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Fondo José Carlos Mariátegui Francia
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Dedicatoria de César Vallejo

Dedicatoria de César Vallejo:
Para José Carlos Mariátegui, el gran escritor y generoso amigo.
Este libro de lucha, que acaba de aparecer esta mañana
César Vallejo
París, 16 de marzo de 1928

Vallejo, César

Carta de Armando Bazán, 12/12/1929

París, 12 de diciembre de 1929
Muy querido José Carlos:
La carta que recibe Vallejo me da el convencimiento que Ud. no ha recibido ninguna de mis cartas. Le he escrito por intermedio de J.M. y de J.C. en más de seis ocasiones. Le he preguntado repetidas veces por el No. del cheque que hicieron a la N.R.F. Esos señores me ofrecieron hacer el envío tan luego me presenté a ellos con los papeles. Fue después, cuando un día fui de nuevo por casualidad, que me informaron que el envío no había sido hecho porque no tenían el comprobante del cheque. Inmediatamente le escribí, le volví a escribir; le encargué a K... y nada. Como nuestro amigo es de lo más olvidadizo, estoy seguro que ni siquiera le habló de ello una sola palabra. Si esta carta tiene pues la suerte de llegar a su poder deme Ud. este dato a la brevedad posible.— Le decía también en mis anteriores que El Mundo no me había escrito y ahora le digo de nuevo que no me ha escrito una sola palabra, ni siquiera dándome las gracias por la colaboración ya Ud. comprenderá que menos pueden hacerlo haciéndome el envío de remuneración. He hecho todo lo humanamente posible por sostenerme aquí en París escribiendo crónicas para periódicos de la América del Sur y en todas partes no he obtenido sino el resultado del Mundo. Vallejo obtuvo la promesa de que me pagarían en Mundial— El mismo resultado: han publicado varios artículos y cuando la persona encargada se presentó a cobrar no le quisieron ni oír. Aquí en París he trabajado en todo lo que puede trabajar un hombre y es así como hasta hoy he vivido. Pero como las cosas se van poniendo difíciles creo que no me queda otro remedio que salir de Francia, no importa a dónde ni cómo.— Si Ricardo o algunos de nuestros amigos puede, encárguele Ud. de reclamar 4 ó 5 artículos míos que Mundial no debe haber publicado. Algunos de ellos pueden serle interesantes.
La situación de casi todos nuestros amigos es ahora indecisa en París. E.... debe embarcarse próximamente. Vallejo también tiene el proyecto de ir al Perú. Yo voy a ensayar un viaje a España mientras me sea posible seguir a nuestros compañeros si así se juzgara necesario.
Este viaje en todo caso lo haré dentro de dos o tres meses; de tal manera que espero aquí su contestación.
No hemos visto sino el N° 25 de Amauta.— Le envié junto con varios poemas y crónicas de libros, míos, un artículo de Marta Vergara, escrito exclusivamente para nuestra revista. No sé tampoco nada de ello. Esta dificultad de comunicarnos es el más grande daño que nos pueden hacer a todos.
Bustamante, que se encuentra de paro aquí en París, no ha cambiado ni una línea en su manera de ser. Siempre anda como la lagartija metiéndose por agujeros invisibles con tal de escaparse de nuestras manos. Así es en todas partes.
La Librería Cuesta recibe y ha recibido siempre puntualmente la revista. Hace también todo lo posible por propagarla. Es entre todas las revistas que recibe, de América y de España, la más buscada.
No sé nada de su casa. Julia no ha contestado ninguna de mis cartas. No sé si ella también está comprendida en la censura— ¿Y los chiquillos? y Anita?
Le envío adjunta una carta para el Director de El Mundo. Haga Ud. de ella el uso que crea conveniente. Si le llegaran hacer algún pago y si la suma tuviera alguna importancia hágame Ud. un giro por cable. En ese caso con toda certeza me iré a España, siempre como le digo anteriormente, dentro de dos o tres meses.
He trabajado intensamente. Trato y he tratado de hacer siempre por poner luz en esa ignorancia compacta con la que se viene de América y a la que Ud. mi querido J. C. comenzó a dar los primeros golpes maestros. Tengo un libro de cuentos, que aunque no los juzgo de fibra noblemente revolucionaria tienen el valor de haberme servido de gimnasia. Si Vallejo va a Lima le encargaré muchísimas cosas para Ud. Él le será de un alivio enorme. Él es de los más fuertes y de los más nobles; de los que con mayor amor se han inclinado y reconocido el valor de la nueva obra en América.
Escríbase Ud. siempre con mi dirección a 11 Av. de L’Opera —Grds. Journaux— —Yo recibo regularmente mi correspondencia— Le encargo mis más cariñosos recuerdos para Anita y los niños. Reciba el abrazo fraterno de
Armando

Bazán, Armando

Carta de Augustin Habaru, 16/11/1929

Paris, 16 de noviembre de 1929
Señor José Carlos Mariátegui
Lima (Pérou)
Mon Cher Camarade,
Je communique votre lettre du 10 Octobre à notre administration. Je vous remercie pour votre article sur Le Ciment que nous publierons prochainement.
Si vous en avez la possibilité, je serais heureux de votre participation à notre débat contradictoire sur La Crise du Socialisme, dont vous trouverez sous ce pli le premier article de De Man, Vandervelde, Karl Renner, Henriette Roland-Holst, des communistes, des socialistes nous ont envoyé des études importantes et ej serais heureux si votre article nous parvenait en temps utile. Pour le cas où ce ne serait pas possible, je ferais traduire un chapitre de votre Défense du Marxisme paru dans Amauta.
Saludations bien fraternelles
A. Habaru

Habaru, Augustin

Carta de Tristán Rémy, 11/10/1929

Paris, 11 de octubre de 1929
Mr. José Carlos Mariátegui
Sociedad Editora Amauta
Casilla de Correo 2107
Lima
Mon cher Camarade,
Nous préparons une anthologie mondiale des poètes révolutionnaires. Nous tenons à ce que les poètes révolutionnaires du Pérou, comme ceux de l’Amérique latine y soient répresentés. Voudriezvous, en conséquence, nous mettre en relation aves les poètes révolutionnaires que vous connaissez? Si nous pouvions réunir dans un temps assez court le matériel nécessaire à cette partie de notre publication, nous pourrions envisager de faire connaître ces poètes dans une anthologie destinée spécialement à la littérature révolutionnaire péruvienne, dans notre collection les 12.
Espérant que nous pouvons compter sur vous d’une façon certaine, recevez, mon cher camarade, mes salutations bien fraternelles.
Tristan Rémy

Rémy, Tristán

Carta de César Miró, 27/9/1929

París, 27 de setiembre de 1929
Querido José Carlos:
He esperado desde hace tiempo noticias suyas y no sé a qué atribuir este largo olvido en que me tienen todos en Lima. No recibo desde hace largos meses ni una sola carta que me diga algo de Ud., de Amauta, de nuestra Amauta. No sé tampoco si llegaría en su poder mi libro, que le envié tan luego pude disponer de un ejemplar. En carne propia he sentido por primera vez esa cruel tiranía de los editores.
El Inca, ofreciéndome las condiciones más ventajosas, sólo me ha dado derecho al 10% de la edición.
Supongo que habrá tenido Ud. noticia del raid Montevideo-México realizado por Blanca Luz, así como de nuestra separación que, aunque data de una fecha menos lejana, no habíamos querido anunciar a nadie aún. Hace en estos días precisamente un año que resolvimos, con toda la serenidad que el caso requería, orientar nuestras vidas en diferentes direcciones, ya que no nuestras ideas.
Hoy, en París, creo que ha sido una verdadera y acertadísima solución en favor de nuestra inquieta bohemia de 20 años. Así hemos de vivir con más hondura, tal vez.
He visto a Bazán y a Heysen. Ravines no está en París y Jorge Seoane volverá de Avignon en estos días. He llegado solo y se me ha recibido con soledad. Bazán vive en Chaville, a dos horas de París, y por esta causa no es fácil verlo con frecuencia.
Consuelo Lemetayer y Laura Rodig me encargan un saludo muy cariñoso para U. Le adjunto un artículo sobre esta última y algunas reproducciones de sus obras. Me pide Consuelo que le diga que ha recibido su carta, así como la que va dirigida a Ravines. Le contestará en estos días. Me dice también que ha conseguido algunas suscripciones para Chile que le enviará. A propósito, si Ud. me autoriza, puedo gestionarle yo también la difusión de Amauta entre el elemento latino-americano. Me encantaría poder ayudarlo y contribuir, aunque sólo sea en una forma pequeña, en la labor de colocar Amauta en el lugar que le corresponde.
Entrevisté a Barbusse hace algunos días en la redacción de Monde. Me habló entusiásticamente de Ud. y de Amauta. La próxima semana partirá nuevamente hacia Moscú. No le envío el artículo porque se publicará en El Comercio (tal vez), aunque me temo que esta gente me corte las alas uno de estos días.—Escríbame al Consulado. No me olvide. Me produciría un dolor enorme pensar que su relación conmigo no sea sino un reflejo del afecto que tiene por Blanca Luz. Tenga fe en mí que ya estoy hecho. Ahora tengo un poco más de 20 años y un mucho más de vida. Y créame, sinceramente, que he pensado más de una vez en volver a Lima para trabajar al lado de Ud. Dé mis recuerdos a Anita. Bese a sus chicos.
Lo abraza su compañero
César Alfredo

Miró, César (César Alfredo Miró Quesada)

Carta de Francisco García Calderón, 13/7/1929

París, 13 de julio de 1929
Estimado compañero:
Mucho le agradezco el envío de su libro que ha interesado vivamente.
Estoy casi siempre de acuerdo con Ud cuando estudia los diversos aspectos del problema indígena y ofrece soluciones. Me separo en otros puntos, como Ud. ha de suponerlo, sobre todo en lo que se refiere a la implantación del marxismo como panacea en un país como el nuestro sin capitalismo, sin industrias, de organización semi feudal.
Me parece muy importante el esfuerzo que ha realizado Ud. En el se patentizan altas cualidades de pensador y de escritor.
Le saluda su affmo compañero y S.S
Francisco García Calderón

García Calderón, Francisco

Carta de Eudocio Ravines, 24/6/1929

24 de junio de 1929
Mi querido José Carlos:
He recibido sus cartas, los documentos que me incluye, así como la que me escribe —muy lacónica— nuestro M. de la T. —Constato que estamos unánimes en mantener idénticos puntos de vista, en lo que se refiere a las líneas fundamentales; la carta de nuestro amigo el gringo gordo que me llega también, me confirma en este pensamiento y me hace ver con más claridad la orientación que Uds. dan al movimiento, que es absolutamente la mía y la de los compañeros que me acompañan aquí. —No hay que pensar, por ahora, sino en la gran responsabilidad y en la severa etapa de trabajo que tenemos delante.—
Frente a una serie de datos que poseo sobre nuestras cuestiones en América, no puedo sino expresarle mi más hondo optimismo. Su permanencia en el país es indispensable, hoy más que nunca. Necesitamos orientadores, hombres que a su capacidad de conocimiento de los problemas y la teoría, unan una constancia infatigable. Lo más difícil era iniciar la nueva etapa: en el Perú está iniciada: el manifiesto del 1° de Mayo lo estimo como el primer síntoma, como el primer documento de su iniciación. Sus términos generales plantean la cuestión inmediata en un terreno pragmático. La algazara grandilocuente, inflada, de los manifiestos de otra hora, se acalla. Hay en ese documento eso que nos falta tanto, un sentimiento exacto de la medida de los hechos y los hombres; hay más parquedad, más seriedad y una fuerza maciza en la autocrítica, sin descender, al hacerla, al plano —tan caro para nosotros latino-americanos— del ataque, la pelea y la discordia.—Esto es un gran paso, el primero de un movimiento que se incorpora seria y conscientemente en la historia política del Perú.—
La tarea que Ud. tiene delante, es enorme; la que corresponde a todos y cada uno de los camaradas no es menor. Va a ser necesario un esfuerzo grandioso: Uds. tienen el deber de desplegarlo. Mi opinión es que la tarea inmediata es la de la preparación de los cuadros. Preparación ideológica, teórica y práctica de los hombres que van a dirigir más tarde los sindicatos por su nuevo camino, de los que van a dirigir la C. G. T. y de los que van a tener a su cargo la preparación y la formación de los núcleos de la acción política.— Muchas de las deficiencias, vacilaciones, bellaquerías de nuestra clase, son, en mi opinión, el resultado de la ignorancia de nuestros compañeros, de la falta de comprensión de la masa de sus verdaderas tareas, de las finalidades de nuestra lucha, de los acontecimientos que se desarrollan a través del mundo, en el terreno de clase. Entramos en un período científico de organización: este período no puede basarse sino sobre la educación de las masas y, por el momento, de los hombres que van a ser los preparadores y los orientadores de la masa.—Ud. comprende que no es posible dejar a los camaradas abandonados a sus propias fuerzas.
Aquí quiero, hablándole francamente, hacerle un ligero reproche, que se refiere al pasado: Ud., después de su arribo al Perú, tuvo la oportunidad de convertirse en orientador y director de una serie de muchachos desorientados, con una magnífica voluntad, pero con una más magnífica ignorancia de las cosas sociales: entre éstos estaba yo. No se imagina Ud., mi caro amigo, cuánto he sufrido para orientarme. Yo no podía tener una fe profunda sino a través de un conocimiento profundo. Sentía a cada instante que la fe sentimental, la fe juvenil, fe de ‘nueva generación’ se me iba sin remedio, se me escapaba por todos los poros. Su intervención en este momento de ansiedad hubiera sido de un valor enorme para mí y, estoy seguro, para otros. No sé por qué causas Ud. limitaba demasiado su acción y parecía como querer inhibirse frente a una influencia más o menos profunda sobre los agitados. Le expreso esta cosa, que es un recuerdo banal, para que Ud. tome verdaderamente en serio su papel de orientador y educador. Fundamentalmente Ud. no superestima la importancia de las pequeñas burguesías urbanas, en lo cual estamos concordes, pero su propaganda toca, sin que Ud. lo quiera deliberadamente, estoy seguro, con mayor intensidad las capas pequeño-burguesas que las masas proletarias. Me parece que los esfuerzos de todos deben ir fundamentalmente a realizar la educación del proletariado, dentro del terreno de clase, sin despreocuparse por esto de la tarea en la que Ud. está empeñado y cuyo realismo de concepción está confirmado por los hechos.—
Mi más grande aspiración es salir y reunirme con Uds. para ayudarlos en el trabajo y en la acción: pero, mi caro amigo, tengo que romper una muralla. Yo creo, con Ud., que mi ingreso al país es cosa factible dentro de las actuales circunstancias y confío en un éxito de las gestiones que se hicieran... pero viene l otro problema, que es el que me tiene inmóvil. Un desplazamiento de tercera clase, con mi mujer, me costaría más de cincuenta libras... y como Ud. comprenderá no tengo ni una. Mi pobreza llega a límites que sólo yo conozco; me muevo dentro de condiciones sumamente estrechas, tanto que el par de zapatos que llevo no se han desprendido de mis pies durante veintiún meses. Por otro lado, aquí en París, no tengo ya nada que hacer: he adquirido lo que necesitaba adquirir; si algún país me convendría, caso de tener dinero y ante la imposibilidad de entrar al Perú, sería EE.UU. por la inmensa documentación que ofrece para estudiar la realidad latino-americana y la realidad mundial. Por otro lado yo hago gestiones a fin de ir a la Urs. pero hasta hoy no he obtenido resultados.
He pensado en la probabilidad de un empréstito personal, el que pagaría por mensualidades una vez llegado allá. Pero es demasiado problemático: no creo que haya un filántropo capaz de arreglarse en esta cuestión de reparaciones, sin Plan Young y sin garantías hipotecarias. Más aún, en un momento en que mi posición ideológica me ha enajenado la voluntad de casi todos los amigos, que hasta aquél entonces se sintieron solidarios conmigo y que hubieran podido prestarme ayuda en este momento para realizar mi empresa.— En lo que a mi familia se refiere, no puedo contar sino con mi madre y hermanas y Ud. sabe que ellas sobrellevan una vida de duras privaciones. Nada es posible esperar por ese lado.—
Tal vez a Uds. les sería posible ayudarme en el sentido siguiente: una demanda de los obreros, o de Uds. —en fin esto es cuestión que les correspondería enfocar— a la Troisiéme, o a la ic. en el sentido de que se me facilite el desplazamiento. Al mismo tiempo, tan luego como esto se hubiere obtenido, las gestiones necesarias ante el gobierno para que se me consintiera el ingreso. Yo, por mi lado, haría gestiones parecidas. Le ruego me escriba sobre este particular, tan claramente como fuere posible. Yo estoy absolutamente decidido a abandonar París y a ir al Perú, dentro del menor plazo que fuere posible.—
Para remediar un tanto mi crisis personal, he hablado con Vallejo y Bazán sobre la posibilidad de enviar crónicas sobre política mundial, a Variedades o Mundial; ambos se muestran pesimistas y lo creen inútil. ¿Ud. no me podría aconsejar nada sobre el particular? ¿Cree que sería posible la aceptación de una colaboración más o menos permanente? Claro que ningún artículo significaría, de ninguna manera, la menor abdicación, la menor concesión de mi pensamiento de militante que combatirá sin cesar las posiciones y las tácticas de la Segunda.
Le solicito esto último en el caso de que lo primero no fuera posible de parte de Uds.—
Acabo de recibir una carta de uno de nuestros amigos que se halla en Montevideo. Le escribo ampliamente.— Asimismo escribo a Blanca Luz. Sé que C. A. Miró Q. llegará en breve a París. Manuel Seoane da la noticia, anunciando que tiene muchas cualidades “pero que es mariateguista”...
Por lo que se refiere a nuestros amigos apristas, todo vínculo está roto. Sus apreciaciones sobre H. que leo por primera vez en la copia que me adjunta Ud. son justas y quizás hasta benévolas. Conmigo, la táctica seguida— ha sido inversa: es él quien no ha contestado a mis cartas, la última de las cuales tiene fecha 22 de marzo ppdo.— En breve escribiremos una carta colectiva a todos los desterrados, historiando el desacuerdo, exhibiendo documentos y demostrando su verdadera raíz, de una manera objetiva. Pensamos hacer esto, porque la campaña epistolar que viene haciendo el jefe del Apra. —según las pruebas que tengo— es de mentira, de falsificación de los hechos y de un ataque primitivo, infantil y absurdo. Nos parece que es necesario presentar a los otros desterrados la faz que no conocen, para que así puedan juzgar libremente y tomar la posición que les sea conveniente. Le enviaré algunos ejemplares de dicha carta.—
Es probable que H. se encuentre ahora empeñado en ajetreos acerca de los laboristas: tal ha sido su plan desde hace mucho y es indudable que dadas sus relaciones con algunos círculos y con algunas gentes, no es difícil que pueda obtener el contacto que busca. En cuanto a los resultados de su labor en este sentido, no puedo augurar ni asegurar nada concreto. Este simple hecho le dirá a Ud. cuál es el camino por el que este señor se precipita, después de haber tocado todas las puertas, a fin de poder salir de su pedestal de ‘primer estudiante’, etc. para saltar al de héroe más o menos actualizado. La popularidad de Sandino no deja de entusiasmarlo, aunque él la busca menos efímera y con una derivación hacia aquélla de la que disfruta y usufructúa Irigoyen. —Por lo que a mi concepto sobre él, yo pienso que es un ‘soñador megalómano’, inteligente, audaz, ‘vivo’, conocedor de todas las triquiñuelas grandes y pequeñas del reclame, profundamente ignorante de todo lo que sea marxismo, ciencia social, etc. Su cultura, en esto es simple cultura de revista, de periódico. No hay nada serio, ni profundo. Sin embargo, no hay que subestimarlo por dos razones: la primera por la influencia —cuya magnitud desconozco— que ejerce entre los medios obreros y pequeño-burgueses revolucionarios del Perú y segundo, por sus cualidades latino-americanas de demagogo, más peligroso que Alessandri y que Irigoyen.— Tarde o temprano tendremos que librarle combate.— De lo que debe Ud. estar plenamente seguro —para su labor entre los sectores aún hayistas del Perú— es que no está, ni estará jamás con nosotros; estará en contra tanto como sus ambiciones y nuestra debilidad lo permitan. —Hay que considerarlo como enemigo.
Los camaradas aquí se han entusiasmado con sus noticias, y con las que nos han llegado por diversos conductos. Las crónicas de Montevideo y Buenos Aires contribuyen a acrecentar el fervor. La noticia de la constitución de la CGT nos ha dado un ánimo inmenso.
Hasta pronto; espero sus noticias. Por este correo van cartas para Julio, Jacinto y R.M.L.; ruégueles que me acusen recibo.—
Un fraternal abrazo de su amigo y camarada.
Eudocio Ravines

