mito de esta época. O, mas bien, de que la libertad tiene ahora otro nombre. La libertad jacobina y monárquica del conde millonario no
es, ciertamente, la libertad del Cuarto Estado. Al proletariado socialista no le interesa demasiado la libertad cara al Conde de Romanones. El Conde piensa que "un pueblo que permanece insensible ante la negación de su Estatuto fundamental y de las garantías más esenciales para su derecho y su vida, es un pueblo que no puede ofrecer apoyo al gobierno para emprender una obra de aliento". Pero este es un mero error de perspectiva histórica. Las muchedumbres contemporáneas, insensibles a su Estatuto fundamental, más insensibles todavía al verbo del Conde Romanones, no creen ya que el régimen monárquico-constitucional-parlamentario les asegure las “garantías esenciales para su derecho y su vida”. Hacia la reivindicación de otras garantías, que no son las que bastan al Conde de Romanones, se mueven hoy las masas.

El propio conde por otra parte, se muestra al Conde de Romanones, dispuesto a sacrificar prácticamente muchos de los principios de su liberalismo. Propugna actualmente la formación de un frente único constitucional. En este frente único se confundirían y se amalgamarían liberales y conservadores de todos los matices. Confusión y amalgama que ya se ha ensayado y practicado otras veces en España en servicio de las mismas instituciones: monarquía y parlamento. Confusión y amalgama que, en estos tiempos, no constituyen además la conciliación de dos términos antitéticos y contrarios. Los términos liberalismo y conservadorismo han perdido su antiguo sentido histórico. Entre liberales y conservadores no existe hoy ninguna diferencia insuperable. La política de los liberales no se distingue fundamentalmente de la política de los conservadores. Ante la cuestión social, conservadores y liberales tienen casi la misma posición y el mismo gesto. El Conde de Romanones lo admite en varias páginas de su libro al constatar que la reforma social no ha marchado en España mas a prisa bajo los gobiernos liberales que bajo los gobiernos conservadores. Puede agregarse que teóricamente los liberales se encuentran a veces más embarazados que los conservadores para una política de reforma social. Sus ideas individualistas les impiden, frecuentemente, adaptarse a la concepción “intervencionista” del Estado.

El Conde de Romanones da en cambio en el blanco cuando dispara en vano y absurdo empeño de los hombres del Directorio de crear, con el título de Unión Patriótica y sobre una caótica base, un partido nuevo. “Intentar substituir —escribe— los antiguos partidos por otros impuestos de arriba a abajo, es contra naturaleza, es una monstruosidad política y social, que empéñese quien se empeñe, no fructificará. Porque los partidos tienen su biología, que no depende de los caprichos de los hombres ni de las arbitrariedades de los gobernantes. Y la primera ley reguladora de esa biología, es que nacen y crecen de abajo arriba”.

No es posible, sin embargo, que Romanones se persuada de que los viejos partidos están, más o menos, en el mismo caso. Sus raíces históricas se han envejecido, se han secado. Ha dejado de alimentarlas el “humus” del suelo. El Conde de Romanones no ignora, probablemente, estas cosas; pero necesita, de todos modos, negarlas. Y de ahí que invite a todos los grupos constitucionales a la reconquista del gobierno bajo la bandera de la Constitución y la Monarquía. Puesto que la España nueva no está aún madura, la España vieja reivindica su derecho a la vida y al poder. El panfleto antimonárquico de Blasco Ibáñez conviene a Ios fines de los
políticos y los partidos que se turnaban hasta 1923 en el gobierno de España. El inocuo y literario republicanismo de Blasco
Ibáñez llega a tiempo para probar la irrealidad del peligro republicano; pero llega a tiempo también para intimar a la Monarquía la vuelta a la Constitución. Los liberales y los demócratas españoles se complacen de esta ocasión de ofrecerse al Rey y de comprometerse a no pedirle cuentas por el golpe de Estado de septiembre. El "intermezzo" despótico, militar y reaccionario del Directorio será, en su recuerdo, una alegre aventura, una escapada nocturna de un rey un poco truhán y un poco bohemio.

Acaso por esto, más que por la censura, Romanones y el frente constitucional no manifiestan mucha agresividad contra el Directorio. El Directorio, después de todo, como anoté en otro artículo, no es sino un episodio, una anécdota de la “vieja política”. Los cincuenta años de política y administración mediocres, que el Conde de Romanones revista en su libro, tienen en el Directorio su fruto más genuino. El golpe de Estado de setiembre ha germinado en la entraña de la “vieja política”. Ni el “antiguo régimen” puede renegar al Directorio. Ni el Directorio puede renegar al “antiguo régimen”. El frente constitucional tiene, en el fondo, ante los problemas de España, la misma actitud que Primo de Rivera y sus generales. Romanones no propone ninguna solución nueva, ningún remedio radical. El programa del frente constitucional es sólo un programa negativo. Se dirige a una meta asaz modesta: la restauración
de la Restauración. En esta receta simplista parece condensarse y agotarse todo el ideal, todo el impulso y toda la doctrina
de los “léaders” del régimen constitucional.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Sun Yat Sen

La revolución china ha perdido su más conspicua figura. En los mayores episodios de su historia, ocupó Sun Yat Sen una posición eminente. Sun Yat Sen ha sido el leader, el condottiere, el animador máximo de una revolución que ha sacudido a cuatrocientos millones de hombres.
Perteneció Sun Yat Sen a esa innumerable falange de estudiantes chinos que, nutridos de ideas democráticas y revolucionarias en las universidades de la civilización occidental, se convirtieron luego en dinámicos y vehementes agitadores de su pueblo.
El sino histórico de la China quiso que esta generación de agitadores, educada en las universidades norteamericanas y europeas, crease en el escéptico y aletargado pueblo chino un estado de ánimo nacionalista y revolucionario en el cual debía formarse una vigorosa voluntad de resistencia al imperialismo norteamericano y europeo. Forzada por la conquista, la China salió de su clausura tradicional, para, luego, reentrar mejor en sí misma. El contacto con el Occidente fue fecundo. La ciencia y la filosofía occidentales no debilitaron ni relajaron el sentimiento nacional chino. Al contrario, lo renovaron y lo reanimaron. La transfusión de ideas nuevas rejuveneció la vieja y narcotizada ánima china.
La China sufría, en ese tiempo, los vejámenes y las expoliaciones de la conquista. Las potencias europeas se habían instalado en su territorio. El Japón se había apresurado a reclamar su parte en el metódico despojo. La revuelta boxer había costado a la China la pérdida de las últimas garantías de su independencia política y económica. Las finanzas de la nación se hallaban sometidas al control de las potencias extranjeras. La decrépita dinastía manchú, de otro lado, no podía oponer a la colonización de la China casi ninguna resistencia. No podía suscitar ni presidir un renacimiento de la energía nacional. Impotente, inválida, ante ninguna abdicación de la soberanía nacional era ya capaz de retroceder. No la asistían ni la adhesión ni la confianza populares. Exangüe, anémica, extraña al pueblo, vegetaba lánguida y pálidamente. Representaba sólo una feudalidad moribunda, cuyas raíces tradicionales aparecían cada vez más envejecidas y socavadas.
Las ideas nacionalistas y revolucionarias, difundidas por los estudiantes e intelectuales, encontraron, por consiguiente, una atmósfera favorable. Sun Yat Sen y el partido Kuo-Ming-Tang promovieron una poderosa corriente republicana. La China se aprestó a adoptar la forma y las instituciones demo-liberales de la burguesía europea y americana. No cabía, absolutamente, en la China, la transformación de la monarquía absoluta en una monarquía constitucional. Las bases de la dinastía macnhú estaban totalmente minadas. Una nueva dinastía no podía ser improvisada. Sun Yat Sen no proponía, por consiguiente, una utopía. Había que intentar, de hecho, la fundación de una república, que no nacería, por supuesto, sólidamente cimentada, pero que, a través de las peripecias de un lento trabajo de afirmación, encontraría al fin su equilibrio. Los acontecimientos dieron la razón a estas previsiones.
La dinastía manchú se derrumbó, definitivamente, al primer embate recio de la revolución. La insurrección estalló en Wu Chang, capital de la provincia de Hu-Pei, el 10 de octubre de 1911. La monarquía no pudo defenderse. Fue proclamada la república. Sun Yat Sen, jefe de la revolución, asumió el poder. Pero Sun Yat Sen se dio cuenta de que su partido no estaba aún maduro para el gobierno. La dinastía había sido fácilmente vencida; pero los latifundistas, los “tuchuns”, los latifundistas del Norte conservaban sus posiciones. Las ideas liberales habían fructificado y prosperado en el Sur donde la población, mucho más densa, se componía principalmente de pequeños burgueses. En el Norte dominaba la gran propiedad. El partido Kuo-Ming-Tang no había conseguido desarrollarse ahí.
Sun Yat Sen dejó el gobierno a Yuan Shi Kay que, dueño de un antiguo prestigio de estadista experto, contaba con el apoyo de la clase conservadora y de los jefes militares. El gobierno de Yuan Shi Kay representaba un compromiso. Le tocaba desenvolver una política de conciliación de los intereses capitalistas y feudales con las ideas democráticas y republicanas de la revolución. Pero Yuan Shi Kay era un estadista del antiguo régimen. Un estadista escéptico respecto a los probables resultados del experimento republicano. Además, se apoderó pronto de él la ambición de devenir emperador. Y en diciembre de 1915 creyó llegada la hora de realizar su proyecto. La restauración resultó precaria. El nuevo imperio no duró sino ochentaitrés días. El sentimiento revolucionario, que se mantenía vigilante, volvió a imponerse. Abandonado por sus propios tenientes, Yuan Shi Kai tuvo que abdicar.
Pero, año y medio después, otra tentativa de restauración monárquica puso en peligro la república. Y, vencida entonces, la reacción no ha desarmado hasta ahora. El mandarinismo, el feudalismo, que la revolución no ha podido todavía liquidar, han conspirado incesantemente contra el régimen democrático. Tampoco la revolución ha desmovilizado sus legiones. Sun Yat Sen ha seguido siendo, hasta su muerte, uno de sus animadores.
En 1920, el conflicto entre las provincias del sur, dominadas por el partido Kuo- Ming-Tang y las provincias del norte dominadas por el partido An-Fu y por el caudillaje “tuchun”, produjo una secesión. Se constituyó en Cantón un gobierno independiente encabezado por Sun Yat Sen. Y este gobierno hizo de Cantón una ciudadela de la agitación nacionalista y revolucionaria. Condenó y rechazó el pacto suscrito en Washington en 1921 por las grandes potencias con el objeto de fijar los límites de su acción en la China. Combatió todos los esfuerzos de la dictadura del Norte por someter la China a un régimen excesivamente centralista, contrario a las aspiraciones de autonomía administrativa de las provincias. Contestó a la organización de un movimiento fascista, financiado por la alta burguesía de Cantón, con la movilización armada del proletariado.
Educado en la escuela de la democracia, Sun Yat Sen supo, sin embargo, en su carrera política, traspasar los límites de la ideología liberal. Los mitos de la democracia (soberanía popular, sufragio universal, etc.) no se enseñorearon de su inteligencia clara y fuerte de idealista práctico. La política imperialista de las grandes potencias occidentales lo ilustró plenamente respecto a la calidad de la justicia democrática. La revolución rusa, finalmente, lo iluminó sobre el sentido y el alcance de la crisis contemporánea. Su agudo instinto revolucionario lo orientó hacia Rusia y sus hombres. Sun Yat Sen veía en Rusia la liberadora de los pueblos de Oriente. No pretendió nunca repetir, mecánicamente, en la China los experimentos europeos. Conformaba, ajustaba su acción revolucionaria a la realidad de su país. Quería que en la China se cumpliese una revolución china así como en Rusia se cumple, desde hace siete años, una revolución rusa. Su conocimiento de la cultura y del pensamiento occidentales no desnacionalizaba, no desarraigaba su alma al mismo tiempo profundamente china y profundamente humana. Doctor de una universidad norteamericana, frente al imperialismo yanqui, frente al orgullo occidental, prefería sentirse solo un coolí.
Sirvió austera, abnegada y dignamente el ideal de su pueblo, de su generación y de su época. Y a este ideal dio toda su capacidad y toda su vida.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política francesa. La crisis ministerial

