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Ramiro de Maeztu y la dictadura española

Ramiro de Maeztu y la dictadura española

El presente panorama intelectual de España principia en una agonía, la de Unamuno, y termina en otra agonía, la de Maeztu. La agonía de Unamuno es la agonía del liberalismo absoluto, último y robusto brote del terco individualismo íbero y de la tradición municipal española. La agonía de Maeztu es la agonía del liberalismo pragmatista, conclusión conservadora y declinante del espíritu protestante y de la cultura anglosajona. Mientras a Unamuno su don-quijotismo lo empuja hacia la revolución, a Maeztu su criticismo lo empuja hacia la reacción.
El caso de Maeztu ilustra, elocuentemente, la crisis de la “inteligencia” en la Europa contemporánea. El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual, formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa a la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato a un especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción, a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después que Primo de Rivera.
El ”intelectual” europeo contemporáneo nos revela, a través de este caso, su impotencia ante la historia. La “inteligencia” profesional se muestra incapaz de influir en sus fases y hasta de prever sus hechos. Cualquier general casinero y crapuloso puede realizar en una noche lo que un pensamiento austero y monógamo se verá forzado a aceptar años más tarde, después de dramáticas hesitaciones.
Don Ramiro de Maeztu se había adherido tácitamente a la dictadura de Primo de Rivera desde hace tiempo. Se le tenía como un mentor espiritual de la dictadura desde antes que su firma y su pensamiento se desplazaran del diario de la burguesía liberal al órgano de Primo de Rivera. Pero solo su pase de “El Sol” a “La Nación” ha tenido el valor de una adhesión explícita y categórica al régimen militar. Hace tres años, paseaba su mirada y sus lentes de pastor anglicano por el panorama conflagrado del mundo, para proclamar melancólicamente la quiebra de la política reformista y atribuir esta responsabilidad, no al agotamiento de la función histórica y la capacidad progresista de la burguesía, sino a la ofensiva revolucionaria del proletariado, inexpertamente lanzado el ataque por jefes culpables, entre otras cosas, de no haberse inspirado en el persuasivo dictamen de Maeztu y otros retrasados retores de la democracia burguesa. Mas, entonces Maeztu evitada la apología de las dictaduras reaccionarias, consideradas como la repercusión fatal, pero no plausible, de las dictaduras revolucionaras. El liberalismo sufría una moratoria y esto estaba ciertamente mal; pero esa moratoria tenía por objeto dar jaque mate a la revolución, y esto estaba evidentemente muy bien.
La responsabilidad de Maeztu y de todos los intelectuales que como él se convierten en angustiados apologistas de la ley marcial, aparece atenuada por los hechos que, bajo el vigor de esta, han demostrado la falencia del liberalismo y el reformismo. El espectáculo penoso de las abdicaciones y transacciones de los políticos constitucionales -reducidos al pobre papel de servidores licenciados que aguardan pasivamente del monarca la orden que los restituirá al servicio de la constitución y la monarquía-, no puede naturalmente ser muy alentador para la ya gasta fe de un liberal revisionista y desencantado.
Pero esto no nos dispensa de denunciar la absoluta insolvencia del pensamiento reaccionario que con tanto retardo sigue a la violencia conservadora. Sometiéndose y enfeudándose a la política de Primo de Rivera, Maeztu se comporta con perfecta sinceridad burguesa, pero con rigurosa ineptitud ideológica.
Este escritor documentado e interesante, que durante tanto tiempo se ha alzado a estimable altura sobre el nivel general del periodismo español, ha renegado íntegramente su liberalismo, sin sustituirlo por una doctrina más viva o al menos por una fe más personal. En la política concreta no caben posiciones individuales. Los retores pueden lograr alguna originalidad en el discurso, pero ninguna de la acción.
La única originalidad que les resulta dable, a veces, es la de la contradicción. A Maeztu, por ejemplo, que considera la civilización como un ahorro de sensualidad, coincidiendo en esto con Jorge Sorel -quien escribía que “el mundo no se hará más justo sino en la medida en que se hará más casto”- le toca dar su adhesión a un régimen que exhibe todas las taras del flamenquismo y del donjuanismo españoles y al que preside, como a una juerga, un general de casino, sensual y mujeriego, lo más distante posible del puritanismo y la religiosidad, designados justamente por el mismo escrito enjuiciado como la levadura espiritual de la potencia y la grandeza anglosajona.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción austriaca. La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset. Mac Donald en Washington [Manuscrito]

La reacción austriaca
Las brigadas de la Heinmwehr no han realizado el 29 de setiembre su amenazada marcha a Viena; pero, con la anuencia de los nacionalistas y de los social-cristianos, se ha instalado en la presidencia del consejo Schober, el jefe de las fuerzas de policía. Los reaccionarios se han abstenido de cumplir una operación riesgosa para sus fanfarronas milicias; pero la reacción ha afirmado sus posiciones. La marcha a Viena habría provocado a la lucha al proletariado vienés, alerta y resuelto contra la ofensiva fascista, a despecho de la pasividad de la burocracia social-demócrata. La maniobra que, después de una inocua crisis ministerial, arreglada en familia, ha colocado el gobierno en manos de Schober, consiente a la reacción obtener casi los mismos objetivos, con enorme ahorro de energías y esfuerzos.
Los partidos revolucionarios austriacos no perdonan a Viena su mayoría proletaria y socialista. La agitación fascista en Austria, se ha alimentado, en parte, del resentimiento de la campiña y del burgo conservadores contra la urbe industrial y obrera. Las facciones burguesas se sentían y sabían demasiado débiles en la capital para la victoria contra el proletariado. En plena creciente reaccionaria, los socialistas izaban la bandera de su partido en el palacio municipal de Viena. El fascismo italiano se proclama ruralista y provincial; la declamación contra la urbe es una de sus más caras actitudes retóricas. El fascismo austriaco, desprovisto de toda originalidad, se esmera en el plagio más vulgar de esta fraseología ultramontana. La marcha a Viena, bajo este aspecto, tendría el sentido de una revancha del agro retrógrado contra la urbe inquiera y moderna.
Schober, según el cable, se propone encuadrar dentro de la legalidad el movimiento de la Heimwehr. Va a hacer un gobierno fascista, que no usará el lenguaje estridente ni los modales excesivos y chocantes de los camisas negras, sino, más bien, los métodos policiales de André Tardieu y el prefecto del Sena. Con una u otra etiqueta, régimen reaccionario siempre.
Se sabe ya a donde se dirige la política reaccionaria y burguesa de Austria, pero se sabe menos hasta qué punto llegará el pacifismo del partido socialista, en su trabajo de frenar y anestesiar a las masas proletarias.

La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset
El reaccionarismo de Tardieu no se manifiesta únicamente en la extrema movilización de sus políticas y tribunales contra “L’Humanité”, la CGTU y el partido comunista. Tiene otras expresiones secundarias, de más aguda resonancia quizá en el extranjero, por la nacionalidad de las víctimas. A este número pertenece la expulsión de Hendaya del político y escritor liberal Eduardo Ortega y Gasset.
La presencia de Eduardo Ortega y Gasset en Hendaya, como la de Unamuno, resultaba sumamente molesta para la dictadura de Primo de Ribera. Ortega y Gasset publicaba en Hendaya, esto es en la frontera misma, con la colaboración ilustra de Unamuno, una pequeña revista: “Hojas Libres”, que a pesar de una estricta censura, circulaba considerablemente en España. Las más violentas y sensacionales requisitorias de Unamuno contra el régimen de Primo de Rivera se publicaron en “Hojas Libres”.
Muchas veces se había anunciado la inminente expulsión de Eduardo Ortega y Gasset cediendo a instancias del gobierno español al de Francia; pero siempre no había esperado que la mediación de los radicales-socialistas; y en general de las izquierdas burguesas, ahorraría aún por algún tiempo a la tradición liberal y republicana de Francia este golpe. El propio Eduardo Herriot había escrito protestando contra la amenazada expulsión. Pero lo que no se atrevió a hacer un gabinete Poincaré, lo está haciendo desde hace tiempo, con el mayor desenfado, bajo la dirección de André Tardieu, un gabinete Briand. Tardieu que ha implantado el sistema de las prisiones y secuestros preventivos, sin importarle un ardite las quejas de la Liga de los Derechos del Hombre, no puede detenerse ante la expulsión de un político extranjero, aunque se trate de un ex-ministro liberal como Eduardo Ortega y Gasset.
Hendaya es la obsesión de Primo de Rivera y sus gendarmes. Ahí vigila, aguerrido e intransigente, don Miguel de Unamuno. I este solo hombre, por la pasión y donquijotismo con que combate, inquiera a la dictadura jesuítica más que cualquier morosa facción o partido. La experiencia española, como la italiana, importa la liquidación de los viejos partidos. Primo de Rivera sabe que puede temer a un Sánchez Guerra, pero no a los conservadores, que puede temer a Unamuno, pero no a los liberales.

Mac Donald en Washington
La visita de Ramsay Mac Donal al Presidente Hoover consagra la elevación de Washington a la categoría de gran metrópoli internacional. Los grandes negocios mundiales se discutían y resolvían hasta la paz de Versailles en Europa. Con la guerra, los Estados Unidos asumieron en la política mundial un rol que reivindicaba para Washington los mismos derechos de Londres, París, Berlín y Roma. La conferencia del trabajo de 1919, fue el acto de incorporación de Washington en el número de las sedes de los grandes debates internacionales. La siguió la conferencia del Pacífico, destinada a contemplar la cuestión china. Pero en ese congreso se consideraba aún un problema colonial, asiático. Ahora, en el diálogo entre Mac Donal y Hoover se va a tratar una cuestión esencialmente occidental. La concurrencia, el antagonismo entre los dos grandes imperios capitalistas, da su fondo al debate.
La reducción de los armamentos navales de ambas potencias, no tendrá sino el alcance de una tregua formal en la oposición de sus intereses económicos y políticos. Este mismo acuerdo se presenta difícil. Las necesidades del período de estabilización capitalista lo exigen perentoriamente. Para esto, se confía en alcanzarlo finalmente, a pesar de todo. Pero la rivalidad económica de los Estados Unidos y la Gran Bretaña quedará en pie. Los dos imperios seguirán disputándose obstinadamente, sin posibilidad de un acuerdo permanente, los mercados y las fuentes de materias primas.
Este problema central será probablemente evitado por Hoover y Mac Donald en sus coloquios. El juego de la diplomacia tiene esta regla, no hay que permitirse a veces la menor alusión a aquello en que más se piensa. Pero si el estilo de la diplomacia occidental es el mismo de ante guerra, el itinerario, la escena, han variado bastante. Con Wilson, los presidentes de los Estados Unidos de Norte-América conocieron el camino de París y de Roma; con Mac Donald, los primeros ministros de la Gran Bretaña aprenden el viaje a Washington.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

