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José Carlos Mariátegui La Chira Con objetos digitales
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[Conferencia - Deber de la Juventud Contemporánea]

La inquietud, la curiosidad de la juventud contemporánea. Que esta generación se muestre sensible a la nueva realidad humana es un fenómeno histórico, es un hecho natural. Spengler dice que un pensamiento, representativo de "una época de la humanidad no puede ser comprendido sino por una generación que nazca con las disposiciones necesarias". Las generaciones viejas carecen de aptitud para comprender y, sobre todo, para adherirse a las ideas revolucionarias. Es una cuestión de sentimiento; no es una cuestión de inteligencia ni de cultura. Es sugestivo y revelador el hecho de que las nuevas falanges universitarias no tengan la orientación intelectual de las generaciones pasadas. Y que su leader no sea un estudioso de la historia ni un poeta sino un espíritu de vanguardia.
Definamos la Revolución. Cómo sabemos que vivimos una época revolucionaria. Las señales de la gravidez revolucionaria son innumerables. Hay una serie de hechos que la afirman y la expresan. Declina el regimen burgués, con sus instituciones económicas, políticas, con su arte y su filosofía. La guerra ha legado una serie de problemas que el regimen burgués no puede resolver dentro de su teoría. La democracia burguesa se siete impotente para resolverlos democráticamente. Recurre, por eso, a la fuerza, a la violencia. Brotan el fascismo, el directorio, el putschismo pangermanista. Se agita el Orient. Millones de hombres, adormecidos, anestesiados durante siglos, salen de su inercia. La revolución es un fenómeno de la civilización occidental que se refleja también en los pueblos de otras civilizaciones. Es, además, evidente. No es posible dudar de ella hoy que los laboristas desalojan a los dos partidos que se alternaron clásicamente en el gobierno de Inglaterra. Hoy que los soviets son reconocidos de jure.
Los incomprensivos tratan de limitar la revolución a los confines europeos. Pero Europa no representa un continente sino una civilización. Hemos aprendido en Europa la idea de la democracia. No puede sernos indiferentes el hecho de que esa idea esté en crisis en Europa. La civilización occidental ha internacionalizado la vida humana. Una de las características de nuestra época es la propagación universal, fluída, de las ideas y las emociones. Cuando la vinculación humana era menor repercutió entre nosotros la revolución francesa.
Porqué se llama Social la Revolución.
Su grandeza no pude ser comprendido por los viejos. El debe de la juventud peruana. El deber de la mujer.
El deber de nuestra generación. Volteemos las espaldas al pasado.

José Carlos Mariátegui La Chira

Manuscrito de La intervención de Italia en la Guerra

[Transcripción Completa]
Yo no olvido durante mis lecciones que este curso es, ante todo, un curso popular, un curso de vulgarización. Trato de emplear siempre un lenguaje sencillo y claro y no un lenguaje complicado y técnico. Pero, con todo, al hablar de tópicos políticos, económicos, sociales no se puede prescindir de ciertos términos que tal vez no son comprensibles a todos. Yo uso lo menos que puedo la terminología técnica; pero en muchos casos tengo que usarla, aunque siempre con mucha parquedad. Mi deseo es que esta clase sea accesible no sólo a los iniciados en ciencias sociales y ciencias económicas sino a todos los trabajadores de espíritu atento y estudioso. Y, por eso, cuando uso un léxico oscuro, cuando uso términos poco usuales en el lenguaje vulgar, lo hago con mucha medida. Y trato de que estos períodos de mis lecciones resulten, en el peor de los casos, paréntesis pasajeros, cuya comprensión no sea indispensable para seguir y asimilar las ideas generales del curso. Esta advertencia me parece útil, de una parte para que los iniciados en ciencias sociales y económicas se expliquen por qué, en muchos casos, no recurro a una terminología técnica que consentiría mayor concisión en la exposición de las ideas y en el comentario de los fenómenos; y de otra parte, para que los no iniciados en estos estudios se expliquen por qué, no obstante mi voluntad, no puedo en muchos casos emplear un lenguaje popular y elemental.
A los no iniciados debo recomendarles también que éstas son clases y no discursos. Por fuerza tienen que parecer a veces un poco áridas.
En las anteriores conferencias, primero al examinar la mentalidad de ambos grupos beligerantes y, luego, al examinar la conducta de los partidos socialistas y organizaciones sindicales, hemos determinado el carácter de la guerra mundial.
Y hemos visto por qué sus más profundos comentadores la han llamado guerra absoluta. Guerra absoluta, esto es guerra de naciones, guerra de pueblos y no guerra de ejércitos. Adriano Tilgher llega a la siguiente conclusión: “La guerra absoluta ha sido vencida por aquellos gobiernos que han sabido conducirla con una mentalidad adecuada, dándole fines capaces de resultar mitos, estados de ánimo, pasiones y sentimientos populares. En este sentido nadie más que Wilson, con su predicación quáquero democrática ha contribuido a reforzar los pueblos de la Entente en la persuasión inconmovible de la justicia de su causa y en el propósito de continuar la guerra hasta la victoria final. Quien, en cambio, ha conducido la guerra absoluta con mentalidad de guerra diplomática o relativa o ha sido vencido (Rusia, Austria, Alemania) o ha corrido gran riesgo de serlo (Italia)”.
Esta conclusión de Adriano Tilgher define muy bien la significación principal de la intervención de los Estados Unidos, así como la fisonomía de la guerra italiana. Me ha parecido, por esto, oportuno, citarla al iniciar la clase de esta noche, en la cual nos ocuparemos, primeramente, de la intervención italiana y de la intervención norteamericana.
Italia intervino en la guerra, más en virtud de causas económicas que en virtud de causas diplomáticas y políticas. Su suelo no le permitía alimentar con sus propios productos agrícolas sino, escasamente, a dos tercios de su población.
Italia tenía que importar el trigo y otros artículos indispensables a un tercio de su población. Y tenía, al mismo tiempo, que exportar las manufacturas, las mercaderías, los productos de su trabajo y de su industria en proporción suficiente para pagar ese trigo y esos artículos alimenticios y materias primas que le faltaban. Por consiguiente, Italia estaba a merced, como está también hoy, de la potencia dueña del dominio de los mares. Sus importaciones y sus exportaciones, indispensables a su vida, dependían, en una palabra, de Inglaterra.
Italia carecía de libertad de acción. Su neutralidad era imposible. Italia no podía ser, como Suiza, como Holanda, una espectadora de la guerra. Su rol en la política europea era demasiado considerable para que, desencadenada una guerra continental, no la arrastrase. No habiéndose puesto al lado de los austro-húngaros, era inevitable para Italia ponerse al lado de los aliados. Italia era una verdadera prisionera de las naciones aliadas.
Estas circunstancias condujeron a Italia a la intervención. Las razones diplomáticas eran, comparativamente, de menor cuantía. Probablemente no habrían bastado para obligar a Italia a la intervención. Pero sirvieron, por supuesto, para que los elementos intervencionistas crearan una corriente de opinión favorable a la guerra. Los elementos intervencionistas eran en Italia de dos clases. Los unos se inspiraban en ideales nacionalistas y revanchistas y veían en la guerra ocasión de reincorporar a la nación italiana los territorios irredentos de Trento y Trieste. Veían, además, en la guerra, una aventura militar, fácil y gloriosa, destinada a engrandecer la posición de Italia en Europa y en el mundo. Los otros elementos intervencionistas se inspiraban en ideales democráticos, análogos a los que más tarde patrocinó Wilson, y veían en la guerra una cruzada contra el militarismo prusiano y por la libertad de los pueblos. El gobierno italiano tuvo en cuenta los ideales de los nacionalistas al concertar la intervención de Italia en la guerra.
Entre los aliados e Italia se suscribió el pacto secreto de Londres. Este pacto secreto, este célebre Pacto de Londres, publicado después por los bolcheviques, establecía la parte que tocaría a Italia en los frutos de la victoria. Este pacto, en suma, empequeñecía la entrada de Italia en la guerra. Italia no intervenía en la guerra en el nombre de un gran ideal, en el nombre de un gran mito, sino en el nombre de un interés nacional. Pero ésta era la verdad oculta de las cosas. La verdad oficial era otra. Conforme a la verdad oficial, Italia se batía por la libertad de los pueblos débiles, etc. En una palabra, para el uso interno se adoptaban las razones de los intervencionistas nacionalistas y revanchistas; para el uso externo se adoptaban las razones de los intervencionistas democráticos. Y se callaba la razón fundamental: la necesidad en que Italia se encontraba o se hallaba de intervenir en la contienda, en la imposibilidad material de permanecer neutral. Por eso dice Adriano Tilgher que, en un principio, la guerra italiana fue conducida con mentalidad de guerra relativa, de guerra diplomática. Las consecuencias de esta política se hicieron sentir muy pronto.
Durante la primera fase de la guerra italiana, hubo en Italia una fuerte corriente de opinión neutralista. No solamente eran adversos a la guerra los socialistas. También lo eran los giolittianos, Giolitti y sus partidiarios, o sea un numeroso grupo burgués. Justamente la existencia de este núcleo de opinión burguesa neutralista consintió a los socialistas actuar con mayor libertad, con mayor eficacia, dentro de un ambiente menos asfixiantemente bélico que los socialistas de los otros países beligerantes. Los socialistas aprovecharon de esta división del frente burgués para afirmar la voluntad pacifista del proletariado.
La ‘unión sagrada’, la fusión de todos los partidos en uno solo, el Partido de la Defensa Nacional, no era, pues, completa en Italia. El pueblo italiano no sentía unánimemente la guerra. Fueron estas causas políticas, estas causas psicológicas, más que toda causa militar, las que originaron la derrota de Caporetto, la retirada desastrosa de las tropas italianas ante la ofensiva austro-alemana. Y la prueba de esto lo tenemos en la segunda fase de la guerra italiana. La ‘unión sagrada’, la fusión de todos los partidos en uno solo, el Partido de la Defensa Nacional, no era, pues, completa en Italia. El pueblo italiano no sentía unánimemente la guerra. Fueron estas causas políticas, estas causas psicológicas, más que toda causa militar, las que originaron la derrota de Caporetto, la retirada desastrosa de las tropas italianas ante la ofensiva austro-húngara. Y la prueba de esto lo tenemos en la segunda fase de la guerra italiana. Después de Caporetto, hubo una reacción en la política, en la opinión italiana. El pueblo empezó a sentir de veras la necesidad de empeñar en la guerra todos sus recursos. Los neutralistas giolittianos se adhirieron a la ‘unión sagrada’. Y desde ese momento no fue ya sólo el ejército italiano, respaldado por un gobierno y una corriente de opinión intervencionista, quien combatió contra los austroalemanes. Fue casi todo el pueblo italiano. La guerra dejó de ser para Italia guerra relativa. Y empezó a ser guerra absoluta.
Comentadores superficiales que atribuyeron a la derrota de Caporetto causas exclusivamente militares, atribuyeron luego a la reacción italiana causas militares también. Dieron una importancia exagerada a las tropas y a los recursos militares enviados por Francia al frente italiano. Pero la historia objetiva y documentada de la guerra italiana nos enseña que estos refuerzos fueron, en verdad, muy limitados y estuvieron destinados, más que a robustecer numéricamente el ejército italiano, a robustecerlo moralmente. Resulta, en efecto, que Italia, en cambio de los refuerzos franceses recibidos, envió a Francia algunos refuerzos italianos. Hubo canje de tropas entre el frente italiano y el frente francés. Todo esto tuvo una importancia secundaria en la reorganización del frente italiano. La reacción italiana no fue una reacción militar; fue una reacción moral, una reacción política.
Mientras fue débil el frente político italiano, fue débil también el frente militar. Desde que empezó a ser fuerte el frente político, empezó a ser fuerte también el frente militar. Porque, así en este aspecto de la guerra mundial, como en todos sus otros grandes aspectos, los factores políticos, los factores morales, los factores psicológicos tuvieron mayor trascendencia que los factores militares.
La confirmación de esta tesis la encontraremos en el examen de la eficacia de la intervención americana. Los Estados Unidos aportaron a los aliados no sólo un valioso concurso moral y político. Los discursos y las proclamas de Wilson debilitaron el frente alemán más que los soldados norteamericanos y más que los materiales de guerra norte-americanos. Así lo acreditan los documentos de la derrota alemana. Así lo establecen varios libros autorizados, entre los cuales citaré, por ser uno de los más conocidos, el libro de Francisco Nitti "Europa sin paz". Los discursos y las proclamas de Wilson socavaron profundamente el frente austro-alemán. Wilson hablaba del pueblo alemán como de un pueblo hermano. Wilson decía: “Nosotros no hacemos la guerra contra el pueblo alemán, sino contra el militarismo prusiano”. Wilson prometía al pueblo alemán una paz sin anexiones ni indemnizaciones. Esta propaganda, que repercutió en todo el mundo, creando un gran volumen de opinión en favor de la causa
aliada, repercutió también en Alemania y Austria. El pueblo alemán sintió que la guerra no era ya una guerra de defensa nacional. Austria, naturalmente, fue conmovida mucho más que Alemania por la propaganda wilsoniana. La propaganda wilsoniana estimuló en Bohemia, en Hungría, en todos los pueblos incorporados por la fuerza al Imperio Austro-Húngaro, sus antiguos ideales de independencia nacional. Los efectos de este debilitamiento del frente político alemán y del frente político austríaco tenían que manifestarse, necesariamente, a renglón seguido del primer quebranto militar. Y así fue. Mientras el gobierno alemán y el gobierno austríaco pudieron mantener con vida la esperanza de la victoria, pudieron, también, conservar la adhesión de sus pueblos a la guerra. Apenas esa esperanza empezó a desaparecer las cosas cambiaron. El gobierno alemán y el gobierno austríaco perdieron el control de las masas, minadas por la propaganda wilsoniana.
La ofensiva de los italianos en el Piave encontró un ejército enemigo poco dispuesto a batirse hasta el sacrificio. Divisiones enteras de checo-eslavos capitularon. El frente austríaco se deshizo. Y este desastre militar y moral resonó inmediatamente en el frente alemán. El frente alemán estaba, no obstante la vigorosa ofensiva alemana, militarmente intacto. Pero el frente alemán estaba, en cambio, política y moralmente quebrantado y franqueado. Hay documentos que describen el estado de ánimo de Alemania en los días que precedieron a la capitulación. Entre esos documentos citaré las Memorias de Ludendorff, las Memorias de Hindenburg y las Memorias de Erzberger, el líder del centro católico alemán, asesinado por un nacionalista, por su adhesión a la revolución y a la República Alemana y a la paz de Versalles. Tanto Ludendorff como Hindenburg y como Erzberger nos enteran de que el Káiser,
considerando únicamente el aspecto militar de la situación, alentó hasta el último momento la esperanza de una reacción del ejercito alemán que permitiese obtener la paz en las mejores condiciones. El Káiser pensaba: "Nuestro frente militar no ha sido roto". Quienes lo rodeaban sabían que ese frente militar, inexpugnable aparentemente al enemigo, estaba ganado por su propaganda política. No había sido aún roto materialmente; pero sí invalidado moralmente. Este frente militar no estaba dispuesto a obedecer a sus generalísimos y a su gobierno. En las trincheras germinaba la revolución.
Hasta ahora los alemanes pangermanistas, los alemanes nacionalistas afirman orgullosamente: "Alemania no fue vencida militarmente". Es que esos pangermanistas, esos nacionalistas, tienen el viejo concepto de la guerra relativa, de la guerra militar, de la guerra diplomática. Ellos no ven del cuadro final de la guerra sino lo que el Káiser vio entonces: el frente militar alemán intacto. Su error es el mismo error de los comentadores superficiales que vieron en la derrota italiana de Caporetto únicamente las causas militares y que vieron, más tarde, en la reorganización del frente italiano, únicamente causas militares. Esos nacionalistas, esos pangermanistas, son impermeables al nuevo concepto de la guerra absoluta. Poco importa que la derrota de Alemania no fuese una derrota militar. En la guerra absoluta la derrota no puede ser una derrota militar sino una derrota al mismo tiempo política, moral, ideológica, porque en la guerra absoluta los factores militares están subordinados a los factores políticos, morales e ideológicos. En la guerra absoluta la derrota no se llama derrota militar, aunque no deje de serlo; se llama derrota, simplemente. Derrota sin adjetivo, porque su definición única es la derrota integral.
Los grandes críticos de la guerra mundial no son, por esto, críticos militares. No son los generalísimos de la victoria ni los generalísimos de la derrota. No son Foch ni Hindenburg, Díaz ni Ludendorff. Los grandes críticos de la guerra mundial, son filósofos, políticos, sociólogos. Por primera vez la victoria ha sido cuestión de estrategia ideológica y no de estrategia militar. Desde ese punto de vista, vasto y panorámico, puede decirse, pues, que el generalísimo de la victoria ha sido Wilson. Y este concepto resume el valor de la intervención de los Estados Unidos.
No haremos ahora el examen del programa wilsoniano; no haremos ahora la crítica de la gran ilusión de la Liga de las Naciones. De acuerdo con el programa de este curso, que agrupa los grandes aspectos de la crisis mundial, con cierta arbitrariedad cronológica, necesaria para la mejor apreciación panorámica, dejaremos estas cosas para la clase relativa a la paz de Versalles. Mi objeto en esta clase ha sido sólo el de fijar rápidamente el valor de la intervención de los Estados Unidos como factor de la victoria de los aliados. La ideología de la intervención americana, la ideología de Wilson, requiere examen aparte. Y este examen particular tiene que ser conectado con el examen de la paz de Versalles y de sus consecuencias económicas y políticas. Hoy dedicaremos los minutos que aún nos quedan al estudio de aquel otro trascendental fenómeno de la guerra: la revolución rusa y la derrota rusa. Echaremos una ojeada a los preliminares y a la fase social-democrática de la revolución rusa. Veremos cómo se llegó al gobierno de Kerensky.
En la conferencia anterior, al exponer la conducta de los partidos socialistas de los países beligerantea, dije cuál había sido la posición de los socialistas rusos frente a la conflagración. En Rusia, la mayoría del movimiento obrero y socialista fue contraria a la guerra. El grupo acaudillado por Plejanov no creía que la victoria robustecería el zarismo; pero la mayoría socialista y sindicalista comprendió que le tocaba combatir en dos frentes: contra el imperialismo alemán y contra el zarismo. Muchos socialistas rusos fueron fieles a la declaración del Congreso de Stuttgart que fijó así el deber de los socialistas ante una guerra: trabajar por la paz y aprovechar de las consecuencias económicas y políticas de la guerra para agitar al pueblo y apresurar la caída del régimen capitalista.
El gobierno zarista, es casi inútil decirlo, conducía la guerra con el criterio de guerra relativa, de guerra militar, de guerra diplomática. La guerra rusa no contaba con la adhesión sólida del pueblo ruso. El frente político interno era en Rusia menos fuerte que en ningún otro país beligerante. Rusia fue, sin duda, por estas razones, la primera vencida. Dentro de la burguesía rusa había elementos democráticos y pacifistas inconciliables con el zarismo. Y dentro de la corte del Zar había conspiradores germanófilos que complotaban en favor de Alemania. Todas estas circunstancias hacían inevitables la derrota y la revolución rusas.
Un interesante documento de los días que precedieron a la revolución es el libro de Mauricio Paleologue, "La Rusia de los Zares durante la Gran Guerra". Mauricio Paleologue era el embajador de Francia ante el Zar. Fue un explorador cercano de la caída del absolutismo ruso. Asistió a este espectáculo desde un palco de "avant scene".
Las páginas del libro de Mauricio Paleologue describen el ambiente oficial ruso del período de incubación revolucionaria. Los hombres del zarismo presintieron anticipadamente la crisis. La presintieron igualmente los representantes diplomáticos de las potencias aliadas. Y el empeño de unos y otros se dirigió no a conjurarla, porque habría sido vano intento, sino a encauzarla en la forma menos dañina a sus respectivos intereses. Los embajadores aliados en Petrogrado trataban con los miembros aliadófilos del régimen zarista y con los elementos aliadófilos de la democracia y de la social-democracia rusas. Paleologue nos cuenta cómo en su mesa comían Milukoff, el líder de los cadetes, y otros líderes de la democracia rusa. El régimen zarista carecía de autoridad moral y de capacidad política para manejar con acierto los negocios de la guerra. Cerca de la Zarina intrigaba una camarilla germanófila. La Zarina, de temperamento místico y fanático, era gobernada por el monje Rasputín, por aquella extraña figura, alrededor de la cual se tejieron tantas leyendas y se urdieron tantas fantasías. El ejército se hallaba en condiciones morales y materiales desastrosas. Sus servicios de aprovisionamiento, amunicionamiento, transporte, funcionaban caóticamente. El descontento se extendía entre los soldados. El Zar, personaje imbécil y medioeval, no permitía ni tampoco percibía la vecindad de la catástrofe. Dentro de esta situación se produjo el asesinato del monjeRasputín, favorito de la Zarina, papa negro del zarismo. El Zar ordenó la prisión del príncipe Dimitri, acusado del asesinato de Rasputín. Y comenzó entonces un conflicto entre el Zar y los personajes aliadófilos de la Corte que, avisadamente, presentían los peligros y las amenazas del porvenir. La nobleza demandó la libertad del príncipe Dimitri. El Zar se negó diciendo:‘Un asesinato es siempre un asesinato’. Eran días de gran inquietud para la aristocracia rusa, que arrojaba sobre la Zarina la responsabilidad de la situación. Algunos parientes del Zar se atrevieron a pedirle el alejamiento de la Zarina de la Corte. El Zar resolvió tomar una actitud medioevalmente caballeresca e hidalga. Pensó que todos se confabulaban contra la Zarina porque era extranjera y porque era mujer. Y resolvió cubrir las responsabilidades de la Zarina con su propia responsabilidad. La suerte del Imperio Ruso estaba en manos de este hombre insensato y enfermo. La Zarina, alucinada y delirante, dialogaba con el espíritu de Rasputín y recogía sus inspiraciones. El monje Rasputín, a través de la Zarina, inspiraba desde ultratumba al Zar de todas las Rusias. No había casi en Rusia quien no se diese cuenta de que una crisis política y social tenía necesariamente que explosionar de un momento a otro.
Vale la pena relatar una curiosa anécdota de la corte rusa. Paleologue, el embajador francés, y su secretario, estuvieron invitados a almorzar el 10 de enero de 1917, el año de la revolución, en el palacio de la gran duquesa María Pawlova. Paleologue y su secretario subieron la regia escala del palacio. Y al entrar en el gran salón no encontraron en él sino a una dama de honor de la gran duquesa: la señorita Olive. La señorita Olive, de pie ante la ventana del salón, contemplaba pensativamente el panorama del Neva, en el cual se destacaban la catedral de San Pedro y San Pablo y las murallas de la Fortaleza, la prisión del Estado. Paleologue interrumpió cortésmente a la señorita Olive: “Yo acabo de sorprender, si no vuestros pensamientos, al menos la dirección de vuestros pensamientos. Me parece que Ud. mira muy atentamente la prisión”. Ella respondió: “Sí; yo contemplaba la prisión. En días como éstos no puede uno guardarse de mirarla”. Y luego agregó, dirigiéndose al secretario: “Señor de Chambrun, cuando yo esté allá, enfrente, sobre la paja de los calabozos, ¿vendrá Ud. a verme?”. La joven dama de honor, probablemente lectora voluptuosa y espeluznada de la historia de la Revolución Francesa, preveía que a la nobleza rusa le estaba deparado el mismo destino de la nobleza francesa del siglo dieciocho y que ella como, en otros tiempos, otras bellas y elegantes y finas damas de honor, estaba destinada a una trágica y sombría residencia en un calabozo de alguna Bastilla tétrica. Los días de la autocracia rusa estaban contados. La aristocracia y la burguesía trabajaban porque la caída del zarismo no fuese también su caída. Los representantes aliados trabajaban porque la transición del régimen zarista a un régimen nuevo no trajese un período de anarquía y de desorden que invalidase a Rusia como potencia aliada. Indirectamente, la aristocracia divorciada del Zar, la burguesía y los embajadores aliados no hacían otra cosa que apresurar la revolución. Interesados en canalizar la revolución, en evitar sus desbordes y en limitar su magnitud, contribuían todos ellos a acrecentar los gérmenes revolucionarios. Y la revolución vino. El poder estuvo fugazmente en poder de un príncipe de la aristocracia aliadófila. Pero la acción popular hizo que pasara en seguida a manos de hombres más próximos a los ideales revolucionarios de las masas. Se construyó, a base de socialistas revolucionarios y de mencheviques, el gobierno de coalición de Kerensky. Kerensky era una figura anémica del revolucionarismo ruso. Miedoso de la revolución, temeroso de sus extremas consecuencias, no quiso que su gobierno fuera un gobierno exclusivamente obrero, exclusivamente proletario, exclusivamente socialista. Hizo, por eso, un gobierno de coalición de los Socialistas Revolucionarios y de los mencheviques con los kadetes y los liberales.
Dentro de este ambiente indeciso, dentro de esta situación vacilante, dentro de este régimen estructuralmente precario y provisional, fue germinada, poco a poco, la Revolución Bolchevique. En la próxima clase veremos cómo se preparó, cómo se produjo este gran acontecimiento, hacia el cual convergen las miradas del proletariado universal, que por encima de todas las divisiones y de todas las discrepancias de doctrina contempla, en la Revolución rusa, el primer paso de la humanidad hacia un régimen de fraternidad, de paz y de justicia.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la conferencia La intervención de Italia en la Guerra