En la crisis política francesa se constata, sobre todo, un conflicto entre dos métodos diferentes, entre dos concepciones antagónicas, en el campo económico. El contraste de los intereses económicos domina y decide el rumbo de los acontecimientos políticos y parlamentarios. Las “dramatis personae” de la crisis, -Herriot, Poincaré, Briand, Millerand- se mueven en la superficie versátil de una marea histórica superior a la influencia de sus personalidades y de sus ideas. Ni el bloque nacional ni el cartel de izquierdas, no obstante la variedad de los matices que en uno y otro se mezclan, representan una contingente y arbitraria combinación parlamentaria. En su composición más que la afinidad o la simpatía de los grupos se percibe la afinidad o la simpatía de los intereses. La actitud de uno y otro conglomerado, ante los problemas económicos de Francia, se inspira en los intereses de distintas capas sociales. Por esto, sus puntos de vista resultan inconciliables. La base electoral de las derechas se compone de la alta burguesía y de los residuos feudales y aristocráticos. En cambio, el cartel de izquierdas se apoya en la pequeña burguesía y en una gruesa parte del proletariado. El enorme pasivo fiscal de Francia debe pesar, particularmente, sobre una u otra capa social. Al bloque nacional y al cartel de izquierdas les toca defender a su respectiva clientela. El bloque nacional se opone a que los nuevos tributos, reclamados por el servicio de la deuda francesa, sean pagados por los capitalistas. El cartel de izquierdas se resiste, a su vez, a que sean pagados por los pequeños propietarios y la clase trabajadora.
En los primeros años de la post-guerra, el gobierno del bloque nacional adormeció al pueblo francés con la categórica promesa de que la que pagaría los platos rotos de la guerra sería Alemania. La capacidad financiera de Alemania no fue absolutamente calculada. Klotz, ministro de finanzas de Clemenceau, estimó el monto de las reparaciones debidas por Alemania a los aliados en quince mil millones de libras esterlinas. Alemania, según Klotz, debía satisfacer esta indemnización y sus intereses en treinta y cuatro anualidades de mil millones. Francia recibiría quinientos cincuenta millones de libras anualmente.
Poco a poco, esta ilusión, contrastada por la realidad, tuvo que debilitarse. Pero, mientras conservó el poder, el bloque nacional reposaba, casi íntegramente, sobre el miraje de una pingüe indemnización alemana. Sus ministros saboteaban, por eso, todo intento de fijarla en una cifra razonable. El acuerdo de Francia con sus aliados sufría las consecuencias de este sabotaje. Francia se aislaba más cada día en Europa. Alemania no pagaba. Mas nada de esto parecía importarle al bloque nacional obstinado en su rígida fórmula: “Alemania pagará”.
Mientras tanto el pasivo fiscal de Francia crecía exorbitantemente. El Estado francés tenía que hacer frente a los gastos de la restauración de las zonas devastadas. Al lado del presupuesto ordinario existía un presupuesto extraordinario. El déficit fiscal se mantenía en cifras fantásticas. En 1919 ascendía a veinticuatro mil millones de francos; en 1920 a diecinueve mil millones; en 1921 a trece mil millones; en 1922 a once mil quinientos millones; en 1923 a ocho mil millones. Para cubrir este déficit, el Estado no podía hacer otra cosa que recurrir a su crédito interno. Las emisiones de empréstitos y de bonos del tesoro se sucedían. Las condiciones de estos empréstitos eran cada vez más onerosas. Había que ofrecer al capital y al ahorro elevados réditos. De otra suerte, resultaba imposible captarlos. Pero a este recurso no se podía apelar ilimitada e indefinidamente. La tesorería del Estado se veía obligada a suscribir obligaciones a corto plazo que muy pronto urgiría atender. Y, por otra parte, la absorción de una parte considerable del ahorro nacional por el déficit del fisco sustraía ese capital a las inversiones industriales y comerciales necesarias a la reconstrucción de la economía del país. El fisco drenaba imprudentemente las reservas públicas. La balanza comercial se presentaba también deficitaria. El desequilibrio amenazaba, en fin, la estabilidad del franco asaz desvalorizado ya.
En estas condiciones arribó el pueblo francés a las elecciones de mayo de 1924. Poincaré había jugado, sin fortuna, en la aventura del Ruhr, su última carta. A pesar de esta política de extorsión de Alemania, no habían empezado aún a ingresar al tesoro francés los quinientos cincuenta millones anuales de libras esterlinas anunciados para 1921 por la optimista previsión del ministro Klotz. El Ruhr producía una suma bastante más modesta. Alemania, en suma, no pagaba. Y no era, absolutamente, el caso de hablar de debilidad y de indecisión de la política de Francia. El piloto de la política francesa, Poincaré, había demostrado, con la ocupación del Ruhr, su energía guerrera y su temperamento marcial.
La mayoría del electorado, cansada de los fracasos de las derechas, se pronunció a favor del cartel de izquierdas. El programa del cartel le prometía: una política exterior que liquidase, con un criterio realista y práctico, el problema de las reparaciones; una política económica que, mediante un impuesto extraordinario al capital, obligase a las clases ricas a contribuir en proporción a sus recursos al saneamiento de las finanzas públicas; una política interior de inspiración republicana y democrática que asegurase al país un mínimo satisfactorio de paz social eliminando, en lo posible, las causas de descontento que empujaban a las masas hacia el comunismo.
El cartel de izquierdas obtuvo una fuerte mayoría parlamentaria. Pero en la composición de esta mayoría no consiguió una suficiente homogeneidad. Presintiendo el tramonto de la política de las derechas se había aliado oportunamente a las izquierdas una parte de la alta burguesía industrial y financiera. Briand, actor y cómplice en un tiempo de la política del bloque nacional, se había declarado de nuevo hombre de izquierdas desde que la fortuna de las derechas había empezado a declinar. Loucheur, representante máximo de la gran industria, se había trasladado también al cartel. El desplazamiento del poder de la derecha a la izquierda no había podido efectuarse sin un congruo desplazamiento de conspicuos y ágiles elementos oportunistas. El bloque de izquierdas no era, electoral ni parlamentariamente, un bloque compacto. Los radicales-socialistas y los socialistas constituían sus bases sustantivas; pero la política parlamentaria de estos núcleos, cuya coalición significaba ya un compromiso y una transacción, tenía además que hacer no pocas concesiones a los grupos más o menos alógenos de Briand y de Loucheur. La composición un tanto heteróclita de la mayoría se reflejó en la formación y en el espíritu del gabinete Herriot. Clementel, el ministro de finanzas, no participaba de la opinión de las izquierdas sobre el tributo extraordinario al capital. En la cámara, el ministerio tenía que tomar en cuenta la oposición de Loucheur al impuesto al capital y la resistencia de Briand al retiro de la embajada en el Vaticano. En el senado, la política de Herriot dependía del sector centrista que pugnaba por imponerle su tutela conservadora.
Herriot, en el gobierno, como he tenido alguna vez ocasión de remarcarlo, daba una sensación de interinidad. No parecía destinado a actuar el programa del cartel de izquierdas, sino, más bien, a preparar el terreno a este experimento. En remover del camino del cartel la cuestión de las reparaciones, la cuestión de la amnistía, la cuestión del reconocimiento de los soviets, etc., el ministerio Herriot usó y consumió su fuerza. No era posible que, con las exiguas energías que le quedaron después de cumplir estas fatigas, pretendiese remover también la cuestión financiera. Sobre esta cuestión los intereses en contraste están decididos a librar una obstinada batalla. Los financistas y los industriales, aliados de cartel, que aceptarían en materia económica la autoridad de Caillaux, no aceptan, en cambio, la autoridad de Herriot, más expuesto, a su juicio, a la influencia de la “demagogia socialista”. Herriot estaba condenado a ser batido en la primera escaramuza grave de la cuestión financiera.
Nadie puede sostener seriamente que Herriot sea responsable de la situación fiscal de Francia. En materia de responsabilidades financieras, Poincaré es, evidentemente, mucho más vulnerable. Herriot ha heredado la crisis actual de sus antecesores. No ha caído por haberla producido, sino por haber intentado resolverla. Su mayoría no se ha mostrado de acuerdo respecto a su aptitud para esta empresa. ¿Por qué Herriot no ha diferido por más tiempo una discusión en la cual tenía que ser forzosamente batido? Todos los incidentes de la caída de Herriot indican que esta discusión no podía ya ser diferida. El partido socialista urgía al ministerio a que empeñase la batalla. El Banco de Francia exigía la legalización del aumento de la moneda fiduciaria. Se estrechaban, en fin, día a día, los plazos de los vencimientos que el tesoro francés debe atender este año. Porque ahora el problema no es el desequilibrio del presupuesto. El déficit del año último no fue sino de dos mil quinientos millones de francos. Los ingresos y los egresos de 1925, por primera vez desde la guerra, se presentaron balanceados. El déficit de este año, según las previsiones del gobierno, será solo de treintaicuatro millones. La reconstrucción de los territorios liberados está casi terminada. La balanza del comercio exterior ha recobrado su equilibrio. Las exportaciones superan en mil trescientos millones a las importaciones. Ahora el problema son los vencimientos. Las obligaciones a corto plazo contraídas por los antecesores de Herriot comienzan a llamar a las ventanillas del tesoro. El monto de las obligaciones que se vencen en este año pasa de veintidós mil millones. Una parte de estas obligaciones podrá ser convertida; pero otra parte tendrá que ser saldada en moneda contante. El fisco necesita, de toda suerte, encontrar veintidós mil millones de francos. Y no concluirá aquí el problema. Los acreedores de la guerra y de la post-guerra continuarán por muchos años presentando sus cuentas y sus cupones. La deuda interna de Francia asciende a 277,870 millones de francos-papel. La deuda exterior de guerra, a cuya condonación tanto Estados Unidos como Inglaterra se manifiestan muy poco inclinados, suma 110,000 millones. En cuanto Francia comience el servicio de esta deuda, una nueva carga pesará sobre su tesoro. Francia tiene también deudores. Pero sus acreencias son menores y mucho menos realizables. A Francia le deben sus aliados o ex-aliados quince mil millones de francos; mas una parte de esta suma, prestada a Polonia, Tcheco-Slavia, Rumania, etc. a trueque de servicios políticos, no es fácilmente exigible. La acreencia más gruesa de Francia es la que el plan Dawes le reconoce en Alemania: 103.900 millones de francos-papel.
Estas cifras expresan, mejor que cualquier otra explicación, la gravedad de la situación financiera de Francia. El Estado francés se halla frente a un pasivo imponentemente mayor que su activo. La solución de este equilibrio podría ser dejada al porvenir, si una gran parte del pasivo no estuviese compuesta de obligaciones a plazo corto y perentorio. ¿Dónde encontrar el dinero o el crédito necesarios para afrontar estas obligaciones? El contribuyente francés paga demasiados tributos. Su resistencia está colmada. “Nous prendrons l’argent ou il est” -he ahí, expresada en una frase de Renaudel, la formula socialista. “Tomaremos el dinero donde se halle”. Bien. Pero el dinero no se decide a dejarse capturar. El dinero, que cuando persigue al socialismo se siente rabiosamente nacionalista, cuando es perseguido por el socialismo deviene en el acto internacionalista. La amenaza del cartel de izquierdas ha inducido a muchos capitalistas del más ortodoxo patriotismo a expatriar su capital. En la mayoría de los casos el dinero naturalmente no puede emigrar. Tiene que quedarse en el país donde por hábito o por interés o por patriotismo trabaja; pero entonces moviliza todos sus medios para defenderse de las amenazas de la “demagogia socialista”. Apenas el cartel de izquierdas ha bosquejado seriamente su intención de realizar, muy moderada y atenuadamente, el proyecto de cupo al capital, Loucheur ha insurgido contra su política y ha abierto la primera brecha en su mayoría.
¿Volverá entonces, más o menos pronto, el poder a las derechas? Los fautores de Poincaré y Millerand exultan demasiado temprano. Ni aún la conversión en masa de todos los elementos movedizos y fluctuantes, oportunísticamente plegados al cartel, podría dar a las derechas la mayoría indispensable para gobernar. ¿No se romperá, al menos, en estas crisis, la alianza de los socialistas y los radicales-socialistas? Es poco probable que los radicales-socialistas resuelvan suicidarse electoralmente. En una coalición con las derechas acabarían absorbidos y dominados. El abandono de su programa les haría perder, en beneficio de los socialistas, la mayor parte de su clientela electoral. Los dos principales grupos del cartel tienen por ende, que seguir coaligados. El experimento radical-socialista no ha concluido. Por el momento, ya hemos visto cómo el veto de los socialistas ha cerrado el paso a una combinación ministerial dirigida y presidida por Briand. Al partido socialista francés la colaboración en el cartel le ha hecho beber muchos amargos cálices. Pero este cáliz de un ministerio Briand le ha parecido, sin duda, amargo en demasía.
La solución de la crisis no marcará, probablemente, sino un intermezzo, en el episodio radical-socialista. Herriot ha caído antes de que Caillaux pueda sustituirlo. El político del Rubicón no ha tenido aún tiempo de reincorporarse en el parlamento. La interinidad, en suma, recomienza con otro nombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La elección de Hindenburg

La elección de Hindenburg

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elección son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor único: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasiado exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octogenario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del “resurgimiento del militarismo alemán”. Para explicarse el cómo y el porqué de esta elección, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda votación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unanimidad de los sufragios de la reacción. Ni el partido fascista ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron candidatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reconoce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia, la más negligible e insignificante de todas las candidaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones tocaron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El “sentimiento monárquico, conservador e imperialista” salió batido de la votación. Los tres partidos de la república -demócrata, católico y socialista- que sacudieron separadamente a las elecciones, alcanzaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acerca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjetivas. Cada partido quería “menager” los intereses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura socialista.
La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emergida, desde la primera hora, de una unánime corriente nacionalista, sino una candidatura laboriosamente gastada en el mismo seno de la experiencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorf. Jarres era la carta del partido nacional alemán y del partido popular (nacionalismo moderado y oportunista). Ludendorf era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraísta, “racismo” incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso entre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y planteada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posibilidades, sobre un frío cómputo de sus ventajas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxito de la “mise en scene” de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal, han pescado a río revuelto la presidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los partidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido de bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asigna a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el domingo un poco más del cuarentainueve por ciento de los sufragios. No obstante la concurrencia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la república o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos. Más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado solo un millón novecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resulta indispensable analizar. Un observador superficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encontrarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible -se preguntará- que el comunismo, forzado a votar por la monarquía o la república haya votado virtualmente por la monarquía? Toda la cuestión no está contenida ni planteada en la pregunta. Pero, de todos modos, bien se puede absolverla afirmativamente. Sí; es concebible, es perfectamente concebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácticamente la razón a la monarquía. En Inglaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento gubernamental del laborismo. En Alemania, el experimento gubernamental del socialismo se ha cumplido ya. Y die Kommunistische Partei es una falange organizada y poderosa que, en dos oportunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el gobierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las beatas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no puede regirse por esta clase de conceptos. A la política revolucionaria le importaba y le preocupaba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del proletariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemencia polémica a esta que a aquella. Porque, mientras la reacción, en su empeño romántico de reconstruir el pasado, socava el orden en cuya defensa insurge teóricamente, la democracia seduce en el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la combatividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artículo una prolija exposición de esta compleja teoría, esbozada por mí otras veces. A este artículo no le corresponde ni le preocupa más que fijar las reales proporciones y esclarecer los verdaderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudesca; pero no ha conquistado aún el poder. La democracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reaccionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reacción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Alemania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imaginar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremendas aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del “racismo” de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Hannover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en el al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de sencillos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conservador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de de edad, temperamento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Emperador y del Imperio. Ahora en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Presidente de la República. He ahí todo el hombre y he ahí también todo el episodio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pablo Iglesias