[Séptima Conferencia] - La revolución húngara

[Transcripción completa]
La Revolución Húngara
Reanudamos esta noche nuestras conversaciones sobre la historia de la crisis mundial, interrumpidas por tres semanas de vacaciones. Llegamos hoy a un capítulo intensamente dramático de la historia de la crisis mundial. El programa de este curso de conferencias nos señala así el tema. La Revolución Húngara. El Conde Karolyi. Bela Kun. Horthy. Estos tres nombres, Karolyi, Bela Kun, Horthy, sintetizan las fases de la Revolución Húngara: la fase insurreccional y democrática, la fase comunista y proletaria, la fase reaccionaria y terrorística. Karolyi fue el hombre de la insurrección húngara; Bela Kun fue el hombre de la revolución proletaria; Horthy es el hombre de la reacción burguesa, del terror blanco y de la represión brutal y truculenta del proletariado.
Aquí, donde se conoce mal la revolución rusa, se conoce menos todavía la revolución húngara, y esto se explica. La historia de la revolución rusa es la historia de una revolución victoriosa, mientras la historia de la Revolución Húngara es, hasta ahora, la historia de la revolución vencida. El cable no ha cesado de contarnos cosas espeluznantes de la Revolución Rusa y de sus hombres, pero casi nada nos ha contado de la reacción húngara ni de sus hombres. Y los buenos burgueses, tan consternados con el terror rojo, con el terror ruso, no se consternan absolutamente con el terror blanco, con el terror de la dictadura de Horthy en Hungría; sin embargo, nada más sangriento, nada más trágico que este período sombrío y medioeval de la vida húngara. Ninguno de los crímenes imputados a la revolución rusa es comparable a los crímenes cometidos por la reacción burguesa en Hungría.
Veamos, ordenadamente, las tres fases de la Revolución Húngara. He explicado ya el proceso de la Revolución Alemana y de la Revolución Austríaca. Bien. El proceso de la Revolución Húngara es, en sus grandes lineamientos, el mismo. Pero tiene siempre algo de fisonómico, algo de particularmente propio. Además del cansancio, de la fatiga, del descontento de la guerra, prepararon la Revolución Húngara los anhelos de independencia nacional súbitamente despertados, excitados y estimulados por la propaganda wilsoniana. Wilson soliviantaba a los pueblos contra la autocracia y contra al absolutismo y los soliviantaba, al mismo tiempo, contra el yugo extranjero. Hungría, como sabéis, sufría la dominación de la dinastía austriaca de los Hansburgos. Los húngaros, diferentes como raza, como idioma y como historia de los austríacos, no convivían voluntariamente con los austríacos dentro del imperio austro-húngaro. La derrota, por eso, no causó en Autria-Hungría únicamente la revolución: causó también la disolución. Las nacionalidades que componían el imperio austro-húngaro se independizaron y separaron. Y, naturalmente, las potencias vencedoras estimularon este fraccionamiento de Austria-Hungría en varios pequeños estados.
Como ya he dicho en otra ocasión, el frente austríaco fue debilitado antes que el frente alemán, precisamente a causa de los ideales separatistas de las nacionalidades que formaban parte de Austria-Hungría, y, consecuentemente, el frente militar austríaco cedió antes que el frente militar alemán. Ante la ofensiva victoriosa de los italianos en el Piave, los soldados checoeslovacos y los soldados húngaros, fatigados de la guerra, improvisadamente tiraron las armas y se negaron a seguir combatiendo. Acontecía esto a fines de octubre de 1918. La rebelión de las tropas del frente contra la guerra, se propagó velozmente en todo el ejército húngaro.
Y se inició así la Revolución Húngara que, al igual que la Revolución Alemana, fue, en un principio, la huelga general de un ejército vencido, conforme a la frase de Walther Rathenau. Como la Revolución Alemana, la Revolución Húngara empezó con la insurrección militar, pero en Hungría esta insurrección militar no fue seguida, inmediatamente, con una insurrección proletaria. El movimiento proletario era todavía demasiado inmaduro, demasiado incipiente. El proletariado húngaro carecía aún de una sólida conciencia revolucionaria clasista. El Conde Miguel Karolyi presidió el primer gobierno revolucionario. Este gobierno, emergido de la insurrección del 31 de octubre, fue un gobierno de la burguesía radical coaligada con la social-democracia.
El conde Karolyi fue, en cierta forma, el Kerensky de la Revolución Húngara. Pero fue un Kerensky menos sectario, más revolucionario, más interesante, más sugestivo. El Conde Karolyi era un viejo agitador del nacionalismo húngaro. Un agitador de tipo radical, y proveniente de la aristocracia húngara, pero contagiado de la mentalidad social-democrática de su época. Un agitador de temperamento romántico, fácilmente inflamable, capaz de cualquier bizarra locura, exento de las supersticiones democráticas y burguesas del mediocre Kerensky.
La distancia mental y espiritual que separa a ambas figuras resulta más clara y ostensible después de su gobierno que durante éste. Mientras Kerensky no ha cesado de orientarse hacia la derecha y de aproximarse a los capitalistas y hasta a los monárquicos rusos, Karolyi ha evolucionado cada día más hacia la izquierda. Tanto que hace dos años, aproximadamente, fue expulsado de Italia, acusado de agente bolchevique. Yo tuve oportunidad de conocerlo en Florencia en enero de 1921. O sea hace dos años y medio. Era en vísperas del famoso Congreso Socialista de Livorno, donde el Partido Socialista italiano se escisionaría.
César Falcón y yo aguardábamos en Florencia, que no está sino a cuatro horas de Livorno, la fecha de la reunión del Congreso. Ocupábamos nuestro tiempo visitando los museos, los palacios y las iglesias de Florencia. Yo conocía ya Florencia perfectamente. Hacía, pues, de cicerone de Falcón que, por primera vez, la visitaba.
Un día un periodista amigo nos enteró de que el Conde Karolyi residía de incógnito en una pensión de Florencia. Naturalmente, resolvimos en seguida buscarlo; el instante no era propicio para entrar en relación con el ex-presidente húngaro. Los periodistas acababan de descubrir su presencia de incógnito en Florencia y lo asediaban para reportearlo. El Conde Karolyi, por consiguiente, evitaba las entrevistas de los desconocidos. Sin embargo, Falcón y yo conseguimos conversar con él. Charlamos extensamente sobre la situación europea en general y sobre la situación húngara, en particular. En aquellos días, cinco comunistas húngaros, Agosto, Nyisz, Sgabado, Bolsamgi y Kalmar, comisarios del pueblo del Gobierno de Bela Kun, habían sido condenados a muerte por el gobierno de Horthy. Karolyi estaba profundamente consternado por esta noticia, y puesto que su incógnito había sido violado por varios periodistas, decidió renunciar definitivamente a él para suscitar una campaña de opinión internacional en favor de los ex-comisarios del pueblo húngaro condenados a muerte. Aprovechó de todos los reportajes que se le hicieron para solicitar la intervención de los espíritus honrados de Europa en defensa de esas vidas nobles y próceres. A Falcón y a mí nos pidió que actuáramos en este sentido sobre los periodistas españoles. En esa época, en suma, Karolyi hacía causa común con los comunistas húngaros, de igual suerte que Kerensky hacía causa común con los capitalistas y aun con los monarquistas rusos.
Esta nota anecdótica contribuye a delinear, a fijar la personalidad de Karolyi, y por esto la he intercalado en mi disertación. Pero volvamos ahora a la historia ordenada de la Revolución. Examinemos el gobierno precario de Karolyi.
Al gobierno de Karolyi en Hungría –no obstante la disimilitud, la diferencia moral entre uno y otro líder– le acontecía aproximadamente lo mismo que al gobierno de Kerensky en Rusia. No representaba los ideales y los intereses del capitalismo, y tampoco representaba los ideales y los intereses del proletariado. Los soldados de vuelta del frente y de la guerra, querían un pedazo de tierra. Las viudas y los huérfanos de los caídos y los inválidos reclamaban el auxilio pecuniario del Estado. Y el gobierno de Karolyi no podía satisfacer ni una ni otra demanda porque únicamente a expensas de la burguesía, a expensas del capitalismo, era posible satisfacerlas. Pero estas demandas insatisfechas, crecían día a día cada vez más exasperadas. El proletariado húngaro adquiría una conciencia revolucionaria. Surgían aquí y allá consejos de fábrica. El ala izquierda del proletariado rompió con los social-democráticos colaboracionistas y constituyó un Partido Comunista acaudillado por Bela Kun. Este Partido Comunista, al igual que los espartaquistas alemanes, preconizaba la ejecución del programa maximalista. Algunas fábricas fueron ocupadas por los obreros. Esta creciente ola revolucionaria alarmaba, por supuesto en grado extremo, a los elementos reaccionarios. El capitalismo sentía amenazada la propiedad privada de las tierras y de las fábricas y organizaba rápida y activamente la reacción. Los nobles, los latifundistas, los jefes militares, la extrema derecha en una palabra, se aprestaban para derrocar al débil gobierno de Karolyi, que no contentaba a las masas proletarias, pero tampoco garantizaba debidamente la seguridad del capitalismo.
Simultáneamente, la situación internacional conspiraba también contra el gobierno de Karolyi. Eran los días del armisticio y de la gestación de la paz. Las potencias aliadas eran adversas a la constitución de una Hungría fuerte, o, más bien, estaban interesadas en que Yugoeslavia, por una parte, y Checoeslavia, por otra, se engrandecieran a costa del territorio húngaro. Los elementos nacionalistas exigían de Karolyi una política enérgicamente reivindicacionista. Cada pérdida de terreno de Karolyi en el terreno internacional, era una pérdida de terreno en el terreno de la política interna.
Y llegó un día fatal para el gobierno de Karolyi. Los gobiernos aliados le notificaron, por medio de su representante en Budapest, el Teniente Coronel Vyx, que las fronteras de entonces de Hungría debían ser consideradas como definitivas. Estas fronteras significaban para Hungría la pérdida de enormes territorios. Karolyi no podía someterse a estas condiciones. Si lo hubiera hecho, una revuelta chauvinista lo habría traído abajo en pocos días. No le quedó, pues, más camino que la dimisión, el abandono del poder, del cual se apoderó inmediatamente el proletariado. Frecuentemente se ha acusado a Karolyi de traición del orden burgués. Se le ha acusado de haber entregado el gobierno a la clase trabajadora. Pero, en realidad, los acontecimientos fueron superiores a la voluntad de Karolyi y a toda voluntad individual. De un lado la ola reaccionaria, y de otro lado la ola revolucionaria amenazaban el gobierno de Karolyi, condenado, por consiguiente, a desaparecer tragado por la una o por la otra. A un mismo tiempo, se preparaban para el asalto al poder la reacción y la revolución. Y bien, la hora era de la revolución. Abierto por el gobierno de Karolyi, el período revolucionario tenía que tocar a su máximo, tenía que llegar a su plenitud, antes de declinar. Y, cuando Karolyi dimitió, el proletariado se apresuró a recoger en sus manos el poder, para evitar que se enseñorease en él la reacción de la nobleza y de la burguesía más retrógada.
Surgió así el gobierno de Bela Kun. El 21 de marzo de 1919, o sea a menos de cinco meses de la constitución del gobierno de Karolyi, se constituyó el Consejo Gubernativo Revolucionario que declaró a Hungría República Sovietista.
A la creación de este gobierno revolucionario concurrieron comunistas y social democráticos. Y este es el signo que distingue la revolución comunista húngara de la revolución comunista rusa. La dictadura del proletariado fue asumida en Rusia exclusivamente por el Partido Maximalista, con la neutralidad benévola de los social-revolucionarios de izquierda, pero con la aversión de los social-revolucionarios de derecha y centro y de los mencheviques. En Hungría, en cambio, la dictadura del proletariado fue ejercida por los comunistas y social-democráticos juntos. Aparentemente, esto daba fuerza al gobierno obrero de Hungría porque, en virtud del entendimiento entre comunistas y social-democráticos, ese gobierno obrero representaba a la unanimidad del proletariado, a la unanimidad más uno. Todas las grandes tendencias proletarias en el poder; pero esto era, también, la debilidad de la República Sovietista Húngara.
El Partido Social Democrático no tenía suficiente conciencia revolucionaria. Su masa dirigente estaba compuesta de elementos reformistas, mental y espiritualmente adversos al maximalismo. Estos elementos provenían de la burocracia de los sindicatos. Eran viejos organizadores sindicales, envejecidos en la acción minimalista y contingente de la vida sindical, supersticiosamente respetuosos de la fuerza de la burguesía, desprovistos de capacidad y de voluntad para colaborar solidariamente con los maximalistas, a quienes tachaban de jóvenes, inexpertos, de extremistas. ¿Por qué entonces los social-democráticos húngaros cooperaron y participaron decisivamente en la revolución? La explicación está en la situación política de Hungría, bajo el gobierno de Karolyi, que he descrito anteriormente. El gobierno de Karolyi, en el cual participaron los social-democráticos, estaba irremisiblemente condenado a caer arrollado por la revolución o por la reacción. Los social-democráticos se vieron, pues, en la necesidad de elegir entre la revolución comunista y la reacción feudalista y aristocrática, y, naturalmente, tuvieron que optar por la revolución comunista. Algo más, tuvieron que apresurarla para eliminar el peligro de que la reacción ganase tiempo. Cuando dimitió Karolyi, el directorio del Partido Comunista estaba en la cárcel. Los social-democráticos y los líderes comunistas trataron y pactaron entre ellos, pero, los primeros desde el poder, los segundos desde la prisión. Alrededor de los líderes comunistas estaba la mayoría de las masas, decidida a la revolución. Los social-democráticos no capitulaban, luego, ante los líderes comunistas; capitulaban ante la mayoría del proletariado. Se rendían a la voluntad de las masas. Su capitulación fue, en apariencia, completa. Los social-democráticos aceptaron íntegramente la ejecución del programa comunista. Pero la aceptaron sin convencimiento, sin fe, sin verdadera adhesión mental ni moral. La aceptaron, constreñidos, empujados, presionados por las circunstancias. En cambio de su adhesión al programa de los comunistas, no demandaron sino el derecho de participar en su realización.
Les dijeron a los comunistas: “Nosotros aceptamos vuestro programa; pero queremos colaborar en el gobierno destinado a ejecutarlo”. Era una demanda lógica, era una demanda natural y era una demanda lícita. Los comunistas accedieron a ella. Y este fue su primer error. Porque, en virtud del carácter de la coalición social-democrático-comunista, el gobierno sovietista de Hungría resultó un gobierno híbrido, un gobierno mixto, un gobierno compuesto. El programa de este gobierno obrero era de un color uniforme; pero los hombres encargados de cumplirlo eran de dos colores diferentes. Una parte del gobierno quería deveras la realización del programa, sentía su necesidad histórica; otra parte del gobierno no creía íntimamente en la posibilidad de la realización de ese programa, lo había admitido a regañadientes, sin optimismo, sin confianza. Los social-democráticos, en su mayoría, veían en la revolución general europea la única esperanza de salvación de la revolución proletaria húngara. Carecían de preparación intelectual y espiritual para defender a la revolución proletaria húngara, aun en el caso de que el proletariado de las grandes potencias europeas no respondiese al llamamiento, a la incitación de la Revolución Rusa. Esta es la causa espiritual, esta es la causa moral del fin de la dictadura del proletariado en Hungría.
Durante sus breves meses de existencia, a pesar del sabotaje sordo de los social-democráticos, el gobierno de Bela Kun desarrolló, en gran parte, el programa económico y social del proletariado. Procedió a la expropiación de los latifundios y haciendas, de los medios de producción y de los establecimientos industriales. Los latifundios, las haciendas, antigua propiedad de la aristocracia húngara, fueron entregados a los campesinos, organizados en cooperativas de producción. En cada latifundio, en cada hacienda, en reemplazo del propietario feudal, surgió una cooperativa. Al mismo tiempo, se atendió solícitamente a las víctimas de la guerra, cuyas demandas no habían podido ser satisfechas por el gobierno de Karolyi, entrabado por sus miramientos y sus respetos al régimen capitalista. Los inválidos, los mutilados, las viudas, los huérfanos y los desocupados fueron socorridos. Los sanatorios de lujo fueron transformados en hospitales populares. Los palacios, los castillos y los chalets de los aristócratas fueron destinados al alojamiento de los inválidos, de los viejos o de los niños proletarios enfermos. Simultáneamente, se reorganizaba clasísticamente, revolucionariamente, la instrucción pública, la cultura general, para convertirlas en instrumentos de educación socialista. Y para que la cultura, la capacidad técnica, antes patrimonio exclusivo de la burguesía, se socializasen a beneficio del proletariado.