[Transcripción Completa]

Anteriores conferencias determinaron carácter guerra mundial. Hemos visto que sus más profundos comentadores la han llamado guerra absoluta. Guerra absoluta, guerra de naciones, no de ejércitos. Conclusión de Tilgher define muy bien [la] intervención [de] EE.UU., así como [la] fisonomía [de la] guerra italiana. Por esto es citada.

Italia intervino en virtud de causas económicas más que diplomáticas y políticas. Su suelo no le permitía alimentar [a la] población. Necesitaba exportación e importación. Estaba a merced de la potencia dueña de los mares. Sus importaciones y exportaciones dependían de Inglaterra. Carecía libertad acción. Neutralidad imposible. No podía ser, como Suiza expectadora. Su rol demasiado considerable para que la guerra no la arrastrase. No habiendo seguido a los alemanes, era inevitable que siguiese a los aliados. Verdadera prisionera.

Estas circunstancias condujeron Italia a la intervención. Razones diplomáticas no habrían bastado par a obligar a Italia. Dos clases de elementos intervencionistas. El gobierno italiano tuvo en cuenta ideales nacionalistas al concertar intervención.

Se suscribió el pacto de Londres. Italia entraba en la guerra en el nombre [de] interés nacional. La verdad oficial era otra. Para uso interno razones nacionalistas, para uso externo razones democráticos. Hallábase razón fundamental. Por esto Tilgher dice guerra conducida criterio guerra relativa. Consecuencias se dejaron sentir pronto.

Durante primera fase fuerte corriente neutralista. No solo neutralismo socialistas sino giolittianos. Neutralismo burgués consintió socialistas actuar [con] mayor libertad dentro ambiente menos bélico. La Union Sagrada no era completa. El pueblo italiano no sentía unánimemente la guerra. Estas causas originaron derrota Caporetto. Después reacción política opinión. El pueblo empezó a sentir la necesidad de empeñarse en la guerra. Fuerte ola nacionalismo dominó país. Desde ese momento combatió no solo el ejército sino todo el pueblo. La guerra empezó a ser absoluta.

Comentadores superficiales atribuyeron a Caporetto causas exclusivamente militares, a la reacción también. Importancia exagerada dada a los refuerzos franceses. Fue un canje de tropas. La reacción italiana fue moral, política. Mientras fue débil el frente politico, débil frente militar. Asi en este aspecto como en otros factores políticos psicológicos mayor trascendencia que militares.

La confirmación de esta tesis está en la eficacia de la intervención americana. EE.UU, aportaron no solo concurso material sino sobre todo moral y politico. Discursos Wilson debilitaron frente alemán más que tropas. Asi lo acreditan documentos, lo establecen libros autorizados. Wilson socavó resistencia austro-alemana. Hablaba del pueblo alemán como de un hermano. Esta propaganda, que repercutió en el mundo, repercutió también Alemania Austria. Pueblo alemán sintió guerra no era ya defensa nacional.

Austria más conmovida que Alemania. En Bohemia, Hungría, antiguos ideales [de] independencia nacional. Efectos este debilitamiento tenían que manifestarse al primer quebranto militar. Asi. Mientras pudieron mantener esperanza conservaron adhesión pueblos. Apenas desapareció esperanza todo cambió. Austro-alemanes perdieron control masas. Ofensiva Piave encontró ejército poco dispuesto sacrificio. Divisiones enteras capitularon. Este desastre resonó inmediatamente frente alemán. Estaba militarmente intacto. Pero política y moralmente quebrantado y flanqueado. Hay documentos que describen estado ánimo esos días. Ludendorf, Hidemburg, Erzerberger. Kaiser alentó esperanza ejercito alemán permitiese obtener paz mejor. Pensaba frente no había sido roto. Otros sabían frente, inexpugnable al enemigo, ganado por su propaganda. No había sido roto materialmente, pero invalidado moralmente. No estaba dispuesto a obedecer. En las trincheras germinaba la revolución.

Ahora pangermanistas dicen: "Alemania no fue vencida militarmente". Viejo concepto guerra relativa. Ven como el Kaiser: frente intacto. Su error es el mismo de los comentadores superficiales de Caporetto. Nacionalistas impermeables al nuevo concepto guerra absoluta. Poco importa derrota militar. En guerra absoluta derrota al mismo tiempo moral ideológica. Porque factores militares subordinados factores morales. No se llama derrota militar. Lo críticos de la guerra no son militares. Son filósofos, políticos, sociales. Por primera vez victoria ha sido cuestión de estrategia ideologica. Desde este punto de vista, Wilson generalísimo de la victoria.
Este concepto resume valor intervención americana.

Ahora no examen programa wilsoniano, critica gran ilusión Liga Naciones. De acuerdo programa, dejaremos estas cosas para paz Versalles. Fijar rápidamente valor intervención. Ideología requiere examen aparte. Conectado con examen Versalles y consecuencias.

Allora estudio otro trascendental fenomeno: revolución rusa. Fase social-democrática. Cómo llegó al gobierno Kerensky. Anterior conferencia posición socialistas rusas frente guerra. Plekanof. Otros muchos fieles congreso Stuttgart. Zarismo conducía la guerra con mentalidad guerra relativa. No contaba adhesión pueblo. Frente interno menos fuerte que otros beligerantes. Rusia, por esto, primera vencida. Dentro burguesía, elementos inconciliables con zarismo. Cortex, conspiradores germanófilos. Todas estas circunstancias hacían inevitable revolución y derrota.- "La Rusia de los Zares durante la gran guerra". Paleologue espectador cercano. Describe ambiente oficial periodo incubación revolucionaria. Presintiose crisis. Intento no conjurarla, sino encauzarla. Mesa Paleologue Milukouff. Zaris no carecía autoridad moral y capacidad, política para manejar negocios guerra. Cerca Zarina intrigas. Zarina, temperamento místico, fanático, gobernada Rasputin. Ejército en condiciones desastrosos. Descontento extendíase.

EI zar, medioeval e imbécil, no percibía la catástrofe vecina. Asesinato Rasputin. Conflicto con nobleza por prisión Dimitri. Dias de gran inquietud para aristocracia. Insinuaciones alejar Zarina. Zar tomó actitud caballeresca hidalga. Las suertes del imperio en manos hombre insensato enfermo. Zarina, alucinada, delirante, dialogaba con Rasputin. No había quien no se diese cuenta crisis tenia que explosionar.

Anécdota Olive. 10 Enero 1917. Palacio gran duquesa Maria Pavlowna. Vista San Pedro y San Pablo. Chambrun. Los días de la autocracia estaban contados. Burguesía, aristocracia aliados trabajaban porque caída zarismo no fuese suya. Indirectamente apresuraban revolución. Interesados canalizar revolución acrecentaban gérmenes revolucionarios. Revolución vino. Kerensky figura anémica. No quiso gobierno obrero, miedoso de la revolución misma.

Dentro de este ambiente indeciso, regimen precario, fue germinando revolución bolchevique. Próxima clase veremos como se produjo hacia el cual convergen miradas proletariado universal.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución alemana [Manuscrito]