La figura de Pablo Iglesias domina la historia del partido socialista español. Iglesias ha ocupado hasta su muerte su puesto de jefe. El partido socialista español es una obra suya. Los intelectuales, los abogados que, enrolados en sus filas en su periodo de crecimiento, constituyen presentemente su estado mayor, no han sabido renovar su espíritu ni ensanchar su programa. Han adoptado la teoría y la práctica del antiguo y patriarcal tipógrafo.
Esto quiere decir, sin duda, que el edificio construido por Iglesias en su austera y paciente vida es un edificio sólido. Pero nada más que sólido. Trabajo de buen albañil más bien que de gran arquitecto. Iglesias se preocupó sobre todo de dar a su partido un crecimiento seguro y prudente. Se propuso hacer un partido; no una revolución.
El mérito de su labor no puede ser contestado. En un país donde el industrialismo, el liberalismo, el capitalismo tenían un desarrollo exiguo, Iglesias consiguió establecer y acreditar una agencia de la Segunda Internacional, con el busto de Karl Marx en la fachada. En torno del busto de Marx, sino de la doctrina, agrupó a los obreros de Madrid, separándolos, poco a poco, de los partidos de la burguesía. Organizó un partido socialista, fuerte y compacto, que con su sola existencia afirmó la posibilidad y la necesidad de una revolución y decidió a muchos intelectuales a colocarse al flanco del proletariado.
En esta obra, Iglesias probó sus condiciones de organizador. Era de la estirpe clásica de la Segunda Internacional. Se puede encontrar vidas paralelas a la suya en todas las secciones de la social-democracias pre-bélica. Como Ebert, procedía del taller. Sabía bien que su misión no era de ideólogo sino de propagandista.
Para atraer al socialismo a las masas obreras, redujo las reivindicaciones socialistas casi exclusivamente al mejoramiento de los salarios y a la disminución de las horas de trabajo. Este método le permitió crear una organización obrera; pero le impidió insuflar en esta organización un espíritu revolucionario. La táctica de Pablo Iglesias, por otra parte, parecía consultar solo las condiciones por las tendencias de los obreros de Madrid.
Únicamente en Madrid llegó el socialismo a representar una gran fuerza. El partido socialista español podía haberse llamado en verdad partido socialista madrileño. Iglesias no supo encontrar las palabras de orden precisas para conquistar al proletariado campesino. Y ni aún en el proletariado industrial supo prevalecer. Barcelona se mantuvo siempre fuera de su influencia. El proletariado catalán adoptó los principios del sindicalismo revolucionario francés, más o menos deformados por un poco de espíritu anarquista.
El partido socialista habría podido, sin embargo, asumir una función decisiva en la historia de España cuando la guerra inauguró un nuevo periodo histórico, si la preparación espiritual y doctrinaria de sus masas y sobre todo de su categoría dirigente hubiese sido mayor. La guerra aceleró el proceso de anquilosamiento de los viejos partidos españoles. Luego, la revolución rusa sacudió fuertemente los ánimos. Entre los intelectuales se propagó un sentimiento filo-socialista. Pero esta situación sorprendía impreparado al partido de Pablo Iglesias. Y los elementos intelectuales que se habían incorporado en él no eran capaces de tomar en sus propias manos el timón. El momento que se planteó la cuestión de la adhesión a la Tercera Internacional la gran mayoría del partido se manifestó dispuesta a continuar todavía empleando el viejo recetario de Iglesias.
Iglesias desconfiaba un poco de los intelectuales. Temía sin duda entre otras cosas que transtornasen y transformaran su política. Pero en sus últimos años la experiencia debe haberle demostrado que los intelectuales eran bastante inferiores a ese temor. La prosa política de Besteiro, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, etc. Es más literaria y más elegante que la de Pablo Iglesias pero en el fondo no es más nueva. El partido socialista español no ha logrado franquearse un nuevo camino.
La situación actual de España parece favorecerlo. Los elementos jóvenes de la pequeña burguesía no pueden ya dejarse seducir por los gastados y ancianos señuelos de las izquierdas burguesas. El partido socialista, libre de las responsabilidades de la vieja política, resulta un campo de concentración en el cual muchos de los que tratan de desentrañar oportunamente el porvenir comienzan a poner los ojos. La quiera del anarco-sindicalismo, que ha perdido a sus conductores más dinámicos e inteligentes, coloca a los obreros ante el dilema de escoger entre la táctica socialista y la táctica comunista.
Pero para moverse con eficacia, en esta situación, el partido socialista necesita más que nunca un rumbo nuevo. Con Iglesias, con Ebert, con Branting, etc. Ha tramontado definitivamente una época del socialismo. En estos tiempos en que la burguesía, sintiéndose seriamente amenazada, deroga o suspende sus propios códigos, no sirve de nada la certidumbre de poder ganar, por ejemplo, en las próximas elecciones, las diputaciones de Madrid.
Pablo Iglesias desaparece en un instante en que a su partido le toca afrontar problemas insólitos. Para debatirlos y resolverlos acertadamente, su experiencia y su consejo no eran ya últimamente, no eran ya útiles. El proletariado español debe buscar y encontrar, por sí mismo, otro camino. Puede ser que en alguna de las cárceles de Primo de Rivera esté madurando el nuevo guía.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política italiana

Política Italiana

Para los que en 1924 se emborracharon con exceso de ilusiones reformistas y democráticas, el balance de 1925 no puede ser más desconsolador. El año se ha cerrado con fuertes pérdidas para el reformismo y la democracia. En Francia, el cartel de izquierdas ha entrado, en el curso de 1925, en un período de disolución. En Alemania, la elección de Hindemburg ha marcado un retorno de los principios conservadores y militaristas. En Italia, sobre todo, el régimen fascista, que en 1924 vacilaba, en 1925 ha contra-atacado victoriosamente.

Durante más de un semestre, la heterogénea coalición del Aventino vivió en el error de creer que el boicott del parlamento bastaba para traer abajo a Mussolini. El partido comunista le recordó en vano que un régimen instaurado por la fuerza no podía ser abatido sino por la fuerza. La democracia italiana no quiso discutir siquiera la proposición comunista de convertir el Aventino en un parlamento revolucionario. Los socialistas -unitarios y maximalistas- se solidarizaron con esta táctica pasiva. La batalla se libraba en la prensa. La oposición, dueña de la mayor parte de los periódicos, se embriagaba con el estruendo de una ofensiva periodística en gran estilo.

Pero, naturalmente, por esta vía no se podía llegar a la meta soñada. Ni Mussolini era hombre de dejarse arredrar por una maniobra como la de la retirada al Aventino. Ni Ia oposición podía suscitar una agitación popular capaz de producir extra-parlamentariamente un nuevo gobierno. El Aventino representaba un gesto negativo. No tenía un programa positivo, un método creador. Y el tiempo, lógica y fatalmente, trabajaba por el fascismo. La tensión nerviosa producida por el asesinato de Matteotti se debilitaba a medida que los meses pasaban sin que el anti-fascismo empeñase el combate decisivo.

En enero pasado, constatadas ya hasta el exceso la impotencia de la oposición aventista y la domesticidad de la oposición parlamentaria, Mussolini comprendió que era el instante de contra-atacar. Los hechos han probado que no se equivocaba. Mussolini, en seis meses de defensiva, le había tomado bien el pulso al adversario. Había averiguado, por ejemplo, que no tenía intenciones de presentarle combate, por el momento, sino en el terreno periodístico. Y que, en consecuencia, la posición contra la cual debía dirigir sus fuegos era la prensa.

La prensa no fue suprimida; pero sí fueron suprimidos sus ataques. Mussolini sometió las noticias y los comentarios de la prensa a la justicia sumaria y rápida de los prefectos. Sus autoridades no se tomaban la molestia de la censura previa. No prevenían; reprimían. Las ediciones que contenían una noticia o un comentario demasiado heterodoxo eran secuestradas por la policía. Por consiguiente, los periódicos sufrían no solo en su propaganda sino, además, en su economía.

Mediante este simple sistema de represión, Mussolini consiguió casi desarmar a la oposición. El bloque del Aventino pensó entonces en el regreso a la cámara. A falta de la tribuna periodística, había que emplear la tribuna parlamentaria. Pero a este respecto el acuerdo no era fácil. A la resolución definitiva, sobre todo, no se podía arribar prontamente. Algunos diputados del Aventino se manifestaban reacios al retorno a Montecitorio. Esta especie de declaratoria de quiebra de una empresa acometida con tanta arrogancia y tanto énfasis les resultaba más difícil de aceptar que todas las dosis posibles de aceite de ricino.

Y tuvo así el Aventino un período de parálisis, durante el cual se incubaron acontecimientos sorpresivos, teatrales, destinados a obstruir el mismo camino del retorno. El golpe frustrado de Zaniboni contra el Duce vino, hace un mes, a mudar la situación. Zaniboni, ex-diputado socialista unitario, excombatiente condecorado con la medalla de oro al valor militar, fue sorprendido en un cuarto de hotel, estratégicamente ubicado, en instantes en que se preparaba a disparar sobre Mussolini los dos tiros de un fusil de precisión matemática.

El complot no podía ser atribuido a la oposición aventista. La policía de Mussolini sabía que Zaniboni obraba de acuerdo con unos pocos elementos demo-masones. No cabía siquiera el procesamiento de su partido. Los hilos de la conjuración no denunciaban la existencia de una red de preparativos revolucionarios. Denunciaban sólo un estado de desesperación en los temperamentos más ardorosos y tropicales del Aventino. Pero el fascismo necesitaba sacar de este acontecimiento todo el partido posible. Y, sin duda, lo ha sacado.

Mussolini prohibió a sus gregarios las represalias. Su orden fue obedecida. Mas, precisamente a la sombra de esta disciplinada abstención de actos esporádicos de violencia y de terror, la policía cargó a fondo contra la oposición. No ha habido en Italia, a raíz de la tentativa de Zaniboni, represalias individuales de los “camisas negras”. El gobierno fascista ha preferido usar, con el máximo rigor, la represión policial.

Todos los reductos legales de la oposición, han sido asaltados. Y muchos han caído definitivamente en manos del fascismo. El régimen fascista ha aprovechado la tentativa estúpida de Zaniboni para disolver al partido socialista unitario, para suprimir “La Giustizia"’, “La Voce Republicana” y otros diarios, para ocupar las logias masónicas. etc. Los sindicatos fascistas se han instalado manu militare en el local de la cámara de trabajo de Milán, antigua ciudadela del proletariado socialista, considerada inexpugnable por mucho tiempo.
El episodio más resonante de esta ofensiva fascista ha sido, tal vez, la conquista del “Corriere della Sera”. “La Stampa” en Turin y el “Corriere della Sera” de Milán, sus dos mayores rotativos, eran las dos más fuertes posiciones del antifascismo en la prensa italiana. Mussolini podía suprimirlos. Pero esto le parecía, sin duda, demasiado “escuadrista”. Mucha gente “ben pensante” no le perdonaría nunca el asesinato de dos periódicos en cuya lectura cotidiana se había habituado a formar su criterio. Lanzada a los vientos la noticia del golpe fracasado, se presentaba, en tanto, la ocasión de ganar para el fascismo estas dos tribunas. “La Stampa” de Turin fue la primera en caer. El senador Frassati, -percibido el peligro de la supresión lisa y llana del diario,- abandonó su dirección. Con el “Corriere della Sera” hubo que apelar a medios más enérgicos. El secretario general del partido fascista, Farinacci, puso a los hermanos Crespi principales accionistas del “Corriere” frente a este dilema: o la suspensión del diario o su entrega al fascismo. Y los hermanos Crespi, pacíficos industriales lombardos, optaron en seguida por el segundo término. El olvido de una formalidad de la escritura celebrada en 1919 con el senador Albertini, director y accionista del “Corriere”, amo absoluto de sus destinos y opiniones, les proporcionó el pretexto para la anulación del contrato de sociedad. En la edición del 28 de noviembre último, el senador Luigi Albertini y su hermano Alberto Albertini, tuvieron que despedirse melancólicamente de sus lectores.

Los hermanos Albertini, liberales de antigua estampa, pertenecen a una democracia empeñada en no combatir al fascismo sino legalmente. No se puede negar al fascismo el mérito de haber hecho todo lo posible para modificar su actitud y destruir su ilusión.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política alemana

La prolongada y exasperante crisis ministerial, resuelta en Alemania, después de una serie de maniobras y de fintas de los grupos parlamentarios, con un feble ministerio Luther, ha venido, casi enseguida de una análoga crisis francesa, a ratificar todo lo que ya sabíamos de la crisis del parlamentarismo. En Alemania, para obtener la mediocre y precaria solución Luther ha sido preciso que el mariscal Hindemburg, con esta admonición, ha dado a entender demasiado claramente su inclinación, prudente y mesurada pero firme, por el segundo término.
El parlamento no puede producir en Alemania un ministerio sostenido por una sólida mayoría. El bloque de derechas que llevó a Hindemburg a la presidencia del imperio está en minoría en el Reichstag. El bloque democrático y republicano que opuso la candidatura centrista de Marx a la candidatura derechista de Hindemburg, se encuentra desde hace algún tiempo roto, a consecuencia de un progresivo y lógico viraje a derecha de los partidos demócrata y católico. Por consiguiente, la única fórmula ministerial posible es la que ha producido penosamente esta crisis. Un ministerio de tipo más burocrático que político, salido de una combinación, no muy segura, de las derechas moderadas (partido popular alemán y partido popular bávaro) y de las izquierdas burguesas (partido demócrata y centro católico).
Este ministerio más o menos centrista no tiene mayoría en el Reichstag. Pero, en cambio, no tiene tampoco una oposición compacta. Sus adversarios se reparten entre las dos alas extremas de la cámara. Son, a la derecha, los nacionalistas y los fascistas; a la izquierda, los socialistas y los comunistas. I estas dos, o cuatro, oposiciones consideran los problemas y los negocios del Estado alemán desde diversos y opuestos puntos de vista.
La vida de un ministerio minoritario se explica por esta pluralidad y este antagonismo de las fuerzas adversarias. El ministerio vive del perenne desacuerdo entre las dos extremas. Su política consiste en buscar, en unos casos, el apoyo de la derecha y, en otros casos, el de la izquierda. Es una política de balancín y de equilibrio que debe esquivar a toda costa el riesgo de una votación en que las dos extremas puedan encontrarse, en algún modo, de acuerdo en el sí o en el no, aunque partan, como es natural, de principios radicalmente adversos.
Luther cree contar con los nacionalistas para la aprobación de su política interna y con los socialistas para la de su política exterior. Sobre este cálculo reposa toda la combinación ministerial que preside y dirige. Su política debe ser, con una curiosa equidad, reaccionaria dentro, democrática fuera. (Nada más alemán que esto -observarán socarronamente los franceses).
Pero este mecanismo de péndulo es, en la práctica, excesivamente delicado. La menor arritmia puede malograrlo. El gabinete es una nave que navega entre dos filas de arrecifes y que, para evitarlos, debe virar con precisión matemática unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda. El menor golpe de timón equivocado, encallará a un lado o a otro.
El régimen parlamentario se ha salvado una vez más en Alemania; pero esta vez, en verdad, se ha salvado en una tabla. El tono y los bigotes militares de Hindemburg no permiten, además, hacerse demasiadas ilusiones sobre su seguridad en las futuras tempestades. La primera tempestad que turbe demasiado sus nervios puede decidir a Hindemburg a echarlo por la borda.
Los partidarios del parlamentarismo tienen razón para mostrarse melancólicos. Su sistema funciona todavía, regularmente, en la Gran Bretaña. Pero también ahí, cuando la amenaza de una huelga de mineros constriñe al gobierno conservador a una concesión de laborismo, el rol decisivo de la mayoría parlamentaria aparece asaz desmedrado y disminuido.
Hasta hace poco los partidarios del parlamentarismo se mantenían optimistas sobre el porvenir del régimen. Constatando los efectos del sistema de la representación proporcional, decían que había terminado la época de los gobiernos de partido y que había empezado la época de los gobiernos de coalición. Eso era todo. Pero los gobiernos de coalición funcionan cada día peor y menos. No solo es excesivamente difícil mantenerlos. Más difícil todavía, si cabe, es componerlos. La alquimia de las coaliciones y de las amalgamas no ha encontrado hasta ahora una fórmula siquiera aproximada.
La experiencia de los años post-bélicos ha probado la imposibilidad de constituir coaliciones homogéneas y duraderas. Como lo observa en Francia un diputado reaccionario, Mr. Mandel, las coaliciones no son realizables sino “por un juego de concesiones recíprocas, de ventajas descontadas que invalida la doctrina, disminuyen el valor combativo de los partidos, los solidarizan el uno al otro, en un renunciamiento mutuo y una política negativa”. El método de coalición se resuelve en un método de parálisis y de impotencia. Y la inestabilidad de los ministerios, acaba, de otro lado, por exasperar a la opinión, por ascendrada que sea su educación democrática, hasta persuadirla de la necesidad de una dictadura.
El remedio está para muchos en el abandono del sistema de la representación proporcional. Pero esta solución es de un simplismo extremo. La democracia, el parlamento, conducen fatalmente a la representación proporcional. La representación proporcional es una consecuencia, es un efecto. No se llega a ella por voluntad de los legisladores sino por necesidad del parlamentarismo. Y, en la presente estación del parlamentarismo, no se puede renunciar a la representación proporcional sin renunciar al propio régimen parlamentario. Como lo acaba de recordar Hindemburg a la democracia alemana, no hay modo de escapar al dilema: parlamento o dictadura.
En Alemania se observa, desde hace algún tiempo, un movimiento de concentración burguesa. Los partidos democráticos de la burguesía se han separado del partido socialista. Del gabinete presidido por Luther, forma parte Marx, el opositor de Hindemburg en las elecciones presidenciales. Marx, ministro de Hindemburg. He ahí, sin duda, un síntoma de que las diversas fuerzas burguesas se reconcilian. Todavía los demócratas y los católicos se sienten demasiado lejos de los nacionalistas, esto es de la extrema derecha. Pero, de toda suerte, las distancias se han acortado sensiblemente. Pero este camino se puede llegar a la constitución de un frente único de la burguesía.
Pero no se vislumbra, ni aún por este camino, la solución de la crisis del régimen parlamentario. Porque su vida no depende solo de que crea en él la burguesía sino, sobre todo, de que crea en él la clase trabajadora. En cuanto el parlamento aparezca como un órgano típico del dominio de la burguesía, el socialismo reformista cederá totalmente el campo al socialismo revolucionario. O sea al socialismo que no espera nada del parlamente.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política inglesa

Política inglesa

La política inglesa, a primera vista, parece un mar en calma. El gobierno de Baldwin dispone de la sólida mayoría parlamentaria, ganada por el partido conservador hace poco más de un año. ¿Qué puede amenazar su vida? Inglaterra es el país del parlamentarismo y de la evolución. Estas consideraciones deciden fácilmente al espectador lejano de la situación política inglesa a declararla segura y estable.