Ravines, Eudocio

Carta de Lucien Quinet, 21/2/1929

Paris, le 21-11-1929
Monsieur J. Carlos Mariátegui
(Directeur de la Revue “Amauta”)
Lima – Pérou.
Mon Cher Confrère,
Le syndicat des Littérateurs Démocrates de France, fait appel à votre adhésion et vous demande votre concours. Nous espérons que vous lui accorderez.
Créé depuis deux ans, à l’instigation de nombreux journalistes et hommes de lettres, désireux d’etablir la coopération intellectuelle et le développment de littérature sociale économique, scientifique et artistique internationale, et d’envisager pour l’avenir la constitution de l’Union Internationale des Escrivains aux services de la Démocratie.
Ce seul fait ayant pu attirer votre attention, le Syndicat ne croit pas qu’il puisse faire autrement que de vous offrir une place parmi ses Members; c’est la moindre courtoisie que nous puissions avoir pour votre autorité dans le monde littéraire présent.
Nous pensons que notre appel ne será pas méconnu et nous espérons que vous nous ferez cet honneur pour qu’il nous soit posible d’atteindre le but que nous nous sommes imposé.
Dans l’attente du plaisir de vous lire, nous vous prions de croire, Mon Cher Confrère, à nos sentiments dévoués et fraternels.
Le Secrétaire General

Quinet, Lucien

Carta de John Achard, 14/11/1928

Lyon, 14 de noviembre de 1928
Compañero José Carlos Mariátegui
Revista Amauta, Lima. Perou
Estimado compañero:
Encargado desde hace tiempo por los amigos de la revista Lutte de Classes (antes Clarté) de las traducciones de las publicaciones de lengua espagnola, hace tiempo también que deseaba ponerme en relación con Ud. y los compañeros de América que actúan en el movimiento de vanguardia; tanto mas que nos une una gran communidad de pensamiento en lo que se refiere al porvenir de América (hablo de lo que se ha dado en llamar América-latina, lo que a mi ver no es mas que una denominación aproximada) he vivido 37 años en la república Argentina, durante los cuales me fue posible despojar el “hombre viejo”, como ingeniero me fue dado conocer toda la república, de Bolivia, del Chaco, al Río Negro, habiendo presenciado la pasmosa evolución de este país y el deseo de una vida intensa de su juventud por contraste me parece estar encerrado aquí en un sepulcro que huele a podredumbre, de todos los países que he visitado desde mi regreso, Francia, Italia, Suiza y Alemania, únicamente este último da la impresión de una marcha hacia el progreso, pero un progreso puramente económico-capitalista, es la formidable cuna introducida en Europa por la civilización financiera yankée, creo que será allí el punto de apoyo de la formidable palanca, la que permitirá al Norteamérica de intervenir en los asuntos europeos, y tal como lo había declarado hace muchos años ya el presidente Roosewelt, con una brutalidad de cow-boy, de colonizar Europa según las directivas de la “civilización yankée”.
Mucho me he valido de los documentos extraídos de su revista para dar unas conferencias en un sindicato de técnicos, junto con mis observaciones personales, es una cosa notable de la ignorancia, casi absoluta, en Francia particularmente, de las mas elementales nociones de geografía, Francia como un Budha esta en perpétua adoracion de su ombligo, de alli una vanidad puéril y malsana, la cual falsea de una manera terrible las relaciones internacionales, eso de dividir la humanidad en pays coloniales y semi-coloniales, y eso hasta en l’I.C. indica un resto de barbaria, cuidadosamente cultivado por los gobiernos interesados, cuando sobre el plano ético, sobre todo después de la guerra y la época, no menos desoladora de post-guerra, todos los paises que quieren pretender a una civilizacion supériora han demostrado estar a un nivel inferior a el que puede tener en este plano las últimas tribus de Australia. Si Bolivar tuvo un desaliento profundo al ver fracasar su pensamiento de una union Sudamericana, qué sentimiento puede tener uno al ver que la trágica experiencia de la guerra, esta carnicería espantosa, la miseria material é intelectual, el atraso moral, en fin todas las consecuencias terribles resultando directa é indirectamente de este cataclisme mondial no ha servido para nada! y ver los preparativos febriles de un cataclisme aún mayor, esta pseudo-civilisation se prépara al suicidio.
En este torbellino de locura homicidia se busca une esperanza hacia estos países menos-preciados de coloniales y semi-coloniales los que conservan los gérmenes de una civilización mas humana y menos ciegamente barbara, creo firmemente que sobre el plano etico la América-latina esta destinada a jugar un papel de primer orden en la concepcion de una formula mas sensata y ponderada.
Mi objeto, a mas de entrar en relaciones directas con Ud. si le parece bien, de indicar a las publicaciones de vanguardia de su pais asi como de las républicas hermanas que yo seria muy deseoso de documentarme para llevar aquí una campaña activa para hacer comedio de las publicaciones de aquí o por conferencias.—
De mi lado me pongo a su entera disposicion en lo que le pueda ser util desde aqui.
Muy cordialmente suyo
J. Achard

Achard, John

Carta de Francis Desphelippon (Monde), 25/9/1928

Paris, 25 de setiembre de 1928
Monsieur José Carlos Mariátegui.
Casilla 2107.
Lima. (Pérou)
Monsieur,
Je me permets d’attirer votre attention sur notre hebdomadaire Monde dont je vous envoie par même courrier quelques numéros spécimens.
Monde qui paraîtra au mois d’octobre prochain sur un plus grand nombre de pages et avec une présentation artistique améliorée, et qui depuis ses débuts a consacré une large place a l’Amérique Latine, ne peut manquer de vous intéresser. Le nom de son directeur et la composition de son Comité directeur doivent, en ce qui concerne l’avenir, vous donner toutes garanties.
Monde commencera sous peu une grande enquête et publiera de larges études sur les conditions et la situation de l’enseignement primaire et secondaire dans l’ancien et le nouveau continent.
Aussi bien nous serions heureux que vous acceptiez de devenir notre correspondant. Vous pouvez nous fournir des renseignements utiles sur l’économie, les sciences, la littérature du Pérou.
Vous pouvez aussi sans doute aider à notre diffusion et à notre propagande: peut-être même pourrez-vous constituer à Lima un noyau “d’amis de Monde”. A cet effet, je joins à mon envoi quelques tracts-programmes, ainsi que la lettre écrite spécialement par Barbusse à l’usage des “Amis de Monde”.
En espérant vous lire par un prochain courrier, je vous pris d’agréer, Monsieur, mes meilleures salutations.
L’Administrateur
Desphelippon

Desphelippon, Francis

Tarjeta Postal de Armando Bazán,8/9/1928

París, 8 de setiembre de 1928
Señor
J. Carlos Mariátegui
Lima-
Pérou
Ap. 2107
Querido José Carlos:
Estoy de nuevo en París después de haber pasado algunos días en compañía de Vallejo. Del sitio donde estuve le escribí una carta y creo que él hizo lo mismo.
Acabo de ver Amauta. En ella viene todo el Perú que amamos tanto. Entonces uno piensa en lo que la palabra ‘patria’ quiere decir. Recibo su espíritu, mi más grande y caro amigo. Me conforta, me alienta, y quiero vencer a todo costo. Gracias hermano irremplazable.
Recuerdos para todos. Sandrito y su hermano son unos ingratos. Les escribí muchas postales. No me las contestaron.
Carmen Saco está aún en París —Como siempre encantada de las avenidas---

Bazán, Armando

Carta de Jean Fretet, 9/1928

s. f.
Monsieur,
J’ai trouvé en Septembre [ . . . ] votre livre intitulé La escena contemporánea dans une grande librairie. Après lecture de cet ouvrage qui m’interessa fort, je le prétai a quelques amis. Partout votre ouvrage retint l’attention. La plupart de mes amis me consèillerent de le traduire en Français. Et c’est au sujet de cette traduction que je vous écrit.
Je crois que l’oeuvre interesserait vivement le public français. Vous plairait-il que votre livre soit traduit? ayer l’obbligeance de me repondre, monsieur, s’il vous plait. J’ai déja fait la traduction de la majeure partie du livre. J’attends votre réponse pour achever ou abandonner le travail. Etant etudiant je dispose de peu de temps. Néanmoins la clarté de votre style me permet de vous traduire très vite. Ma traduction est loin d’être mot a mot. J’ai horreur de ces genres de travaux. Il faut avant tout comprendre le texte, l’idée de l’auteur et après: transcrire en style français et en un style qui ne [ . . . ] pas la traduction pénible.
Je trouverai aisément quelque ami pour une introduction. D’ailleurs ces amis sont suffisament haut placés pourqu’un esprit hérudit: tel le vôtre en entend parler fréquement. Quand a vous je vous demanderai de vous vouloir bien donner la peine d’ecrire une courte préface a l’edition française; et de me communiquer tous les conseils que vous jugerez bien. Je pense que nous nous entendrons en ce qui est de l’impression de l’ouvrage dont je pense pouvoir terminer le traduction vers le 15 Aout.
Dans l’impatiente attente de recevoir votre reponse, recevez monsieur l’asassurance de ma haute considération
Jean Fretet

Fretet, Jean

Tarjeta Postal de Armando Bazán, 4/1928

París, abril de 1928
Esta fue la tarde de un día interesantísimo. Después de estar en el Bosque de Bologna con Lucho Heysen, fuimos a parar al Luxemburgo. Allí, por casualidad encontramos a Jorge Seoane. Por unanimidad acordamos fotografiarnos con un fotógrafo ambulante.
La fotografía salió estropeada: Voilá
Para José Carlos con el más fraterno recuerdo de
Armando

Bazán, Armando

Tarjeta Postal de Carmen Saco, [1928]

[Francia]
Sr. José Carlos Mariátegui
Empresa Editora Minerva
Sagástegui
Lima-Perú
Mi muy estimado amigo: recorro los castillos de Francia. He visitado las catedrales de Tours, Chartres, Vendôme , et les châteaux de Rambouillet. Château de Maintenon.
Estaré pronto en Moscou
Saludos
Carmen

Saco, Carmen

Tarjeta Postal de José Vasconcelos, 3/2/1927

París, 3 de febrero de 1927
Mr. José Carlos Mariátegui
"Revista -- Amauta"
Lima Perú
Amérique du Sud

Mi querido y admirado Mariátegui:
Muy bien por Amauta.-- Magnífico y muy gracioso "El Juicio Sumario".
Pronto le mando mi libro: Indología -- le mandaré también de cuando encuando algún artículo que pueda ser digno de Ud. Con un abrazo quedo su afmo.
J. Vasconcelos

Vasconcelos, José

Carta de César Vallejo, 10/12/1926

París, 10 de diciembre de 1926.
Mi querido compañero:
Agradezco a usted en lo que vale el bondadoso juicio que me envía publicado en Mundial, relativo a mi labor literaria. Varios pasajes de su cariñoso ensayo llevan tal voluntad de comprensión y logran interpretarme con tan penetrativa agilidad, que leyéndolos me he sentido como descubierto por la primera vez y como revelado en modo concluyente. Su ensayo, sobre todo, está lleno de buena voluntad y de talento. Le agradezco, querido compañero, por ambas cosas.
He recibido Amauta. Sigo con fraternal y fervorosa simpatía los trances y esfuerzos culturales de nuestra generación, a cuya cabeza está usted y están otros espíritus sinceros como el suyo. En estos días enviaré a usted con todo cariño algún trabajo para Amauta, cuyo éxito y acción renovatriz en América celebro de corazón, puesto que ella es, como usted me dice, “nuestro mensaje”. Creo que esta resonancia ha de crecer, contribuyendo así a densificar más y más la sana inspiración peruana de nuestra acción ante el continente y ante el mundo.
Próximamente le escribiré acerca del libro que me pide para la Editorial Minerva. Pueda ser que ese libro esté listo muy en breve.
Un afectuoso saludo para todos los buenos amigos de Amauta y para usted un estrecho abrazo de su devoto compañero.
César Vallejo

Vallejo, César

Carta de Miguel de Unamuno, 28/11/1926

Hendaya, 28 de noviembre de 1926
Sr. D. José Carlos Mariátegui
Lima
He recibido y leído, mi buen amigo ––creo poder desde luego llamarle así, y es un consuelo–– los dos primeros números de Amauta. Ante todo, y para despacharlo pronto, lo que individual y también personalmente, a mí se refiere. A Juan Parra del Riego las gracias por la Marcha que me dedica. Y en nombre de mi pobre España, que es ––lo sé–– la de ustedes. Y cuando él me viene gritando “¡alegría!”––no la hay más honda que la nacida de las entrañas de la desesperación honrada–– y recordando a Don Quijote y al padre–padre, sí, y no sólo Hijo–Jesús, preparo una nueva acción escrita ––no quiero llamarla libro— sobre el misterio cristiano de Don Quijote. A usted, por lo que dice de mi L’agonie du christianisme ¿qué le he de decir? No es cosa de que nos pongamos a discutir. Acabaríamos en que ambos tenemos verdad, que es mucho mejor que tener razón. Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor (Y vea usted como estos dos términos, profesor y profeta, latino el uno y el otro griego, que etimológicamente son parientes, han venido a significar cosas tan distintas y hasta opuestas. Mucho de mi vida íntima ha sido una lucha contra el oficio oficial, contra la profesorería académica) ¡Qué bien está lo de César Falcón sobre la dictadura española! ¡Qué justo, qué preciso, qué claro, qué concreto! Esa es la verdad. Pero más que dictadura, tiranía y tiranía pretoriana, que es la peor. Más aún así y todo, con tiranía, no ya dictadura, volvería yo a mi patria si los tiranuelos fueran personas honradas, que no lo son. El primero de ellos, el M. Anido —pues el trío es: M. Anido = Borbón Habsburgo = Primo de Rivera y en este orden; Primo el pelele que tapa a los otros que le tiran de los hilos— es un loco, pero con locura moral ––o inmoral si se quiere. Y lo que quiero hacer constar que en mi caso ––porque constituyo un caso— no se trata de pleito individual, que como a individuo aislado me toque, sino de algo personal y la persona es lo representativo y social, lo humano común. Al defenderme atacando, defiendo el alma eterna y universal de mi pueblo; a toda una iglesia civil libre. Ni me importa que alguien encuentre ridícula mi posición. Aprendí en mi Señor Don Quijote lo que vale la pasión de la risa y que no se pierde ni el dar al aire zapatetas en camisa o medio desnudo.
Lo que está agonizando en España viene de lejos. Con la muerte del príncipe Don Juan ––¡en Salamanca!–– único hijo varón de los Reyes Católicos, a fines del siglo XV, cuando se descubrió América, desapareció la posibilidad de una dinastía española, indígena, castellano-aragonesa. Carlos I. ––V. de Alemania— hijo del Hermoso de Borgoña, un Habsburgo, y de la Loca de Castilla, llegó a ésta sin saber apenas castellano, rodeado de flamencos, y trayendo la política habsburgiana, la hegemonía de la Casa de Austria en Europa y la Contra— Reforma. La América, que se acababa de descubrir, no era sino una mina de donde sacar recursos, oro, ya que no hombres para esa fatídica política. Y así de espaldas a América ––y a África–– vertióse la sangre española en Italia, Francia, Países Bajos por asegurar la hegemonía habsburgiana y contra los reformados. Y así siguieron los Felipe II, III y IV y Carlos II, que nunca se españolizaron. Y le siguieron los Borbones, tan extranjeros en España como los Austrias. Y hoy sufrimos a un Borbón-Habsburgo, más Habsburgo que Borbón y tan Carlos II como Fernando VII. ¿Y el pueblo?— se dirá. Mi amor a la verdad, que es la justicia, y en mi amor a la verdad, mi amor casi desesperado a mi pueblo me obliga a confesar, a profesar ––pero como profeta y no como profesor–– que el pueblo fue seducido y arrastrado por Habsburgos y Borbones y que se le hizo creer que continuaba la cruzada de la reconquista. Y lo digo por patriotismo, por aquel ardiente y desesperado patriotismo que a mi inolvidable Guerra Junqueiro, le hizo al final de su magnífico evangelio Patria crucificar al pueblo portugués con este inri: “Portugal, rey de Oriente”. Sí, la terrible envidia frailuna y castrense ––conventos y cuarteles son ciénagas de envidia misológica–– la que creó la Inquisición es la que alentaba en no pocos conquistadores, más sanson-carrasqueños que quijotescos. Sí, sí, mi pueblo, el pueblo de mis entrañas, tiene que expiar sus pecados. No ha sabido resistir a esa infame cruzada de Marruecos y al “¡guerra, guerra al infiel marroquí!”. Y por fin le han puesto encima, como enseña de baldón, ese Primo de Rivera, que por terrible contraste se llama.. . Pero no, en la escuela le conocían por Miguelón, luego Miguelito, ¿mas Miguel? Miguel, ¡no! Porque vea usted; Miguel es uno de los tres o cuatro nombres cristianos que tienen por patrono no a hombre que fue de carne y hueso, sino a espíritu puro; Miguel es nombre arcangélico. Y luego, vea los cuatro Migueles de la España eterna y universal: Miguel de Cervantes, soldado, que vuelto manco en Lepanto, de su manquera sacó a Don Quijote, como Iñigo de Loyola, soldado, vuelto cojo en Pamplona, de su cojera sacó la Compañía de Jesús. Miguel de Legazpi, escribano vasco ––¡de los míos!–– en Méjico, que con la pluma, sin derramar una gota de sangre, políticamente, ganó para la corona de los Habsburgos de España las Islas Filipinas, esas islas en que siglos después, en tiempos de D. Fernando Primo de Rivera, primer marqués de Estrella y grandísimo ladrón, su sobrino Miguelón ––Miguelito–– que le heredó marquesado y ladronería intervino en el pacto de Biacuabató. Y a propósito el crimen mayor de la España de la Regencia y de la Regencia habsburgiana de España, fue el asesinato del noble Rizal, el indio, y espero que un día el pueblo español contrito haga elevar por suscripción en Manila un monumento expiatorio a la memoria de Rizal como los calvinistas han hecho elevar en Ginebra uno a la memoria de Miguel Servet. Nuestro tercer Miguel, mártir de la libertad de conciencia, a quien Calvino, al hacerlo quemar, le ahorró el que acaso hubiera sido quemado, si lo cogen, por sus compatriotas. Y el cuarto, Miguel de Molinos, héroe también de la pluma, como los otros tres, el que enseñó la doctrina de auto–disciplina, de heroica obediencia a sí misma, de vigoroso individualismo anti-jesuítico. Y junto a Cervantes, Legazpi, Servet y Molinos, ¿le vamos a llamar Miguel a ese fantoche hueco? ¡claro que no, hombre! Mas sus días de tapar la tiranía están contados. El muy mentecato no hace sino pedir merced. Entrevé todo lo perverso de su fatuidad. Y detrás de él tiembla su Maese Pedro; su amo, el que le maneja, ese tenebroso M. Anido, símbolo de la barbarie jesuítico-pretoriana. Y también tiembla, no sé porqué, esa cuitada burguesía que por miedo cerval al incendio bolchevique ––¡el espantajo!–– ha entregado su casa y sus bienes a los bomberos para que se la desvalijen y destrocen.
Pero basta, que el seguir esto sería el cuento de nunca acabar. Gracias, amigo mío, y adentro con Amauta.
Le desea a ésta, vida fecunda aunque sea corta ––Revista que envejece, degenera–– y a su Perú justicia en la libertad.
Miguel de Unamuno

