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Lenin

La figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas. Los otros personajes contemporáneos viven en roce cotidiano, en contacto inmediato con el público occidental. Lloyd George, Poincaré, Mussolini, nos son familiares. Su cara nos sonríe consuetudinariamente desde las carátulas de las revistas. Estamos abundantemente informados de su pensamiento, su horario, su menú, su palabra, su intimidad. Y se nos muestran siempre dentro de un marco europeo: un hotel, una villa, un automóvil, un pullmann, un boulevard. Lenin, en cambio, está lejos del mundo occidental, en una ciudad mitad asiática y mitad europea. Su figura tiene como retablo el Krenlim, y como telón de fondo el Oriente. Nicolás Lenin no es siquiera un nombre sino un pseudónimo. El leader bolchevique se llama Vladimir Illicht Ulianow, como podría llamarse un protagonista de Gorky, de Andrejew o de Korolenko. Hasta físicamente es un hombre un poco exótico: un tipo mongólico de siberiano o de tártaro. Y como la música de Balakirew o de Rimsky Korsakow, Lenin nos parece más oriental que occidental, más asiático que europeo. (Rusia irradia simultáneamente en el mundo su bolchevismo, su arte, su teatro y su literatura. Sincrónicamente se derraman, se difunden y se aclimatan en las ciudades europeas los dramas de Checow, las estatuas de Archipouko y las teorías de la Tercera Internacional. Agentes viajeros del alma rusa, Stravinsky seduce a París, ChaIlapine conquista Berlín, Tchicherine agita a Lausanne.)
Lenin ejerce una fascinación rara en los pueblos más lontanos y abstrusos. Moscou atrae peregrinos de Persia, de la China, de la India. Moscou es actualmente una feria de abigarrados trajes indígenas y de lenguas esotéricas. La celebridad de Oswald Spengler, de Charles Maurras o del general Primo de Rivera no es sino una celebridad occidental. La celebridad de Lenin, en tanto, es una celebridad unánimemente mundial. El nombre de Lenin ha penetrado en tierra afgana, siria, árabe. Y ha adquirido timbres mitológicos.
Quienes han asistido a asambleas, mítines, comicios, en los cuales ha hablado Lenin, cuentan la religiosidad, el fervor, la pasión que suscita el leader ruso. Cuando Lenin se alza para hablar, se suceden ovaciones febriles, espasmódicas, frenéticas. Las gentes vitorean, gritan, sollozan.
Pero Lenin no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno. W. T. Goode, en el “Manchester Guardian”, lo ha retratado así: “Lenin es un hombre de estatura media, de cincuenta años en apariencia, bien proporcionado. A la primera mirada, los lineamientos recuerdan un poco el tipo chino; y los cabellos y la barba en punta tienen un tinte rojizo oscuro. La cabeza bien poblada de cabellos y la frente espaciosa y bien modelada. Los ojos y la expresión son netamente simpáticos. Habla con claridad y con voz bien modulada: en todo nuestro coloquio no ha tenido nunca un momento de agitación. La única neta impresión que me ha dejado es la de una inteligencia clara y fría. La de un hombre plenamente dueño de sí mismo y de su argumentación que se expresa con una lucidez extraordinariamente sugestiva”. Arthur Ransome, también en el “Manchester Guardian”, ha dado estos datos físicos y psicológicos del caudillo bolchevique: “Lenin me pareció un hombre feliz. Volviendo del Kremlin a mi alojamiento, me preguntaba yo qué hombre de su calibre tiene un temperamento alegre como el suyo. No encontré ninguno. Aquel hombre calvo, arrugado, que voltea su silla de aquí a allá, riendo ora de una cosa, ora de otra, pronto en todo momento a dar un consejo serio a quien lo interrumpa para pedírselo, -consejo bien razonado que resulta más imperioso que cualquier orden- respira alegría: cada arruga suya ha sido trazada por la risa, no por la preocupación”. Este retrato de un periodista británico, circunspecto y anastigmático como un objetivo Zeiss, nos ofrece un Lenin, sana y contagiosamente jocundo y plácido, muy disímil del Lenin hosco, feroz y ceñudo de tantas fotografías. Ni taciturno, ni alucinado, ni místico, Lenin es, pues, un individuo normal, equilibrado, expansivo. Es, además, un hombre bien abastecido de experiencia y saturado de modernidad. Su cultura es occidental; su inteligencia es europea. Lenin ha residido en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, en Suiza. Su orientación no es empírica ni utopista sino materialista y científica, Lenin cree que la ciencia resolverá los problemas técnicos de la organización socialista. Proyecta la electrificación de Rusia. Bertrand Russell, que califica de ideológico este plan, juzga a Lenin un hombre genial.
La vida de Lenin ha sido la de un agitador. Lenin nació socialista. Nació revolucionario. Proveniente de una familia burguesa, Lenin se entregó, sin embargo, desde su juventud, al socialismo y a la revolución. Lenin es un antiguo leader, no solo del socialismo ruso, sino del socialismo internacional. La Segunda Internacional, en el congreso de Stuttgart de 1907, votó esta moción suya y de Rosa Luxemburgo: “En el caso de que estalle una guerra europea, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política que la guerra provoque para sacudir al pueblo y acelerar la caída del régimen capitalista”. Esta declaración contenía el germen de la revolución rusa y de la Tercera Internacional. Fiel a ella, Lenin explotó las consecuencias de la guerra para conducir a Rusia a la revolución. Timoneada por Lenin, la revolución rusa arribará en noviembre a su sexto aniversario. La táctica diestra y cauta de Lenin ha evitado los arrecifes, las minas y los temporales de la travesía. Lenin es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia. La necesidad de defender la revolución lo ha obligado a algunas transacciones, a algunos compromisos. Sobre él pesa la responsabilidad de un generalísimo de millones de soldados que, mediante retiradas, fintas y maniobras oportunas, debe preservar a su ejército de una acción imprudente. La historia rusa de estos seis años es un testimonio de su capacidad de estratega y de conductor de muchedumbres y de pueblos. Lenin no es un ideólogo sino un realizador. El ideólogo, el creador de una doctrina carece, generalmente, de sagacidad, de perspicacia y de elásticidad para realizarla. Toda doctrina tiene; por eso, sus teóricos y sus políticos. Lenin es un político; no es un teórico. Su obra de pensador es una obra polémica. Lenin ha escrito muchos libros y, con frecuencia, interrumpe fugazmente su actividad de presidente del soviet de comisarios del pueblo, para reaparecer en su tribuna de periodista de “Pravda” o “Izvestia”. Pero el libro, el discurso, el artículo no son para él sino instrumentos de propaganda, de ofensiva, de lucha. Su temperamento polémico es característica y típicamente ruso. Lenin es agresivo, áspero, rudo, tundente, desprovisto de cortesía y de eufemismo. Su dialéctica es una dialéctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario. Lenin ha sostenido un duelo resonante con los teóricos de la Segunda Internacional: Kaustky, Bauer, Turati. La argumentación de estos ha sido más erudita, más literaria, más elocuente. Pero la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante. Lenin es el caudillo de la Tercera Internacional. El socialismo, como se sabe, está dividido en dos grupos: Tercera Internacional y Segunda Internacional. Internacional bolchevique y revolucionaria e Internacional menchevique y reformista. La doctrina de una y otra rama es el marxismo. Su divergencia, su disentimiento, no son, pues, de orden programático sino de orden táctico. Algunos atribuyen al bolchevismo una idea mesiánica, milagrista, taumatúrgica de la revolución. Creen que el bolchevismo aspira a una transformación instantánea, violenta, súbita del orden social. Pero bolchevismo y menchevismo son gradualistas. Solo que el bolchevismo es gradualista revolucionariamente y el menchevismo es gradualista reformísticamente. El bolchevismo sostiene que no es posible utilizar la máquina actual del Estado pasable sustituirla con una máquina adecuada; que el Estado proletario, distinto del Estado burgués en sus funciones, tiene que ser también distinto en su arquitectura. El tipo de Estado proletario creado por los bolcheviques es el Estado sovietal. La República de los Soviets es la federación de todos los soviets locales. El soviet local es la asociación de obreros, empleados y campesinos de una comuna. En el régimen de los soviets no hay dualidad de poderes. Los soviets son, al mismo tiempo, un cuerpo administrativo y legislativo. Y son el órgano de la dictadura del proletariado. Lenin, dice, defendiendo este régimen, que el soviet es el órgano de la democracia proletaria, tal como el parlamento es el órgano de la democracia burguesa. Así como la sociedad contemporánea y la sociedad medioeval han tenido sus formas peculiares, sus instrumentos típicos, sus instituciones características, la sociedad proletaria tiene que crear también las suyas.
Y esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores. Joseph Caillaux sostiene que es necesario “mantener asambleas parlamentarias pero no dejándoles sino derechos políticos, confiar a nuevos organismos la dirección completa del Estado económico y hacer en una palabra la síntesis de la democracia occidental y del sovietismo ruso”. La aparición del Estado bolchevique coincide, pues, con una intensa predicación anti-parlamentaria y una creciente tendencia a dar al Estado una estructura más económica que política. El parlamento, en fin, es atacado, de una parte, por la revolución, y de otra parte por la reacción. El fascismo es esencialmente antidemocrático y antiparlamentario. Mussolini conquistó el poder extra-parlamentariamente. Primo de Rivera acaba de seguir la misma vía. Los organismos de la democracia, son declarados inaparentes para la revolución y para la reacción.
Lenin y Mussolini, el caudillo de la revolución y el caudillo de la reacción, oponen una dictadura de clase a otra dictadura de clase. El choque, el conflicto entre ambas dictaduras inquieta a muchos pensadores contemporáneos. Se presiente que este choque, que este conflicto de clases reducirá a escombros la civilización y sumirá el mundo occidental en una oscura Edad Media. El Occidente se distrae de su drama con sus boxeadores, y se anestesia con sus alcaloides y su música negra. Y, en tanto, como escribía Luis Araquistaín a don Ramón del Valle Inclán en julio de 1920, “por Oriente otra vez el evangelio asoma como hace veinte siglos asomó el cristianismo”.

José Carlos Mariátegui La Chira

El directorio español

La dictadura del general Primo de Rivera es un episodio, un capítulo, un trance de la revolución española. En España existe desde hace varios años un estado revolucionario. Desde hace varios años se constata la descomposición del viejo régimen y se advierte el anquilosamiento de la burocrática y exangüe democracia nacional. El parlamento, que en pueblos que más arraigada y honda democracia conserva todavía residuos de vitalidad, hacía tiempo que en España era un órgano entorpecido, atrofiado, impotente. El proletariado, que en otros pueblos europeos no vive ausente del parlamento, en España tendía a recogerse y concentrarse agriamente bajo las banderas de un sindicalismo abstencionista y sorelliano. España era el país de la acción directa. (Un libro muy actual, aunque un poco retórico, de Ortega Gasset, “España invertebrada”, retrata nítidamente este aspecto de la crisis española.) Los partidos españoles, a causa de su superada ideología y su antigua arquitectura, creían estar situados por encima de los intereses en contraste y de las clases en guerra. Consiguientemente, sus rangos se vaciaban, se reducían. La lucha política se transformaba de lucha de partidos en lucha de categorías, de corporaciones, de sindicatos. A causa de la escisión mundial del socialismo, el partido socialista español no podía atraer a sus filas a toda la clase trabajadora. Una parte de sus adherentes lo abandonaba para constituir un partido comunista. Los sindicatos barceloneses seguían ligados a sus viejos mitos libertarios. El panorama político de España era un confuso y caótico panorama de escaramuzas entre las clases y las categorías sociales. Las asociaciones patronales de Barcelona oponían su acción directa a la acción directa de los sindicatos obreros.
Como era lógico dentro de este ambiente, en la oficialidad española se desarrolló también una acentuada consciencia gremial. Los oficiales se organizaron en sindicatos, cual los patrones y cual los obreros, para defender sus intereses de corporación y de costa. Nacieron las juntas militares. La aparición de estas juntas fue una de las expresiones históricas más peculiares de la decadencia y de la debilidad del régimen español. Esas juntas no habrían germinado nunca frente a un Estado vigoroso. Pero en un período en que todas las categorías sociales libraban sus combates y pactaban sus treguas, al margen del Estado, era fatal que la oficialidad se colocase igualmente sobre el terreno de la acción directa. Acontecía, además, que en España la oficialidad tenía típicos intereses gremiales. España es un país de industrialismo limitado, de agricultura feudal, de economía un tanto rezagada. El ejército absorbe, por esto, a un número crecido de nobles y burgueses. Esta razón económica engendra una hipertrofia de la burocracia militar. El número de oficiales españoles es de veinticinco mil. Se calcula que existe un oficial por cada trece soldados. El sostenimiento de la numerosa burocracia militar, ocupada principalmente en la guerra marroquí, es una pesada carga fiscal. Los estadistas miraban en este pliego del presupuesto un gasto excesivo y desproporcionado a la capacidad económica del Estado español. Y esto estimulaba e incitaba a los oficiales a sindicarse y mancomunarse vigilante y estrechamente.
La historia de las juntas militares es la historia de la dictadura de Primo de Rivera. Las juntas militares no brotaron de la aspiración de conquistar el poder; pero si de la intención de rebelarse contra él si un acto suyo atacaba un interés corporativo de la oficialidad. Las juntas trajeron abajo varios ministerios. El gobierno español, desprovisto de autoridad para disolverlas, tenía que capitular ante ellas. Más de un decreto gubernamental, amparado por la regia firma, fue vetado y repudiado por las juntas que insurgían así contra el Estado y la dinastía. La continua capitulación del Estado, cada vez más flaco y anémico, generó en las juntas la voluntad de enseñorearse de él. El poder civil o las juntas militares debían, por tanto sucumbir. Contra el poder civil conspiraba su falta de vitalidad que se traducía en falta de sugestión y de ascendiente sobre la muchedumbre. En favor de las juntas militares obraba, en cambio, la desorientación mental de la clase media invenciblemente propensa a simpatizar con una insurrección que barriese del gobierno a la desacreditada y desvalorizada burocracia política. Las viejas y arterioesclerosas facciones liberales y conservadoras se alternaban en el gobierno cada vez más acosadas y presionadas por la ofensiva sorda o clamorosa de las juntas. Así llegó España al gobierno liberal de García Prieto. Ese gobierno representaba toda la gama liberal. Se apoyaba sobre una coalición parlamentaria en la cual se aglutinaban íntegramente las izquierdas dinásticas: García Prieto y Romanones, Alba y Melquiades Alvarez. Significaba una tentativa solidaria del liberalismo y del reformismo por revalorizar el parlamento y galvanizar el régimen. Era, históricamente, la última carta de la democracia hispana. El régimen parlamentario, mal aclimatado en tierra española, había llegado a una etapa decisiva de su crisis, a un instante agudo de su descomposición. El pronunciamiento militar, en incubación desde el nacimiento de las juntas, encontró en esta situación sus estímulos y su motor.
¿Cuál es la semejanza, cuál es el parentesco entre la marcha a Roma del fascismo y la marcha a Madrid del general Primo de Rivera? Externamente, ambos movimientos son disímiles. Los fascistas se apoderaron del poder después de cuatro años de tundentes campañas de prensa, de alalás y de aceite de ricino. Las juntas militares han arribado al gobierno repentinamente, en virtud de un pronunciamiento. Su actividad no estaba públicamente dirigida a la asunción del poder. Pero toda esta diferencia es formal y adjetiva. Está en la superficie; no en la entraña. Está en el cómo; no en el porqué. Sustancialmente, espiritualmente, el fenómeno de fuerza que desgarran la democracia para resistir más ágilmente el ataque de la revolución. Son la contraofensiva violenta y marcial de la idea conservadora que responde a la ofensiva tempestuosa de la idea revolucionaria. La democracia no se halla en crisis únicamente en España. Se halla en crisis en Europa y en el mundo.
La clase dominante no se siente ya suficientemente defendida por sus instituciones. El parlamento y el sufragio universal le estorban. Clemenceau ha definido así la posición de la clase conservadora ante la clase revolucionaria: “Entre ellos y nosotros es una cuestión de fuerza”.
Algunos cronistas localizan la revolución española en la inauguración de la dictadura militar de Primo de Rivera. Ahora bien. Este régimen representa una insurrección, un pronunciamiento, un “putsch”. Es un fenómeno reaccionario. No es la revolución sino su antítesis. Es la contrarrevolución. Es la reacción, que, en todos los pueblos, se organiza al son de una música demagógica y subversiva. (Los fascistas bávaros se titulan “socialistas nacionales”. El fascismo usó abundantemente, durante su “trainning” tumultuario, una prosa anticapitalista, anticlerical y aún antidinástica.)
La buena fe de las muchedumbres reaccionaria es indiscutible. Los propios condotieros de la contrarrevolución no son siempre protagonistas conscientes de ella. Sus faustores, sus prosélitos, creen honestamente que su gesta es renovadora, revolucionaria. No perciben que la clase conservadora se adueña de su movimiento. En España es un dato histórico muy claro la adhesión dada al directorio por la extrema derecha. La insurrección de noviembre ha reflotado a las más olvidadas y arcaicas figuras de la política española; a los polvorientos y medioevales hierofantes del jaimismo. En los somatenes se han enrolado entusiastas los marqueses y los condes y otros desocupados de la aristocracia. Toda la extrema derecha siente su consanguineidad con el directorio. Otras facciones conservadoras se irán fusionando poco a poco con la facción militar. Maura, La Cierva no tardarán tal vez en aprovechar la coyuntura de exhumar su ideología arqueológica.
Pasemos a otro tópico. Examinemos la capacidad del directorio para reorganizar la política y la económica españolas. Primo de Rivera ha pedido modestamente tres meses para encarrilar a España hacia la felicidad. Los tres meses van a vencerse. El directorio no ha anotado hasta ahora en su activo sino algunas medidas disciplinarias y correccionales. Ha mandado a la cárcel a varios alcaldes deshonestos; ha podado ligeramente algunas ramas de árbol burocrático; ha reclamado implacable la observancia puntual de los horarios de los ministerios. Pero los grandes problemas de España están intactos. Veamos, por ejemplo, la posición del directorio ante dos cuestiones urgentes: la guerra marroquí y el déficit fiscal.
España quiere la liquidación de la aventura bélica de Marruecos. Pero el ejército español, naturalmente, no es de la misma opinión. El abandono de Marruecos traería crisis de desocupación militar. El directorio, que es una emanación de las juntas militares, no puede, pues renunciar a la guerra de Marruecos. La psicología de todo gobierno militar es, de otro lado, una psicología conquistadora y guerrera. España e Italia acaban de tener un diálogo sintomáticamente imperialista. Han considerado la necesidad de desenvolver juntas una política que acrescente su influencia moral y económica en América. Esta tendencia, discreta y moderada hoy, crecerá mañana en otras direcciones. España sentirá la nostalgia de su antiguo rango en la política europea. Y entonces consideraciones de prestigio internacional se opondrán más que nunca al abandono de Marruecos.
El problema financiero es solidario del problema de Marruecos. El déficit español ascendió en el último ejercicio a mil millones de pesetas. Ese déficit proviene principalmente de los gastos bélicos. Por consiguiente, si la guerra continúa, continuará el déficit. ¿De donde va a extraer el directorio recursos extraordinarios? La industria española, malgrado el proteccionismo de las tarifas, es una industria embrionaria y lánguida. La balanza comercial de España está gravemente desequilibrada. Las importaciones, son exorbitantemente superiores a las exportaciones. La peseta anda mal cotizada ¿Cómo van a resolver estos problemas complejamente técnicos los generales del directorio y sus oráculos jaimistas? La puntualidad en las oficinas y la punición de los funcionarios prevaricadores no bastan para conferir autoridad y capacidad a un gobierno.
El insulso y sandio José María Salaverría anuncia que la insurrección de setiembre ha sido festejada por toda la prensa de Londres, de París, de Berlín, etc. Salaverría, probablemente, no está enterado sino de la existencia de la prensa reaccionaria. Y la prensa reaccionaria, lógicamente, se ha regocijado del putsch de Primo de Rivera. No en vano la reacción es un fenómeno mundial. Pero aún se edita en Londres, París, Berlín, etc., prensa revolucionaria y prensa democrática. Y así, ante la dictadura de Primo de Rivera, mientras “L’Action Francaise” exulta, el “Berliner Tageblatt” se consterna. Un órgano sagaz de la plutocracia italiana “Il Corriere delle Sera”, ha publicado varios artículos de Filippo Saschi tan adversos al directorio que ha sido advertido por los fascistas milaneses con la colocación de un petardo en su imprenta de que no debe perseverar en esa actitud.
El fascismo saluda con sus alalás a los somatenes. León Daudet, Charles Maurras, Hittler, Luddendorff, Horthy miran con ternura la reacción española. Pero Lloyd George, Nitti, Paul Boncour, Teodoro Wolf, los políticos y los fautores de la democracia y del reformismo, la consideran una escena, un sector, un episodio de la tragedia de Europa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Navidad en nuestra época

Aunque la humanidad se internacionaliza, rápidamente, no existe todavía un día de fiesta universal. Navidad es una fiesta del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, consiguientemente, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo tiene así alguna chance de universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Es una fiesta de los pueblos de religión cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre lo europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tienen en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales son sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están destinadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política, que conmemoran. En Francia, por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios y adherentes de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarios con el 9 de noviembre.
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna a todos los miembros de una familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite efectuar cómodamente estos viajes.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean en la noche del veinticuatro a sus casas distantes para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad, por su carácter, no es consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. Los bazares y las tiendas rebosan de compradores el veinticuatro de diciembre. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates pletóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de Navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de noche buena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman la clientela de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños pobres, de los niños se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los niños desvalidos.
En Francia, Noel “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon” la noche buena, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”, juguetes, dulces, etc. Esta costumbre es francesa y española.
En Alemania, no hay familia que no prepara su árbol de Navidad. El Weihnachtsbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado con estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weihnachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa donde la pintoresca cena está dispuesta. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de Weinachtlieder, tradicionales son excepcionalmente bellos.
Y así, en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nueva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad o de un barbudo Noel de dulce cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisionomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, mas una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una Navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la emoción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y felices.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Grecia, república

¿Cómo ha llegado Grecia al umbral del régimen republicano? La guerra mundial precipitó la decadencia de la monarquía helénica. El Rey Constantino vivía bajo la influencia alemana. Su actitud ante la guerra estuvo ligada a esta influencia. La suerte de su dinastía se solidarizó así con la suerte militar de Alemania. La derrota de Alemania, que causó la condena inmediata de las monarquías responsables de los Hohen-zollern y los Hapsburgo, socavó mortalmente a las monarquías mancomunadas o comprometidas con ellas. Sucesivamente, se han desplomado, por eso, las dinastías turca y griega. La dinastía búlgara anda tambaleante. Grecia no pudo como Bulgaria y como Turquía entrar en la guerra al lado de Alemania y Austria. Existía en Grecia una densa y caudalosa corriente aliadófila. Venizelos, perspicaz y avisado, presentía la victoria de los aliados. Y veía que a ella estaba vinculada su fortuna política. Pugnaba, pues, por desviar a Grecia de Alemania y por empujarla al séquito de la Entente. La Entente, impaciente, intervino sin ningún recato en la política griega a favor del bando yenizelista. Grecia fue marcialmente constreñida por la Entente a desembarazarse del Rey Constantino y a adherirse a la causa aliada. El sector republicano quiso aprovechar la ocasión para desalojar definitivamente de Grecia a la monarquía. La Entente agitaba demagógicamente a los pueblos contra Alemania en nombre de la Democracia y de la Libertad. Pero no le pareció prudente consentir la defunción definitiva de una dinastía. El radicalismo griego fue inducido, a aceptar la subsistencia del régimen monárquico. El príncipe heredero de Grecia no era persona grata a los aliados. Se colocó, por esto, la corona sobre la cabeza de otro hijo de Constantino que se avino a reinar con Venizelos y para la Entente. Grecia, timoneada por Venizelos, se incorporó, finalmente, en los rangos aliados.
Pero los métodos usados por la Entente en Grecia habían sido demasiado duros. Y habían perjudicado políticamente al partido aliadófilo. El pueblo griego se había sentido, tratado como una colonia por los representantes de la Entente. La altanería y la acritud de la coacción aliada habían engendrado una reacción del ánimo griego. Ganada la guerra, Grecia tuvo, gracias a Venizelos, una gruesa participación en el botín de la victoria. La Entente, obedeciendo las sugestiones de Inglaterra, impuso a Turquía en Sevres un tratado de paz que la expoliaba y desvalijaba en beneficio de Grecia. Grecia recibía, en virtud de ese tratado, varios valiosos presentes territoriales. El tratado le daba Smirna y otros territorios en el Asia Menor. Fue ese un período de fáciles éxitos de la política internacional de Venizelos. Sin embargo, el gobierno de Venizelos no consiguió consolidarse a la sombra de esos éxitos. La oposición a Venizelos aumentaba día a día. Venizelos recurría a la fuerza para sostenerse. Los leaders constantinistas fueron expulsados o encarcelado. Los leaders socialistas y sindicales se atrajeron, a causa de su propaganda pacifista, las mismas o peores persecuciones. Los venizelistas asaltaron y destruyeron las oficinas del diario socialista “Rizospastis”.
Esta política venizelista arrojó a Italia a gran número de personajes griegos. Gounaris, por ejemplo, se refugió en Italia. Y en Italia, en el verano de 1920, trabé amistad con uno de sus mayores tenientes el ex-ministro Aristides Protopadakis, sensacionalmente fusilado dos años después, junto con Gounaris y otros cuatro ministros del Rey Constantino, bajo el régimen militar de Plastiras y Gonatas. Protopadakis y su familia veraneaban en Vallombrosa en el mismo hotel en que veraneaba yo. Su amistad me inició en la intimidad y la trastienda de la política griega. Era Protopapadakis un viejo ingeniero, afable y cortés. Un hombre “ancien regime” de mentalidad política ascendradamente conservadora y burguesa; pero de una bonhomía y una mundanidad atrayentes y risueñas. Juntos discurrimos muchas veces bajo la fronda de los abetos de Vallombrosa. Casi juntos abandonamos Vallombrosa y nos trasladamos a Florencia, él para marchar a Berlín, yo para explorar curiosa y detenidamente la ciudad de Giovanni Papini. Protopadakis preveía la pronta caída de Venizelos. Temeroso a su resultado, Venizelos venía aplazando la convocatoria a elecciones políticas. Pero tenía que arrostrarla de grado o de fuerza. Hacía cinco años que no se renovaba el parlamento griego. Las elecciones no podrían ser diferidas indefinidamente. Y su realización tendría que traer aparejada la caída del gobierno venizelista.
Así fue efectivamente. La previsión de Protopadakis se cumplió con rapidez. Venizelos no quiso ni pudo postergar la convocatoria por más tiempo. Y en noviembre de 1920 se efectuaron las elecciones. Aparentemente la coyuntura era propicia para el leader griego. Su ideal de reconstruir una gran Grecia parecía en marcha. Pero el pueblo griego, disgustado y fatigado por la guerra, tendía a una política de paz. Adivinaba probablemente la imposibilidad de que Grecia se asimilase todas las poblaciones y los territorios que el tratado de Sevres le asignaba. El engrandecimiento territorial de Grecia era un engrandecimiento artificial. Constituía una aventura grávida de peligros y de incertidumbres. Turquía, en vez de someterse pasivamente al tratado de Sevres, lo desconocía y lo repudiaba. La firma del gobierno de Constantinopla era una firma sin autoridad y sin validez. Acaudillado por Mustafá Kemal, el pueblo turco se disponía a oponerse con todas sus fuerzas a la vejatoria paz de Sevres. Smirna se convertía en un bocado excesivo para la capacidad digestiva de Grecia. El regreso del Rey Constantino significaba para el pueblo griego, en esa situación, el regreso a una política de paz. El Rey Constantino simbolizaba, sobre todo, la condenación de una política de servidumbre a los aliados. Estas circunstancias decretaron la derrota electoral de Venizelos. Y dieron la victoria a los constantinistas. El rey Constantino volvió a ocupar su trono. Venizelos fue desalojado del poder por Gounaris.
Mas el rey Constantino y sus consejeros no eran dueños de adoptar una orientación internacional nueva. Vencida Alemania, destruida la Triple Alianza, todas las pequeñas potencias europeas tenían que caer en el campo de gravitación de las potencias aliadas. Grecia era, en virtud de los compromisos aceptados y suscritos por Venizelos, un peón de Inglaterra en el tablero de la política oriental. El rey Constantino heredó, por consiguiente, todas las responsabilidades y obligaciones de Venizelos. Y su política no pudo ser una política de paz. Grecia continuó, bajo el rey Constantino y Gounaris, su aventura bélica contra Turquía.
La historia de esta aventura es conocida. Mustafá Kemal organizó vigorosamente la resistencia turca. Varios hechos lo auxiliaron y sostuvieron. Rusia se esforzaba en rebelar contra el capitalismo británico a los pueblos orientales. Francia tenía intereses diferentes de los de Inglaterra en el Asia Menor. Italia estaba celosa del crecimiento territorial y político de Grecia. El gobierno ruso estimulaba francamente a la lucha al gobierno de Mustafá Kemal. París y Roma coqueteaban con Angora. Todas, estas simpatías ayudaron a Mustafá Kemal a arrojar a las tropas griegas, minadas por el descontento, de las tierras de Asia Menor.
El desastre militar excitó el humor revolucionario que desde hacía tiempo se propagaba en Grecia. Una insurrección militar, dirigida por Plastiras y Gómalas, expulsó del poder al partido de Constantino y Gounaris. El Rey Constantino tuvo que retirarse de Grecia. Y esta vez para siempre. Un tribunal militar, acremente revolucionario, condenó a muerte a Gounaris, Protopadakis y cuatro ministros más. La ejecución siguió a la sentencia. El proceso revolucionario de Turquía se apresuró con estos acontecimientos. Más tarde, murió el rey Constantino y la dinastía quedó sin cabeza. La posición del hijo de Constantino se tornó cada vez más débil.
Presenciamos hoy el último episodio de la decadencia de la monarquía griega. El rey Jorge y su consorte han sido expulsados de Grecia. En el nuevo parlamento griego prevalece la tendencia a reemplazar la monarquía con la república. Grecia, pues, tendrá pronto una nueva carta constitucional que será una carta republicana. Los venizelistas, reforzados y reorganizados, llaman a Grecia a su viejo leader. Venizelos, oportunista y redomado, colaborará en la organización republicana de Grecia. Pero el proceso revolucionario de Grecia no se detendrá ahí. La revolución no sólo fermenta en Grecia. Fermenta en toda Europa, fermenta en todo el mundo. Su manifestación, su intensidad, sus síntomas varían según los climas y las latitudes políticas. Pero una sola es su raíz, una sola en su esencia y una sola es su historia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución y la reacción en Bulgaria