Pero a poco que se ahonde en la realidad inglesa se descubre que el orden conservador presidido por Baldwin, reposa sobre bases mucho menos firmes de lo que se supone. Bajo la aparente quietud de la superficie parlamentaria, madura en la Gran Bretaña una crisis profunda. El gobierno de Baldwin tiene ante si problemas que no consienten una política tranquila. Problemas que, por el contrario, exigen una solución osada y que, en consecuencia, pueden comprometer la posición electoral del partido conservador.
Si Inglaterra no se mantuviera aún dentro del cauce democrático y parlamentario, el partido conservador podría afrontar estos problemas con su propio criterio político y programático, sin preocuparse demasiado de las ondulaciones posibles de la opinión. Pero en la Gran Bretaña a un gobierno no le basta la mayoría del parlamento. Esta mayoría debe sentirse, a su vez, más o menos cierta de seguir representando a la mayoría del electorado. Cuando se trata de adoptar una decisión de suma trascendencia para el imperio, el gobierno no consulta a la cámara; consulta al país convocando a elecciones. Un gobierno que no se condujese así en Inglaterra, no sería un gobierno de clásico tipo parlamentario.

El último caso de este género está muy próximo. Como bien se recordará, en 1923 los conservadores estaban, cual ahora, en el poder. Y estaban, sobre todo, en mayoría en el parlamento. Sin embargo, para decidir si el Imperio debía o no optar por una orientación proteccionista, -combatidos por los liberales y los laboristas en el parlamento- tuvieron que apelar al país. El fallo del electorado les fue adverso. No habiendo dado a ningún partido la mayoría, la elección produjo el experimento laborista.
Ahora, por segunda vez, la crisis económica de la post-guerra puede causar el naufragio de un ministerio conservador. El escollo no es ya el problema de las tarifas aduaneras sino el problema de las minas de carbón. Esto es, de nuevo un problema económico.
La cuestión minera de Inglaterra es asaz conocida en sus rasgos sustantivos. Todos saben que la industria del carbón atraviesa en Inglaterra una crisis penosa. Los industriales pretenden resolverla a expensas de los obreros. Se empeñan en reducir los salarios. Pero los obreros no aceptan la reducción. En defensa de la integridad de sus salarios, están resueltos a dar una extrema batalla. No hay quien no recuerde que hace pocos meses este conflicto adquirió una tremenda tensión. Los obreros acordaron la huelga. Y el gobierno de Baldwin solo consiguió evitarla concediendo a los industriales un subsidio para el mantenimiento de los salarios por el tiempo que se juzgaba suficiente para buscar y hallar una solución.

El problema, por tanto, subsiste en toda su gravedad. El gobierno de Baldwin firmó, para conjurar la huelga, una letra cuyo vencimiento se acerca. Una comisión especial estudia el problema que no puede ser solucionado por medios ordinarios. El Partido Laborista propugna la nacionalización de las minas. El Partido Conservador parece que, constreñido por la realidad, se inclina a aceptar una fórmula de semi-estadización que, por supuesto, los liberales juzgan excesiva y los laboristas insuficiente. Y, por consiguiente, no es improbable que los conservadores se vean, como para las tarifas aduaneras, en el caso de reclamar un voto neto de la mayoría electoral. No es ligera la responsabilidad de una medida que significaría un paso hacia la nacionalización de una industria sobre la cual reposa la economía británica.

Y ya no caben, sin definitivo desmedro de la posición del gobierno conservador, recursos y maniobras dilatorias. La amenaza de la huelga está allí. El gobierno que hace poco, para ahorrar a Inglaterra, el paro, se resolvió a sacrificar millones de esterlinas, conoce bien su magnitud. Y la ondulante masa neutra que decide siempre el resultado de las elecciones, y que en las elecciones de diciembre de 1924 dio la mayoría a los conservadores, no puede perdonarle un fracaso en este terreno.

El partido conservador venció en esas elecciones por la mayor confianza que inspiraba a la burguesía y a la pequeña burguesía su capacidad y su programa de defensa del orden social. Y una huelga minera sería una batalla revolucionaria. ¡Cómo!- protestaría la capa gris o media del electorado ante un paro y sus consecuencias.- ¿Es esta la paz social que los conservadores nos prometieron en los comicios? Baldwin y sus tenientes se sentirían muy embargados para responder.

Estas dificultades -y en general todas las que genera la crisis económica o industrial- tienen de muy mal humor a los conservadores de extrema derecha. Toda esta gente se declara partidaria de una ofensiva de estilo fascista contra el proletariado. No obstante la diferencia de clima y de lugar, la gesta de Mussolini y los “camisas negras” tiene en Inglaterra, la tierra clásica del liberalismo, exasperados e incandescentes admiradores que, simplísticamente, piensan que el remedio de todos los complejos males del Imperio puede estar en el uso de la cachiporra y el aceite de ricino.

Los conservadores ultraístas, llamados los die-hards, acusan a Baldwin de temporizador. Denuncian la propagación del espíritu revolucionario en los rangos del Labour Party. Reclaman una política de implacable represión y persecución del comunismo, cuyos agitadores y propagandistas deben, a su juicio, ser puestos fuera de la ley. Sostienen que la crisis industrial depende del retraimiento de los capitales por miedo a una bancarrota del antiguo orden social. Recuerdan que el partido conservador debió en parte su última victoria electoral a las garantías que ofrecía contra el “peligro comunista” patéticamente invocado por el conservantismo, en la víspera de las elecciones, con una falsa carta de Zinovief en la mano crispada.

La exacerbada y delirante vociferación de los die-hards ha conseguido, no hace mucho, de la justicia de Inglaterra, la condena de un grupo de comunistas a varios meses de prisión. Condena en la que Inglaterra ha renegado una parte de su liberalismo tradicional.
Pero los die-hards no se contentan de tan poca cosa. Quieren una política absoluta y categóricamente reaccionaria. Y aquí está otro de los fermentos de la crisis que, bajo una apariencia de calma, como conviene al estilo de la política británica, está madurando en Inglaterra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Aristides Briand

Arístides Briand

El sino de este viejo protagonista de la política francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es -como dicen J. Kessel y G. Suárez- el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de haber combatido un tratado de paz debió aplicarlo”. Kessel y Suárez agregan, diseñando un sobrio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso”.

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occidental. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que, como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crítica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuente, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este extremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática.

Pocos años después de su gesto revolucionario. Briand se convertía, dentro del socialismo, en el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía.

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinas.

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revolucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios.

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de “aventurero” por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de “L’Humanité”, Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las “bonnes a tout faire” de la Tercera República. Sin embargo, la “unión sagrada” marcó, en su biografía, una estación adversa. Las derechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgánico que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc.

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entrababa sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamentaria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al centro, en cambio, no había casi ninguno. La izquierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se daba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. “Yo aconsejé al leader de la Entente republicana -ha contado el propio Briand- que se decidiera a una operación quirúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente”. El proyecto naufragó. El bloque nacional prefirió subsistir como había nacido. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalia. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la ambición de devenir el dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revancha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, entre sus líderes. El primer experimento gubernamental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agresiva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno.
Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a este, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borrasca, ha sabido conservar a flote su octavo ministerio. Ha querido actuar una política más o menos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha pretendido que con él se contradijera una entera coalición, de la cual forma parte el partido socialista oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desviación después de todo menos grave.

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dispuesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? Imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El General Lyautey, desocupado desde el fin de su regencia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, disponible.) Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamentario, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Farinacci

Farinacci

Farinacci ha dado su nombre, su tono y su estilo a una tensa y acre jornada de la campaña fascista. Después de catorce meses de agresiva campaña, ha dejado el puesto de secretario general del partido fascista, al cual fuera llamado cuando Mussolini, convencido de que la “variopinta” oposición del Aventino no era capaz de la insurrección, resolvió pasar a la ofensiva, inaugurando una política de rígida represión de las campañas de la prensa y de tribuna de sus muchos y muy enconados pero heterogéneos y mal concertados adversarios.

Fascista de la primera hora. Farinacci procede de la pequeña burguesía y del socialismo. Fue en 1914 uno de los disidentes socialistas que predicaron la intervención. En esta falange a la que, por diversos caminos, arribaban sindicalistas revolucionarios como Corridoni, socialistas tempestuosos como Mussolini y socialistas reformistas y parlamentarios como Bissolati, era Farinacci un milite oscuro y terciario. No lo destacaban siquiera el ánimo “ardito”, osado, ni la actitud temeraria, demagógica. Amigo y adepto del diputado Bissolati, líder de un grupo de socialistas colaboracionistas, Farinacci tenía una franca posición reformista y democrática. La guerra exaltó su temperamento y cambió su filiación. El gregario del reformismo bissolatiano se convirtió en un ardiente secuaz de Mussolini.

En el fascismo, Farinacci encontró su camino y descubrió su personalidad, que no eran, -contrariamente a lo que hasta entonces podía haberse pronosticado,- los de un pávido y mesurado funcionario social-democrático, sino los de un frenético y encendido agitador fascista. El opaco ferroviario, se sintió elegido para jugar un rol en la historia de Italia.

Fue el organizador y el animador del fascismo en la provincia de Cremona, una de las provincias septentrionales donde prendió más tempranamente el fuego mussoliniano. Esta actuación le franqueó en las elecciones de 1921 las puertas de la Cámara. Le tocó a Farinacci ser uno de los fascistas que ingresaron entonces al Parlamento para enunciar tumultuariamente, con los puños más que con los conceptos, la praxis del anti-parlamentarismo.

Desde esa época, Farinacci, se caracterizó como el más genuino representante del espíritu y la mentalidad “escuadristas” del fascismo. El “escuadrismo” es la acción directa y tundente de las guerrillas o “escuadras” de camisas negras. Es la cachiporra, es la bomba de mano, es el asalto. El período de movilización y entrenamiento del fascismo fue, como se dice en italiano, exquisitamente escuadrista. Y bien, este “escuadrismo” tiene en Farinacci su traductor y su caudillo.

La ascensión de Mussolini al poder abrió un período de desarme. El primer gabinete fascista nacía de un compromiso. Era un gabinete de coalición, en el que colaboraban con el fascismo los populares y los liberales. Mussolini debía el gobierno a la abdicación de la mayor parte de la burguesía liberal. Su retomado oportunismo tuvo, por consiguiente, que evitar todo gesto que pudiese chocar demasiado a los “railliés”. Farinacci, distanciado de la dirección del partido, se arrinconó en un extremismo intransigente, en un altruismo acérrimo. Pero su influencia no se anuló en veinticuatro horas. Al día siguiente de la marcha sobre Roma un telegrama suyo torpedeó certeramente las negociaciones en curso para conseguir que del gabinete de coalición, encabezado por el Duce, formase parte Gino Baldesi, líder reformista de la Confederación General del Trabajo.

La crisis causada por el asesinato de Matteoti restauró el prestigio de Farinacci dentro del fascismo. En los días de turbación y de desconcierto que siguieron al crimen, cuando el propio Mussolini, forzado a mostrarse sagaz y cauto, lo denunciaba como un acto estúpido y antifascista, Farinacci fue uno de los pocos fascistas que se sintieron dispuestos a justificarlo. El ex-ferroviario, -que de los lauros de la marcha a Roma se había servido para ganar fascisticamente el grado de doctor en derecho,- se ofreció a defender ante sus jueces a Amérigo Dumini, el principal acusado. Y emprendió una violentísima campaña de periódico y de comicio contra el Aventino. Los editoriales de su periódico “Cremona Nuova” amenazaban cotidianamente a los partidos del Aventino con una segunda oleada fascista. La prensa fascista, excepción hecha del altruista y delirante “Impero”, no osaba solidarizarse con el fascista cremonense, sobre cuya cabeza llovían los vituperios y los anatemas de los entonces innumerables diarios de oposición. Pero desde que el fascismo inició su contra-ofensiva -a continuación de un famoso discurso de Mussolini en la cámara, asumiendo toda la responsabilidad histórica y política de la violencia fascista y desafiando al bloque del Aventino a acusarlo categóricamente de culpabilidad en el asesinato de Matteoti,- Farinacci resultó designado fatalmente por la situación y los acontecimientos para ocupar el puesto de mando. La elección de Farinacci como secretario general del fascismo correspondió al nuevo humor escuadrista de los “camisas negras”.

Esta designación era, más aún que el discurso de Mussolini del 3 de enero, una enfática declaratoria de guerra sin cuartel. Y no de otro modo sonó en los oídos y en los ánimos de los diputados del Aventino que, en seis meses de vociferación antifascista, habían consumido su energía y perdido la oportunidad de derrocar al fascismo.