Unamuno, Miguel de

Carta de Francisco García Calderón, 10/7/1926

París, 10 de julio de 1926
Francisco García Calderón agradece a U. el atento envío de su libro La Escena Contemporánea. Aprecia mucho la firmeza de su talento, su erudición y la elegancia de exposición.

García Calderón, Francisco

Carta de Henri Barbusse, 13/5/1926

13 de mayo de 1926
Mon cher José Carlos Mariátegui.
J’ai reçu votre livre La Escena Contemporánea. Combien je suis désolé de ne connaître que mal la belle langue espagnole ––qui est de toutes les langues vivanles celle que j’admire le plus— ce qui m’interdit de lire couramment votre oeuvre. Toutefois je sais assez l’espagnol pour pouvoir comprendre en y apportant suffisamment d’attention, un texte espagnol écrit. C’est ainsi que j’ai eu la joie de pénétrer dans quelques— unesde vos pages, et d’y dècouvrir une belle effusion fraternelle qui m’honore et qui me touche.
Plus que jamais nous occupons de grouper les forces intellectuelles internationales. Et nous cherchons la formule large et humaine que nous permettra de nous appuyer tous les uns sur les autres et de susciter parmi les travailleurs de l’esprit des défenseurs aux grandes idées saines, de l’avenir. Je me mettrai sans dout en rapports avec vous quelque jour pour cela, car je pense que vous représentez dans votre pays les éléments hardis et lucides qu’il faut arriver à rallier en bloc.
Croyez-moi bien cordialement à vous.
Henri Barbusse

Barbusse, Henri

Carta de Carlos Quijano, 28/2/1926

París, 28 de febrero de 1926
Señor don José Carlos Mariátegui,
Revista Mundial,
Lima, Perú.
Estimado compañero:
Tengo el honor de comunicar a Ud. que en su sesión del 20 de febrero, la Comisión Directiva de la Asociación General de Estudiantes Latino-Americanos de París, resolvió por unanimidad nombrar a Ud. su Socio Corresponsal en Perú.
Adjuntos envío a Ud. los Estatutos y demás documentos pertinentes, que le informarán sobre las finalidades y organización de la Asociación y los deberes de los Socios Corresponsales.
Me permito rogarle quiera comunicarme, tan pronto le sea posible, si acepta o no la designación en Ud. recaída.
Esperando una respuesta afirmativa, saludo a Ud. en nombre de la Comisión Directiva y en el mío propio
fraternalmente
Carlos Quijano
Secretario General

Quijano, Carlos

Carta de Alfonso Reyes, 19/2/1926

París, 19 de febrero de 1926
Alfonso Reyes saluda a su amigo José Carlos Mariátegui, le da las gracias por el amable envío de La Escena Contemporánea, da la más calurosa bienvenida al libro, felicita al autor, y se felicita de recorrer este claro panorama de intereses palpitantes.

Reyes, Alfonso

Carta de Francisco García Calderon, 28/8/1922

París, 28 de agosto de 1922
Francisco García Calderón acaba de recibir su tarjeta de 26 de mayo, le agradece el envío y la carta de Luis Varela y se complace en expresarle sus sentimientos de simpatía y consideración.

García Calderón, Francisco

Carta de Emilio Ortiz de Zevallos, 20/5/1922

París, 20 de mayo de 1922
Señor Don José Carlos Mariátegui
París
Muy señor mío:
Se ha recibido en esta legación el siguiente cablegrama oficial:
“30 — Comunique José Carlos Mariátegui ha sido repuesto en comisión propaganda que tenía. Salomón”.
Que me es grato transcribir a Ud para su conocimiento y demás fines,
Dios guarde a Ud.
Emilio Ortiz de Zevallos

Ortiz de Zevallos, Emilio

Tarjeta Postal de Moranteu, 15/9/1921

Sr.
José Carlos Mariátegui
Legazione del Perú
Roma-Italia
Envío de P. Moranteu
París 15-IX/921
Mi apreciado amigo:
Lo saludo como siempre deseándoles tanto (…) lo mismo q. a su recordada señora. Yo por ahora pienso decididamente quedarme en París, cerrar los vientos que corren.
Creo así como una vez tuve la firme resolución de venirme fuere como fuere, ahora tengo la misma resolución para decir que me (…) al menos un año, pasado el cual iré a EEUU.
Acabo de saber que las postales se franquean con 35 (…) me excusarán si las anteriores han ido mutiladas.

Moranteu

Carta a Romain Rolland, 20/7/1928

Lima, 20 de julio de 1928
Mr. Romain Rolland
Villeneuve.
Très admiré ami et maître:
Nous croyons que Amauta ne vous ai pas inconnue. Nous vous l’avons envoyée depuis sa parution et bien que vous recevez beaucoup de journaux, livres et revues que sans doute vous n’avez pas le temps de fauilleter, peut-être le message de la jeune Amerique Latine n’echappe pas à votre genereuse attention. Nous savons votre grand intérêd humain pour tout ce que appartient a un monde nouveaux.
Dans les pages de Amauta vous trouverez le temoignage de le respect que nous avons a votre pensée et a votre oeuvre. Nous voulons vous remercier specielment votre noble et honnête defense de la revolution russe qui reste por tous les revolutionnaires du monde nouveaux le plus grand experiment contemporaine. Toute notre espoir s’attache a cette revolution.
Si vous voulez adresser votre parole a l’Amerique Latine, nous serons très hereux si vous faite Amauta porteuse de votre message. Notre Amerique vous aime et vous admire beaucoup plus que vous y pensez. Toute une generation a eté eveillé en partie par votre Jean Cristophe et par votre proteste contre la guerre.
Veuillez bien agreer notre salutations et nous compter parmi vos amis les plus devoués.
Le porteur de cette lettre, Mr. Jean Otten, est un jeune etudiant suisse qui a vecu entre nous deux annés et demi. Il a accepté avec entousiasme l’idee de vous visiter a nomme de Amauta.roteste contre la guerre.
Veuillez bien agreer notre salutations et nous compter parmi vos amis les plus devoués.
Le porteur de cette lettre, Mr. Jean Otten, est un jeune etudiant suisse qui a vecu entre nous deux annés et demi. Il a accepté avec entousiasme l’idee de vous visiter a nomme de Amauta.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tercera Etapa 1919-1923

Reúne las fotografías de José Carlos Mariátegui en los años que fue enviado como corresponsal a Europa, durante el gobierno de Augusto B. Leguía. Durante su permanencia en Europa sigue con atención los movimientos sociales, intelectuales y artísticos de la época y establece una diversa y amplísima red de contactos internacionales que le permitió deducir las nuevas tendencias en torno al trabajo editorial instaurado como un medio de diálogo para el pensamiento y la acción política, el cual influyó en su posición ideológica, alejada del dogmatismo y del sectarismo existente.

El gabinete Briand, condenado. El segundo Congreso Mundial de la Liga contra el Imperialismo. La amenaza guerrera en la Manchuria [Recorte de Prensa]

El gabinete Briand, condenado

No va a tener larga vida, según parece, el gabinete que preside Aristides Briand. Desde su aparición, era fácil advertir su fisionomía de gobierno interino. En el ministerio del gobierno, Tardieu, fiduciario de las derechas, es un líder de la burguesía, que aguarda su hora. Pero Briand extraía una de sus mayores fuerzas de su identificación con la política internacional francesa de los últimos años. Por algún tiempo todavía, el estilo diplomático de Briand parecía destinado a cierta fortuna en el juego de las grandes asambleas internacionales. Estas asambleas no son sino un gran parlamento. Y a ellas traslada Briand, parlamentario nato, su arte de gran estratega del Palacio de Borbón.
Pero Briand no ha podido regresar de la Conferencia de las Reparaciones de La Haya con el Plan Young aprobado por los gobiernos del comité de expertos. El gobierno británico ha exigido y ha obtenido concesiones imprevistas. La racha de éxitos internacionales del elocuente líder ha terminado. Y en la asamblea de la Sociedad de las Naciones, sus brindis por la constitución de los Estados Unidos de Europa han sido escuchados esta vez con menos complacencia que otras veces. La Gran Bretaña marca visiblemente el compás de las deliberaciones de la Liga, a donde llega resentido el prestigio del negociador de Locarno.
Los telegramas de París del 9 anuncian los aprestos de los grupos socialista y radical-socialista para combatir a Briand. Si los radicales, le niegan compactamente sus votos en la próxima jornada parlamentaria, Briand, a quien no faltan, por otro lado opositores en otros sectores de la burguesía, no podrá conservar el poder. Se dice que los socialistas se prestarían esta vez a un experimento de participación directa en el gobierno. Por lo menos, Paul Boncour, que aspira sin duda a reemplazar a Briand en la escena internacional, empuja activamente a su partido por esta vía. Antes, el partido socialista francés, como es sabido, se había contentado con una política de apoyo parlamentario.
Este es el peligro de izquierda para el gabinete Briand. La amenaza de derecha es interna. Se incuba dentro del aleatorio bloque parlamentario en que este ministerio descansa. André Tardieu, ministro del interior, asegura no tener prisa de ocupar la presidencia del consejo. Dirigiendo una política de encarnizada represión del movimiento comunista, hace méritos para este puesto. Cuenta ya con la confianza de la mayor parte de la gente conservadora. Pero no quiere manifestarse impaciente.
Briand está habituado a sortear los riesgos de las más tormentosas estaciones parlamentarias. No es imposible que dome en una o más votaciones algunos humores beligerantes, en la proporción indispensable para salvar su mayoría. Mas, de toda suerte, no es probable que consiga otra cosa que una prórroga precaria de su interinidad.

Segundo Congreso Mundial de la Liga contra el imperialismo

En Bruselas se reunió hace tres años, el primer Congreso Anti-imperialista Mundial. Las principales fuerzas anti-imperialistas estuvieron representadas en esa asamblea, que saludó con esperanza las banderas del Kuo Ming Tang, en lucha contra la feudalidad china, aliada de los imperialismos que oprimen a su patria. De entonces a hoy, la Liga contra el Imperialismo y por la independencia Nacional ha crecido en fuerza y ha ganado en experiencia y organización. Pero la esperanza en el Kuo Ming Tang se ha desvanecido completamente. El gobierno nacionalista de Nanking no es hoy sino un instrumento del imperialismo. Los representantes más genuinos e ilustres del antiguo Kuo-Ming-Tang -la viuda de Sun Yat Sen y el ex-canciller Eugenio Chen,- están en el destierro. Ellos han representado, en el Segundo Congreso anti-imperialista Mundial, celebrado en Francfort hace cinco semanas, a la China revolucionaria.
Las agencias cablegráficas norte-americanas, tan pródigas en detalles de cualquier peripecia de Lindbergh, tan atentas al más leve romadizo de Clemenceau, no han trasmitido casi absolutamente nada del desarrollo de este congreso. El anti-imperialismo no puede aspirar a los favores del cable. El Segundo Congreso Anti-imperialista Mundial, ha sido sin embargo un acontecimiento seguido con interés y ansiedad por las masas de los cinco continentes.
Mr. Kellogg estaría dispuesto a calificarlo en un discurso como una maquinación de Moscú. Su sucesor, si se ofrece, no se abstendrá de usar el mismo lenguaje. Pero quien pase los ojos por el elenco de las organizaciones y personalidades internacionales que han asistido a este Congreso, se dará cuenta de que ninguna afirmación sería tan falsa y arbitraria como esta. Entre los ponentes del Congreso, han figurado James Maxton, presidente del Indépendant Labour Party, y A. G. Cook, secretario general de la Federación de mineros ingleses, a quien no han ahorrado ataques los portavoces de la Tercera Internacional. Todos los grandes movimientos anti-imperialistas de masas, han estado representados en el Congreso de Francfort. El Congreso Nacional Pan-hindú; la Confederación Sindical Pan-hindú, el Partido Obrero y Campesino Pan-hindú, el Partido Socialista Persa, el Congreso Nacional Africano, la Confederación Sindical Sud-africana, el Sindicato de trabajadores negros de los Estados Unidos, la Liga Anti-Imperialista de las Américas, la Liga Nacional Campesina y todas las principales federaciones obreras de México, la Confederación de Sindicatos Rusos y otras grandes organizaciones, dan autoridad incontestable a los acuerdos del Congreso. Entre las personalidades adherentes, hay que citar, además de Maxton y Cook, de la viuda de Sun Yat Sen y de Eugenio Chen, a Henri Barbusse y León Vernochet, a Saklatvala y Roger Badwín, a Diego Ribera y Sen Katayama, al profesor Alfonos Goldschmidt y la doctora Helena Stoecker, a Ernst Toller y Alfonso Paquet.
Empiezan a llegar, por correo, las informaciones sobre los trabajos de esta gran asamblea mundial, destinada a ejercer decisiva influencia en el proceso de la lucha, de emancipación de los pueblos coloniales, de las minorías oprimidas y en general de los países explotados por el imperialismo. Ninguna gran organización anti-imperialista ha estado ausente de esta Conferencia.

La amenaza guerrera en la Manchuria

La situación en la Manchuria, después de un instante en que las negociaciones entre la U.R.S.S. y la China parecían haberse situado en un terreno favorable, se ha ensombrecido nuevamente. Al gobierno de Nanking, aún admitiendo que esté sinceramente dispuesto a evitar la guerra, le es muy difícil imponer su autoridad en la Manchuria, regida por un gobierno propio a esta administración, sobre la que actúan más activamente si cabe la de Nanking las instigaciones imperialistas, le es a su turno casi imposible controlar a las bandas de rusos blancos y de chinos mercenarios, a sueldo de los enemigos de la U.R.S.S. Estas bandas tienen el rol de bandas provocadoras. Su misión es crear, por sucesivos choques de fronteras, un estado de guerra. Hasta ahora, trabajan con bastante éxito. El gobierno de los Soviets ha exigido, como elemental condición de restablecimiento de relaciones de paz, el desarme o la internación de estas bandas; pero el gobierno de Mukden no es capaz de poner en ejecución esta medida. No es un misterio el que el capitalismo yanqui codicia el Ferrocarril Oriental. La posibilidad de que se restablezca la administración ruso-china, mediante un arreglo que ratifique el tratado de 1924, contraría gravemente sus planes. Los intereses imperialistas se entrecruzan complicadamente en la Manchuria. Coinciden en la ofensiva contra la U.R.S.S. Pero el Japón, seguramente, prefiere que el Ferrocarril de Oriente continúe controlado por Rusia. Si la China adquiriese totalmente su propiedad, en virtud de una operación financiada por los banqueros, la concurrencia de los Estados Unidos en la Manchuria ganaría una gran posición.
Los Soviets, por razones obvias, necesitan la paz. Su preparación bélica es eficiente y moderna; pero una guerra comprometería el desenvolvimiento del plan de construcción económica en que están empeñados. La guerra retrasaría enormemente la consolidación de la economía socialista rusa. Este interés no puede llevarlos, sin embargo, a la renuncia de sus derechos en la Manchuria ni a la tolerancia de los ultrajes chinos. Los agentes provocadores, a órdenes del imperialismo, saben bien esto. Y, por eso, no cejan en el empeño de crear entre rusos y chinos una irremediable situación bélica.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El drama del franco ha decidido a la burguesía francesa a reconciliarse. Este gabinete de concentración republicana que encabeza Poincaré se reduce, en último análisis, a un gabinete de concentración burguesa. Todos los cuerpos y todos los líderes burgueses de la cámara están ahí. El bélico Tardieu y el ambiguo Briand, el opaco Leygues y el pávido Painlevé, el anodino Barthou y el desventurado Herriot, han aceptado la jefatura de Poincaré en un ministerio que pretende tener el aire de un ministerio de unión sagrada. Fuera de este gabinete, solo están, a la derecha la minúscula patrulla monarquista y a la izquierda, algunos radicales-socialistas, los socialistas y los comunistas.