Pero contra el gobierno de Bela Kun conspiraban, de una parte el escepticismo y la resistencia de los social-democráticos, de otra parte las asechanzas de las potencias vencedoras. Las potencias capitalistas miraban en Hungría sovietista un peligroso foco de propagación de la idea comunista. Y se esforzaban en eliminarlo, empujando contra la República Húngara a las naciones vecinas, colocadas bajo la tutela de la Entente vencedora. En tanto los social-democráticos limitaban y entrababan las medidas del gobierno obrero contra los preparativos y complots reaccionarios. Encastillados en sus prejuicios democráticos y liberales, en su superstición de la libertad, los social-democráticos no consentían que el gobierno suspendiese las garantías individuales para los aristócratas, burgueses y militares conspiradores. El Ministro de Justicia del gobierno de Bela Kun era un social-democrático. Un social-democrático que parecía más preocupado de amparar la libertad de los elementos contrarrevolucionarios que de defender la existencia de la revolución.
La Revolución Húngara es atacada, por ende, en dos frentes, en el frente externo y en el frente interno. Externamente, la amenazaba la intervención contrarrevolucionaria de las potencias aliadas, que bloqueaban económicamente a Hungría para sitiarla por hambre. Internamente, la amenazaba la impreparación revolucionaria de la social-democracia, la inconsistencia revolucionaria de una de las bases, de los soportes fundamentales de la Revolución, de uno de los dos partidos del gobierno.
En estas condiciones llegó el gobierno de Bela Kun, inaugurado el 21 de marzo, a la mitad de abril. Hacia la mitad de abril Rumania, uno de los peones de la Entente en esta gran partida política, invadió Hungría. Las tropas rumanas se apoderaron de la mejor zona agrícola de Hungría. Y avanzaron hasta el río Tibisco amenazando Budapest. Casi simultáneamente, los checos se movieron también contra la República Húngara. El ejército checo penetró en territorio húngaro, llegando a setenta u ochenta kilómetros tan sólo de Budapest. El instante era crítico. El 2 de mayo, en una sesión dramática del Consejo Obrero de Budapest, Bela Kun expuso la situación. Y planteó la siguiente cuestión: ¿Convenía organizar la resistencia o convenía rendirse a las potencias aliadas? Muchos social-democráticos se pronunciaron por la segunda tesis, pero el Consejo Obrero se adhirió a la tesis de Bela Kun. Había que resistir hasta el fin. No cabía sino una victoria completa o una derrota completa de la Revolución. No era posible un término medio. Capitular ante las potencias capitalistas, era renunciar totalmente a la Revolución y a sus conquistas. El Consejo Obrero votó por la resistencia a todo trance. Y el gobierno puso manos a la obra, los obreros de las fábricas de Budapest, la vanguardia del proletariado húngaro, constituyeron un gran ejército rojo que detuvo a la ofensiva de los rumanos e infligió una derrota total a los checo-eslavos. Los revolucionarios húngaros penetraron en Checo-eslavia ocupando una gran porción del territorio checo-eslavo. El instante se tornaba crítico para la ofensiva aliada contra Hungría sovietista. Cundían en el ejército checo-eslavo gérmenes revolucionarios.
La astuta diplomacia capitalista cambió entonces de táctica. Las potencias aliadas invitaron a Hungría a retirar el ejército rojo del territorio checoeslavo, ofreciéndole en compensación el retiro del ejército rumano del territorio ocupado más allá del río Tibisco. Los social-democráticos se pronunciaron por la aceptación de esta propuesta, y explotaron la impopularidad de la prosecución de la guerra en el ánimo del proletariado, agotado por los cinco años de fatigas bélicas. Los comunistas no pudieron contrarrestar enérgicamente esta propaganda. Faltaban de Budapest, los elementos más numerosos y combativos del Partido Comunista, enrolados voluntariamente en el ejército rojo. La vanguardia del proletariado de Budapest estaba en el frente combatiendo contra los enemigos externos de la Revolución. El gobierno y el Congreso de los soviets, bajo la influencia de la atmósfera social-democrática de Budapest, acabaron, por esto, inclinándose ante la propuesta aliada. El ejército rojo se retiró de Checoeslavia, descontento y deprimido en su voluntad combativa. Y su sacrificio fue inútil, las potencias aliadas no cumplieron, por su parte, su compromiso. Los rumanos no se retiraron del territorio húngaro. Esta decepción, este fracaso descorazonaron inmensamente al proletariado húngaro, cuya fe revolucionaria era minada, de otro lado por la propaganda derrotista de los social-democráticos, quienes empezaron a negociar secretamente con los representantes diplomáticos de las potencias aliadas una solución transaccional. La reacción entre tanto, se aprestaba para el asalto al poder. El 24 de junio los elementos reaccionarios, unidos a trescientos alumnos de la ex-escuela militar, se adueñaron de los monitores del Danubio. Esta sedición fue dominada, pero los tribunales revolucionarios trataron con excesiva generosidad a los sediciosos. Los trescientos oficiales alumnos rebeldes fueron perdonados. Trece instigadores y organizadores de la insurrección fueron condenados a muerte; pero, cediendo a la presión de las misiones diplomáticas aliadas, se acabó también por indultarlos.
El régimen comunista, en tanto, continuaba luchando con enormes dificultades. A causa del bloqueo, por una parte, y a causa de la ocupación rumana de la fértil región agrícola del Tibisco, por otra, escaseaban las provisiones. Los víveres disponibles no bastaban para el abastecimiento total de la población. Esta escasez contribuía a crear un ambiente de descontento y de desconfianza en el régimen comunista. El gobierno de Bela Kun decidió entonces intentar una ofensiva contra los rumanos para desalojarlos de los territorios de más allá del Tibisco. Pero esta ofensiva, iniciada el 20 de julio, no tuvo suerte. El ejército rojo, descorazonado por tantas decepciones, fue rechazado y derrotado por el ejército rumano. Este revés militar condenó a muerte al régimen comunista.
Los líderes social-democráticos y sindicales entraron en negociaciones formales de paz con las misiones diplomáticas aliadas. Estas misiones prometieron el reconocimiento de un gobierno social-democrático. Pusieron en suma, como precio de la paz, la eliminación de los comunistas y la destrucción de su obra. El partido Social-Democrático y los sindicatos, con la ilusión de que un gobierno social-democrático, protegido por las misiones diplomáticas aliadas, podría conservar el poder, aceptaron las condiciones de la Entente. Y cayó así el gobierno de Bela Kun.
El 2 de agosto, el Congreso de Comisarios del Pueblo abdicó el mando. Lo reemplazó un gobierno social-democrático. Este gobierno social-democrático, para contentar y satisfacer a las potencias aliadas, derogó las leyes del gobierno comunista. Restableció la propiedad privada de las fábricas, de los latifundios y las haciendas; restableció la libertad de comercio; restableció en sus cargos gubernativos a los funcionarios y empleados de la administración burguesa; restableció, en suma, el régimen capitalista, individualista y burgués. Pero, con todo, este gobierno social-democrático no duró sino tres días. Vencida la Revolución, el poder tenía que caer inevitablemente en manos de la reacción, y así fue. El gobierno social-democrático no duró sino el tiempo indispensable para abolir la legislación comunista y para que la aristocracia, el militarismo y el capitalismo organizaran el asalto al poder. Los social-democráticos no podían resistir la ola reaccionaria, no contaban ni aun con las masas desengañadas del gobierno democrático desde su primera hora de vida, desde que emprendió la destrucción de la obra de la revolución. Tuvieron que caer al primer embate de los reaccionarios.
Así concluyó el régimen comunista en Hungría. Así nació el gobierno reaccionario del Almirante Horthy. Así empezó el martirio del proletariado húngaro. Nunca una revolución proletaria fue tan cruelmente castigada, tan brutalmente reprimida. El gobierno de Horthy se dio, en cuerpo y alma, a la persecución de todos los ciudadanos que habían participado en la administración comunista. El terror blanco asoló Hungría como un horrible flagelo. Se ensañó primero contra los comunistas, luego contra los social-democráticos, más tarde contra los hebreos, masones, protestantes, finalmente contra los propios burgueses sospechosos de excesiva devoción liberal y democrática. Pero se encarnizó, sobre todo, contra el proletariado. Las ciudades y los pueblos culpables de entusiasmo revolucionario bajo el gobierno comunista fueron espantosamente castigados. En las regiones transdanubianas algunas localidades, caracterizadas por su sentimiento comunista, fueron verdaderamente diezmadas. Innumerables trabajadores eran fusilados o masacrados; otros eran encarcelados; otros eran obligados a emigrar para escapar de análogos castigos o de constantes maltratos. A Austria, a Italia llegaban todos los días numerosos contingentes de prófugos, ejércitos de trabajadores que abandonaban Hungría huyendo del terror blanco. Viena estaba llena de refugiados húngaros. Y en casi todas las principales ciudades italianas recorridas por mí, entonces, los refugiados húngaros eran también legión.
Toda descripción del terror blanco en Hungría resultará siempre pálida en relación con la realidad. A partir de agosto de 1919 en Hungría se han sucedido los fusilamientos, los descuartizamientos, los apresamientos, los incendios, las mutilaciones, los estupros, los saqueos, como medios de represión y de castigo al proletariado. Ha sido necesario que la sed de sangre de los reaccionarios se calme y que un grito de horror de hombres civilizados de Europa la cohíba, para que los crímenes y las persecuciones disminuyan y enrarezcan.
Tengo a la mano un libro que contiene algunos relatos sobre el terror blanco en Hungría.
Pero estos relatos podrían parecer exagerados a los corazones de los burgueses. Se dirá que esta es una versión italiana y que los italianos son siempre, como buenos latinos, excesivos y apasionados en sus impresiones. Mas ocurre que las mismas cosas, aproximadamente, han sido contadas por una comisión de los Trade Unions y del Partido Laborista Inglés, que visitó Hungría en mayo de 1920, para informarse directamente de lo que allí pasaba. El dictamen de la comisión británica es de una circunspección ejecutoriada, y, muchos más, el dictamen de una comisión de personas muy moderadas, muy graves y muy concienzudas de las Trade Unions y del Labour Party. Formaban la delegación inglesa el Coronel Wedgwood miembro de la Camara de los Comunes, y cuatro miembros distinguidos de la burocracia de las Trade Unions y del Labour Party. La delegación no pudo, naturalmente, recorrer toda Hungría. No visitó sino Budapest y uno que otro centro poblado importante. Durante su visita, además, hubo una tregua prudente del terror blanco. El gobierno reaccionario de Horthy trató de encubrir las cosas en lo posible. Los medios de información de la delegación fueron, en una palabra, limitados, insuficientes para el conocimiento de la verdadera magnitud, de la verdadera realidad del terrorismo de las bandas de Horthy. El dictamen de la Comisión inglesa, por consiguiente, es una pálida, una benévola narración de los acontecimientos húngaros. Peca de moderación, peca de optimismo, sin embargo corroboran las afirmaciones del libro del cual acabo de leer una página. Según los cálculos de la comisión, en la época en que ella estuvo en Hungría, el número de presos y detenidos políticos era al menos de doce mil. Según las informaciones oficiales eran de seis mil. El gobierno de Horthy confesaba que tenía encarceladas a seis mil personas por motivos políticos. En su informe, la Comisión refiere que le había sido asegurado que el número complexivo de personas arrestadas o detenidas era superior a 25,000.
El informe de la Comisión británica contiene varias anécdotas atroces del terror blanco en Hungría. Voy a dar lectura a una de ellas para que os forméis una idea de la ferocidad con que se perseguía a los miembros y funcionarios del gobierno comunista y hasta a sus parientes. Es el caso de la señora Hamburguer. El informe de la comisión dice así:
¿Para qué seguir? Ya sabéis cómo actuaba el ‘terror’ rojo en Hungría. Ya sabéis muchas cosas que nos han contado los cablegramas de los diarios, tan pródigos en detalles espeluznantes cuando se trata de narrar un fusilamiento en la Rusia de los Soviets.
El gobierno de Horthy semeja una misión pavorosa de la Edad Media. No en balde sus características son, precisamente, las de intentar restablecer en Hungría el medioevalismo y el feudalismo. La reacción en Hungría no es sólo enemiga del socialismo y del proletariado revolucionario. Es, además, enemiga del capitalismo industrial. Como el capitalismo industrial, como las fábricas, como la gran industria crean el proletariado industrial, el proletariado organizado de la ciudad, o sea el instrumento de la revolución social, la reacción húngara detesta instintivamente el capitalismo industrial, las grandes fábricas, la gran industria. El gobierno de Horthy es el imperio despótico y sanguinario del feudalismo agrícola, de los terratenientes y de los latifundistas. Horthy gobierna Hungría con el título de Regente, porque para la reacción Hungría sigue siendo un reino. Un reino sin rey, pero un reino siempre. Hace año y medio, como recordaréis, Carlos de Austria, ex-Emperador de Austria-Hungría, hijo de Francisco José, fue llamado por los monarquistas húngaros para restaurar la monarquía en Hungría. El plan abortó porque a la restauración de la dinastía de los Hapsburgos, de la antigua casa reinante de Austria-Hungría, son adversas todas las naciones independizadas a consecuencia de la disolución del Imperio Austro-Húngaro, temerosas de que, instalada en Hungría, la monarquía acabe por constituir el antiguo Imperio. Abortó, además, porque a la restauración de la monarquía en Hungría es adversa, por las mismas razones, Italia, alarmada de la posibilidad de que renazca el Imperio Austro-Húngaro. Todas estas naciones opusieron su veto a la reposición de Carlos en el trono de Hungría. Finalmente, insurgieron contra esta reposición los campesinos no aristócratas, hostiles al socialismo, pero hostiles igualmente al viejo régimen.
Por esto, no tenemos actualmente a Hungría transformada en una monarquía, absoluta, medioeval y feudal, con un rey a la cabeza. Pero, de hecho, el régimen del regente Horthy es un régimen absoluto, medioeval y feudal. Es el dominio del latifundio sobre la industria; es el dominio del campo sobre la ciudad. Hungría a consecuencia de este régimen, está empobrecida. Su moneda depreciada carece de expectativas de convalecencia y de estabilización. La miseria del proletariado intelectual y manual es apocalíptica. Un periodista me dijo en Budapest, en junio del año pasado, que en esta ciudad existía gente que no podía comer sino interdiariamente, un día sí y un día no. Ese pobre periodista, que era sin duda un ser privilegiado al lado de otros trabajadores intelectuales, parecía afligido por el hambre y la miseria. Conocí luego a un intelectual, autor de varios estudios sobre estética musical, que actuaba de portero en una casa de vecindad. La miseria lo había obligado a aceptar la función de portero. He ahí, en el orden económico, las consecuencias de la reacción y del terror blanco.
Pero un período de reacción, un período de absolutismo, no puede ser sino un período transitorio, un período pasajero. Una nación contemporánea, y mucho más una nación europea, no pueden retrogradar a un sistema de vida primitivo y bárbaro. Una resurrección del feudalismo y del medioevalismo no puede ser duradera. Las necesidades de la vida moderna, la tendencia de las fuerzas productivas, la relación con las demás naciones no consienten la regresión de un pueblo a un régimen anti-industrial ni anti-proletario.
Gradualmente, se reanima ya en Hungría el movimiento proletario. El Partido Social-Democrático, los sindicatos, conquistan de nuevo su derecho a una existencia legal. Al parlamento húngaro han ingresado algunos diputados socialistas, tímidamente socialistas al fin y al cabo. El Partido Comunista, condenado a una vida ilegal y clandestina, prepara sigilosamente la hora de su reaparición. Algunos elementos democráticos o liberales de la burguesía empiezan también a moverse y a polarizarse. Temeroso de este renacimiento de las fuerzas proletarias y de las fuerzas democráticas, se ha organizado, por eso, en Hungría, una banda fascista. Su caudillo es el famoso reaccionario Friedrich. Todo es sintomático.
Como ya dije a propósito de la Revolución Alemana, una revolución no es un golpe de estado, no es una insurrección, no es una de aquellas cosas que aquí llamamos revolución por uso arbitrario de esta palabra. Una revolución no se cumple sino en muchos años. Y con frecuencia tiene períodos alternados de predominio de las fuerzas revolucionarias y de predominio de las fuerzas contra-revolucionarias. Así como el proceso de una guerra es un proceso de ofensivas y contraofensivas, de victorias y derrotas, mientras uno de los bandos combatientes no capitule definitivamente, mientras no renuncie a la lucha, no está vencido. Su derrota es transitoria; pero no total. Y, conforme a esta interpretación de la historia, la reacción, el terror blanco, el gobierno de Horthy no son sino episodios de la lucha de clases en Hungría, un capítulo ingrato de la Revolución Húngara. Este capítulo llegará algún día a su última página. Y empezará entonces un capítulo más, un capítulo que, tal vez sea el capítulo de la victoria del proletariado húngaro. El gobierno de Horthy es para el proletariado húngaro una noche sombría, una pesadilla dolorosa. Pero esta noche sombría, esta pesadilla dolorosa pasarán. Y vendrá entonces la aurora.