Durante más de un año, el puño y la frase crispadas del terrible ferroviario de Cremona han marcado el compás de la política fascista. Los elementos templados y discretos del fascismo han tenido que sufrir, resignadamente, durante todo este tiempo, su implacable dictadura y su pésima sintaxis. Un seco y agrio úkase de Farinacci, a poco de su asunción de la secretaría general, expulsó del fascismo, marcándolo a fuego como un traidor, a uno de los más significados entre estos elementos, Aldo Oviglio, ex-ministro de justicia del régimen fascista.

Pero un año de represión policial y de movilización escuadrista ha bastado al fascismo para liquidar al bloque del Aventino y para sentar las bases de una legislación fascista que radicalmente modifica el estatuto de Italia. Otras ofensivas escuadristas serán, sin duda, necesarias en lo porvenir. Mas, por ahora, el fascismo puede hacer reposar sus cachiporras. El juicio Matteotti ha concluido con la absolución de los responsables, y hace año y medio era para el propio Duce del fascismo un crimen nefando. En la audiencia de Chieti, Farinacci ha hecho no la defensa, sino más bien la apología, de Amerigo Dumini y de sus secuaces. Después de este último golpe de “manganello”, no le quedaba a Farinacci nada que hacer en la jefatura del fascismo donde, pasada la tempestad, su virulencia y su belicosidad habían empezado a volverse embarazantes. Farinacci en 1925 era el jefe lógico del fascismo; en 1926, su misión ha concluido. Mussolini, que, buen conocedor de la psicología de su gente, usa fórmulas solemnemente sibilinas, condensa el programa fascista para este año en estas dos palabras: silencio y trabajo. Estas palabras, según el lenguaje del “Popolo d’Italia”, definen el estilo fascista en 1926.

Los alalás de Farinacci no se compadecían con el nuevo estilo fascista. Por esto, - licenciado o no por Mussolini,- Farinacci ha dejado el comando del partido. Desde hace algún tiempo se señalaba y se comentaba su sordo disenso, su silenciosa lucha con Federzoni. El ministro del interior, con Rocco, Meraviglia, y otros, “nacionalistas”, representa el sector moderado, tradicional, derechista del fascismo. Y por el momento, esta es la gente que debe dar el tono al régimen. El escuadrismo, momentáneamente, se retira a Cremona.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La nueva Rusia y los emigrados

La nueva Rusia y los emigrados

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro "La Russie Nouvelle”, el deceso de la vieja Rusia zarista. “La vieja Rusia ha muerto para siempre”, declaró Herriot categórica y rotundamente. Su testimonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aserción imprudente respecto a Rusia.

En el discurso de estos tres años la Rusia nueva ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad.

Para reanimar su decaída campaña de prensa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordinariamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siempre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Rusia, en cuya capital el obeso autor del “Martyr de l’Obese” ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución.

Pero el propio libro del señor Beraud -a cuyo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Álvarez del Vayo- no se atreve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques.

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los “emigrados” rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe definitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de octubre.

Esta minoría se fracciona en diversas corrientes y obedece a distintos caudillos. El frente anti-bolchevique es abigarradamente pluricolor y heteróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, liberales monárquicos, demócratas constitucionales o “cadetes”, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, etc. Agrupadas estas facciones según sus afinidades teóricas, la oposición resulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una tendencia que sueña con una monarquía constitucional y una tendencia que propugna una república más o menos social-democrática.

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado recientemente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordomos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los residuos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramente sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde muchos otros escenarios.

Los “emigrados” no logran engañarse, seguramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de New York que, según sus planes, deben financiar la campaña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamente a Paris a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido.

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen demasiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta clara de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abastecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía puede conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás.

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta), Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista revolucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolchevismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colaboró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa experiencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que estos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Boris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroicamente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente.

El proceso de Savinkov es uno de los episodios más emocionantes y dramáticos de la revolución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilidades. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: “Ante el tribunal proletario de los representantes del pueblo ruso -dijo- yo declaro que me equivocaba. Yo reconozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revolucionario”. El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, enseguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el indulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a concluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savinkov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repudiaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso o inerte, Boris Savinkov se suicidó en la cárcel.

La vida romancesca y tormentosa de este personaje compendia y resume el drama de la contra-revolución. Las bufas balandronadas de los grandes duques son solo su anécdota cómica.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las nuevas jornadas de la revolución china

Las nuevas jornadas de la revolución china

He escrito dos veces en “Variedades” sobre la China. La primera vez bosquejando a grandes trazos el proceso de la revolución. La segunda vez, examinando la agitación nacionalista contra los diversos imperialismos que se disputan el predominio en el territorio y la vida chinas.

El cuadro general no ha cambiado. En el distante, inmenso y complejo escenario de la China, continúa su accidentado desarrollo una de las más vastas luchas de la época. Pero las posiciones de los combatientes se presentan temporalmente modificadas. Los últimos episodios señalan una victoria parcial de la contra-ofensiva reaccionaria e imperialista.

La agitación revolucionaria y nacionalista adquirió hace algunos meses una extensión insólita. El espíritu anti-imperialista de Cantón, sede de la China republicana y progresista del Sur, arraigó y prosperó en Pekín, centro de una burocracia y una plutocracia intrigantes y cortesanas. Las huelgas anti-imperialistas de Shanghai repercutieron profundamente en Pekín, donde los estudiantes organizaron enérgicas manifestaciones de protesta contra los ataques extranjeros a la independencia china.

Bajo la presión del sentimiento popular, se constituyó en Pekín un ministerio de coalición, en el cual estaba fuertemente representado el partido Kuomingtan, esto es el sector de izquierda. El Presidente de la República Tuan Chui Yi -cuya dimisión nos acaba de anunciar el cable- no representaba nada. El poder militar se encontraba en manos del general protestante Feng Yu Hsiang quien, ganado por el sentimiento popular, se entregaba cada día más a la causa revolucionaria.

El problema de la China asumió así una gravedad dramática precisamente en un período en que, diseñado un plan de reconstrucción capitalista, el Occidente sentía con más urgencia que antes la necesidad de ensanchar y reforzar su imperio colonial. Las potencias interesadas en la colonización de la China discutían desde hacía algún tiempo, con creciente preocupación, los medios de entenderse y concertarse para una acción mancomunada. La marejada nacionalista de 1925 vino a colmar su impaciencia. Inglaterra, sobre todo, se mostró exasperada. Y, sin ningún reparo, usó con la China un lenguaje de violenta amenaza. Las potencias que, como principio supremo de la paz, habían proclamado el derecho de las naciones a disponer de si mismas y que más tarde, habían declarado enfática y expresamente su respeto a la independencia de la China, hablaban ahora de una intervención marcial que renovase en el viejo imperio los truculentos días del general Waldersee.

El gobierno de Pekín fue acusado, como antes el gobierno de Cantón, de ser un instrumento del bolchevismo contra el occidente y la civilización. Karakhan, embajador de los Soviets en Pekín fue denunciado como el oculto empresario y organizador de las protestas anti-imperialistas.

Si se tiene en cuenta todas estas cosas, se comprende fácilmente el sentido de los últimos acontecimientos. Chang-So-Lin, el dictador de la Manchuria, y Wu Pei Fu, el ex-dictador de Pekín, son dos personajes demasiado conocidos de la China. Se ve claramente la mano que los mueve. La reconquista de Pekín representa inequívocamente una empresa imperialista y reaccionaria.
Chan-So-Lin, déspota de la China feudal del Norte, que hace varios años proclamó su independencia del resto del Imperio, es un notorio aliado del Japón. Hace aproximadamente un año y medio, arrojó de Pekín a Wu Pei Fú, amigo y servidor de Inglaterra, que aspiraba al restablecimiento de la unidad china, sobre la base de un régimen centralista sedicentemente democrático. Después de colocar a Tuan Chui Yi en la presidencia de la república, el dictador manchú se retiró a Mukden. Pero en el China el presidente de la república es solo un personaje decorativo. Por encima del presidente, está siempre un general. El general protestante Feng Yu Hsiang fue quien efectivamente ejerció el poder, como hemos visto, bajo la presidencia de Tuan Chui Yi.

Cuando el peligro de Feng Yu Hsiang empezó a parecer excesivo para todos, Chang So Lin y Wu Pei Fu convergieron sobre Pekín. Esta vez no para lazarse el uno contra el otro sino para eliminar un enemigo común. El éxito de su campaña es lo que ahora tenemos delante en el intrincado tablero chino.

No hace falta saber más para darse cuenta de que estamos asistiendo al desenlace de solo un episodio de la guerra civil en la China. Chang So Lin y Wu Pei Fu pueden coincidir frente a Feng Yu Hsiang y contra el movimiento Kuomintang. Pero, una vez recuperado Pekín, su solidaridad termina. Chang So Lin se sentirá de nuevo el aliado del Japón; Wu Pei Fu, el aliado de Inglaterra. Estados Unidos, rival en la China de Inglaterra y del Japón, movilizará contra uno y otro a un “tuchun” ambicioso. Y de otro lado, el partido Kuomitang, que domina en Cantón, no se desarmará absolutamente. Los desmanes imperialistas le darán muy pronto una ocasión de reasumir la ofensiva.

La responsabilidad del caos chino aparece, pues, ante todo, como una responsabilidad de los imperialismos que en el viejo imperio ora se contrastan, ora se entiende, ora se combaten, ora se combinan. Si estos imperialismos dejaran realizar libremente al pueblo chino su revolución, es probable que un orden nuevo se habría ya estabilizado en la China. El dinero del Japón, de Inglaterra, de los Estados Unidos, alimenta incesantemente el desorden. La aventura de todo “tuchun” mercenario está siempre subsidiada por algún imperialismo extranjero.

En un país como la China, de enorme población e inmenso territorio, donde subsiste una numerosa casta feudal, la empresa de mantener viva la revuelta no resulta difícil. Actúa, en primer lugar, la fuerza centrífuga y secesionista de los sentimientos regionales de provincias que se semejan muy poco. En segundo lugar, la omnipotencia regional de los jefes militares (tuchuns) prontos a mudar de bandera. Un tuchun potente basta para desencadenar una revuelta.

La república, la revolución, no son sólidas sino en la China meridional, donde se apoyan en un vasto y fuerte estrato social. Cantón, la gran ciudad industrial y comercial del sur, es la ciudadela del Kuomingtan. Su proletariado, su pequeña burguesía son devotamente fieles a la doctrina revolucionaria del doctor Sun Yat Sen. Esta es la fuerza histórica que, cualesquiera que sean los obstáculos que el capitalismo occidental le amontone en el camino, acabará siempre por prevalecer.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Volviendo a Matusalen de Bernard Shaw.