¿Qué ha pasado en el parlamento francés, dividido antes -sin contar las dos extremas, monarquista y comunista,- en dos campos, en dos coaliciones aparentemente inconciliables, el bloque nacional y el cartel de izquierdas?

La cámara nacida de las elecciones de 11 de Mayo es, materialmente, por su composición y su estructura, la misma que ahora preside Raoul Peret y que se dispone a acordar al hombre de la ocupación del Ruhr los votos de confianza que necesite su política de estabilización del franco. Pero, psicológica y espiritualmente, no es ya la Cámara que, encontrando insuficiente el licenciamiento del ministerio de Poincaré, reclamó y obtuvo en mayo de 1924 la renuncia de Millerand, presidente de la república. En dos años, de los más tormentosos de la política parlamentaria francesa, se ha cumplido, con éxito negativo, el experimento político propugnado por la mayoría del 11 de mayo. El cartel de izquierdas, vencedor en las elecciones, roído desde su nacimiento por un mal insidioso y congénito, se ha disgregado gradualmente en estos dos años. Desde mucho antes de la caída del primer gabinete Herriot, asistimos al proceso dramático de su disolución. El último gabinete Herriot ha sido una postrera tentativa por mantener aún a flote por algún tiempo la esperanza y la ficción de un gobierno de las izquierdas. Hoy, naufragada en pocas horas esta tentativa tímida y tardía, vemos a una parte del cartel reunida al antiguo bloque nacional, mientras la otra parte -el partido socialista- se siente de nuevo casi sola en la oposición.

El retorno de Poincaré representa simplemente un fracaso del reformismo. Pero no únicamente, -como querrán hacer creer los enemigos a ultranza de la idea socialista- un fracaso del reformismo socialista, sino también, y sobre todo, del reformismo burgués. El cartel de izquierdas -coalición de los partidos avanzados de la burguesía, radical-socialista y republicano-socialista, con el partido moderado de la clase obrera- era una fórmula reformista. Se combinaban y entendían en esta fórmula dos evolucionismos: el de la burguesía y el del proletariado. Ninguna crítica de buena fe podía identificar lealmente al cartel de izquierdas como una fórmula revolucionaria. Los comunistas franceses, antes y después del 11 de mayo, denunciaron incansablemente el verdadero carácter del cartel.

La quiebra de esta híbrida alianza no es, pues, una derrota de la revolución sino tan solo una derrota de la democracia. Con el cartel naufraga exclusivamente la reforma. Los excelentes y optimistas burgueses que, guiados por un risueño retor, se creyeron capaces el 11 de mayo de combatir a fondo por la democracia, contra su propia clase, regresan ahora, desilusionados y maltrechos, bajo la bandera equívoca de una concentración republicana, a la teoría y la práctica de la unión sagrada de la burguesía. El partido socialista, por su parte, -liquidado desastrosamente el experimento reformista,- vuelve a asumir, en el parlamento, su función de partido del proletariado.

No hay otra cosa sustancial en la solución de la última crisis ministerial francesa. El éxito personal de Poincaré es una cosa adjetiva. Si Herriot, Painlevé, etc., se han visto obligados a aceptar la dirección del “gran lorenés”, no es menos cierto que este, a su turno, se ha visto obligado a aceptar la colaboración de esos políticos que, en mayo de 1924, lo arrojaron estrepitosamente del poder, achacándole casi toda la responsabilidad de la situación de Francia en la post-guerra. El bloque nacional poincarista no puede suprimir definitivamente al radicalismo o, mejor dicho, al reformismo, sino a costa de digerirlo y asimilarlo.

De otro lado, es absurdo aguardar de Poincaré una obra de taumaturgo. El drama del franco comenzó al día siguiente de la victoria francesa. Poincaré cayó en mayo de 1924, precisamente por haberse mostrado impotente para resolverlo. Antes que los precarios ministerios que se han sucedido del 11 de mayo a la fecha, trató de reordenar las finanzas francesas un sólido ministerio del bloque nacional dirigido por Poincaré. Los resultados de su gestión son demasiado notorios.

Poincaré no tiene un programa propio de restauración del franco. Su programa toma en préstamo algo a todos los programas del parlamento. El “gran lorenés” no posee siquiera dotes de dictador. Crecido y formado en la atmósfera parlamentaria de la Tercera República, no puede romper con sus “inmortales” principios. Tiene la mentalidad y el espíritu de la pequeña burguesía francesa. Y es por esto que la pequeña burguesía lo adora.

Espíritu de clase media, impregnado de todos los prejuicios del parlamentarismo, Poincaré sabe muy bien que no es a él, en todo caso, a quien le tocará jugar en Francia el rol de dictador o condotiere. León Blum lo ha definido agudamente en una interview. “Poincaré, -ha dicho- ha menester de sentir en torno suyo el afecto y la devoción de los hombres. Para obtenerlos usa, en lo privado, la afabilidad y hasta la coquetería. Pero hay en él algo que detiene el impulso de los otros: una sequedad íntima, una meticulosidad excesiva y desconfiada, un amor propio siempre herido. Lo tiene a punto de que cuando toma una resolución, piensa en el artículo que escribirá Tardieu al día siguiente y de que su resolución es influenciada por este pensamiento. Hay en él algunos lados imprevistos. Así, por ejemplo, la fuerza física lo atrae. Una alta estatura lo impresiona, le da miedo. No busquéis en otra cosa la extraña influencia que ejerce sobre él Maginot. Su ascendiente es exactamente el mismo que el gigante Gastón Bonvalot ejercía sobre el pobre Lemaitre”. Blum completa su juicio, reconociendo a Poincaré grandes cualidades -orden, potencia intelectual y vasta cultura-, pero negándole el sentido de lo real, de la aplicación concreta, y declarando que sería admirable en el papel de segundo de un hombre de genio”.

El dinero, la burguesía, han dado a Poincaré, para el ministerio que acaba de constituir, un crédito de confianza. He ahí toda la clave de su ascensión al poder en traje de salvador de la patria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La nueva Rusia y los emigrados

La nueva Rusia y los emigrados

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro "La Russie Nouvelle”, el deceso de la vieja Rusia zarista. “La vieja Rusia ha muerto para siempre”, declaró Herriot categórica y rotundamente. Su testimonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aserción imprudente respecto a Rusia.

En el discurso de estos tres años la Rusia nueva ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad.

Para reanimar su decaída campaña de prensa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordinariamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siempre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Rusia, en cuya capital el obeso autor del “Martyr de l’Obese” ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución.

Pero el propio libro del señor Beraud -a cuyo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Álvarez del Vayo- no se atreve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques.

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los “emigrados” rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe definitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de octubre.

Esta minoría se fracciona en diversas corrientes y obedece a distintos caudillos. El frente anti-bolchevique es abigarradamente pluricolor y heteróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, liberales monárquicos, demócratas constitucionales o “cadetes”, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, etc. Agrupadas estas facciones según sus afinidades teóricas, la oposición resulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una tendencia que sueña con una monarquía constitucional y una tendencia que propugna una república más o menos social-democrática.

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado recientemente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordomos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los residuos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramente sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde muchos otros escenarios.

Los “emigrados” no logran engañarse, seguramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de New York que, según sus planes, deben financiar la campaña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamente a Paris a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido.

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen demasiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta clara de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abastecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía puede conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás.

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta), Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista revolucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolchevismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colaboró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa experiencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que estos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Boris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroicamente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente.

El proceso de Savinkov es uno de los episodios más emocionantes y dramáticos de la revolución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilidades. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: “Ante el tribunal proletario de los representantes del pueblo ruso -dijo- yo declaro que me equivocaba. Yo reconozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revolucionario”. El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, enseguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el indulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a concluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savinkov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repudiaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso o inerte, Boris Savinkov se suicidó en la cárcel.

La vida romancesca y tormentosa de este personaje compendia y resume el drama de la contra-revolución. Las bufas balandronadas de los grandes duques son solo su anécdota cómica.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Aristides Briand

Arístides Briand

El sino de este viejo protagonista de la política francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es -como dicen J. Kessel y G. Suárez- el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de haber combatido un tratado de paz debió aplicarlo”. Kessel y Suárez agregan, diseñando un sobrio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso”.

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occidental. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que, como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crítica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuente, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este extremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática.

Pocos años después de su gesto revolucionario. Briand se convertía, dentro del socialismo, en el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía.

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinas.

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revolucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios.

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de “aventurero” por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de “L’Humanité”, Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las “bonnes a tout faire” de la Tercera República. Sin embargo, la “unión sagrada” marcó, en su biografía, una estación adversa. Las derechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgánico que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc.

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entrababa sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamentaria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al centro, en cambio, no había casi ninguno. La izquierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se daba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. “Yo aconsejé al leader de la Entente republicana -ha contado el propio Briand- que se decidiera a una operación quirúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente”. El proyecto naufragó. El bloque nacional prefirió subsistir como había nacido. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalia. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la ambición de devenir el dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revancha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, entre sus líderes. El primer experimento gubernamental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agresiva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno.
Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a este, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borrasca, ha sabido conservar a flote su octavo ministerio. Ha querido actuar una política más o menos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha pretendido que con él se contradijera una entera coalición, de la cual forma parte el partido socialista oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desviación después de todo menos grave.

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dispuesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? Imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El General Lyautey, desocupado desde el fin de su regencia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, disponible.) Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamentario, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad de la enseñanza [Incompleto]

La libertad de la enseñanza

I
La libertad de la enseñanza. He ahí otro programa u otra fórmula que cuenta con muchas adhesiones y muchos consensos. Pero he ahí también otra idea sobre cuyo valor práctico conviene meditar más hondamente. La libertad de la enseñanza parece, a primera vista, el desideratum hacia el cual deben tender todos los esfuerzos renovadores. Mas el ideario de los hombres que se proponen transformar nuestra América no puede nutrirse de ficciones. Nada importa, en la historia, el valor abstracto de una idea. Lo que importa es su valor concreto. Sobre todo para nuestra América que tanto ha menester de ideales concretos.
Acerca de la significación actual de la “libertad de la enseñanza” no carecemos de hecho instructivo. Uno de los más considerables es, sin duda, la entusiasta adhesión dada a este principio por los políticos católicos en Italia y en Francia. El partido popular italiano lo ha sostenido como la más sustantiva de sus reivindicaciones. La iglesia romana, sagaz y flexible en movimientos, se presenta como uno de los mayores campeones de la “libertad de la enseñanza”. A la escuela laica opone la escuela libre. ¿Sucede, tal vez, que en el ocaso del liberalismo, la iglesia romana, defensora tradicional de la autoridad y la jerarquía, deviene a su vez liberal? No nos entretengamos en sutiles averiguaciones. La política de la iglesia frente al Estado demo-liberal quedó definida hace muchos años en la célebre respuesta de Vauillot al maligno liberal que se asombraba de que un católico de ortodoxa y rígida estirpe, se convirtiese en un sector de la herética libertad: “En el nombre de tus principios, te la reclamo; en el nombre de los míos, te la niego”. De completo acuerdo con Veuillot, los católicos de esta época no reclaman la libertad de la enseñanza sino, ahí donde tienen que luchar contra la laicidad. Ahí donde la enseñanza no es laica sino católica, la iglesia ex-confiesa categóricamente la escuela libre.
Naturalmente este hecho no desvaloriza en si la “libertad de enseñanza”. Pero nos ayuda a comprender lo relativo y lo convencional de esta fórmula, en cuya defensa coinciden por diversos caminos, los custodios hieráticos de la Tradición no pocos caballeros andantes de la Utopía. Veamos la suerte de los trabajos de estos renovadores.
II
Francia nos ofrece a este respecto un interesante caso. ¿Quién no sabe algo del movimiento de los “Compagnons” de la Universidad Nueva? Este movimiento nació en las trincheras. Fue un fenómeno de la desmovilización. Muchos universitarios y maestros combatientes, sacudidos por la emoción de la guerra y de la victoria, volvieron del frente animados por un vigoroso afán de renovación. Se sintieron destinados a la construcción de la Universidad Nueva. En los “compagnons” de la Francia antigua, en los obreros de las catedrales del Medio Evo, buscaron inspiración y modelo. La Universidad nueva designaba en su espíritu y en su intención, el edificio de toda la enseñanza y de toda la escuela. Los ‘‘compagnons” se proponían reorganizar totalmente la educación pública. Y rehacer íntegramente, en la escuela, la democracia francesa. La guerra los había hecho heroicos y fuertes. La guerra les había dado voluntad combativa y elán revolucionario. “Es preciso -escribían- reconstruir la casa desde los cimientos al tejado. No os hagáis, maestros, ilusiones. Es preciso innovarlo todo, unir y cimentar todo. Es preciso rehacer las ideas, los programas, los métodos y el reclutamiento. Vale más ayudarnos que oponernos la fuerza de la inercia: ayudarnos a organizar nuestra reforma que imponernos vuestra experiencia. Vuestra experiencia es vuestra tradición y vuestra tradición muere con la gran guerra. Seamos claros. No son los profesores de 1900 los que harán la Francia de 1950”.
¿Cómo realizar esta reforma? “La doctrina nueva, respondían los “compañeros”, quiere una institución nueva. Entre el Estado omnipotente y centralizador, indiferente a las vidas interiores y los ciudadanos impotentes, aislados, enconados, es necesario introducir un término medio: la asociación, la organización corporativa. Es necesario, entre el Estado y el individuo, la corporación de la enseñanza, de toda la enseñanza, primaria, secundaria, superior, profesional, la corporación en cada región, lo mismo que, entre la capital centralizada y abstracta y los departamentos, otras que nos preparen las nuevas provincias. Al lado de un Parlamento político, que es un anacronismo, y de un sindicalismo revolucionario, que es una incógnita, queremos crear poderes nuevos. No queremos ese pasado ni tampoco ese porvenir violento. No queremos que la vida se fije en fórmulas políticas, ni se precipite en desencadenamientos instintivos. Queremos que se organice en corporación”.
Este programa de los compagnons, no obstante que proclamaba la falencia del Parlamento y propugnaba la reorganización de la enseñanza sobre una base sindicalista, estaba lejos de ser un programa revolucionario. A análoga descalificación del parlamento arribaban, sin esfuerzo, no pocos hombres de gobierno de Europa. Walter Rathenau, por ejemplo. Rathenau precisamente, en su esquema del nuevo Estado planteaba la necesidad de crear el Estado educador como un organismo distinto del Estado económico y del Estado político. Los “compañeros” de la Universidad Nueva parecían encontrar todo malo en la enseñanza, pero solo en la enseñanza. Su consciencia de los problemas de Francia era demasiado genial, demasiado corporativa. Educados en la escuela de la democracia conservaban todas sus supersticiones. No habían conseguido librarse casi de ninguno de sus prejuicios. “Queremos una enseñanza democrática. La nuestra, en realidad, no lo era aunque se esforzase mucho por parecerlo”. Así escribían estos reformadores evidentemente llenos de buenas y sanas intenciones pero no menos evidentemente ingenuos en cuanto a los medios de traducirlas en actos. No averiguaban cómo, una vez organizada la corporación de la enseñanza, podrían actuar su programa. Se complacían en hacer esta constatación: “El estado ha fracasado en su empeño de hacerlo y centralizarlo todo no pidiendo al individuo sino su obediencia y sumisión. Su inmensa empresa de gestión ha superado sus fuerzas y sus capacidades, pero no ha cedido en sus pretensiones. Por eso hoy, en lugar de actuar como un estimulante es, con frecuencia un obstáculo y los intereses de cuya protección se ha encargado languidecen. Este es un fenómeno general. “¿Aguardaban los compagnons una voluntaria abdicación del Estado en favor de su sindicato? ¿Creían que el Estado, por amor a la democracia pura, acabaría depositando en sus manos el poder de reformar la enseñanza?
La historia, en todo caso, tuvo un curso muy diverso. Las elecciones de la Victoria entregaron ese poder en 1919 a los políticos, ebrios de chauvinismo y autoritarismo, del bloque nacional. Y estos políticos, en el gobierno no tomaron absolutamente en cuenta los generosos planes de los fautores de la Universidad Nueva, tachados a (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Política francesa. La crisis ministerial