El próximo viernes, conforme al programa de este curso de conferencias, hablaré sobre la conferencia y el tratado de Paz de Versalles. Haré la historia, la exposición y la crítica de ese tratado de paz que, como sabéis, no ha resultado un tratado de paz sino un tratado de guerra. Expondré la fisonomía moral, el perfil ideológico de ese documento, fresco todavía y, ya totalmente desacreditado, tumba y lápida de las cándidas ilusiones democráticas del Presidente Wilson.

José Carlos Mariátegui La Chira

Informe ante la Asamblea de la Célula del Apra en París, 1/9/1928

INFORME

Presentado ante la Asamblea de la Célula del Apra en París
(Ampliación del Informe del 1 de septiembre de 1928)

Compañeros:
Las discusiones habidas en el seno de la Junta de Comisiones de la célula de París, las opiniones vertidas por camaradas de esta y de algunas otras células de América y el informe presentado por un parte de la Comisión de la cuál somos miembros, sobre los problemas teóricos y prácticos que saca a luz el proyecto de creación del Partido Nacionalista Libertador del Perú, basado en las plataformas del Plan de México, nos obligan a ampliar nuestro primer informe, exponiendo el análisis somero de dicho Plan, contestando, opiniones y argumentos y tratando de esclarecer suficientemente la posición y el rol del Apra, en la teoría y en la práctica, desde un punto de vista estrictamente marxista.

Características del Partido Nacionalista Libertador.

El P.N.L., cuya ideología y cuyas normas programáticas se ha­llan especificadas en el Plan de Mexico, establece las reivindicaciones peculiares del campesinado indígena y de las clases medias (pequeña bur­guesía y capas sociales que se mueven dentro de la esfera pre-capitaxis­ta "mitelstande") y las reivindicaciones generales, de orden nacional, que afectan a todas las clases oprimidas.

Objetivamente, el PN.L. no reivindica, ni puede reivindicar, las aspiraciones ni los derechos de la clase proletaria. No enfoca, ni pue­de enfocar las reivindicaciones proletarias, sino en los aspectos gene­rales en que las aspiraciones obreras se confunden con las de las demás clases oprimidas bajo el yugo del imperialismo. En esto su posición es lógica, puesto que tácitamente reconoce que la emancipación de los trabajadores no puede ser obra sino de los trabajadores mismos.

El proletariado no puede, por ningún motivo, reducir sus rei­vindicaciones inmediatas, sus realizaciones de clase, factibles dentro de una revolución, a estos aspectos generales. Tampoco puede limitarlas ni circunscribirlas a los vagos enunciados que, sobre la cuestión obrera, propugna el Plan de Mexico.

El punto noveno promete, o propugna, "la elevación de las clases obreras al lugar social que les corresponde". Este punto tiene toda la vaguedad de expresión de un pensamiento impreciso y medroso. Su exégesis puede hacerse desde todos los puntos de vista, anestesiando los temores de todos los rangos, satisfaciendo los anhelos subjetivos de todas las observancias. Humanitarios y utópicas de todos los matices, suscriben unánimes este mismo principio. Nuestros caudillos criollos —Alessandri, Irigoyen, Obregon— lo colocan en el pórtico de sus manifiestos electorales y en la "paloma" de sus discursos de comité. Los imperialistas yanquis sostienen que, en su país, el obrero tiene abiertas todas las chances para llegar al más alto puesto y que, económicamente, se hallan todos en el lugar social que les corresponde. Tal aserto, lejos de ser contestado, es confirmado enfáticamente por la Panamerican Federation of Labour, por el laborismo y por la social-democracia del mundo entero. La vaguedad y el confusionismo del concepto no pueden ser más evidentes e incontestables.

Por otra parte, teórica y prácticamente, a la luz del marxismo y a la luz de la realidad histórica, el proletariado solo podrá ocupar el lugar que le corresponde, cuando organizado políticamente como clase, conquiste ese lugar, realizando la revolución socialista y no esperándolo de otra clase o contentándose con aguardar o recibir los presentes de Artajerjes.

La declaración del punto 5 de que "la riqueza pertenece a la Nación y que es ella quien debe explotarla o hacerla explotar, sin sacrificar jamás su soberanía ni las energías de su pueblo, entregándolas incondicionalmente al servicio de intereses privados o extranjeros", no entraña la manumisión del proletariado. Enuncia, es cierto, un plan de nacionalización revolucionaria. Pero, esta especie de nacionalización tiene que ser inevi­tablemente temporal. A ella seguirá, o la nacionalización burguesa, la explotación aguda y racionalizada del proletariado y el pacto y la alian­za con el imperialismo, o la socialización progresiva, realizable únicamente por el proletariado y factible solo en el Estado Socialista.

El proletariado, como clase histórica, no puede restringir sus aspiraciones a una nacionalización temporal e inestable. Tiene el deber de convertir ésta en socialización progresional y permanente. La socializa­ción no puede ser realizada sino por el proletariado, puesto que él es la única clase que, por no estar ligada ni vinculada a la propiedad privada, no tiene interés directo en conservar esta, sino al contrario, en convertir­la en propiedad social. Pero, esta labor solo puede cumplirla organizado políticamente como clase, disciplinado en sus propios organismos, constituido en entidad ideológica y activamente autónoma y en el período en que haya conquistado la hegemonía sobre la realidad social. Para llegar a este periodo, como condición fundamental, tiene que organizar por sí mismo sus propios rangos, disciplinar sus propias fuerzas, crear su propia consciencia de clase, librar sus propias luchas, plantear y defender sus peculiares reivindicaciones.