Bulgaria es el país más conflagrado de los Balkanes. La derrota ha sido en Europa un poderoso agente revolucionario. En toda Europa existe actualmente un estado revolucionario; pero es en los países vencidos donde ese estado revolucionario tiene un grado más intenso de desarrollo y fermentación. Los Balkanes son una prueba de tal fenómeno político. Mientras en Rumania y Serbia, engrandecidas territorialmente, el viejo régimen cuenta con numerosos sostenes, en Bulgaria reposa sobre bases cada día más minadas, exiguas e inciertas.
El Zar Fernando de Bulgaria fue, más acentuadamente que el Rey Constantino de Grecia, un cliente de los Hohenzollern y de los Hapsburgo. El Rey Constantino se limitó a la defensa de la neutralidad de Grecia. El Zar Fernando condujo a su pueblo a la intervención a favor de los imperios centrales. Se adhirió, y se asoció plenamente a la causa alemana. Esta política, en Bulgaria, como en Grecia, originó la destitución del monarca germanófilo y aceleró la decadencia de su dinastía. Fernando de Bulgaria es hoy un monarca desocupado, un zar “chomeur”. El trono de su sucesor Boris, desprovisto de toda autoridad, ha estado a punto, en setiembre último, de ser barrido por el oleaje revolucionario.
En Bulgaria, más agudamente aún que en Grecia, la crisis no es de gobierno sino de régimen. No es una crisis de la dinastía sino del Estado. Stamboulinski, derrocado y asesinado por la insurrección de junio, que instaló en el poder a Zankov y su coalición, presidía un gobierno de extensas raíces sociales. Era el leader de la Unión Agraria, partido en el cual se confundían terratenientes y campesinos pobres. Representaba en Bulgaria ese movimiento campesino que tan trascendente y vigorosa fisonomía tiene en toda la Europa Central. En un país agrícola como Bulgaria la Unión Agraria constituía, naturalmente, el más sólido y numeroso sector político y social. Los socialistas de izquierda, a causa de su política pacifista, se habían atraído un vasto proselitismo popular. Habían formado un fuerte partido comunista, adherente ortodoxo de la Tercera Internacional, seguido por la mayoría del proletariado urbano y algunos núcleos rurales. Pero las masas campesinas se agrupaban, en su mayor parte, en los rangos del partido agrario. Stamboulinsky ejercitaba sobre ellas una gran sugestión. Su gobierno era, por tanto, inmensamente popular en el campo. En las elecciones de noviembre de 1922, Stamboulinsky obtuvo una estruendosa victoria. La burguesía y la pequeña burguesía urbanas, representadas por las facciones coaligadas actualmente alrededor de Zankov, fueron batidas sensacionalmente. A favor de los agrarios y de los comunistas votó el setentaicinco por ciento de los electores.
Más, empezó entonces a incubarse el golpe de mano de Zankov, estimulado por la lección del fascismo que enseñó a todos los partidos reaccionarios a conquistar el poder insurreccionalmente. Stamboulinsky había perseguido y hostilizado a los comunistas. Había enemistado con su gobierno a los trabajadores urbanos. Y no había, en tanto, desarmado a la burguesía urbana que acechaba la ocasión de atacarlo y derribarlo
Estas circunstancias prepararon el triunfo de la coalición que gobierna presentemente Bulgaria. Derrocado y muerto Stamboulinsky, las masas rurales se encontraron sin nudillo y sin programa. Su fe en el estado mayor de la Unión Agraria estaba quebrantada y debilitada. Su aproximación al comunismo se iniciaba apenas. Además, los comunistas, paralizados por su enojo contra Tamboulinsky, no supieron reaccionar inmediatamente contra el golpe de Estado. Zankov consiguió así dispersar a las bandas campesinas de Stamboulinsky y afirmarse en el poder.
Pronto, sin embargo, comenzaron a entenderse y concertarse los comunistas y los agrarios y a amenazar la estabilidad del nuevo gobierno. Los comunistas se entregaron a un activo trabajo de organización revolucionaria que halló entusiasta apoyo en las masas aldeanas. La elección de una nueva cámara se acercaba. Esta elección significaba para los comunistas una gran ocasión de agitación y propaganda. El gobierno de Zankov se sintió gravemente amenazado por la ofensiva revolucionaria y se resolvió a echar mano de recursos marciales y extremos contra los comunistas. Varios leaders del comunismo, Kolarov entre ellos, fueron apresados. Las autoridades anunciaron el descubrimiento de una conspiración comunista y el propósito gubernamental de reprimirla severamente. Se inauguró un período de persecución del comunismo. A estas medidas respondieron espontáneamente las masas trabajadoras y campesinas con violentas protestas. Las masas manifestaron una resuelta voluntad de combate. El Partido Comunista y la Unión Agraria pensaron que era indispensable empeñar una batalla decisiva. Y se colocaron a la cabeza de la insurrección campesina. La lucha armada entre el gobierno y los comunistas duró varios días. Hubo un instante en que los revolucionarios dominaron una gran parte del territorio búlgaro. La república fue proclamada en innumerables localidades rurales. Pero, finalmente, la revolución resultó vencida. El gobierno, dueño del control de las ciudades, reclutó en la burguesía y en la clase media urbanas legiones de voluntarios bien armados y abastecidos. Movilizó contra los revolucionarios al ejército del general ruso Wrangel asilado en Bulgaria desde que fue derrotado y expulsado de Rusia por los bolcheviques, usó también contra la revolución a varias tropas macedonias. Favoreció su victoria, sobre todo, la circunstancia de que la insurrección, propagada principalmente en el campo, tuvo escaso éxito urbano. Los revolucionarios no pudieron, por esto, proveerse de armas y municiones. No dispusieron sino del escaso parque colectado en el campo y en las aldeas.
Ahogada la insurrección, el gobierno reaccionario de Zankov ha encarcelado a innumerables militantes del comunismo y de la Unión Agraria. Millares de comunistas se han visto obligados a refugiarse en los países limítrofes para escapar a la represión. Kolarov y Dimitrov se han asilado en territorio yugoeslavo.
Dentro de esta situación, se han efectuado en noviembre último, las elecciones. Sus resultados han sido, por supuesto, favorables a la coalición acaudillada por Zankov. Los agrarios y los comunistas, procesados y perseguidos, no han podido acudir organizada y numerosamente a la votación. Sin embargo, veintiocho agrarios y nueve comunistas han sido elegidos diputados. Y en Sofía, malgrado la intensidad de la persecución, los comunistas han alcanzado varios millares de sufragios.
Los resultados de las elecciones no resuelven, por supuesto, ni aún parcialmente la crisis política búlgara. Las facciones revolucionarias han sufrido una cruenta y dolorosa derrota, pero no han capitulado. Los comunistas invitan a las masas rurales y urbanas a concentrarse en torno de un programa común. Propugnan ardorosamente la constitución de un gobierno obrero y campesino. La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta. (En estos tiempos, el parlamento no conserva alguna vitalidad sino en los países, como Inglaterra y Alemania, de arraigada y profunda democracia. En las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada.)
Y en Bulgaria, como en el resto de Europa, la reacción no elimina ni debilita, mayor factor revolucionario: el malestar económico y social. El gobierno de Zankov del cual acaba de separarse un grupo de derecha, los liberales nacionales, subordina su política a los intereses de la burguesía urbana. Y bien. Esta política no cura ni mejora las heridas abiertas por la guerra en la economía búlgara. Deja intactas las causas de descontento y de mal humor.
Se constata en Bulgaria, como en las demás naciones de Europa, la impotencia técnica de la reacción para resolver los problemas de la paz. La reacción consigue exterminar a muchos fautores de la revolución, establecer regímenes de fuerza, abolir la autoridad del parlamento. Pero no consigue normalizar el cambio, equilibrar los presupuestos, disminuir los tributos ni aumentar las exportaciones. Antes bien produce, fatalmente, un agravamiento de los problemas económicos que estimulan y excitan la revolución.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones italianas y la decadencia del liberalismo

La hora es de fiesta para los fautores y admiradores de Mussolini y las “camisas negras”. Los filofascistas de todos los climas y todas las latitudes recogen, exultantes, los ecos fragmentarios de las elecciones italianas que, exultante también, les trae el cable. Aclaman estruendosa y delirantemente la victoria del fascismo. El júbilo de los reaccionarios es natural y es lícito. No hay interés en contrastarlo. No hay interés en remarcarlo siquiera. Pero ocurre que en este coro filofascista se mezclan y confunden con los secuaces de la reacción muchos adherentes de la democracia. Una buena parte del centro se asocia al regocijo de la derecha. Y esta actitud sí es acreedora de atención y estudio. Sus raíces y sus orígenes son muy interesantes.

El liberalismo y la democracia han renegado, ante el fascismo, su teoría y su praxis. Su capitulación ha sido plena. Su apostasía ha sido total. El liberalismo y la democracia se han dejado desalojar, dominar y absorber por el fascismo. El fascismo, en sus métodos, en su programa y en su función, es esencialmente anti-democrático. Los extremistas del fascismo propugnan abiertamente el absolutismo y la dictadura. Mussolini se ha apoderado del poder mediante la violencia y ha anunciado su intención de conservarlo sin cuidarse de la voluntad del parlamento ni del sufragio. Y los partidos de la democracia, sin embargo, no le han negado ni le han regateado casi su adhesión. Se han entregado incondicional y rendidamente al dictador. La mayoría de la cámara extinta era liberal-democrática. Mussolini la tuvo, no obstante esto, a sus órdenes. Consiguió de ella los poderes extraordinarios que necesitaba para gobernar dictatorialmente, la sanción de los desmanes y desbordes de su política represora y reaccionaria y una ley electoral adecuada a la formación de un parlamento fascista. Y obtuvo del liberalismo y de la democracia la misma obediencia en todas partes. La prensa liberal, seducida o asustada por los fascistas, cayó, poco a poco, en la más categórica retractación de su ideario. Apenas si el “Corriere della Sera” de Milán, el “Mondo” de Roma y algún otro órgano del liberalismo opusieron alguna resistencia al régimen fascista.
La actitud de los liberales y demócratas de fuera de Italia coincide, pues, con la de los liberales y demócratas de dentro. El liberalismo y la democracia tienen el mismo gesto ante la fuerza y el bastón fascistas, tanto si sufren como si no sufren la coacción de sus amenazas y de sus golpes.

Las elecciones italianas, en verdad, significan, más que una derrota de la revolución, una derrota del liberalismo y la democracia. Constituyen una fecha de su decadencia, un instante de su tramonto. Marcan una rendición explícita de los liberales italianos al fascismo. Los partidos liberal-democráticos han concurrido a estas elecciones uncidos mansa y resignadamente al carro de la dictadura fascista. Orlando, después de algunas coqueterías y reservas, ha figurado en la lista de candidatos ministeriales. Una parte de los demócratas cristianos ha desertado de las filas de don Sturzo para enrolarse en las de Mussolini. Giolitti, con su solícita astucia, ha querido diferenciar su candidatura de las del fascismo, presentándose con sus amigos piamonteses en una lista independiente; pero ha hecho previas protestas de su confianza en el régimen fascista. La oposición liberal ha estado representada únicamente por Bonomi, leader de un pequeño grupo reformista y Amendola, uno de los tenientes de Nitti. Nitti se ha abstenido de intervenir en las elecciones.

La victoria fascista, aparece, pues, en primer lugar, como una consecuencia de la descomposición y la abdicación del liberalismo. Los liberales italianos no solo no han sabido ni han querido distinguirse en las elecciones de los fascistas sino que, como estos, se han uniformado de “camisa negra”. Su proselitismo, por consiguiente, se ha desbandado o se ha confundido con el del régimen fascista. La mayoría de aquellos electores antiguos y habituales clientes de la democracia se ha sentido inclinada a dar su voto al fascismo. El liberalismo se ha presentado esta vez a sus ojos como una doctrina exangüe, superada, vacilante.
Pero este no ha sido sino uno de los elementos de la victoria fascista. Otro elemento principal ha sido la nueva ley de elecciones. Las elecciones de 1919 y 1921 se efectuaron en Italia conforme al régimen proporcional. Este régimen asegura a cada partido en el parlamento una posición que refleja matemáticamente su posición en la masa electora. El fascismo lo consideró contrario a sus intereses. Y, en la nueva ley electoral, tornó Italia al antiguo sistema, que garantiza a la mayoría un predominio aplastante en el parlamento.

Las elecciones, además, se han realizado dentro de un ambiente preparado por varios años de coacción y de violencia. Antes de la “marcha a Roma” los fascistas destruyeron una gran parte de las cooperativas, periódicos, sindicatos y demás instrumentos de propaganda socialista. Inaugurada su dictadura, usaron y abusaron de todos los resortes del poder para sofocar esa propaganda. El fascismo, por ejemplo, ha puesto la libertad de la prensa en manos de sus prefectos. La libertad de opinión en general ha tenido los límites que le han fijado el bastón y el aceite de ricino abundantemente empleados por los fascistas contra sus adversarios. Mientras el fascismo ha movilizado para estas elecciones todas sus fuerzas legales y extra-legales, la oposición casi no ha dispuesto de medios de organización ni de propaganda.

Por consiguiente, tiene mucho valor el hecho de que, en este período de retirada y retroceso revolucionarios, los socialistas hayan conquistado sesentaicinco asientos en la cámara. (Veintiseis asientos han sido ganados por los socialistas unitarios, veintidós por los socialistas maximalistas y dieciseite por los comunistas.) Los tres partidos socialistas han alcanzado, en total, un millón cien mil votos. Trescientos mil de estos votos pertenecen a los comunistas que en la nueva cámara tienen uno o dos puestos más que en la vieja. Más disminuida que la representación socialista ha salido la representación católica. Los socialistas, en conjunto, eran 136 en la cámara vieja; son 65 en la cámara nueva. Los católicos eran 109 en la cámara vieja; en la cámara nueva no son sino 39. Y los grupos liberales-democráticos no incorporados en el bloque ministerial han conquistado una representación menor todavía. Además, tanto estos grupos como la democracia cristiana de don Sturzo, no son verdaderos partidos de oposición. En la democracia cristiana, solo la fracción de izquierda Mauri-Miglioli tiene un tinte acentuadamente anti-fascista.

Las fuerzas de la democracia y del liberalismo italianos resultan, así, plegadas y rendidas al fascismo. Pero el fascismo se encuentra sometido al trabajo de digerirlas y asimilarlas. Y la absorción de los liberales y demócratas no es para los fascistas una función fácil ni inocua. Los fascistas, que en sus días de ardimiento demagógico, proclamaban su propósito de desalojar radicalmente del gobierno a los políticos del antiguo régimen, no se atreven ahora a prescindir de su colaboración. Acontece, a este respecto, en Italia, algo de lo que acontece en España. La dictadura ha anunciado estruendosamente, en un principio, el ostracismo, la segregación definitiva de los viejos políticos; pero ha concluido, después, por recurrir a los más fosilizados y arcaicos de ellos. Los fascistas, en las elecciones recientes, no han querido ni han podido formular una lista de candidatos neta y exclusivamente fascista. Han tenido que incluir entre sus candidatos a muchos liberales, demócratas y católicos. La lista vencedora es una lista ministerial; pero no es íntegramente una lista fascista. Ciento veinte de los cuatrocientos diputados de la mayoría fascista no están afiliados al fascismo. A todos estos diputados el fascismo les ha impuesto sus tesis reaccionarias; pero no puede incorporarlos en su cortejo sin adquirir y sin contagiarse de algunos de sus hábitos mentales. La asimilación de la burocracia liberal y democrática modificará la estructura y la actitud del fascismo. Se advierte, desde hace algún tiempo, en el fascismo, la existencia de una tendencia acentuadamente revisionista. Esta tendencia ha sido, en los primeros momentos, excomulgada por el estado mayor fascista. Pero ha aparecido tácitamente amparada por el propio Mussolini. El caso de Massimo Rocca es el incidente más notorio de este proceso revisionista, Massimo Rocca, ex-anarquista, conspicuo teniente de Mussolini, publicó algunos artículos que preconizaban la vuelta a la legalidad y condenaban la persistencia en el fascismo de un humor beligerante y demagógico. El directorio fascista censuró y expulsó del fascismo a Massimo Rocca; pero bajo la presión de Mussolini tuvo que reconsiderar su acuerdo. La tendencia revisionista, posteriormente, se ha acentuado. El fascismo tiende cada día más a adaptarse a las formas que antes quiso romper. Y si hoy exulta es, en parte, porque siente que estas elecciones legalizan, regularizan su ascensión al poder. Se habla, actualmente, de que el fascismo va cediendo el puesto al mussolinismo. Y de que el actual gobierno de Italia es más mussolinista que fascista.

Este rumbo de la política fascista era fatal. El fascismo no es una doctrina; es un movimiento. Por más esfuerzos que ha hecho, no ha conseguido trazarse un programa ni una vía netamente fascistas. No hay ni puede haber un ideario fascista. Los fascistas, naturalmente, creen que el fascismo contiene no solo una nueva concepción política sino hasta una nueva concepción filosófica. (La marcha a Roma tiene para ellos una importancia cósmica.) Mas una opinión tan autorizada para el fascismo, como la de Benedetto Croce, se ha burlado exquisitamente de esa pretensión. Interrogado por un órgano fascista “Il Corriere Italiano”, Benedetto Croce ha declarado: “En verdad, no me parece que se haya presentado hasta aquí otra cosa que algunas vagas indicaciones de designios políticos y de constituciones nuevas. Lo que existe es más bien la fórmula genérica del Estado fascista y el deseo de llenarla con un contenido adecuado. Yo he oído hablar del pensamiento nuevo, de la nueva filosofía que estaría implícitamente contenida en el fascismo, Y bien, yo he tratado, por simple curiosidad intelectual, de deducir de los actos del fascismo la filosofía o la tendencia filosófica que, según se dice, deberían encerrar; y aunque yo tengo algún hábito y alguna habilidad en estos análisis y estas síntesis lógicas, en este arte de encontrar y formular principios, confieso que no he logrado mi objeto. Temó que esa filosofía no exista y que no exista porque no puede existir”.

La dictadura fascista, por ende, tendrá una fisonomía menos característicamente fascista cada día. Sostenida por la sólida mayoría parlamentaria que ha ganado en las elecciones últimas, adquirirá un perfil análogo al de otras dictaduras de esta Italia de la Unidad y de la dinastía de Saboya. Crispí, Pelloux, el propio Giolitti gobernaron Italia dictatorialmente. Sus dictaduras estuvieron desprovistas de todo gesto demagógico y se conformaron con un rol y un carácter burocráticos. Y bien, la dictadura de Mussolini, estruendosa, retórica, olímpica y d’annunziana en sus orígenes, como conviene en esta época tempestuosa, acabará por contentarse con las modestas proporciones de una dictadura burocrática. Perderá poco a poco su énfasis heroico y su acento épico. Empleará para conservar el poder los recursos y expedientes oportunistas de la vieja democracia. (Ya Mussolini ha invitado a colaborar en su gobierno a la Confederación General del Trabajo y a los leaders reformistas).

A las “camisas negras” les aguarda, en suma, la misma suerte que a las “camisas rojas” de Garibaldi. Dejarán de ser una prenda de moda aún entré los fascistas. Y su ocaso será, en verdad, el ocaso del fascismo. Porque este estrepitoso estremecimiento político no significa, realmente, para la “terza Italia” 'un cambio de doctrina sino apenas un cambio de camisa.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución china

Ensayemos una interpretación sumaria la actualidad china. Del destino de una nación que ocupa un puesto tan principal en el tiempo y en el espacio no es posible desinteresarme. La China pesa demasiado en la historia humana para que no nos atraigan sus hechos y sus hombres.

El tema es extenso y laberíntico. Los acontecimientos se agolpan, en esa vasta escena, tumultuosa y confusamente. Los elementos de estudio y de juicio [de que aquí disponemos] son escasos, parciales y, a veces, ininteligibles. [Este displicente] país, tan poco estudioso y atento, no conoce casi de la China sino el coolie, algunas hierbas, algunas manufacturas y algunas supersticiones. (Nuestro único caso de chinofilia es, tal vez, don Alberto Carranza.) Sin embargo, espiritual y físicamente, la China está mucho más cerca de nosotros que Europa. La psicología de nuestro pueblo es de tinte más asiático que occidental.

En la China se cumple otra de las grandes revoluciones contemporáneas. Desde hace trece años sacude a ese viejo y escéptico imperio una poderosa voluntad de renovación. La revolución no tiene en la China la misma [meta] ni el mismo programa que en el Occidente. Es una revolución burguesa y liberal. A través de ella, la China se mueve, con ágil paso, hacia la Democracia. Trece años son muy poca cosa. Más de un siglo han necesitado en Europa las instituciones capitalistas y democráticas para llegar a su plenitud.
Hasta sus primeros contactos con la civilización occidental, la China conservó sus antiguas formas políticas y sociales. La civilización china, una de las mayores civilizaciones de la historia, había arribado ya al punto final de su trayectoria. Era una civilización agotada, momificada, paralítica. El espíritu chino, más práctico que religioso, destilaba escepticismo. El contacto con el Occidente fue, más bien que un contacto, un choque. Los europeos entraron en la China con un ánimo brutal y rapaz de depredación y de conquista. Para los chinos era ésta una invasión de bárbaros. Las expoliaciones suscitaron en el alma china una reacción agria y feroz contra la civilización occidental y sus ávidos agentes. Provocaron un sentimiento xenófobo en el cual se incubó el movimiento “boxer” que atrajo sobre la China una expedición marcial punitiva de los europeos. Esta beligerancia mantenía y estimulaba la incomprensión recíproca. La China era visitada por muy pocos occidentales de la categoría de Bertrand Russell y muchos de la categoría del general Waldersee.
Pero la invasión occidental no llevó solo a la China sus ametralladoras y sus mercaderes sino también sus máquinas, su técnica y otros instrumentos de su civilización. Penetró en la China el industrialismo. A su influjo, la economía y la mentalidad china empezaron a modificarse. Un telar, una locomotora, un banco, contienen implícitamente todos los gérmenes de la democracia y de sus consecuencias. Al mismo tiempo, miles de chinos salían de su país, antes clausurado y huraño, a estudiar en las universidades europeas y americanas. Adquirían ahí ideas, inquietudes y emociones que se apoderaban perdurablemente de su inteligencia y su psicología.

La revolución aparece así, como un trabajo de adaptación de la política china a una economía y una consciencia nueva. Las viejas instituciones no correspondían, desde hacía tiempo, a los nuevos métodos de producción y a las nuevas formas de convivencia. La China está ya bastante poblada de fábricas, de bancos, de máquinas, de cosas y de ideas que no se avienen con un régimen patriarcalmente primitivo. La industria y la finanza necesitan para desarrollarse una atmósfera liberal y hasta demagógica. Sus intereses no pueden depender del despotismo asiático ni de la ética budhista, taoísta o confucionista de un mandarín. La economía y la política de un pueblo tienen que funcionar solidariamente.

Actualmente, luchan en la China las corrientes democráticas contra los sedimentos absolutistas. Combaten los intereses de la grande y pequeña burguesía contra los intereses de la clase feudal. Actores de este duelo son caudillos militares, “tuchuns”, como Chang So Lin o como el mismo Wu Pei-Fu, pero se trata, en verdad, de simples instrumentos de fuerzas históricas superiores. El escritor chino F. H. Djen remarca a este respecto: “Se puede decir que la manifestación de espíritu popular no ha tenido hasta el presente sino un valor relativo, pues sus tenientes, sus campeones han sido constantemente jefes militares en los cuales se puede sospechar siempre ambición y sueños de gloria personal. Pero no se debe olvidar que no está lejano el tiempo en que acontecía lo mismo en los grandes Estados occidentales. La personalidad de los actores políticos, las intrigas tejidas por tal o cual potencia extranjera no deben impedir ver la fuerza política decisiva que es la voluntad popular.”

Usemos para ilustrar estos conceptos, un poco de cronología.

La revolución china principió formalmente en octubre de 1911, en la provincia de Hu Pei. La dinastía manchú se encontraba socavada por los ideales liberales de la nueva generación y descalificada, -por su conducta ante la represión europea de la revuelta boxer,- para seguir representando el sentimiento nacional. No podía, por consiguiente, oponer una resistencia seria a la ola insurreccional. En 1912 fue proclamada la república. Pero la tendencia republicana no era vigorosa sino en la población del sur, donde las condiciones de la propiedad y de la industria favorecían la difusión de las ideas liberales sembradas por el doctor Sun Yat Sen y el partido kuo-ming-tang. En el norte prevalecían las fuerzas del feudalismo y el mandarinismo. Brotó de esta situación el gobierno de Yuan Shi Kay, republicano en su forma, monárquico y “tuchun” en su esencia. Yuan Shi Kay y sus secuaces procedían de la vieja clientela dinástica. Su política tendía hacia fines reaccionarios. Vino un período de tensión extrema entre ambos bandos. Yuan Shi Kay, finalmente, se proclamó emperador. Mas su imperio resultó muy fugaz. El pueblo insurgió contra su ambición y lo obligó a abdicar.