En la crisis política francesa se constata, sobre todo, un conflicto entre dos métodos diferentes, entre dos concepciones antagónicas, en el campo económico. El contraste de los intereses económicos domina y decide el rumbo de los acontecimientos políticos y parlamentarios. Las “dramatis personae” de la crisis, -Herriot, Poincaré, Briand, Millerand- se mueven en la superficie versátil de una marea histórica superior a la influencia de sus personalidades y de sus ideas. Ni el bloque nacional ni el cartel de izquierdas, no obstante la variedad de los matices que en uno y otro se mezclan, representan una contingente y arbitraria combinación parlamentaria. En su composición más que la afinidad o la simpatía de los grupos se percibe la afinidad o la simpatía de los intereses. La actitud de uno y otro conglomerado, ante los problemas económicos de Francia, se inspira en los intereses de distintas capas sociales. Por esto, sus puntos de vista resultan inconciliables. La base electoral de las derechas se compone de la alta burguesía y de los residuos feudales y aristocráticos. En cambio, el cartel de izquierdas se apoya en la pequeña burguesía y en una gruesa parte del proletariado. El enorme pasivo fiscal de Francia debe pesar, particularmente, sobre una u otra capa social. Al bloque nacional y al cartel de izquierdas les toca defender a su respectiva clientela. El bloque nacional se opone a que los nuevos tributos, reclamados por el servicio de la deuda francesa, sean pagados por los capitalistas. El cartel de izquierdas se resiste, a su vez, a que sean pagados por los pequeños propietarios y la clase trabajadora.
En los primeros años de la post-guerra, el gobierno del bloque nacional adormeció al pueblo francés con la categórica promesa de que la que pagaría los platos rotos de la guerra sería Alemania. La capacidad financiera de Alemania no fue absolutamente calculada. Klotz, ministro de finanzas de Clemenceau, estimó el monto de las reparaciones debidas por Alemania a los aliados en quince mil millones de libras esterlinas. Alemania, según Klotz, debía satisfacer esta indemnización y sus intereses en treinta y cuatro anualidades de mil millones. Francia recibiría quinientos cincuenta millones de libras anualmente.
Poco a poco, esta ilusión, contrastada por la realidad, tuvo que debilitarse. Pero, mientras conservó el poder, el bloque nacional reposaba, casi íntegramente, sobre el miraje de una pingüe indemnización alemana. Sus ministros saboteaban, por eso, todo intento de fijarla en una cifra razonable. El acuerdo de Francia con sus aliados sufría las consecuencias de este sabotaje. Francia se aislaba más cada día en Europa. Alemania no pagaba. Mas nada de esto parecía importarle al bloque nacional obstinado en su rígida fórmula: “Alemania pagará”.
Mientras tanto el pasivo fiscal de Francia crecía exorbitantemente. El Estado francés tenía que hacer frente a los gastos de la restauración de las zonas devastadas. Al lado del presupuesto ordinario existía un presupuesto extraordinario. El déficit fiscal se mantenía en cifras fantásticas. En 1919 ascendía a veinticuatro mil millones de francos; en 1920 a diecinueve mil millones; en 1921 a trece mil millones; en 1922 a once mil quinientos millones; en 1923 a ocho mil millones. Para cubrir este déficit, el Estado no podía hacer otra cosa que recurrir a su crédito interno. Las emisiones de empréstitos y de bonos del tesoro se sucedían. Las condiciones de estos empréstitos eran cada vez más onerosas. Había que ofrecer al capital y al ahorro elevados réditos. De otra suerte, resultaba imposible captarlos. Pero a este recurso no se podía apelar ilimitada e indefinidamente. La tesorería del Estado se veía obligada a suscribir obligaciones a corto plazo que muy pronto urgiría atender. Y, por otra parte, la absorción de una parte considerable del ahorro nacional por el déficit del fisco sustraía ese capital a las inversiones industriales y comerciales necesarias a la reconstrucción de la economía del país. El fisco drenaba imprudentemente las reservas públicas. La balanza comercial se presentaba también deficitaria. El desequilibrio amenazaba, en fin, la estabilidad del franco asaz desvalorizado ya.
En estas condiciones arribó el pueblo francés a las elecciones de mayo de 1924. Poincaré había jugado, sin fortuna, en la aventura del Ruhr, su última carta. A pesar de esta política de extorsión de Alemania, no habían empezado aún a ingresar al tesoro francés los quinientos cincuenta millones anuales de libras esterlinas anunciados para 1921 por la optimista previsión del ministro Klotz. El Ruhr producía una suma bastante más modesta. Alemania, en suma, no pagaba. Y no era, absolutamente, el caso de hablar de debilidad y de indecisión de la política de Francia. El piloto de la política francesa, Poincaré, había demostrado, con la ocupación del Ruhr, su energía guerrera y su temperamento marcial.
La mayoría del electorado, cansada de los fracasos de las derechas, se pronunció a favor del cartel de izquierdas. El programa del cartel le prometía: una política exterior que liquidase, con un criterio realista y práctico, el problema de las reparaciones; una política económica que, mediante un impuesto extraordinario al capital, obligase a las clases ricas a contribuir en proporción a sus recursos al saneamiento de las finanzas públicas; una política interior de inspiración republicana y democrática que asegurase al país un mínimo satisfactorio de paz social eliminando, en lo posible, las causas de descontento que empujaban a las masas hacia el comunismo.
El cartel de izquierdas obtuvo una fuerte mayoría parlamentaria. Pero en la composición de esta mayoría no consiguió una suficiente homogeneidad. Presintiendo el tramonto de la política de las derechas se había aliado oportunamente a las izquierdas una parte de la alta burguesía industrial y financiera. Briand, actor y cómplice en un tiempo de la política del bloque nacional, se había declarado de nuevo hombre de izquierdas desde que la fortuna de las derechas había empezado a declinar. Loucheur, representante máximo de la gran industria, se había trasladado también al cartel. El desplazamiento del poder de la derecha a la izquierda no había podido efectuarse sin un congruo desplazamiento de conspicuos y ágiles elementos oportunistas. El bloque de izquierdas no era, electoral ni parlamentariamente, un bloque compacto. Los radicales-socialistas y los socialistas constituían sus bases sustantivas; pero la política parlamentaria de estos núcleos, cuya coalición significaba ya un compromiso y una transacción, tenía además que hacer no pocas concesiones a los grupos más o menos alógenos de Briand y de Loucheur. La composición un tanto heteróclita de la mayoría se reflejó en la formación y en el espíritu del gabinete Herriot. Clementel, el ministro de finanzas, no participaba de la opinión de las izquierdas sobre el tributo extraordinario al capital. En la cámara, el ministerio tenía que tomar en cuenta la oposición de Loucheur al impuesto al capital y la resistencia de Briand al retiro de la embajada en el Vaticano. En el senado, la política de Herriot dependía del sector centrista que pugnaba por imponerle su tutela conservadora.
Herriot, en el gobierno, como he tenido alguna vez ocasión de remarcarlo, daba una sensación de interinidad. No parecía destinado a actuar el programa del cartel de izquierdas, sino, más bien, a preparar el terreno a este experimento. En remover del camino del cartel la cuestión de las reparaciones, la cuestión de la amnistía, la cuestión del reconocimiento de los soviets, etc., el ministerio Herriot usó y consumió su fuerza. No era posible que, con las exiguas energías que le quedaron después de cumplir estas fatigas, pretendiese remover también la cuestión financiera. Sobre esta cuestión los intereses en contraste están decididos a librar una obstinada batalla. Los financistas y los industriales, aliados de cartel, que aceptarían en materia económica la autoridad de Caillaux, no aceptan, en cambio, la autoridad de Herriot, más expuesto, a su juicio, a la influencia de la “demagogia socialista”. Herriot estaba condenado a ser batido en la primera escaramuza grave de la cuestión financiera.
Nadie puede sostener seriamente que Herriot sea responsable de la situación fiscal de Francia. En materia de responsabilidades financieras, Poincaré es, evidentemente, mucho más vulnerable. Herriot ha heredado la crisis actual de sus antecesores. No ha caído por haberla producido, sino por haber intentado resolverla. Su mayoría no se ha mostrado de acuerdo respecto a su aptitud para esta empresa. ¿Por qué Herriot no ha diferido por más tiempo una discusión en la cual tenía que ser forzosamente batido? Todos los incidentes de la caída de Herriot indican que esta discusión no podía ya ser diferida. El partido socialista urgía al ministerio a que empeñase la batalla. El Banco de Francia exigía la legalización del aumento de la moneda fiduciaria. Se estrechaban, en fin, día a día, los plazos de los vencimientos que el tesoro francés debe atender este año. Porque ahora el problema no es el desequilibrio del presupuesto. El déficit del año último no fue sino de dos mil quinientos millones de francos. Los ingresos y los egresos de 1925, por primera vez desde la guerra, se presentaron balanceados. El déficit de este año, según las previsiones del gobierno, será solo de treintaicuatro millones. La reconstrucción de los territorios liberados está casi terminada. La balanza del comercio exterior ha recobrado su equilibrio. Las exportaciones superan en mil trescientos millones a las importaciones. Ahora el problema son los vencimientos. Las obligaciones a corto plazo contraídas por los antecesores de Herriot comienzan a llamar a las ventanillas del tesoro. El monto de las obligaciones que se vencen en este año pasa de veintidós mil millones. Una parte de estas obligaciones podrá ser convertida; pero otra parte tendrá que ser saldada en moneda contante. El fisco necesita, de toda suerte, encontrar veintidós mil millones de francos. Y no concluirá aquí el problema. Los acreedores de la guerra y de la post-guerra continuarán por muchos años presentando sus cuentas y sus cupones. La deuda interna de Francia asciende a 277,870 millones de francos-papel. La deuda exterior de guerra, a cuya condonación tanto Estados Unidos como Inglaterra se manifiestan muy poco inclinados, suma 110,000 millones. En cuanto Francia comience el servicio de esta deuda, una nueva carga pesará sobre su tesoro. Francia tiene también deudores. Pero sus acreencias son menores y mucho menos realizables. A Francia le deben sus aliados o ex-aliados quince mil millones de francos; mas una parte de esta suma, prestada a Polonia, Tcheco-Slavia, Rumania, etc. a trueque de servicios políticos, no es fácilmente exigible. La acreencia más gruesa de Francia es la que el plan Dawes le reconoce en Alemania: 103.900 millones de francos-papel.
Estas cifras expresan, mejor que cualquier otra explicación, la gravedad de la situación financiera de Francia. El Estado francés se halla frente a un pasivo imponentemente mayor que su activo. La solución de este equilibrio podría ser dejada al porvenir, si una gran parte del pasivo no estuviese compuesta de obligaciones a plazo corto y perentorio. ¿Dónde encontrar el dinero o el crédito necesarios para afrontar estas obligaciones? El contribuyente francés paga demasiados tributos. Su resistencia está colmada. “Nous prendrons l’argent ou il est” -he ahí, expresada en una frase de Renaudel, la formula socialista. “Tomaremos el dinero donde se halle”. Bien. Pero el dinero no se decide a dejarse capturar. El dinero, que cuando persigue al socialismo se siente rabiosamente nacionalista, cuando es perseguido por el socialismo deviene en el acto internacionalista. La amenaza del cartel de izquierdas ha inducido a muchos capitalistas del más ortodoxo patriotismo a expatriar su capital. En la mayoría de los casos el dinero naturalmente no puede emigrar. Tiene que quedarse en el país donde por hábito o por interés o por patriotismo trabaja; pero entonces moviliza todos sus medios para defenderse de las amenazas de la “demagogia socialista”. Apenas el cartel de izquierdas ha bosquejado seriamente su intención de realizar, muy moderada y atenuadamente, el proyecto de cupo al capital, Loucheur ha insurgido contra su política y ha abierto la primera brecha en su mayoría.
¿Volverá entonces, más o menos pronto, el poder a las derechas? Los fautores de Poincaré y Millerand exultan demasiado temprano. Ni aún la conversión en masa de todos los elementos movedizos y fluctuantes, oportunísticamente plegados al cartel, podría dar a las derechas la mayoría indispensable para gobernar. ¿No se romperá, al menos, en estas crisis, la alianza de los socialistas y los radicales-socialistas? Es poco probable que los radicales-socialistas resuelvan suicidarse electoralmente. En una coalición con las derechas acabarían absorbidos y dominados. El abandono de su programa les haría perder, en beneficio de los socialistas, la mayor parte de su clientela electoral. Los dos principales grupos del cartel tienen por ende, que seguir coaligados. El experimento radical-socialista no ha concluido. Por el momento, ya hemos visto cómo el veto de los socialistas ha cerrado el paso a una combinación ministerial dirigida y presidida por Briand. Al partido socialista francés la colaboración en el cartel le ha hecho beber muchos amargos cálices. Pero este cáliz de un ministerio Briand le ha parecido, sin duda, amargo en demasía.
La solución de la crisis no marcará, probablemente, sino un intermezzo, en el episodio radical-socialista. Herriot ha caído antes de que Caillaux pueda sustituirlo. El político del Rubicón no ha tenido aún tiempo de reincorporarse en el parlamento. La interinidad, en suma, recomienza con otro nombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la conferencia Los problemas económicos de la paz

[Trascripción completa]

Problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas interaliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del regimen capitalista apresurada por la guerra.

Riqueza social destruida por la guerra; deudas de guerra; reconstrucción de las ciudades devastadas; pensiones. A todas estas obligaciones, Europa podría hacer frente si la guerra no hubiese disminuido su capacidad de producción. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones, la invalidez de otros tantos, la subalimentación en la Europa central.

Europa necesita aumentar sus exportaciones y disminuir sus importaciones. Pero, mientras no puede aumentar, su producción, no puede disminuir sus importaciones que son de productos alimenticios y materias primas.

Para el aumento de la producción existe un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases. Las huelgas, los lock out, los obstruccionismos se suceden. Los estadistas reconstructores quieren una tregua. Pero la colaboración del proletariado no podría ser conseguida sino mediante la aceptación del programa mínimo del socialismo. A esto se oponen los intereses de los grandes industriales y los especuladores.

Además, la III Internacional aspira a la destrucción final del régimen capitalista. Y finalmente es dudoso que se pueda conseguir simultáneamente la restauración económica y el mejoramiento económico del proletariado. Algunos estadistas piensan, por esto, como en una salvación, en las colonias. Pero las colonias están agitadas e insurreccionadas .

Problema de las reparaciones: Cuando se firmó la paz, los aliados creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, la cantidad se fue reduciendo. En 1919, Lord Cunliffe hablaba de una anualidad de 28.000 millones de marcos oro; en setiembre 1919, Klotz indicaba 18.000 millones; en abril de 1921 la comisión de reparaciones reclamaba poco más de 8.000 millones; en mayo de 1921 los aliados fijaban en Londres 4.600 millones. El total en 138.000 millones. Pero también esta suma era exagerada. Ha sido necesario acordar a Alemania una serie de moratorias. Actualmente se considera imposible que Alemania pueda pagar más de 40 o 50.000 millones.

La ocupación del Ruhr. El pretexto: la deficiencia de las entregas de carbón. Francia ha extraído, a causa de la resistencia pasiva, menos de lo que Alemania le consignaba voluntariamente. Y de otro lado hay el gasto del mantenimiento de las tropas y burocracia de la ocupación.

Los políticos que gobiernan. Francia vive bajo la acción de la pesadilla de la revancha alemana. Temen que Alemania resurja. Esto los induce a aniquilarla. Pero la ruina económica de Alemania seria la ruina de Europa. El crédito de Francia, por ejemplo, depende de la solvencia de Alemania. Para que Europa convalezca es necesario que Alemania recobre su actividad normal. Contrariamente a esta necesidad Francia tiende a desmenuzar a Alemania. Banqueros, economistas y técnicos han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague un indemnización exagerada. Se podría sacar de ella una gran cantidad si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio. Pero esto es imposible porque a la industria aliada no le conviene la competencia de la industria alemana. Y porque Francia no puede tolerar que Alemania resurja potente. Los vencedores no consiguen nivelar su presupuesto y quieren que los vencidos los indemnicen largamente. La reorganización de Europa no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista a Francia y Alemania.

Las deudas interaliadas. Francia debe a Estados Unidos 3.634 millones de dólares y a Inglaterra 557 millones de libras. Inglaterra es acreedora de 1.800 millones de libras, Estados Unidos de 6.500 millones de dólares. Pero sin pagar estas deudas, Francia e Italia tienen un deficit de varios miles de millones.

Problema de los déficits. Los gastos militares, las pensiones, etc, impiden la redacción de los presupuestos. Los países viven en déficit que cubren con bonos de tesorería.

Problema del cambio. Para cubrir los bonos se ha hecho sucesivas emisiones de papel. El desnivel de la balanza comercial se ha unido a esto para ocasionar la depreciación. Esta depreciación ha empobrecido a los rentistas, a los tenedores de deudas del Estado, etc. Se han enriquecidos unos cuantos industriales. Una reacción en el cambio resulta temible, porque, de una parte, los empréstitos actuales del Estado resultarían triplicados. No se puede pensar sino en la conversión.

Subconsumo y el Problema de desocupación. Las industrias no consiguen absorber toda la mano de obra. Hay enormes masas de desocupados. El Estado se ve obligado a hacer obras del Estado o a subsidiarlos. El primer sistema encarece el costo de la mano de obra y molesta a los industriales. El segundo sistema origina un gasto improductivo que estimula la tendencia al ocio.

¿Qué soluciones ofrecen a estos problemas los reconstructores?.

El libro de Nitti "Europa sin paz" preconiza la reducción de la deuda alemana, la supresión de las deudas interaliadas, la reorganización de la Sociedad de las Naciones. Nitti describe vivamente la situación trágica de Europa.

Los libros de Keynes. En su primer libro Keynes recomienda los siguientes remedios: la reducción de la deuda de Alemania 1.500 millones de libras o sea a 30.000 millones de marcos en treinta anualidades; constitución de una unión libre-cambista bajo la protección de la Sociedad de las Naciones; condonación de las deudas inter-aliadas; empréstito internacional; la reanudación de relaciones con Rusia. En su segundo libro, Keynes considera mejorada la situación, pero igualmente grave en el fondo si no se arriba, finalmente, a las soluciones propuestas.

Caillaux hace una descripción de este pavoroso cuadro económico. Dice que los árbitros de la situación europea resultan los grandes capitanes de la industria en cuyas manos están la paz y la guerra. No propone un plan completo porque no es posible. No caben sino orientaciones generales. Los acontecimientos pueden superar toda previsión. Aproximación financiera y monetaria de los países de Europa; acuerdo industrial entre ellos. Parlamento profesional. Control de las industrias por los trabajadores.

Walther Rathenau. -Una reorganización de la industria es indispensable, por medio grandes trust que eviten la dispersión y el despilfarro del trabajo y del material. El Estado debe intervenir en estos trust dirigidos por representantes del Estado de los capitalistas y de los trabajadores. Parlamento profesional que corrija los defectos de la organización democrática actual. La plusvalía no es suficiente para asegurar el confort de todos; es además un ahorro necesario.

Pero todos estos hombres no dirigen sus respectivos países. Antes bien andan de capa caída.