Esta organización, esta disciplina, estas luchas y las reivindicaciones consecuentes, no pueden ser planteadas ni resueltas sino por un organismo de clase, por un organismo genuinamente proletario. El Frente Único y el Partido Nacionalista Libertador, no pueden realizarlas, ni podemos exigir que las planteen. El carácter objetivo de su contextura se lo impide y se lo veda. El P.N.L trata de ser un partido de clases oprimidas. No es un partido de clase, de clase proletaria y, por ende, no puede ser un Partido Socialista, tomando este vocablo en su acepción prístina, conservando "su viejo y grande sentido".

Para algunos compañeros (camarada Bustamante, de la Célula de París) se trata de una cuestión simplemente formal. Para otros (camarada Cox, de la Célula de México; camarada Meneses, de La Paz) se trata de algo menos importante: de una cuestión de nombre. No, camaradas, con negación absoluta. Hay una cuestión más profunda que no podemos escamotear. Hay un pensamiento ideológico más neto, que no podemos subestimar. El socialismo es el engendro directo, el hijo legítimo, la negación dialéctica y dinámica del capitalismo. El socialismo ha salido de la fábrica, ha sido nutrido por el maquinismo, ha surgido como teoría y como praxis genuinas del proletariado. Cualquier hombre honrado, cualquier espíritu noble y libre, cualquier jacobino advenedizo, cualquier caudillo demagogo, puede enunciar y predicar el socialismo, pero solo el proletariado puede hacerlo. El hogar del socialismo es la urbe, el hogar proletario, como el del liberalismo fue el burgo. El agro puede ser contagiado y teñido por el socialismo, pero no puede gestarlo ni realizarlo. Este es el error de los camaradas Meneses y Cox, compartido por el compañero Haya de la Torre, quien en el prólogo al libro México Soviet, sostiene que Zapata es la síntesis socialista. Zapata bien pudo haber tenido ideas vagamente socialistas, pero el zapatismo y la revolución agraria mexicana, no puede ser considerado como movimientos socialistas. El camarada Haya hace dialéctica, pero dialéctica hegeliana. Ha dado más importancia a un concepto subjetivo que a la realidad objetiva. Ninguna revolución agraria puede ser socialista sino bajo la dirección, la ideología y el comando del proletariado. Y, aun así —caso que no se presenta en México— este socialismo es progresional y evolutivo, es un socialismo en devenir. La repartición de la tierra, la más alta conquista agraria mexicana, es una medida liberal, burguesa y antisocialista por sus cuatro costados.

Los puntos de vista del Partido Nacionalista y del Plan de México, sobre el problema agrario, sobre la política educacional, sobre la organización administrativa, sobre la cuestión del imperialismo, son efectivamente revolucionarias. La revolución que el Partido Nacionalista Libertador es una revolución plebeya, por la emancipación nacional. Se trata pues de un organismo y de un movimiento nacionalista revolucionario y no, de ninguna manera, de un organismo ni de un movimiento socialista. Se trata pues de una cuestión algo más que formal, de una diferencia que no estriba solamente en un nombre.

Sentado este principio y demostrada la evidencia de que el PNL no es un partido socialista, ni puede proclamar principios, ni llevar a cabo realizaciones socialistas, analicemos cuál es la actitud del proletariado y de quienes, dentro del APRA, tienen una ideología socialista. "La revolución social —dice Lenin— no puede cumplirse sino en una época en que la guerra civil del proletariado contra la burguesía, en los países avanzados, se unan diversos movimientos democráticos y revolucionarios, comprendidos los movimientos de emancipación nacional en el seno de los países atrasados, retardados u oprimidos. ¿Por qué? Porque el desenvolvimiento del capitalismo es desigual y porque la realidad objetiva nos muestra, al lado de naciones que han llegado a un alto grado de desenvolvimiento capitalista, diversas naciones muy débilmente desarrolladas o completamente atrasadas desde el punto de vista económico" (Tomo XIII, p. 369-70). En consecuencia, el proletariado no puede abstenerse ante la presencia de un movimiento de emancipación nacional, llevado adelante por capas oprimidas por el imperialismo. Sería erróneo y desacertado, atacar tales movimientos o negarles su concurso y su ayu-da, más firmemente decididas.

Ante el Partido Nacionalista Libertador y ante el Plan de México, nos encontramos frente a un movimiento nacionalista revolucionario.

La actitud del proletario frente a movimientos de esta índole ha sido también claramente especificada por Lenin: "El proletariado no tiene nada que hacer con los movimientos democrático-burgueses; sólo pueden interesarle los 'movimientos nacionalistas revolucionarios. No hay duda que todo movimiento nacional, en los países atrasados, no puede ser sino un movimiento democrático-burgués, pues la mayoría de la población se compone de campesinos que representan la clase media capitalista. Sería utópico suponer que los partidos proletarios estarán en estado de desenvolver solos su propia actividad de hacer su propia política, sin entrar en relaciones determinadas con los campesinos de los países atrasados y sin pedirles su ayuda... Pero, para marcar mejor la diferencia, las palabras 'democrático burgués' deben ser reemplazadas por las palabras 'nacionalista revolucionario. La idea es que el proletariado debe sostener los movimientos por la emancipación nacional, solamente en el caso en que estos movimientos sean realmente revolucionarios, es decir, cuando no se opongan a que demos a las grandes masas explotadas una preparación revolucionaria. Cuando esto sea imposible, el proletariado revolucionario está obligado a combatir el movimiento reformista de estos países atrasados, tanto como combate a los héroes de la II Internacional" (Lenin. Tesis del II Congreso).

La forma en la cual el proletariado debe actuar, la táctica que debe seguir, ha sido asimismo especificada por Marx y Lenin: la actitud del partido obrero revolucionario hacia el movimiento nacionalista revolucionario en los países atrasados debe ser la que Marx señala en El Proceso de Colonia: "El partido obrero revolucionario marcha con la democracia pequeño-burguesa contra la reacción, puesto que derribar a esta es su objetivo. Combate la democracia pequeño burguesa dondequiera que ella pueda afirmarse por sí sola. El partido obrero puede muy bien utilizar, bajo ciertas condiciones, a otros partidos o fracciones de partido, pero no debe subordinarse a ningún partido". Más aún, Marx esboza la táctica a seguir en un período post-insurreccional: Los obreros deben —dice en el Proceso de Colonia— establecer su propio gobierno, al lado de los nuevos gobiernos oficiales, ya sea bajo la forma de consejos comunales, de municipalidades, de comités de obre-ros, de manera que los gobiernos democráticos que pierdan el apoyo de los obreros, se vean así colocados bajo el control de autoridades sostenidas por toda la masa obrera. La desconfianza, en una palabra, debe dirigirse desde el minuto mismo de la victoria, no hacia el partido revolucionario vencido, sino hacia los aliados de ayer, hacia el partido que quiera recoger solo los frutos de la victoria común... El armamento de los obreros todos, por medio de fusiles, cañones y municiones, debe cumplirse sin dilación alguna, y es necesario combatir el restablecimiento del antiguo ejército antiobrero. Al presentar sus candidaturas al lado de candidaturas de la democracia, los obreros no deben dejarse seducir por ninguna frase democrática, ni deben dejarse impresionar, por ejemplo, por la afirmación de que hacen divisionismo, favoreciendo la posibilidad de la victoria de la reacción. En todas estas frases el fondo es siempre el mismo y es que al fin el proletariado será arrollado. Por eso, los obreros deben hacer más por sí mismos y por su victoria final, instruyéndose sobre sus intereses de clase, no dejándose arrastrar por frases hipócritas de democracia pequeñoburguesa, y sin abandonar un momento la organización de su partido independiente. Y Lenin afirma categóricamente: "El partido proletario no debe temer combatir al enemigo común al lado de la pequeña burguesía, a condición de no confundir en ningún caso, su organización con las otras organizaciones. Marchar, separados, combatir juntos. No disimular las divergencias de intereses, vigilar al aliado tanto como al enemigo. En los países atrasados debe luchar con ella, pero sin confundirse con ella, guardando incondicionalmente la independencia del movimiento proletario, aun en la más embrionaria de sus formas (Tesis del II Congreso).

Queda así esclarecida la posición política y revolucionaria del P.N.L, como movimiento nacionalista revolucionaria. Queda esclarecida también la posición del proletariado frente al enemigo común y al P.N.L. Por esto, nos hemos pronunciado contra las cláusulas tercera y cuarta del Plan de México que estableciendo "una disciplina político militar en el Partido" y declarando, un tanto ingenua y apresuradamente, que el único partido que realizará la revolución, será el Partido Nacionalista Libertadore"; prohíben tácita y explícitamente la formación de un partido genuinamente proletario que pueda luchar y reivindicar los intereses genuinos del proletariado, colaborando siempre con el movimiento revolucionario propugnado por las demás clases oprimidas.

Nuestro informe del 1° de setiembre
En este documento sostenemos que el Partido Nacionalista Libertador se sustituye al APRA y que ésta queda en la calidad de un rótulo. Efectivamente, tal es la realidad. El APRA en el Perú estaría constituida por un bloc de tres clases: campesinos, proletarios y pequeña burguesía. El Partido Nacionalista Libertador se presenta como el partido peruano de dichas tres clases. No solamente hay similitud, sino una perfecta igualdad, una clara e innegable sustitución. Una de las dos entidades no sería más que un rótulo.

Se arguye que el APRA es un organismo continental. Sobre el particular, la realidad presente nos es desfavorable. Hasta hoy, todas las células organizadas, células militantes y activas, no grupos más o menos agregados, ni movimientos esporádicos y episódicos, están formadas por elementos peruanos. No podemos negar que el éxito verdadero del APRA depende de la primera acción revolucionaria que lleve a cabo. En consecuencia, en el terreno de la realidad, este argumento es puramente formal y no tiene la validez que quiere dársele. Por otra parte —y de esto nosotros somos en gran parte responsables— los elementos revolucionarios de cierto valor en América Latina, se vienen pronunciando contra el APRA. La animadversión surge en declaraciones aisladas y colectivas. Todos sabemos bien que APRA y Partido Nacionalista Libertador representan en la actualidad, una misma tendencia, un mismo movimiento y casi el mismo personal. Por esto sostenemos que el Partido Nacionalista Libertador se sustituye al APRA, tomando el carácter más neto y preciso de Partido, con disciplina "político militar".

Sostenemos que el Partido Nacionalista Libertador olvida o desconoce la realidad de la lucha de clases y que llega a negarla. A poco que se analice, tal aserto es incontestable. Si la lucha de clases existe, si el proletariado se presenta en la realidad librando sus propias batallas, el proletariado tiene el derecho inalienable de organizar su propio partido político. Propugnar la fusión del proletariado con las otras clases, clases no solo disímiles sino profundamente antagónicas, es tratar de borrar ese antagonismo, es olvidar que el proletariado no puede confundir sus aspiraciones peculiares con las de las demás clases oprimidas por el imperialismo. Tratar de fusionarlo es desviarlo de su verdadero camino, es impedirle la realización de la primera de sus reivindicaciones: la constitución de su organismo político de clases. En una palabra es negarse a reconocer la existencia de la lucha de clases. Unir las tres clases en un solo partido, o tratar de hacerlo, es confundir las reivindicaciones y hacerlas totalmente comunes, lo cual no es cierto: el campe-sino, para liberarse, tiene que luchar contra el feudalismo y contra su aliado, el imperialismo. La pequeña burguesía oprimida, para romper su opresión tiene que luchar también contra el imperialismo directamente y contra su aliado, el feudalismo. El proletariado tiene que luchar contra el feudalismo, contra el imperialismo, y además contra su adversario de clase, el capitalismo.

El APRA y la revolución latinoamericana
Si en algo estamos unánimes y concordes es en establecer las diferencias de fondo y de forma que existen entre el movimiento revolucionario en Europa y en Latinoamérica. Teoría y táctica deben estar de acuerdo con la realidad. En Europa, los ciclos económicos e históricos se han sucedido uno a otro, negándose y desplazándose, en un proceso dialéctico claro y definido. En Europa, la burguesía ha sucedido al feudalismo y actualmente predomina en todas las formas económicas, en todas las relaciones sociales. En América, el proceso dialéctico sigue un curso diferente. Actualmente encontramos en la sociedad indoamericana, la heterogeneidad y la convivencia de diversas etapas. Estados ya cancelados en Europa superviven en América y conviven aún con la nueva realidad. Junto al ayllu y a la comunidad primitiva, tenemos el latifundio, el feudalismo, la manufactura, la industria y el imperialismo.