La historia de la república china fue, después de este episodio, una sucesión de tentativas reaccionarias, prontamente combatidas por la revolución. Los conatos de restauración eran invariablemente frustrados por la persistencia del espíritu revolucionario. Pasaron por el gobierno de Pekin diversos “tuchuns”, Chang Huin, Tuan Ki Chui, etc.

Creció, durante este período, la oposición entre el Norte y el Sur. Se llegó, en fin, a una completa secesión. El Sur se separó del resto del imperio en 1920; y en Cantón, su principal metrópoli, antiguo foco de ideas revolucionarias, constituyose un gobierno republicano presidido por Sun Yat Set. Cantón, antítesis de Pekín, y donde la vida económica había adquirido un estilo análogo al de Occidente, alojaba las más avanzadas ideas y los más avanzados hombres. Algunos de sus sindicatos obreros permanecían bajo la influencia del partido kuo-ming-tang; pero otros adoptaban la ideología socialista.

En el Norte subsistió la guerra de facciones. El liberalismo continuó en armas contra todo intento de restauración del pasado. El general Wu Pei Fu, caudillo culto, se convirtió en el intérprete y el depositario del vigilante sentimiento republicano y nacionalista del pueblo. Chang So Lin, gobernador militar de la Manchuria, cacique y “tuchún” del viejo estilo, se lanzó a la conquista de Pekin, en cuyo gobierno quería colocar a Liang Shi Y. Pero Wu Pei Fu lo detuvo y le infligió, en los alrededores de Pekin, en mayo de 1922, una tremenda derrota. Este suceso, seguido de la proclamación de la independencia de la Manchuria, le aseguró el dominio de la mayor parte de la China. Propugnador de la unidad de la China, Wu Pei Fu trabajó entonces por realizar esta idea, anudando relaciones con uno de los leaders del sur, Chen Chiung Ming. Mientras tanto Sun Yat Sen, acusado de ambiciosos planes y cuyo liberalismo, en todo caso, parece bastante disminuido, coquetea con Chang So Lin.

Hoy luchan, nuevamente, Chang So Lin y Wu Pei Fu. El Japón, que aspira la hegemonía de un gobierno dócil a sus sugestiones, favorece a Chang. En la penumbra de los acontecimientos chinos los japoneses juegan un papel primario. El Japón se ha apoyado siempre en el partido Anfú y los intereses feudales. La corriente popular y revolucionaria le ha sido adversa. Por consiguiente, la victoria de Chang So Lin no sería sino un nuevo episodio reaccionario que otro episodio no tardaría en cancelar. El impulso revolucionario no puede declinar sino con la realización de sus fines. Los jefes militares se mueven en la superficie del proceso de la Revolución. Son el síntoma externo de una situación que pugna por producir una forma propia. Empujándolos o contrariándolos, actúan las fuerzas de la historia. Miles de intelectuales y de estudiantes propagan en la China un ideario nuevo. Los estudiantes, agitadores por excelencia, son la levadura de la China naciente.

El proceso de la revolución china, finalmente, está vinculado a la dirección fluctuante de la política occidental. La China necesita para organizarse y desarrollarse un mínimun de libertad internacional. Necesita ser dueña de sus puertos, de sus aduanas, de sus riquezas, de su administración. Hasta hoy depende demasiado de las potencias extranjeras. El Occidente la sojuzga y la oprime. El pacto de Washington, por ejemplo, no ha sido sino un esfuerzo por establecer las fronteras de la influencia y del dominio de cada potencia en la China.

Bertrand Russell, en su “Problem of Chine”, dice que la situación china tiene dos soluciones: la transformación de la China en una potencia militar eficiente para imponerse al respeto del extranjero o la inauguración en el mundo de una era socialista. La primera solución, no solo es detestable, sino absurda. El poder militar no se improvisa en estos tiempos. Es una consecuencia del poder económico. La segunda solución, en cambio, parece hoy [mucho] menos lejana que en los días de acre reaccionarismo en que Bertrand Russell escribió su libro. La “chance” del socialismo ha mejorado de entonces a hoy. Basta recordar que los amigos y correligionarios de Bertrand Russell están en el gobierno de Inglaterra. Aunque realmente, no la gobiernen todavía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Irlanda e Inglaterra

El problema de Irlanda aún está vivo, De Valera, el caudillo de los “sinn feiners” vuelve a agitar la escena irlandesa. Irlanda no se aquieta. Desde 1922, le ha sido reconocido el derecho de vivir autónomamente dentro de la órbita y los confines morales, militares e internacionales de la Gran Bretaña. Pero no a todos los irlandeses les basta esta independencia. Quieren sentirse libres de toda coerción, de toda tutela británica. No se conforman de tener una administración interna propia; aspiran a tener, también, una política exterior propia. Este sentimiento debe ser muy hondo cuando ni los compromisos ni las derrotas consiguen domesticarlo ni abatirlo. No es posible que un pueblo luche tanto por una ambición arbitraria.

Luis Araquistaín escribía una vez que Irlanda, católica y conservadora, fuera de la Gran Bretaña viviría menos democrática y liberalmente. Por consiguiente, reteniéndola dentro de su imperio, y oprimiéndola un poco Inglaterra servía los intereses de la Democracia y la Libertad. Este juicio paradójico y simplista correspondía muy bien a la mentalidad de un escritor democrático y aliadófilo como Araquistaín entonces. Pero un examen atento de las cosas no lo confirmaba; lo contradecía. Las clases ricas y conservadoras de Irlanda se han contentado, generalmente, con un “home rule”. El proletariado, en cambio, se ha declarado siempre republicano, revolucionario, más o menos “feniano”, y ha reclamado la autonomía incondicional del país. Araquistaín prejuzgaba la cuestión, antes de ahondar su estudio.

Sin embargo, la alusión a la catolicidad irlandesa, lo colocaba aparentemente en buen camino, aprehendía imprecisamente una parte de la realidad. El conflicto entre el catolicismo y el protestantismo es, efectivamente, algo más que una querella metafísica, algo más que una secesión religiosa. La Reforma protestante contenía tácitamente la esencia, el germen de la idea liberal. Protestantismo, liberalismo aparecieron sincrónica y solidariamente con los primeros elementos de la economía capitalista. No por un mero azar, el capitalismo y el industrialismo han tenido su principal asiento en pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud solo en Inglaterra y Alemania. Y dentro de estas naciones, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. Baviera, por ejemplo, es campesina. En su suelo se aclimata con dificultad la gran industria. Las naciones católicas han experimentado el mismo fenómeno. Francia -que no puede ser juzgada solo por el cosmopolitismo de París- es prevalentemente agrícola. Su población es “très paysanne”. Italia ama la vida del agro. Su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial. Milán, Turín, Génova, se han convertido, por eso, en grandes centros capitalistas. Pero en la Italia meridional sobreviven algunos residuos de la economía feudal. Y, mientras en las ciudades italianas del norte el movimiento modernista fue una tentativa para rejuvenecer los dogmas católicos, el mediodía italiano no conoció nunca ninguna necesidad heterodoxa, ninguna inquietud herética. El protestantismo aparece, pues, en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista.

Pero ahora que la economía capitalista, después de haber logrado su plenitud, entra en un período de decadencia, ahora que en su entraña se desarrolla una nueva economía, que pugna por reemplazarla, los elementos espirituales de su crecimiento pierden, poco a poco, su valor histórico y su ánimo beligerante. ¿No es sintomático, no es nuevo, al menos, el hecho de que las diversas iglesias cristianas empiecen a aproximarse? Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de reunir en una sola a todas las iglesias cristianas y se constata que las causas de su enemistad y de su concurrencia se han debilitado. El libre examen asusta a los católicos mucho menos que en los días de la lucha contra la Reforma. Y, al mismo tiempo, el libre examen parece menos combativo, menos cismático que entonces.

No es, por ende, el choque entre el catolicismo y el protestantismo, tan amortiguado por los siglos y las cosas, lo que se opone a la convivencia cordial de Irlanda e Inglaterra. En Irlanda la adhesión al catolicismo tiene un fondo de pasión nacionalista. Para Irlanda su catolicidad, su lengua, son, sobre todo, una parte de su historia, una prueba de su derecho a disponer autonómicamente de sus destinos. Irlanda defiende su religión como uno de los hechos que la diferencian de Inglaterra y que atestiguan su propia fisionomía nacional. Por todas estas válidas razones, un espectador objetivo no puede distinguir en este conflicto únicamente una Irlanda reaccionaria y una Inglaterra democrática y evolucionista.

Inglaterra ha usado, sagazmente, sus extensos medios de propaganda para persuadir al mundo de la exageración y de la exorbitancia de la rebeldía irlandesa. Ha inflado artificialmente la cuestión de Ulster con el fin de presentarla como un obstáculo insuperable para la independencia irlandesa. Pero, malgrado sus esfuerzos, -no se mistifica la historia- no ha podido ocultar la evidencia, la realidad de la nación irlandesa, coercitiva y militarmente obligada a vivir conforme a los intereses y a las leyes de la nación británica. Inglaterra ha sido impotente para soldarlo a su imperio, impotente para domar su acendrado sentimiento nacional. El método marcial que ha empleado para reducir a la obediencia a Irlanda, ha alimentado en el ánimo de esta una voluntad irreductible de resistencia. La historia de Irlanda, desde la invasión de su territorio por los ingleses, es la historia de una rebeldía pasiva, latente, unas veces; guerrera y violenta otras. En el siglo pasado la dominación británica fue amenazada por tres grandes insurrecciones. Después, hacia el año 1870 Isaac Butt promovió un movimiento dirigido a obtener para Irlanda un “home rule”. Esta tendencia prosperó. Irlanda parecía contentarse con una autonomía discreta y abandonar la reivindicación integral de su libertad. Consiguió así que una parte de la opinión inglesa considerase favorablemente su nueva y moderada reivindicación. El “home rule” de Irlanda adquirió en la Gran Bretaña muchos partidarios. Se convirtió, finalmente, en un proyecto, en una intención de la mayoría del pueblo inglés. Pero vino la guerra mundial y el “home rule” de Irlanda fue olvidado. El nacionalismo irlandés recobró su carácter insurreccional. Esta situación produjo la tentativa de 1916. Luego, Irlanda, tratada marcialmente por Inglaterra, se aprestó para una batalla definitiva. Los nacionalistas moderados, fautores del “home rule”, perdieron la dirección y el control del movimiento autonomista. Los reemplazaron los “sinn feiners”. La tendencia “sinn feiner” creada por Arthur Griffith, nació en 1906. En sus primeros años tuvo una actividad teorética y literaria; pero, modificada gradualmente por los factores políticos y sociales, atrajo a sus rangos a los soldados más enérgicos de la independencia irlandesa. En las elecciones de 1918, el partido nacionalista no obtuvo sino seis puestos en el parlamento inglés. El partido “sinn feiner” conquistó setenta y tres. Los diputados “sinn feiners” decidieron boycotear la cámara británica y fundaron un parlamento irlandés. Esta era una declaración formal de guerra a Inglaterra. Tornó a flote entonces el proyecto de “home rule” irlandés que, aceptado finalmente por el parlamento británico, concedía a Irlanda la autonomía de un “dominion”. Los “sinn feiners”, sin embargo, siguieron en armas. Dirigido por De Valera, su gran agitador, su gran leader, el pueblo irlandés no se contentaba con este “home rule”. Mas con el “home rule” Inglaterra logró dividir la opinión irlandesa. Una escisión comenzó a bosquejarse en el movimiento nacionalista. Inglaterra e Irlanda buscaron, en fin, a fines de 1921 una fórmula de transacción. Triunfaba una vez más en la historia de Inglaterra la tendencia al compromiso. Los autonomistas irlandeses y el gobierno británico llegaron en diciembre de 1924 a un acuerdo que dio a Irlanda su actual constitución. El partido “sinn feiner” se escindió. La mayoría -64 diputados- votó en la cámara irlandesa a favor del compromiso con Inglaterra; la minoría de De Valera -57 diputados- votó en contra. La oposición entre los dos grupos era tan honda que causó una guerra civil. Vencieron los partidarios del pacto con Inglaterra y De Valera fue encerrado en una cárcel. Ahora, en libertad otra vez, vuelve a la empresa de sacudir y emocionar revolucionariamente a su pueblo.

Estos románticos “sinn feiners” no serán vencidos nunca. Representan el persistente anhelo de libertad de Irlanda. La burguesía irlandesa ha capitulado ante Inglaterra; pero una parte de la pequeña burguesía y el proletariado han continuado fieles a sus reivindicaciones nacionales. La lucha contra Inglaterra adquiere así un sentido revolucionario. El sentimiento nacional se confunde, se identifica con un sentimiento clasista. Irlanda continuará combatiendo por su libertad hasta que la conquiste plenamente. Solo cuando realicen su ideal perderá este, para los irlandeses su actual importancia.
Lo único que podrá, algún día, reconciliar y unir a ingleses e irlandeses es aquello que aparentemente los separara. La historia del mundo está llena de estas paradojas y de estas contradicciones que, en verdad, no son tales contradicciones ni tales paradojas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lunatcharsky

Lunatcharsky

La figura y la obra del comisario de instrucción pública de los soviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la burguesía inteligente. La revolución rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la Civilización. El bolchevismo, descrito como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el Arte y la Ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la revolución rusa, es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La revolución rusa, dice Herriot en su libro “La Russie Nouvelle”, tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunatcharsky entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunatcharsky, ignorado por el mundo hasta hace 7 años, es actualmente un personaje de relieve mundial.
La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña “élite”. El pueblo sufría no sólo una gran miseria física sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrograd el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49 por ciento de semi-analfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales ni que en las universidades se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre, eran extraños a esta cultura.

La revolución dio a Lunatcharsky el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca, no podían ser más exiguos. Los soviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunatcharsky contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la revolución. Faltaban maestros para las nuevas y las antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunatcharsky asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunatcharsky. Y, cuando circuló en Petrograd la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la revolución, Lunatcharsky se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunatcharsky obtuvo la seguridad de que los hombres de la revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa, La fe no volvió a abandonarlo.

El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y las reliquias de las colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.

Lunatcharsky, en este como otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletcult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletcult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletcult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscou se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado en el gobierno de los soviets una acogida benévola. No significa, sin embargo, este favor, una adhesión a la tesis de la inspiración revolucionaria del futurismo. Trotsky y Lunatcharsky, autores de autorizadas y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. El futurismo—escribe Lunatcharsky—es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente”. Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo de la revolución, Mayavskovsky, procede de la escuela futurista.

Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunatcharsky en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza de material escolar, la falta de maestros. Los soviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38,000. En 1919 pasaban de 62,000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas-asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas, están transformadas en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la revolución. Para los revolucionarios rusos el niño representa realmente la humanidad nueva.

En una conversación con Herriot, Lunatcharsky ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional: “Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros niños deben pasar por la escuela elemental donde la enseñanza dura cuatro años. Los mejores, reclutados según el mérito, en la proporción de uno sobre seis, siguen luego el segundo ciclo durante cinco años. Después de estos nueve años de estudios, entrarán en la Universidad. Esta es la vía normal. Pero, para conformarnos a nuestro programa proletario, hemos querido conducir directamente a los obreros a la enseñanza superior. Para arribar a este resultado, hacemos una selección en las usinas entre trabajadores de 18 a 30 años. El Estado aloja y alimenta a estos grandes alumnos. Cada Universidad posee su facultad obrera. Treinta mil estudiantes de esta clase han seguido ya una enseñanza que les permite estudiar para ingenieros o médicos. Queremos reclutar ocho mil por año, mantener durante tres años a estos hombres en la facultad obrera, enviarlos después a la Universidad misma”. Herriot declara que este optimismo es justificado. Un investigador alemán ha visitado las facultades obreras y ha constatado que sus estudiantes se mostraban hostiles a la vez al diletantismo y al dogmatismo. “Nuestras escuelas—continúa Lunatcharsky—son mixtas. Al principio la coexistencia de los dos sexos ha asustado a los maestros y provocado incidentes. Hemos tenido algunas novelas molestas. Hoy, todo ha entrado en orden. Si se habitúa a los niños de ambos sexos a vivir juntos desde la infancia, no hay que temer nada inconveniente cuando son adolescentes. Mixta, nuestra escuela es también laica. La disciplina misma ha sido cambiada: queremos que los niños sean educados en una atmósfera de amor. Hemos ensayado además algunas creaciones de un orden más especial. La primera es la universidad destinada a formar funcionarios de los jóvenes que no son designados por los soviets de provincia. Los cursos duran uno o tres años. De otra parte, hemos creado la Universidad de los pueblos de Oriente que tendrá, a nuestro juicio, una enorme influencia política. Esta Universidad ha recibido ya un millar de jóvenes venidos de la India, de la China, del Japón, de Persia. Preparamos así nuestros misioneros”.

El comisario de instrucción pública de los soviets es un brillante tipo de hombre de letras. Moderno, inquieto, humano, todos los aspectos de la vida lo apasionan y lo interesan. Nutrido de cultura occidental, conoce profundamente las diversas literaturas europeas. Pasa de un ensayo sobre Shackespeare a otro sobre Mayawskovsky. Su cultura literaria es, al mismo tiempo, muy antigua y muy moderna. Tiene Lunatcharsky una comprensión ágil del pasado, del presente y del futuro. Y no es un revolucionario de la última sino de la primera hora. Sabe que la creación de nuevas formas sociales es una obra política y no una obra literaria. Se siente, por eso, político antes que literato. Hombre de su tiempo, no quiere ser un espectador de la revolución; quiere ser uno de sus actores, uno de sus protagonistas. No se contenta con sentir o comentar la historia; aspira a hacerla. Su biografía acusa en él una contextura espiritual de personaje histórico.

Se enroló Lunatcharsky, desde su juventud, en las filas del socialismo. El cisma del socialismo ruso lo encontró entre los bolcheviques, contra los mencheviques. Como a otros revolucionarios rusos, le tocó hacer vida de emigrado. En 1907 se vio forzado a dejar Rusia. Durante el proceso de definición del bolchevismo, su adhesión a una fracción secesionista, lo alejó temporalmente de su partido; pero su recta orientación revolucionaria lo recondujo pronto al lado de sus camaradas. Dividió su tiempo, equitativamente, entre la política y las letras. Una página de Romain Rolland nos lo señala en Ginebra, en enero de 1917, dando una conferencia sobre la vida y la obra de Máximo Gorki. Poco después, debía empezar el más interesante capítulo de su biografía: su labor de comisario de instrucción pública de los soviets.

Anatolio Lunatcharsky, en este capitulo- de su biografía, aparece como uno de los más altos animadores y conductores de la revolución rusa. Quien más profunda y definitivamente está revolucionando Rusia es Lunatcharsky. La coerción de las necesidades económicas puede modificar o debilitar, en el terreno de la economía o de la política, la aplicación de la doctrina comunista. Pero la supervivencia o la resurrección de algunas formas capitalistas no comprometerá, en ningún caso, mientras sus gestores conserven en Rusia el poder político, el porvenir de la revolución. La escuela, la universidad de Lunatcharsky están modelando, poco a poco, una humanidad nueva. En la escuela, en la universidad de Lunatcharsky se está incubando el porvenir.

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso del directorio

Las maniobras del Conde de Romanones para organizar un frente único de los partidos constitucionales indican claramente que la crisis del régimen reaccionario inaugurado en España en setiembre de 1923 ha entrado en una fase aguda. El redomado conde no daría este paso si no estuviese seguro de su oportunidad. Su cauta ofensiva debe haberse asegurado, previamente, el consenso tácito o explícito de la monarquía. El rey no puede ser extraño a las maniobras del leader liberal como no fue extraño al golpe de Primo de Rivera. La aventura del Directorio no ha tenido fortuna. Alfonso XIII siente, por tanto, la urgencia de liquidarla, prontamente. Existen indicios inequívocos de que desea desembarazase de los servicios y de la espada del marqués de la Estrella. La revista “Europe” de París, en un artículo sobre el Directorio, cuenta que Alfonso XIII, en agosto último, conversando en una playa del norte de Francia con uno de sus amigos sportsmen, tuvo esta frase: “Yo sabía que Primo de Rivera era un hombre muy poco serio, pero yo no lo creía tan estúpido.”
Posteriormente, el disgusto del rey debe haberse acentuado. La posición de España en Marruecos, no obstante los exasperados esfuerzos militares del Directorio, ha sufrido un tremendo quebranto. Todos los problemas de la vida española, que el Directorio ofreció resolver taumatúrgicamente en unos pocos meses, se han exacerbado bajo el nuevo tratamiento. El Directorio se contenta con haberlos eliminado del debate público y, sobre todo, del debate periodístico. Como dice el Conde Romanones, en su libro “Las responsabilidades del antiguo régimen”, la llamada nueva política “logra el triunfo de suprimir esos males, no de la vida, que a tanto no llega, sino de la publicidad, para lo cual basta y sobra con la diligencia y celo del atareado censor”.
El Directorio se proponía transformar radicalmente España. La prosa hinchada y petulante de sus manifiestos anunciaba la apertura de una era nueva en la vida española. El viejo régimen y sus hombres, según Primo de Rivera y sus fautores, quedaban definitivamente cancelados. Empezaba con el golpe de estado del 13 de setiembre un fúlgido capítulo de la historia de España. Primo de Rivera asignaba al Directorio una misión providencial.
Los objetivos fundamentales de su dictadura eran los siguientes: pacificación de Marruecos y liquidación, victoriosa naturalmente, de la guerra rifeña; solución integral de los problemas económicos y fiscales de España; reafirmación de la unidad española y extirpación de toda tendencia separatista; licenciamiento y ostracismo del gobierno de los antiguos partidos, de sus hombres y de sus ideas; sofocación de las agitaciones revolucionarias del proletariado; organización de nuevas, sanas e impolutas fuerzas políticas que asumiesen el poder cuando el Directorio considerara cumplida su obra.
Examinemos, sumariamente, los resultados de la política del Directorio en estas diversas cuestiones.
Marruecos no solo no está pacificado sino que está más conflagrado que nunca. Abd-el-Krim y sus tribus han infringido a las tropas españolas una serie de derrotas. Orgulloso de su victoria, el caudillo riffeño adopta ante España una actitud altanera. Pretende tratarla como una nación vencida. Amenaza con arrojar totalmente del territorio africano a los españoles. Aparece cada día más evidente que España ha malgastado, estéril e insensatamente, su heroísmo y su sangre en una empresa absurda. El problema marroquí se plantea hoy en peores términos que ayer.
La continuación de la guerra de Marruecos mantiene el desequilibrio fiscal. El Directorio, como era fácil preverlo, resulta impotente para concebir siquiera un plan de reorganización de la economía española. Más impotente aún resulta, por supuesto, para actuarlo. Le falta capacidad técnica. Le falta autoridad política. La plutocracia española ve en Primo de Rivera un gendarme de sus intereses económicos. No puede consentirle, por consiguiente, ninguna veleidad, ningún experimento que los contraríe o los amenace. El método reaccionario, por otra parte, como se constata presentemente en Italia, crea un clima histórico adverso al propio desarrollo de la economía y la producción capitalistas. Los elementos más inteligentes de la burguesía europea se muestran desencantados del ensayo fascista.
Para suprimir el regionalismo, el Directorio emplea las mismas armas que para suprimir otros sentimientos de la vida española: persigue y reprime su expresión pública. Pero este sistema simplista y marcial es, evidentemente, el menos recomendable para ahogar el separatismo. Los fermentos separatistas, en lugar de debilitarse, tienen que agriarse sordamente. Los catalanistas no son menos catalanistas que antes desde que Primo de Rivera les prohíbe la ostentación de su regionalismo. La política de la mano fuerte ha prestado, sin duda, un pésimo servicio a la causa de la unidad española. No se tardará mucho en comprobarlo.
Los resultados obtenidos, en cuanto concierne a la proscripción de la vieja política y de sus caciques, no pueden haber sido menos coherentes con los supuestos propósitos del Directorio. La dictadura exhumó las más ancianas reliquias de la política española. Algunos personajes de origen carlista y absolutista sintieron llegada su hora. Toda la fauna reaccionaria saludó exultante, al “nuevo régimen”. Y, ahora, como vemos, se aprestan otra vez, con la complacencia de la monarquía, a la reconquista del poder, los mismos grupos y los mismos hombres que Primo de Rivera y sus generales se hacían la ilusión de haber barrido para siempre del gobierno. La vieja política resucita. La cirugía militar parece haberle injertado algunas glándulas jóvenes.
Y, conexamente, ha fracasado la organización de un partido nuevo, heredero del espíritu y de la obra del Directorio. La larvada idea de la Unión Patriótica no ha conseguido prosperar. Los cuadros de la Unión Patriótica están compuestos de elementos arribistas, desorientados, mediocres. No han logrado siquiera atraer a sus rangos a unos cuantos intelectuales más o menos decorativos y brillantes. Muerto el Directorio, los febles y precarios cuadros de la Unión Patriótica se dispersarán sin estrépito.
La represión de las ideas revolucionarias, en fin, ha sido análogamente ineficaz. El partido socialista sale más fuerte de la prueba. La magra democracia española, que coquetea intelectualmente con los socialistas desde hace algún tiempo, reconoce ahora en ellos una fuerza decisiva del provenir. El movimiento comunista ha crecido. Las persecuciones con que el Directorio lo distingue denuncian la preocupación que su desarrollo inspira.
Tal es, en rápido resumen, el balance del año y medio de dictadura del Directorio. De ningún régimen se puede pretender ciertamente que en tan corto plazo realice su programa. Pero sí que demuestre al menos su aptitud para actuarlo gradualmente. El Directorio, de otro lado, no ha conseguido formular un programa verdadero. Se ha limitado a enumerar sus objetivos con un vanidoso alarde de su seguridad de alcanzarlos.
El directorio tiene en España la misma función histórica que el fascismo en Italia. Pero el fenómeno reaccionario exhibe en ambos países estructura y potencia diferentes. En Italia es vigoroso y original; en España es anémico y caricaturesco. El fascismo es un partido, un movimiento, una marejada. El Directorio es un club de generales. No representa siquiera toda la plana mayor del ejército español. Primo de Rivera no tiene suficiente autoridad sobre sus colegas. El general Cavalcanti, uno de sus colaboradores del golpe de estado de setiembre, complotó, no hace mucho, por reemplazarlo en el poder. El general Berenguer, responsable de sospechosos flirts con la “vieja política”, acabó recluido en una prisión militar. Y las malandanzas militares de Primo de Rivera en Marruecos deben haber disminuido mucho su prestigio profesional en el ejército.
Esta junta de generales que gobierna todavía España no es sino una anécdota de ese “antiguo régimen” y de esa “vieja política” que tanto se complace en detractar. El antiguo régimen, la vieja política subsisten. Uno de sus hombres representativos, el socarrón Conde de Romanones, nos lo asegura, mientras se dispone a recibir la herencia del Directorio. Se bosqueja la formación de un bloque constitucional y monárquico. El próximo sábado enfocaré este sector de la política española.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Sun Yat Sen