[Transcripción completa]
La revolución alemana

El tema de la conferencia de esta noche es la Revolución Alemana.
En las conferencias precedentes, he expuesto los aspectos principales del proceso de generación, de incubación de la Revolución Alemana.
He dicho ya que la guerra no fue popular en Alemania, que el gobierno alemán condujo la guerra con el viejo criterio de guerra relativa, de guerra militar, de guerra no total; que el gobierno alemán no supo crear ningún mito popular capaz de asegurarle la adhesión sólida de las clases populares; y que la guerra fue presentada al pueblo alemán exclusivamente como guerra de defensa nacional. Mientras el gobierno alemán mantuvo viva la esperanza de la victoria, mientras ningún fracaso militar desacreditó su aventura; mientras pudo evitar al pueblo el hambre y las privaciones, consiguió que la opinión pública sufriese, sin rebelión, la guerra. Pero no consiguió apasionar a las masas por sus ideales imperialistas. La guerra no era popular en el proletariado. Los intelectuales, la inteligencia alemana, se pusieron, en su mayoría, al servicio de la guerra, al servicio de la agresión, y crearon una cínica, una delirante literatura de guerra.
Los poetas alemanes cantaron la guerra y denigraron la paz. Tomás Mann escribió: “El hombre se malogra en la paz. El reposo perezoso es la tumba del corazón. La ley es la amiga del débil; ella quiere aplanarlo todo; si ella pudiera, achataría al mundo; pero la guerra hace surgir la fuerza”.
Heinrich Vierordt escribió su Deutschland, hasse (Alemania, odia). El profesor Ostwald escribió: “Alemania quiere organizar Europa, pues Europa hasta ahora no ha estado organizada”.
Finalmente, los famosos 93 intelectuales alemanes suscribieron aquel célebre manifiesto auspiciando y defendiendo, servilmente, la guerra alemana. Pero, no obstante toda esta literatura bélica, únicamente la burguesía y la pequeña burguesía deliraron de nacionalismo. El proletariado declaró apoyar la guerra no por convicción, sino por deber. El proletariado no suscribió nunca los cínicos conceptos de los intelectuales burgueses y pequeño burgueses.
Además, casi desde el primer momento, apenas pasado el período de intoxicación y de confusión de la declaratoria, se alzaron en Alemania algunas honradas y valientes voces de protesta.
Cuatro sabios alemanes tomaron posición contra los noventitrés intelectuales del manifiesto y publicaron un contra-manifiesto. Ya os he hablado de estos cuatro sabios que fueron el físico Einstein, el fisiólogo Nicolai, el filósofo Buek y el astrónomo Foerster. El poeta Hermann Hesse, asilado como Romain Rolland en Suiza, escribió un canto a la paz y un llamado a los pensadores de Europa, invitándolos a salvar lo poco de paz que podía todavía ser salvado y a no saquear, ellos también, con su pluma el porvenir europeo. La revista Die Weissen Blaetter fue un hogar de los intelectuales alemanes fieles a la causa de la unidad moral de Europa y de la civilización occidental. Y varios líderes del proletariado, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Kurt Eisner, Franz Mehring, León Joguiches y otros más, reaccionaron contra la guerra y denunciaron su meta imperialista y contra-revolucionaria. Carlos Liebknecht, fue uno de los catorce diputados contrarios a los créditos de guerra el 4 de agosto; pero estos catorce diputados no votaron contra los créditos en el Parlamento sino en el seno del grupo socialista parlamentario.
La gran mayoría del grupo acordó votar los créditos. Y los catorce diputados de la minoría, Carlos Liebknecht entre ellos, resolvieron someterse a la decisión de la mayoría . Pero Carlos Liebknecht sintió muy pronto la necesidad de salvar su propia y personal responsabilidad de líder y de intelectual socialista. Y en diciembre de 1914 votó contra los nuevos créditos de la guerra, sin hacer caso de la voluntad del grupo socialista parlamentario.
Por supuesto, dentro y fuera del Reichstag, del parlamento alemán una tempestad se desencadenó contra Carlos Liebknecht. Y en enero de 1915 Carlos Liebknecht fue movilizado en el ejército. Se le envió a Kustrin. Liebknecht se negó a aceptar el fusil. Se le trasladó entonces a una compañía de obreros, de sospechosos, a Lorena. Luego se le mandó al frente de Rusia. Y, desde el frente, Carlos Liebknecht escribió a sus hijos el 21 de diciembre: “Yo no dispararé”. Asistió aún, a otras sesiones del Reichstag, donde nuevamente insurgió repetidas veces contra el gobierno alemán y contra la guerra. Los clamores de la Cámara cubrieron, ahogaron, acallaron invariablemente su voz solitaria y heroica. Pero Carlos Liebknecht no renunció a su propaganda; unido a Rosa Luxemburgo, a Franz Mehring, a Clara Zetkin, escribió aquellas célebres cartas, suscritas con el seudónimo de Spartacus, que más tarde fue el nombre del Partido Comunista Alemán.
El 1º de mayo de 1918 se realizó en Berlín la primera demostración pública contra la guerra. Carlos Liebknecht, disfrazado de civil, asistió a ella. Fue arrestado y procesado por traición a la patria. El tribunal militar lo condenó entonces a cuatro años de trabajos forzados. Un año más tarde, la revolución le abrió las puertas de la cárcel. La figura de Liebknecht, como vemos, no era la única en las filas dirigentes del proletariado alemán que luchaba contra la guerra.
Al lado de Liebknecht se agrupan varias figuras gloriosas.
He mencionado ya a Rosa Luxemburgo, a Clara Zetkin, a Eugenio Levinés. Todos estos líderes reconocieron que su deber era combatir a la guerra, como reconocieron, más tarde, que su deber era llevar a su meta final la revolución.Todos ellos militaron, con Carlos Liebknecht, en el grupo Spartacus, célula inicial del Partido Comunista Alemán. Pero de su conducta durante la revolución misma me ocuparé oportunamente. Ahora no está en examen sino su conducta durante la pre-revolución, porque, basándome en ella, estoy sosteniendo que existía en el movimiento proletario alemán un ambiente distinto acerca de la guerra que en el movimiento proletario en las naciones aliadas. Un numeroso núcleo de opinión proletaria, reprimido, es verdad, marcialmente por la acción del gobierno, luchaba por rebelar contra la guerra al proletariado alemán. Y los cien diputados del socialismo alemán, la mayoría de los líderes de la social-democracia, no podían dar a la guerra una adhesión ardorosa, un apoyo incondicional. La burguesía y la clase media alemanas peleaban por los ideales del militarismo prusiano, por el dominio del mundo, por el Deutschland Uber Alles, por el ubervolk, por el sometimiento de Europa a la organización alemana; pero el proletariado alemán, conforme a las palabras de orden de sus líderes mayoritarios, no peleaba sino por un interés de defensa nacional. El proletariado alemán no sentía la necesidad absoluta de la guerra jusqu’au bout , de la guerra hasta el fin, de la guerra absoluta y, sobre todo, hasta el anonadamiento total del enemigo.
Wilson y su propaganda democrática, Wilson y sus Catorce Puntos, Wilson y sus ilusiones de un nuevo código de justicia internacional, encontraron, por consiguiente, en el frente alemán, un frente permeable, un frente vulnerable, un frente franqueable. Ya he dicho la resonancia revolucionaria que tuvo en el pueblo el programa wilsoniano. Desde que al pueblo austríaco le fue dicho que los aliados no combatían contra ellos sino contra sus gobiernos, desde que les fue asegurado que no se les impondría una paz de anexiones, ni de indemnizaciones, el pueblo alemán y el pueblo austríaco empezaron a sentir cada vez menos la necesidad de la guerra. Además, como ya he dicho también, la propaganda wilsoniana estimuló y despertó en las nacionalidades encerradas en el Imperio Austro-Húngaro viejos y arraigados ideales de independencia nacional.
Y, de otra parte, la Revolución Rusa repercutió también revolucionariamente en el proletariado austríaco y en el proletariado alemán. Dos propagandas se juntaron para minar y franquear el frente austro-alemán: la propaganda democrática de Wilson y la propaganda maximalista de los bolcheviques.
Los efectos de estas propagandas tuvieron que manifestarse a continuación del primer quebranto militar austro-alemán. La ofensiva italiana en el Piave encontró al ejército austríaco mal dispuesto al sacrificio.
Las tropas checoeslovacas capitularon casi en masa. Y en el frente alemán, la noticia de este desastre y la ofensiva francesa, desencadenaron la explosión de los gérmenes revolucionarios durante tanto tiempo acumulados.
El pueblo alemán y el ejército alemán manifestaron su voluntad de paz y de capitulación. E insurgieron contra el Káiser y la monarquía, contra el régimen responsable de la guerra, culpable de la derrota. Deslindaron la responsabilidad del gobierno y del pueblo alemán, Y barrieron a la monarquía y a todas sus instituciones.
El 9 de noviembre de 1918, a poco más de un año de distancia de la Revolución Rusa, se produjo la Revolución Alemana. La historia de los acontecimientos de esos días es conocida. Estalló una guerra revolucionaria en Kiel y Hamburgo. Se insurreccionaron los marineros, quienes en automóviles marcharon sobre Berlín. La huelga general fue proclamada. Las tropas se negaron a reprimir al proletariado insurgente. El Káiser abdicó y abandonó Berlín. Y los revolucionarios proclamaron la República en Alemania. La revolución tuvo en ese instante un carácter netamente proletario.
Se constituyeron en Alemania los consejos de obreros y soldados, los soviets en suma. Y se formó un ministerio de socialistas mayoritarios. Pero este ministerio no comprendió al ala izquierda del socialismo, al grupo de Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, Clara Zetkin, etc., contrario a un compromiso con los socialistas mayoritarios que habían amparado la guerra. Más aún, entre el grupo de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo y los socialistas gobernantes se abrieron rápidamente las hostilidades. Carlos Liebknecht fundó la Unión Spartacus, el Partido Comunista Alemán y el órgano periodístico de los espartaquistas Die Rote Fahne (La Bandera Roja).
Los espartaquistas propugnaron la realización del socialismo a través de la dictadura del proletariado, del gobierno de los soviets. Reclamaron la confiscación de todas las propiedades de la Corona en beneficio de la colectividad; la anulación de las deudas del Estado y los empréstitos de guerra; la expropiación de la propiedad agrícola grande y media y la constitución de cooperativas agrícolas encargadas de administrarlas, mientras las pequeñas propiedades permanecían en manos de sus pequeños poseedores hasta que quisieran voluntariamente unirse a las cooperativas; la nacionalización de todos los bancos, minas, fábricas y grandes establecimientos industriales y comerciales. En suma, los espartaquistas propusieron la actuación en Alemania del programa actuado en Rusia por los maximalistas. Los socialistas mayoritarios, Ebert, Scheidemann, etc., eran adversos a este programa. Y las masas que los seguían no estaban espiritualmente preparadas para una transformación tan radical del régimen de Alemania. Los socialistas independientes, Kautsky, Hasse, Hilferding, etc., se mostraron vacilantes. No se inclinaban por el limitado y opacado reformismo de los socialistas mayoritarios ni por el revolucionarismo de los espartaquistas. Los espartaquistas iniciaron, a la manera bolchevique, una campaña de agitación progresiva. Las figuras que acaudillaban la Unión Spartacus eran, ciertamente, figuras de primer rango en el movimiento proletario alemán. Carlos Liebknecht, era hijo de Guillermo Liebknecht, uno de los patriarcas del socialismo alemán. Era, pues, heredero de un nombre glorioso en la historia del socialismo alemán, además dueño de una figuración brillante, intensa, continua en la vanguardia del proletariado. Su pura intranquilidad e intransigencia durante la guerra daba a su nombre una aureola llena de sugestión. Rosa Luxemburgo, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburgo un cerebro y un brazo del proletariado alemán. Franz Mehring era uno de los teóricos más profundos, más luminosos y más eruditos del marxismo, autor de una serie de obras profundas y admirables, había escrito, precisamente, un libro fundamental sobre Marx y sobre el marxismo. Era viejo, tenía 72 años, pero conservaba el temple y el fervor de la juventud. Eugenio Levinés, polaco ruso, que participó en Rusia en la revolución de 1905 y que entonces sufrió la prisión en Siberia, era otra noble y bizarra figura revolucionaria, provenía de una familia rica y poseía una vasta cultura literaria y científica. Había renunciado, sin embargo, a sus prerrogativas de intelectual y se había hecho obrero.
León Jogisches, periodista polaco, también era un notable tipo de agitador, de propagandista y de revolucionario, era el colaborador, el confidente, el amigo de Rosa Luxemburgo. En el partido socialista polaco había tenido una actuación sobresaliente, en la Unión Spartacus era el organizador enérgico e incansable de la acción y de la propaganda.
Clara Zetkin, en fin, la única figura que sobrevive de este grupo de líderes, de conductores y de apóstoles, era de la misma estatura moral e intelectual.
Este fuerte, homogéneo e inteligente estado mayor del espartaquismo, consiguió agitar, sacudir potentemente al proletariado alemán. Las masas obreras alemanas carecían de preparación espiritual y revolucionaria, y de esto os hablaré dentro de un instante al hacer la crítica de la revolución. Sin embargo, los jefes espartaquistas consiguieron organizar una nueva vanguardia proletaria. Esta vanguardia proletaria era una vanguardia de acción; pero los jefes espartaquistas no pretendían lanzarla prematuramente a la conquista del poder. Se proponían usarla para despertar la conciencia del proletariado, capacitarla cada día más para la acción, robustecerla numéricamente, prepararla para el asalto decisivo en la hora oportuna.
La táctica de los socialistas mayoritarios, del gobierno de Ebert y de Scheidemann, consistió por esto en precipitar la acción revolucionaria de los espartaquistas, en traer a los espartaquistas al combate antes de tiempo, en obligarlos a empeñar la batalla inmaduramente. Los socialistas mayoritarios necesitaban de la violencia de los espartaquistas a fin de reprimir su violencia con una violencia mayor y eliminar de esta suerte a un enemigo crecientemente peligroso. Las masas espartaquistas, imprudentemente, no midieron sus pasos. El gobernador de Berlín, Eichorn, era socialista de izquierda, un revolucionario, extensamente popular en la capital alemana. Era un elemento indócil a la reacción y leal a la revolución y al proletariado. El gobierno socialista mayoritario resolvió exigirle su renuncia. Era ésta una provocación al proletariado revolucionario de Berlín.
El domingo 5 de enero de 1919 hubo grandes demostraciones revolucionarias en Berlín. Al día siguiente se declaró la huelga. Las masas, indignadas contra el órgano oficial del Partido Socialista, el Vorwaerts, del cual se habían adueñado algunos socialistas mayoritarios, resolvieron ocupar por la fuerza éste y algunos otros diarios. Construyeron barricadas, pero se esforzaron por evitar efusiones de sangre, invitando a las tropas por medio de grandes carteles, a no disparar contra sus hermanos proletarios. Los choques comenzaron, sin embargo, muy en breve. Algunos agentes provocadores, según parece, fueron utilizados para encender la lucha. El caso es que entre las tropas y las masas espartaquistas se empeño el combate. Noske, un socialista mayoritario, se encargó del Ministerio de Guerra y con el concurso entusiasta de los oficiales del antiguo régimen organizaron la represión de los insurrectos. Hubo en Berlín varios días de sangrientas batallas.
El domingo 12 los espartaquistas que ocupaban el Vorwaerts enviaron seis parlamentarios desarmados a negociar la paz con los sitiadores de la imprenta ocupada. Los seis parlamentarios fueron fusilados. Los combates prosiguieron. Los jefes espartaquistas no habían querido nunca conducir a las masas a la lucha, pero una vez emprendida ésta, una vez iniciada la batalla, sintieron que su deber era ocupar su puesto al lado de las masas.
Las autoridades les atribuyeron la responsabilidad íntegra de la insurrección de las masas espartaquistas y se echaron en su persecución. En la tarde del 15 de enero, Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que se habían refugiado en una casa amiga, en un barrio del oeste de Berlín, en Wilmersdof, fueron arrestados por la tropa. Horas más tarde fueron asesinados.
La versión oficial de su muerte dice que, tanto el uno como el otro, intentaron escapar de manos de sus custodios, y que éstos, para evitar la fuga, se vieron obligados entonces a disparar y matarles. Pero la verdad fue otra.
Liebknecht y Rosa Luxemburgo cayeron en manos de oficiales del antiguo régimen, enemigos fanáticos de la revolución, reaccionarios delirantes, que odiaban a todos los autores de la caída del Káiser por conceptuarlos responsables de la capitulación de Alemania. Y esta gente no quiso que los dos grandes revolucionarios ingresasen vivos en una prisión.
Pero con este sangriento episodio de la muerte de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo no se extinguió la ola revolucionaria. La vanguardia del proletariado alemán seguía reclamando del gobierno una política socialista. Los socialistas mayoritarios que, con el concurso y el beneplácito de la burguesía, habían reprimido truculentamente la insurrección espartaquista, resultaban cada día más embarazados para desenvolver en el gobierno un programa de socialización.
En febrero y marzo el proletariado vuelve, gradualmente, a asumir una posición de combate. Se suceden de nuevo las huelgas que, de la región del Rhin y de Westfalia, se extienden a la Alemania central, a Baden, a Baviera, a Wurtenberg. En estas huelgas los trabajadores pasan de las reclamaciones de aumento de salarios a la demanda de la socialización y de la instauración de un gobierno sovietista. El gobierno mayoritario aplaca estos movimientos con una serie de vagas y pomposas promesas. Y con estas promesas consigue aquietar a las masas. Pero una parte de ellas manifiestó una decidida voluntad revolucionaria. Y se produjeron en Berlín nuevas jornadas sangrientas. Las víctimas de la represión se contaron una vez más por millares. Y el espartaquismo perdió a otro de sus mejores jefes. León Jogisches, capturado poco después de las jornadas de marzo, tuvo una suerte análoga a Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo. No fue asesinado en el camino de la prisión, sino en la prisión misma. Se dijo que había intentado fugar (la eterna historia de la fuga), y que por esto había sido preciso disparar contra él.
Pero con estas batallas de la vanguardia proletaria de Berlín no cesó aquel período de actividad revolucionaria en Alemania. También el proletariado de Munich libró valientes batallas. Y la represión en Munich fue más sangrienta, más dura, más costosa todavía para el proletariado que la represión en Berlín.
En Munich, en Baviera, se llegó a instaurar el régimen de los soviets. La república sovietista de Munich, fue de un sovietismo artificial, de un comunismo de fachada, y esto era natural. Predominaban en este gobierno elementos reformistas, elementos semi-burgueses que no daban a la República Bávara una orientación realmente revolucionaria. La vida de esta república sovietista no podía, pues, ser larga. De una parte, porque este gobierno sovietista en la forma, reformista en el contenido, no era capaz de desarmar a la burguesía, de abolir sus privilegios ni de desalojarla de sus posiciones. De otra parte, porque la Baviera era la región de Alemania menos adecuada a la instauración del socialismo.
La Baviera es la región agrícola de Alemania. La Baviera es un país de haciendas y de latifundios: no es un país de fábricas.
El proletariado industrial, eje de la revolución proletaria, se encuentra, pues, en minoría. El proletariado agrícola, la clase media agrícola, predomina absolutamente. Y, como es sabido, el proletariado agrícola no tiene la suficiente saturación socialista, la suficiente educación clasista para servir de base al régimen socialista.
El instrumento de la revolución socialista será siempre el proletariado industrial, el proletariado de las ciudades. Además, no era posible la realización del socialismo en Baviera, subsistiendo en el resto de Alemania el régimen capitalista. No era concebible siquiera una Baviera socialista, una Baviera comunista dentro de una Alemania burguesa.
Vencida la revolución comunista en Berlín, estaba vencida también en Munich. Los comunistas bávaros no renunciaron, sin embargo, a la lucha, y combatieron sin tregua por transformar la república sovietista de Munich en una verdadera república comunista. Poco a poco esta transformación empezó a operarse. La conciencia del proletariado bávaro se desarrolló más día a día. A los puestos directivos fueron llevados obreros efectivamente revolucionarios. Ese fue, simultáneamente, el instante de la contraofensiva burguesa. Vencedora del proletariado en Berlín, la burguesía alemana inició el ataque contra el proletariado en Munich. Las masas comunistas de Munich no tuvieron mejor fortuna que las de Berlín.
Y otro de los líderes del espartaquismo, Eugenio Levinés, aquel intelectual polaco-ruso de que os he hablado hace pocos momentos, fue el mártir de esta jornada revolucionaria. Eugenio Levinés no fue asesinado como Carlos Liebknecht, como Rosa Luxemburgo, etc., sino fusilado en una prisión de Munich. Se le siguió un proceso relámpago y se le condenó a muerte. Frente al pelotón de ejecución, Eugenio Levinés se portó valientemente. Y murió con el grito de “¡Viva la Revolución Universal!”, en los labios.
Estos son, ligeramente narrados, los principales episodios espartaquistas de la Revolución Alemana. Este fue el instante más agudo y culminante de la revolución. El pueblo alemán, pasado este período de agitación que los líderes del espartaquismo crearon con su acción incansable, mostró una capacidad revolucionaria, una voluntad revolucionaria cada día menor.
El poder estuvo, primeramente, en manos de los socialistas mayoritarios, apoyados por los socialistas independientes o sea los socialistas centristas. Estuvo, después, en manos de los socialistas mayoritarios únicamente. Luego, los socialistas mayoritarios, educados en la escuela democrática, necesitaron la colaboración de dos partidos burgueses: el Centro Católico, el Partido de Erzberger, y el Partido Demócrata, el partido de Walther Rathenau y del Berliner Tageblatt.
Como los socialistas mayoritarios, contrarios a la tesis de la dictadura del proletariado, habían convocado a elecciones parlamentarias, quedaron a merced de las combinaciones del equilibrio parlamentario. Faltándoles la colaboración de una parte de los votos socialistas, tenían que buscar la cooperación de igual o mayor número de votos burgueses. La asamblea nacional sancionó en Weimar una constitución democrática; pero no una constitución socialista. Los socialistas mayoritarios, dentro del régimen parlamentarista, no podían conservar íntegramente el poder; pero eran indispensables para la constitución de una mayoría. Por eso, los hemos visto entrar en todos los gabinetes de coalición que se han sucedido. Pero en el gabinete actual, en el gabinete de Cuno, no figuran ya los socialistas mayoritarios.
Su neutralidad benévola en el parlamento sigue siendo necesaria para la vida del ministerio. Pero el ministerio no es ya un ministerio con participación de los socialistas mayoritarios, sino un ministerio de coalición de los partidos burgueses alemanes, coalición en la cual no falta sino la extrema derecha burguesa, el partido pan-germanista, o sea el partido de la monarquía.
La Revolución Alemana, después de la insurrección espartaquista, no ha hecho sino virar a la derecha, siempre a la derecha. Primero, el poder fue ejercido por los socialistas de la derecha y del centro, unidos; después por los socialistas de la derecha solamente. Más tarde, por los socialistas de la derecha, en colaboración con los partidos burgueses más liberales.
Actualmente, por estos partidos burgueses, amparados en la neutralidad benévola de los socialistas de derecha, la Revolución Alemana ha ido perdiendo cada vez más todo carácter socialista, y afirmándose cada vez más en su carácter democrático, en su carácter burgués. Por eso, ahora, se dice que la Revolución Alemana no se ha consumado aún. Que la Revolución Alemana se ha iniciado no más.
Rodolfo Hilferding, antiguo líder de los socialistas independientes, dijo en el Congreso de Halle en 1920: “Nosotros hemos dicho siempre que el 9 de diciembre no fue en un cierto sentido una verdadera revolución. Nosotros hicimos todo lo posible, primero durante la guerra y después al comienzo de la revolución, por dar a ésta el aspecto más decisivo”. Y Walther Rathenau, líder demócrata, pensador notable de la burguesía alemana, que, como recordaréis, fue asesinado hace un año por un nacionalista alemán, en su notable libro La Triple Revolución, emite opiniones muy interesantes sobre la fisonomía y el alcance de la Revolución Alemana. Walther Rathenau dice: “Nosotros llamamos Revolución Alemana, a algo que fue la huelga general de un ejército vencido”.
A continuación Walter Rathenau señala que, mientras en Rusia existía una antigua preparación revolucionaria, en Alemania no había preparación revolucionaria ninguna. El proletariado alemán carecía de estímulos revolucionarios. Gozaba de un tenor de vida discretamente cómodo. Le era permitido vivir con higiene, con desahogo, con limpieza. Y hasta le era permitido ahorrar modestamente. El Estado ayudaba a las familias numerosas. En el orden económico, el proletariado alemán había hecho mayores conquistas que proletariado alguno. Y por esto mismo se había desinteresado de las conquistas en el orden político.
El Káiser, la monarquía, se reservaban el manejo, la dirección de la política exterior e interior del Estado. Al proletariado esto no le preocupaba casi porque no rozaba ningún interés inmediato suyo. En el proletariado alemán no había, por consiguiente, un real estado de conciencia revolucionaria. Mejor dicho, este estado de conciencia era demasiado embrionario, demasiado naciente, demasiado incipiente. La revolución sorprendió, pues, impreparado al proletariado alemán. Naturalmente, de entonces acá la preparación revolucionaria del proletariado alemán ha hecho camino. Hoy esa preparación es mucho mayor que en 1918.
El Estado burgués vira cada día más a la derecha; pero las masas populares viran cada día más a la izquierda. Cada día manifiestan mayor saturación, mayor conciencia, mayor preparación revolucionarias. Precisamente, este apartamiento de los socialistas mayoritarios del gobierno, se ha operado bajo la presión de las masas.
Por todas esas razones, los actuales acontecimientos alemanes no son sino episodios de la Revolución Alemana, el actual gobierno burgués de Alemania no es sino un período, un capítulo de la Revolución Alemana. La Revolución Alemana no se ha consumado, porque una revolución no se consuma ni en meses ni en años; pero tampoco ha abortado, tampoco ha fracasado. La Revolución Alemana se ha iniciado únicamente. Nosotros estamos presenciando su desarrollo.
Un período de reacción burguesa es un período de contraofensiva burguesa, pero no de derrota definitiva proletaria. Y, desde este punto de vista, que es lógico, que es justo, que es exacto, que es histórico, el gobierno fascista, la reacción fascista en Italia, es un episodio, un capítulo, un período de la Revolución Italiana, de la guerra civil italiana. El fascismo está en el gobierno; pero el proletariado italiano no ha capitulado, no se ha desarmado, no se ha rendido. Se prepara para la revancha.
Mientras tanto, el fascismo para llegar al gobierno ha necesitado pisotear los principios de la democracia, del parlamentarismo, socavar las bases institucionales del viejo orden de cosas, enseñar al pueblo que el poder se conquista a través de la violencia, demostrarle prácticamente que se conserva el poder sólo a través de la dictadura. Y todo esto es eminentemente revolucionario, profundamente revolucionario. Todo esto es un servicio a la causa de la revolución.
En la próxima conferencia me ocuparé de la disolución del Imperio Austro-Húngaro y de la Revolución Húngara. Y entraré luego en el examen de la Paz de Versalles, de aquella paz que ha sido el fracaso de las ilusiones democráticas de Wilson, y que ha dejado a Europa la herencia de esta situación.
Pero esto no podrá ser el próximo viernes porque el próximo viernes será el 27 de julio, día de fuegos artificiales y de nochebuena, sino el viernes 4 de agosto.