Esta obra de Bernard Shaw traduce el alma fáustica de la civilización occidental. Es una obra que sabiamente filtra emociones y pensamientos peculiares de nuestro tiempo. “Volviendo a Matusalen” tiene un íntimo parentesco con la experiencia de Voronof. Sólo que entre la idea de “Volviendo a Matusalen” y el injerto de la glándula de mono existe, naturalmente, la distancia que separa a una concepción metafísica de una receta médica. Bernard Shaw nos propone la inmortalización; Voronof se conforma con la longevidad. Bernard Shaw cree que la prolongación de la vida se puede arribar mediante el trabajo de la voluntad y el pensamiento; Voronof nos dice que basta un artificio quirúrgico. Entre el pensamiento del dramaturgo y el procedimiento del cirujano hay una diferencia de categoría. Pero uno y otro expresan el mismo estado de alma.
Nunca la humanidad se mostró tan desesperadamente aferrada a la vida. El poema de Goethe simboliza todo el drama de a civilización occidental. El hombre moderno sufre un desesperado afán de conocer el pasado de prever el porvenir. La lúcida definición de este aspecto de la época constituye acaso el acierto esencial del libro de Spengler.
El problema de la vida domina la especulación filosófica y artística de la época. El relativismo contemporáneo parece destinado a revelarnos, entre otras relatividades, la relatividad de la muerte. El propio escepticismo, para ser absoluto, empieza a adoptar ante la ilusión de la muerte la misma actitud que ante las ilusiones de la vida. Pirandello, que no reconoce más realidad que la del espíritu, de la imaginación, no cree que los muertos estén efectivamente muertos. Para él no son sino simples desilusionados. Los que mueren, según el extraordinario dramaturgo de “Ciascuno a suo modo”, no son aquellos que dejamos, bajo tierra en el cementerio; somos, más bien, nosotros. Porque mientras ellos no mueren en nosotros, -que guardamos, en nuestra imagen del difunto amado u odiado, una parte de su realidad- nosotros morimos en ellos. I por consiguiente es el caso de preguntarse: ¿quiénes mueren?
Esto les parecerá a muchos puro humorismo metafórico. Pero sólo podemos negarnos a tomar en serio esta tesis de Pirandello por humorista; no por metafísica. Lo metafísico ha recuperado su antiguo rol en el mundo después del fracaso de la experiencia positivista. Todos sabemos que el propio positivismo cuando ahondó su especulación se tornó metafísico.
Tenemos hoy como consecuencia de esta reacción, una metapsíquica. Pero Bernard Shaw piensa que más falta nos hace una metabiología. “Volviendo a Matusalen” es una alegoría “metabiológica”. La biología es la ciencia que más apasiona hoy a los artistas y a los filósofos. I Bernard Shaw, que querría ser el iconógrafo de la religión de su tiempo, piensa que “toda religión debe ser primero y fundamentalmente una ciencia de metabiología”. Esto le parece indiscutible pues “ha visto el fetichismo de la Biblia, después de mantenerse en pie bajo las baterías nacionalistas de Hume, Voltaire, etc., derrumbarse ante la embestida de evolucionistas de mucho menos fuste, solamente porque la desacreditaron como documento biológico; así, que desde ese momento perdió todo su prestigio y la cristiandad literaria quedó sin fe”.
En la primera jornada o el primer episodio de su drama, Bernard Shaw nos ofrece una nueva interpretación de la leyenda del Edén. Adán y Eva sacrifican la inmortalidad por la creación. Su inmortalidad se sentía, además de estéril, incierta. La voluntad de crear los conduce al pecado. El pecado a la muerte. Pero a este precio adquieren el poder de crear. El poder de renovarse perennemente en muchos Adanes y muchas Evas. “Adán y Eva, -explica Franklin Barnabás en la segunda jornada del drama- se hallaron colocados entre dos terribles posibilidades. La una era la extinción del género humano por su muerte accidental. La otra era la posibilidad de vivir siempre. No pudieron aguantar ni una ni otra. Entonces decidieron que viviría una corta tanda de mil años, y durante ese tiempo dirigirían sus esfuerzos hacia la creación de una nueva pareja. Por consiguiente tuvieron que inventar el nacimiento natural y la muerte natural, que no son, después de todo, sino modos de perpetuar la vida sin imponer a ninguna criatura la terrible carga de la inmortalidad”.
¿Por qué parte Bernard Shaw del Génesis? “Volviendo a Matusalen” pretende ser el comienzo de una nueva Biblia. En el prólogo -que como ocurre en “Santa Juana” es más brillante que el drama- Bernard Shaw hace justicia sumaria del darwinismo. No condena a Darwin mismo sino a los darwinistas. El darwinismo -y de esto Darwin no es responsable- engendró un oportunismo, un materialismo que rebajó inverosímilmente los sueños y los ideales humanos. Shaw dennuncia con ironía colérica las consecuencias de la voluntaria abdicación del hombre de su esencia divina. La leyenda del Edén es para él un documento científico mucho más respetable que el “Origen de las Especies”. “El libro del Génesis -afirma Franklin Barnabas- es una parte de la Naturaleza como cualquier otra parte de la Naturaleza. El hecho de que el cuento del jardín del Edén ha pervivido y mantenido tensa la imaginación de los hombres durante siglos, mientras que centenares de historias mucho más inverosímiles y divertidas han pasado de moda y desaparecieron como las coplas populares del año pasado, es un hecho científico, y la Ciencia está obligada a explicarlo me dice Ud. que la ciencia no sabe nada de él. Entonces la ciencia es más ignorante que los niños de cualquier escuela de aldea”.
El segundo episodio pasa en nuestros días. Es en cierta forma el episodio de la post-guerra. Los hermanos Conrado y Franklin Barnabás exponen a dos políticos británicos, que el lector identifica inmediatamente, su teoría de que es necesario prolongar la vida humana hasta trescientos años. “No existe ya -dice Conrado- la más mínima duda de que lo problemas políticos y sociales originados por nuestra civilización, no pueden ser resueltos por seres efímeros que decaen y mueren en el preciso momento que empiezan a vislumbrar algunos destellos de la sabiduría y el conocimiento necesario para su propio gobierno”. Para que el milagro se opere no es preciso sino que es espíritu humano lo conciba primero y lo quiera después.
Los tres actos siguientes de “Volviendo a Matusalen” son una bizarra fantasía futurista. Nos transportan al mundo de las utopías de Wells. En el primero, “la cosa sucede”, Bernard Shaw nos presenta los dos especímenes inaugurales de longevidad tricentenaria. La utopía no ha tardado mucho en realizarse; se ha cumplido en dos conocidos nuestros, la camarera de Conrado y el novio de la hija de Franklin.
En el siguiente, el experimento alcanza todo su desarrollo. Hacia el año 3000 de nuestra era, Irlanda está habitada por una raza de hombres que viven trescientos años. La humanidad ha adquirido, en estos hombres, una sabiduría y una potencia superiores. Pero en el resto del planeta subsisten todavía hombres de vida corta. El contraste entre una y otra parte del género humanos brinda una gorda ocasión al humor de Shaw. Mas Shaw no la aprovecha sino medianamente.
En el último acto la obra culmina. Las nacionalidades han terminado. No hay sino una raza humana. El hombre ha vuelto a Matusalen. Pero, intelectual y espiritualmente, nada recuerda en él al hombre bíblico. Hasta fisiológicamente no es ya el mismo. La fatiga, el dolor, han sido vencidos. La humanidad es ovípara. La serpiente en la escena final, dice: “Estoy justificada. Pero yo escogí la sapiencia y el conocimiento del bien y el mal y ahora ya no hay mal y la sapiencia y el bien son una sola cosa”. Mas la evolución humana no ha acabado. Lilith, de quien nacieron Adán y Eva, lo constata en estas palabras: “Después de haber alcanzado millones de metas, están afanándose por llegar a la meta de la redención de la carne; al vórtice liberado de la materia al torbellino dentro de la pura fuerza. I, a pesar de que todo lo que han hecho no parece sino la primera hora de la obra infinita de la Creación, no quiero suprimirlos hasta que hayan pasado el último vado ese último río que corre entre la carne y el espíritu y liberado de su vida de la materia que siempre la ha burlado”.
Bernard Shaw adopta hasta cierto punto el concepto apengleriano de la historia. El progreso humano, en su utopía, no sigue una línea única y constante. Las culturas se suceden; las hegemonías se reemplazan. En el año 3000 la capital del Imperio Británico es Bagdad. De Londres no quedan ni si quiera ruinas. Pero, al margen o por encima de este accidentado proceso, la formación de un nuevo tipo humano ha seguido su curso.
I Shaw enmienda y completa, con una rectificación profunda, el esquema en que Spengler pretende encerrar la trayectoria de las culturas. El socialismo aparece siempre en la decadencia, en el Untergang. Pero no es un síntoma de la decadencia misma; es la última y única esperanza de salvación. Una cultura cuando naufraga, ha arribado a un punto en que el socialismo compendia todos sus recursos vitales. No le ha quedado sino aceptar el socialismo o aceptar la quiebra. El socialismo no es responsable que los hombres no sean entonces capaces de entender este dilema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La huelga general en Inglaterra

Para comprender la magnitud de esta huelga general, que paraliza la actividad del país más importante del mundo, basta considerar la trascendencia del problema que la origina. No se trata de una mera cuestión de salarios. El proletariado británico lucha en apariencia contra la reducción de salarios de los obreros de las minas de carbón; pero, en realidad, lucha por el establecimiento del nuevo orden económico. El problema de los salarios no es sino una cara del problema de las minas de carbón. Lo que se discute fundamentalmente es la propiedad misma de las minas.
Los patrones pretenden que las condiciones de la industria no les permiten mantener los salarios vigentes. Los obreros se niegan a aceptar la rebaja. Pero no se detienen en este rechazo. Puesto que los patrones se declaran incapaces para la gestión de la industria con los actuales salarios, los obreros proponen la nacionalización de las minas.
Esta fórmula no es de hoy. Los gremios mineros sostuvieron por allá en 1920 una huelga de tres meses. Les faltó entonces solidaridad activa de los gremios ferroviarios y portuarios. I esto les obligó a ceder por el momento. Mas el primer intento patronal de tocar los salarios, la reivindicación obrera ha resurgido. Hace varios meses el gobierno conservador evitó la huelga subsidiando a los industriales para que mantuvieran los salarios mientras se buscaba una solución. El plazo ha vencido sin que la solución haya sido encontrada. I como patrones y obreros no han modificado en tanto su actitud, el conflicto ha sobrevenido inexorable. Esta vez está con los mineros todo el proletariado británico.
Presenciamos, en la huelga general, inglesa, una de las más trascendentes batallas socialistas. Los verdaderos contendientes no son los patrones y los obreros de las minas británicas. Son la concepción liberal y la concepción socialista del Estado. Las fuerzas del socialismo se encuentran frente a frente a las fuerzas del capitalismo. El frente único se ha formado automáticamente en uno y otro campo. La práctica no consiente los mismos equívocos que la teoría. Los liberales han declarado su solidaridad con los conservadores. Los reproches a la política conservadora que acompañan la declaración no disminuyen el valor de esta. I en el frente obrero, luchan juntos Thomas y Coock, Mac Donald y Savlatkala.
Inglaterra es la tierra clásica del compromiso y de la transacción. Mas en esta cuestión de las minas el compromiso parece impracticable. En vano trabajan desde hace tiempo por encontrarlo los reformistas de uno y otro bando. Sus esfuerzos no producen sino una complicada fórmula de semi-estadización de las minas, cuya ejecución nadie se decide a intentar hasta ahora.
El problema de las minas constituye el problema central de la economía y la política inglesas. Toda la economía de la Gran Bretaña reposa, como es bien sabido, sobre el carbón. Sin el carbón, el desarrollo industrial británico no habría sido posible. Cuando el Labour Party propone la nacionalización de las hulleras, plantea el problema de transformar radicalmente el régimen económico y político de Inglaterra. En un país agrícola como Rusia la lucha revolucionaria era, principalmente, una lucha por la socialización de la tierra. En un país industrial como Inglaterra la propiedad de la tierra tiene una importancia secundaria. La riqueza de la nación es su Industria La lucha revolucionaria se presenta, ante todo, como una lucha por la socialización del carbón.
El Estado liberal desde hace tiempo se ve constreñido a sucesivas esporádicas concesiones al socialismo. Sus estadísticas han inventado el intervencionismo que no es sino la teorización del fatal proceso de la idea liberal ante la idea colectivista. El período bélico requirió un empleo extenso del método intervencionista. I, durante la post-guerra, no ha sido posible abandonarlo. El fascismo, que, en el plano económico, propugnaba un cierto liberalismo, incompatible desde luego con su concepto esencial de Estado, ha tenido que seguir en el poder una orientación intervencionista.
Pero el intervencionismo no es una política nueva. No es sino un expediente de la política demo-liberal. En Inglaterra, por ejemplo, ha podido hace meses postergar el conflicto minero, pero no se ha podido resolver la cuestión que lo engendra. El Estado liberal se queda inevitablemente en estas cosas a mitad de camino.
Los hombres de Estado de la burguesía inglesa saben que la única solución definitiva del problema es la nacionalización de las minas. Pero saben también que es una solución socialista y, por ende, anti-liberal. I que Estado burgués ha renegado ya una parte de su ideario pero no puede renegarlo del todo, sin condenarse a sí mismo teórica y prácticamente.
Por esto ninguno de los proyectos de semi-estadización de las minas ha prosperado. Han tenido el defecto original de su hibridismo. Los han rechazado, de una parte, en nombre de la doctrina liberal y, de otra parte, en nombre de la Doctrina socialista. I, sobre todo, a consecuencia de su propia deformidad, se han mostrado inaplicables.
No hagamos predicciones. El desarrollo de la batalla puede ser superior al que son capaces de prever los cálculos de probabilidades. Lo único evidente hasta ahora para un criterio objetivo es que se ha empeñado en Inglaterra una formidable batalla política que sus resultados pueden comprometer definitivamente el porvenir de la democracia burguesa. Los ingleses tienen una aptitud inagotable para la transacción. Pero esta vez la mejor de las transacciones sería para el régimen capitalista una tremenda derrota. Solo la suposición cruda y neta de sus puntos de vista puede contener la oleada proletaria.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La protesta de la inteligencia en España

La protesta de la inteligencia en España

Cada día se exaspera más en España el conflicto entre la dictadura y la inteligencia. Desde el confinamiento de don Miguel de Unamuno y de Rodrigo Soriano en la isla de Fuerte Ventura, los ataques de la dictadura de Primo de Rivera a la libertad de pensamiento no han reconocido ningún límite. No le basta al dictador de España la supresión de la libertad de prensa y de tribuna o sea de los medios de expresión del pensamiento. Parece decidido a obtener la supresión del pensamiento mismo.

Es probable que a Primo de Rivera y a sus edecanes les parezca que este es nada menos que un modo de regenerar a España. Un general que ha mostrado públicamente más respeto por una cortesana que por un filósofo no puede darse cuenta de que casi los únicos valores españoles que se cotizan aún en el mundo son sus valores intelectuales y espirituales. Los ibero-americanos sobre todo, no creeríamos viva a España -,viva en la civilización y en el espíritu- sin el testimonio de Unamuno y de Franco y sin el testimonio de los que, en el castillo de Montjuich o en otra cárcel de esta inquisición marcial, dan fe de que no ha perecido la estirpe de don Quijote.

La dictadura de Primo de Rivera y de Martínez Anido, en tanto, carece para la historia contemporánea hasta del interés de constituir un fenómeno original de reacción o de contrarreforma. Esta dictadura militar no es, como lo ha dicho Unamuno, sino una caricatura de la dictadura fascista. Entre el Marqués de la Estrella y Benito Mussolini la diferencia de categoría es demasiado evidente. Uno y otro representan la Reacción. Pero mientras Mussolini es un caso de condotierismo o cesarismo italianos, Primo de Rivera es apenas un caso de pretorianismo sud-americano, con todas las consecuencias y características históricas de una y otra clasificación.

Jiménez de Asúa, confinado en las islas Chafarinas por haber protestado contra este régimen desde su cátedra de la Universidad de Madrid, es uno de los representantes de la inteligencia española que Hispano-América más conoce y admira. Este solo título debía haber hecho respetable su persona. España no tiene hoy otra efectiva continuación en América que la que le aseguran su ciencia y su literatura.

Las universidades hispano americanas, que han recibido a Jiménez de Asúa como un embajador de la inteligencia española, han saludado en él a la España verdadera. Por sus claustros habría pasado, en cambio, sin ningún eco una galoneada y condecorada figura oficial.

Y uno de los méritos de Jiménez de Asúa es, precisamente, la honrada franqueza con que ha dicho a las juventudes hispanoamericanas su opinión sobre la dictadura de Primo de Rivera y el encendido optimismo con que les ha afirmado su esperanza en la revolución española. Jiménez de Asúa no será uno de los conductores de esta revolución. No es un hombre de acción; es solo un hombre de ciencia. Su ideología política me parece imprecisa. Está nutrida de abstracciones más que de realidades. Pero revela, en todo caso, al intelectual honesto, al cual nada puede empujar a una tolerancia cómplice con el mal.
El acta de acusación de Jiménez de Asúa, le atribuyen en primer lugar, una campaña de descrédito de España en los países de Hispano-América. Pero, desgraciadamente, para Primo de Rivera los llamados a fallar sobre este punto, somos nosotros los hispano-americanos. Y nosotros certificamos, por el contrario, que en estos países Jiménez de Asúa no ha dicho ni hecho nada que no merezca ser juzgado como dicho y hecho en servicio de España. Y del único ibero-americanismo que tiene existencia real en esta época.

La deportación de Jiménez de Asúa, según las entrecortadas noticias cablegráficas de España, forma parte de una extensa ofensiva contra la inteligencia. Don Miguel de Unamuno ha sido reemplazado en su cátedra de Salamanca, medida que determinó, justamente, la protesta de Jiménez de Asúa, reprimida con su reclusión en una isla de lúgubre historia. J. Alvarez del Vayo, el inteligente periodista a quien acaba de dar sonora notoriedad su honrado testimonio sobre la situación rusa, ha sido apresado. Sánchez Rojas, culpable a lo que parece de una conferencia sobre la personalidad de Unamuno, ha sido confinado en Huelva. Y la lista de prisiones y deportaciones de intelectuales es seguramente mucho más larga. No la conocemos íntegramente por el celoso empeño de la dictadura de encerrar a España dentro de sus fronteras. Pero las palabras que nos han llegado de una protesta de los más esclarecidos y acrisolados escritores y artistas de España, indican una múltiple y sañuda represión del pensamiento.
La inteligencia hispano-americana tiene que sentirse solidaria, sin duda, con la española, en este período de inquisición. Abundan ya las expresiones de esta solidaridad. No en balde Unamuno es uno de los más altos maestros de la juventud hispano-americana.
Pero la condenación histórica del régimen de Primo de Rivera y Martínez Anido no debe fundamentarse sustantivamente en su menosprecio ni en su hostilidad a los intelectuales. Este menosprecio, esta hostilidad no son sino una cara, una expresión de la política reaccionaria. El sentido histórico de esta política se juzga, ante todo, por los millares de oscuros presos del proletariado, que han pasado hasta ahora por las cárceles de Barcelona y Madrid.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena portuguesa

La escena portuguesa

Sería injusto pensar, a propósito del reciente golpe de estado portugués, que el Portugal está imitando a la España de Primo de Rivera y Martínez Anido. Al Portugal no se le puede negar el mérito de ser, en este siglo, bastante más original que España en su política y sus instituciones. Mientras los republicanos españoles no han sabido ni han podido hacer nada mejor que transigir con la monarquía borbónica, los republicanos portugueses han logrado, primero, fundar su república y, enseguida, defenderla contra la nostalgia de la dinastía de los Braganza. España, por germanofilia de la monarquía, no quiso salir de la neutralidad. El Portugal, por aliadofilia de la república, intervino en la guerra.