La revolución china ha perdido su más conspicua figura. En los mayores episodios de su historia, ocupó Sun Yat Sen una posición eminente. Sun Yat Sen ha sido el leader, el condottiere, el animador máximo de una revolución que ha sacudido a cuatrocientos millones de hombres.
Perteneció Sun Yat Sen a esa innumerable falange de estudiantes chinos que, nutridos de ideas democráticas y revolucionarias en las universidades de la civilización occidental, se convirtieron luego en dinámicos y vehementes agitadores de su pueblo.
El sino histórico de la China quiso que esta generación de agitadores, educada en las universidades norteamericanas y europeas, crease en el escéptico y aletargado pueblo chino un estado de ánimo nacionalista y revolucionario en el cual debía formarse una vigorosa voluntad de resistencia al imperialismo norteamericano y europeo. Forzada por la conquista, la China salió de su clausura tradicional, para, luego, reentrar mejor en sí misma. El contacto con el Occidente fue fecundo. La ciencia y la filosofía occidentales no debilitaron ni relajaron el sentimiento nacional chino. Al contrario, lo renovaron y lo reanimaron. La transfusión de ideas nuevas rejuveneció la vieja y narcotizada ánima china.
La China sufría, en ese tiempo, los vejámenes y las expoliaciones de la conquista. Las potencias europeas se habían instalado en su territorio. El Japón se había apresurado a reclamar su parte en el metódico despojo. La revuelta boxer había costado a la China la pérdida de las últimas garantías de su independencia política y económica. Las finanzas de la nación se hallaban sometidas al control de las potencias extranjeras. La decrépita dinastía manchú, de otro lado, no podía oponer a la colonización de la China casi ninguna resistencia. No podía suscitar ni presidir un renacimiento de la energía nacional. Impotente, inválida, ante ninguna abdicación de la soberanía nacional era ya capaz de retroceder. No la asistían ni la adhesión ni la confianza populares. Exangüe, anémica, extraña al pueblo, vegetaba lánguida y pálidamente. Representaba sólo una feudalidad moribunda, cuyas raíces tradicionales aparecían cada vez más envejecidas y socavadas.
Las ideas nacionalistas y revolucionarias, difundidas por los estudiantes e intelectuales, encontraron, por consiguiente, una atmósfera favorable. Sun Yat Sen y el partido Kuo-Ming-Tang promovieron una poderosa corriente republicana. La China se aprestó a adoptar la forma y las instituciones demo-liberales de la burguesía europea y americana. No cabía, absolutamente, en la China, la transformación de la monarquía absoluta en una monarquía constitucional. Las bases de la dinastía macnhú estaban totalmente minadas. Una nueva dinastía no podía ser improvisada. Sun Yat Sen no proponía, por consiguiente, una utopía. Había que intentar, de hecho, la fundación de una república, que no nacería, por supuesto, sólidamente cimentada, pero que, a través de las peripecias de un lento trabajo de afirmación, encontraría al fin su equilibrio. Los acontecimientos dieron la razón a estas previsiones.
La dinastía manchú se derrumbó, definitivamente, al primer embate recio de la revolución. La insurrección estalló en Wu Chang, capital de la provincia de Hu-Pei, el 10 de octubre de 1911. La monarquía no pudo defenderse. Fue proclamada la república. Sun Yat Sen, jefe de la revolución, asumió el poder. Pero Sun Yat Sen se dio cuenta de que su partido no estaba aún maduro para el gobierno. La dinastía había sido fácilmente vencida; pero los latifundistas, los “tuchuns”, los latifundistas del Norte conservaban sus posiciones. Las ideas liberales habían fructificado y prosperado en el Sur donde la población, mucho más densa, se componía principalmente de pequeños burgueses. En el Norte dominaba la gran propiedad. El partido Kuo-Ming-Tang no había conseguido desarrollarse ahí.
Sun Yat Sen dejó el gobierno a Yuan Shi Kay que, dueño de un antiguo prestigio de estadista experto, contaba con el apoyo de la clase conservadora y de los jefes militares. El gobierno de Yuan Shi Kay representaba un compromiso. Le tocaba desenvolver una política de conciliación de los intereses capitalistas y feudales con las ideas democráticas y republicanas de la revolución. Pero Yuan Shi Kay era un estadista del antiguo régimen. Un estadista escéptico respecto a los probables resultados del experimento republicano. Además, se apoderó pronto de él la ambición de devenir emperador. Y en diciembre de 1915 creyó llegada la hora de realizar su proyecto. La restauración resultó precaria. El nuevo imperio no duró sino ochentaitrés días. El sentimiento revolucionario, que se mantenía vigilante, volvió a imponerse. Abandonado por sus propios tenientes, Yuan Shi Kai tuvo que abdicar.
Pero, año y medio después, otra tentativa de restauración monárquica puso en peligro la república. Y, vencida entonces, la reacción no ha desarmado hasta ahora. El mandarinismo, el feudalismo, que la revolución no ha podido todavía liquidar, han conspirado incesantemente contra el régimen democrático. Tampoco la revolución ha desmovilizado sus legiones. Sun Yat Sen ha seguido siendo, hasta su muerte, uno de sus animadores.
En 1920, el conflicto entre las provincias del sur, dominadas por el partido Kuo- Ming-Tang y las provincias del norte dominadas por el partido An-Fu y por el caudillaje “tuchun”, produjo una secesión. Se constituyó en Cantón un gobierno independiente encabezado por Sun Yat Sen. Y este gobierno hizo de Cantón una ciudadela de la agitación nacionalista y revolucionaria. Condenó y rechazó el pacto suscrito en Washington en 1921 por las grandes potencias con el objeto de fijar los límites de su acción en la China. Combatió todos los esfuerzos de la dictadura del Norte por someter la China a un régimen excesivamente centralista, contrario a las aspiraciones de autonomía administrativa de las provincias. Contestó a la organización de un movimiento fascista, financiado por la alta burguesía de Cantón, con la movilización armada del proletariado.
Educado en la escuela de la democracia, Sun Yat Sen supo, sin embargo, en su carrera política, traspasar los límites de la ideología liberal. Los mitos de la democracia (soberanía popular, sufragio universal, etc.) no se enseñorearon de su inteligencia clara y fuerte de idealista práctico. La política imperialista de las grandes potencias occidentales lo ilustró plenamente respecto a la calidad de la justicia democrática. La revolución rusa, finalmente, lo iluminó sobre el sentido y el alcance de la crisis contemporánea. Su agudo instinto revolucionario lo orientó hacia Rusia y sus hombres. Sun Yat Sen veía en Rusia la liberadora de los pueblos de Oriente. No pretendió nunca repetir, mecánicamente, en la China los experimentos europeos. Conformaba, ajustaba su acción revolucionaria a la realidad de su país. Quería que en la China se cumpliese una revolución china así como en Rusia se cumple, desde hace siete años, una revolución rusa. Su conocimiento de la cultura y del pensamiento occidentales no desnacionalizaba, no desarraigaba su alma al mismo tiempo profundamente china y profundamente humana. Doctor de una universidad norteamericana, frente al imperialismo yanqui, frente al orgullo occidental, prefería sentirse solo un coolí.
Sirvió austera, abnegada y dignamente el ideal de su pueblo, de su generación y de su época. Y a este ideal dio toda su capacidad y toda su vida.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política francesa. La crisis ministerial

En la crisis política francesa se constata, sobre todo, un conflicto entre dos métodos diferentes, entre dos concepciones antagónicas, en el campo económico. El contraste de los intereses económicos domina y decide el rumbo de los acontecimientos políticos y parlamentarios. Las “dramatis personae” de la crisis, -Herriot, Poincaré, Briand, Millerand- se mueven en la superficie versátil de una marea histórica superior a la influencia de sus personalidades y de sus ideas. Ni el bloque nacional ni el cartel de izquierdas, no obstante la variedad de los matices que en uno y otro se mezclan, representan una contingente y arbitraria combinación parlamentaria. En su composición más que la afinidad o la simpatía de los grupos se percibe la afinidad o la simpatía de los intereses. La actitud de uno y otro conglomerado, ante los problemas económicos de Francia, se inspira en los intereses de distintas capas sociales. Por esto, sus puntos de vista resultan inconciliables. La base electoral de las derechas se compone de la alta burguesía y de los residuos feudales y aristocráticos. En cambio, el cartel de izquierdas se apoya en la pequeña burguesía y en una gruesa parte del proletariado. El enorme pasivo fiscal de Francia debe pesar, particularmente, sobre una u otra capa social. Al bloque nacional y al cartel de izquierdas les toca defender a su respectiva clientela. El bloque nacional se opone a que los nuevos tributos, reclamados por el servicio de la deuda francesa, sean pagados por los capitalistas. El cartel de izquierdas se resiste, a su vez, a que sean pagados por los pequeños propietarios y la clase trabajadora.
En los primeros años de la post-guerra, el gobierno del bloque nacional adormeció al pueblo francés con la categórica promesa de que la que pagaría los platos rotos de la guerra sería Alemania. La capacidad financiera de Alemania no fue absolutamente calculada. Klotz, ministro de finanzas de Clemenceau, estimó el monto de las reparaciones debidas por Alemania a los aliados en quince mil millones de libras esterlinas. Alemania, según Klotz, debía satisfacer esta indemnización y sus intereses en treinta y cuatro anualidades de mil millones. Francia recibiría quinientos cincuenta millones de libras anualmente.
Poco a poco, esta ilusión, contrastada por la realidad, tuvo que debilitarse. Pero, mientras conservó el poder, el bloque nacional reposaba, casi íntegramente, sobre el miraje de una pingüe indemnización alemana. Sus ministros saboteaban, por eso, todo intento de fijarla en una cifra razonable. El acuerdo de Francia con sus aliados sufría las consecuencias de este sabotaje. Francia se aislaba más cada día en Europa. Alemania no pagaba. Mas nada de esto parecía importarle al bloque nacional obstinado en su rígida fórmula: “Alemania pagará”.
Mientras tanto el pasivo fiscal de Francia crecía exorbitantemente. El Estado francés tenía que hacer frente a los gastos de la restauración de las zonas devastadas. Al lado del presupuesto ordinario existía un presupuesto extraordinario. El déficit fiscal se mantenía en cifras fantásticas. En 1919 ascendía a veinticuatro mil millones de francos; en 1920 a diecinueve mil millones; en 1921 a trece mil millones; en 1922 a once mil quinientos millones; en 1923 a ocho mil millones. Para cubrir este déficit, el Estado no podía hacer otra cosa que recurrir a su crédito interno. Las emisiones de empréstitos y de bonos del tesoro se sucedían. Las condiciones de estos empréstitos eran cada vez más onerosas. Había que ofrecer al capital y al ahorro elevados réditos. De otra suerte, resultaba imposible captarlos. Pero a este recurso no se podía apelar ilimitada e indefinidamente. La tesorería del Estado se veía obligada a suscribir obligaciones a corto plazo que muy pronto urgiría atender. Y, por otra parte, la absorción de una parte considerable del ahorro nacional por el déficit del fisco sustraía ese capital a las inversiones industriales y comerciales necesarias a la reconstrucción de la economía del país. El fisco drenaba imprudentemente las reservas públicas. La balanza comercial se presentaba también deficitaria. El desequilibrio amenazaba, en fin, la estabilidad del franco asaz desvalorizado ya.
En estas condiciones arribó el pueblo francés a las elecciones de mayo de 1924. Poincaré había jugado, sin fortuna, en la aventura del Ruhr, su última carta. A pesar de esta política de extorsión de Alemania, no habían empezado aún a ingresar al tesoro francés los quinientos cincuenta millones anuales de libras esterlinas anunciados para 1921 por la optimista previsión del ministro Klotz. El Ruhr producía una suma bastante más modesta. Alemania, en suma, no pagaba. Y no era, absolutamente, el caso de hablar de debilidad y de indecisión de la política de Francia. El piloto de la política francesa, Poincaré, había demostrado, con la ocupación del Ruhr, su energía guerrera y su temperamento marcial.
La mayoría del electorado, cansada de los fracasos de las derechas, se pronunció a favor del cartel de izquierdas. El programa del cartel le prometía: una política exterior que liquidase, con un criterio realista y práctico, el problema de las reparaciones; una política económica que, mediante un impuesto extraordinario al capital, obligase a las clases ricas a contribuir en proporción a sus recursos al saneamiento de las finanzas públicas; una política interior de inspiración republicana y democrática que asegurase al país un mínimo satisfactorio de paz social eliminando, en lo posible, las causas de descontento que empujaban a las masas hacia el comunismo.
El cartel de izquierdas obtuvo una fuerte mayoría parlamentaria. Pero en la composición de esta mayoría no consiguió una suficiente homogeneidad. Presintiendo el tramonto de la política de las derechas se había aliado oportunamente a las izquierdas una parte de la alta burguesía industrial y financiera. Briand, actor y cómplice en un tiempo de la política del bloque nacional, se había declarado de nuevo hombre de izquierdas desde que la fortuna de las derechas había empezado a declinar. Loucheur, representante máximo de la gran industria, se había trasladado también al cartel. El desplazamiento del poder de la derecha a la izquierda no había podido efectuarse sin un congruo desplazamiento de conspicuos y ágiles elementos oportunistas. El bloque de izquierdas no era, electoral ni parlamentariamente, un bloque compacto. Los radicales-socialistas y los socialistas constituían sus bases sustantivas; pero la política parlamentaria de estos núcleos, cuya coalición significaba ya un compromiso y una transacción, tenía además que hacer no pocas concesiones a los grupos más o menos alógenos de Briand y de Loucheur. La composición un tanto heteróclita de la mayoría se reflejó en la formación y en el espíritu del gabinete Herriot. Clementel, el ministro de finanzas, no participaba de la opinión de las izquierdas sobre el tributo extraordinario al capital. En la cámara, el ministerio tenía que tomar en cuenta la oposición de Loucheur al impuesto al capital y la resistencia de Briand al retiro de la embajada en el Vaticano. En el senado, la política de Herriot dependía del sector centrista que pugnaba por imponerle su tutela conservadora.
Herriot, en el gobierno, como he tenido alguna vez ocasión de remarcarlo, daba una sensación de interinidad. No parecía destinado a actuar el programa del cartel de izquierdas, sino, más bien, a preparar el terreno a este experimento. En remover del camino del cartel la cuestión de las reparaciones, la cuestión de la amnistía, la cuestión del reconocimiento de los soviets, etc., el ministerio Herriot usó y consumió su fuerza. No era posible que, con las exiguas energías que le quedaron después de cumplir estas fatigas, pretendiese remover también la cuestión financiera. Sobre esta cuestión los intereses en contraste están decididos a librar una obstinada batalla. Los financistas y los industriales, aliados de cartel, que aceptarían en materia económica la autoridad de Caillaux, no aceptan, en cambio, la autoridad de Herriot, más expuesto, a su juicio, a la influencia de la “demagogia socialista”. Herriot estaba condenado a ser batido en la primera escaramuza grave de la cuestión financiera.
Nadie puede sostener seriamente que Herriot sea responsable de la situación fiscal de Francia. En materia de responsabilidades financieras, Poincaré es, evidentemente, mucho más vulnerable. Herriot ha heredado la crisis actual de sus antecesores. No ha caído por haberla producido, sino por haber intentado resolverla. Su mayoría no se ha mostrado de acuerdo respecto a su aptitud para esta empresa. ¿Por qué Herriot no ha diferido por más tiempo una discusión en la cual tenía que ser forzosamente batido? Todos los incidentes de la caída de Herriot indican que esta discusión no podía ya ser diferida. El partido socialista urgía al ministerio a que empeñase la batalla. El Banco de Francia exigía la legalización del aumento de la moneda fiduciaria. Se estrechaban, en fin, día a día, los plazos de los vencimientos que el tesoro francés debe atender este año. Porque ahora el problema no es el desequilibrio del presupuesto. El déficit del año último no fue sino de dos mil quinientos millones de francos. Los ingresos y los egresos de 1925, por primera vez desde la guerra, se presentaron balanceados. El déficit de este año, según las previsiones del gobierno, será solo de treintaicuatro millones. La reconstrucción de los territorios liberados está casi terminada. La balanza del comercio exterior ha recobrado su equilibrio. Las exportaciones superan en mil trescientos millones a las importaciones. Ahora el problema son los vencimientos. Las obligaciones a corto plazo contraídas por los antecesores de Herriot comienzan a llamar a las ventanillas del tesoro. El monto de las obligaciones que se vencen en este año pasa de veintidós mil millones. Una parte de estas obligaciones podrá ser convertida; pero otra parte tendrá que ser saldada en moneda contante. El fisco necesita, de toda suerte, encontrar veintidós mil millones de francos. Y no concluirá aquí el problema. Los acreedores de la guerra y de la post-guerra continuarán por muchos años presentando sus cuentas y sus cupones. La deuda interna de Francia asciende a 277,870 millones de francos-papel. La deuda exterior de guerra, a cuya condonación tanto Estados Unidos como Inglaterra se manifiestan muy poco inclinados, suma 110,000 millones. En cuanto Francia comience el servicio de esta deuda, una nueva carga pesará sobre su tesoro. Francia tiene también deudores. Pero sus acreencias son menores y mucho menos realizables. A Francia le deben sus aliados o ex-aliados quince mil millones de francos; mas una parte de esta suma, prestada a Polonia, Tcheco-Slavia, Rumania, etc. a trueque de servicios políticos, no es fácilmente exigible. La acreencia más gruesa de Francia es la que el plan Dawes le reconoce en Alemania: 103.900 millones de francos-papel.
Estas cifras expresan, mejor que cualquier otra explicación, la gravedad de la situación financiera de Francia. El Estado francés se halla frente a un pasivo imponentemente mayor que su activo. La solución de este equilibrio podría ser dejada al porvenir, si una gran parte del pasivo no estuviese compuesta de obligaciones a plazo corto y perentorio. ¿Dónde encontrar el dinero o el crédito necesarios para afrontar estas obligaciones? El contribuyente francés paga demasiados tributos. Su resistencia está colmada. “Nous prendrons l’argent ou il est” -he ahí, expresada en una frase de Renaudel, la formula socialista. “Tomaremos el dinero donde se halle”. Bien. Pero el dinero no se decide a dejarse capturar. El dinero, que cuando persigue al socialismo se siente rabiosamente nacionalista, cuando es perseguido por el socialismo deviene en el acto internacionalista. La amenaza del cartel de izquierdas ha inducido a muchos capitalistas del más ortodoxo patriotismo a expatriar su capital. En la mayoría de los casos el dinero naturalmente no puede emigrar. Tiene que quedarse en el país donde por hábito o por interés o por patriotismo trabaja; pero entonces moviliza todos sus medios para defenderse de las amenazas de la “demagogia socialista”. Apenas el cartel de izquierdas ha bosquejado seriamente su intención de realizar, muy moderada y atenuadamente, el proyecto de cupo al capital, Loucheur ha insurgido contra su política y ha abierto la primera brecha en su mayoría.
¿Volverá entonces, más o menos pronto, el poder a las derechas? Los fautores de Poincaré y Millerand exultan demasiado temprano. Ni aún la conversión en masa de todos los elementos movedizos y fluctuantes, oportunísticamente plegados al cartel, podría dar a las derechas la mayoría indispensable para gobernar. ¿No se romperá, al menos, en estas crisis, la alianza de los socialistas y los radicales-socialistas? Es poco probable que los radicales-socialistas resuelvan suicidarse electoralmente. En una coalición con las derechas acabarían absorbidos y dominados. El abandono de su programa les haría perder, en beneficio de los socialistas, la mayor parte de su clientela electoral. Los dos principales grupos del cartel tienen por ende, que seguir coaligados. El experimento radical-socialista no ha concluido. Por el momento, ya hemos visto cómo el veto de los socialistas ha cerrado el paso a una combinación ministerial dirigida y presidida por Briand. Al partido socialista francés la colaboración en el cartel le ha hecho beber muchos amargos cálices. Pero este cáliz de un ministerio Briand le ha parecido, sin duda, amargo en demasía.
La solución de la crisis no marcará, probablemente, sino un intermezzo, en el episodio radical-socialista. Herriot ha caído antes de que Caillaux pueda sustituirlo. El político del Rubicón no ha tenido aún tiempo de reincorporarse en el parlamento. La interinidad, en suma, recomienza con otro nombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Artículos de José Carlos Mariátegui

Esta serie corresponde a los artículos publicados por José Carlos Mariátegui en distintos medios de prensa, principalmente en revistas como Mundial y Variedades y que han sido conservador en su archivo personal.
La documentación disponible incluye artículos de carácter político, social, cultural no solo de Perú sino de también de América Latina y Europa, en donde se puede evidenciar el trabajo intelectual de Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sentido histórico de las elecciones inglesas

El sentido histórico de las elecciones inglesas

El experimento gubernamental del laborismo ha terminado. Las elecciones últimas han arrojado del poder a los hombres de la Fabian Society y del Labour Party. La mayor parte, de la burguesía saluda exultante este acontecimiento. Alborozada por los resultados del escrutinio, no se cuida de averiguar su precio.

Pero seria y objetivamente consideradas, las elecciones inglesas son un hecho histórico mucho más trascendente, mucho más grave que una mera victoria de los viejos "tories". Significan la liquidación definitiva del secular sistema político de los "wiggs" y los "tories". Este sistema bipartito funcionó, más o menos rítmicamente, hasta la guerra mundial. El post-guerra aceleró el engrosamiento del partido laborista y produjo, provisoriamente, un sistema tripartito. En las elecciones de 1923 ninguno de los tres partidos consiguió mayoría parlamentaria. Llegaron así los laboristas al poder que han ejercido controlados no por una sino por dos oposiciones. Su gobierno ha sido un episodio transitorio dependiente de otro episodio transitorio: el sistema tripartito.

Con las nuevas elecciones no es sólo el gobierno lo que cambia en Inglaterra. Lo que cambia, sobre todo, íntegramente, es el argumento y el juego de la política británica. Ese argumento y ese juego no son ya, una dulce beligerancia y un cortés diálogo entre conservadores y liberales. Son ahora un dramático conflicto y una acérrima polémica entre la burguesía y el proletariado. Hasta la guerra, la burguesía británica dominaba íntegramente la política nacional, desdoblada en dos bandos, en dos facciones. Hasta la guerra se dio el lujo de tener dos ánimas, dos mentalidades y dos cuerpos. Ahora ese lujo, por primera vez en su vida, le resulta inasequible. Estos terribles tiempos de carestía la constriñen a la economía, al ahorro, a la cooperación.

Los que actualmente tienen derecho para sonreír son, por ende, los críticos marxistas. Las elecciones inglesas confirman las aserciones de la lucha de clases y del materialismo histórico. Frente a frente no están hoy, como antes, dos partidos sino dos clases.

El vencido no es el socialismo sino el liberalismo. Los liberales y conservadores han necesitado entenderse y unirse para batir a los laboristas. Pero las consecuencias de esté pacto las han pagado los liberales. A expensas de los liberales los conservadores han obtenido una mayoría parlamentaria que les consentirá acaparar solos el gobierno. Los laboristas han perdido diputaciones que los conservadores y liberales no les han disputado esta vez separada sino mancomunadamente. El conchabamiento de conservadores y liberales ha disminuido su poder parlamentario; no su poder electoral. Los liberales, en tanto, han visto descender junto con el número de sus diputados el número de sus electores. Su clásica potencia parlamentaria ha quedada prácticamente anulada. El antiguo partido liberal ha dejado de ser un partido de gobierno. Privado hasta de su leader Asquith, es actualmente una exigua y decapitada patrulla parlamentaria, casi cuatro veces menor que el joven partido laborista.

Este es, evidentemente, el sino del liberalismo en nuestros tiempos. Donde el capitalismo asume la ofensiva contra la revolución, los liberales son absorbidos por los conservadores. Los liberales británicos han capitulado hoy ante los "tories" como los liberales italianos capitularon ayer ante los fascistas. También la era fascista se inauguró con el consenso de la mayoría del liberalismo de Italia La burguesía deserta en todas partes del liberalismo.

La crisis contemporánea es una crisis del Estado demo-liberal. La Reforma protestante y el liberalismo han sido el motor espiritual y político de la sociedad capitalista. Quebrantando el régimen feudal, franquearon el camino a la economía capitalista, a sus instituciones y a sus máquinas. El capitalismo necesitaba para prosperar que los hombres tuvieron libertad de conciencia y libertad individual. Los vínculos feudales estorbaban su crecimiento. La burguesía abrazó, en consecuencia, la doctrina liberal. Armada de esta doctrina abatió la feudalidad y fundó la democracia. Pero la idea liberal es esencialmente una idea crítica, una idea revolucionaria. El liberalismo puro tiene siempre alguna nueva libertad que conquistar y alguna nueva revolución que proponer. Por esto, la burguesía, después de haberlo usado contra la feudalidad y sus tentativas de restauración, empezó a considerarlo excesivo, peligroso e incómodo. Mas el liberalismo no puede ser impunemente abandonado. Renegando la idea liberal, la sociedad capitalista reniega sus propios orígenes. La reacción conduce como en Italia a una restauración anacrónica de métodos medievales. El poder político, anulada la democracia, es ejercido por condotieres y dictadores de estilo medieval. Se constituye, en suma, una nueva feudalidad. La autoridad prepotente y caprichosa de los condottieres, –que a veces se sienten cruzados, que son en muchos casos gente de
mentalidad, mística, aventurera y marcial– no coincide, frecuentemente, con los intereses de la economía capitalista. Una parte de la burguesía, como acontece presentemente en Italia, vuelve con nostalgia los ojos a la libertad y a la democracia.

Inglaterra es la sede principal de la civilización capitalista. Todos los elementos de este orden social han encontrado ahí el clima más conveniente a su crecimiento. En la historia de Inglaterra se conciertan y combinan, como en la historia de ningún otro pueblo, los tres fenómenos solidarios o consanguíneos, capitalismo, protestantismo y liberalismo. Inglaterra es el único país donde la democracia burguesa ha llegado a su plenitud y donde la idea liberal y sus consecuencias económicas y administrativas han alcanzado todo desarrollo. Más aún. Mientras el liberalismo sirvió de combustible del progreso capitalista, los ingleses eran casi unánimemente liberales. Poco a poco, la misma lucha entre conservadores y liberales perdió su antiguo sentido. La dialéctica de la historia había vuelto a los conservadores algo liberales y a los liberales algo conservadores. Ambas facciones continuaban chocando y polemizando, entre otras cosas porque la política no es concebible de otro modo. La política, como dice Mussolini, no es un monólogo. El gobierno y la oposición son dos fuerzas y dos términos idénticamente necesarios. Sobre todo, el partido liberal alojaba en sus rangos a elementos de la clase media y de la clase proletaria, espontáneamente antitéticos de los elementos de la clase capitalista reunidos en el partido conservador. En tanto que el partido liberal conservó este contenido social, mantuvo su personalidad histórica. Una vez que los obreros se independizaron, una vez que el Labour Party entró en su mayor edad, concluyó la función histórica del partido liberal. El espíritu crítico y revolucionario del liberalismo trasmigró del partido liberal al partido obrero. La facción, escindida primero, soldada después, de Asquith y Lloyd George, dejó de ser el vaso o el cuerpo de la esencia inquieta y volátil del liberalismo. El liberalismo, como fuerza critica, como ideal renovador, se desplazó gradualmente de un organismo envejecido a un organismo joven y ágil. Ramsay Mac Donald, Sydney Webb, Philip Snowden, tres hombres sustantivos del ministerio laborista que acaba de caer, proceden espiritual e ideológicamente de la matriz liberal. Son los nuevos depositarios de la potencialidad revolucionaria del liberalismo. Prácticamente los liberales y los conservadores no se diferencian casi en nada. La palabra liberal, en su acepción y en su uso burgueses, es hoy una palabra vacía. La función de la burguesía no es ya liberal sino conservadora. Y, justamente por esta razón, los liberales ingleses no han sentido ninguna repugnancia para conchabarse con los conservadores. Liberales y conservadores no se confunden y uniforman al azar, sino porque entre unos y otros han desaparecido los antiguos motivos de oposición y de contraste.