José Carlos Mariátegui La Chira

[Séptima Conferencia] - La revolución húngara

[Transcripción completa]
La Revolución Húngara
Reanudamos esta noche nuestras conversaciones sobre la historia de la crisis mundial, interrumpidas por tres semanas de vacaciones. Llegamos hoy a un capítulo intensamente dramático de la historia de la crisis mundial. El programa de este curso de conferencias nos señala así el tema. La Revolución Húngara. El Conde Karolyi. Bela Kun. Horthy. Estos tres nombres, Karolyi, Bela Kun, Horthy, sintetizan las fases de la Revolución Húngara: la fase insurreccional y democrática, la fase comunista y proletaria, la fase reaccionaria y terrorística. Karolyi fue el hombre de la insurrección húngara; Bela Kun fue el hombre de la revolución proletaria; Horthy es el hombre de la reacción burguesa, del terror blanco y de la represión brutal y truculenta del proletariado.
Aquí, donde se conoce mal la revolución rusa, se conoce menos todavía la revolución húngara, y esto se explica. La historia de la revolución rusa es la historia de una revolución victoriosa, mientras la historia de la Revolución Húngara es, hasta ahora, la historia de la revolución vencida. El cable no ha cesado de contarnos cosas espeluznantes de la Revolución Rusa y de sus hombres, pero casi nada nos ha contado de la reacción húngara ni de sus hombres. Y los buenos burgueses, tan consternados con el terror rojo, con el terror ruso, no se consternan absolutamente con el terror blanco, con el terror de la dictadura de Horthy en Hungría; sin embargo, nada más sangriento, nada más trágico que este período sombrío y medioeval de la vida húngara. Ninguno de los crímenes imputados a la revolución rusa es comparable a los crímenes cometidos por la reacción burguesa en Hungría.
Veamos, ordenadamente, las tres fases de la Revolución Húngara. He explicado ya el proceso de la Revolución Alemana y de la Revolución Austríaca. Bien. El proceso de la Revolución Húngara es, en sus grandes lineamientos, el mismo. Pero tiene siempre algo de fisonómico, algo de particularmente propio. Además del cansancio, de la fatiga, del descontento de la guerra, prepararon la Revolución Húngara los anhelos de independencia nacional súbitamente despertados, excitados y estimulados por la propaganda wilsoniana. Wilson soliviantaba a los pueblos contra la autocracia y contra al absolutismo y los soliviantaba, al mismo tiempo, contra el yugo extranjero. Hungría, como sabéis, sufría la dominación de la dinastía austriaca de los Hansburgos. Los húngaros, diferentes como raza, como idioma y como historia de los austríacos, no convivían voluntariamente con los austríacos dentro del imperio austro-húngaro. La derrota, por eso, no causó en Autria-Hungría únicamente la revolución: causó también la disolución. Las nacionalidades que componían el imperio austro-húngaro se independizaron y separaron. Y, naturalmente, las potencias vencedoras estimularon este fraccionamiento de Austria-Hungría en varios pequeños estados.
Como ya he dicho en otra ocasión, el frente austríaco fue debilitado antes que el frente alemán, precisamente a causa de los ideales separatistas de las nacionalidades que formaban parte de Austria-Hungría, y, consecuentemente, el frente militar austríaco cedió antes que el frente militar alemán. Ante la ofensiva victoriosa de los italianos en el Piave, los soldados checoeslovacos y los soldados húngaros, fatigados de la guerra, improvisadamente tiraron las armas y se negaron a seguir combatiendo. Acontecía esto a fines de octubre de 1918. La rebelión de las tropas del frente contra la guerra, se propagó velozmente en todo el ejército húngaro.
Y se inició así la Revolución Húngara que, al igual que la Revolución Alemana, fue, en un principio, la huelga general de un ejército vencido, conforme a la frase de Walther Rathenau. Como la Revolución Alemana, la Revolución Húngara empezó con la insurrección militar, pero en Hungría esta insurrección militar no fue seguida, inmediatamente, con una insurrección proletaria. El movimiento proletario era todavía demasiado inmaduro, demasiado incipiente. El proletariado húngaro carecía aún de una sólida conciencia revolucionaria clasista. El Conde Miguel Karolyi presidió el primer gobierno revolucionario. Este gobierno, emergido de la insurrección del 31 de octubre, fue un gobierno de la burguesía radical coaligada con la social-democracia.
El conde Karolyi fue, en cierta forma, el Kerensky de la Revolución Húngara. Pero fue un Kerensky menos sectario, más revolucionario, más interesante, más sugestivo. El Conde Karolyi era un viejo agitador del nacionalismo húngaro. Un agitador de tipo radical, y proveniente de la aristocracia húngara, pero contagiado de la mentalidad social-democrática de su época. Un agitador de temperamento romántico, fácilmente inflamable, capaz de cualquier bizarra locura, exento de las supersticiones democráticas y burguesas del mediocre Kerensky.
La distancia mental y espiritual que separa a ambas figuras resulta más clara y ostensible después de su gobierno que durante éste. Mientras Kerensky no ha cesado de orientarse hacia la derecha y de aproximarse a los capitalistas y hasta a los monárquicos rusos, Karolyi ha evolucionado cada día más hacia la izquierda. Tanto que hace dos años, aproximadamente, fue expulsado de Italia, acusado de agente bolchevique. Yo tuve oportunidad de conocerlo en Florencia en enero de 1921. O sea hace dos años y medio. Era en vísperas del famoso Congreso Socialista de Livorno, donde el Partido Socialista italiano se escisionaría.
César Falcón y yo aguardábamos en Florencia, que no está sino a cuatro horas de Livorno, la fecha de la reunión del Congreso. Ocupábamos nuestro tiempo visitando los museos, los palacios y las iglesias de Florencia. Yo conocía ya Florencia perfectamente. Hacía, pues, de cicerone de Falcón que, por primera vez, la visitaba.
Un día un periodista amigo nos enteró de que el Conde Karolyi residía de incógnito en una pensión de Florencia. Naturalmente, resolvimos en seguida buscarlo; el instante no era propicio para entrar en relación con el ex-presidente húngaro. Los periodistas acababan de descubrir su presencia de incógnito en Florencia y lo asediaban para reportearlo. El Conde Karolyi, por consiguiente, evitaba las entrevistas de los desconocidos. Sin embargo, Falcón y yo conseguimos conversar con él. Charlamos extensamente sobre la situación europea en general y sobre la situación húngara, en particular. En aquellos días, cinco comunistas húngaros, Agosto, Nyisz, Sgabado, Bolsamgi y Kalmar, comisarios del pueblo del Gobierno de Bela Kun, habían sido condenados a muerte por el gobierno de Horthy. Karolyi estaba profundamente consternado por esta noticia, y puesto que su incógnito había sido violado por varios periodistas, decidió renunciar definitivamente a él para suscitar una campaña de opinión internacional en favor de los ex-comisarios del pueblo húngaro condenados a muerte. Aprovechó de todos los reportajes que se le hicieron para solicitar la intervención de los espíritus honrados de Europa en defensa de esas vidas nobles y próceres. A Falcón y a mí nos pidió que actuáramos en este sentido sobre los periodistas españoles. En esa época, en suma, Karolyi hacía causa común con los comunistas húngaros, de igual suerte que Kerensky hacía causa común con los capitalistas y aun con los monarquistas rusos.
Esta nota anecdótica contribuye a delinear, a fijar la personalidad de Karolyi, y por esto la he intercalado en mi disertación. Pero volvamos ahora a la historia ordenada de la Revolución. Examinemos el gobierno precario de Karolyi.
Al gobierno de Karolyi en Hungría –no obstante la disimilitud, la diferencia moral entre uno y otro líder– le acontecía aproximadamente lo mismo que al gobierno de Kerensky en Rusia. No representaba los ideales y los intereses del capitalismo, y tampoco representaba los ideales y los intereses del proletariado. Los soldados de vuelta del frente y de la guerra, querían un pedazo de tierra. Las viudas y los huérfanos de los caídos y los inválidos reclamaban el auxilio pecuniario del Estado. Y el gobierno de Karolyi no podía satisfacer ni una ni otra demanda porque únicamente a expensas de la burguesía, a expensas del capitalismo, era posible satisfacerlas. Pero estas demandas insatisfechas, crecían día a día cada vez más exasperadas. El proletariado húngaro adquiría una conciencia revolucionaria. Surgían aquí y allá consejos de fábrica. El ala izquierda del proletariado rompió con los social-democráticos colaboracionistas y constituyó un Partido Comunista acaudillado por Bela Kun. Este Partido Comunista, al igual que los espartaquistas alemanes, preconizaba la ejecución del programa maximalista. Algunas fábricas fueron ocupadas por los obreros. Esta creciente ola revolucionaria alarmaba, por supuesto en grado extremo, a los elementos reaccionarios. El capitalismo sentía amenazada la propiedad privada de las tierras y de las fábricas y organizaba rápida y activamente la reacción. Los nobles, los latifundistas, los jefes militares, la extrema derecha en una palabra, se aprestaban para derrocar al débil gobierno de Karolyi, que no contentaba a las masas proletarias, pero tampoco garantizaba debidamente la seguridad del capitalismo.
Simultáneamente, la situación internacional conspiraba también contra el gobierno de Karolyi. Eran los días del armisticio y de la gestación de la paz. Las potencias aliadas eran adversas a la constitución de una Hungría fuerte, o, más bien, estaban interesadas en que Yugoeslavia, por una parte, y Checoeslavia, por otra, se engrandecieran a costa del territorio húngaro. Los elementos nacionalistas exigían de Karolyi una política enérgicamente reivindicacionista. Cada pérdida de terreno de Karolyi en el terreno internacional, era una pérdida de terreno en el terreno de la política interna.
Y llegó un día fatal para el gobierno de Karolyi. Los gobiernos aliados le notificaron, por medio de su representante en Budapest, el Teniente Coronel Vyx, que las fronteras de entonces de Hungría debían ser consideradas como definitivas. Estas fronteras significaban para Hungría la pérdida de enormes territorios. Karolyi no podía someterse a estas condiciones. Si lo hubiera hecho, una revuelta chauvinista lo habría traído abajo en pocos días. No le quedó, pues, más camino que la dimisión, el abandono del poder, del cual se apoderó inmediatamente el proletariado. Frecuentemente se ha acusado a Karolyi de traición del orden burgués. Se le ha acusado de haber entregado el gobierno a la clase trabajadora. Pero, en realidad, los acontecimientos fueron superiores a la voluntad de Karolyi y a toda voluntad individual. De un lado la ola reaccionaria, y de otro lado la ola revolucionaria amenazaban el gobierno de Karolyi, condenado, por consiguiente, a desaparecer tragado por la una o por la otra. A un mismo tiempo, se preparaban para el asalto al poder la reacción y la revolución. Y bien, la hora era de la revolución. Abierto por el gobierno de Karolyi, el período revolucionario tenía que tocar a su máximo, tenía que llegar a su plenitud, antes de declinar. Y, cuando Karolyi dimitió, el proletariado se apresuró a recoger en sus manos el poder, para evitar que se enseñorease en él la reacción de la nobleza y de la burguesía más retrógada.
Surgió así el gobierno de Bela Kun. El 21 de marzo de 1919, o sea a menos de cinco meses de la constitución del gobierno de Karolyi, se constituyó el Consejo Gubernativo Revolucionario que declaró a Hungría República Sovietista.
A la creación de este gobierno revolucionario concurrieron comunistas y social democráticos. Y este es el signo que distingue la revolución comunista húngara de la revolución comunista rusa. La dictadura del proletariado fue asumida en Rusia exclusivamente por el Partido Maximalista, con la neutralidad benévola de los social-revolucionarios de izquierda, pero con la aversión de los social-revolucionarios de derecha y centro y de los mencheviques. En Hungría, en cambio, la dictadura del proletariado fue ejercida por los comunistas y social-democráticos juntos. Aparentemente, esto daba fuerza al gobierno obrero de Hungría porque, en virtud del entendimiento entre comunistas y social-democráticos, ese gobierno obrero representaba a la unanimidad del proletariado, a la unanimidad más uno. Todas las grandes tendencias proletarias en el poder; pero esto era, también, la debilidad de la República Sovietista Húngara.
El Partido Social Democrático no tenía suficiente conciencia revolucionaria. Su masa dirigente estaba compuesta de elementos reformistas, mental y espiritualmente adversos al maximalismo. Estos elementos provenían de la burocracia de los sindicatos. Eran viejos organizadores sindicales, envejecidos en la acción minimalista y contingente de la vida sindical, supersticiosamente respetuosos de la fuerza de la burguesía, desprovistos de capacidad y de voluntad para colaborar solidariamente con los maximalistas, a quienes tachaban de jóvenes, inexpertos, de extremistas. ¿Por qué entonces los social-democráticos húngaros cooperaron y participaron decisivamente en la revolución? La explicación está en la situación política de Hungría, bajo el gobierno de Karolyi, que he descrito anteriormente. El gobierno de Karolyi, en el cual participaron los social-democráticos, estaba irremisiblemente condenado a caer arrollado por la revolución o por la reacción. Los social-democráticos se vieron, pues, en la necesidad de elegir entre la revolución comunista y la reacción feudalista y aristocrática, y, naturalmente, tuvieron que optar por la revolución comunista. Algo más, tuvieron que apresurarla para eliminar el peligro de que la reacción ganase tiempo. Cuando dimitió Karolyi, el directorio del Partido Comunista estaba en la cárcel. Los social-democráticos y los líderes comunistas trataron y pactaron entre ellos, pero, los primeros desde el poder, los segundos desde la prisión. Alrededor de los líderes comunistas estaba la mayoría de las masas, decidida a la revolución. Los social-democráticos no capitulaban, luego, ante los líderes comunistas; capitulaban ante la mayoría del proletariado. Se rendían a la voluntad de las masas. Su capitulación fue, en apariencia, completa. Los social-democráticos aceptaron íntegramente la ejecución del programa comunista. Pero la aceptaron sin convencimiento, sin fe, sin verdadera adhesión mental ni moral. La aceptaron, constreñidos, empujados, presionados por las circunstancias. En cambio de su adhesión al programa de los comunistas, no demandaron sino el derecho de participar en su realización.
Les dijeron a los comunistas: “Nosotros aceptamos vuestro programa; pero queremos colaborar en el gobierno destinado a ejecutarlo”. Era una demanda lógica, era una demanda natural y era una demanda lícita. Los comunistas accedieron a ella. Y este fue su primer error. Porque, en virtud del carácter de la coalición social-democrático-comunista, el gobierno sovietista de Hungría resultó un gobierno híbrido, un gobierno mixto, un gobierno compuesto. El programa de este gobierno obrero era de un color uniforme; pero los hombres encargados de cumplirlo eran de dos colores diferentes. Una parte del gobierno quería deveras la realización del programa, sentía su necesidad histórica; otra parte del gobierno no creía íntimamente en la posibilidad de la realización de ese programa, lo había admitido a regañadientes, sin optimismo, sin confianza. Los social-democráticos, en su mayoría, veían en la revolución general europea la única esperanza de salvación de la revolución proletaria húngara. Carecían de preparación intelectual y espiritual para defender a la revolución proletaria húngara, aun en el caso de que el proletariado de las grandes potencias europeas no respondiese al llamamiento, a la incitación de la Revolución Rusa. Esta es la causa espiritual, esta es la causa moral del fin de la dictadura del proletariado en Hungría.
Durante sus breves meses de existencia, a pesar del sabotaje sordo de los social-democráticos, el gobierno de Bela Kun desarrolló, en gran parte, el programa económico y social del proletariado. Procedió a la expropiación de los latifundios y haciendas, de los medios de producción y de los establecimientos industriales. Los latifundios, las haciendas, antigua propiedad de la aristocracia húngara, fueron entregados a los campesinos, organizados en cooperativas de producción. En cada latifundio, en cada hacienda, en reemplazo del propietario feudal, surgió una cooperativa. Al mismo tiempo, se atendió solícitamente a las víctimas de la guerra, cuyas demandas no habían podido ser satisfechas por el gobierno de Karolyi, entrabado por sus miramientos y sus respetos al régimen capitalista. Los inválidos, los mutilados, las viudas, los huérfanos y los desocupados fueron socorridos. Los sanatorios de lujo fueron transformados en hospitales populares. Los palacios, los castillos y los chalets de los aristócratas fueron destinados al alojamiento de los inválidos, de los viejos o de los niños proletarios enfermos. Simultáneamente, se reorganizaba clasísticamente, revolucionariamente, la instrucción pública, la cultura general, para convertirlas en instrumentos de educación socialista. Y para que la cultura, la capacidad técnica, antes patrimonio exclusivo de la burguesía, se socializasen a beneficio del proletariado.