José Carlos Mariátegui La Chira

Los problemas económicos de la paz [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

Los Problemas Económicos de la Paz

Nuestro tema de hoy, son los problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas inter-aliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del régimen capitalista apresurada por la guerra. La guerra ha destruido una cantidad ingente de riqueza social. Los gastos de la guerra se calculan en un billón trescientos
mil millones de francos oro. Además la guerra ha dejado otras herencias trágicas: millones de inválidos, millones de tuberculosos, millones de viudas y huérfanos, a los cuales los Estados europeos deben asistencia y protección; ciudades, territorios, fábricas y minas devastadas que los Estados europeos tienen que reconstruir.
A todas estas obligaciones económicas Europa podría hacer frente, aunque no sin grandes dificultades, si la guerra no hubiera disminuido exorbitantemente su capacidad de producción, su capacidad de trabajo. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones de hombres y la invalidez de otros tantos. El capital humano de Europa ha disminuido, pues, considerablemente. Europa dispone hoy de muchos millones menos de brazos productores que antes de la guerra. Además, en la Europa central la guerra ha causado la desnutrición, la sub-alimentación de la población trabajadora. Esta desnutrición, consecuencia de largas privaciones alimenticias, ha reducido la productividad, la vitalidad de la población de la Europa central. Un hombre enfermo o débil, produce menos, trabaja menos, que un hombre sano y vigoroso. Asimismo, un pueblo mal alimentado, extenuado por una serie de hambres y miserias, produce mucho menos, trabaja mucho menos que un pueblo bien nutrido. Europa se encuentra en la necesidad de producir más y de consumir menos que antes de la guerra para ahorrar anualmente la cantidad correspondiente al pago de las deudas dejadas por la guerra; y se encuentra, al mismo tiempo, en la imposibilidad de aumentar su producción y casi en la imposibilidad de disminuir su consumo. Porque las importaciones de Europa no son importaciones de artículos de lujo, de artículos industriales, sino importaciones de artículos alimenticios, carne, trigo, grasa indispensables a la nutrición de sus poblaciones, o de materias primas, metales, algodón, maderas indispensables a la actividad de sus fábricas y de sus industrias.
Para el aumento de la población existe, además, un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases, la intensificación de la guerra social. Las clases trabajadoras no quieren colaborar a la reconstrucción del régimen capitalista. Antes bien, una parte de ellas, la que marcha con la Tercera Internacional trata de conquistar definitivamente el poder y de poner fin al régimen capitalista. Luego, por razones políticas o por razones económicas, las huelgas, los obstruccionismos, los lock-out, se suceden aquí y allá. Y estas interrupciones completas o parciales del trabajo impiden no sólo el aumento de la producción sino también el mantenimiento de la producción normal. Los estadistas europeos que preconizan una política de reconstrucción económica de Europa tienden, por esto, a una tregua, a un tratado de paz entre el capitalismo y el proletariado. Quieren un entendimiento, un acuerdo, una transacción, más o menos duradera, entre el capital y el trabajo. Pero, ¿cuáles podrían ser las bases, las condiciones de esta transacción, de este acuerdo? Tendrían que ser, necesariamente, la ratificación y el desarrollo de las conquistas del proletariado: jornada de ocho horas, seguros sociales, etc.; la extirpación de las especulaciones que encarecen la vida; salarios altos en relación con el costo de ésta; control de las fábricas; la nacionalización de las minas y las florestas.
En una palabra, la colaboración del proletariado no podría ser adquirida sino mediante la aceptación del programa mínimo de las clases trabajadoras. A esta transacción se oponen los intereses de los grandes capitanes de la industria y de la banca, de los Stinnes, de los Tyissen, de los Loucheur, y, sobre todo, de la nube de especuladores que prospera a la sombra. Y se oponen también la voluntad de las masas maximalistas, adherentes a la Tercera Internacional, que aspiran a la destrucción final del régimen capitalista y rechazan, por consiguiente, la hipótesis de que el proletariado concurra y colabore a su restauración y a su convalecencia. Además, es dudoso que, simultáneamente, se pueda conseguir la reconstrucción de la riqueza social destruida y el mejoramiento del tenor de vida del proletariado. Es probable, más bien, que por mucho que la producción crezca, por mucho que las ganancias de Europa aumenten, no den lo bastante para atender al pago de las deudas y el bienestar de los trabajadores. El socialismo más que un régimen de producción es un régimen de distribución. Y los problemas actuales del capitalismo son problemas de producción más que problemas de distribución. ¿Cómo podrá, pues, el régimen capitalista aceptar y actuar el programa mínimo del proletariado? He ahí la dificultad sustancial de la situación, ante la cual se desconciertan todos los economistas.
Algunos estadistas europeos, Lloyd George, entre ellos, acarician una intención audaz, un plan atrevido. Piensan que no es posible salvar el régimen capitalista sino a condición de conceder un poco de bienestar a los trabajadores. Piensa que este poco de bienestar debe serles concedido, en parte a costa de los capitalistas. Pero que los sacrificios de los capitalistas no bastarán para mejorar considerablemente la vida de los trabajadores. Y que hay que buscar por consiguiente otros recursos. Estos recursos que no es posible encontrar en Europa, que no es posible encontrar en las naciones capitalistas, es posible a su juicio encontrarlos, en cambio, en África, en Asia, en América, en las naciones coloniales. ¿Quiénes insurgen, quiénes se rebelan contra el régimen capitalista? Los trabajadores, los proletarios de los pueblos pertenecientes a la civilización capitalista, a la civilización occidental. La guerra social, la lucha de clases, es aguda, es culminante en Europa, es menor en los Estados Unidos, es menor aún en Sudamérica; pero en los países correspondientes a otras civilizaciones no existe casi, o existe bajo otras formas atenuadas y elementales. Luego, se trata de reorganizar y ensanchar la explotación económica de los países coloniales, de los países incompletamente evolucionados, de los países primitivos de África, Asia, América, Oceanía y de la misma Europa. Se trata de esclavizar las poblaciones atrasadas a las poblaciones evolucionadas de la civilización occidental. Se trata de que el bracero de Oceanía, de América, de Asia o de África pague el mayor confort, el mayor bienestar, la mayor holgura del obrero europeo o americano. Se trata de que el bracero colonial produzca a bajo precio la materia prima que el obrero europeo transforma en manufactura y que consuma abundantemente esta manufactura. Se trata de que aquella parte menos civilizada de la humanidad trabaje para la parte más civilizada. Así se espera, no solucionar definitivamente la lucha social, porque la lucha social existirá mientras exista el salario, sino atenuar la lucha social, aplazar su crisis definitiva, postergar su último capítulo. Las generaciones humanas son egoístas. Y la actual generación capitalista se preocupa más de su propia suerte que de la suerte del régimen capitalista. Después de nosotros, el diluvio, se dicen a sí mismos. Pero su plan de reorganizar científicamente la explotación de los países coloniales, de transformarlos en sus solícitos proveedores de materias primas y en sus solícitos consumidores de artículos manufacturados, tropieza con una dificultad histórica. Esos países coloniales se agitan por conquistar su independencia nacional. El Oriente hindú se rebela contra el dominio europeo. El Egipto, la India, Persia, despiertan. La Rusia de los Soviets fomenta estas insurrecciones nacionalistas para atacar el capitalismo europeo en sus colonias. La independencia nacional de los países coloniales estorbaría su explotación metódica. Sin disponer de un protectorado o de un mandato sobre los países coloniales, Europa no puede imponerles, con entera facilidad, la entrega de sus materias primas o la absorción de sus manufacturas. Un país políticamente independiente puede ser
económicamente colonial. Estos países sudamericanos, por ejemplo, políticamente independientes, son económicamente coloniales. Nuestros hacendados, nuestros mineros son vasallos, son tributarios de los trusts capitalistas europeos.
Un algodonero nuestro, por ejemplo, no es en buena cuenta sino un yanacón de los grandes industriales ingleses o norteamericanos que gobiernan el mercado de algodón. Europa puede, pues, acordar a los países coloniales la soberanía política, sin que estos países se independicen, por esto, políticamente. Pero, actualmente Europa necesita perfeccionar en vasta escala la explotación económica de esas colonias. Y necesita, por tanto, manejarlas a su antojo, disponer de la mayor agilidad y libertad de acción sobre ellas. Reservo para la conferencia en que me ocuparé de los problemas coloniales y de las cuestiones de Oriente el examen detenido de este aspecto de la crisis mundial. Ahora no quiero sino señalar su vinculación con la crisis económica de Europa.
Veamos rápidamente en qué consisten cada uno de los problemas económicos de la paz. Principiemos por el problema de las reparaciones. ¿Qué son las reparaciones? Las reparaciones son las indemnizaciones que Alemania, en virtud del tratado de paz, debe pagar a los aliados. El tratado de paz de Versalles obliga a Alemania a pagar el costo de los territorios devastados de Francia, Bélgica e Italia, y el monto de las pensiones de los inválidos de guerra, de las viudas y de los huérfanos aliados. Cuando se firmó la paz, los aliados especialmente Francia, creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, a medida que se conoció la verdadera situación de Alemania, la suma de la indemnización se fue reduciendo.
En 1919, Lord Cunliffe, hablaba de una anualidad de 28,000 millones de marcos de oro; en 1919 en setiembre, Mr. Klotz indicaba 18,000 millones; en abril de 1921 la Comisión de Reparaciones reclamaba poco más de 8,000 millones; en mayo de 1921, el acuerdo aliado fijaba 4,600 millones. Este acuerdo de Londres establece en 138 mil millones el total de la indemnización debida por Alemania a los aliados. Esta suma parecía entonces el mínimo que los aliados podían exigir. Posteriormente ha comprobado la experiencia que esa misma suma era exagerada. Actualmente se considera imposible que Alemania logre pagar una suma mayor de treinta o cuarenta mil millones de marcos oro.
Alemania ha ofrecido a los aliados como un máximum la cantidad de treinta mil millones. Pero Francia se ha negado a discutir siquiera estas propiedades o proposiciones que ha declarado irrisorias y temerarias. Con el pretexto del incumplimiento por Alemania, de las condiciones del acuerdo de Londres, Francia ha ocupado la región del Ruhr que es la más rica región industrial y
carbonífera de Alemania. El pretexto específico ha sido la impuntualidad y la deficiencia de las entregas del carbón que Alemania, conforme al Tratado, tiene la obligación de hacer a Francia. Ahora bien. Efectivamente Alemania había empezado a suministrar a Francia carbón, pero en cantidad menor de la que estaba forzada a consignarle.
Pero desde que Francia se ha instalado en el Ruhr ha extraído de esa región menos carbón todavía que el que Alemania le proporcionaba voluntariamente. Francia ha calificado siempre la ocupación del Rhur como la toma de una prenda productiva. Ha dicho: ¿qué hace un acreedor cuando su deudor no cumple con pagarle? Pone intervención en su negocio; le embarga uno de sus bienes para explotarlo hasta que la deuda quede cancelada.
Pero en este caso, el Ruhr es para Francia no sólo una prenda improductiva sino, por el contrario, gravosa. El mantenimiento de las tropas del ejército administrativo destacadas por Francia en el Ruhr para gobernar ésa, constituye un gasto formidable. Teóricamente el pago de ese gasto corresponde a Alemania; pero prácticamente Francia necesita extraer de su erario las cantidades precisas para satisfacerlo. Y es que, positivamente, los políticos que gobiernan actualmente Francia no quieren sinceramente que Alemania pague, sino que Alemania no pague, a fin de tener así un pretexto para desmembrarla y mutilarla.
Tienen la pesadilla de que Alemania resurja, de que Alemania se reconstruya, y aspiran a librarse de esta pesadilla aniquilándola. Pero, como ya he dicho y, he tenido la oportunidad de explicar, la ruina económica de Alemania causaría la ruina económica de la Europa continental.
El organismo económico de Europa es demasiado solidario para que pueda soportar al quebrantamiento de Alemania que es uno de los órganos más vitales. Vemos así que la guerra que trajo como consecuencia la caída del marco aleman ocasionó una depreciación del franco francés. Y este es un fenómeno claro. El crédito de Francia depende en parte de la solvencia de Alemania.
Para que el mecanismo de la producción europea recupere su ritmo normal es indispensable que Alemania recobre su funcionamiento tranquilo. Y la política de Francia respecto a Alemania tiende, contrariamente a esta necesidad, a desmenuzar a Alemania. Muchos banqueros, economistas y peritos aliados han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague una indemnización exagerada. Sus argumentos son lógicos. Se podría sacar de Alemania una gran cantidad de dinero si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio; sus colonias, sus mercados extranjeros, su flota mercante; si se le consintiese incrementar infinitamente su producción industrial; si se le facilitase la venta de esta producción al extranjero. Y estas franquicias son imposibles. Imposibles porque a la industria de Inglaterra, de Francia y de Italia no les conviene esta competencia de la industria alemana. Imposible porque Francia no puede tolerar, por recibir de Alemania algunos o muchos millones de francos, que Alemania resurja más potente, más vigorosa que nunca.
Si las potencias vencedoras, si Francia, si Italia no consiguen nivelar su presupuesto ni pagar sus deudas, es absurdo suponer que una potencia vencida pueda no sólo regularizar sus finanzas sino además llenar los bolsillos de los vencedores. La imposibilidad de que Alemania pague está, pues, documentadamente demostrada. Sin embargo, Francia insiste en que Alemania debe pagar, y en que debe pagar millares de millones, porque así dispone de un pretexto para castigarla, para desmembrarla, para quitarle sus más
ricos territorios. La reorganización de Europa según los técnicos, no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad, de colaboración entre los países europeos. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista y aleja a Alemania y a Francia, a las dos naciones más importantes de la Europa continental. El gobierno de Francia, cuando se le pone delante los peligros que constituye para el porvenir europeo este conflicto franco-alemán, responde que no es justo que Alemania sea exonerada de todo pago, mientras que Francia sigue obligada a pagar a EE.UU. sus deudas de guerra. Francia dice: que Inglaterra y EE.UU. nos perdonen nuestras deudas si quieren que seamos generosos y blandos con Alemania.
Llegamos así a otro problema económico de la paz. Al problema de las deudas interaliadas, íntimamente ligado al problema de las reparaciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz de Versalles y la Sociedad de Naciones [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

La Paz de Versalles

La Paz de Versalles es el punto de partida de todos los problemas económicos y políticos de hoy. El tratado de Paz de Versalles no ha dado al mundo la tranquilidad ni el orden que de él esperaban los Estados. Por el contrario ha aportado nuevas causas de inquietud, de desorden y de malestar. Ni siquiera ha puesto definitivamente fin a las operaciones marciales. Esta paz no ha pacificado al mundo. Después de firmarla, Europa ha continuado en armas. Y hasta ha continuado batiéndose y ensangrentándose parcialmente. Asistimos hoy mismo a la ocupación del Ruhr que es una operación militar. Y que crea entre Francia y Alemania una situación casi bélica. El tratado no merece, por tanto, el nombre de tratado de paz. Merece, más bien, el nombre de tratado de guerra.

Todos los estadistas, que acarician la ilusión de una reconstrucción europea, juzgan indispensable la revisión, la rectificación, casi la anulación de este tratado que separa, enemista y fracciona a las naciones europeas; que hace imposible, por consiguiente, una política de colaboración y solidaridad europeas; y que destruye la economía de Alemania, parte vital del organismo europeo. Con este motivo, el tratado de paz está en discusión permanente. Su sanción, su ratificación, su suscripción resultan provisorias. Uno de los principales beligerantes, Estados Unidos, le ha negado su adhesión y su firma. Otros beligerantes lo han abandonado. Alemania, en vista de la ocupación del Ruhr, se ha negado a seguir cumpliendo las obligaciones económicas que sus cláusulas le imponen. El estudio del tratado es, pues, de gran actualidad.

A los hombres de vanguardia, a los hombres de filiación revolucionaria, el conocimiento y el examen de la Paz de Versalles nos interesa también extraordinariamente. Primero, porque este tratado y sus consecuencias económicas y políticas son la prueba de la decadencia, del ocaso y de la bancarrota de la organización individualista, capitalista y burguesa. Segundo, porque ese tratado, su impotencia y su desprestigio, significan la impotencia y el desprestigio de la ideología democrática de los pacifistas burgueses del tipo de Wilson, que creen compatible la seguridad de la paz con la subsistencia del régimen capitalista.

Veamos qué cosa fue la Conferencia de Versalles. Y qué cosa es el tratado de paz. Tenemos que remontarnos a la capitulación, a la rendición de Alemania. Bien sabéis que Estados Unidos, por boca de Wilson, declararon oficialmente sus fines de guerra, a renglón seguido de su intervención. En enero de 1918, Wilson formuló sus catorce famosos puntos. Estos catorce puntos, como bien sabéis, no eran otra cosa que las condiciones de paz, por las cuales luchaban contra Alemania y Austria las potencias aliadas y asociadas. Wilson ratificó, aclaró y preciso estas condiciones de paz en varios discursos y mensajes, mientras los ejércitos se batían. Inglaterra, Francia e Italia aceptaron los catorce puntos de Wilson. Alemania estaba entonces en una posición militar ventajosa y superior. Como he explicado en mis anteriores conferencias, la propaganda wilsoniana debilitó primero y deshizo después la fortaleza del frente alemán, más que los refuerzos materiales norteamericanos. Las condiciones de paz preconizadas por Wilson ganaron a la mayoría de la opinión popular alemana. El pueblo alemán dejó sentir su cansancio de la guerra, su voluntad de no seguir batiéndose, su deseo de aceptar la paz ofrecida por Wilson. Los generalísimos alemanes advirtieron que esta misma atmósfera moral cundía en el ejército. Comprendieron que, en tales condiciones morales, era imposible proseguir la guerra. Y propusieron el entablamiento inmediato de negociaciones de paz. Lo propusieron, precisamente, como un medio de mantener la unidad moral del ejército. Porque era necesario demostrarle al ejército, en todo caso, que el gobierno alemán no prolongaba caprichosamente los sacrificios de la guerra y que estaba dispuesto a ponerles término, a cambio de una paz honrosa. Bajo esta presión, el gobierno alemán comunicó al presidente Wilson que aceptaba los catorce puntos y que solicitaba la apertura de negociaciones de paz. El 8 de octubre el Presidente Wilson preguntó a Alemania si, aceptadas las condiciones planteadas, su objeto era simplemente llegar a una inteligencia sobre los detalles de su aplicación. La respuesta de Alemania, de fecha 12 de octubre, fue afirmativa. Alemania se adhería, sin reservas, a los catorce puntos. El 14 de octubre, Wilson planteó las siguientes cuestiones previas: las condiciones del armisticio serían dictadas por los consejeros militares de los aliados; la guerra submarina cesaría inmediatamente; el gobierno alemán daría garantías de su carácter representativo. El 20 de octubre Alemania se declaró de acuerdo con las dos primeras cuestiones. En cuanto a la tercera respondió que el gobierno alemán estaba sujeto al control del Reichstag. El 23 de octubre Wilson comunicó a Alemania que había enterado oficialmente a los aliados de esta correspondencia, invitándoles a que, en el caso de que quisiesen la paz en las condiciones indicadas, encargasen a sus consejeros militares la redacción de las condiciones del armisticio. Los consejeros militares aliados, presididos por Foch, discutieron y elaboraron estas condiciones. En virtud de ellas, Alemania quedaba desarmada e incapacitada para proseguir la guerra. Alemania, sin embargo, se sometió. Nada tenía que temer de las condiciones de paz. Las condiciones de paz estaban ya acordadas explícitamente. Las negociaciones no tenían, por finalidad, sino la protocolización de la forma de aplicarlas.
Alemania capituló, pues, en virtud del compromiso aliado de que la paz se ceñiría a los catorce puntos de Wilson y a las otras condiciones sustanciales enunciadas por Wilson en sus mensajes y discursos. No se trataba si no de coordinar los detalles de una paz, cuyos lineamientos generales estaban ya fijados. La paz ofrecida por los aliados a Alemania era una paz sin anexiones ni indemnizaciones, una paz que aseguraba a los vencidos su integridad territorial, una paz que no echaba sobre sus espaldas el fardo de las obligaciones económicas de los vencedores, una paz que garantizaba a los vencidos su derecho a la vida, a la independencia, a la prosperidad. Sobre la base de estas garantías Alemania y Austria depusieron las armas. ¡Qué importaba moralmente que esas garantías no estuviesen aún escritas en un tratado, en un documento suscrito por unos y otros beligerantes! No, por eso, eran menos categóricas, menos explícitas, ni menos terminantes.