Predominantemente, Indoamérica atraviesa una etapa mercantil, pero bajo el dominio del imperialismo. Es objetivo que el factor primordial en nuestra economía y en nuestra historia contemporánea, es el imperialismo. Nuestro principal problema es el problema de la tierra, por cuanto afecta a la mayoría de la población. Pero, junto a este problema fundamental, existe el problema obrero, el de la pequeña burguesía capitalista y el de las clases medias pre-capitalistas, estranguladas por el monopolio y por la in­vasión imperialista.

En Europa, el proletariado numeroso y concentrado, desarrollado en el seno de regímenes más o menos democráticos y tolerantes, ha podido or­ganizar sus partidos propios y estos partidos pueden y deben contexturar su marcha, sus luchas y su disciplina, dentro del principio "clase contra clase". En Indoamérica, nuestro proletariado incipiente, ignorante, con taras anarco-sindicalistas, pequeño-burguesas y utópicas, no ha podido realizar aun su unidad política, ni está en condiciones de sostener una lucha idéntica a la de los partidos obreros europeos, ni a librar la batalla de clase contra clase.

Ante tal realidad, el Apra, surge enunciando la finalidad de constituir una alianza de todas estas clases para luchar contra enemigos comu­nes: el imperialismo y el feudalismo. La idea de esta alianza, responde ob­jetivamente a la realidad indoamericana. Por esto hemos propiciado su de­senvolvimiento y su desarrollo y lo seguiremos propiciando.

La utilidad del Frente Único es incontestable. Su eficiencia es innegable, siempre que sepamos interpretar las aspiraciones y los derechos de las clases invitadas a formarlo, contemplando los intereses inmediatos, pero sin olvidar jamás los intereses permanente del porvenir.

Hasta hoy el APRA, no ha salido del embrión. Es una pragmática y magnífica idea, alrededor de la cual nos hemos agrupado algunos elementos. Hasta hace poco vivíamos paradisíacamente en el periodo de la hermandad. Tan pronto como queremos salir de él, para entrar en el terreno de organismo político, tan pronto como ha sido necesario esclarecer el camino, precisar la orientación, entrar en la tarea de la organización y de la captación de masas, de la "conscripción nacional" como dice expresivamente uno de nuestros camaradas, surgen los obstáculos, los desacuerdos, la crisis. Nada más corriente, ni más lógico: nuestro deber es salvar inteligente y enérgicamente la crisis y continuar la tarea.

Antes de plantear nuestras conclusiones, que servirán de norma para el porvenir, hagamos un sucinto análisis del pasado, en el cual todos, cual más, cuál menos, tenemos una parte de responsabilidad.

Objetivamente constatamos que la disciplina dentro del APRA, es embrionaria, sino una quimera. Hay instantes en los que nos encontramos frente a un verdadero caos. No podemos llamar disciplina, en su verdadera acepción, a las manifestaciones observadas en algunas células, en la de París por ejemplo, puntualidad en la asistencia, cordialidad mutua, pureza en la vida, etc. La disciplina que un organismo político requiere, es un poco más compleja y más amplia. Necesitamos y no tenemos una disciplina ideológica, una disciplina de pensamiento y acción. La Célula de París, por ejemplo, ha tomado en general, una posición marxista. La de Buenos Aires nos presenta desviaciones de derecha: baste citar la declaración en la que se declara concorde con la actitud de Pueyrredón en la Conferencia Panamericana. La de México se ha caracterizado por una oscilación permanente, repetidas veces oportunista y demagógica. La Célula de México lanzó la noticia del envío de una legión a Nicaragua, cosa falsa e irrealizable. Ella fue quién redactó, corrigió y editó el célebre manifiesto de un Partido Nacionalista, con sede en Abancay, y que solo ha tenido su sede en el pensamiento de nuestros camaradas, enamorados del bluff. Y, para finalizar, dicha célula se ha empeñado en una campaña absurda contra los partidos comunistas de América Latina.

Las pruebas de esta campaña están en los cuatro números de nuestra revista Indoamérica. En el primer número, dirigen una carta abierta a los profesores de la Universidad Popular González Prada, en la que afirman: "cumplimos con darles cuenta del resultado de la gestión que tuvieron ustedes a bien encomendarnos, ante los compañeros Hurwitz y Terreros"... lo cual es completamente falso. Los compañeros de México no han recibido ninguna misión de parte de los profesores de la Universidad Popular González Prada. Y añaden: "para obtener de éstos una explicación categórica de su actitud frente a nuestra Alianza Popular Revolucionaria Americana, a la que han dejado de pertenecer, sin previa consulta, para ingresar al Partido Comunista". La disciplina del APRA no puede ser violada, en ninguna forma, por el hecho de ingresar al Partido Comunista. El Partido Comunista es un partido de clase oprimida; en consecuencia, el APRA tiene el deber de contar con esas fuerzas, de respetar esa doctrina, de no atacar, velada o directamente, esos organismos. Ellos deben formar parte del Frente Unico. Si tal cosa no se obtiene de inmediato, el APRA y todos sus miembros, tienen el deber de abstenerse, en cualquier caso, de todo ataque, directo o indirecto, de toda declaración que vaya contra la ideología o la acción de estos partidos, aun cuando sea equivocada. La aseveración de nuestros compañeros de México, va contra el pensamiento de la Alianza.

En una carta dirigida por el compañero Haya a un elemento reaccionario, tal como el director de La Sierra, se hace primar un concepto de razas y regiones y se olvida el concepto fundamental de clase. Esto lo consideramos como una desviación demagógica y nociva.

Por último, en el No. 4 de Indoamérica, se declara: "El APRA no está contra los partidos comunistas, pero tampoco está con los partidos comunistas». Esto es el ataque por eliminación. Es declarar que los partidos comunistas no tienen nada que hacer en la lucha antiimperialista y que se hallan demás en América Latina. Que el APRA, además, no cuenta con ellos sino para eliminarlos. Esto es un error profundo. No podemos aceptar la eliminación de una fuerza que por mucho que numéricamente nada representara, ideológicamente representa la doctrina y el pensamiento de una clase, de la clase más revolucionaria frente al imperialismo, y con la cual el APRA trata de contar en la lucha por la emancipación nacional.

Por último, en La Paz, tenemos el caso de la coexistencia de dos células antagónicas. Y en el Perú, el proletariado se halla completamente ajeno al movimiento, al control y al gobierno del APRA.

De lo expuesto es necesario obtener una enseñanza y una seria advertencia. Necesitamos precisar el pensamiento de la Alianza, dar contextura orgánica al pensamiento y la ideología del Frente Unico, no solamente en el sentido de los cinco puntos ya conocidos, sino en el orden particular, de la teoría y la táctica del movimiento.

En conclusión, proponemos, con carácter de moción, los siguientes acuerdos:

  1. La Célula del APRA en París pide la supresión, de las cláusulas tercera y cuarta del Plan de México. Su enmienda se haría, en todo caso, concordes con la tesis de organización general del APRA.
  2. El APRA, dada su estructura de bloc de clases distintas, y su finalidad de realizar una revolución plebeya, no es uno de los factores más valiosos, dentro de la revolución plebeya, no es, en ninguna forma, una organización anticomunista.
  3. El APRA reconoce y declara que los elementos proletarios, adheridos o que se adhieran a sus filas, individual o colectivamente, tienen el derecho pleno de organizar su propio partido político de clase.
  4. El APRA, dado su carácter profundamente unitario, tiende a pactar una alianza, bajo las condiciones específicas que se señalen, de una y otra parte, con los organismos políticos del proletariado. Estos organismos políticos tendrán representación directa e injerencia efectiva en la organización y en la dirección de la Alianza y del movimiento que propicia.
  5. La Célula de París acuerda estudiar y redactar las tesis necesarias, que especifiquen la finalidad, la orientación, la ideología, la organización y el mecanismo de la Alianza. Estas tesis serán sometidas a la aprobación de las demás células, tan luego como sean aprobadas por esta Asamblea.

París, 1° de diciembre de 1928

Eudocio Ravines
Miembro del Comité Ejecutivo del Apra y
Secretario General de la Célula de París

Juan J. Paiva
Miembro de la Comisión de Disciplina

Armando Bazán
Miembro de la Comisión de Propaganda

Ravines, Eudocio

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña [Recorte de prensa]

En torno a las elecciones inglesas – factores del proceso político de la Gran Bretaña

Reanudemos la indagación de los factores históricos de la actual situación política británica. Las elecciones próximas, con las cuales esa situación entrará en una nueva etapa, hacen de la Gran Bretaña el centro de la atención mundial. El escrutinio influirá en los destinos europeos, vale decir en los destinos mundiales. Una mayoría conservadora reforzaría y prolongaría, probablemente, la era de temporal estabilización capitalista que ha seguido a la agitación revolucionaria de los primeros años de post-guerra. Una mayoría laborista, a pesar acaso de algunos líderes del laborismo, aceleraría el curso de este período, apresurando una segunda etapa revolucionaria. La imposibilidad de cualquier mayoría, -laborista, conservadora o liberal- restablecería, como una fatalidad, a la que cada vez resulta más penoso adaptarse, la fórmula forzosa de los ministerios de coalición, como la consiguiente agudización de la crisis del parlamento.

Desde que los Estados Unidos han alcanzado la plenitud de su desarrollo económico, la historia del imperio británico ha dejado de ofrecérsenos como el máximo experimento capitalista. La revolución liberal no liquidó en Inglaterra la monarquía ni otras instituciones del régimen aristocrático. Su carácter esencialmente industrial y urbano, le permitió una gran largueza con la nobleza terrateniente. La economía capitalista creció cómodamente, sin necesidad de sacrificar la decoración capitalista, el cuadro monárquico del Imperio. Para el primer imperio capitalista, dueño de inmensas colonias, dominador de los mares, la economía agraria pasaba a un plano secundario. Su producción industrial, su poder financiero, sus empresas transoceánicas y coloniales, lo colocaban en aptitud de abastecerse ventajosamente en los más distantes mercados de los productos agrícolas necesarios para su consumo. La Gran Bretaña podía costearse, sin ningún esfuerzo excesivo el lujo de mantener una aristocracia refinada, con sus caballos, perros, parques y cotos. Esto, bajo cierto aspecto, admite ser definido como un rasgo general de la sociedad burguesa que, ni aún en los países de más avanzado republicanismo, ha logrado emanciparse de la imitación de los arquetipos y del estilo aristocrático. El “burgués gentilhombre” es actual hasta ahora. La última aspiración de la burguesía, consumada su obra, es parecerse o asimilarse a la aristocracia que desplazó y sucedió. El propio capitalismo yanqui que se ha desenvuelto en un clima tan indemne de supersticiones y privilegios, y que ha producido en sus tipos de capitanes de empresa una jerarquía tan original de jefes, no ha estado libre de esta imitación, ni ha resistido a la sugestión de los títulos y los castillos de la decaída nobleza europea. El noble se sentía y sabía la culminación de una cultura, de un orden; el burgués no. Y acaso, por esto, el burgués ha conservado un respeto subconsciente por la corte, el ocio, el gusto y el protocolo aristocráticos.

Y no hay en esto solo una cuestión psicológica social y política. La conciliación de la economía capitalista y consecuencias económicas: Inglaterra la política democrática con la tradición monárquica, tiene hoy concretas se encuentra en la necesidad de afrontar un problema agrario, que Estados Unidos ignora, que Francia resolvió con su revolución. El lujo de sus tierras improductivas está en estridente contraste con la economía de una época de depresión industrial y dos millones de desocupados. Estos dos millones de desocupados, cuya miseria pesa sobre el presupuesto y el consumo domésticos de la Gran Bretaña, pertenecen a una población esencialmente industrial y urbana. Los oficios y las costumbres citadinas de esta gente, estorban la empresa de emplearla en los más prósperos dominios británicos: Canadá, Australia, donde el obrero y el empleado inmigrantes tendría que transformarse en labriegos.
El empirismo y el conservantismo, el hábito de regirse por los hechos, con prescindencia y aún con desdén de las teorías, han permitido a la Gran Bretaña cierta insensibilidad respecto a las incompatibilidades entre las instituciones y privilegios nobiliarios, respetados por su evolución, y las consecuencias de su economía liberal y capitalista. Pero esa insensibilidad, esta negligencia que en tiempos de pingüe prosperidad capitalista y de incontrastable hegemonía mundial, ha podido ser un lujo y un capricho británicos, en tiempos de desocupación y de concurrencia, a la vez que devienen onerosas con exceso, engendran contradicciones que, amenazan seriamente el ritmo del evolucionismo inglés.