Pero contra el gobierno de Bela Kun conspiraban, de una parte el escepticismo y la resistencia de los social-democráticos, de otra parte las asechanzas de las potencias vencedoras. Las potencias capitalistas miraban en Hungría sovietista un peligroso foco de propagación de la idea comunista. Y se esforzaban en eliminarlo, empujando contra la República Húngara a las naciones vecinas, colocadas bajo la tutela de la Entente vencedora. En tanto los social-democráticos limitaban y entrababan las medidas del gobierno obrero contra los preparativos y complots reaccionarios. Encastillados en sus prejuicios democráticos y liberales, en su superstición de la libertad, los social-democráticos no consentían que el gobierno suspendiese las garantías individuales para los aristócratas, burgueses y militares conspiradores. El Ministro de Justicia del gobierno de Bela Kun era un social-democrático. Un social-democrático que parecía más preocupado de amparar la libertad de los elementos contrarrevolucionarios que de defender la existencia de la revolución.
La Revolución Húngara es atacada, por ende, en dos frentes, en el frente externo y en el frente interno. Externamente, la amenazaba la intervención contrarrevolucionaria de las potencias aliadas, que bloqueaban económicamente a Hungría para sitiarla por hambre. Internamente, la amenazaba la impreparación revolucionaria de la social-democracia, la inconsistencia revolucionaria de una de las bases, de los soportes fundamentales de la Revolución, de uno de los dos partidos del gobierno.
En estas condiciones llegó el gobierno de Bela Kun, inaugurado el 21 de marzo, a la mitad de abril. Hacia la mitad de abril Rumania, uno de los peones de la Entente en esta gran partida política, invadió Hungría. Las tropas rumanas se apoderaron de la mejor zona agrícola de Hungría. Y avanzaron hasta el río Tibisco amenazando Budapest. Casi simultáneamente, los checos se movieron también contra la República Húngara. El ejército checo penetró en territorio húngaro, llegando a setenta u ochenta kilómetros tan sólo de Budapest. El instante era crítico. El 2 de mayo, en una sesión dramática del Consejo Obrero de Budapest, Bela Kun expuso la situación. Y planteó la siguiente cuestión: ¿Convenía organizar la resistencia o convenía rendirse a las potencias aliadas? Muchos social-democráticos se pronunciaron por la segunda tesis, pero el Consejo Obrero se adhirió a la tesis de Bela Kun. Había que resistir hasta el fin. No cabía sino una victoria completa o una derrota completa de la Revolución. No era posible un término medio. Capitular ante las potencias capitalistas, era renunciar totalmente a la Revolución y a sus conquistas. El Consejo Obrero votó por la resistencia a todo trance. Y el gobierno puso manos a la obra, los obreros de las fábricas de Budapest, la vanguardia del proletariado húngaro, constituyeron un gran ejército rojo que detuvo a la ofensiva de los rumanos e infligió una derrota total a los checo-eslavos. Los revolucionarios húngaros penetraron en Checo-eslavia ocupando una gran porción del territorio checo-eslavo. El instante se tornaba crítico para la ofensiva aliada contra Hungría sovietista. Cundían en el ejército checo-eslavo gérmenes revolucionarios.
La astuta diplomacia capitalista cambió entonces de táctica. Las potencias aliadas invitaron a Hungría a retirar el ejército rojo del territorio checoeslavo, ofreciéndole en compensación el retiro del ejército rumano del territorio ocupado más allá del río Tibisco. Los social-democráticos se pronunciaron por la aceptación de esta propuesta, y explotaron la impopularidad de la prosecución de la guerra en el ánimo del proletariado, agotado por los cinco años de fatigas bélicas. Los comunistas no pudieron contrarrestar enérgicamente esta propaganda. Faltaban de Budapest, los elementos más numerosos y combativos del Partido Comunista, enrolados voluntariamente en el ejército rojo. La vanguardia del proletariado de Budapest estaba en el frente combatiendo contra los enemigos externos de la Revolución. El gobierno y el Congreso de los soviets, bajo la influencia de la atmósfera social-democrática de Budapest, acabaron, por esto, inclinándose ante la propuesta aliada. El ejército rojo se retiró de Checoeslavia, descontento y deprimido en su voluntad combativa. Y su sacrificio fue inútil, las potencias aliadas no cumplieron, por su parte, su compromiso. Los rumanos no se retiraron del territorio húngaro. Esta decepción, este fracaso descorazonaron inmensamente al proletariado húngaro, cuya fe revolucionaria era minada, de otro lado por la propaganda derrotista de los social-democráticos, quienes empezaron a negociar secretamente con los representantes diplomáticos de las potencias aliadas una solución transaccional. La reacción entre tanto, se aprestaba para el asalto al poder. El 24 de junio los elementos reaccionarios, unidos a trescientos alumnos de la ex-escuela militar, se adueñaron de los monitores del Danubio. Esta sedición fue dominada, pero los tribunales revolucionarios trataron con excesiva generosidad a los sediciosos. Los trescientos oficiales alumnos rebeldes fueron perdonados. Trece instigadores y organizadores de la insurrección fueron condenados a muerte; pero, cediendo a la presión de las misiones diplomáticas aliadas, se acabó también por indultarlos.
El régimen comunista, en tanto, continuaba luchando con enormes dificultades. A causa del bloqueo, por una parte, y a causa de la ocupación rumana de la fértil región agrícola del Tibisco, por otra, escaseaban las provisiones. Los víveres disponibles no bastaban para el abastecimiento total de la población. Esta escasez contribuía a crear un ambiente de descontento y de desconfianza en el régimen comunista. El gobierno de Bela Kun decidió entonces intentar una ofensiva contra los rumanos para desalojarlos de los territorios de más allá del Tibisco. Pero esta ofensiva, iniciada el 20 de julio, no tuvo suerte. El ejército rojo, descorazonado por tantas decepciones, fue rechazado y derrotado por el ejército rumano. Este revés militar condenó a muerte al régimen comunista.
Los líderes social-democráticos y sindicales entraron en negociaciones formales de paz con las misiones diplomáticas aliadas. Estas misiones prometieron el reconocimiento de un gobierno social-democrático. Pusieron en suma, como precio de la paz, la eliminación de los comunistas y la destrucción de su obra. El partido Social-Democrático y los sindicatos, con la ilusión de que un gobierno social-democrático, protegido por las misiones diplomáticas aliadas, podría conservar el poder, aceptaron las condiciones de la Entente. Y cayó así el gobierno de Bela Kun.
El 2 de agosto, el Congreso de Comisarios del Pueblo abdicó el mando. Lo reemplazó un gobierno social-democrático. Este gobierno social-democrático, para contentar y satisfacer a las potencias aliadas, derogó las leyes del gobierno comunista. Restableció la propiedad privada de las fábricas, de los latifundios y las haciendas; restableció la libertad de comercio; restableció en sus cargos gubernativos a los funcionarios y empleados de la administración burguesa; restableció, en suma, el régimen capitalista, individualista y burgués. Pero, con todo, este gobierno social-democrático no duró sino tres días. Vencida la Revolución, el poder tenía que caer inevitablemente en manos de la reacción, y así fue. El gobierno social-democrático no duró sino el tiempo indispensable para abolir la legislación comunista y para que la aristocracia, el militarismo y el capitalismo organizaran el asalto al poder. Los social-democráticos no podían resistir la ola reaccionaria, no contaban ni aun con las masas desengañadas del gobierno democrático desde su primera hora de vida, desde que emprendió la destrucción de la obra de la revolución. Tuvieron que caer al primer embate de los reaccionarios.
Así concluyó el régimen comunista en Hungría. Así nació el gobierno reaccionario del Almirante Horthy. Así empezó el martirio del proletariado húngaro. Nunca una revolución proletaria fue tan cruelmente castigada, tan brutalmente reprimida. El gobierno de Horthy se dio, en cuerpo y alma, a la persecución de todos los ciudadanos que habían participado en la administración comunista. El terror blanco asoló Hungría como un horrible flagelo. Se ensañó primero contra los comunistas, luego contra los social-democráticos, más tarde contra los hebreos, masones, protestantes, finalmente contra los propios burgueses sospechosos de excesiva devoción liberal y democrática. Pero se encarnizó, sobre todo, contra el proletariado. Las ciudades y los pueblos culpables de entusiasmo revolucionario bajo el gobierno comunista fueron espantosamente castigados. En las regiones transdanubianas algunas localidades, caracterizadas por su sentimiento comunista, fueron verdaderamente diezmadas. Innumerables trabajadores eran fusilados o masacrados; otros eran encarcelados; otros eran obligados a emigrar para escapar de análogos castigos o de constantes maltratos. A Austria, a Italia llegaban todos los días numerosos contingentes de prófugos, ejércitos de trabajadores que abandonaban Hungría huyendo del terror blanco. Viena estaba llena de refugiados húngaros. Y en casi todas las principales ciudades italianas recorridas por mí, entonces, los refugiados húngaros eran también legión.
Toda descripción del terror blanco en Hungría resultará siempre pálida en relación con la realidad. A partir de agosto de 1919 en Hungría se han sucedido los fusilamientos, los descuartizamientos, los apresamientos, los incendios, las mutilaciones, los estupros, los saqueos, como medios de represión y de castigo al proletariado. Ha sido necesario que la sed de sangre de los reaccionarios se calme y que un grito de horror de hombres civilizados de Europa la cohíba, para que los crímenes y las persecuciones disminuyan y enrarezcan.
Tengo a la mano un libro que contiene algunos relatos sobre el terror blanco en Hungría.
Pero estos relatos podrían parecer exagerados a los corazones de los burgueses. Se dirá que esta es una versión italiana y que los italianos son siempre, como buenos latinos, excesivos y apasionados en sus impresiones. Mas ocurre que las mismas cosas, aproximadamente, han sido contadas por una comisión de los Trade Unions y del Partido Laborista Inglés, que visitó Hungría en mayo de 1920, para informarse directamente de lo que allí pasaba. El dictamen de la comisión británica es de una circunspección ejecutoriada, y, muchos más, el dictamen de una comisión de personas muy moderadas, muy graves y muy concienzudas de las Trade Unions y del Labour Party. Formaban la delegación inglesa el Coronel Wedgwood miembro de la Camara de los Comunes, y cuatro miembros distinguidos de la burocracia de las Trade Unions y del Labour Party. La delegación no pudo, naturalmente, recorrer toda Hungría. No visitó sino Budapest y uno que otro centro poblado importante. Durante su visita, además, hubo una tregua prudente del terror blanco. El gobierno reaccionario de Horthy trató de encubrir las cosas en lo posible. Los medios de información de la delegación fueron, en una palabra, limitados, insuficientes para el conocimiento de la verdadera magnitud, de la verdadera realidad del terrorismo de las bandas de Horthy. El dictamen de la Comisión inglesa, por consiguiente, es una pálida, una benévola narración de los acontecimientos húngaros. Peca de moderación, peca de optimismo, sin embargo corroboran las afirmaciones del libro del cual acabo de leer una página. Según los cálculos de la comisión, en la época en que ella estuvo en Hungría, el número de presos y detenidos políticos era al menos de doce mil. Según las informaciones oficiales eran de seis mil. El gobierno de Horthy confesaba que tenía encarceladas a seis mil personas por motivos políticos. En su informe, la Comisión refiere que le había sido asegurado que el número complexivo de personas arrestadas o detenidas era superior a 25,000.
El informe de la Comisión británica contiene varias anécdotas atroces del terror blanco en Hungría. Voy a dar lectura a una de ellas para que os forméis una idea de la ferocidad con que se perseguía a los miembros y funcionarios del gobierno comunista y hasta a sus parientes. Es el caso de la señora Hamburguer. El informe de la comisión dice así:
¿Para qué seguir? Ya sabéis cómo actuaba el ‘terror’ rojo en Hungría. Ya sabéis muchas cosas que nos han contado los cablegramas de los diarios, tan pródigos en detalles espeluznantes cuando se trata de narrar un fusilamiento en la Rusia de los Soviets.
El gobierno de Horthy semeja una misión pavorosa de la Edad Media. No en balde sus características son, precisamente, las de intentar restablecer en Hungría el medioevalismo y el feudalismo. La reacción en Hungría no es sólo enemiga del socialismo y del proletariado revolucionario. Es, además, enemiga del capitalismo industrial. Como el capitalismo industrial, como las fábricas, como la gran industria crean el proletariado industrial, el proletariado organizado de la ciudad, o sea el instrumento de la revolución social, la reacción húngara detesta instintivamente el capitalismo industrial, las grandes fábricas, la gran industria. El gobierno de Horthy es el imperio despótico y sanguinario del feudalismo agrícola, de los terratenientes y de los latifundistas. Horthy gobierna Hungría con el título de Regente, porque para la reacción Hungría sigue siendo un reino. Un reino sin rey, pero un reino siempre. Hace año y medio, como recordaréis, Carlos de Austria, ex-Emperador de Austria-Hungría, hijo de Francisco José, fue llamado por los monarquistas húngaros para restaurar la monarquía en Hungría. El plan abortó porque a la restauración de la dinastía de los Hapsburgos, de la antigua casa reinante de Austria-Hungría, son adversas todas las naciones independizadas a consecuencia de la disolución del Imperio Austro-Húngaro, temerosas de que, instalada en Hungría, la monarquía acabe por constituir el antiguo Imperio. Abortó, además, porque a la restauración de la monarquía en Hungría es adversa, por las mismas razones, Italia, alarmada de la posibilidad de que renazca el Imperio Austro-Húngaro. Todas estas naciones opusieron su veto a la reposición de Carlos en el trono de Hungría. Finalmente, insurgieron contra esta reposición los campesinos no aristócratas, hostiles al socialismo, pero hostiles igualmente al viejo régimen.
Por esto, no tenemos actualmente a Hungría transformada en una monarquía, absoluta, medioeval y feudal, con un rey a la cabeza. Pero, de hecho, el régimen del regente Horthy es un régimen absoluto, medioeval y feudal. Es el dominio del latifundio sobre la industria; es el dominio del campo sobre la ciudad. Hungría a consecuencia de este régimen, está empobrecida. Su moneda depreciada carece de expectativas de convalecencia y de estabilización. La miseria del proletariado intelectual y manual es apocalíptica. Un periodista me dijo en Budapest, en junio del año pasado, que en esta ciudad existía gente que no podía comer sino interdiariamente, un día sí y un día no. Ese pobre periodista, que era sin duda un ser privilegiado al lado de otros trabajadores intelectuales, parecía afligido por el hambre y la miseria. Conocí luego a un intelectual, autor de varios estudios sobre estética musical, que actuaba de portero en una casa de vecindad. La miseria lo había obligado a aceptar la función de portero. He ahí, en el orden económico, las consecuencias de la reacción y del terror blanco.
Pero un período de reacción, un período de absolutismo, no puede ser sino un período transitorio, un período pasajero. Una nación contemporánea, y mucho más una nación europea, no pueden retrogradar a un sistema de vida primitivo y bárbaro. Una resurrección del feudalismo y del medioevalismo no puede ser duradera. Las necesidades de la vida moderna, la tendencia de las fuerzas productivas, la relación con las demás naciones no consienten la regresión de un pueblo a un régimen anti-industrial ni anti-proletario.
Gradualmente, se reanima ya en Hungría el movimiento proletario. El Partido Social-Democrático, los sindicatos, conquistan de nuevo su derecho a una existencia legal. Al parlamento húngaro han ingresado algunos diputados socialistas, tímidamente socialistas al fin y al cabo. El Partido Comunista, condenado a una vida ilegal y clandestina, prepara sigilosamente la hora de su reaparición. Algunos elementos democráticos o liberales de la burguesía empiezan también a moverse y a polarizarse. Temeroso de este renacimiento de las fuerzas proletarias y de las fuerzas democráticas, se ha organizado, por eso, en Hungría, una banda fascista. Su caudillo es el famoso reaccionario Friedrich. Todo es sintomático.
Como ya dije a propósito de la Revolución Alemana, una revolución no es un golpe de estado, no es una insurrección, no es una de aquellas cosas que aquí llamamos revolución por uso arbitrario de esta palabra. Una revolución no se cumple sino en muchos años. Y con frecuencia tiene períodos alternados de predominio de las fuerzas revolucionarias y de predominio de las fuerzas contra-revolucionarias. Así como el proceso de una guerra es un proceso de ofensivas y contraofensivas, de victorias y derrotas, mientras uno de los bandos combatientes no capitule definitivamente, mientras no renuncie a la lucha, no está vencido. Su derrota es transitoria; pero no total. Y, conforme a esta interpretación de la historia, la reacción, el terror blanco, el gobierno de Horthy no son sino episodios de la lucha de clases en Hungría, un capítulo ingrato de la Revolución Húngara. Este capítulo llegará algún día a su última página. Y empezará entonces un capítulo más, un capítulo que, tal vez sea el capítulo de la victoria del proletariado húngaro. El gobierno de Horthy es para el proletariado húngaro una noche sombría, una pesadilla dolorosa. Pero esta noche sombría, esta pesadilla dolorosa pasarán. Y vendrá entonces la aurora.