El antiguo liberalismo ha cumplido su trayectoria histórica. Su crisis se manifiesta con tanta evidencia y tanta intensidad en Inglaterra, precisamente porque en Inglaterra el liberalismo ha arribado a su más avanzado estadio de plenitud. No obstante esta crisis, no obstante el gobierno conservador que acaba de darse, Inglaterra es todavía la nación más liberal del mundo. Inglaterra es aún el país del libre cambio. Inglaterra es, en fin, el país donde las corrientes subversivas prosperan menos que en ninguna parte por falta de resistencia y de persecución. Los más incandescentes oradores comunistas ululan contra la burguesía en Trafalgar Square y en Hyde Parck en la entrada de Londres. La Reacción en una nación de este grado de democracia no puede vestirse como la reacción italiana ni puede pugnar por la vuelta de la feudalidad con cachiporra y "camisa negra". En el caso británico, la reacción es tal no tanto por el progreso adquirido que anula como por el progreso naciente que frustra o retarda.

El experimento laborista, en suma, no ha sido inútil, no ha sido estéril. Lo será, acaso, para los beocios que creen que una era socialista se puede inaugurar con un decreto. Para los hombres de pensamiento no. El fugaz gobierno de Mac Donald ha servido para obligar a los liberales y a los conservadores a coaligarse y para liquidar, por ende, la fuerza equívoca de los liberales. Los obreros ingleses, al mismo tiempo, se han curado un poco de sus ilusiones democráticas y parlamentarias. Han constatado que el poder gubernamental no basta para gobernar un país. La prensa es, por ejemplo, otro de los poderes de que hay que disponer. Y, como lo observaba hace pocos años Caillaux, la prensa rotativa es una industria reservada a los grandes capitales. Los laboristas, durante estos meses, han estado en el gobierno; pero no han gobernado. Su posición parlamentaria no les ha consentido actuar sino algunos propósitos preliminares de la política de reconstrucción europea compartidos o admitidos por los liberales.

Los resultados administrativos del experimento han sido escasos; pero los resultados políticos han sido muy vastos. La disolución del partido liberal predice, categóricamente, la suerte de los partidos intermedios, de los grupos centristas. El duelo, el conflicto entre la idea conservadora y la idea revolucionaria, ignora y rechaza un tercer término. La política, como la electricidad, tiene únicamente dos polos. Las fuerzas que están haciendo la historia contemporánea son también solamente dos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La Unidad de la América Indo-Española

La Unidad de la América Indo-Española

Los pueblos de la América española se mueven, en una misma dirección. La solidaridad de sus destinos históricos no es una ilusión de la literatura americanista. Estos pueblos, realmente, no son hermanos sólo en la retórica sino también en la historia. Proceden de una matriz única. La conquista española, destruyendo las culturas y las agrupaciones autóctonas, uniformó la fisonomía étnica, política y moral de la América hispana. Los métodos de colonización de los españoles solidarizaron la suerte de sus colonias. Los conquistadores impusieron a las poblaciones indígenas su religión y su feudalidad. La sangre española se mezcló con la sangre india. Se crearon así núcleos de población criolla, gérmenes de futuras nacionalidades. Luego, idénticas ideas y emociones agitaron a las colonias contra España. El proceso de formación de los pueblos indo-españoles tuvo, en suma, una trayectoria uniforme.

La generación libertadora sintió intensamente la unidad sud-americana. Opuso a España un frente único continental. Sus caudillos obedecieron no un ideal nacionalista, sino un ideal americanista. Esta actitud correspondía a una necesidad histórica. Además, no podía haber nacionalismos donde no había aún nacionalidades. La revolución no era un movimiento de las poblaciones indígenas. Era un movimiento de las poblaciones criollas, en las cuales los reflejos de la revolución francesa habían generado un humor revolucionario.

Más las generaciones siguientes no continuaron por la misma vía. Emancipadas de España, las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un trabajo de formación nacional. El ideal americanista, superior a la realidad contingente, fue abandonado. La revolución de la independencia había sido un gran acto romántico; sus conductores y animadores, hombres de excepción. El idealismo de esa gesta y de esos hombres había podido elevarse a una altura inasequible a gestas y hombres menos románticos. Pleitos absurdos y guerras criminales desgarraron la unidad de la América indo-española. Acontecía, al mismo tiempo, que unos pueblos se desarrollaban con más seguridad y velocidad que, otros. Los más próximos a Europa fueron fecundados por sus inmigraciones. Se beneficiaron de un mayor contacto con la civilización occidental. Los países hispano-americanos empezaron así a diferenciarse.

Presentemente mientras unas naciones han liquidado sus problemas elementales, otras no han progresado mucho en su solución. Mientras unas naciones han llegado a una regular organización democrática, en otras subsisten hasta ahora densos residuos de feudalidad. El proceso del desarrollo de todas estas naciones sigue la misma dirección; pero en unas se cumple más rápidamente que en otras.

Pero lo que separa y aísla a los países hispano-americanos no es esta diversidad de horario político. Es la imposibilidad de que entre naciones incompletamente formadas, entre naciones apenas bosquejadas en su mayoría, se concerté y se articule un sistema o un conglomerado internacional. En la historia, la comuna precede a la nación. La nación precede a toda sociedad de naciones.

Aparece como una causa específica de dispersión la insignificancia de vínculos económicos hispano-americanos. Entre estos países no existe casi comercio, no existe casi intercambio. Todos ellos son, más o menos, productores de materias primas y de géneros alimenticios, que envían a Europa y Estados Unidos, de donde reciben, en cambio, máquinas, manufacturas, etc. Todos tienen una economía parecida, un tráfico análogo. Son países agrícolas. Comercian, por tanto, con países industriales. Entre los pueblos hispano-americanos no hay cooperación; algunas veces, por el contrario, hay concurrencia. No se necesitan, no se complementan, no se buscan unos a otros. Funcionan económicamente como colonias de la industria y la finanza europea y norteamericana.

Por muy escaso crédito que se conceda a la concepción materialista de la historia, no se puede desconocer que las relaciones económicas son el principal agente de la comunicación y la articulación de los pueblos. Puede ser que el hecho económico no sea anterior ni superior al hecho político. Pero, al menos, ambos son consustanciales y solidarios. La historia moderna lo enseña a cada paso. (A la unidad germana se llegó a través del “zollverein”. El sistema aduanero, que canceló los confines económicos entre los Estados Alemanes, fue el motor de esa unidad que la derrota, el post-guerra y las maniobras del poincarismo no han conseguido fracturar. Austria-Hungría, no obstante la heterogeneidad de su contenido étnico, constituía también, en sus últimos años, un organismo económico. Las naciones en que el tratado de paz ha dividido Austria-Hungría resultan un poco artificiales, malgrado la evidente autonomía de sus raíces étnicas e históricas. Dentro del imperio austro-húngaro la convivencia había concluido por soldarlas económicamente. El tratado de paz les ha dado autonomía, pero no ha podido darles autonomía económica. Esas naciones han tenido que buscar, mediante pactos aduaneros, una restauración parcial de su funcionamiento unitario. Finalmente, la política de cooperación y asistencia internacionales, que se intenta actuar en Europa, nace de la constatación de la interdependencia económica de las naciones europeas. No propulsa esa política un abstracto ideal pacifista sino un concreto interés económico. Los problemas de la paz han demostrado la unidad económica de Europa. La unidad moral, la unidad cultural de Europa no son menos evidentes; pero sí menos válidas para inducir a Europa a pacificarse.)

Es cierto que estas jóvenes formaciones nacionales se encuentran desparramadas en un continente inmenso. Pero la economía es, en nuestro tiempo, más poderosa que el espacio. Sus hilos, sus nervios suprimen o anulan las distancias. La exigüidad de las comunicaciones y los transportes es, en la América indo-española, una consecuencia de la exigüidad de las relaciones económicas. No se tiende un ferrocarril para satisfacer una necesidad del espíritu y de la cultura.

La América española se presenta prácticamente fraccionada, escindida, balcanizada. Sin embargo, su unidad no es una utopía, no es una abstracción. Los hombres que hacen la historia hispano-americana no son diversos. Entre el criollo del Perú y el criollo argentino no existe diferencia sensible. El argentino es más optimista, más afirmativo que el peruano; pero uno y otro son irreligiosos y sensuales. Hay, entre uno y otro, diferencias de matiz más que de color.

De una comarca de la América española a otra comarca varían las cosas, varía el paisaje; pero casi no varía el hombre. Y el sujeto de la historia es, ante todo, el hombre. La economía, la política, la religión son formas de la realidad humana. Su historia es, en su esencia, la historia del hombre.

La identidad del hombre hispano-americano encuentra una expresión en la vida intelectual. Las mismas ideas, los mismos sentimientos circulan por toda la América indo-española. Toda fuerte personalidad intelectual influye en la cultura continental. Sarmiento, Martí, Montalvo no pertenecen exclusivamente a sus respectivas patrias; pertenecen a Hispano América. Lo mismo que de estos pensadores se puede decir de Darío, Lugones, Silva, Nervo, Chocano y otros poetas. Rubén Darío está presente en toda la literatura hispano-americana. Actualmente, el pensamiento de Vasconcelos y de Ingenieros tiene una repercusión continental. Vasconcelos e Ingenieros son los maestros de una entera generación de nuestra América. Son dos directores de su mentalidad.

Es absurdo y presuntuoso hablar de una cultura propia y genuinamente americana en germinación, en elaboración. Lo único evidente es que una literatura vigorosa refleja ya la mentalidad y el humor hispanoamericanos. Esta literatura—poesía, novela, crítica, sociología, historia, filosofía— no vincula todavía a los pueblos; pero vincula, aunque no sea sino parcial y débilmente, a las categorías intelectuales.

Nuestro tiempo, finalmente, ha creado una comunicación más viva y más extensa: la que ha establecido entre las juventudes hispano-americanas la emoción revolucionaria. Más bien espiritual que intelectual, esta comunicación recuerda la que concertó a la generación de la independencia. Ahora como entonces, la emoción revolucionaria da unidad a la América indo-española. Los intereses burgueses son concurrentes o rivales; los intereses de las masas no. Con la revolución mexicana, con su suerte, con su ideario, con sus hombres se sienten solidarios todos los hombres nuevos de América. Los brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán, en el porvenir, los votos históricos de las muchedumbres.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Proyecciones del proceso Matteotti

Comenzamos desde este número a publicar las colaboraciones del distinguido escritor nacional don José Carlos Mariátegui. La singular condición literaria de este intelectual, su brillante manera y su bien ganado prestigio de capacidad para apreciar las incidencias de la alta política europea van a tener desde nuestras columnas una oportunidad más de revelarse con beneficio para el afianzamiento de su personalidad intelectual y con beneficio mayor todavía para el público lector. El primer artículo de José Carlos Mariátegui analiza las proyecciones del proceso seguido en Italia por el asesinato del diputado socialista Matteotti y está lleno de esa justeza de apreciación que ha hecho del ilustre periodista un caso ejemplar de sinceridad de crítica.
El fascismo no quiere que el proceso de los asesinos de Matteotti se convierta en el proceso de toda la gesta fascista. Contra el espontáneo desarrollo de este proceso, el fascismo moviliza sus brigadas de “camisas negras” y su poder gubernamental. El hecho judicial -dice- no debe transformarse en un hecho político. Y ha dado, con el propósito principal de impedir “indiscreciones” sobre el crimen y sus actores, un decreto-ley que reglamenta marcialmente la libertad de prensa.
Pero no se gobierna la Historia. El propio fascismo -movimiento romántico, antihistórico, voluntarista- tiene sus raíces vitales en la historia y no en la ideología ni en la acción de sus creadores y animadores. Es un producto de esa Historia que pretende negar o torcer a golpes de cachiporra. El asesinato de Matteotti ha sido la culminación de una política de terror. Es por eso que, al reaccionar contra tal crimen, la opinión italiana ha reaccionado contra todo el sistema que lo ha engendrado. El desenlace judicial no importa nada. La cuestión moral y política no era de la competencia de los magistrados. Ha tenido, por ende, un fuero especial, un fuero superior. Y de su juicio sumario han salido condenados el fascismo, su método y sus armas.
Cuando en la cámara italiana se denunció la desaparición del diputado socialista, Mussolini, inquietado por el viento de fronda que soplaba, sintió la necesidad de decir con su acostumbrado tono dramático: “Giustizia saráfatta sino in fondo”. Esta frase parece ahora como una intuición histórica. En la intención del caudillo fascista era una promesa de que los jueces castigarían austeramente a los culpables. Pero ha adquirido luego una realidad superior y adversa a la voluntad fascista. La historia se ha apoderado de ella y la ha hecho suya. Se hará justicia plenamente; pero no solo contra los asesinos materiales, sino contra la política en que el crimen se ha incubado. Como ha dicho Mussolini, “giustizia sará fatta sino in fondo”.
Veamos por qué el fascismo resulta tan comprometido en este proceso. Hay razones inmediatas. Los ejecutores del crimen eran hombres de confianza del estado mayor fascista. Uno de ellos, Dumini, delincuente orgánico, gozaba del favor de los más altos funcionarios del Estado y del partido pertenecía al personal del diario fascista “Il Corriere Italiano” y se titulaba adjunto de la oficina de prensa del jefe de gobierno. Está averiguada una circunstancia a su respecto; el día del delito, Dumini aguardó en el Palacio Viminal, donde funciona el ministerio del interior, al automóvil que debía conducirlo a secuestrar a Matteotti. El crimen fue ordenado, según las investigaciones judiciales, por Rossi y Marinelli, dos fascistas del primer rango y de la primera hora, miembros del cuadrunvirato supremo del partido y por Filipelli, director de “Il Corriere Italiano”. El directo de otro diario fascista “Il Nuovo Paese” acaba de ser llamado a Roma por edictos como otro de los responsables. El fascismo, en un principio, cuando le urgía calmar y satisfacer a la opinión pública, se esforzó por aislar la responsabilidad de los acusados. Los entregó a la justicia. Pero, poco a poco, un instinto más poderoso que su consciencia lo ha movido hacia ellos. En algunas demostraciones de los “camisas negras” se ha oído el grito de “Viva Dumini”. Y se ha amenazado a la oposición con una segunda marcha a Roma destinada, sin duda, a liberar a los encausados. Finalmente Farinacci, uno de los mayores lugar-tenientes de Mussolini, ha asumido la defensa de Dumini y ha intentado, como explicación del asesinato atribuir a Rossi una conspiración contra Mussolini para reemplazarlo en el poder. (Su tentativa ha tenido tan mala suerte, ha encontrado un público tan incrédulo y hostil, que Farinacci no ha insistido en sus folletinescas revelaciones).
De otro lado, el asesinato de Matteotti no es un acto solitario en la historia del fascismo. En un acto terrorista perfectamente encuadrado dentro de la teoría y la práctica de las “camisas negras”.
La gesta fascista está llena de hechos símiles. Matteotti ha sido asesinado por una banda especializada en el delito. Dumini y sus cómplices resultan ahora los autores del asalto a la casa del estadista Nitti y de las agresiones a los diputados Amendola, Mazzolani, Missuri y Forni, fascistas disidentes o cismáticos los dos últimos. Y sobre todo, los capitanes del fascismo han alimentado siempre en sus brigadas un estado de ánimo agresivo y guerrero y en algunos casos, han hecho la apología de la violencia. De este humor bélico, han logrado contagiar hasta a algunas personas tenidas antes por sabias y prudentes. Giovanni Gentile, explicando filosóficamente su fascismo, ha dicho que “toda fuerza es forma moral, cualquiera que sea el argumento empleado: la prédica o el garrote”.
En este emocionante proceso acusan, pues, el fascismo muchas circunstancias y muchos testimonios. Sus consecuencias han sido, por eso, instantáneas e inexorables. Las largas masas sociales que, por desconcierto o inconsciencia o seducidas por su lenguaje quijotesco y megalómano, seguían al fascismo, han empezado a abandonarlo. Las defecciones se multiplican. Las filas filofascistas pierden sus nombres más sonoros: Ricciotti Garibarli hijo, Sem Bellini, etc. Los grupos liberales que colaboraban con Mussolini le retiran ahora su confianza. “Il Giornale d’Italia” de Roma, “Il Mattino” de Nápoles de aproximan a la oposición. Los mismos fascistas se dan cuenta de que se van quedando solos. Mussolini, en la última asamblea del consejo nacional fascista, ha recomendado la conquista de las masas. Pero tanto el Duce como sus secuaces cometen cotidianos errores de psicología que aumentan la excitación popular. Además, se constata en todas las capas sociales una mayor sensibilidad moral y política. Antes, los ataques a la libertad, los actos de terror del fascismo eran tolerados o aceptados pasivamente por la mayoría de la población. Hoy, encuentran en ella una repulsa y una condenación enérgicas y vigorosas. Los laureles de la marcha a Roma se han marchitado mucho.
Probablemente los fascistas intentarán sacar del asesinato de su compañero, el diputado Casalini, armas morales defensivas y contra-ofensivas. Pero este crimen no puede cancelar en que lo ha precedido. La responsabilidad de los hechos es diferente; su proyección tiene que serlo también. Se trata, en el nuevo caso, de un acto de violencia individual. El asesino ha procedido aisladamente, por su propia cuenta. No es posible filiarlo sino como un exaltado. Tras él no existe una organización terrorista dirigida por leaders de la oposición. Los grupos de la oposición han execrado, generalmente, la violencia. Alguno de ellos ha mostrado una mentalidad próxima al grandhismo y casi ha predicado la resistencia pasiva. Gracias, en parte, a esta clase de adversarios, la gesta fascista encontró franca y abierta la vía del gobierno.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Poetas nuevos y poesía nueva

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.
Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia provinciana, cursi, medioeval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.
Fuera de los juegos florales, he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Arnaldo Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete hondo del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño, tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía, es un cohete de luces polícromo y estridente. En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y, probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.
No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. (Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondriaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera, pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sud-americana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambiente occidental, confrontamos nuestra psicología con la de la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. “La vita e bella e degna di essere magnificamente vissuta” dice D’Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los ‘‘lieder” alemanes y escandinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina -¡latinos, nosotros!- nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Latino. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada, desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.
La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llamamos melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky, Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertherianamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso el acre zumo, las “gotas amargas” de la poesía de José Asunción Silva, las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza. Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos. El clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Solo los temperamentos fuertes -César Vallejos, César Rodríguez, etc.- saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? “En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión” dice Luis C. López. Lo evidente es que vivimos dentro de un círculo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: “Doctor, un desencanto de la vida, etc.” El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos higiénicos y un diagnóstico doloroso.
Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.
Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafamente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué trasgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? “Il faut etre absolument moderne”, como decía Rimbaud; pero hay que ser moderno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la Belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstico. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros.
No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos del Occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Hilferding y la social-democracia alemana

Mala fortuna tienen, en esta época, las “ententes”. La Entente anglo-franco-italiana, desavenida y descompaginada, cruje periódica y ruidosamente. La entente entre Stinnes y la social-democracia alemana resulta también una unión morganática frágil y quebradiza. Las relaciones entre los populistas y los socialistas alemanes son corteses en la mañana, contenciosas en la tarde. A consecuencia de estos malos humores consuetudinarios se desplomó dramáticamente el ministerio Stressemann-Hilferding.
A la crónica de esa crisis ministerial -de la cual ha salido galvanizada y remendada la híbrida coalición industrial-socialista- está muy vinculado el nombre de Rudolph Hilferding, uno de los leaders primarios, uno de los conductores sustantivos de la social-democracia alemana. La figura de Hilferding, agriamente contrastada durante la crisis ministerial, tiene así contornos de actualidad y relieves de moda. Su presentación en este proscenio hebdomadario de personajes y escenas mundiales es oportuna, además, para enfocar a la socialdemocracia en una postura difícil de su historia.
La política de Hilferding en el ministerio de finanzas obedecía a la necesidad de apaciguar la agitación y la miseria de las masas. Tendía, por esto, a revalorizar el marco y a fiscalizar los precios de la alimentación popular. Hilferding proyectaba que el Estado se incautase de todas las divisas extranjeras existentes en Alemania. Decretó la declaración forzosa de estos valores por sus propietarios. Y amenazó a los remisos con severos castigos. Esta política fiscal atacaba el interés de los rentistas, de los agricultores y de otros acaparadores habituales de monedas extranjeras. Una gran parte de la burguesía alemana ululó contra la demagogia financiera del ministro-socialista. No se trataba, en verdad, de un caso de demagogia personal. Hilferding actuaba conminado por las masas, desconfiadas y malcontentas del entendimiento con Stinnes, defensoras vigilantes de la jornada de ocho horas. Pero las críticas eran inevitablemente nominativas. Y apuntaban contra Hilferding. Vino la fractura del bloque populista-socialista. Se predijo la imposibilidad de soldarlo y la inminencia de que brotara de la crisis una dictadura. Un frente único de todos los partidos burgueses -pangermanistas, populistas, católicos y demócratas- bajo el auspicio y la dirección de Stresemann. Pero los católicos y los demócratas -tendencialmente centristas y transaccionales- opinaron por la reconstrucción de un gobierno parlamentario emanado de la mayoría del Reichstag. Estas sugestiones centristas coincidieron con recíprocas concesiones de populistas y socialistas y promovieron la reconstitución del antiguo bloque mixto. Surgió así el actual gabinete Stressemann. La estructura parlamentaria de este gabinete es la misma del gabinete anterior; pero su personal es un poco diverso. Hilferding, por ejemplo, no ha vuelto al ministerio de finanzas.
Hilferding es uno de los economistas máximos de la social-democracia. (El viejo Berstein marcha hacia su jubilación.) El grupo socialista del Reichstag considera a Hilferding su mejor experto, su mejor técnico de finanzas. Una tarde, en el Reichstag, conversando con Breischeidt -otro leader de la social-democracia actualmente candidato al ministerio de negocios extranjeros- quise de él algunos esclarecimientos concretos sobre el programa financiero del grupo socialista. Olvidaba la tendencia de los alemanes a la especialización, al tecnicismo, al encasillamiento. Breischeidt, especialista en cuestiones extranjeras, no se reconocía capacidad para hablar de cuestiones económicas. Y me remitió al especialista, al perito: —Vea Ud. a Hilferding. Hilferding le expondrá nuestros puntos de vista. Presentado por Breischeidt, conocí a Hilferding. El marco -era el mes de noviembre del año último- caía vertiginosamente. Seguía la vía de la corona austriaca y del rublo moscovita. Hilferding estudiaba los medios de estabilizarlo. Nuestra conversación, inactual ahora, versó sobre este tópico.
Antiguo estudioso de economía, Hilferding es un exégeta original y hondo de las tesis económicas de Marx. Es autor de un libro notable, “El capital financiero”, dedicado al examen de los fenómenos de la concentración capitalista. Hilferding observa en este libro que la concentración capitalista está cumplida en los países de economía desarrollada. En Alemania, por ejemplo, la producción se encuentra casi totalmente controlada por los grandes bancos. Y por consiguiente, la simple socialización de estos sería la inauguración del régimen colectivista. El “Finanzkapital” interesó mucho a la crítica marxista. Y colocó a Hilferding en los rangos más conspicuos de la social-democracia.
La posición de Hilferding en el socialismo alemán ha sido, en un tiempo, una posición de izquierda y de vanguardia. Pero Hilferding no ha jugado nunca un rol tribunicio ni tumultuario. Se ha comportado siempre exclusivamente como un hombre de estado mayor. Ha sido invariablemente un estadista científico, terso, gélido, cerebral; no ha sido un tipo de conductor ni de caudillo. Durante la guerra, el grupo socialista del Reichstag se cisionó. Una minoría, acaudillada por Liebnecht, Dittmann, Hilferding, Crispien, Haase, declaró su oposición a los créditos bélicos. Y asumió una actitud hostil a la guerra. La mayoría expulsó de las filas de la social-democracia a los diputados disidentes. Entonces la minoría fundó un hogar aparte: el partido socialista independiente. En 1918, emergió de la revolución alemana una tercera agrupación socialista: los comunistas o espartaquistas de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. Los socialistas independientes ocuparon una posición centrista e intermedia. Diferenciaron su rumbo del de los socialistas mayoritarios y del de los comunistas. Hilferding dirigía el órgano de la facción: “Die Freiheit”. En 1920, los socialistas independientes tuvieron en Halle su congreso histórico. Deliberaron sobre las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional y de unión a los comunistas. Una fracción, encabezada por Hoffmann, Stoecker y Daumig propugnaba la aceptación de las condiciones de Moscou; otra fracción, encabezada por Hilferding, Crispien y Ledebour, la combatía. Zinoview, a nombre de la Tercera Internacional, asistió al congreso. Hilferding, orador oficial de la fracción esquiva y secesionista, polemizó con el leader bolchevique. El congreso produjo el cisma. La mayoría de los delegados votó por la adhesión a Moscou. Trescientos mil afiliados abandonaron los rangos del partido socialista independiente para sumarse a los comunistas. El resto de la agrupación reafirmó su autonomía y su centrismo. Pero aligerado de su lastre revolucionario, empezó muy pronto a sentir la atracción del viejo hogar social-democrático. En el proletariado no existen sino dos intensos campos de gravitación: la revolución y la reforma. Los núcleos desprendidos de la revolución están destinados, después de un intervalo errante, a ser atraídos y absorbidos por la reforma. Esto le aconteció a los socialistas independientes de Alemania. En octubre del año pasado reingresaron en los rangos de la socialdemocracia y del “Vorvaerts”. Y extinguieron la cismática “Freiheit”. Únicamente Ledebour y otros socialistas, bizarramente secesionistas y centrífugos, se resistieron a la unificación.
Hilferding está clasificado, dentro del socialismo europeo, como uno de los representantes de la ideología democrática y reformista. En la polémica, en la controversia entre bolchevismo y menchevismo, entre la Segunda y la Tercera Internacional, la posición de Hilferding no ha sido rigurosamente la misma de Kautsky. Hilferding ha tratado de conservar una actitud virtualmente revolucionaria. Ha impugnado la táctica “putschista” e insurreccional de los comunistas; pero no ha impugnado su ideología. Ha disentido de la praxis de la Tercera Internacional; pero no ha disentido explícitamente de su teoría. Ha dicho que era necesario crear las condiciones psicológicas, morales, ambientales de la revolución. Que no bastaba la existencia de las condiciones económicas. Que era elemental y primario el orientamiento espiritual de las masas. Pero esta dialéctica no era sino formal y exteriormente revolucionaria. Malgrado sus reservas mentales, Hilferding es un social-democrático, un social-evolucionista; no es un revolucionario. Su localización en la social-democracia no es arbitraria ni es casual.
Zinoview, en su prosa beligerante, polémica y agresiva, define así al autor del “Finazkapital”: “Hilferding es una especie de subrogado de Kautsky. Y el Hilferding enmascarado es más aceptable que el Kautsky tontamente sincero. Sus relaciones con banqueros y agentes de bolsa han desarrollado en Hilferding una elasticidad que no posee su maestro Kaustky. Hilferding esquiva con una facilidad extraordinaria las cuestiones difíciles. Sabe callar ahí donde Kautsky profiere abiertamente insulceses contrarrevolucionarias. En una palabra, es adaptable, elástico y prudente.”
Pero este Hilferding, mordazmente excomulgado y descalificado por la extrema izquierda, resulta, naturalmente, un peligroso y disolvente demagogo para la extrema derecha. Su caída del ministerio de finanzas, por ejemplo, es un efecto de la incandescente ojeriza reaccionaria y conservadora. El compromiso, la transacción entre la alta industria y la social-democracia, se tasaron sobre el interés precariamente común de una política de saneamiento del marco y de mitigamiento del hambre y la miseria. La requisición de valores extranjeros de propiedad particular y la fiscalización de los precios de los granos y las legumbres no molestaban a Stinnes ni a la alta industria. Pero herían intensamente a las varias jerarquías de agricultores, de comerciantes, de intermediarios y de especuladores, interesados en sustraer sus divisas extranjeras y sus precios al control del Estado. Y la social-democracia, en tanto, no podía renunciar a estas medidas elementales. Al mismo tiempo, no podía avenirse pasivamente a la abolición de la jornada de ocho horas ni al abandono de los ferrocarriles ni de los bosques demaniales a un trust privado. Aquí comenzó el choque, el conflicto entre los socialistas y los populistas. Este choque, este conflicto reaparecen en la cuestión de la emisión de una nueva moneda. A este respecto, los puntos de vista de la industria y de la agricultura, de los populistas y de los pangermanistas, casi coinciden y convergen. Helferich, leader del partido de los junkers y los terratenientes, propone la creación de un banco privado que emita una moneda estable respaldada con cereales y oro por la agricultura y la industria. Los industriales planean un banco de emisión con un capital de quinientos millones de marcos oro cubierto con suscriciones de la industria y del capital extranjero. Ambos proyectos trasladan del Estado a los particulares la función de emitir moneda. Esta es su característica esencial. Ahora bien. Los socialistas quieren absolutamente que la emisión de una moneda estable sea efectuada por el Estado a base de enérgicas imposiciones a la gran propiedad. Un compromiso, un acuerdo resultan, por tanto, asaz difíciles y problemáticos. El capitalismo alemán intenta asumir directamente las funciones económicas del Estado. Pretende, en suma, separar el Estado económico del Estado político. La crisis del Estado contemporáneo, del Estado democrático se dibuja aquí en sus contornos sustanciales. El capitalismo alemán dice que, si no es independizada del Estado, la emisión del marco, estará sujeta a nuevos exorbitantes inflamientos. Los ingresos del Estado no alcanzan a cubrir ni un quince por ciento de los egresos. El Estado, por consiguiente no dispone de otro recurso que la impresión constante, vertiginosa, desenfrenada de papel moneda. Estas observaciones descubren, indirectamente, la intención de los capitalistas. Despojado de la función de emitir moneda, subordinado a los auxilios voluntarios de los capitalistas, el Estado caería en la bancarrota, en la falencia, en la miseria. Tendría que reducir al límite más modesto sus servicios y sus actividades. Tendría que licenciar a un inmenso ejército de funcionarios, empleados y trabajadores. La industria privada se libraría de la concurrencia del Estado empresario en el mercado del trabajo. Los acreedores de Alemania -Francia, etc.- no pudiendo negociar ni pactar con el Estado insolvente y mendigo, negociarían y pactarían directamente con los trusts verticales.
Los leaders de la social-democracia no pueden aceptar esta política plutocrática. La burguesía alemana tiende, por eso, a una dictadura de las derechas. Y su actitud estimula en el proletariado la idea de una dictadura de las izquierdas. El gabinete de Stressemann puede ser muy bien el último gabinete parlamentario de Alemania. La tendencia histórica contemporánea es la tendencia al gobierno de clase. La situación del mundo se opone a que prospere la política de la transacción, de la reforma y del compromiso. Y la crisis de esta política, que es la crisis de la democracia, condena al ostracismo del poder y de la popularidad a los hombres de filiación democrática y reformista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti

Nitti

Nitti, Keynes y Caillaux ocupan el primer rango entre los pionners y los fautores dela política de reconstrucción europea. Estos estadistas propugnan una política de solidaridad y de cooperación entre las naciones y de solidaridad y cooperación entre las clases. Patrocinan un programa de paz internacional y de paz social. Contra este programa insurgen las derechas que, en el orden internacional, tienen una orientación imperialista y conquistadora y, en el orden doméstico, una orientación reaccionaria y antisocialista. La aversión de las extremas derechas a la política bautizada con el nombre de "política de reconstrucción europea" es una aversión histérica, delirante y fanática. Sus clubs y sus logias secretas condenaron a muerte a Walther Rathenau que aportó una contribución original, rica e inteligente al estudio de los problemas de la paz.