La concentración industrial y urbana aseguran la preponderancia final del partido laborista. El socialismo no conoce casi en la Gran Bretaña el problema de la difícil conquista de un campesino de rol decisivo en la lucha social. Las bases políticas y económicas de la nación son sus ciudades y sus industrias. La política agraria del socialismo no ha menester, como en Francia y Alemania, de complicadas concesiones a una gran masa de pequeños propietarios, ligados fuertemente al orden establecido. Dirigida contra los landlords es, más bien, una válida arma de ataque contra los intereses de la clase conservadora.

La marcha al socialismo está asegurada por las condiciones objetivas del país. Lo que falta al movimiento socialista inglés es, fundamentalmente, ese racionalismo, que los revisionistas encuentras exorbitante en otros partidos socialistas europeos. El proletariado inglés está dirigido por pedagogos y funcionarios, obedientes a un evolucionismo, a un pragmatismo, de fondo rigurosamente burgués. El crecimiento del poder político del laborismo ha ido mucho más a prisa que la esperanza y la adaptación de sus parlamentarios. No en balde, estos parlamentarios se hallan todavía bajo el influjo de la atmósfera intelectual y espiritual de un gran imperio capitalista. La aristocracia obrera de Inglaterra, por razones peculiares de la historia inglesa, es la más enfeudada mentalmente a la burguesía y a su tradición. Se siente obligada a luchar contra la burguesía con la misma moderación con que esta se comportara, -Cronwell y su política exceptuadas- con la aristocracia y sus privilegios. Los neo-revisionistas no parecen propensos a nada como a regocijarse de que así ocurra. “La social-democracia alemana -escribe Henri de Man- se consideró en sus comienzos como encarnación de las doctrinas revolucionarias y teológicas del marxismo intransigente; como consecuencia, la tendencia creciente de su política hacia un oportunismo conservador de Estado aparece ante sus elementos jóvenes y extremistas como una renunciación gradual de la social-democracia a sus fines tradicionales. Por el contrario, el partido obrero británico, el Labour Party, es el tipo del movimiento de mentalidad “causal”, refractario por esencia a formular objetivos remotos en forma de una teología a priori. Solo movido por la experiencia es como se ha desenvuelto llegando desde una representación muy moderada de intereses profesionales hasta constituir un partido socialista. Parece, pues, que el progreso del movimiento alemán aleja a este de su finalidad, mientras que el del inglés lo aproxima a la suya. La consecuencia práctica de esta diferencia es que el grado de desarrollo correspondiente a una tendencia progresiva en la vida intelectual del socialismo inglés contrasta con una tendencia regresiva en la vida intelectual de la social-democracia alemana. El movimiento inglés, cuyos fines impulsan, por decirlo así, día por día la experiencia de una lucha por objetivos inmediatos, pero justificados por móviles éticos, anima de este modo todo objetivo parcial y ensancha la acción de ese impulso en la medida en que este extiende el campo de su práctica reformista. De ahí que el partido obrero británico, pese a su mentalidad fundamentalmente oportunista y empírica, ejerza una atracción creciente entre los elementos más accesibles a los móviles éticos y absolutos: la juventud y los intelectuales en primer término.

Fácil es demostrar que esta presunta ventaja queda ampliamente desmentida por la relación entre el poder objetivo y los factores subjetivos de la acción laborista. El Labour Party se ha desarrollado en número con mayor rapidez que en espíritu y mentalidad. Y, por esto mismo, su caso es muy interesante. En Inglaterra nadie podrá acusar al socialismo de romanticismo revolucionario. Por consiguiente, si ahí se llega al gobierno socialista, será indudablemente no porque se lo hayan propuesto, forzando la historia, los teorizantes y los políticos del socialismo, sino porque el curso mismo de los acontecimientos ha hecho violencia sobre ellos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La derrota de los conservadores en Inglaterra [Recorte de prensa]

La derrota de los conservadores en Inglaterra

El Labour Party ha logrado, en las últimas elecciones, la revancha que pacientemente preparaba desde que el Partido Conservador, ganando con el auxilio del falso documento de Zinovieff una mayoría, puso término en noviembre de 1924, al breve experimento del primer ministerio laborista. Los laboristas, en esas elecciones, no obtuvieron menor número de votos que en las de abril del mismo año. Perdieron puestos por la concentración de los votos de la burguesía, antes divididos entre dos partidos, a favor de los candidatos conservadores, en todos los distritos electorales donde no había otro medio de hacer frente a los candidatos laboristas; pero, numéricamente, su electorado aumentó, continuando, por consiguiente, el partido su ascensión en la estadística eleccionaria de la Gran Bretaña. Y mayor derrota sufrió, sin duda, en tal ocasión, el Partido Liberal que, como consecuencia de un fenómeno de polarización de la burguesía y la pequeña burguesía británicas alrededor de la bandera conservadora, perdía definitivamente su rol tradicional en el parlamento y la política inglesas. Mas, el Labour Party, en noviembre de 1924, no había ido a las elecciones simplemente para mantener y acrecentar sus posiciones eleccionarias, sino para ganar la mayoría. Y el electorado concedió esta mayoría a los conservadores, asegurándoles cinco años de gobierno sólidamente garantizados contra la agitación parlamentaria. El Labour Party, en minoría en el parlamento por el voto adverso de los liberales, había consultado al país si contaba o no con su confianza para continuar en el poder; con efectiva facultad de administrar. Y la mayoría había respondido votando por los conservadores.

Sin duda, el Labour Party había llegado al poder prematura y accidentalmente. La primera votación de 1924 no había dado la mayoría a los laboristas, sino la había negado a todos los partidos, y en primer lugar al que ejercía el poder, el conservador. Aunque los conservadores retenían el primer lugar en el parlamento, el escrutinio significaba la censura. Los laboristas, que por primera vez ocupaban el segundo lugar en el parlamento, fueron llamados, conforme a la práctica inglesa, a constituir el gobierno. Pero los laboristas no podían mantenerse en el poder, sin los votos de los liberales. La duración del experimento gubernamental del Labour Party, dependía del consenso parlamentario de un partido de principios diversos e intereses propios, poco dispuesto a admitir que el desplazamiento de las fuerzas electorales tuviese un carácter definitivo, propenso a intentar de nuevo la prueba electoral, dirigido por un político esencialmente oportunista como Lloyd George de humor un tanto versátil y afición un tanto aventurera. Lloyd George y su hueste parlamentaria en servicio de sus propios principios e intereses, sostuvieron el ministerio laborista el tiempo necesario para que, con asuntos de ordinaria administración, resolviera la cuestión del presupuesto. El criterio hacendario del laborismo coincidía en este apunto con el de los liberales. Todos los factores eran adversos a la prolongación del experimento laborista. El mismo Labour Party no tenía motivos para sentirse muy seguro y cómodo en el poder, antes de haber confirmado su avance en una nueva votación.
Durante los cinco años de administración conservadora trascurridos desde entonces, el Labour Party no ha llegado a adoptar una nueva línea política, decidida y segura. El personal de intelectuales y funcionarios que sigue a Mc Donald y Thomas, ha desenvuelto su actividad bajo el influjo de dos opuestas preocupaciones: la de ganarse a las capas fluctuantes del electorado, reacias a suscribir un programa insuficientemente evolucionista y británico; y la de anular los efectos de la crítica de los elementos de izquierda del partido en las masas obreras, cuyos intereses de clase reclaman del laborismo una dirección más explícitamente antiburguesa y proletaria. Los líderes laboristas, obsecuentes a un criterio electoral y parlamentario, han tendido a hacer las mayores concesiones a la primera imprecisa y aleatoria clientela. Pero, esta estrategia, por una parte comprometía la unidad de acción y doctrina del Labour Party, con el engrosamiento de la corriente Cox-Maxton y la justificación de sus cargos contra el grupo dirigente y por otra parte, disminuía la energía combativa del laborismo y sus medios morales y programáticos de agitar vigorosamente a la opinión media, resolviéndola a un cambio. El Labour Party se presentaba casi asustado de la gravedad de sus objetivos y de la trascendencia de sus principios. Y no era este, ciertamente, el mejor modo de infundir al pueblo confianza en su voluntad y aptitud de solucionar los problemas vitales de Inglaterra. La concurrencia de un político tan diestro como Lloyd George en el arte de impresionar a la opinión, resultaba, no obstante la visible decadencia teórica y práctica del liberalismo singularmente inoportuna.

La estruendosa derrota sufrida por el Partido Conservador, a pesar de todas estas circunstancias, demuestra la evidencia absoluta del fracaso de la política de Baldwin. Los laboristas no han necesitado sino insistir en la mediocridad gubernamental de los conservadores frente a la crisis económica e industrial de la Gran Bretaña, para afirmarse como partido de oposición pronto para confrontar, con mejor éxito, las dificultades del gobierno. Cinco años de administración, han debilitado al Partido Conservador, con más eficacia quizá que el crecimiento natural y la madurez histórica del partido del proletariado. La crisis de la industria y el comercio ingleses, que causa la desocupación de millón y medio de hombres, onerosa y enervante para el fisco y la producción, se ha manifestado superior a la técnica conservadora. La crisis de la economía británica es una crisis de capitalismo; y es lógico que la autoridad y el crédito de las fuerzas y teorías de gobierno de este sistema se resientan con su prolongamiento y complicaciones. El pueblo inglés empieza a desconfiar de la eficiencia política y administrativa del capitalismo. No es tiempo todavía de que conceda un crédito firme al socialismo. Pero se inclina ya a favorecer el ensayo de sus métodos, muy atenuados por supuesto en la solución de los problemas nacionales. Los líderes reformistas del Labour Party han hecho, además, muy poco por conseguir un consenso más decidido para la política socialista.

El partido liberal sale, por segunda vez, de las elecciones, reducido a un elemento de equilibrio y de combinación. Está en la situación adjetiva, secundaria, del Partido Laborista, antes de que entrara en su mayor edad, con la diferencia de que se encuentra en ella por envejecimiento. El tiempo no trabaja a su favor, como en el caso del Labour Party, cuando, vivo aún en Inglaterra el sistema bipartito, la juventud del laborismo significaba por si sola una esperanza. Baldwin ha experimentado una gran derrota; pero Lloyd George no ha experimentado una derrota menor.

A los liberales les toca votar en el nuevo parlamento contra Baldwin. No serían coherentes de otro modo con su campaña eleccionaria. El Labour Party reasumirá el poder. ¿Qué actitud tomarán entonces los liberales? Una inmediata disolución del parlamento, una segunda consulta al sufragio universal, no sería, por ningún motivo, favorable a los liberales. Lloyd George y su facción afrontarían la prueba con menos elementos que nunca. La lucha sería un duelo entre laboristas y conservadores. A los liberales no les interesa precipitar ese duelo.

Las izquierdas recobran, en Europa, con el triunfo del Labour Party, el terreno que han parecido perder incesantemente desde que comenzó con una fuerte marejada reaccionaria, el actual período de estabilización capitalista. Después de cinco años de política conservadora, Inglaterra retorna, con más convicción que en 1924, al experimento laborista. Muy pronto sabremos a qué atenernos respecto a la duración y alcances de este segundo tiempo de reforma.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha de la India por la independencia nacional [Recorte de prensa]

La lucha de la India por la independencia nacional

El más fácil pronóstico sobre las perspectivas de 1930 es el de que este año señalará una etapa culminante del movimiento nacionalista hindú. La reunión del Congreso Nacional Hindú está rodeada de la más grande expectación mundial por la gravedad de las decisiones que esta vez le tocará tomar. Desde hace dos años la lucha por la emancipación nacional de la India ha entrado en una fase de decisiva aceleración.

Las deliberaciones del Congreso Nacional reunido en Madras en diciembre de 1927 tuvieron un acentuado tono revolucionario. Malgrado la resistencia abierta o disfrazada de líderes moderados, propugnadores de una política transaccional, el Congreso se pronunció en esa oportunidad a favor de la completa independencia de la India. Aprobó también el Congreso una moción de solidaridad con los revolucionarios chinos y con la Liga Mundial contra el Imperialismo, en cuyo segundo congreso, celebrado en Francfort en Julio de 1929, las masas revolucionarias hindúes han estado conspicuamente representadas.