El próximo viernes, conforme al programa de este curso de conferencias, hablaré sobre la conferencia y el tratado de Paz de Versalles. Haré la historia, la exposición y la crítica de ese tratado de paz que, como sabéis, no ha resultado un tratado de paz sino un tratado de guerra. Expondré la fisonomía moral, el perfil ideológico de ese documento, fresco todavía y, ya totalmente desacreditado, tumba y lápida de las cándidas ilusiones democráticas del Presidente Wilson.

José Carlos Mariátegui La Chira

Proyecciones del proceso Matteotti

Comenzamos desde este número a publicar las colaboraciones del distinguido escritor nacional don José Carlos Mariátegui. La singular condición literaria de este intelectual, su brillante manera y su bien ganado prestigio de capacidad para apreciar las incidencias de la alta política europea van a tener desde nuestras columnas una oportunidad más de revelarse con beneficio para el afianzamiento de su personalidad intelectual y con beneficio mayor todavía para el público lector. El primer artículo de José Carlos Mariátegui analiza las proyecciones del proceso seguido en Italia por el asesinato del diputado socialista Matteotti y está lleno de esa justeza de apreciación que ha hecho del ilustre periodista un caso ejemplar de sinceridad de crítica.
El fascismo no quiere que el proceso de los asesinos de Matteotti se convierta en el proceso de toda la gesta fascista. Contra el espontáneo desarrollo de este proceso, el fascismo moviliza sus brigadas de “camisas negras” y su poder gubernamental. El hecho judicial -dice- no debe transformarse en un hecho político. Y ha dado, con el propósito principal de impedir “indiscreciones” sobre el crimen y sus actores, un decreto-ley que reglamenta marcialmente la libertad de prensa.
Pero no se gobierna la Historia. El propio fascismo -movimiento romántico, antihistórico, voluntarista- tiene sus raíces vitales en la historia y no en la ideología ni en la acción de sus creadores y animadores. Es un producto de esa Historia que pretende negar o torcer a golpes de cachiporra. El asesinato de Matteotti ha sido la culminación de una política de terror. Es por eso que, al reaccionar contra tal crimen, la opinión italiana ha reaccionado contra todo el sistema que lo ha engendrado. El desenlace judicial no importa nada. La cuestión moral y política no era de la competencia de los magistrados. Ha tenido, por ende, un fuero especial, un fuero superior. Y de su juicio sumario han salido condenados el fascismo, su método y sus armas.
Cuando en la cámara italiana se denunció la desaparición del diputado socialista, Mussolini, inquietado por el viento de fronda que soplaba, sintió la necesidad de decir con su acostumbrado tono dramático: “Giustizia saráfatta sino in fondo”. Esta frase parece ahora como una intuición histórica. En la intención del caudillo fascista era una promesa de que los jueces castigarían austeramente a los culpables. Pero ha adquirido luego una realidad superior y adversa a la voluntad fascista. La historia se ha apoderado de ella y la ha hecho suya. Se hará justicia plenamente; pero no solo contra los asesinos materiales, sino contra la política en que el crimen se ha incubado. Como ha dicho Mussolini, “giustizia sará fatta sino in fondo”.
Veamos por qué el fascismo resulta tan comprometido en este proceso. Hay razones inmediatas. Los ejecutores del crimen eran hombres de confianza del estado mayor fascista. Uno de ellos, Dumini, delincuente orgánico, gozaba del favor de los más altos funcionarios del Estado y del partido pertenecía al personal del diario fascista “Il Corriere Italiano” y se titulaba adjunto de la oficina de prensa del jefe de gobierno. Está averiguada una circunstancia a su respecto; el día del delito, Dumini aguardó en el Palacio Viminal, donde funciona el ministerio del interior, al automóvil que debía conducirlo a secuestrar a Matteotti. El crimen fue ordenado, según las investigaciones judiciales, por Rossi y Marinelli, dos fascistas del primer rango y de la primera hora, miembros del cuadrunvirato supremo del partido y por Filipelli, director de “Il Corriere Italiano”. El directo de otro diario fascista “Il Nuovo Paese” acaba de ser llamado a Roma por edictos como otro de los responsables. El fascismo, en un principio, cuando le urgía calmar y satisfacer a la opinión pública, se esforzó por aislar la responsabilidad de los acusados. Los entregó a la justicia. Pero, poco a poco, un instinto más poderoso que su consciencia lo ha movido hacia ellos. En algunas demostraciones de los “camisas negras” se ha oído el grito de “Viva Dumini”. Y se ha amenazado a la oposición con una segunda marcha a Roma destinada, sin duda, a liberar a los encausados. Finalmente Farinacci, uno de los mayores lugar-tenientes de Mussolini, ha asumido la defensa de Dumini y ha intentado, como explicación del asesinato atribuir a Rossi una conspiración contra Mussolini para reemplazarlo en el poder. (Su tentativa ha tenido tan mala suerte, ha encontrado un público tan incrédulo y hostil, que Farinacci no ha insistido en sus folletinescas revelaciones).
De otro lado, el asesinato de Matteotti no es un acto solitario en la historia del fascismo. En un acto terrorista perfectamente encuadrado dentro de la teoría y la práctica de las “camisas negras”.
La gesta fascista está llena de hechos símiles. Matteotti ha sido asesinado por una banda especializada en el delito. Dumini y sus cómplices resultan ahora los autores del asalto a la casa del estadista Nitti y de las agresiones a los diputados Amendola, Mazzolani, Missuri y Forni, fascistas disidentes o cismáticos los dos últimos. Y sobre todo, los capitanes del fascismo han alimentado siempre en sus brigadas un estado de ánimo agresivo y guerrero y en algunos casos, han hecho la apología de la violencia. De este humor bélico, han logrado contagiar hasta a algunas personas tenidas antes por sabias y prudentes. Giovanni Gentile, explicando filosóficamente su fascismo, ha dicho que “toda fuerza es forma moral, cualquiera que sea el argumento empleado: la prédica o el garrote”.
En este emocionante proceso acusan, pues, el fascismo muchas circunstancias y muchos testimonios. Sus consecuencias han sido, por eso, instantáneas e inexorables. Las largas masas sociales que, por desconcierto o inconsciencia o seducidas por su lenguaje quijotesco y megalómano, seguían al fascismo, han empezado a abandonarlo. Las defecciones se multiplican. Las filas filofascistas pierden sus nombres más sonoros: Ricciotti Garibarli hijo, Sem Bellini, etc. Los grupos liberales que colaboraban con Mussolini le retiran ahora su confianza. “Il Giornale d’Italia” de Roma, “Il Mattino” de Nápoles de aproximan a la oposición. Los mismos fascistas se dan cuenta de que se van quedando solos. Mussolini, en la última asamblea del consejo nacional fascista, ha recomendado la conquista de las masas. Pero tanto el Duce como sus secuaces cometen cotidianos errores de psicología que aumentan la excitación popular. Además, se constata en todas las capas sociales una mayor sensibilidad moral y política. Antes, los ataques a la libertad, los actos de terror del fascismo eran tolerados o aceptados pasivamente por la mayoría de la población. Hoy, encuentran en ella una repulsa y una condenación enérgicas y vigorosas. Los laureles de la marcha a Roma se han marchitado mucho.
Probablemente los fascistas intentarán sacar del asesinato de su compañero, el diputado Casalini, armas morales defensivas y contra-ofensivas. Pero este crimen no puede cancelar en que lo ha precedido. La responsabilidad de los hechos es diferente; su proyección tiene que serlo también. Se trata, en el nuevo caso, de un acto de violencia individual. El asesino ha procedido aisladamente, por su propia cuenta. No es posible filiarlo sino como un exaltado. Tras él no existe una organización terrorista dirigida por leaders de la oposición. Los grupos de la oposición han execrado, generalmente, la violencia. Alguno de ellos ha mostrado una mentalidad próxima al grandhismo y casi ha predicado la resistencia pasiva. Gracias, en parte, a esta clase de adversarios, la gesta fascista encontró franca y abierta la vía del gobierno.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución y la reacción en Bulgaria

Bulgaria es el país más conflagrado de los Balkanes. La derrota ha sido en Europa un poderoso agente revolucionario. En toda Europa existe actualmente un estado revolucionario; pero es en los países vencidos donde ese estado revolucionario tiene un grado más intenso de desarrollo y fermentación. Los Balkanes son una prueba de tal fenómeno político. Mientras en Rumania y Serbia, engrandecidas territorialmente, el viejo régimen cuenta con numerosos sostenes, en Bulgaria reposa sobre bases cada día más minadas, exiguas e inciertas.
El Zar Fernando de Bulgaria fue, más acentuadamente que el Rey Constantino de Grecia, un cliente de los Hohenzollern y de los Hapsburgo. El Rey Constantino se limitó a la defensa de la neutralidad de Grecia. El Zar Fernando condujo a su pueblo a la intervención a favor de los imperios centrales. Se adhirió, y se asoció plenamente a la causa alemana. Esta política, en Bulgaria, como en Grecia, originó la destitución del monarca germanófilo y aceleró la decadencia de su dinastía. Fernando de Bulgaria es hoy un monarca desocupado, un zar “chomeur”. El trono de su sucesor Boris, desprovisto de toda autoridad, ha estado a punto, en setiembre último, de ser barrido por el oleaje revolucionario.
En Bulgaria, más agudamente aún que en Grecia, la crisis no es de gobierno sino de régimen. No es una crisis de la dinastía sino del Estado. Stamboulinski, derrocado y asesinado por la insurrección de junio, que instaló en el poder a Zankov y su coalición, presidía un gobierno de extensas raíces sociales. Era el leader de la Unión Agraria, partido en el cual se confundían terratenientes y campesinos pobres. Representaba en Bulgaria ese movimiento campesino que tan trascendente y vigorosa fisonomía tiene en toda la Europa Central. En un país agrícola como Bulgaria la Unión Agraria constituía, naturalmente, el más sólido y numeroso sector político y social. Los socialistas de izquierda, a causa de su política pacifista, se habían atraído un vasto proselitismo popular. Habían formado un fuerte partido comunista, adherente ortodoxo de la Tercera Internacional, seguido por la mayoría del proletariado urbano y algunos núcleos rurales. Pero las masas campesinas se agrupaban, en su mayor parte, en los rangos del partido agrario. Stamboulinsky ejercitaba sobre ellas una gran sugestión. Su gobierno era, por tanto, inmensamente popular en el campo. En las elecciones de noviembre de 1922, Stamboulinsky obtuvo una estruendosa victoria. La burguesía y la pequeña burguesía urbanas, representadas por las facciones coaligadas actualmente alrededor de Zankov, fueron batidas sensacionalmente. A favor de los agrarios y de los comunistas votó el setentaicinco por ciento de los electores.
Más, empezó entonces a incubarse el golpe de mano de Zankov, estimulado por la lección del fascismo que enseñó a todos los partidos reaccionarios a conquistar el poder insurreccionalmente. Stamboulinsky había perseguido y hostilizado a los comunistas. Había enemistado con su gobierno a los trabajadores urbanos. Y no había, en tanto, desarmado a la burguesía urbana que acechaba la ocasión de atacarlo y derribarlo
Estas circunstancias prepararon el triunfo de la coalición que gobierna presentemente Bulgaria. Derrocado y muerto Stamboulinsky, las masas rurales se encontraron sin nudillo y sin programa. Su fe en el estado mayor de la Unión Agraria estaba quebrantada y debilitada. Su aproximación al comunismo se iniciaba apenas. Además, los comunistas, paralizados por su enojo contra Tamboulinsky, no supieron reaccionar inmediatamente contra el golpe de Estado. Zankov consiguió así dispersar a las bandas campesinas de Stamboulinsky y afirmarse en el poder.
Pronto, sin embargo, comenzaron a entenderse y concertarse los comunistas y los agrarios y a amenazar la estabilidad del nuevo gobierno. Los comunistas se entregaron a un activo trabajo de organización revolucionaria que halló entusiasta apoyo en las masas aldeanas. La elección de una nueva cámara se acercaba. Esta elección significaba para los comunistas una gran ocasión de agitación y propaganda. El gobierno de Zankov se sintió gravemente amenazado por la ofensiva revolucionaria y se resolvió a echar mano de recursos marciales y extremos contra los comunistas. Varios leaders del comunismo, Kolarov entre ellos, fueron apresados. Las autoridades anunciaron el descubrimiento de una conspiración comunista y el propósito gubernamental de reprimirla severamente. Se inauguró un período de persecución del comunismo. A estas medidas respondieron espontáneamente las masas trabajadoras y campesinas con violentas protestas. Las masas manifestaron una resuelta voluntad de combate. El Partido Comunista y la Unión Agraria pensaron que era indispensable empeñar una batalla decisiva. Y se colocaron a la cabeza de la insurrección campesina. La lucha armada entre el gobierno y los comunistas duró varios días. Hubo un instante en que los revolucionarios dominaron una gran parte del territorio búlgaro. La república fue proclamada en innumerables localidades rurales. Pero, finalmente, la revolución resultó vencida. El gobierno, dueño del control de las ciudades, reclutó en la burguesía y en la clase media urbanas legiones de voluntarios bien armados y abastecidos. Movilizó contra los revolucionarios al ejército del general ruso Wrangel asilado en Bulgaria desde que fue derrotado y expulsado de Rusia por los bolcheviques, usó también contra la revolución a varias tropas macedonias. Favoreció su victoria, sobre todo, la circunstancia de que la insurrección, propagada principalmente en el campo, tuvo escaso éxito urbano. Los revolucionarios no pudieron, por esto, proveerse de armas y municiones. No dispusieron sino del escaso parque colectado en el campo y en las aldeas.
Ahogada la insurrección, el gobierno reaccionario de Zankov ha encarcelado a innumerables militantes del comunismo y de la Unión Agraria. Millares de comunistas se han visto obligados a refugiarse en los países limítrofes para escapar a la represión. Kolarov y Dimitrov se han asilado en territorio yugoeslavo.
Dentro de esta situación, se han efectuado en noviembre último, las elecciones. Sus resultados han sido, por supuesto, favorables a la coalición acaudillada por Zankov. Los agrarios y los comunistas, procesados y perseguidos, no han podido acudir organizada y numerosamente a la votación. Sin embargo, veintiocho agrarios y nueve comunistas han sido elegidos diputados. Y en Sofía, malgrado la intensidad de la persecución, los comunistas han alcanzado varios millares de sufragios.
Los resultados de las elecciones no resuelven, por supuesto, ni aún parcialmente la crisis política búlgara. Las facciones revolucionarias han sufrido una cruenta y dolorosa derrota, pero no han capitulado. Los comunistas invitan a las masas rurales y urbanas a concentrarse en torno de un programa común. Propugnan ardorosamente la constitución de un gobierno obrero y campesino. La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta. (En estos tiempos, el parlamento no conserva alguna vitalidad sino en los países, como Inglaterra y Alemania, de arraigada y profunda democracia. En las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada.)
Y en Bulgaria, como en el resto de Europa, la reacción no elimina ni debilita, mayor factor revolucionario: el malestar económico y social. El gobierno de Zankov del cual acaba de separarse un grupo de derecha, los liberales nacionales, subordina su política a los intereses de la burguesía urbana. Y bien. Esta política no cura ni mejora las heridas abiertas por la guerra en la economía búlgara. Deja intactas las causas de descontento y de mal humor.
Se constata en Bulgaria, como en las demás naciones de Europa, la impotencia técnica de la reacción para resolver los problemas de la paz. La reacción consigue exterminar a muchos fautores de la revolución, establecer regímenes de fuerza, abolir la autoridad del parlamento. Pero no consigue normalizar el cambio, equilibrar los presupuestos, disminuir los tributos ni aumentar las exportaciones. Antes bien produce, fatalmente, un agravamiento de los problemas económicos que estimulan y excitan la revolución.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones italianas y la decadencia del liberalismo