La política de reconstrucción europea es la política de Lloyd George. Es la política de la transacción y del compromiso entre el orden viejo y el orden nuevo. Nitti, Keynes, Caillaux, son sus teóricos, sus ideólogos, sus catedráticos; Lloyd George es, más bien, su realizador. Los puntos de vista de Nitti, de Caillaux, de Keynes son panorámicos y generales; los puntos de vista de Lloyd George son contingentes y graduales. Pero unos y otros tienen la misma filiación y la misma tendencia.

El actual capítulo de la historia mundial es un capítulo reaccionario y guerrero. Sus protagonistas típicos, peculiares, característicos, son Mussolini, Poincaré y Primo de Rivera. Prevalecen, agudamente, las corrientes de la reacción y del nacionalismo. En Alemania se incuba un “putsch” pangermanista destinado a inaugurar una dictadura de los grupos de derecha. En todas partes, toma la ofensiva la idea conservadora. Los políticos de la reconstrucción saben que el instante no les es propicio. Pero confían en una conquista paulatina de la opinión. Y lanzan al asalto sus libros, sus periódicos, sus discursos. Su propaganda penetra, sobre todo, en los núcleos intelectuales, más sensibles a la ideología de la reforma que a la ideología de la revolución o de la reacción.

La figura de Nitti es, pues, una alta figura europea. Nitti no se inspira en una visión local sino en una visión europea de la política. La crisis italiana es enfocada por el pensamiento y la investigación de Nitti sólo como un sector, como una sección de la crisis mundial. Nitti escribe un día para el “Berliner Tageblatt” de Berlín y otro día para la United Press de New York. Polemiza con hombres de París, de Varsovia, de Moscou.

Nitti es un italiano meridional. Sin embargo, no es el suyo un temperamento tropical, frondoso, excesivo, como suelen serlos temperamentos meridionales. La dialéctica de Nitti es sobria, escueta, precisa. Acaso por esto no conmueve mucho al espíritu italiano, enamorado de un lenguaje retórico, teatral y ardiente. Nitti, como Lloyd George, es un relativista de la política. No lo atrae la reacción ni la revolución. No se adapta a una posición extremista. No es accesible al sectarismo de la derecha ni al sectarismo de la izquierda. Es un político frío, cerebral, risueño, que matiza sus discursos con notas de humorismo y de ironía. Es un político que “fa dello spirito” como dicen los italianos. Pertenece a esa categoría de políticos de nuestra época que han nacido sin fe en la ideología burguesa y sin fe en la ideología socialista y a quiénes, por tanto, no repugna ninguna transacción entre la idea nacionalista y la idea internacionalista, entre la idea individualista y la idea colectivista. Los conservadores puros, los conservadores rígidos, vituperan a estos estadistas eclécticos, permeables y dúctiles. Excecran su herética falta de fe en la infalibilidad y la eternidad de la sociedad burguesa. Los declaran inmorales, cínicos, derrotistas, renegados. Pero este último adjetivo, por ejemplo, es clamorosamente injusto. Esta generación de políticos relativistas no ha renegado nada por la sencilla razón de que nunca ha creído ortodoxamente nada. Es una generación estructuralmente adogmática y heterodoxa. Vive equidistante de las tradiciones del pasado y de las utopías del futuro. No es futurista ni pasadista, sino presentista, actualista. Ante las instituciones viejas y las instituciones venideras tiene una actitud agnóstica y pragmatista. Pero, recónditamente, esta generación tiene también una fe, un mito, una religión. La fe, el mito, la religión de la Civilización occidental. La raíz de su evolucionismo es esta devoción íntima. Es refractaria a la reacción porque teme que la reacción excite, estimule y enardezca el ímpetu destructivo de la revolución. Piensa que el mejor modo de combatir la revolución violenta es el de hacer la revolución pacífica. No se trata, para esta generación política, de conservar el orden viejo ni de crear el orden nuevo: se trata de salvar la Civilización, esta Civilización occidental, esta “abendlaendische Kultur” que, según Oswald Spengler, ha llegado a su plenitud y, por ende, a su decadencia. Gorki, justamente, ha clasificado a Nitti y a Nansen como a dos grandes espíritus de la Civilización europea. En Nitti se percibe, en efecto, a través de sus excepticismos y sus relativismos, una adhesión absoluta: su adhesión a la Cultura y al Progreso europeos. Antes que italiano, se siente europeo, se siente occidental, se siente blanco. Quiere, por eso, la solidaridad de las naciones europeas, de las naciones occidentales. No le inquieta la suerte de la Humanidad con mayúscula; le inquieta la suerte de la humanidad occidental, de la humanidad blanca. No acepta el imperialismo, de una nación europea sobre otra; pero sí acepta el imperialismo del mundo occidental sobre el mundo cafre, hindú, árabe o piel roja.

Sostiene Nitti, como todos los políticos de la “reconstrucción”, que no es posible que una potencia europea extorsione o ataque a otra sin daño para toda la economía europea, para toda la vitalidad europea. Los problemas de la paz han revelado la solidaridad, la unidad del organismo económico de Europa. Y la imposibilidad de la restauración de los vencedores a costa de la destrucción de los vencidos. , A los vencedores les está vedada, por primera vez en la historia del mundo, la voluptuosidad de la venganza. La reconstrucción europea no puede ser sino obra común y mancomunada de todas las grandes naciones de Occidente. En su libro “Europa senza pace”, Nitti recomienda las siguientes soluciones: reforma de la sociedad de las naciones sobre la base de la participación de los vencidos; revisión de los tratados de paz; abolición de la comisión de reparaciones; garantía militar a Francia; condonación recíproca de las deudas interaliadas, al menos en una proporción del ochenta por ciento; reducción de la indemnización alemana a cuarenta mil millones de francos oro; reconocimiento a Alemania de la cancelación de veinte mil millones como monto de sus pagos efectuados en oro, mercaderías, naves, etc. Pero las páginas críticas, polémicas, destructivas de Nitti son más sólidas y más brillantes que sus páginas constructivas. Nitti ha hecho con más vigor la descripción de la crisis europea que la teorización de sus remedios. Su exposición del caos, de la ruina europea es impresionantemente exacta y objetiva; su programa de reconstrucción es, en cambio, hipotético y subjetivo.

A Nitti le tocó el gobierno de Italia en una época agitada y nerviosa de tempestad revolucionaria y de ofensiva socialista. Las fuerzas proletarias estaban en Italia en su apogeo. Ciento cincuentaicinco diputados socialistas ingresaron en la cámara con el clavel rojo en la solapa y las estrofas de la Internacional en los labios. La Confederación General del Trabajo, que representaba a más de dos millones de trabajadores gremiados, atrajo a sus filas a los sindicatos de funcionarios y empleados del Estado. Italia parecía madura para la revolución. La política de Nitti, bajo la sugestión de este ambiente revolucionario, tuvo necesariamente una entonación y un gesto demagógicos. El Estado abandonó algunas de sus posiciones doctrinarias ante el empuje de la ofensiva revolucionaria.
Nitti dirigió sagazmente esta maniobra. Las derechas, soliviantadas y dramáticas, lo acusaron de debilidad y de derrotismo.
Lo denunciaron como un sabotador, como un desvalorizador de la autoridad del Estado. Lo invitaron a la represión inflexible de la agitación proletaria. Pero estas grimas, estas aprénsiones y estos gritos de las derechas no conmovieron a Nitti.

Avizor y diestro, comprendió que oponer a la revolución un dique granítico era provocar, talvez, una insurrección violenta. Y que era mejor abrir todas las válvulas del Estado al escape y al desahogo de los gases explosivos acumulados a causa de los dolores de la guerra y los desabrimientos de la paz. Obediente a este concepto, se negó a castigar las huelgas de ferroviarios y telegrafistas del Estado y a usar rígidamente las armas de la ley, de los tribunales y de los gendarmes. En medio del escándalo y la consternación de las derechas, tornó a Italia, amnistiado, el leader anarquista Enrique Malatesta. Y los delegados del partido socialista y de los sindicatos, con pasaportes regulares del gobierno, marcharon a Moscou para asistir al congreso de la Tercera Internacional. Nitti y la Monarquía flirteaban con el socialismo. El director de “La Nazione” de Florencia me decía en aquella época: “Nitti lascia andaré”. Ahora se advierte que, históricamente, Nitti salvó entonces a la burguesía italiana de los asaltos de la revolución. Su política transaccional, elástica, demagógica, estaba dictada e impuesta por las circunstancias históricas. Pero, en la política como en la guerra, la popularidad no corteja a los generalísimos de las grandes retiradas sino a los generalísimos de las grandes batallas. Cuando la ofensiva revolucionaria empezó a agotarse y la reacción a contraatacar, Nitti fue desalojado del gobierno por Giolitti. Con Giolitti la ola revolucionaria llegó a su plenitud en el episodio de la ocupación de las usinas metalúrgicas . Y entraron en acción Mussolini, las “camisas negras” y el fascismo. Las izquierdas, sin embargo, volvieron todavía a la ofensiva. Las elecciones de 1921, maIgrado las guerrillas fascistas, reabrieron el parlamento a ciento treintaiséis socialistas. Nitti, contra cuya candidatura se organizó una gran cruzada de las derechas, volvió también a la cámara. Varios diarios cayeron dentro de la órbita nittiana. Aparecieron en Roma “Il Paese” e “II Mondo”. Los socialistas, divorciados de los comunistas, estuvieron próximos a la colaboración ministerial. Se anunció la inminencia de una coalición social-democrática dirigida por De Nicola o por Nitti. Pero los socialistas, cisionados y vacilantes, se detuvieron en el umbral del gobierno. La reacción acometió resueltamente la Conquista del poder. Los fascistas marcharon sobre Roma y barrieron de un soplo el raquítico, pávido y medroso ministerio Facta. Y la dictadura de Mussolini dispersó a los grupos demócratas y liberales.

La burguesía italiana, después, se ha uniformado, oportunísticamente, de “camisa negra”. “El Paese” filo-socialista’ ha sido transformado en “II Nuovo Paese” fascista ultraísta. “Il Secolo XIX”, viejo reducto de la democracia, evacuado por Mario Missiroli y Guglielmo Ferrero, ha ingresado en la prensa fascista. Una parte de los populares ha abandonado a Don Sturzo para escoltar a los “fasci”. Y Andrea Torre, fundador del “Mondo” ha concluido por tratar con Mussolini. Pero Nitti no ha capitulado ante el fascismo. Menos oportunista, menos flexible que Lloyd George no se ha plegado a las pasiones actuales de la muchedumbre . Se ha retirado a su provincia, a la Basilicata, a su vida de estudioso, de- investigador y de catedrático. El instante no es favorable a los hombres de su tipo. Nitti no habla un lenguaje pasional sino un lenguaje intelectual. No es un leader tribunicio y tumultuario. Es un hombre de ciencia, de universidad y de academia. Y en esta época de neo-romanticismo, las muchedumbres no quieren estadistas sino caudillos. No quieren sagaces pensadores sino bizarros, míticos y taumatúrgicos capitanes.

El programa de reconstrucción europea propuesto por Nitti es típicamente -el programa de un economista. Nitti, saturado del
pensamiento de su siglo, tiende a la interpretación económica, materialista, de la historia. Algunos de sus críticos se duelen precisamente de su inclinación sistemática a considerar exclusivamente el aspecto económico de los fenómenos históricos y a descuidar su aspecto moral y psicológico. Nitti cree, fundadamente, que la solución de los problemas económicos de la paz resolvería la crisis. Y ejercita toda su influencia de estadista y de leader para conducir a Europa a esa solución. Pero, la dificultad que existe para que Europa acepte un programa de cooperación y asistencia internacionales, revela, probablemente, que las raíces de la crisis son más hondas e invisibles. El oscurecimiento del buen sentido occidental no es una causa de la crisis sino uno de sus síntomas, uno de sus efectos, una de sus expresiones. Los políticos de la “reconstrucción” se dirigen a la inteligencia de los pueblos. Más la inteligencia de los pueblos está nublada por las ráfagas misteriosas de la pasión.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Marinetti y el futurismo

Marinetti y el futurismo

El futurismo no es,—como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo,—únicamente una escuela o una tendencia de arte de vanguardia. Es, «obre todo, un fenómeno interesante de la vida italiana. El futurismo no ha producido, como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo, un concepto o una forma definida o peculiar de creación artística. Ha adoptado, parcial o totalmente, conceptos o formas de movimientos afines. Mas que un esfuerzo de edificación de un arte nuevo ha representado un esfuerzo de destrucción del arte viejo. Pero ha aspirado a ser no sólo un movimiento de renovación artística sino también un movimiento de renovación política.
Ha intentado casi ser una filosofía. Y, en este aspecto, ha tenido raíces espirituales que se confunden o enlazan con las de otros fenómenos de la historia contemporánea de Italia.

Hace quince años del bautizo del futurismo. En febrero de 1909, Marinetti y otros artistas suscribieron y publicaron en París el primer manifiesto futurista. El futurismo aspiraba a ser un movimiento internacional. Nacía, por eso, en París. Pero estaba destinado a adquirir, poco a poco, una fisonomía y una esencia fundamentalmente italianas. Su “duce”, su animador, su caudillo era un artista de temperamento italianísimo: Marinetti, ejemplar típico de latino, de italiano, de meridional. Marinetti recorrió casi toda Europa. Dio conferencias en París, en Londres, en Petrognad. El futurismo, sin embargo, no llegó a aclimatarse duradera y vitalmente sino en Italia. Hubo un instante en que en los rangos del futurismo militaron los más sustanciosos artistas de la Italia actual: Papini, Govoni, Palazeschi, Folgore y otros. El futurismo no contenía entonces sino un afán de renovación.

Sus leaders quisieron que el futurismo se convirtiese en una doctrina, en un dogma. Los sucesivos manifiestos futuristas tendieron a definir esta doctrina, este dogma. En abril de 1909 apareció el famoso manifiesto contra el claro de luna. En abril de 1910 el manifiesto técnico de la pintura futurista, suscrito por Boccioni, Carrá, Russolo, Balita, Severini, y el manifiesto contra Venecia pasadista. En enero de 1911 el manifiesto de la música futurista por Balilla Pratella. En marzo de 1912 el manifiesto de la mujer futurista por Valentine de Saint Point. En abril de 1912 el manifiesto de la escultura futurista por Boccioni. En mayo el manifiesto de la literatura futurista por Marinetti. En pintura, los futuristas plantearon esta cuestión: que el movimiento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos. En música, iniciaron la tendencia a interpretar el alma musical de las muchedumbres, de las fábricas, de los trenes, de los transatlánticos. En literatura, inventaron las “palabras en libertad”. Las “palabras en libertad” son una literatura sin sintaxis y sin coherencia. Marinetti la definió como una obra de “imaginación sin hilos”.

En octubre de 1913 leader de los futuristas pasaron del arte a la política. Publicaron un programa político que no era, como los programas anteriores, un programa internacional sino un programa italiano. Este programa propugnaba una política extranjera “agresiva, astuta, cínica”. En el orden exterior, el futurismo se declaraba imperialista, conquistador guerrero. Aspiraba a una anacrónica restauración de la Roma Imperial. En el orden interno, se declaraba antisocialista y anti-clerical. Su programa, en suma, no era revolucionario sino reaccionario. No era futurista, sino pasadista. Concepción de literatos, se inspiraba sólo en razones estéticas.

Vinieron, luego, el manifiesto de la arquitectura futurista y el manifiesto del teatro sintético futurista. El futurismo completó así su programa ómnibus. No fue ya una tendencia sino un haz, un fajo de tendencías. Marinetti daba a todas estas tendencias un alma y una literatura comunes. Era Marinetti en esa época uno de los personajes más interesantes y originales del mundo occidental. Alguien lo llamó “la cafeína de Europa".

Marinetti fue en Italia uno de los más activos agentes bélicos. La literatura futurista aclamaba la guerra como la “única higiene del mundo”. Los futuristas excitaron a Italia a la conquista de Tripolitania. Soldado de esa empresa bélica, Marinetti extrajo de ella varios motivos y ritmos para sus poemas y sus libros. “Mafarka”, por ejemplo, es una novela de ostensible y cálida inspiración africana. Más tarde, Marinetti y sus secuaces se contaron entre los mayores agitadores del ataque a Austria.

La guerra dio a los futuristas una ocupación adecuada a sus gustos y aptitudes. La paz, en cambio, les fue hostil. Los sufrimientos de la guerra generaron una explosión de pacifismo. La tendencia imperialista y guerrera declinó en Italia. El partido socialista y el partido católico ganaron las elecciones e influyeron acentuadamente en los rumbos del poder. Al mismo tiempo inmigraron a Italia nuevos conceptos y formas artísticas francesas, alemanas, rusas. El futurismo cesó de monopolizar el arte de vanguardia. Carrá y otros divulgaron en la revista “Valori Plastici” las novísimas corrientes del arte ruso y del arte- alemán. Evolá fundó en Roma una capilla dadaísta. La casa de arte Bragaglia y su revista “¡Cronache di Attualifá”, alojaron las más selectas expresiones del arte europeo de vanguardia. Marinetti, nerviosamente dinámico, no desapareció ni un minuto de la escena. Organizó con uno de sus tenientes, el poeta Cangiullo, una temporada de teatro futurista. Disertó en París y en Roma sobre el tactilismo. Y no olvidó la política. El bolchevismo era la novedad del instante. Marinetti escribió “Mas allá del comunismo”. Sostuvo que la ideología futurista marchaba adelante de la ideología comunista. Y se adhirió al movimiento fascista.

El futurismo resulta uno de los ingredientes espirituales e históricos del fascismo. A propósito de D’Annunzio, dije que el fascismo es d’annunziano. El futurismo, a su vez, es una faz del d’annunzianismo. Mejor dicho, d’annunzianismo y marinettismo son aspectos solidarios del mismo fenómeno. Nada importa que D’Annunzio se presente como un enamorado de la forma clásica y Marinetti como su destructor. El temperamento de Marinetti es, como el temperamento de D’Annunzio un temperamento pagano, estetista, aristocrático, individualista. El paganismo de D’Annunzio se exaspera y extrema en Marinetti. Marinetti ha sido en Italia uno de los más sañudos adversarios del pensamiento cristiano. Arturo Labriola considera acertadamente a Marinetti como uno de los forjadores psicológicos del fascismo. Recuerda que Marinetti ha predicado a la juventud italiana el culto de la violencia, el desprecio de los sentimientos humanitarios, la adhesión a la guerra, etc.

Y el ambiente fascista, por eso, ha propiciado un retoñamiento del futurismo. La secta futurista se encuentra hoy en plena fecundidad. Marinetti vuelve a sonar bulliciosamente en Italia. Acaba de publicar un libro sobre “Futurismo y Fascismo”. Y en un artículo de su revista ‘“Noi” reafirma su filiación nietzchana y romántica. Preconiza el advenimiento pagano de una Artecracia. Sueña con una sociedad organizada y regida por artistas en vez de esta sociedad organizada y regida por políticos. Opone a la idea colectivista de la Igualdad la idea individualista de la Desigualdad. Arremete contra la Justicia, la Fraternidad, la Democracia.

Pero políticamente el futurismo ha sido absorvido por el fascismo. Dos escritores futuristas, Emilio Settimelli y Mario Garli, dirigen en Roma el diario “L’Impero”, extremístamente reaccionario y fascista. Settimelli dice en un artículo de “L’Impero” que “la monarquía absoluta es el régimen más perfecto”. El futurismo, ha renegado, sobre todo, sus antecedentes anticlericales e iconoclastas. Antes, el futurismo quería extirpar de Italia los museos y el Vaticano. Ahora, los compromisos del fascismo lo han hecho desistir de ese anhelo. El Fascismo se ha mancomunado con la Monarquía y con la Iglesia. Todas las fuerzas tradicionalistas, todas las fuerzas del pasado tienden necesaria e históricamente a confluir y juntarse. El futurismo se torna, así, paradójicamente pasadista. Bajo el gobierno de Mussolini y las camisas negras, su símbolo es el “fasciolitare” de la Roma Imperial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

José Ingenieros

José Ingenieros

Nuestra América ha perdido a uno de sus más altos maestros. José Ingenieros era en el continente uno de los mayores representantes de la Inteligencia y el Espíritu. En Ingenieros, los jóvenes encontraban, al mismo tiempo, un ejemplo intelectual y un ejemplo moral. Ingenieros supo ser, además de un hombre de ciencia, un hombre de su tiempo. No se contentó con ser un catedrático ilustre; quiso ser un maestro. Esto es lo que hace más respetable y admirable su figura.

La ciencia, las letras, están aún en el mundo, demasiado domesticadas por el poder. El sabio, el profesor, muestran generalmente, sobre todo en su vejez, un alma burocrática. Los honores, los títulos, las medallas, los convierten en humildes funcionarios del orden establecido. Otros secretamente repudian y desdeñan sus instituciones; pero, en público, aceptan sin protesta la servidumbre que se les impone. La ciencia tiene siempre un valor revolucionario; pero los hombres de ciencia no. Como hombres, como individuos, se conforman con adquirir un valor académico. Parece que en su trabajo científico agotan su energía. No les queda ya aptitud para concebir o sentir la necesidad de otras renovaciones, extrañas a su estudio y a su disciplina. El deseo de comodidad, en todo caso, opera de un modo demasiado enérgico sobre su conciencia. Y así se da el caso de que un sabio de la jerarquía de Ramón y Cajal deje explotar su nombre por los chambelanes de una monarquía decrépita. O de que Miguel Turró se incorpore en el séquito del general libertino que juega desde hace dos años en España el papel de dictador.

José Ingenieros pertenecía a la más pura categoría de intelectuales libres. Era un intelectual consciente de la función revolucionaria del pensamiento. Era, sobre todo, un hombre sensible a la emoción de su época. Para Ingenieros la ciencia no era todo. La ciencia, en su convicción, tenía la misión y el deber de servir al progreso social.

Ingenieros no se entregaba a la política. Seguía siendo un hombre de estudio, un hombre de cátedra. Pero no tenía por la política, entendida como conflicto de ideas y de intereses sociales, el desdén absurdo que sienten o simulan otros intelectuales, demasiado pávidos para asumir la responsabilidad de una fe y hasta de una opinión. En su “Revista de Filosofía”, que ocupa el primer puesto entre las revistas de su clase de Ibero-América, concedió un sitio principal al estudio de los hechos y las ideas de la crisis política contemporánea y, particularmente, a la explicación del fenómeno revolucionario.

La mayor prueba de la sensibilidad y la penetración históricas de Ingenieros me parece su actitud frente a la post-guerra. Ingenieros percibió que la guerra abría una crisis que no se podía resolver con viejas recetas. Comprendió que la reconstrucción social no podía ser obra de la burguesía sino del proletariado. En un instante en que egregios y robustos hombres de ciencia no acertaban sino a balbucear su miedo y su incertidumbre, José Ingenieros acertó a ver y hablar claro. Su libro “Los Nuevos Tiempos” es un documento que honra a la inteligencia ibero-americana.

En la revolución rusa, la mirada sagaz de Ingenieros vio, desde el primer momento, el principio de una transformación mundial. Pocas revistas de cultura han revelado un interés tan inteligente por el proceso de la revolución rusa como la revista de José Ingenieros y Aníbal Ponce. El estudio de Ingenieros sobre la obra de Lunatcharsky en el comisariato de la educación pública de los Soviets, queda como uno de los primeros y más elevados estudios de la ciencia occidental respecto al valor y al sentido de esa obra.
Esta actitud mental de Ingenieros correspondía al estado de ánimo de la nueva generación. Presenta, por tanto, a Ingenieros, como un maestro con capacidad y ardimiento para sentir con la juventud, que, como dice Ortega Gasset, si rara vez tiene razón en lo que niega, siempre tiene razón en lo que afirma. Ingenieros transformó en raciocinio lo que en la juventud era un sentimiento. Su juicio aclaró la consciencia de los jóvenes, ofreciendo una sólida base a su voluntad y a su anhelo de renovación.