El año de 1928 se caracterizó por la agitación del proletariado industrial de Calcuta y Bombay, focos de la acción sindical hindú. Centenares de miles de obreros de las fábricas de tejidos reafirmaron en las jornadas de 1920 un programa clasista. Este proletariado es, sin duda, el que desde el primer congreso sindical pan-hindú de octubre de 1928 comunica un sentido de clase, un fondo social y económico al movimiento nacionalista de la India.

El gobierno de Baldwin encargó a una comisión parlamentaria, en el mismo año, el estudio de la cuestión hindú y la proposición de las medidas que la Gran Bretaña debe adoptar. El nombramiento de esta comisión significa el reconocimiento de la insuficiencia y del fracaso de la reforma con que la Gran Bretaña creyó cumplir en 1919 las promesas hechas a la India, como a todas sus colonias, durante la guerra, para asegurarse su cooperación y obediencia. Los organismos nacionalistas acordaron el boycott de esta comisión, de la que la India no podía esperar sino una morosa encuesta y algunas tardías sugestiones. La comisión Simon fue recibida con demostraciones hostiles, trágicamente selladas por la muerte del gran líder nacionalista Lala Lajpat Rai, a consecuencia de los maltratos sufridos en manos de la policía inglesa.

Lala Lajpat Rai, o Lalaji como se le llamaba usualmente, a los 63 años, con una foja de servicios políticos eminentes de cuarenta años, podía haberse abstenido de concurrir personalmente a las protestas de su pueblo contra la nueva maniobra del imperialismo británico. Pero hombre de acción ante todo, tenía que entregar a la causa de la libertad hindú sus últimas energías. Participó en persona en la manifestación con que el pueblo recibió a Mr. John Simon y sus acompañantes en la estación de Labore el 30 de Octubre de 1928. Los golpes de los policías ingleses causaron su muerte el 17 de Noviembre. Todos los adalidos de la India lo despidieron con emocionadas y reverentes frases de reconocimiento de su obra. Rabindranath Tagore, Mahatma Gandhi, Motilal Nehru, tradujeron con elocuencia concisa el sentido del pueblo hindú.

El Congreso Nacional Hindú, cuyas resoluciones son aguardadas esta vez con tanta ansiedad, no ha surgido, como se sabe, directamente de la agitación de las masas nacionalistas. Durante largos años, prevaleció en él un espíritu favorable a los intereses de la Gran Bretaña. Era una asamblea de la burguesía hindú, que tenía su origen en los sentimientos del sector liberal de esta, pero a la que el Imperio Británico, cuyo poder en la India se apoyaba en la colaboración de las castas privilegiadas y de la riqueza, pudo mirar por mucho tiempo sin aprehensión.

Pero, a medida que la corriente nacionalista empezó a acentuarse y precisarse, y a movilizar a las masas, la actitud del Congreso Nacional Hindú frente a la dominación británica cambió completamente. En 1918 el Congreso tomó una posición revolucionaria. En los años siguientes, siguió la política de Gandhi y adoptó la fórmula de la no cooperación. Las fallas de este programa, en cuya aplicación retrocedió el propio Gandhi, alarmado por los actos de violencia de la multitud, han demostrado luego a las masas la absoluta necesidad de una línea nueva. Al ensancharse las bases del Congreso, que representa en cada reunión un número mayor de sufragios, las reivindicaciones de las masas han comenzado a pesar cuantiosamente en sus deliberaciones. El partido obrero y campesino, organizado en los dos años últimos, y cuya fuerza es un índice del declinamiento del gandhismo, actúa activamente en el seno del Congreso. La derecha colaboracionista, pierde terreno y autoridad fatalmente, a pesar de que Gandhi y sus partidarios, mediando entre los dos sectores extremos, prolongan la táctica de compromiso y la esperanza en las concesiones británicas. Precisamente en el Congreso de Calcuta, hace un año, la tendencia derechista hizo un esfuerzo por predominar, con un proyecto que establecía la autonomía dentro del Imperio. Pero los partidarios de la independencia total insurgieron vigorosamente contra esta maniobra. Y la derecha tuvo que limitar el alcance de su propuesta, fijando un plazo de un año para su realización.

En estas condiciones, se reúne hoy el Congreso. El año previsto ha trascurrido. La comisión Simon no ha hecho conocer aún sus conclusiones. Una declaración del Virrey de la India anunciando el propósito del Gobierno de conceder a la India el régimen de un Dominio, ha provocado la protesta de liberales y conservadores, que acusan aI gobierno laborista de proceder como si no existiera la comisión Simon. Los laboristas se han visto obligados a atenuar al mínimum la declaración de Lord Irwin. La Gran Bretaña les regatea a los hindúes el estatuto del Dominio, en plena creciente del movimiento nacionalista por la emancipación completa. En las labores preparatorias del Congreso, Gandhi ha reasumido un rol ponderador. Pero esta vez la existencia en el Congreso de una fuerza revolucionaria compacta, apoyada en las masas obreras y campesinas, y el desprestigio de las fórmulas conciliadoras, están destinados a imprimir un nuevo curso a los debates. El primer voto del Congreso lo evidencia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rasgos y espíritu del socialismo belga [Recorte de prensa]

Rasgos y espíritu del socialismo belga

Vandervelde, máximo líder del socialismo belga, opera como amigable componedor entre las fracciones socialistas de la República Argentina. Su visita a Buenos Aires, en misión diplomática de la IIa. Internacional, es una ocasión de considerar algunos aspectos y personas del más céntrico y típico de los partidos europeos de esta Internacional, a la que su último congreso de Bruselas ha tratado de rejuvenecer un poco.

Bélgica es el país de Europa con el que se identifica más el espíritu de la IIa. Internacional. En ninguna ciudad encuentra mejor su clima que en Bruselas, el reformismo occidental. Berlín, París, significarían una sospechosa y envidiada hegemonía de la social-democracia alemana o de la S. F. I. O. La IIa. Internacional ha preferido habitualmente para sus asambleas Bruselas, Ámsterdam, Berna. Sus sedes características son Bruselas y Ámsterdam. (El Labour Party británico, ha guardado en su política mucho de la situación insular de Inglaterra).

Vandervelde, De Brouckere, Huysman, han hecho temprano su aprendizaje de funcionarios de la IIa. Internacional. Este trabajo les ha comunicado, forzosamente, cierto aire diplomático, cierto hábito de mesura y equilibrio, fácilmente asequibles a su psicología burocrática y pequeño-burguesa de socialistas belgas.

Porque Bélgica no debe a su función de hogar de la IIa. Internacional el tono menor de su socialismo. Desde su origen el movimiento socialista un propietario de Bélgica, se resiente del influjo de la tradición pequeño-burguesa de un pueblo católico y agrícola, apretado entre dos grandes nacionalidades rivales, fiel todavía en sus burgos a los gustos del artesanado, insuficientemente conquistado por la gran industria. Sorel no ahorra, en su obra, duros sarcasmos sobre Vandervelde y sus correligionarios.

“Bélgica-escribe en ’'‘Reflexiones sobre la Violencia” es uno de los países donde el movimiento sindical es más débil; toda la organización del socialismo está fundada sobre la panadería, la pulpería y la mercería, explotadas por comités del partido; el obrero, habituado largo tiempo a una disciplina clerical, es siempre un “inferior” que se cree obligado a seguir la dirección de las gentes que le venden los productos de que ha menester, con una ligera rebaja, y que lo abrevan con arengas sea católicas, sea socialistas. No solamente encontramos el comercio de especias erigido en sacerdocio, sino que es de Bélgica de donde nos vino la famosa teoría de los servicios públicos, contra la cual Guesde escribió en 1883 un tan violento folleto y que Deville llamaba al mismo tiempo, una deformación belga del colectivismo. Todo el socialismo belga tiende al desarrollo de la industria de Estado, a la constitución de una clase de trabajadores-funcionarios, sólidamente disciplinada bajo la mano de hierro de los jefes que la democracia aceptaría”. Max, juzgaba a Bélgica el paraíso de los capitalistas.

En la época de tranquilo apogeo de la social-democracia lassalliana y jauresiana, estos juicios no eran, sin duda, muy populares. Entonces, se miraba a Bélgica como al paraíso de la reforma, más bien que del capital. Se admiraba el espíritu progresista de sus liberales, alacres y vigilantes defensores de la laicidad; de sus católico-sociales, vanguardia del Novarum Rerum; de sus socialistas, sabiamente abastecidos de oportunismo lassalliana y de elocuencia jauressiana. Eliseo Reclus, había definido a Bélgica como “el campo de experiencia de Europa”. La democracia occidental sentía descansar su optimismo en este pequeño Estado en que parecían dulcificarse todos los antagonismos de clase y de partido.

El proceso de la guerra quiso que en esta beata sede de la IIa. Internacional, la política de la “unión sagrada” llevara a los socialistas al más exacerbado nacionalismo. Los líderes del internacionalismo, se convirtieron en excelentes ministros de la monarquía. A esto se debe, evidentemente, en gran parte, la desilusión de Henri de Man respecto al internacionalismo de los socialistas. Sus inmediatos puntos de referencia están en Bruselas, la capital donde Jaurés, pronunciara inútilmente dos días antes del desencadenamiento de la guerra, su última arenga internacionalista.

En su erección nacionalista, Bélgica mostró mucho más grandeza y coraje que en su oficio pacifista e internacional. “El sentimiento de la falta de heroísmo -afirma Piero Gobetti- nos debe explicar los improvistos gestos de dignidad y de altruismo en este pueblo utilitarista y calculador que, en 1830 como en 1914, en todos los grandes cruceros de su historia sabe comportarse con desinterés señorial”. Para Gobetti, a quien no se puede atribuir el mismo tumor de polémica con Vandervelde que a Sorel, la vida normal de Bélgica sufre de la falta de sublime y de heroico. Gobetti completa la diagnosis sorelliana. “La fuerza de Bélgica -observa- está en el equilibrio realizado entre agricultura, industria y comercio. Resulta de esto la feliz mediocridad de las tierras fértiles y cerradas. Las relaciones con el exterior son extremadamente delicadas; ninguna audacia le es consentida impunemente; todas las crisis mundiales repercuten con gran sensibilidad en su comercio, en su capacidad de expansión, amenazando a cada rato constreñirlo en las posiciones seguras, pero insoportables, de su equilibrio casero. Bélgica es un pueblo de tipo casero y provincial, empujado por la situación absurda y afortunada, a jugar siempre un rol superior a sus fuerzas en la vida europea.” A las consecuencias de la tradición y la mecánica de la vida belga, no podía escapar el movimiento obrero y socialista. “La práctica de la lucha de clases -apunta Gobetti- no era consentida por las mismas exigencias idílicas de una industria experimental y de una agricultura que acerca y adapta a todas las clases. La mediocridad es también enemiga de la desesperación. Un país en el cual se experimenta no puede, no, cultivar la discreción de los gestos, la quietud modesta y optimista. Además, aunque del 1848 al 1900 han desaparecido casi completamente en Bélgica los artesanos y la industria a domicilio, el instinto pequeño burgués ha subsistido en el operario de la gran industria, que a veces es contemporáneamente agricultor y obrero y siempre, habitando a treinta o cuarenta kilómetros de la fábrica, se substrae a la vida y a la psicología de la ciudad, escuela de socialismo intransigente”. A juicio de Gobetti, los líderes del socialismo belga, “han conducido a los obreros de Bélgica a la vanguardia del cooperativismo y del ahorro, pero los han dejado sin un ideal de lucha. Después de treinta años de vida política se hallan de representantes naturales de un socialismo áulico y oligárquico, y continuador de las funciones conservadoras”.

La consideración de estos hechos nos explica no solo la entonación general de la larga obra de Vandervelde, el actual huésped del socialismo argentino, sino también la inspiración del libro derrotista y desencantado de Henri de Man, que poco antes de la guerra fundara una “central de educación” de la que proceden justamente los animadores del primer movimiento comunista belga. Henri de Man, como él mismo lo dice en su libro, no pudo acompañar a sus amigos, en su trayectoria heroica. Malhumorado y pesimista, regresa, por esto, al lado de Vandervelde, que lo acoge con sus más zalameros y comprometedores elogios.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

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