La hora es de fiesta para los fautores y admiradores de Mussolini y las “camisas negras”. Los filofascistas de todos los climas y todas las latitudes recogen, exultantes, los ecos fragmentarios de las elecciones italianas que, exultante también, les trae el cable. Aclaman estruendosa y delirantemente la victoria del fascismo. El júbilo de los reaccionarios es natural y es lícito. No hay interés en contrastarlo. No hay interés en remarcarlo siquiera. Pero ocurre que en este coro filofascista se mezclan y confunden con los secuaces de la reacción muchos adherentes de la democracia. Una buena parte del centro se asocia al regocijo de la derecha. Y esta actitud sí es acreedora de atención y estudio. Sus raíces y sus orígenes son muy interesantes.

El liberalismo y la democracia han renegado, ante el fascismo, su teoría y su praxis. Su capitulación ha sido plena. Su apostasía ha sido total. El liberalismo y la democracia se han dejado desalojar, dominar y absorber por el fascismo. El fascismo, en sus métodos, en su programa y en su función, es esencialmente anti-democrático. Los extremistas del fascismo propugnan abiertamente el absolutismo y la dictadura. Mussolini se ha apoderado del poder mediante la violencia y ha anunciado su intención de conservarlo sin cuidarse de la voluntad del parlamento ni del sufragio. Y los partidos de la democracia, sin embargo, no le han negado ni le han regateado casi su adhesión. Se han entregado incondicional y rendidamente al dictador. La mayoría de la cámara extinta era liberal-democrática. Mussolini la tuvo, no obstante esto, a sus órdenes. Consiguió de ella los poderes extraordinarios que necesitaba para gobernar dictatorialmente, la sanción de los desmanes y desbordes de su política represora y reaccionaria y una ley electoral adecuada a la formación de un parlamento fascista. Y obtuvo del liberalismo y de la democracia la misma obediencia en todas partes. La prensa liberal, seducida o asustada por los fascistas, cayó, poco a poco, en la más categórica retractación de su ideario. Apenas si el “Corriere della Sera” de Milán, el “Mondo” de Roma y algún otro órgano del liberalismo opusieron alguna resistencia al régimen fascista.
La actitud de los liberales y demócratas de fuera de Italia coincide, pues, con la de los liberales y demócratas de dentro. El liberalismo y la democracia tienen el mismo gesto ante la fuerza y el bastón fascistas, tanto si sufren como si no sufren la coacción de sus amenazas y de sus golpes.

Las elecciones italianas, en verdad, significan, más que una derrota de la revolución, una derrota del liberalismo y la democracia. Constituyen una fecha de su decadencia, un instante de su tramonto. Marcan una rendición explícita de los liberales italianos al fascismo. Los partidos liberal-democráticos han concurrido a estas elecciones uncidos mansa y resignadamente al carro de la dictadura fascista. Orlando, después de algunas coqueterías y reservas, ha figurado en la lista de candidatos ministeriales. Una parte de los demócratas cristianos ha desertado de las filas de don Sturzo para enrolarse en las de Mussolini. Giolitti, con su solícita astucia, ha querido diferenciar su candidatura de las del fascismo, presentándose con sus amigos piamonteses en una lista independiente; pero ha hecho previas protestas de su confianza en el régimen fascista. La oposición liberal ha estado representada únicamente por Bonomi, leader de un pequeño grupo reformista y Amendola, uno de los tenientes de Nitti. Nitti se ha abstenido de intervenir en las elecciones.

La victoria fascista, aparece, pues, en primer lugar, como una consecuencia de la descomposición y la abdicación del liberalismo. Los liberales italianos no solo no han sabido ni han querido distinguirse en las elecciones de los fascistas sino que, como estos, se han uniformado de “camisa negra”. Su proselitismo, por consiguiente, se ha desbandado o se ha confundido con el del régimen fascista. La mayoría de aquellos electores antiguos y habituales clientes de la democracia se ha sentido inclinada a dar su voto al fascismo. El liberalismo se ha presentado esta vez a sus ojos como una doctrina exangüe, superada, vacilante.
Pero este no ha sido sino uno de los elementos de la victoria fascista. Otro elemento principal ha sido la nueva ley de elecciones. Las elecciones de 1919 y 1921 se efectuaron en Italia conforme al régimen proporcional. Este régimen asegura a cada partido en el parlamento una posición que refleja matemáticamente su posición en la masa electora. El fascismo lo consideró contrario a sus intereses. Y, en la nueva ley electoral, tornó Italia al antiguo sistema, que garantiza a la mayoría un predominio aplastante en el parlamento.

Las elecciones, además, se han realizado dentro de un ambiente preparado por varios años de coacción y de violencia. Antes de la “marcha a Roma” los fascistas destruyeron una gran parte de las cooperativas, periódicos, sindicatos y demás instrumentos de propaganda socialista. Inaugurada su dictadura, usaron y abusaron de todos los resortes del poder para sofocar esa propaganda. El fascismo, por ejemplo, ha puesto la libertad de la prensa en manos de sus prefectos. La libertad de opinión en general ha tenido los límites que le han fijado el bastón y el aceite de ricino abundantemente empleados por los fascistas contra sus adversarios. Mientras el fascismo ha movilizado para estas elecciones todas sus fuerzas legales y extra-legales, la oposición casi no ha dispuesto de medios de organización ni de propaganda.

Por consiguiente, tiene mucho valor el hecho de que, en este período de retirada y retroceso revolucionarios, los socialistas hayan conquistado sesentaicinco asientos en la cámara. (Veintiseis asientos han sido ganados por los socialistas unitarios, veintidós por los socialistas maximalistas y dieciseite por los comunistas.) Los tres partidos socialistas han alcanzado, en total, un millón cien mil votos. Trescientos mil de estos votos pertenecen a los comunistas que en la nueva cámara tienen uno o dos puestos más que en la vieja. Más disminuida que la representación socialista ha salido la representación católica. Los socialistas, en conjunto, eran 136 en la cámara vieja; son 65 en la cámara nueva. Los católicos eran 109 en la cámara vieja; en la cámara nueva no son sino 39. Y los grupos liberales-democráticos no incorporados en el bloque ministerial han conquistado una representación menor todavía. Además, tanto estos grupos como la democracia cristiana de don Sturzo, no son verdaderos partidos de oposición. En la democracia cristiana, solo la fracción de izquierda Mauri-Miglioli tiene un tinte acentuadamente anti-fascista.

Las fuerzas de la democracia y del liberalismo italianos resultan, así, plegadas y rendidas al fascismo. Pero el fascismo se encuentra sometido al trabajo de digerirlas y asimilarlas. Y la absorción de los liberales y demócratas no es para los fascistas una función fácil ni inocua. Los fascistas, que en sus días de ardimiento demagógico, proclamaban su propósito de desalojar radicalmente del gobierno a los políticos del antiguo régimen, no se atreven ahora a prescindir de su colaboración. Acontece, a este respecto, en Italia, algo de lo que acontece en España. La dictadura ha anunciado estruendosamente, en un principio, el ostracismo, la segregación definitiva de los viejos políticos; pero ha concluido, después, por recurrir a los más fosilizados y arcaicos de ellos. Los fascistas, en las elecciones recientes, no han querido ni han podido formular una lista de candidatos neta y exclusivamente fascista. Han tenido que incluir entre sus candidatos a muchos liberales, demócratas y católicos. La lista vencedora es una lista ministerial; pero no es íntegramente una lista fascista. Ciento veinte de los cuatrocientos diputados de la mayoría fascista no están afiliados al fascismo. A todos estos diputados el fascismo les ha impuesto sus tesis reaccionarias; pero no puede incorporarlos en su cortejo sin adquirir y sin contagiarse de algunos de sus hábitos mentales. La asimilación de la burocracia liberal y democrática modificará la estructura y la actitud del fascismo. Se advierte, desde hace algún tiempo, en el fascismo, la existencia de una tendencia acentuadamente revisionista. Esta tendencia ha sido, en los primeros momentos, excomulgada por el estado mayor fascista. Pero ha aparecido tácitamente amparada por el propio Mussolini. El caso de Massimo Rocca es el incidente más notorio de este proceso revisionista, Massimo Rocca, ex-anarquista, conspicuo teniente de Mussolini, publicó algunos artículos que preconizaban la vuelta a la legalidad y condenaban la persistencia en el fascismo de un humor beligerante y demagógico. El directorio fascista censuró y expulsó del fascismo a Massimo Rocca; pero bajo la presión de Mussolini tuvo que reconsiderar su acuerdo. La tendencia revisionista, posteriormente, se ha acentuado. El fascismo tiende cada día más a adaptarse a las formas que antes quiso romper. Y si hoy exulta es, en parte, porque siente que estas elecciones legalizan, regularizan su ascensión al poder. Se habla, actualmente, de que el fascismo va cediendo el puesto al mussolinismo. Y de que el actual gobierno de Italia es más mussolinista que fascista.

Este rumbo de la política fascista era fatal. El fascismo no es una doctrina; es un movimiento. Por más esfuerzos que ha hecho, no ha conseguido trazarse un programa ni una vía netamente fascistas. No hay ni puede haber un ideario fascista. Los fascistas, naturalmente, creen que el fascismo contiene no solo una nueva concepción política sino hasta una nueva concepción filosófica. (La marcha a Roma tiene para ellos una importancia cósmica.) Mas una opinión tan autorizada para el fascismo, como la de Benedetto Croce, se ha burlado exquisitamente de esa pretensión. Interrogado por un órgano fascista “Il Corriere Italiano”, Benedetto Croce ha declarado: “En verdad, no me parece que se haya presentado hasta aquí otra cosa que algunas vagas indicaciones de designios políticos y de constituciones nuevas. Lo que existe es más bien la fórmula genérica del Estado fascista y el deseo de llenarla con un contenido adecuado. Yo he oído hablar del pensamiento nuevo, de la nueva filosofía que estaría implícitamente contenida en el fascismo, Y bien, yo he tratado, por simple curiosidad intelectual, de deducir de los actos del fascismo la filosofía o la tendencia filosófica que, según se dice, deberían encerrar; y aunque yo tengo algún hábito y alguna habilidad en estos análisis y estas síntesis lógicas, en este arte de encontrar y formular principios, confieso que no he logrado mi objeto. Temó que esa filosofía no exista y que no exista porque no puede existir”.

La dictadura fascista, por ende, tendrá una fisonomía menos característicamente fascista cada día. Sostenida por la sólida mayoría parlamentaria que ha ganado en las elecciones últimas, adquirirá un perfil análogo al de otras dictaduras de esta Italia de la Unidad y de la dinastía de Saboya. Crispí, Pelloux, el propio Giolitti gobernaron Italia dictatorialmente. Sus dictaduras estuvieron desprovistas de todo gesto demagógico y se conformaron con un rol y un carácter burocráticos. Y bien, la dictadura de Mussolini, estruendosa, retórica, olímpica y d’annunziana en sus orígenes, como conviene en esta época tempestuosa, acabará por contentarse con las modestas proporciones de una dictadura burocrática. Perderá poco a poco su énfasis heroico y su acento épico. Empleará para conservar el poder los recursos y expedientes oportunistas de la vieja democracia. (Ya Mussolini ha invitado a colaborar en su gobierno a la Confederación General del Trabajo y a los leaders reformistas).

A las “camisas negras” les aguarda, en suma, la misma suerte que a las “camisas rojas” de Garibaldi. Dejarán de ser una prenda de moda aún entré los fascistas. Y su ocaso será, en verdad, el ocaso del fascismo. Porque este estrepitoso estremecimiento político no significa, realmente, para la “terza Italia” 'un cambio de doctrina sino apenas un cambio de camisa.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Poetas nuevos y poesía nueva

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.
Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia provinciana, cursi, medioeval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.
Fuera de los juegos florales, he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Arnaldo Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete hondo del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño, tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía, es un cohete de luces polícromo y estridente. En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y, probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.
No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. (Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondriaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera, pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sud-americana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambiente occidental, confrontamos nuestra psicología con la de la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. “La vita e bella e degna di essere magnificamente vissuta” dice D’Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los ‘‘lieder” alemanes y escandinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina -¡latinos, nosotros!- nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Latino. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada, desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.
La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llamamos melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky, Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertherianamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso el acre zumo, las “gotas amargas” de la poesía de José Asunción Silva, las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza. Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos. El clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Solo los temperamentos fuertes -César Vallejos, César Rodríguez, etc.- saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? “En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión” dice Luis C. López. Lo evidente es que vivimos dentro de un círculo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: “Doctor, un desencanto de la vida, etc.” El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos higiénicos y un diagnóstico doloroso.
Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.
Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafamente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué trasgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? “Il faut etre absolument moderne”, como decía Rimbaud; pero hay que ser moderno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la Belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstico. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros.
No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos del Occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagación de navidad

Divagaciones de Navidad
I

La humanidad, que tan rápidamente se internacionaliza, no tiene todavía un día de fiesta universal, ecuménica. Navidad es una fiesta del mundo cristiano, del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, en cada nueva jornada, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo, por ende, parece destinado a universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños, entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre los europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tiene en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están reservadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política que conmemoran. En Francia por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de la burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarizados con el 9 de noviembre.

II
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna, sin que falte uno solo, a cada familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite, a todos estos viajes, estas vacaciones.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean, en la noche del veinticuatro, a sus casas distantes, para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad por su carácter, no es, consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. El veinticuatro de diciembre, los bazares y las tiendas rebosan de compradores. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates aladinescos, pictóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de nochebuena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman las clientelas de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños sin hogar se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los huérfanos,
En Francia, Noel, “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon”, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”.
En Alemania no hay familia que no prepare su árbol de Navidad. El Weinachtbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado de estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weinachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa dispuesta para la cena. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de los Weinachtlieder tradicionales son excepcionalmente bellos.

III

Y así en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nieva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad, o de un barbudo Noel de chocolate cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisonomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, más una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la moción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y, tal vez, más felices.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La nueva Rusia y los emigrados

La nueva Rusia y los emigrados

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro "La Russie Nouvelle”, el deceso de la vieja Rusia zarista. “La vieja Rusia ha muerto para siempre”, declaró Herriot categórica y rotundamente. Su testimonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aserción imprudente respecto a Rusia.

En el discurso de estos tres años la Rusia nueva ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad.

Para reanimar su decaída campaña de prensa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordinariamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siempre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Rusia, en cuya capital el obeso autor del “Martyr de l’Obese” ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución.

Pero el propio libro del señor Beraud -a cuyo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Álvarez del Vayo- no se atreve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques.

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los “emigrados” rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe definitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de octubre.

Esta minoría se fracciona en diversas corrientes y obedece a distintos caudillos. El frente anti-bolchevique es abigarradamente pluricolor y heteróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, liberales monárquicos, demócratas constitucionales o “cadetes”, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, etc. Agrupadas estas facciones según sus afinidades teóricas, la oposición resulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una tendencia que sueña con una monarquía constitucional y una tendencia que propugna una república más o menos social-democrática.