La formación intelectual y espiritual de Ingenieros correspondía a una época que los “nuevos tiempos” venían, precisamente, a contradecir, y rectificar en sus más fundamentales conceptos. Ingenieros, en el fondo permanecía demasiado fiel al racionalismo y al criticismo de esa época de plenitud del orden demo-liberal. Ese racionalismo, ese criticismo, conducen generalmente al escepticismo. Son adversos al pathos de la revolución.

Pero Ingenieros comprendió, sin duda, su caso. Se dio cuenta, seguramente, de que en él envejecía una cultura. Y, consecuentemente, no desalentó nunca el impulso ni la fe de los jóvenes, -llamados a crear una cultura nueva,- con reflexiones escépticas. Por el contrario, los estimuló y fortaleció siempre con palabra enérgica. Como verdadero maestro, como altísimo guía, lo presentan y lo definen estos conceptos: “Entusiasta y osada ha de ser la juventud: sin entusiasmo no se sirven hermosos ideales, sin osadía no se acometen honrosas empresas. Un joven sin entusiasmo es un cadáver que anda; está muerto en vida, para sí mismo y para la sociedad. Por eso un entusiasta, expuesto a equivocarse, es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar; el segundo no podrá hacerlo jamás. La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo... La inercia frente a la vida es cobardía. No basta en la vida pensar un ideal; hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización... El pensamiento vale por la acción social que permite desarrollar”.

En torno de José Ingenieros y de su ideario se constituyó en la República Argentina el grupo “Renovación” que publica el “boletín de ideas, libros y revistas” de este nombre, dirigido por Gabriel S. Moreau, y que sirve de órgano actualmente a la Unión Latino-Americana. I, en general, el pensamiento de Ingenieros ha tenido una potente y extensa irradiación en toda la nueva generación hispano-americana. La Unión Latino-Americana, que preside Alfredo Palacios, aparece, en gran parte, como una concepción de Ingenieros.

No revistemos melancólicamente la bibliografía del escritor que ha muerto, para tejerle una corona con los títulos de sus libros. Dejemos este procedimiento a las notas necrológicas de quienes del valor de Ingenieros no tienen otra prueba que sus volúmenes. Más que los libros importan la significación y el espíritu del maestro.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

Romanones y el frente constitucional

Romanones y el Frente Constitucional

La escena política española se reanima poco a poco. El Conde de Romanones trabaja por unir a los grupos constitucionales en un frente único más o menos unánime. El fin del directorio parece próximo. El debate político obtiene de la censura un rigor más elástico. El monólogo de la “Gaceta” no acapara ya toda la atención pública. Los políticos del “viejo régimen”, después, de un largo período de cazurro silencio, pasan a la ofensiva. Se aprestan a distribuirse equitativamente ha herencia del Directorio.

El golpe de estado de Primo de Rivera no los sacó de quicio. Los partidos constitucionales no encontraron prudente ni oportuno en ese instante resistir a la dictadura. El Rey amparaba con su autoridad a los generales que la ejercían. Había que esperar, por consiguiente, que el experimento reaccionario y absolutista se cumpliese . Convenía aguardar una hora más propicia para la defensa de la Constitución y del Parlamento. Los partidos constitucionales no sentían, por el momento, ninguna urgente nostalgia de la Libertad. Aceptaban, transitoriamente, su ostracismo.

Pero a medida que se constataba el fracaso del Directorio, a medida que el humor del Rey daba señales de embarazo y de inquietud, la nostalgia de la Libertad y de la Constitución se enseñoreó en el ánimo de los partidos constitucionales. El espíritu de los políticos del "viejo régimen" se iluminó de improviso. La política del Directorio se revelaba impotente y estólida. Luego, era tiempo de declararla mal. Esta declaración, sin embargo, debía ser formulada con un poco de precaución. Por ejemplo, en una carta privada que la indiscreción del Directorio se encargaría de descubrir y denunciar al público. Don Antonio Maura empleó, con escaso éxito, este medio. El Conde de Romanones pensó entonces que, sin renunciar a ninguna de las reservas aconsejadas por el tacto y la prudencia, era el caso de utilizar contra el Directorio un instrumento público.

En esta atmósfera se incubó su libro “Las Responsabilidades del Antiguo Régimen ”, en el cual el Conde se limita a una ponderada defensa de los estadistas de la Restauración ó, mejor dicho, de los estadistas que han gobernado a España de 1875 a 1923. Libro, pues, no de ataque, sino apenas de contra-ataque. A la requisitoria acérrima y destemplada del Directorio contra la vieja política, sus ideas y sus hombres, no responde con una requisitoria contra la Reacción y sus generales. Libro de defensa lo llama en el prólogo el Conde de Romanones . “Nadie espere —advierte— encontrar en este libro ni disonancias ni estridencias; no me he propuesto contestar a unos agravios con otros, ni siquiera llamar capítulo de responsabilidades a quienes deben aceptar buena parte de las que graciosamente arrojan sobre los demás”. Acerca del Directorio, el Conde de Romanones se contenta con el augurio de que día llegará en que su libro admita una segunda parte. Al examen de la obra y de las responsabilidades de ayer seguirá el examen de la obra y de las responsabilidades de hoy.”

En grueso volumen, el Conde de Romanones hace una magra defensa del “antiguo régimen”. Con la estadística en la mano, explica cómo España, en cincuenta años, ha progresado remarcablemente. La agricultura, la industria, la minería, la banca, se han desarrollado. Los negocios prosperan. (La palabra del Conde de Romanones, pingüe capitalista, es a este respecto digna de todo crédito) . La población del reino ha aumentado considerablemente. Y no porque los españoles sean más prolíficos que antes —el aumento depende de una menor mortalidad— sino porque viven en mejores condiciones higiénicas. Es cierto que la prosperidad de España no puede absorver ni alimentar a esta sobre población; pero tal desequilibrio encuentra en la emigración un remedio automático.

España ha perdido en los últimos cincuenta años casi todos los restos de su poder colonial. El Conde de Romanones se ve obligado a constatar. Mas se consuela con la satisfacción de que España instalada en el consejo de la Sociedad de Naciones, se encontraba en 1922 menos aislada que en 1875.

En materia de política interna, el Conde tiene motivos para mostrarse menos optimista respecto a los resultados de medio siglo de beata monarquía constitucional. No puede hablar, apoyándose en datos estadísticos y en hechos históricos, de un extraordinario progreso democrático. La democracia, no ha echado raíces en España. El leader liberal lo reconoce melancólicamente. Un hecho histórico de filiación inequívoca —la dictadura de Primo de Rivera— desvanece toda ilusión sobre la realidad de la democracia española. Malgrado su inagotable optimismo, el Conde de Romanones tiene que conformarse con esta pobre realidad que, desgraciadamente, no puede ser contradicha, o atenuada al menos, por la estadística. Observa con tristeza que “antes se moría por la libertad, por ella se afrontaban persecuciones, mientras que hoy. . . hoy los nietos de aquellos que murieron o estuvieron dispuestos
a morir por la libertad, niegan esa libertad. La crisis de la libertad— una de las crisis contemporáneas— consterna al Conde. Un viejo y ortodoxo liberal no puede explicársela. Le resulta absolutamente inasequible e impenetrable la idea de que la libertad no es el mito de esta época. O, mas bien, de que la libertad tiene ahora otro nombre. La libertad jacobina y monárquica del conde millonario no
es, ciertamente, la libertad del Cuarto Estado. Al proletariado socialista no le interesa demasiado la libertad cara al Conde de Romanones. El Conde piensa que "un pueblo que permanece insensible ante la negación de su Estatuto fundamental y de las garantías más esenciales para su derecho y su vida, es un pueblo que no puede ofrecer apoyo al gobierno para emprender una obra de aliento". Pero este es un mero error de perspectiva histórica. Las muchedumbres contemporáneas, insensibles a su Estatuto fundamental, más insensibles todavía al verbo del Conde Romanones, no creen ya que el régimen monárquico-constitucional-parlamentario les asegure las “garantías esenciales para su derecho y su vida”. Hacia la reivindicación de otras garantías, que no son las que bastan al Conde de Romanones, se mueven hoy las masas.

El propio conde por otra parte, se muestra al Conde de Romanones, dispuesto a sacrificar prácticamente muchos de los principios de su liberalismo. Propugna actualmente la formación de un frente único constitucional. En este frente único se confundirían y se amalgamarían liberales y conservadores de todos los matices. Confusión y amalgama que ya se ha ensayado y practicado otras veces en España en servicio de las mismas instituciones: monarquía y parlamento. Confusión y amalgama que, en estos tiempos, no constituyen además la conciliación de dos términos antitéticos y contrarios. Los términos liberalismo y conservadorismo han perdido su antiguo sentido histórico. Entre liberales y conservadores no existe hoy ninguna diferencia insuperable. La política de los liberales no se distingue fundamentalmente de la política de los conservadores. Ante la cuestión social, conservadores y liberales tienen casi la misma posición y el mismo gesto. El Conde de Romanones lo admite en varias páginas de su libro al constatar que la reforma social no ha marchado en España mas a prisa bajo los gobiernos liberales que bajo los gobiernos conservadores. Puede agregarse que teóricamente los liberales se encuentran a veces más embarazados que los conservadores para una política de reforma social. Sus ideas individualistas les impiden, frecuentemente, adaptarse a la concepción “intervencionista” del Estado.

El Conde de Romanones da en cambio en el blanco cuando dispara en vano y absurdo empeño de los hombres del Directorio de crear, con el título de Unión Patriótica y sobre una caótica base, un partido nuevo. “Intentar substituir —escribe— los antiguos partidos por otros impuestos de arriba a abajo, es contra naturaleza, es una monstruosidad política y social, que empéñese quien se empeñe, no fructificará. Porque los partidos tienen su biología, que no depende de los caprichos de los hombres ni de las arbitrariedades de los gobernantes. Y la primera ley reguladora de esa biología, es que nacen y crecen de abajo arriba”.

No es posible, sin embargo, que Romanones se persuada de que los viejos partidos están, más o menos, en el mismo caso. Sus raíces históricas se han envejecido, se han secado. Ha dejado de alimentarlas el “humus” del suelo. El Conde de Romanones no ignora, probablemente, estas cosas; pero necesita, de todos modos, negarlas. Y de ahí que invite a todos los grupos constitucionales a la reconquista del gobierno bajo la bandera de la Constitución y la Monarquía. Puesto que la España nueva no está aún madura, la España vieja reivindica su derecho a la vida y al poder. El panfleto antimonárquico de Blasco Ibáñez conviene a Ios fines de los
políticos y los partidos que se turnaban hasta 1923 en el gobierno de España. El inocuo y literario republicanismo de Blasco
Ibáñez llega a tiempo para probar la irrealidad del peligro republicano; pero llega a tiempo también para intimar a la Monarquía la vuelta a la Constitución. Los liberales y los demócratas españoles se complacen de esta ocasión de ofrecerse al Rey y de comprometerse a no pedirle cuentas por el golpe de Estado de septiembre. El "intermezzo" despótico, militar y reaccionario del Directorio será, en su recuerdo, una alegre aventura, una escapada nocturna de un rey un poco truhán y un poco bohemio.

Acaso por esto, más que por la censura, Romanones y el frente constitucional no manifiestan mucha agresividad contra el Directorio. El Directorio, después de todo, como anoté en otro artículo, no es sino un episodio, una anécdota de la “vieja política”. Los cincuenta años de política y administración mediocres, que el Conde de Romanones revista en su libro, tienen en el Directorio su fruto más genuino. El golpe de Estado de setiembre ha germinado en la entraña de la “vieja política”. Ni el “antiguo régimen” puede renegar al Directorio. Ni el Directorio puede renegar al “antiguo régimen”. El frente constitucional tiene, en el fondo, ante los problemas de España, la misma actitud que Primo de Rivera y sus generales. Romanones no propone ninguna solución nueva, ningún remedio radical. El programa del frente constitucional es sólo un programa negativo. Se dirige a una meta asaz modesta: la restauración
de la Restauración. En esta receta simplista parece condensarse y agotarse todo el ideal, todo el impulso y toda la doctrina
de los “léaders” del régimen constitucional.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La perspectiva política chilena

La perspectiva política chilena

I
En una época, como la nuestra, en que el mundo entero se encuentra mas o menos sacudido y agilitado, la inquietud revolucionaria que fermenta en Chile no constituye, por cierto, un fenómeno solitario y excepcional. Nuestra América no puede aislarse de la corriente histórica contemporánea. Los pueblos de Europa, Asia y África están casi unánimemente estremecidos. Y por América pasa, desde hace algunos años, una onda revolucionaria, que, en algunos pueblos, se vuelve marejada. Con diferencias de intensidad, que corresponden a diferencias de clima social y político, la misma crisis histórica madura en todas las naciones. Crisis que parece ser crisis de crecimiento en unos pueblos y crisis de decadencia en otros; pero, que en todos tiene, seguramente, raíces y funciones solidarias. La crisis chilena, por ejemplo, es, como otras, solo un segmento de la crisis mundial.

En la América indo-española se cumple, gradualmente, un proceso de liquidación de ese régimen oligárquico y feudal que ha frustrado, durante tantos años, el funcionamiento de la democracia formalmente inaugurada por los legisladores de la revolución de la independencia. Los reflejos de los acontecimientos europeos han acelerado; en los últimos años, ese proceso. En la Argentina, verbigracia, la ascensión al poder del partido radical canceló el dominio de las viejas oligarquías plutocráticas. En México, la revolución arrojó del gobierno a los latifundistas y a su burocracia. En Chile, la elección de Alessandri, hace cinco años, tuvo también un sentido revolucionario.

II

Alessandri usó, en su campaña electoral, una vigorosa predicación anti-óligárquica. En sus arengas a “la querida chusma”, Alessandri se sentía y se decía el candidato de la muchedumbre. El pueblo, chileno, fatigado del dominio de la plutocracia “pelucona”, estaba en un estado de ánimo propicio para marchar al asalto de sus posiciones. El proletariado urbano, mas o menos permeado de socialismo y sindicalismo, representaba un vasto núcleo de opinión adoctrinada.

Los efectos de la crisis económica y financiera, de Chile, que amenazaban pesar exclusivamente sobre las clases populares, si el poder continuaba acaparado por la oligarquía conservadora, excitaban, a las masas a la lucha. Todas estas circunstancias concurrieron a suscitar una extensa y apasionada movilización de las fuerzas populares contra el bloque conservador. El bloque de izquierdas, acaudillado, por Alessandri, obtuvo así una tumultuosa victoria electoral. Pero esta victoria de los demócratas y radicales chilenos, por sus condiciones y modalidades históricas, no resolvía la cuestión política chilena. En primer lugar, la solución de esta cuestión política no podía ser, lisa y beatamente, una solución electoral. Luego, la adquisición de la presidencia de la república, no confería al bloque alessandrista todos los poderes del gobierno. Los grupos conservadores, numerosamente representa dos en el parlamento, se preparaban a torpedear sistemáticamente toda tentativa de reforma contraria a sus intereses de clase. Armados de una prensa poderosa, conservaban intactas casi todas las posiciones que un prolongado monopolio del gobierno les había consentido, conquistar. Y, de otro- lado, movilizadas demagógicamente durante las elecciones, las masas populares no estaban dispuestas a olvidar sus reinvindicaciones. Antes bien tendían a precisarlas y extremarlas con ánimo cada vez mas beligerante y programa cada vez más clasista.

La ascensión de Alessandri a la presidencia de la república, por todas estas razones, no marcaba el fin sino el comienzo de una batalla. Tenía el valor de un episodio . La batalla seguía más exasperada y mas violenta.

Alessandri se veía en la imposibilidad de realizar, parlamentariamente, su plan de reformas sociales y económicas. Lo paralizaba la resistencia activa del bloque conservador y la resistencia pasiva de los elementos indecisos o apocados de su propio bloque liberal, conglomerado heteróclito, dentro del cual se constataba la existencia de intereses e ideas encontradas, y contradictorias. Y Alessandri, prisionero de sus principios democráticos, carecía de temperamento y de impulso revolucionarios para actuar dictatorialmente su programa .

III

Los hechos se encargaron de demostrar a los radicales chilenos que los cauces legales no pueden contener una acción revolucionaria. El método democrático de Alessandri, mientras por una parte resultaba impotente para constreñir a los conservadores a mantenerse en una actitud estrictamente constitucional. Amenazada en sus intereses, la plutocracia se aprestaba a reconquistar el poder mediante un golpe de mano.

Vino el movimiento militar. La historia íntima de este movimiento no está aún perfectamente esclarecida. Pero, a través de sus anécdotas, se percibe que el espíritu de la juventud militar no solo repudiaba la idea de una vuelta del antiguo régimen sino que reclamaba la ejecución del programa radical combatido por la coalición conservadora y sabotado por una parte de la misma gente que rodeaba a Alessandri. La juventud militar insurgió en defensa de este programa. Fueron los almirantes y generales, coludidos con los conservadores, quienes deformaron prácticamente las reinvindicaciones del ejército. Los conservadores habían empujado al ejército a la insurrección a fin de recoger de sus manos, después de un intermezzo militar, la. perdida presidencia de la república. Contaban, para el éxito de esta, maniobra, con la colaboración de Altamirano y de la capa superior del ejército, profundamente saturada de una ideología conservadora. Confiaban, además, en la posibilidad de que la, caída de Alessandri quebrantase el bloque de izquierda, cuyas figuras espirituales e ideológicas aparecían evidentes a todos los ojos.

Mas, contrariamente a estas previsiones, el espíritu revolucionario estaba vivo y vigilante. Las izquierdas, en vez de disgregarse, se reconcentraron rápidamente. El pueblo respondió a su llamamiento. La junta de gobierno del general Altamirano, ramplona copia del directorio español, descubrió su burdo juego. Su concomitancia con la plutocracia chilena quedó claramente establecida. Y la juventud militar se dedicó a liquidar el engaño. Un golpe de mano fue rectificado o anulado con otro golpe de mano. (Rudos golpes ambos para los pávidos e ilusos asertores de las legalidad a ultranza).

IV

Ahora la vuelta de Alessandri al poder, plantea aparentemente la cuestión política en los mismos términos que antes. Pero la realidad es otra. No se sale en vano de la legalidad, sea en el nombre de un interés reaccionario, sea en el nombre de un interés revolucionario. Y una revolución no termina hasta que no crea una legalidad nueva. Hacia ese fin se mueven los revolucionarios chilenos. Por eso, se habla de una convocatoria a una asamblea constituyente. Los liberales moderados trabajarán por convertir esta asamblea en una academia de retórica política que revise prudente e inocuamente la constitución pero los elementos de vanguardia tratarán de empujar a la asamblea a un veto y una actitud revolucionarias.

El problema económico de Chile no admite equívocos compromisos entre las derechas y las izquierdas. Una solución conservadora echaría sobre las espaldas de las clases pobres todo el peso de la normalización de la haciendo chilena. Y las clases populares agitadas por las actuales corrientes ideológicas, no se resignan a aceptar esa solución. Sostienen, por esto, a los partidos de la alianza liberal.

Y por el momento han ganado la batalla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El estudio de la montaña

El estudio de la Montaña

I

En uno de mis artículos sobre los viejos y los nuevos aspectos del regionalismo al plantear el problema de la definición de las regiones, me ocupé de los rasgos fundamentales de la sierra y la costa. El tópico, era excesivo para un artículo. La necesidad de no complicarlo, o más bien de no desbordarlo, me obligó a descartar de su estudio, en términos tal vez demasiado categóricos, el tema de la montaña. “La montaña—escribí—sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial”. El desarrollo posterior de mi revisión del regionalismo no me consintió volver a este tema. Mis puntos de vista sobre la montaña, en lo concerniente a su regionalidad, no quedaron formulados y ni siquiera esbozados.

Pero las líneas transcritas parecían acusar cierto, tendencia a prescindir del factor montaña en el planeamiento del problema del regionalismo. En todo caso, parecían contener una afirmación injusta o precipitada respecto al valor económico y sociológico de la montaña. Esta última ha sido, por ejemplo, la impresión de la doctora Miguelina Acosta Cárdenas, tan notoria y singularmente autorizada paro opinar sobre la montaña por su doble condición de loretana y estudiosa.

Una conversación, muy interesante por cierto, con Miguelina Acosta, me mueve a aclarar mi pensamiento. Y al mismo tiempo me con firma eficazmente la utilidad de tratar en la prensa estos temas. El escritor que examina lealmente, sin más preocupación que la verdad, una cuestión general, consigue siempre la colaboración de los competentes para el estudio , particular de cada uno de sus factores. Su tesis puede ser inexacta, puede ser incompleta. Pero suscita un debate que aporta al conocimiento de la cuestión nuevos elementos y que sugiere a quienes la estudian nuevos caminos.

II

El valor de la montaña en la economía peruana —me observa Miguelina Acosta— no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido, y muy grande, hasta, la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.

Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario no mirar solo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en “El Perú Contemporáneo”, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.

Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.

La crisis de Loreto no representa una crisis; más o menos temporal, de sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona—no trabajada sino devastada— a las vías de transporte.

El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Yo he escrito que económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El juicio es relativo.

III

Al mismo concepto de comparación podría acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.

Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de estas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra ignora al de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando en el antiguo departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, sin ningún parentezco con las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto, tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia sus capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.

A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cardenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la montaña ). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagación de navidad

Divagaciones de Navidad
I

La humanidad, que tan rápidamente se internacionaliza, no tiene todavía un día de fiesta universal, ecuménica. Navidad es una fiesta del mundo cristiano, del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, en cada nueva jornada, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo, por ende, parece destinado a universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños, entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre los europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tiene en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están reservadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política que conmemoran. En Francia por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de la burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarizados con el 9 de noviembre.

II
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna, sin que falte uno solo, a cada familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite, a todos estos viajes, estas vacaciones.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean, en la noche del veinticuatro, a sus casas distantes, para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad por su carácter, no es, consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. El veinticuatro de diciembre, los bazares y las tiendas rebosan de compradores. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates aladinescos, pictóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de nochebuena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman las clientelas de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños sin hogar se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los huérfanos,
En Francia, Noel, “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon”, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”.
En Alemania no hay familia que no prepare su árbol de Navidad. El Weinachtbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado de estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weinachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa dispuesta para la cena. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de los Weinachtlieder tradicionales son excepcionalmente bellos.

III

Y así en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nieva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad, o de un barbudo Noel de chocolate cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisonomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, más una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la moción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y, tal vez, más felices.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la estadística

El problema de la estadística

I

Cuando se estudia cualquiera de los problemas nacionales, se tropieza invariablemente con un obstáculo que tiene a su vez la categoría de un problema: la falta de estadística. En el Perú no sabemos, por ejemplo, cuántos somos. Es decir no sabemos lo más elemental para el conocimiento del propio país. A los que nos piden la cifra de la población actual del Perú tenemos que responderles con el censo del 76 o con el cálculo de la Sociedad Geográfica del 96. La última cifra de que disponemos, además de ser solo aproximada, tiene fecha de hace treinta años.
Esta cifra, por no constituir el resultado de un censo oficial, no es aceptada por nadie sin beneficio de inventario. Estudios de geografía del Perú aparecidos en los últimos veinte años fijan una cifra menor. Lo que no quiere decir que, a juicio de sus autores, la población del Perú ha decrecido sino que el cálculo de la Sociedad Geográfica les parece demasiado inseguro.
Un nuevo censo general está decretado desde hace algún tiempo. Estas líneas no se proponen absolutamente solicitarlo. Descuentan su realización dentro de un breve plazo. El tópico que enfocan no es el del censo sino, en general, el de la estadística.
El día, sin duda próximo, en que, después de una complicada movilización de hombres y de dinero, tengamos censo, no tendremos todavía estadística. En los países donde existe estadística, no hay necesidad de empadronar a los habitantes para saber cuántos son. En el Perú, aún después de empadronarlos, no lo sabremos exactamente. Porque quedarán siempre fuera de todo padrón las tribus nómadas de la montaña, respecto a cuyo número los geógrafos no podrán, por mucho tiempo, informarnos verídicamente.

II

¿Hace falta remarcar que un país que no conoce su demografía, tampoco conoce su economía? No se puede saber lo que un país produce, consume y ahorra si se ignora esta cosa fundamental: la población. Todos los estudios, todas las previsiones sobre países como Alemania, Francia, Italia, etc., parten de este dato. El economista, el político, etc., antes de formular cualquier teoría antes de propugnar cualquier orientación averigua el movimiento demográfico, su ritmo y su proceso.
En un país donde no se puede contar a los hombres, menos aún se puede contar la producción. Se desconoce el primero de sus factores: el factor humano, el factor trabajo.
Desde hace algunos años tenemos en el Perú una Dirección General de Estadística que, claro está, funciona últimamente. Merced a la labor de este departamento se publica anualmente un “Extracto Estadístico del Perú”. Pero para esta obra no se dispone, materialmente, sino de los pocos datos que puede suministrarle el mecanismo de nuestra organización. A la dirección de Estadística no es posible pedirle milagros. Se mueve dentro de un ámbito limitado. Y, sobre todo, su objeto no es crear la estadística sino compilarla u ordenarla.
El “Extracto Estadístico” no nos dice en 1925, sobre la, población del Perú, más de lo que nos dijo en 1896 la Sociedad Geográfica. Es un conjunto de datos en su mayor parte fragmentarios Sus lagunas son inverosímiles.
Falta estadística del trabajo y de la producción industriales. La estadística agrícola es exigua. Se refiere casi exclusivamente a la producción de caña, algodón, arroz. No solo la pequeña producción sino casi toda la producción de la sierra y la montaña escapa a todo control. No existe una estadística de la propiedad agraria que permita saber, aproximadamente al menos, la proporción de grandes, medios y pequeños propietarios. El ‘‘Extracto Estadístico” no nos dice nada de cosas elementales. No nos ofrece los números índices del costo de la vida. Y apenas si señala el movimiento demográfico de unas cuantas ciudades.

III

Esta falta de Estadística depende, sin duda, de que el Perú es aún, como escribió hace varios años Víctor Maúrtua, un “país inorgánico”. La estadística requiere, precisamente, lo que Maúrtua, en su juicio preciso y exacto, echaba de menos en el Perú: organicidad. La estadística es un efecto, una consecuencia, un resultado. No puede ser elaborada artificialmente. Representa un signo de organicidad, de organización.
En un país organizado y orgánico, cada comuna funciona como una célula viva del Estado. No es posible, por consiguiente, que el Estado ignore nada de la población, del trabajo, de la producción, del consumo. Lo que se sustrae a su control es muy insignificante y adjetivo.
Pero en el Perú todos sabemos bien lo que son los municipios y hasta qué punto se puede hablar de municipios. El Estado no controla sino una parte de la población. Sobre la población indígena su autoridad pesa por intermedio y al arbitrio de la feudalidad o el gamonalismo... Y la propia feudalidad si impone a los indios una servidumbre, no puede ni sabe imponerles ninguna organización. Si se explora la sierra, se descubre enseguida formas e instituciones supérstites de un régimen o de un orden que se considera absoluta y definitivamente cancelado desde la dominación española.
El problema de la estadística no presenta, por tanto, menos complejidad que los otros problemas nacionales. No se puede avanzar gran cosa en su solución mientras no se avance otro tanto en una solución esencial de problemas más graves. Este problema, como todos, no se deja aislar, no se deja incomunicar. Cuando se resuelvan los problemas fundamentales de nuestra organización, se resolverá también este de un modo integral. Antes no.
Es evidente, sin embargo que entre tanto, se podría hacer muchísimo más de lo que se hace. Lo que del Perú se sabe estadísticamente está muy lejos de lo que es posible saber. Así como es factible, por ejemplo, el censo, son factibles muchas otras cosas. Nada excusa la falta de cuadros del movimiento demográfico de todas las ciudades. Nada excusa tampoco la falta de números índices del costo de la vida siquiera en las principales. Por lo menos los mayores centros de producción, de trabajo y de comercio del Perú deberían tener ya una verdadera estadística.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El porvenir de Lima

El porvenir de Lima

I

El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra gente impresionista a previsiones del delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño —bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece— de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río Janeiro.

Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira solo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena.
Las “urbanizaciones”, en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de almenas un millón de habitantes.

Pero en si mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima. Se ignora la proporción del aumento de los últimos seis años. Más los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie supera exhorbitantemente en Lima al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.

El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la seguridad de que esta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le aseguren sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.

En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.

II

Examinemos rápidamente las leyes de la biología de la urbe y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.

Los factores esenciales de la urbe son estos tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.

Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vasta. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras sigue los movimientos generales de la circulación”.

Y bien, estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en el Perú en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.

En un artículo "sobre “la capital del sprit”, publicado últimamente en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías del comercio argentino desembocan ahí. Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.

Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la república. Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.

El porvenir de Lima, por ende, no se anuncia tan magnífico como el fácil optimismo de nuestra gente se inclina a creer. Los nuevos barrios, mejor dicho las nuevas áreas urbanas, son signos de salud y motivos de esperanza. Pero un examen realista de las cosas conduce a previsiones más modestas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

Hace cuatro meses, en un artículo sobre la idea de un congreso de intelectuales ibero-americanos, formulé esta interrogación. La idea del congreso, ha hecho, en cuatro meses, mucho camino. Aparece ahora como una idea que, vaga pero simultáneamente, latía en varios núcleos intelectuales de la América indo-ibera. Como una idea que germinaba al mismo tiempo en diversos centros nerviosos del continente. Esquemática y embrionaria todavía, empieza hoy a adquirir desarrollo y corporeidad.
En la Argentina, un grupo enérgico y volitivo se propone asumir la función de animarla y realizarla. La labor de este grupo tiende a eslabonarse con la de los demás grupos ibero-americanos afines. Circulan entre estos grupos algunos cuestionarios que plantean o insinúan los temas que debe discutir el congreso. El grupo argentino ha bosquejado el programa de una “Unión Latino-Americana”. Existen, en suma, los elementos preparatorios de un debate, en el discurso del cual se elaborarán y se precisarán los fines y las bases de este movimiento, de coordinación o de organización del pensamiento hispanoamericano como, un poco abstractamente aún, suelen definirlo sus iniciadores.
II
Me parece, por ende, que es tiempo de considerar y esclarecer la cuestión planteada en mi mencionado artículo. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? Creo que, a este respecto, las afirmaciones de los fautores de su organización van demasiado lejos. Ciertos conceptos de un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud universitaria de Ibero-América han inducido a algunos temperamentos excesivos y tropicales a una estimación exorbitante del valor y de la potencia del pensamiento hispano-americano. El mensaje de Palacios, entusiasta y optimista en sus aserciones y en sus frases, como convenía a su carácter de arenga o de proclama, ha engendrado una serie de exageraciones. Es indispensable, por ende, una rectificación de esos conceptos demasiado categóricos.
“Nuestra América -escribe Palacios- hasta hoy ha vivido de Europa teniéndola por guía. Su cultura la ha nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia disolución”. No es posible sorprenderse de que estas frases hayan estimulado una interpretación equivocada de la tesis de la decadencia de Occidente. Palacios parece anunciar una radical independización de nuestra América de la cultura europea. El tiempo de verbo se presta al equívoco. El juicio del lector simplista deduce de la frase de Palacios que “hasta hoy la cultura europea ha nutrido y orientado” a América; pero que desde hoy no la nutre ni orienta más. Resuelve, al menos, que desde hoy Europa ha perdido el derecho y la capacidad de influir espiritual e intelectualmente en nuestra joven América. Y este juicio se acentúa y se exacerba, inevitablemente, cuando, algunas líneas después, Palacios agrega que “no nos sirven los caminos de Europa ni las viejas culturas” y quiere que nos emancipemos del pasado y del ejemplo europeos.
Nuestra América, según Palacios, se siente en la inminencia de dar a luz una cultura nueva. Extremando esta opinión o este augurio, la revista “Valoraciones” habla de que “liquidemos cuentas con los tópicos al uso, expresiones agónicas del alma decrépita de Europa”.
¿Debemos ver en este optimismo un signo y un dato del espíritu afirmativo y de la voluntad creadora de la nueva generación hispano-americana? Yo creo reconocer, ante todo, un rasgo de la vieja e incurable exaltación verbal de nuestra América. La fe de América en su porvenir no necesita alimentarse de una artificiosa y retórica exageración de su presente. Está bien que América se crea predestinada a ser el hogar de la futura civilización. Está bien que diga: “por mi raza hablará el espíritu”. Está bien que se considere elegida para enseñar al mundo una verdad nueva. Pero no que se suponga en vísperas de reemplazar a Europa ni que declare ya fenecida y tramontada la hegemonía intelectual de la gente europea.
La civilización occidental se encuentra en crisis; pero ningún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en definitivo colapso. Europa no está, como absurdamente se dice, agotada y paralítica. Malgrado la guerra y la post-guerra, conserva su poder de creación. Nuestra América continúa importando de Europa ideas, libros, máquinas, modas. Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista. La nueva forma social, el nuevo orden político, se están plasmando en el seno de Europa. La teoría de la decadencia de Occidente, producto del laboratorio occidental, no prevé la muerte de Europa sino de la cultura que ahí tiene su sede. Esta cultura europea, que Spengler juzga en decadencia, sin pronosticarle por esto un deceso inmediato, sucedió a la cultura greco-romana, europea también. Nadie descarta, nadie excluye la posibilidad de que Europa se renueve y se transforme una vez más. En el panorama histórico que nuestra mirada domina, Europa se presenta como el continente de las máximas palingenesias. Los mayores artistas, los mayores pensadores contemporáneos, ¿no son todavía europeos? Europa se nutre de la savia universal. El pensamiento europeo se sumerge en los más lejanos misterios, en las más viejas civilizaciones. Pero esto mismo demuestra su posibilidad de convalecer y renacer.
III
Tornemos a nuestra cuestión. ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? Me parece evidente la existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etc., en la cultura de Occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la existencia de un pensamiento hispano-americano. Todos los pensadores de Nuestra América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revistar la obra de los más altos representantes de la inteligencia indo-ibera.
El espíritu hispano-americano está en elaboración. El continente, la raza, están en formación también. Los aluviones occidentales en los cuales se desarrollan los embriones de la cultura hispano o latino-americana -en la Argentina, en el Uruguay, se puede hablar de latinidad- no han conseguido consustanciarse ni solidarizarse con el suelo sobre el cual la colonización de América los ha depositado.
En gran parte de Nuestra América constituyen un extracto superficial e independiente al cual no aflora el alma indígena, deprimida y huraña, a causa de la brutalidad de una conquista que en algunos pueblos hispano-americanos no ha cambiado hasta ahora de métodos. Palacios dice: “Somos pueblos nacientes, libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes ante nosotros. El cruzamiento de razas nos ha dado un alma nueva. Dentro de nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos síntesis de razas”. En la Argentina es posible pensar así; en el Perú y otros pueblos de Hispano-América, no. Aquí la síntesis no existe todavía. Los elementos de la nacionalidad en elaboración no han podido aún fundirse o soldarse. La densa capa indígena se mantiene casi totalmente extraña al proceso de formación de esa peruanidad que suelen exaltar e inflar nuestros sedicentes nacionalistas, predicadores de un nacionalismo sin raíces en el suelo peruano, aprendido en los evangelios imperialistas de Europa, y que, como ya he tenido oportunidad de remarcar, es el sentimiento más extranjero y postizo que en el Perú existe.
IV
El debate que comienza debe, precisamente, esclarecer todas estas cuestiones. No debe preferir la cómoda ficción de declararlas resueltas. La idea de un congreso de intelectuales iberoamericanos será válida y eficaz, ante todo, en la medida en que logre plantearlas. El valor de la idea está casi íntegramente en el debate que suscita.
El programa de la sección argentina de la bosquejada Unión Latino-Americana, el cuestionario de la revista “Repertorio Americano” de Costa Rica y el cuestionario del grupo que aquí trabaja por el congreso, invitan a los intelectuales de Nuestra América a meditar y opinar sobre muchos problemas fundamentales de este continente en formación. El programa de la sección argentina tiene el tono de una declaración de principios. Y una declaración de principios resulta prematura indudablemente. Por el momento, no se trata sino de trazar un plan de trabajo, un plan de discusión. Pero en los trabajos de la sección argentina alienta un espíritu moderno y una voluntad renovadora. Este espíritu, esta voluntad, le confieren el derecho de dirigir el movimiento. Porque el congreso, si no representa y organiza la nueva generación hispano-americana, no representará ni organizará absolutamente nada.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La elección de Hindenburg

La elección de Hindenburg

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elección son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor único: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasiado exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octogenario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del “resurgimiento del militarismo alemán”. Para explicarse el cómo y el porqué de esta elección, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda votación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unanimidad de los sufragios de la reacción. Ni el partido fascista ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron candidatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reconoce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia, la más negligible e insignificante de todas las candidaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones tocaron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El “sentimiento monárquico, conservador e imperialista” salió batido de la votación. Los tres partidos de la república -demócrata, católico y socialista- que sacudieron separadamente a las elecciones, alcanzaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acerca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjetivas. Cada partido quería “menager” los intereses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura socialista.
La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emergida, desde la primera hora, de una unánime corriente nacionalista, sino una candidatura laboriosamente gastada en el mismo seno de la experiencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorf. Jarres era la carta del partido nacional alemán y del partido popular (nacionalismo moderado y oportunista). Ludendorf era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraísta, “racismo” incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso entre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y planteada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posibilidades, sobre un frío cómputo de sus ventajas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxito de la “mise en scene” de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal, han pescado a río revuelto la presidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los partidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido de bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asigna a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el domingo un poco más del cuarentainueve por ciento de los sufragios. No obstante la concurrencia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la república o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos. Más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado solo un millón novecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resulta indispensable analizar. Un observador superficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encontrarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible -se preguntará- que el comunismo, forzado a votar por la monarquía o la república haya votado virtualmente por la monarquía? Toda la cuestión no está contenida ni planteada en la pregunta. Pero, de todos modos, bien se puede absolverla afirmativamente. Sí; es concebible, es perfectamente concebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácticamente la razón a la monarquía. En Inglaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento gubernamental del laborismo. En Alemania, el experimento gubernamental del socialismo se ha cumplido ya. Y die Kommunistische Partei es una falange organizada y poderosa que, en dos oportunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el gobierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las beatas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no puede regirse por esta clase de conceptos. A la política revolucionaria le importaba y le preocupaba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del proletariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemencia polémica a esta que a aquella. Porque, mientras la reacción, en su empeño romántico de reconstruir el pasado, socava el orden en cuya defensa insurge teóricamente, la democracia seduce en el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la combatividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artículo una prolija exposición de esta compleja teoría, esbozada por mí otras veces. A este artículo no le corresponde ni le preocupa más que fijar las reales proporciones y esclarecer los verdaderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudesca; pero no ha conquistado aún el poder. La democracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reaccionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reacción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Alemania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imaginar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremendas aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del “racismo” de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Hannover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en el al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de sencillos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conservador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de de edad, temperamento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Emperador y del Imperio. Ahora en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Presidente de la República. He ahí todo el hombre y he ahí también todo el episodio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad de la enseñanza [Incompleto]

La libertad de la enseñanza

I
La libertad de la enseñanza. He ahí otro programa u otra fórmula que cuenta con muchas adhesiones y muchos consensos. Pero he ahí también otra idea sobre cuyo valor práctico conviene meditar más hondamente. La libertad de la enseñanza parece, a primera vista, el desideratum hacia el cual deben tender todos los esfuerzos renovadores. Mas el ideario de los hombres que se proponen transformar nuestra América no puede nutrirse de ficciones. Nada importa, en la historia, el valor abstracto de una idea. Lo que importa es su valor concreto. Sobre todo para nuestra América que tanto ha menester de ideales concretos.
Acerca de la significación actual de la “libertad de la enseñanza” no carecemos de hecho instructivo. Uno de los más considerables es, sin duda, la entusiasta adhesión dada a este principio por los políticos católicos en Italia y en Francia. El partido popular italiano lo ha sostenido como la más sustantiva de sus reivindicaciones. La iglesia romana, sagaz y flexible en movimientos, se presenta como uno de los mayores campeones de la “libertad de la enseñanza”. A la escuela laica opone la escuela libre. ¿Sucede, tal vez, que en el ocaso del liberalismo, la iglesia romana, defensora tradicional de la autoridad y la jerarquía, deviene a su vez liberal? No nos entretengamos en sutiles averiguaciones. La política de la iglesia frente al Estado demo-liberal quedó definida hace muchos años en la célebre respuesta de Vauillot al maligno liberal que se asombraba de que un católico de ortodoxa y rígida estirpe, se convirtiese en un sector de la herética libertad: “En el nombre de tus principios, te la reclamo; en el nombre de los míos, te la niego”. De completo acuerdo con Veuillot, los católicos de esta época no reclaman la libertad de la enseñanza sino, ahí donde tienen que luchar contra la laicidad. Ahí donde la enseñanza no es laica sino católica, la iglesia ex-confiesa categóricamente la escuela libre.
Naturalmente este hecho no desvaloriza en si la “libertad de enseñanza”. Pero nos ayuda a comprender lo relativo y lo convencional de esta fórmula, en cuya defensa coinciden por diversos caminos, los custodios hieráticos de la Tradición no pocos caballeros andantes de la Utopía. Veamos la suerte de los trabajos de estos renovadores.
II
Francia nos ofrece a este respecto un interesante caso. ¿Quién no sabe algo del movimiento de los “Compagnons” de la Universidad Nueva? Este movimiento nació en las trincheras. Fue un fenómeno de la desmovilización. Muchos universitarios y maestros combatientes, sacudidos por la emoción de la guerra y de la victoria, volvieron del frente animados por un vigoroso afán de renovación. Se sintieron destinados a la construcción de la Universidad Nueva. En los “compagnons” de la Francia antigua, en los obreros de las catedrales del Medio Evo, buscaron inspiración y modelo. La Universidad nueva designaba en su espíritu y en su intención, el edificio de toda la enseñanza y de toda la escuela. Los ‘‘compagnons” se proponían reorganizar totalmente la educación pública. Y rehacer íntegramente, en la escuela, la democracia francesa. La guerra los había hecho heroicos y fuertes. La guerra les había dado voluntad combativa y elán revolucionario. “Es preciso -escribían- reconstruir la casa desde los cimientos al tejado. No os hagáis, maestros, ilusiones. Es preciso innovarlo todo, unir y cimentar todo. Es preciso rehacer las ideas, los programas, los métodos y el reclutamiento. Vale más ayudarnos que oponernos la fuerza de la inercia: ayudarnos a organizar nuestra reforma que imponernos vuestra experiencia. Vuestra experiencia es vuestra tradición y vuestra tradición muere con la gran guerra. Seamos claros. No son los profesores de 1900 los que harán la Francia de 1950”.
¿Cómo realizar esta reforma? “La doctrina nueva, respondían los “compañeros”, quiere una institución nueva. Entre el Estado omnipotente y centralizador, indiferente a las vidas interiores y los ciudadanos impotentes, aislados, enconados, es necesario introducir un término medio: la asociación, la organización corporativa. Es necesario, entre el Estado y el individuo, la corporación de la enseñanza, de toda la enseñanza, primaria, secundaria, superior, profesional, la corporación en cada región, lo mismo que, entre la capital centralizada y abstracta y los departamentos, otras que nos preparen las nuevas provincias. Al lado de un Parlamento político, que es un anacronismo, y de un sindicalismo revolucionario, que es una incógnita, queremos crear poderes nuevos. No queremos ese pasado ni tampoco ese porvenir violento. No queremos que la vida se fije en fórmulas políticas, ni se precipite en desencadenamientos instintivos. Queremos que se organice en corporación”.
Este programa de los compagnons, no obstante que proclamaba la falencia del Parlamento y propugnaba la reorganización de la enseñanza sobre una base sindicalista, estaba lejos de ser un programa revolucionario. A análoga descalificación del parlamento arribaban, sin esfuerzo, no pocos hombres de gobierno de Europa. Walter Rathenau, por ejemplo. Rathenau precisamente, en su esquema del nuevo Estado planteaba la necesidad de crear el Estado educador como un organismo distinto del Estado económico y del Estado político. Los “compañeros” de la Universidad Nueva parecían encontrar todo malo en la enseñanza, pero solo en la enseñanza. Su consciencia de los problemas de Francia era demasiado genial, demasiado corporativa. Educados en la escuela de la democracia conservaban todas sus supersticiones. No habían conseguido librarse casi de ninguno de sus prejuicios. “Queremos una enseñanza democrática. La nuestra, en realidad, no lo era aunque se esforzase mucho por parecerlo”. Así escribían estos reformadores evidentemente llenos de buenas y sanas intenciones pero no menos evidentemente ingenuos en cuanto a los medios de traducirlas en actos. No averiguaban cómo, una vez organizada la corporación de la enseñanza, podrían actuar su programa. Se complacían en hacer esta constatación: “El estado ha fracasado en su empeño de hacerlo y centralizarlo todo no pidiendo al individuo sino su obediencia y sumisión. Su inmensa empresa de gestión ha superado sus fuerzas y sus capacidades, pero no ha cedido en sus pretensiones. Por eso hoy, en lugar de actuar como un estimulante es, con frecuencia un obstáculo y los intereses de cuya protección se ha encargado languidecen. Este es un fenómeno general. “¿Aguardaban los compagnons una voluntaria abdicación del Estado en favor de su sindicato? ¿Creían que el Estado, por amor a la democracia pura, acabaría depositando en sus manos el poder de reformar la enseñanza?
La historia, en todo caso, tuvo un curso muy diverso. Las elecciones de la Victoria entregaron ese poder en 1919 a los políticos, ebrios de chauvinismo y autoritarismo, del bloque nacional. Y estos políticos, en el gobierno no tomaron absolutamente en cuenta los generosos planes de los fautores de la Universidad Nueva, tachados a (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

El debate sobre el proyectado Congreso Ibero-Americano de Intelectuales plantea, entre otros problemas, el de la educación pública en Hispano-América. Un cuestionario de la revista “Repertorio Americano” contiene estas dos preguntas: “¿Cree usted que la enseñanza debe unificarse, con determinados propósitos raciales, en los países latinos de nuestra América? ¿Estima usted prudente que nuestra América Latina tome una actitud determinada en su enseñanza ante el caso de los Estados Unidos del Norte?». El grupo argentino que propugna la organización de una Unión Latino-Americana declara su adhesión al siguiente principio: “Extensión de la educación gratuita, laica y obligatoria y reforma universitaria integral”. Invitado a opinar acerca de la fórmula argentina, quiero concretar, en dos o tres artículos, algunos puntos de vista esenciales respecto de todo el problema que esa fórmula se propone resolver.

II
La fórmula, en sí misma, dice y vale poco. La “educación gratuita, laica y obligatoria” es una usada receta del viejo ideario demo-liberal-burgués. Todos los radicaloides, todos los liberaloides de Hispano-América, la han inscrito en sus programas. Intrínsecamente, este anciano principio no tiene, pues, ningún sentido renovador, ninguna potencia revolucionaria. Su fuerza, su vitalidad, residen íntegramente en el espíritu nuevo de los núcleos intelectuales de La Plata, Buenos Aires, etc., que esta vez lo sostienen.
Estos núcleos hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América. No la agitan como una reforma nueva, como una reforma virginal. La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo.
Pero, entonces, conviene considerar que la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispano-americanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía y la religión del Estado conserva intactos sus fueros en la enseñanza. Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica sino de adoptarla. O sea de empeñar una batalla que puede conducir a la vanguardia a concentrar sus energías y sus elementos en un frente que ha perdido su valor estratégico e histórico.

III
De toda suerte, en materia de enseñanza laica, es preciso examinar la experiencia europea. Entre otras razones, porque la fórmula “educación gratuita, laica y obligatoria” pertenece literalmente no solo a esa cultura occidental que Alfredo Palacios declara en descomposición sino, sobre todo, a su ciclo capitalista en evidente bancarrota. En la escuela demo-liberal-burguesa, (cuya crisis genera el humor relativista y escéptico de la filosofía occidental contemporánea que nos abastece de las únicas pruebas de que disponemos de la decadencia de la civilización de Occidente) han aprendido esta fórmula las democracias ibero-americanas.
La escuela laica aparece en la historia como un producto natural del liberalismo y del capitalismo. En los países donde la Reforma concurrió a crear un clima histórico favorable al fenómeno capitalista, la iglesia protestante, impregnada de liberalismo no ofreció resistencia al dominio espiritual de la burguesía. Movimientos históricos consustanciales no podían entrabarse ni contrariarse. Tendían, antes bien, a coordinar espontáneamente su dirección. En cambio, en los países donde mantuvo más o menos intactas sus posiciones el catolicismo y, por ende, las condiciones históricas del orden capitalista tardaron en madurar, la iglesia romana, solidaria con la economía medioeval y los privilegios aristocráticos, ejercitaba una influencia hostil a los intereses de la burguesía. La iglesia romana, -coherente y lógica- amparaba las ideas de Autoridad y Jerarquía en que se apoyaba el poder de la aristocracia. Contra estas ideas, la burguesía, que pugnaba por sustituir a la aristocracia en el rol de clase dominante, había inventado la idea de la Libertad. Sintiéndola contrastada por el catolicismo, tenía que reaccionar agriamente contra la iglesia en los varios campos de su ascendiente espiritual y, en particular, en el de la educación pública. El pensamiento burgués, en estas naciones donde no prendió la Reforma, no pudo detenerse en el libre examen y llegó, por tanto, fácilmente al ateísmo y a la irreligiosidad. El liberalismo, el jacobinismo del mundo latino adquirió, a causa de este conflicto entre la burguesía y la iglesia, un espíritu acremente anti-religioso. Se explica así la violencia de la lucha por la escuela laica en Francia y en Italia. Y en la misma España, donde la languidez y la flojedad del liberalismo, -que coincidieron con un incipiente desarrollo capitalista- no impidieron a los hombres de Estado liberales realizar, a pesar de la influencia de una dinastía católica, una política laicista. Se explica así, también, el debilitamiento del laicismo, que en Francia como en Italia, ha seguido a la decadencia del liberalismo y de su beligerancia y, en especial, a los sucesivos compromisos de la iglesia romana con la democracia y sus instituciones y a la progresiva saturación democrática de la grey católica. Se explica así, finalmente, la tendencia de la política reaccionaria a restablecer en la escuela la enseñanza religiosa y el clasicismo. Tendencia que precisamente en Italia y en Francia, ha actuado sus propósitos en la reforma Gentile y la reforma Berard. Decaídas las raíces históricas de su enemistad y de su oposición, el Estado laico y la iglesia romana se reconcilian en la cuestión que antes los separaba más.
El término “escuela laica” designa, en consecuencia, una criatura del Estado demo-liberal-burgués que los hombres nuevos de nuestra América no se proponen, sin duda, ambicionar como máximo ideal para estos pueblos. La idea liberal, como las juventudes ibero-americanas lo proclaman frecuentemente, ha perdido su virtud original. Ha cumplido su función histórica. No se percibe en la crisis contemporánea ninguna señal de un posible renacimiento del liberalismo. El episodio radical-socialista de Francia es, a este respecto, particularmente instructivo. Herriot ha sido batido, en parte, a causa de su esfuerzo por permanecer fiel a la tradición laicista del radicalismo. Y no obstante que ese esfuerzo fue asaz mesurado y elástico en sus fines y en sus medios.

IV
El balance de la “escuela laica” no justifica, de otro lado, un entusiasmo excesivo por esta vieja pieza del repertorio burgués. Jorge Sorel, varios años antes de la guerra, había denunciado ya su mediocridad. La moral laica -como Sorel con profundo espíritu filosófico observaba,- carece de los elementos espirituales, indispensables para crear caracteres heroicos y superiores. Es impotente, es inválida para producir valores eternos, valores sublimes. No satisface la necesidad de “absoluto” que existe en el fondo de toda inquietud humana. No da una respuesta a ninguna de las grandes interrogaciones del espíritu. Tiene por objeto la formación de una humanidad laboriosa, mediocre, ovejuna. La educa en el culto de mitos endebles que naufragan en la gran marea contemporánea: la Democracia, el Progreso, la Evolución, etc. Adriano Tilgher, agudo crítico italiano, nutrido en este tema de filosofía soreliana, hace en uno de sus más sustanciosos ensayos una penetrante revisión de las responsabilidades de la escuela burguesa. “Ahora que la crisis formidable, desencadenada por el conflicto mundial, va poco a poco revolucionando desde sus fundamentos el Estado moderno, ha llegado para la escuela del Estado el instante de producir ante la opinión pública los títulos que legitimen su derecho a la existencia. Y se debe reconocer que si ha sido posible el espectáculo de una guerra, en la cual han estado empeñados todos los más grandes pueblos del mundo y que, sin embargo, no ha revelado ninguna de aquellas individualidades heroicas, maestras de energía, que las guerras del pasado, insignificantes en parangón, revelaron en número grandísimo, esto se debe casi exclusivamente a la escuela de Estado y a su espíritu de cuartel, gris, nivelador, asfixiante”. Y, examinando la esencia misma de la escuela burguesa, agrega: “La escuela del Estado es una de las tres instituciones, destruidas las cuales el Estado moderno, caracterizado por el monopolio económico, el centralismo administrativo y el absolutismo burocrático, queda subvertido desde sus cimientos. El cuartel y la burocracia son las otras dos. Gracias a ellas, el Estado ha conseguido anular en el individuo la libertad del querer, la espontaneidad de la iniciativa, la originalidad del movimiento y a reducir la humanidad a una docilísima grey que no sabe pensar ni actuar sino conforme al signo y según voluntad de sus pastores. Es, sobre todo, en la escuela donde el Estado moderno posee el más fuerte e irresistible rodillo comprensor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente”.
Si se tiene en cuenta que, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia, los pueblos ibero-americanos, que heredan de España la confesión católica, heredaron también los gérmenes de los problemas de los Estados latinos de Europa, se comprende perfectamente cómo y por qué la “educación laica” ha sido, como recuerdo al principio de este artículo, una de las reformas vehementes propugnadas por todos los radicaloides y liberaloides de nuestra América. En los países donde ha llegado a funcionar una democracia de tipo occidental, la reforma ha sido forzosamente actuada. En los países donde ha subsistido un régimen de caudillaje apoyado en intereses feudales, no ha habido la misma necesidad de adoptarla. Este régimen ha preferido entenderse con la iglesia, buena maestra del principio de autoridad, cuya influencia conservadora ha sido diestramente usada contra la influencia subversiva del liberalismo. Los embrionarios Estados liberales nacidos de la revolución de la independencia, tardíos en consolidarse y desarrollarse, débiles para imponer a las masas sus propios mitos, han tenido que combinarlos y aliados con un rito religioso.
El tema de la “educación laica” debe ser discutido en Nuestra América a la luz de todos estos antecedentes. La nueva generación ibero-americana no puede contentarse con una chata y gastada fórmula del ideario liberal. La “escuela laica” -escuela burguesa- no es el ideal de la juventud poseída de un potente afán de renovación. El laicismo, como fin, es una pobre cosa. En Rusia, en México, en los pueblos que se transforman material y espiritualmente, la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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