Estos contrastes no son en sí mismos, evidentemente, una prueba de progresismo del Portugal y de conservantismo de España. Una república, muchas veces, no vale más que una monarquía. No es raro que valga aún menos. Y la participación en la gran guerra ha dejado de ser considerada como una benemerencia desde que se fueron a pique, tragadas por los vórtices de los imperialismos, los beatos principios del Presidente Wilson.

Pero aquí no se trata sino de constatar el derecho del Portugal a sentirse diferente de España. Los antecedentes del reciente golpe militar -dirán con razón los portugueses- no están en la gesta del general Primo de Rivera sino en la propia historia del Portugal. Todos los cambios de gobierno que ha experimentado el Portugal desde el derribamiento de la monarquía en 1910, han reposado en un pronunciamiento militar. En solo los años 1920 y 1921 se realizaron en el Portugal tres golpes de mano militares. La renovación del gobierno ha dependido casi siempre de la decisión de un manípulo de belicosos oficiales. Y los oficiales se han presentado divididos en republicanos y monarquistas y subdivididos en varias filiaciones menores, más o menos contingentes y accidentales.

El último pronunciamiento se distingue, empero, de los anteriores, aunque no sea sino formalmente. Esta vez el ejército no ha puesto el peso de sus armas del lado de una de las facciones políticas. Ha establecido una dictadura marcial que, por su lenguaje al menos, no carece de parecido con la de España. Este régimen, por otra parte, se declara por encima de todos los partidos y se atribuye la representación de los intereses nacionales. Y aquí el parentesco de las dos dictaduras aparece incuestionable. Las dos pertenecen incontestablemente a la misma familia histórica.

No sabemos todavía si, como es característico en todo movimiento fascista, los autores del golpe de estado del Portugal achacan todas las desgracias de la patria a la política y al parlamentarismo. En el Portugal las quejas contra el parlamentarismo, en los labios de los oficiales, serían festivamente injustas. Pues en el Portugal, de la inestabilidad de los gobiernos el más responsable no ha sido nunca el parlamento sino, en todo caso, el ejército. Nadie puede pretender que en el Portugal haya habido un parlamentarismo excesivo. (Aunque si se quiere confrontar este aspecto de la política de uno y otro país, resulta que tampoco en España existió parlamentarismo ni excesivo ni verdadero. Y que en España la vida de los gabinetes encontró frecuentemente en las deliberaciones de las “juntas de defensa” mayor amenaza que en los debates del parlamento. La liquidación de la empresa de Marruecos, reclamada por el pueblo, ¿no fue siempre estorbada por el temor al ejército?)

La guerra dejó al Portugal graves problemas financieros. No todo fue laureles y honores. El comercio de sardinas y de vinos obtuvo, durante la guerra, pingües beneficios; pero el Estado, embarcado en una serie de empréstitos consumidos en la costosa aventura, quedó completamente exangüe. La república, responsable de la intervención, se vio amenazada a consecuencia del malcontento nacido de la crisis económica. Los partidarios de la monarquía intentaron explotar el mal humor popular. El gabinete se encontró frente a un intrincado haz de problemas financieros y políticos. El presupuesto no conseguía balancearse. Los déficits se acumulaban. La moneda se desvalorizaba a causa de la inflación y de la deuda pública. Y en esta atmósfera se incubaban sucesivas conspiraciones.

El golpe de estado militar demuestra que la crisis subsiste. Es en sus lineamientos esenciales la misma crisis en que desde la guerra se debate el mundo occidental. Y ya sabemos que en ningún país la dictadura, más o menos marcial o más o menos fascista, ha sido una solución. Al gobierno de Primo de Rivera todas sus fanfarronadas y todas sus violencias no le han servido para resolver ninguno de los viejos problemas españoles. Apenas si le han bastado para crear algunos problemas nuevos. El del régimen, verbigracia. Ningún liberal español honrado puede perdonar a la monarquía su complicidad con Primo de Rivera. Los políticos y escritores exiliados plantean abiertamente, como una cuestión básica, la cuestión del régimen. Afirman que con Primo de Rivera debe echarse a Alfonso XIII.

En el Portugal la historia no puede ser distinta. De otro lado, en el Portugal la inestabilidad, la interinidad, parece desde hace mucho tiempo la característica sustantiva de todos los gobiernos. Ahí los malos gobiernos tienen siempre la ventaja de ser siempre breves. Un amigo un poco humorista que, justificando su indiferencia por la prensa, sostenía la posibilidad de suponer aproximadamente todas las novedades del cable, me decía una vez: -Apuesto que la novedad de hoy es un golpe de estado en el Portugal.- Yo hubiera querido contradecirlo para defender mi costumbre de leer los diarios. Pero, desgraciadamente, lo que mi amigo suponía era esa vez cierto.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

En este libro polémico, agresivo -cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español-Giovanni Papini continúa su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Domenico Giulotti, que, en un libro lleno de pasión y ardimiento, “La Hora de Barrabás”, asumió hace tres años la mística actitud de cruzado tomada por el autor de “La Historia de Cristo”.
El “Diccionario del Hombre Selvático” no es un libro de apologética. Es, más bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores “la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero no cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuliginosos vapores de cinco siglos de pestilencias espirituales”. Este “diccionario” es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los “diccionarios” de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la “Exegese des Lieux Comuns” de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giulotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y Giulotti es un catolicismo beligerante, combatiente, colérico.

Papini y Giulotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giulotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.

Su rencor contra la modernidad se traduce por ejemplo en una acérrima diatriba contra América. “La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, las patatas pesadas para el estómago y la Declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad- fue querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo”.

La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giulotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu -Joseph Delteil- ha hecho en su “Juana de Arco” -libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura- el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.

Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatamos que el caso de Papini, convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos moderno angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo, buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece un asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura. Tenemos en el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.

Papini, extremista orgánico, tenía que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o a la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de raro ni de ilógico en que lo hayan conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre. “¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo de ensangrentar aún sus pies por ásperos caminos, lo veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de las fórmulas religiosas y del éxito material?” Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable. Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La agitación revolucionaria en España

La agitación revolucionaria en España

Las noticias cablegráficas sobre el abortado movimiento contra la dictadura de Primo de Rivera, son insuficientes para comprender y juzgar exactamente la nueva fase en que parece haber entrado la política española. Con tan sumarios y oscuros elementos de juicio no se puede todavía apreciar el verdadero valor de la tentativa revolucionaria en la que, según la represión policial, resultan mezclados hombres tan diversos como Weyler y Marañón, Marcelino Domingo y el conde de Romanones.

La participación de Weyler, de Aguilera y de otros militares de alta jerarquía en el movimiento contra Primo de Rivera demuestran que a la dictadura le faltan cada día más el consenso de una gran parte del ejército.

Este hecho, -del cual se sintió la evidencia desde la primera hora del régimen militar- se conforma absolutamente con la tradición del militarismo español. Desde los más lejanos episodios de la batalla liberal, los militares se presentan en España divididos en liberales y reaccionarios. España careció en el período de su revolución burguesa de grandes figuras civiles. Los que más eficazmente acaso combatieron por el liberalismo y la constitución fueron bizarros caudillos militares del tipo de El Empecinado. Fundadamente piensan algunos hombres de estudio contemporáneos que la revolución liberal y burguesa de España se actuó en América, se resolvió en la revolución de la independencia hispano-americana. La clase civil, el espíritu burgués, no lograron su plenitud sino en las colonias, debido a las circunstancias económicas e históricas que propiciaban su emancipación. España ha sufrido la tragedia de no tener una burguesía orgánica, vigorosa y revolucionaria. Por esto, ha subsistido en España, apenas atenuado por la constitución, el antiguo poder de la monarquía y la aristocracia. Las constituciones no han constituido sino oportunistas concesiones de la monarquía. “El pueblo -escribe Eduardo Ortega Gasset en un reciente artículo de la revista “Europe”- estuvo siempre sometido a una dura tutela que ha debido su supervivencia al hecho de que supo siempre transigir cada vez que se vio en peligro. Entonces los reyes, con la perfidia tradicional de los Borbones de España, sabían fingir que aceptaban las conquistas del pueblo sin renunciar jamás a su poder personal. A la agitación, a la cólera de la opinión pública, la política ha opuesto siempre las resistencias reales seguidas de aparentes concesiones”. En este accidentado proceso de formación del feble régimen constitucional, herido de muerte por el golpe de estado de Primo de Rivera, el militarismo liberal ha jugado un rol activo, sobre todo cuanto ha sido más sensible la ausencia de fuertes figuras civiles.

Pero si la tradición del ejército en el último siglo, ha sido en parte liberal, en cambio ha sido casi invariablemente monárquica. La idea republicana no ha prendido nunca seriamente en el espíritu militar español. Y la monarquía como es natural, ha cultivado celosamente el sentimiento monárquico en el ejército. “Todos los esfuerzos de Palacio -dice Eduardo Ortega y. Gasset,- han tendido siempre a hacer del ejército no una fuerza nacional sino una fuerza monárquica”.

La responsabilidad de Alfonso XIII en el desastre de Annual, más acaso que su complicidad asombrosa en la gestación de la dictadura, ha debilitado sin duda el prestigio personal del rey en la parte más sana y consciente del ejército. Pero no es probable que haya afectado a la monarquía misma.

Por consiguiente, es indudable que el movimiento abortado, no obstante la intervención de elementos calificadamente izquierdistas y republicanos, estaba dirigido solo contra la dictadura. Su programa se detenía en el restablecimiento de la constitución. No llegaba, ni siquiera en principio a la abolición de la monarquía. La presencia del conde de Romanones entre los conspiradores confirma los propósitos meramente restauradores de este frustrado contra-golpe.

El viejo liberalismo, el antiguo constitucionalismo, dominaban inequívocamente, en el movimiento que, tal vez por esta razón, ha sido batido. El estudio de las circunstancias que engendraron el régimen de Primo de Rivera y Martínez Anido prueba hasta la saciedad que el pueblo español no necesita una tímida restauración, sino una revolución verdadera y auténtica. No es ya tiempo de reconstruir un régimen monárquico-constitucional, que no solo la crisis mundial de la democracia capitalista sino, ante todo, su particular experiencia de tantos años, condena definitivamente a la bancarrota y al tramonto.

Claro está que no se debe olvidar que todas las grandes revoluciones han tenido generalmente un principio muy modesto. La revolución rusa nació de un movimiento de la burguesía “cadete” y de la nobleza liberal. Pero en Rusia existía, además de una profunda agitación del pueblo, un partido revolucionario, conducido por un genial hombre de acción, de miras claras y netas.
Esto es lo que falta presentemente en España. El partido socialista sigue a hombres dotados de estimables condiciones de inteligencia y probidad, pero desprovistos de efectivo espíritu revolucionario. El partido comunista, demasiado joven, no constituye aún sino una fuerza de agitación y propaganda. Los intelectuales del Ateneo -que han sido, seguramente, los animadores originales de la tentativa- representan conspicuamente un nuevo pensamiento científico y hasta filosófico; pero no representan específicamente un nuevo pensamiento político. Y una revolución política no puede ser obra sino de un pensamiento político también.

Pero nada de esto disminuye el interés de los últimos acontecimientos. Tiende solo a fijar sus reales alcances. La tartarinesca dictadura de Primo de Rivera y Martínez Anido se ha exhibido, al tambalearse, en toda su miseria intelectual y material. España ha entrado otra vez en la era un poco romántica de los pronunciamientos y de las conspiraciones. Sus grotescos dictadores no podrán ya dormir tranquilos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena suiza