Veamos ahora cómo fueron respetadas, cómo fueron cumplidas, cómo fueron mantenidas por los aliados. La historia de la Conferencia de Versalles es conocida en sus aspectos externos e íntimos. Varios de los hombres que intervinieron en la conferencia han publicado libros relativos a su funcionamiento, a su labor y a su ambiente. Son universalmente conocidos el libro de Keynes, delegado económico de Inglaterra, el libro de Lansing, Secretario de Estado de Norteamérica, el libro de Andrés Tardieu, delegado de Francia y colaborador principal de Clemenceau, el libro de Nitti, delegado italiano y Ministro del Tesoro de Orlando. Además, Lloyd George, Clemenceau, Poincaré, Foch, han hecho diversas declaraciones acerca de las intimidades de la conferencia de Versalles. Se dispone, por tanto, de la cantidad necesaria de testimonios autorizados para juzgar, documentadamente, la conferencia y el tratado. Todos los testimonios que he enumerado son testimonios aliados. No deseo recurrir a los testimonios alemanes para que no se les tache de parcialidad, de despecho, de encono.

Todas las potencias participantes enviaron a la conferencia delegaciones numerosas. Principalmente, las grandes potencias aliadas rodearon a sus delegados de verdaderos ejércitos de peritos, técnicos y auxiliares. Pero estas comisiones no intervinieron si no en la elaboración de las cláusulas secundarias del tratado. Las cláusulas sustantivas, los puntos cardinales de la paz, fueron acordados
exclusivamente por cuatro hombres: Wilson, Clemenceau, Lloyd George y Orlando. Estos cuatro hombres constituían el célebre Consejo de los Cuatro. Y de ellos Orlando tuvo en las labores del Consejo una intervención intermitente, localista y limitada. Orlando casi no se ocupó sino de las cuestiones especiales de Italia. La paz fue así, en consecuencia, obra de Wilson, Clemenceau y Lloyd George únicamente. De estos tres hombres, tan sólo Wilson ambicionaba seriamente una paz basada en los catorce puntos y en su ideología democrática. Clemenceau aspiraba, sobre todo, a una paz ventajosa para Francia, dura, áspera, inexorable para Alemania. Lloyd George se oponía a que Alemania fuese tratada inclementemente, no por adhesión al programa wilsoniano sino por interés de que Alemania no resultase expoliada hasta el punto de comprometer su convalecencia y, por consiguiente, la reorganización capitalista de Europa. Pero Lloyd George tenía, al mismo tiempo, que considerarla posición parlamentaria de su gobierno. La opinión pública inglesa quería una paz que impusiese a Alemania el pago de todas las deudas de guerra. El contribuyente inglés no quería que recayesen sobre él las obligaciones económicas de la guerra. Quería que recayesen sobre Alemania. Las elecciones legislativas se efectuaron en Inglaterra antes de la suscripción de la paz. Y Lloyd George, para no ser vencido en las elecciones, tuvo que incorporar en su plataforma electoral esa aspiración del contribuyente inglés. Lloyd George, en su palabra, se comprometió con el pueblo inglés a obligar a Alemania al pago integral del costo de la guerra. Clemenceau, a su turno, era solicitado por la opinión pública francesa en igual sentido. Eran los días delirantes de la victoria. Ni el pueblo francés, ni el pueblo inglés, disponían de serenidad para razonar, para reflexionar; su pasión y su instinto oscurecían su inteligencia, su discernimiento. Tras de Clemenceau y tras de Lloyd George habían, por consiguiente, dos pueblos que deseaban la expoliación de Alemania. Tras de Wilson no había, en tanto, un pueblo devotamente solidario con los catorce puntos. Antes bien, la opinión norteamericana se inclinaba, egoístamente, al abandono de algunos anhelos líricos de Wilson. Wilson trataba con jefes de Estado, parlamentariamente fuertes, dueños de mayorías numerosas en sus cámaras respectivas. A él le faltaba, en tanto, en los Estados Unidos, esta firme adhesión parlamentaria. Tenemos aquí una de las causas de las transacciones y de las concesiones de Wilson en el curso de las conferencias. Pero otras de las causas no era, comoésta, una causa externa. Era una causa interna, una causa psicológica. Wilson se encontraba frente a dos políticos redomados, astutos, expertos en la trapacería, en el sofisma y en el engaño. Wilson era un ingenuo profesor universitario, un personaje un poco sacerdotal, utopista y hierático, un tipo algo místico de puritano y de pastor protestante. Clemenceau y Lloyd George eran, en cambio, dos políticos cautos, consumados y duchos, largamente entrenados para el enredo diplomático. Dos estrategas hábiles y experimentados. Dos falaces zorros de la política burguesa. Keynes dice, además, que Wilson no llevó a la conferencia de la paz sino principios generales, pero no ideas concretas en cuanto a su aplicación. Wilson no conocía detalladamente las cuestiones europeas consideradas por sus catorce puntos. A los aliados les fue fácil, por eso, presentarle la solución en cada una de estas cuestiones con un ropaje idealista y doctrinario. No regateaban a Wilson la adhesión a ninguno de sus principios; pero se daban maña para burlarlos en la práctica y en la realidad. Redactaban astutamente las cláusulas del tratado, de suerte que dejasen resquicio a las interpretaciones convenientes para invalidar los mismos principios que, aparentemente, esas cláusulas consagraban y reconocían. Wilson carecía de experiencia, de perspicacia para descubrir el sentido de todas las interlíneas, de todos los giros gramaticales de cada cláusula. El Tratado de Versalles ha sido, desde este punto de vista, una obra maestra de tinterillismo de los más sagaces y mañosos abogados del mundo.
El programa de Wilson garantizaba a Alemania la integridad de su territorio. El Tratado de Versalles separa de Alemania la región del Sarre, poblada por seiscientos mil alemanes. El sentimiento de esa región es indiscutiblemente alemán. El tratado establece, sin embargo, que después de quince años un plebiscito decidirá la nacionalidad definitiva de esa región. En seguida, el tratado amputa a Alemania otras poblaciones alemanas para dárselas a Polonia y a Checoeslovaquia. Finalmente decide la ocupación por quince años de las provincias de la ribera izquierda del Rhin, que contienen una población de seis millones de alemanes. Varios millones de alemanes han sido arbitrariamente colocados bajo banderas extrañas a su nacionalidad verdadera, en virtud de un tratado que, conforme al programa de Wilson, debió ser un tratado de paz sin anexiones de ninguna clase.

El programa de Wilson garantizaba a Alemania una paz sin indemnizaciones. Y el Tratado de Versalles la obliga, no sólo a la reparación de los daños causados a las poblaciones civiles, a la reconstrucción de las ciudades desvastadas, sino también al pago de las pensiones de los parientes de las víctimas de la guerra y de los inválidos. Además, la computación de estas sumas es hecha inapelablemente por los aliados, interesados naturalmente en exagerar el monto de esas sumas. La fijación del monto de esta indemnización de guerra no ha sido aún concluida. Se discute ahora la cantidad que Alemania está en aptitud de pagar.

El programa de Wilson garantizaba la ejecución del principio de los pueblos a disponer de sí mismos. Y el tratado de paz niega a Austria este derecho. Los austríacos, como sabéis, son hombres de raza, de tradición y de sentimiento alemanes. Las naciones de raza diferente, Bohemia, Hungría, Croacia, Dalmacia, incorporadas antes en el Imperio Austro- Húngaro, han sido independizadas de Austria que ha quedado reducida a una pequeña nación de población netamente germana. A esta nación, el tratado de paz le niega el derecho de unirse a Alemania. No se lo niega explícitamente, porque el tratado, como ya he dicho, es un documento de refinada hipocresía; pero se lo niega disfrazada e indirectamente. El tratado de paz dice que Austria no podrá unirse a otra nación sin la anuencia de la Sociedad de las Naciones. Y dice, en seguida, en una disposición de apariencia inocente, que el consentimiento de la Sociedad de las Naciones debe ser unánime. Unánime, esto es que si un miembro de la Sociedad de las Naciones, uno solo, Francia, por ejemplo, rehúsa su consentimiento, Austria no puede disponer de sí misma. Esta es una de las astutas burlas de sus catorce puntos, que los gobernantes aliados consiguieron jugar a Wilson en el tratado de paz.

El tratado de paz, por otra parte, ha despojado a Alemania de todos sus bienes inmediatamente negociables. Alemania, en virtud del tratado, ha sido desposeída no sólo de su marina de guerra sino, además, de su marina mercante. Al mismo tiempo, se le ha vetado, indirectamente, la reconstrucción de esta marina mercante, imponiéndosele la obligación de construir en sus astilleros, durante cinco años, los vapores que los aliados necesiten. Alemania ha sido desposeída de todas sus colonias y de todas las propiedades del Estado alemán existentes en ellas: ferrocarriles, obras públicas, etc. Los aliados se han reservado, además, el derecho de expropiar, sin indemnización alguna, la propiedad privada de los súbditos alemanes residentes en esas colonias. Se han reservado el mismo derecho respecto a la propiedad de los súbditos alemanes residentes en Alsacia y Lorena y en los países aliados o sus colonias. Alemania ha sido desposeída de las minas de carbón del Sarre, que pasan a propiedad definitiva de Francia, mientras a los habitantes de la región se les acuerda el derecho a elegir, dentro de quince años, la soberanía que prefieran. El pretexto de la entrega de estas minas de carbón a Alemania [Francia] reside en los daños causados por la invasión alemana a las minas de carbón de Francia; pero el tratado contempla en otra cláusula la reparación de estos daños, imponiendo a Alemania la obligación de consignar anualmente a Francia una cantidad de carbón, igual a la diferencia entre la producción actual de las minas destruidas o dañadas y su producción de antes de la guerra. Esta imposición del tratado a Alemania asegura a Francia una cantidad de carbón anual idéntica a la que le daban sus minas antes de la invasión alemana. A pesar de esto, en el nombre de los daños sufridos por las minas francesas durante la guerra, se ha encontrado necesario, además, despojar a Alemania de las minas del Sarre. Alemania, en fin, ha sido desposeída del derecho de abrir y cerrar sus fronteras a quien le convenga. El tratado la obliga a dispensar a las naciones aliadas, sin derecho alguno a reciprocidad, el tratamiento aduanero acordado a la nación más favorecida.

En una palabra, la obliga a que franquee sus fronteras a la invasión de mercaderías extranjeras, sin que sus mercaderías gocen de la misma franquicia aduanera para ingresar en los países aliados y asociados. Para enumerar todas las expoliaciones que el tratado de paz inflige a Alemania necesitaría hablar toda la noche. Necesitaría, además, entrar en una serie de pormenores técnicos o estadísticos, fatigantes y áridos. Basta a mi juicio con la ligera enumeración que ya he hecho para que os forméis una idea de la magnitud de las cargas económicas arrojadas sobre Alemania por el tratado de paz. El tratado de paz ha quitado a Alemania todos los medios de restaurar su economía, ha mutilado su territorio; y ha suprimido virtualmente su independencia y su soberanía. El tratado de paz ha dado a la Comisión de Reparaciones, verdadero instrumento de extorsión y de tortura, la facultad de intervenir a su antojo en la vida económica alemana.

Los aliados han cuidado de que el tratado de paz ponga en sus manos la suerte económica de Alemania. Ellos mismos han tenido que renunciar a la aplicación de muchas cláusulas que les entregaban la vida de Alemania. El tratado, por ejemplo, da derecho a los aliados a reclamar el oro que posea el estado alemán; pero, como este oro es el respaldo de la moneda alemana, los aliados han tenido que abstenerse de exigir su entrega, para evitar que por falta de respaldo metálico, la moneda alemana perdiese todo valor. El tratado es así, en gran parte, inejecutable. Y tiene por eso toda la virtualidad de un nudo corredizo puesto al cuello de Alemania. Los aliados no tienen sino que tirar de ese nudo corredizo para matar a Alemania. Actualmente la discusión entre Francia e Inglaterra no tiene otro sentido que éste: Francia cree en la conveniencia de asfixiar a Alemania, cuya vida está en sus manos; Inglaterra no cree en la conveniencia de acabar con la vida de Alemania. Teme que la descomposición del cadáver alemán infecte mortalmente la atmósfera europea.

El tratado de paz, en suma, reniega los principios de Wilson, en el nombre de los cuales capituló Alemania. El tratado de paz no ha respetado las condiciones ofrecidas a Alemania para inducirla a rendirse. Los aliados suelen decir que Alemania debe resignarse a su suerte de nación vencida. Que Alemania ha perdido la guerra. Que los vencedores son dueños de imponerle una paz dura. Pero estas afirmaciones tergiversan y adulteran la verdad. El caso de Alemania no ha sido éste. Los aliados, precisamente con el objeto de decidir a Alemania a la paz, habían declarado previamente sus condiciones. Y se habían empeñado solemnemente a respetarlas y mantenerlas. Alemania capituló, Alemania se rindió, Alemania depuso las armas, sobre la base de esas condiciones. No había, pues, derecho para imponer a Alemania, desarmada, una paz dura e inclemente. No había derecho a cambiar las condiciones de paz.
¿Cómo pudo tolerar Wilson este desconocimiento, esta violación de su programa? Ya he explicado en parte este hecho. Wilson, en unos casos, fue colocado ante una serie de tergiversaciones hábiles, tinterillescas, hipócritas, de la aplicación de sus principios. Wilson, en otros casos, transigió con los puntos de vista de Francia, Bélgica, Inglaterra a sabiendas de que atacaban su programa. Pero transigió a cambio de la aceptación de la idea de la Sociedad de las Naciones. A juicio de Wilson, nada importaba que algunas
de sus aspiraciones, la libertad de los mares, por ejemplo, no consiguiese una realización inmediata en el tratado. Lo esencial, lo importante era que el número cardinal de su programa no fracasase. Ese número cardinal de su programa era la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones, pensaba Wilson, hará realizable mañana lo que no es realizable hoy mismo. La reorganización del mundo, sobre la base de los catorce puntos, estaba automáticamente asegurada con la existencia de la Sociedad de las Naciones. Wilson se consolaba, en medio de sus más dolorosas concesiones, con la idea de que la Sociedad de las Naciones se salvaba.

Algo análogo pasó en el espíritu de Lloyd George. Lloyd George resistió a muchas de las exigencias francesas, Lloyd George combatió, por ejemplo, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Lloyd George se esforzó porque el tratado no mutilase ni atacase la unidad alemana. Pero Lloyd George cedió a las demandas francesas porque pensó que no era el momento de discutirlas. Creyó Lloyd George que, poco a poco, a medida que se desvaneciese el delirio dela victoria, se conseguiría la rectificación paulatina de las cláusulas inejecutables del tratado. Por el momento lo que urgía era entenderse. Lo que urgía era suscribir el tratado de paz, sin reparar en muchos de sus defectos. Todo lo que en el tratado existía de absurdo iría desapareciendo sucesivamente en virtud de progresivas rectificaciones y progresivos compromisos. Por lo pronto, urgía firmar la paz. Más tarde se vería la manera de mejorarla. No había necesidad de reñir teóricamente sobre las consecuencias del Tratado de Versalles. La realidad se encargaría de constreñir a las naciones interesadas a reconocer esas consecuencias y a acomodar su conducta a las necesidades que esas consecuencias creasen.

El pensamiento de Wilson, en una palabra, era: el tratado es imperfecto; pero la Sociedad de las Naciones lo mejorará. El pensamiento de Lloyd George era: el tratado es absurdo; pero la fuerza de la realidad, la presión de los hechos se encargarán de corregirlo. Pero la Sociedad de las Naciones era una ilusión de la ideología de Wilson. La Sociedad de las Naciones ha quedado reducida a un nuevo e impotente tribunal de La Haya. Conforme a la ilusión de Wilson, la Sociedad de las Naciones debía haber comprendido a todos los países de la civilización occidental. Y a través de ellos a todos los países del mundo, porque los países de la civilización occidental serían mandatarios de los países de las otras civilizaciones del África, Asia, etc. Pero la realidad es otra. La Sociedad de las Naciones no comprende siquiera a la totalidad de las naciones vencedoras. Estados Unidos no ha ratificado el Tratado de Versalles ni se ha adherido a la Sociedad de las Naciones. Alemania, Austria, Turquía y otras naciones europeas son excluidas de la Sociedad y colocadas bajo su tutelaje. Rusia, que pesa en la economía europea con todo el peso de sus ciento veinte millones de habitantes, no forma parte de la Sociedad de las Naciones. Más aún, domina en ella un régimen antagónico del régimen representado por la Sociedad de las Naciones. Dentro de la Sociedad de las Naciones se reproduciría el peligroso equilibrio continental. Unas naciones se aliarían con otras. La Sociedad de las Naciones debía haber puesto término al sistema de las alianzas. Vemos, sin embargo, que Checoeslavia, Yugoeslavia y Rumania han constituido una alianza, la Petit Entente; que los pactos de grupos de naciones se renuevan. La Sociedad de las Naciones, sobre todo, no es tal Sociedad de las Naciones. Es una sociedad de gobiernos, es una sociedad de Estados, es una liga del régimen capitalista. La Sociedad de las Naciones cuenta con la adhesión de la clase dominante; pero no cuenta con la adhesión de la clase dominada. La Sociedad de las Naciones es la Internacional del Capitalismo; pero no la Internacional de los Pueblos. Ninguna nación quiere renunciar a un derecho dado en favor de la Sociedad de las Naciones. Decidle a Francia que someta el problema de las reparaciones a la Sociedad de las Naciones. Francia responderá que el problema de las reparaciones es un problema suyo; que no es un problema de la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones es, a lo sumo, interesante como una expresión del fenómeno internacionalista. La burguesía ha concebido la idea de la Sociedad de las Naciones bajo la presión de fenómenos que le indican que la vida humana se ha solidarizado, se ha internacionalizado. La idea de la Sociedad de las Naciones es desde este punto de vista, compañeros, un homenaje involuntario de la burguesía a nuestra ideal proletario y clasista del internacionalismo.

Yo he hablado, compañeros, de estas cuestiones, igualmente lejano de toda francofilia y de toda germanofilia. Yo no soy, no puedo ser ni germanófilo ni francófilo. Mis simpatías no están con una nación ni con otra. Mis simpatías están con el proletariado universal. Mis simpatías acompañan del mismo modo al proletariado alemán que al proletariado francés. Si yo hablo de la Francia oficial con alguna agresividad de lenguaje y de léxico es porque mi temperamento es un temperamento polémico, beligerante y combativo. Yo no sé hablar unciosamente, eufemísticamente, mesuradamente, como hablan los catedráticos y los diplomáticos. Tengo ante las ideas, y ante los acontecimientos, una posición de polémica. Yo estudio los hechos con objetividad; pero me pronuncio sobre ellos sin limitar, sin cohibir mi sinceridad subjetiva. No aspiro al título de hombre imparcial; porque me ufano por el contrario de mi parcialidad, que coloca mi pensamiento, mi opinión y mi sentimiento al lado de los hombres que quieren construir, sobre los escombros de la sociedad vieja, el armonioso edificio de la sociedad nueva.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la Tercera Conferencia

[Transcripción completa]

No omitiré la exposición del movimiento anarquista. No traeré ningún espíritu sectario. Creo oportuno ratificarme en estas declaraciones. Algunos compañeros temen, que yo sea muy poco imparcial y muy poco objetivo en mi curso. Pero soy, partidario antes que nada del frente único proletario. Tenemos que emprender juntos muchas largas jornadas. Causa común contra el amarillismo. Antes que agrupar a los trabajadores en sectas o partidos agruparlos en una sola federación. Cada cual tenga su filiación, pero todos el lazo común del credo clasista. Estudiemos juntos las horas emocionantes del presente.

Completaremos el examen de la conducta de los partidos socialistas y sindicatos. Veremos cómo y porqué el proletariado fue impotente para impedir la conflagración.

La guerra encontró impreparada a la Segunda Internacional. No había aun programa de acción concreto y practico para asegurar la paz. Congreso de Stutgart. Moción de Lenin y Rosa Luxemburgo:

"En el caso de que estalle una guerra, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política provocada por la guerra para sacudir al pueblo y acelerar la caída de la dominación capitalista".

Pero en la Segunda Internacional había muy pocos Lenin y Rosa Luxemburgo.

Tres años después, el congreso de Copenhague. Vailant y Keir Hardi propusieron la huelga general. Se dejó la cuestión para Viena 1914.

En 1912 la situación grave obligó a la II Internacional a convocar un congreso extraordinario. Basilea 1912 noviembre. De este congreso, salió un manifiesto. Y de nuevo se dejó la cuestión técnica para Viena, agosto de 1914.

Antes, Sarajevo. El Bureau Internacional de Bruselas convocó de urgencia para el 29 de julio a los partidos socialistas de Europa. Por Francia, Jaures, Sembat, Vaillant, Guesde, Longuet. Por Alemania, Haase Rosa Luxemburgo. Apresurar el congreso. París 9 de Agosto en vez de Viena 23 de Agosto. Declaración de la Oficina Internacional. Palabras de Jaures en la noche del 29 de Julio.

Dos días después Jaures muerto. Muller en Paris, el 1 de Agosto. Esterilidad de su misión. La guerra ya incontenible se desencadenó. El Congreso del 9 de Agosto no pudo efectuarse. Paginas de Claridad describen con vivo color el ambiente de delirante patriotismo y nacionalismo. La mayoría ofuscada contagiada por la atmosfera guerrera, marcial, agresiva. La prensa y los intelectuales instigadores.

Porqué la internacional no pudo oponer una barrera a esta desborde de pasión nacionalista? Porqué la internacional no pudo conservarse fiel a sus principios de solidaridad clasista? Veamos las circunstancias que dictaron la conducta socialista.

Declaración de los diputados alemanes en el parlamento el 4 de Agosto. Catorce votos, contra.

Declaración de los socialistas franceses en el parlamento el 6 de Agosto. En Francia, nación agredida, la adhesión fue mas ardorosa, más viva.

La actitud de los demás partidos obreros. "De la Segunda a la Tercera Internacional”.

La conducta de los socialistas italianos reclama especial mención. Manifiestaron mayor lealtad al internacionalismo. El 26 de Julio, manifiesto socialista. Lucha entre neutralistas e intervencionistas. Los fautores socialistas del intervencionismo. Arturo Labriola. Benito Mussolini. Anécdota de ambos.

Formula de los socialistas italianos: "Ni adherirse a la guerra ni sabotearla". Declaración socialista en la cámara. La reunión de Zimmerwald en septiembre de 1915. Asistieron delegaciones alemana, francesa, italiana, rusa, polaca, balcánica, sueca, noruega, holandesa y suiza. Inglaterra negó los pasaportes. Lenin. El manifiesto de Zimmerwald primer despertar de la consciencia proletaria.

Para asegurarse al proletariado, la burguesía le dio participación en el poder. Algunas concesiones al programa mínimo. La guerra exigía la mayor disciplina nacional posible. Libertades restringidas. Esta política pareció la inauguración era socialista. Guerra revolucionaria.

El Estado subsidiaba a las familias de los combatientes, ofrecía a bajo precio el pan y subvencionaba largamente a la industria. Trabajo, abundante bien remunerado. Con esto se adormecía en las masas la idea de la injusticia social, se atenuaban los motivos de la lucha de clases. El proletariado no se fijaba en que esta prodigalidad del Estado acumulaba cargas para el porvenir. Concluida la guerra, los vencidos pagarían. Que el pueblo combatiese hasta el fin. Había que vencer.

Los aliados más que predica de intereses prédica de ideales. El pueblo inglés, creía combatir en defensa de los pueblos débiles. El pueblo francés contra la Barbarie, la Autocracia, el Medievalismo. El odio al boche.

La fuerza de los aliados consistió, precisamente, en estos mitos. Para los austro-alemanes, guerra militar. Para los aliados, guerra santa, cruzada por grandes y sacros ideales humanos. Los líderes, en gran parte, prestaron su concurso a esta propaganda. Adhesión efectiva de gran parte del proletariado. No hablaban solo los políticos de la burguesía. En Austria y Alemania la adhesion era menos sólida. Guerra de defensa nacional. Las minorías pacifistas más fuertes. Liebknecht, etc, disponían de mayor ambiente. Alemania rodeada de enemigos. Sensación victoria. En nombre defensa nacional y esperanza victoria, Alemania disponía de argumentos suficientes.

Todas estas circunstancias hicieron que durante cuatro años los proletarios europeos se asesinasen los unos a los otros. Asi fracaso la Segunda Internacional. La experiencia enseña, que dentro de este regimen las guerras no son evitables. La democracia capitalista, la paz armada, la política de equilibrio, la diplomacia secreta. Se incuba permanentemente la guerra. Y el proletariado no puede hacer nada. Ahora la experiencia del conflicto franco-alemán. Pesan aún demasiado intereses y sentimientos nacionalistas.

Conforme a estas duras lecciones para combatir la guerra, no basta el grito de abajo la guerra. Grito de la II Internacional, de todos sus congresos, hasta de los pacifistas tipo Wilson. El grito del proletariado: Viva la sociedad proletario. Pensemos en construirla.

Y la gran frase de Jaures no debe apartarse de nuestro recuerdo:

"Hay que impedir que el espectro de la guerra salga cada seis meses de su sepulcro para aterrorizar al mundo".

José Carlos Mariátegui La Chira

Roma y el arte gótico

En Roma no hay grandes ejemplares de arte gótico. El arte gótico no fructificó en la ciudad eterna. El estilo gótico-romano no ha dejado monumentos extraordinarios. Sus obras han sido modestas, opacas, apocadas. Ahora se pretende erigirlo en estilo genuina y representativamente romano. Todos los templos modernos de Roma son gótico-romanos. A tal punto que ya hay en Roma más gótico-romano moderno que gótico-romano antiguo.
La edad del arte gótico fue una edad azarosa e inquieta para Roma. Durante ella, Roma fue conquistada, asediada, destruida y saqueada varias veces. La escasez de creaciones del arte gótico en Roma encuentra aquí su explicación histórica. Pero esta explicación es insuficiente. La verdad es que el arte gótico no llegó nunca a aclimatarse en Roma. El ambiente romano no fue un ambiente propicio al arte gótico. El arte gótico es esencialmente nórdico. Es un producto del genio, del temperamento y del suelo del norte. Trasplantado al suelo romano tiene las características de una cosa forastera. Es como una palmera entre los pinos de los bosques alemanes. El arte griego medró maravillosamente en el suelo italiano, más que por razones de historia, por razones de ambiente. El pueblo romano podía sentir, comprender y amar el arte griego como una cosa suya. En tierra latina el Partenón tendría, como en tierra griega, un marco propio, un ambiente suyo. El florecimiento del arte griego-romano fue, por esto, una cosa espontánea, natural, robusta.
En Alemania, el arte del Renacimiento y el arte barroco, me han parecido siempre fuera de su sitio. El cielo gris, el fondo neblinoso, la luz discreta de Alemania no están hechas para la línea alegre y ligera de la arquitectura griega y de la arquitectura italiana. En cambio, la línea gótica encuentra en ese cielo gris, en ese fondo neblinoso, en esa luz discreta, los elementos ambientales que necesita. Tal vez solo en Munich, donde hay un poco más de sol, un poco más de luz que en Berlín, y donde hay un cierto ambiente de ciudad italiana, el estilo Renacimiento ha llegado a aclimatarse un tanto. En Munich, el estilo Renacimiento vive como esas plantas tropicales en los conservatorios de los museos botánicos. En Berlín no vive absolutamente.
En Francia, en cambio, donde se concilian la bruma del norte y la luz del mediodía, donde el ambiente geográfico, como el ambiente espiritual, es tan ecléctico y tan matizado, se concibe perfectamente que el arte gótico, primero, y el arte Renacimiento, después, hayan hallado un clima conveniente a su desarrollo.
En la misma Italia del Norte, en la Lombardía, en el Veneto, la influencia gótica pudieron dejarse sentir con alguna intensidad. La Italia del Sur, en tanto, restó siempre un ambiente hostil a todas las expresiones del arte gótico. La Sicilia y Nápoles no son griegos por los templos, los teatros y los palacios griegos de Siracusa, de Taormina, de Pesto y de Pompeya, sino porque griegos son el cielo, la luz, el paisaje. La columna, el capitel, el frontón, la línea entera de la arquitectura griega han sido creadas para esta luz y este paisaje.
El arte gótico no podía, pues, brotar lozanamente en Roma. El arte gótico fue en Roma lo mismo que el cristianismo: una invasión extranjera, cuya dominación sobre Roma no pudo durar sino a condición de dejarse modificar gradualmente por el ambiente y el sentimiento romanos. Roma se convirtió al cristianismo, paganizándolo; y se sometió al arte gótico, romanizándolo. Los artistas florentinos, lombardos y venecianos, Cimabue, Giotto, etc., fueron accesibles al ideal gótico porque fueron igualmente accesibles al sentimiento cristiano. Roma no tuvo ningún Giotto, ningún Cimabue. I en Roma el cristianismo se saturó poco a poco, de sentimiento pagano. Cuando se habla de una Roma papal no se habla de una Roma cristiana, sino de una Roma católica. Roma no ha podido ser cristiana por las mismas razones que no ha podido ser gótica.
Mientras, durante la edad gótica, la fecundidad artística de Roma fue tan limitada, ¡Qué fecundidad desde que se inició el Renacimiento! ¡Qué eclosión! ¡Qué exuberancia en toda Italia! ¡Con qué espontaneidad el genio italiano reconoció en el arte griego y greco-romano su propio arte! El genio italiano necesitó romper con el sentimiento gótico para que aparecieran Miguel Angel, Leonardo de Vinci, Rafael, Tiziano, Giorgione, Tintoretto, Veronese, Caravagio, Coreggio. Los panegiristas del gótico -temperamentos místicos como John Ruskin o como Vincent d’Indy- no tienen más remedio que declarar gótico todo el principio del renacimiento para no ceder al Renacimiento los pintores florentinos o venecianos de su gusto. En su libro “Musiciens d’Aujourdui”, Romain Rolland remarca que Vincent d’Indy considera góticos a fra Filippo Lippi y a Guirlandaio y piensa que la influencia del Renacimiento empezó únicamente el siglo diecisiete.
Roma no es rica en arte Renacimiento. El Renacimiento vino a Roma de la Toscana y de la Umbria ya en pleno apogeo. I en Roma, justamente, comenzó su decadencia. Pero Roma es, en cambio, la ciudad del arte barroco. El arte barroco ha dado a Roma la basílica de San Pedro y la basílica de San Juan de Lateran, la Fontana de Trevi, la escultura del Bernini, la pintura del Caravaggio y del Dominicchino. I bien. Nada más latino, nada más italiano que el arte barroco. El arte barroco es latino y es italiano hasta en sus exageraciones y sus fealdades. Más aún. Nunca es más latino que en sus exageraciones y en sus fealdades. El temperamento retórico, ampuloso y exuberante del meridional se refleja absolutamente en el retoricismo, la ampulosidad y la exuberancia del arte barroco. Bernini habría sido más barroco que Miguel Angel, aunque lo hubiese precedido. Los que en Italia reniegan a Bernini, reniegan un artista italianísimo, reniegan un artista típicamente meridional y específicamente napolitano. Italia renegando el arte barroco, me hace el mismo efecto que me haría Alemania renegando de Wagner, Francia renegando a Verlaine y España renegando las corridas de toros. No me explico, no podré explicarme nunca que el arte barroco tenga en Italia más detractores que en Alemania, Inglaterra o Francia. Ni que Roma quiera reivindicar como suyo, como legítimamente suyo, exclusivamente suyo y únicamente suyo ese arte gótico-romano que no le ha dejado nada de grandioso ni de imperecedero.
Taine dice que San Pedro no es un templo cristiano sino un gran salón de espectáculos. El juicio, en su primera parte, es rigurosamente exacto. San Pedro no es un templo cristiano. El templo cristiano es el templo gótico. Pero no hay que buscarlo en Roma. Roma no ha sido cristiana y, por consiguiente, tampoco son cristianos sus templos. Son, a lo sumo, católicos. San Pedro no es una obra del espíritu cristiano. Es una obra del espíritu romano del siglo dieciséis. Está muy lejos del sentimiento gótico; pero es porque también Roma lo ha estado en ese y en casi todos los tiempos.
Las estancias de Rafael, igualmente, no son cristianas. No lo es siquiera el Vaticano. El Vaticano, como los demás palacios de los Papas, los cardenales y los príncipes de la Iglesia, está decorado pompeyanamente con cuadros del Olimpo. Está habitado por Venus, Cupido, Adonis, Baco, Pan Faunos, Sátiros y Sirenos. Los cuadros de la historia sagrada tienen más valor decorativo que contenido místico. El tema es bíblico, pero el verso es pagano. En esos palacios el cristianismo respira una atmósfera demasiado pecadora para conservarse puro y ascético.
Yo soy también un enamorado del arte gótico. Me emociona más la Catedral de Colonia que la Basílica de San Juan de Lateran. Pero en Roma me contento con encontrar arte italiano y sentimiento italiano. I los admiro sin reservas. Este eclecticismo no podía existir en Ruskin, en “ese hombre del norte espiritualista y protestante” como dice Taine. Yo soy un meridional, un sud-americano, un criollo -en la acepción étnica de la palabra-. Soy una mezcla de raza española y de raza india. Tengo, pues, algo de occidental y de latino; pero tengo más, mucho más de oriental, de asiático. A medias soy sensual y a medias soy místico. Mi misticismo me aproxima espiritualmente al arte gótico. Un indio está aparentemente tan lejos del arte gótico como del arte griego, del Partenón como de Notre Dame. Pero esta no es sino una apariencia. El indio, como el egipcio, tuvo el gusto de las estatuas pétreas, de las figuras hieráticas. Yo, a pesar de ser indio y acaso porque soy indio, amo el arte gótico. Mas no me duelo de que en Roma no exista. En Roma toda mi sensualidad meridional y española se despierta y exulta. I me embriaga de paganismo como si me embriagase de vino Frascati.
Roma no es una Meca cristiana. Los templos romanos descristianizan. Un castillo gótico de Alemania está morado por las sombras de los cruzados. Algo de la edad media germana, algo de la leyenda de los caballeros del Grial que guardan la copa de la sangre divina de Jesús, alienta en su atmósfera grave y pensativa como un drama lírico de Wagner. En los palacios romanos reina la mitología pagana con toda su voluptuosidad, con toda su lujuria y con toda su malicia. Júpiter Aureo y cachondo, penetra sus salones para poseer a Danae. I si un cisne aparece en sus lagunas no es portando a Lohengrin, que viene a amar castamente a Elsa, sino escondiendo a Júpiter, que viene a gozar frenéticamente a Leda. Un castillo gótico espiritualiza; un palacio romano sensualiza. Una larga familiaridad con los templos y los palacios romanos causa el horror de la edad media y de los recintos lúgubres. I cultiva el gusto de lo griego, de lo pagano.
Roma, espiritual, tradicional y ambientalmente, es refractaria al arte gótico. Roma está geográficamente a las antípodas del arte gótico. ¿Cómo habría podido arraigarse y florecer aquí un arte, un estilo, un ideal tan lejanos del alma de la naturaleza y del sentimiento romanos?

José Carlos Mariátegui La Chira

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