El orden demo-liberal-burgués tiene su más acabada realización en la república federal suiza. Inglaterra es, ciertamente, la sede suprema del parlamentarismo, el liberalismo y el industrialismo, esto es de los principios y fenómenos fundamentales de la civilización capitalista. Pero Inglaterra es demasiado grande para que todas las instituciones posibles de la democracia hayan podido ser ensayadas y establecidas en su gobierno. Inglaterra ha continuado siendo una monarquía. Su aristocracia ha conservado todas sus fuerzas formales y algunos de sus privilegios reales. Inglaterra, sobre todo, es un imperio, de modo que internacionalmente no está en grado de aceptar y menos aún de aplicar las últimas consecuencias del pensamiento demo-liberal. Suiza en cambio, hasta por su geografía de país de tráfico internacional, se encuentra en condiciones de conformar tanto su política interna como su política exterior a este ideario. La democracia puede funcionar en Suiza con la misma precisión con que funcionan sus relojes. El ordenado espíritu suizo ha dado a su democracia un mecanismo de relojería. En un país pequeño, de población densa y culta, exenta de ambiciones e intereses imperialistas, la experiencia democrática ha conseguido cumplirse casi sin obstáculos.
El demos tiene en Suiza, como es sabido todos los derechos. Tiene el derecho de referéndum y el derecho de iniciativa. El poder ejecutivo se renueva anualmente. El ciudadano suizo se siente gobernado por la mayoría. Le basta formar parte de la mayoría para que no le quepa la menor duda de que se gobierna a sí mismo. I esto lo induce, como es lógico, a gobernarse lo menos posible. Las mayorías hacen en Suiza el uso más prudente y ponderado de sus derechos. Lo que no es solo una cuestión de educación democrática sino también de comodidad política de todo suizo mayoritario.
En esta época de pustchismo y fascismo, Suiza se presenta como el primer país más inmune a la dictadura. Ni el burgués, ni el pequeño burgués suizos pueden comprender todavía la necesidad de reemplazar su consejo federal por un directorio ni su presidente de la república por un Mussolini. Suiza no quiere césares ni condottieres Mussolini es el más impopular de los jefes de estado contemporáneos de la democracia helvética, no por su propósito nacionalista de reivindicar el Ticino como por su personalidad megalómana de César y dictador. El demos suizo está demasiado habituado a la ventaja de no sufrir, ni en la política ni en el gobierno, personalidades exorbitantes y excesivas. Un buen presidente de la república puede ser un relojero. Motta, elegido varias veces para estar a cargo, tiene, por ejemplo, el prestigio de hablar correctamente las tres lenguas de este país trilingüe y de pronunciar hermosos discursos en las asambleas de la Sociedad de las Naciones.
La función de Suiza en la historia contemporánea parece ser -a consecuencia de su democracia, de su urbanidad y de su geografía- la de servir de hogar de casi todos los experimentos y los ideales internacionalistas. Desde hace muchos años las organizaciones internacionales eligen generalmente una ciudad suiza como su sede central. A comenzar de la Cruz Roja, tienen su asiento en Suiza todas las centrales del internacionalismo humanitario y pacifista. No están en Suiza las internacionales obreras. Pero a la historia de la Segunda Internacional se halla memorablemente vinculado el país suizo, por haberse celebrado en Basilea el último de sus congresos pre-bélicos y en Berna el congreso que en 1919, concluida la guerra, estableció las bases de su construcción. Y en cuanto a la Tercera Internacional puede considerarsele incubada en Suiza por haberse realizado en Zimmerwald y Kienthal, durante la guerra, las conferencias de las minorías socialistas precursoras del programa de Moscú. De otro lado, la Suiza albergó hasta la víspera de la revolución, a sus principales actores, de Lenin a Lunateharsky. En Zurich, en un modesto cuarto amueblado, habitaron y trabajaron Lenin y su mujer por varios años preparando esta revolución que, según sus propios adversarios, constituyen el más colosal ensayo político y social de la época.
Mas el internacionalismo que característicamente reside en suelo suizo es el internacionalismo liberal, no el socialista. Ginebra, la ciudad de Rousseau y de Amiel, aloja periódicamente a los parlamentarios del desarme o de la paz. Ahí tiene su domicilio la Sociedad de las Naciones. Hace algunos años se firmó en Lausanna la paz entre Occidente y Turquía. Hace un año se firmó en Locarno la nueva paz europea. A orillas de un lago suizo, Europa se siente, invalorablemente, pacifista.
¿Desmiente, entonces, Suiza la tesis de la irremediable decadencia de la democracia? No la desmiente; la confirma. Ni su democracia ni su neutralidad han preservado a Suiza de la tremenda crisis post-bélica. Suiza, país prevalentemente industrial -el 78% de la población en 1919 trabaja en la industria y el comercio- vio declinar a consecuencia de esta crisis, sus exportaciones. Sus principales industrias tuvieron que afrontar un periodo de duras dificultades. Los industriales pretendieron naturalmente encontrar una solución a expensas de la clase trabajadora. El gran número de desocupados creó una atmósfera de agitación y descontento. Se sucedieron como en los demás países de Europa, las huelgas y lock-outs. La izquierda del socialismo suizo dio su adhesión al comunismo. Y la crisis, en general, evidenció que la democracia y sus instituciones son impotentes ante la lucha de clases. Suiza, malgrado su tradición de liberalismo, no ha sabido abstenerse de emplear medidas de excepción contra los comunistas. La democracia suiza no admite ninguna amenaza seria al dogma de la propiedad privada.
El sino de la democracia en Suiza tiene que ser, por otra parte, el mismo que en los otros pueblos de Occidente. No es en Suiza sino en Inglaterra, en Alemania, en Francia, donde se esclarece actualmente si la idea demo-liberal ha cumplido ya su función en la historia. Pero la experiencia suiza no estará, en ningún caso, perdida en el progreso humano.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El drama del franco ha decidido a la burguesía francesa a reconciliarse. Este gabinete de concentración republicana que encabeza Poincaré se reduce, en último análisis, a un gabinete de concentración burguesa. Todos los cuerpos y todos los líderes burgueses de la cámara están ahí. El bélico Tardieu y el ambiguo Briand, el opaco Leygues y el pávido Painlevé, el anodino Barthou y el desventurado Herriot, han aceptado la jefatura de Poincaré en un ministerio que pretende tener el aire de un ministerio de unión sagrada. Fuera de este gabinete, solo están, a la derecha la minúscula patrulla monarquista y a la izquierda, algunos radicales-socialistas, los socialistas y los comunistas.

¿Qué ha pasado en el parlamento francés, dividido antes -sin contar las dos extremas, monarquista y comunista,- en dos campos, en dos coaliciones aparentemente inconciliables, el bloque nacional y el cartel de izquierdas?

La cámara nacida de las elecciones de 11 de Mayo es, materialmente, por su composición y su estructura, la misma que ahora preside Raoul Peret y que se dispone a acordar al hombre de la ocupación del Ruhr los votos de confianza que necesite su política de estabilización del franco. Pero, psicológica y espiritualmente, no es ya la Cámara que, encontrando insuficiente el licenciamiento del ministerio de Poincaré, reclamó y obtuvo en mayo de 1924 la renuncia de Millerand, presidente de la república. En dos años, de los más tormentosos de la política parlamentaria francesa, se ha cumplido, con éxito negativo, el experimento político propugnado por la mayoría del 11 de mayo. El cartel de izquierdas, vencedor en las elecciones, roído desde su nacimiento por un mal insidioso y congénito, se ha disgregado gradualmente en estos dos años. Desde mucho antes de la caída del primer gabinete Herriot, asistimos al proceso dramático de su disolución. El último gabinete Herriot ha sido una postrera tentativa por mantener aún a flote por algún tiempo la esperanza y la ficción de un gobierno de las izquierdas. Hoy, naufragada en pocas horas esta tentativa tímida y tardía, vemos a una parte del cartel reunida al antiguo bloque nacional, mientras la otra parte -el partido socialista- se siente de nuevo casi sola en la oposición.

El retorno de Poincaré representa simplemente un fracaso del reformismo. Pero no únicamente, -como querrán hacer creer los enemigos a ultranza de la idea socialista- un fracaso del reformismo socialista, sino también, y sobre todo, del reformismo burgués. El cartel de izquierdas -coalición de los partidos avanzados de la burguesía, radical-socialista y republicano-socialista, con el partido moderado de la clase obrera- era una fórmula reformista. Se combinaban y entendían en esta fórmula dos evolucionismos: el de la burguesía y el del proletariado. Ninguna crítica de buena fe podía identificar lealmente al cartel de izquierdas como una fórmula revolucionaria. Los comunistas franceses, antes y después del 11 de mayo, denunciaron incansablemente el verdadero carácter del cartel.

La quiebra de esta híbrida alianza no es, pues, una derrota de la revolución sino tan solo una derrota de la democracia. Con el cartel naufraga exclusivamente la reforma. Los excelentes y optimistas burgueses que, guiados por un risueño retor, se creyeron capaces el 11 de mayo de combatir a fondo por la democracia, contra su propia clase, regresan ahora, desilusionados y maltrechos, bajo la bandera equívoca de una concentración republicana, a la teoría y la práctica de la unión sagrada de la burguesía. El partido socialista, por su parte, -liquidado desastrosamente el experimento reformista,- vuelve a asumir, en el parlamento, su función de partido del proletariado.

No hay otra cosa sustancial en la solución de la última crisis ministerial francesa. El éxito personal de Poincaré es una cosa adjetiva. Si Herriot, Painlevé, etc., se han visto obligados a aceptar la dirección del “gran lorenés”, no es menos cierto que este, a su turno, se ha visto obligado a aceptar la colaboración de esos políticos que, en mayo de 1924, lo arrojaron estrepitosamente del poder, achacándole casi toda la responsabilidad de la situación de Francia en la post-guerra. El bloque nacional poincarista no puede suprimir definitivamente al radicalismo o, mejor dicho, al reformismo, sino a costa de digerirlo y asimilarlo.

De otro lado, es absurdo aguardar de Poincaré una obra de taumaturgo. El drama del franco comenzó al día siguiente de la victoria francesa. Poincaré cayó en mayo de 1924, precisamente por haberse mostrado impotente para resolverlo. Antes que los precarios ministerios que se han sucedido del 11 de mayo a la fecha, trató de reordenar las finanzas francesas un sólido ministerio del bloque nacional dirigido por Poincaré. Los resultados de su gestión son demasiado notorios.

Poincaré no tiene un programa propio de restauración del franco. Su programa toma en préstamo algo a todos los programas del parlamento. El “gran lorenés” no posee siquiera dotes de dictador. Crecido y formado en la atmósfera parlamentaria de la Tercera República, no puede romper con sus “inmortales” principios. Tiene la mentalidad y el espíritu de la pequeña burguesía francesa. Y es por esto que la pequeña burguesía lo adora.

Espíritu de clase media, impregnado de todos los prejuicios del parlamentarismo, Poincaré sabe muy bien que no es a él, en todo caso, a quien le tocará jugar en Francia el rol de dictador o condotiere. León Blum lo ha definido agudamente en una interview. “Poincaré, -ha dicho- ha menester de sentir en torno suyo el afecto y la devoción de los hombres. Para obtenerlos usa, en lo privado, la afabilidad y hasta la coquetería. Pero hay en él algo que detiene el impulso de los otros: una sequedad íntima, una meticulosidad excesiva y desconfiada, un amor propio siempre herido. Lo tiene a punto de que cuando toma una resolución, piensa en el artículo que escribirá Tardieu al día siguiente y de que su resolución es influenciada por este pensamiento. Hay en él algunos lados imprevistos. Así, por ejemplo, la fuerza física lo atrae. Una alta estatura lo impresiona, le da miedo. No busquéis en otra cosa la extraña influencia que ejerce sobre él Maginot. Su ascendiente es exactamente el mismo que el gigante Gastón Bonvalot ejercía sobre el pobre Lemaitre”. Blum completa su juicio, reconociendo a Poincaré grandes cualidades -orden, potencia intelectual y vasta cultura-, pero negándole el sentido de lo real, de la aplicación concreta, y declarando que sería admirable en el papel de segundo de un hombre de genio”.

El dinero, la burguesía, han dado a Poincaré, para el ministerio que acaba de constituir, un crédito de confianza. He ahí toda la clave de su ascensión al poder en traje de salvador de la patria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción de México

La reacción de México

Objetivamente considerado, el conflicto religioso en México resulta, en verdad, un conflicto político. Contra el gobierno del general Calles, obligado a defender los principios de la Revolución, insertados desde 1917 en la constitución mexicana, más que el sentimiento católico se rebela en este instante el sentimiento conservador. Estamos asistiendo simplemente a una ofensiva de la Reacción.

La clase conservadora y terrateniente, desalojada del gobierno por un movimiento revolucionario cuyo programa se inspiraba en categóricas reivindicaciones sociales, no se conforma con su ostracismo del poder. Menos todavía se resigna a la continuación de una política que, —aunque sea con atenuaciones y compromisos— actúa una serie de principios que atacan sus intereses y privilegios. Por tanto, las tentativas reaccionarias se suceden. La reacción naturalmente, disimula sus verdaderos objetivos. Trata de aprovechar de las circunstancias y situaciones desfavorables al partido gubernamental. La insurrección encabezada por el general de La Huerta fue hace tres años sus última ofensiva armada. Batida en otros frentes, presenta ahora batalla a la Revolución en el frente religioso.

No es el gobierno de Calle el que ha provocado la lucha. Por el contrario, acaso para atemperar las prevenciones suscitadas por su reputación de radical incandescente, Calles se ha mostrado en el gobierno más preocupado de la estabilización y afianzamiento del régimen que de su programa y su origen revolucionario. En vez de acelerar el proceso de la revolución mexicana, —como se esperaba de parte de muchos,— el gobierno de Calles lo ha contenido. La extrema izquierda, que no ahora censuras a Calles, denuncia al laborismo que su gobierno representa como un laborismo archidomesticado.

Por consiguiente, la agitación católica y reaccionaria no aparece causada por una política excesivamente radical del gobierno. Aparece más bien, alentada por una política transaccional que ha persuadido a los conservadores de declinamiento del sentimiento revolucionario y ha separado del gobierno a una parte del proletariado y a varios intelectuales izquierdistas.

El proceso del conflicto revela plenamente su fondo político. México atravesaba un periodo de calma cuando los altos funcionarios eclesiásticos anunciaron de improviso, y en forma resonante, su repudio y sus desconocimiento de la constitución de 1917. Esta era una declaración de beligerancia. El gobierno de Calles comprendió que preludiaba una activa campaña clerical contra las conquistas y los principios de la Revolución. Tuvo que decidir, en consecuencia, la aplicación integral de los artículos constitucionales relativos a la enseñanza y al culto. El clero, manteniendo su actitud de rebeldía, no ocultó sus voluntad de oponer una extrema resistencia al Estado. Y el gobierno quiso entonces sentirse armado suficientemente para imponer la ley. Nació así ese decreto que amplía o reforma el código penal mexicano estableciendo graves sanciones contra la trasgresión y la desobediencia de las disposiciones constitucionales.

Este es el decreto contra el cual insurge el clero mexicano suspendiendo los servicios religiosos en las iglesias e invitando a los fieles a una política de no-cooperación disminución de sus gastos al mínimo necesario a fin de reducir en lo posible su cuota al Estado.

El rigor de algunos de las disposiciones del decreto —verbigratia de la que prohíbe el uso del hábito religioso fuera de los templos— es sin duda excesivo. Pero no se debe olvidar que se trata de una ley de emergencia reclamada al gobierno por la necesidad política, más que por el compromiso programático o ideológico, de aplicar, en el terreno de la enseñanza y el del culto, los principios de la Revolución.

La Iglesia invoca esta vez en México un postulado liberal: la libertad religiosa. En los países donde el catolicismo conserva sus fueros de confesión del Estado, rechaza y execra este mismo postulado. La contradicción no es nueva. Desde hace varios siglos la Iglesia ha aprendido a ser oportunista. No se ha apoyado tanto en sus dogmas como en sus transacciones. Ya, por otra parte, el ilustre polemista católico Louis Veuillot, definió hace tiempo la posición de la Iglesia frente al liberalismo en su célebre respuesta a un liberal que se sorprendía de oírle clamar por la libertad: —"En nombre de tus principios, te la exijo; en nombre de los míos, te la niego."

Pero en la historia de México, desde los tiempos de Juárez hasta los de Calles, le ha tocado al clero combatir y resistir a las reivindicaciones populares. La Iglesia ha contrastado siempre en México, en nombre de la tradición, a la libertad. Por ende, su actitud de hoy no se presta a equívocos. La mayoría del pueblo mexicano sabe demasiado bien que la agitación clerical es esencialmente una agitación reaccionaria.

El estado mexicano pretende ser, por el momento, un estado neutro, laico. No es el caso de discutir su doctrina. Este estudio no cabe en un comentario rápido sobre la génesis de los actuales acontecimientos mexicanos. Yo, por mi parte, he insistido demasiado respecto a la decadencia del Estado liberal y al fracaso de su agnosticismo para que se me crea entusiasta de una política meramente laicista. La enseñanza laica, como otra vez he escrito, es en sí misma una gastada fórmula liberal.

Pero el laicismo en México, —aunque subsistan en muchos hombres del régimen residuos de una mentalidad radicaloide y anticlerical— no tiene ya el mismo sentido que en los viejos Estados burgueses. Las formas políticas y sociales vigentes en México no representan una estación del liberalismo sino una estación del socialismo. Cuando el proceso de la revolución se haya cumplido plenamente, el Estado mexicano no se llamará neutral y laico sino socialista.

Y entonces no será posible considerarlo antireligioso. Pues el socialismo, es también una religión, una mística. Y esta gran palabra Religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

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