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado recientemente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordomos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los residuos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramente sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde muchos otros escenarios.

Los “emigrados” no logran engañarse, seguramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de New York que, según sus planes, deben financiar la campaña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamente a Paris a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido.

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen demasiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta clara de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abastecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía puede conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás.

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta), Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista revolucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolchevismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colaboró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa experiencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que estos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Boris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroicamente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente.

El proceso de Savinkov es uno de los episodios más emocionantes y dramáticos de la revolución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilidades. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: “Ante el tribunal proletario de los representantes del pueblo ruso -dijo- yo declaro que me equivocaba. Yo reconozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revolucionario”. El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, enseguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el indulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a concluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savinkov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repudiaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso o inerte, Boris Savinkov se suicidó en la cárcel.

La vida romancesca y tormentosa de este personaje compendia y resume el drama de la contra-revolución. Las bufas balandronadas de los grandes duques son solo su anécdota cómica.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Krassin

Krassin

La figura de Leonidas Borisovitch Krassin era, seguramente, la más familiar al Occidente entre todas las figuras de la Rusia Sovietista. El motivo de esta familiaridad es demasiado notoria. Krassin, comisario de comercio exterior, resultaba el más conspicuo agente viajero de los soviets. Intervino en las negociaciones de Brest Litowsk. Y desde entonces representó a los soviets en casi todas sus transacciones con la Europa Occidental. Suscribió en 1920 el tratado comercial entre Rusia y Suecia. Negoció en 1921 el primer convenio comercial entre Inglaterra y los Soviets. Concurrió a las conferencias de Génova y La Haya. Representó, en fin, a Rusia como embajador en Inglaterra y Francia.

Agente comercial, más que agente diplomático, Krassin ponía al servicio de la revolución rusa su capacidad y experiencia en los negocios. Rusia no habla en Occidente en nombre de ideales comunes sino de intereses recíprocos. Esto es lo que diferencia y caracteriza fundamentalmente a su diplomacia. Un embajador de Rusia en Londres, París, o New York, no necesita ser diplomático sino en la medida en que necesita serlo, por ejemplo, un banquero. En su servicio diplomático, a los soviets no les hacen falta literatos ampulosamente elocuentes ni pisaverdes encantadoramente imbéciles. Les hacen falta técnicos de comercio y finanzas.

La prestancia de Krassin, en este campo era extraordinaria. Krassin, uno de los más notables ingenieros rusos, provenía de la más alta jerarquía técnica e industrial. Había llegado a ocupar, con la guerra, la dirección de los negocios y establecimientos rusos de la poderosa firma alemana Siemens Shuckert.

Pero solo esta capacidad técnica no lo habilitaba naturalmente para pasar a un puesto de compleja responsabilidad en el gobierno socialista de Rusia. Antes que ingeniero y financista, Krassin era un revolucionario. Toda su historia lo atestiguaba. Salido de una familia burguesa, Krassin desde su juventud dio su adhesión al socialismo. Muchas veces la persecución de la policía zarista le forzó a interrumpir sus estudios. Su inquietud espiritual, su sensibilidad moral, no le permitían clausurarse egoísta y cómodamente dentro de los confines de una profesión. Por esto, consagró todas sus energías a la propaganda revolucionaria. Y, más tarde, cuando sus aptitudes lo señalaron entre los más brillantes ingenieros de Rusia, Krassin mantuvo su fe y su filiación revolucionarias. Tal como antes comprometieron sus estudios, esta filiación, esta fe, comprometían entonces su carrera. Krassin, sin embargo, continuaba trabajando por la revolución. A la represión zarista estuvo siempre sindicado como un conspirador, vinculado a los más peligrosos enemigos del orden social. Únicamente su eminente situación profesional, sus potentes relaciones industriales pudieron salvarlo de la deportación permanente a que estaban condenados virtualmente los líderes bolcheviques.

Krassin representa un caso poco frecuente en la burguesía profesional. En el ambiente de los negocios, es raro que un hombre conserve un amplio horizonte humano, un vasto panorama mental. Por lo general, muy pronto lo aprisionan y lo encierran los muros de un profesionalismo tubular o de un egoísmo utilitario y calculador. Para saltar estas barreras, hay que ser un espíritu de excepción. Krassin lo era incontestablemente. En un período de victorioso despotismo reaccionario, cuyas encrucijadas sombrías o cuyos dorados mirajes desviaban a los espíritus hesitantes y apocados, Krassin conservó intacta su esperanza en el triunfo final del proletariado y del socialismo.

Por eso Lenin, cuando este triunfo vino, llamó a Krassin a ocupar a su lado uno de los puestos de más responsabilidad en el gobierno revolucionario. El gran caudillo de la Revolución rusa sabía que Krassin no era solo un técnico idóneo sino también un idóneo socialista.

Lenin, como lo recuerdan sus biógrafos, no se mostró nunca embarazado en su acción ni en sus decisiones por sentimientos de puritanismo estrecho ni por prejuicios de moral burguesa. Pero exigió siempre en los conductores de la revolución una historia de intachable fidelidad a este respecto. Su respuesta a un ex-socialista revolucionario alemán, enriquecido deshonestamente durante la guerra, que solicitó su permiso para volver a su puesto en el movimiento proletario: “No se hace la revolución con las manos sucias”.
No es posible pretender ciertamente que los adversarios naturales de la revolución tributen a las cualidades superiores de un hombre como Krassin el homenaje de respeto que no les regatea ninguna inteligencia libre y clara. Pero, al menos, hay derecho para exigirles que ante los despojos de un hombre cuya vida heroica y noble queda definitivamente incorporada en la historia, sepan comportarse con dignidad y altura polémicas. Complacerse en esta ocasión en pueriles evocaciones del frac, la camisa y la vajilla del Embajador -porque no quiso prestarse a los juegos y diversiones estragadas de la burguesía occidental convirtiéndose, con ridícula cursilería demagógica, en el personaje pintoresco de los salones diplomáticos- es mostrarse incapaces de entender y apreciar el valor, el espíritu y el idealismo del Hombre. Los que sin duda han leído a Plutarco podrían tener una actitud más discreta.

Un hombre fuerte, puro, honrado -que ha servido abnegadamente una gran idea humana- ha cumplido su jornada. Su vida queda como una lección y como un ejemplo. Su nombre está ya no solo escrito en la historia de su patria sino en la historia del mundo. No es fácil decir lo mismo de todos los que inciensan pródiga e inocuamente, en sus féretros, la prosa hiperbólica de las necrologías periodísticas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El movimiento socialista en el Japón

El movimiento socialista en el Japón

Poco nos interesamos en Sud América por el Oriente y su nueva historia. Ya he tenido oportunidad de observarlo a propósito de la China. Ahora debo repetirlo a propósito del Japón. El Perú que, por su proceso histórico y su situación geográfica, ha recibido sucesivos contingentes de inmigración amarilla, necesita particularmente, sin embargo, conocer mejor lo que en Europa se llama el Extremo Oriente. El Japón moderno, sobre todo, reclama nuestra atención, porque nos ofrece el ejemplo de un pueblo capaz de asimilar plenamente la civilización occidental sin perder su propio carácter ni abdicar su propio espíritu.

El Japón -según Félicien Challaye, uno de los hombres de estudio europeos que más dominan y entienden sus problemas- “se ha europeizado para resistir mejor a Europa y para continuar siendo japonés”. Este concepto es exacto, como juicio sobre la evolución del Japón de la feudalidad al capitalismo. El verdadero espíritu nacional, en el Japón como en los demás pueblos orientales en los que se ha operado análoga europeización, ha estado representado no por los impotentes y románticos hierofantes de la tradición, sino por los elementos dinámicos y progresistas que la han enriquecido y renovado con la experiencia occidental.

La revolución liberal y burguesa en el Japón se inspiró en las ideas y los hechos de Occidente. Para salir de la incomunicación en que había querido mantenerse hasta la mitad del siglo diecinueve, el Japón tuvo que abandonar a la vez que su voluntario enclaustramiento, sus envejecidas y anquilosadas instituciones. El viejo régimen resultó incompatible con el trato de las naciones occidentales. Y el Japón comprendió que, mientras no podía renunciar al comercio y la relación con el Occidente sin peligro de ser conquistado marcialmente por sus naciones de presa, podía muy bien renunciar a las formas políticas y sociales que estorbaban su desarrollo.

Abatida la feudalidad por la revolución de 1868, el Japón entró en una edad de activo crecimiento capitalista. Durante los últimos decenios del siglo diecinueve, la formación de la gran industria transformó radicalmente la estructura de la economía y la sociedad japonesas. Es notoria la rapidez con que se ha cumplido en el Japón este proceso de industrialización que lo ha convertido en una gran potencia en solo cincuenta años. El Japón era, antes de su revolución, un pueblo de campesinos, artesanos y comerciantes -en lo que concierne a la composición de su clase productora-. El proceso del desarrollo del capitalismo y el industrialismo ha mudado totalmente su panorama social. La gran industria ha creado un numeroso proletariado industrial, en el cual prontamente han prendido las ideas socialistas.

El acontecimiento sustantivo de la historia del Japón moderno es el surgimiento o la aparición del socialismo que, del mismo modo que en otra época el capitalismo, no se presenta en ese país como la arbitraria importación de una doctrina exótica sino como una expresión natural y una etapa lógica de su propia evolución histórica. El socialismo, en el Japón, como en todas partes, ha nacido en las fábricas.

Sus primeros intérpretes han sido intelectuales. Si se recuerda que los intelectuales fueron también los primeros profetas y agentes de la revolución liberal y burguesa de 1868, se constata que la “inteligencia” japonesa acusa una especial sensibilidad histórica. No se comporta, académicamente, como una guardia pasiva de la tradición y del orden, sino, creadoramente, como una avanzada vigilante y alerta de reforma y progreso. La cátedra universitaria ha sido una de las tribunas del socialismo en el Japón. A un catedrático, el doctor Fukuda, de la Universidad Keio, le debe el Japón la traducción de las obras de Karl Marx y a dos escritores, Sakai Yoshihiko y Yamkawa Nitoshi, un libro de 1500 páginas, fruto de diez años de trabajo, sobre la vida del profeta del socialismo moderno. (Don Miguel de Unamuno, refiriéndose a algunas apreciaciones mías sobre su juicio del marxismo en su libro “La Agonía del Cristianismo” me escribe precisándolo y aclarándolo: “Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor”.)

Pero los actores primarios, los creadores sustantivos del socialismo japonés no han pertenecido naturalmente al tipo del intelectual de gabinete. Han sido hombres de acción que a una inteligencia lúcida han unido un carácter heroico. Los mayores líderes del socialismo japonés, Sakai, Kotoku y Katayama -figuras mundiales los tres- no pueden ser catalogados como simples intelectuales. Su relieve histórico depende de su contextura de héroes y apóstoles.

Sakai, escritor vigoroso, de sólida cultura marxista, fue hasta su muerte en 1923, el jefe reconocido del socialismo japonés. Escribió entre otros libros, una “Historia del Japón” en que, como en toda su obra, aplicó el método del materialismo histórico a la interpretación de los problemas y hechos de su país. En 1923, cuando la oleada reaccionaria aprovechó en el Japón del terremoto de Tokio y Yokohama para atacar brutalmente al movimiento socialista, Sakai murió asesinado por agente de la policía. (La misma suerte sufrieron el sindicalista Osugi y su familia.)

Kotoku representó en la historia del socialismo japonés el espíritu y la doctrina kropotkinianos. Traductor de libros de Kropotkin, se pronunció por su comunismo anárquico. Sin embargo, con seguro instinto de la situación, trabajó mancomunadamente con Sakai. Ambos líderes expusieron sus ideas primero en el “Yorozu Choho” y después en el “Heimin Shimbun”. Acusado en 1910 de complotar contra la vida del Emperador, fue condenado a muerte con veinticuatro procesados más. Su ejecución provocó enérgica protesta en Occidente. Todos los partidos socialistas, todas las federaciones obreras, todas las consciencias libres del mundo, condenaron a los jueces de Kotoku.

Katayama, antiguo y valiente propagandista y organizador, de larga actuación sindicalista, figura desde la guerra ruso-japonesa en la escena internacional. La corriente revolucionaria lo reconoce como su fiduciario, mientras la corriente reformista obedece como jefe a Bundzi-Sudzuki.

La gran industria no predomina aún en la economía japonesa. La mayoría de la población está compuesta hasta ahora de campesinos, artesanos y pescadores. Pero la industria, acrecentada e impulsada por la guerra, imprime su fisonomía y su carácter a la urbe, hogar y crisol de la conciencia nacional. El proletariado industrial, ya en gran parte organizado, es en el Japón la fuerza del porvenir. Por otra parte, la concentración de la propiedad agraria, antes completamente fraccionada, está formando un proletariado rural, en el que se propaga gradualmente un sentimiento clasista.

El socialismo, finalmente, recluta gran cantidad de adeptos en la juventud universitaria, en cuya mente la palabra de muchos maestros de verdad puso a tiempo su fecunda semilla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La toma de Shanghai

La toma de Shanghai

Con la ocupación de Shanghai por el ejército cantonés se abre una nueva etapa de la revolución china. El derrocamiento de la claudicante y asmática dinastía manchú, la constitución del gobierno nacionalista revolucionario de Cantón y la captura de Shanghai por las tropas de Chiang-Kai-Shek, son hasta hoy los tres acontecimientos sustantivos de esta revolución de cuya realidad y trascendencia solo ahora parece darse cuenta el mundo. En los quince años trascurridos después de la caída de la monarquía, la revolución ha sufrido muchas derrotas y ha alcanzado muchas victorias. Pero entre estas, ninguna ha conmovido e impresionado al mundo como la de Shanghai. La razón es que esta victoria no aparece ganada por la revolución solo contra sus enemigos de la China sino, sobre todo, contra sus enemigos de Occidente.

La colaboración de las fuerzas reaccionarias de la China ha permitido durante mucho tiempo a Europa detener la revolución y la independencia chinas. Generales mercenarios como Chan-So Lin y Wu Pei Fu han conservado en sus manos, al amparo de las potencias imperialistas, el dominio de la mayor parte de la China. Por la subsistencia de una economía feudal, el norte de la China se ha mantenido, salvo breves intervalos, bajo el despotismo de los tuchuns. El fenómeno revolucionario, en no pocos momentos, ha estado localizado en Cantón.

Pero los revolucionarios chinos no han perdido nunca el tiempo. Entrenados por la lucha misma han aprendido a asestar certeros golpes al imperialismo extranjero y a sus agentes y aliados de la China. El Kuo Min-Tang se ha convertido en una formidable organización con un programa realista y con un arraigo profundo en las masas.

La toma de Shanghai es una victoria decisiva de la revolución. El desbande de las tropas reaccionarias ante el avance de Chiang Kai Shek, indica el grado de desmoralización de las fuerzas que en la China sirven al imperialismo. Y el hecho de que las potencias imperialistas parlamenten con los revolucionarios -aunque los amenacen intermitentemente con sus cañones- denuncia la impotencia del Occidente capitalista para imponer hoy su ley al pueblo chino, como en los tiempos en que la rebelión de los boxers provocó el envío de la expedición militar del general Waldersee.

La China monárquica y conservadora de los emperadores manchúes no era capaz de otra cosa que de capitular ante los cañones occidentales. Las grandes potencias la obligaron hace un cuarto de siglo a pagar los gastos de la invasión de su propio territorio con el pretexto del restablecimiento del orden y de la protección de las vidas y propiedades de los occidentales. No había humillación que rechazase por excesiva. La China revolucionaria, en cambio, se declara dueña de sus destinos. Al lenguaje insolente de los imperialismos occidentales responde con un lenguaje digno y firme. Su programa repudia todos los tratados que someten al pueblo chino al poder extranjero.

En otros tiempos, las potencias capitalistas habrían exigido a los chinos, con las armas en la mano, la ratificación humilde de esos tratados y el abandono inmediato de toda reivindicación revisionista. Pero la posición de esas potencias en Oriente está profundamente socavada a consecuencia de la revolución rusa y en general de la crisis post-bélica. La Rusia zarista, ponía todo su poder al servicio de la opresión del Asia por los occidentales. Hoy la Rusia socialista sostiene las reivindicaciones del Asia contra todos sus opresores.

Se repite, en un escenario más vasto y con nuevos actores, el conflicto de hace cuatro años, entre la Gran Bretaña y el nacionalismo revolucionario turco. También entonces, después de proferir coléricas palabras de amenaza, la Gran Bretaña tuvo que resignarse a negociar con el gobierno de Angora. Se oponían a toda aventura guerrera la voluntad de sus Dominios y la conciencia del propio pueblo inglés.

Europa siente que su imperio en Oriente declina. Y sus hombres más iluminados comprenden que la libertad de Oriente significa la más legítima de las expansiones de Occidente: la de su pensamiento. La guerra contra la China no podría ser ya aceptada por la opinión pública de ningún país, por muy diestramente que la envenenasen la prensa y la diplomacia imperialistas.
Los revolucionarios chinos tienen franco el camino de Pekín. La conquista de la capital milenaria no encuentra ya obstáculos insalvables. Inglaterra, el Japón, Estados Unidos, no cesarán de conspirar contra la revolución, explotando la ambición y la venalidad de los jefes militares asequibles a sus sugestiones. Se advierte ya la intención de tentar a Chiang-Kai-Shek a quien el cable, tendenciosamente, presenta en conflicto con el Kuo Min Tang. Pero no es verosímil que Chiang Kai Shek caiga en el lazo. Hay que suponerle la altura necesaria para apreciar la diferencia entre el rol histórico de un libertador y el de un traidor de su pueblo.
Por lo pronto la revolución ha ganado con Shanghai una gran base material y moral. Hasta hace poco, Cantón, la ciudad de Sun-Yat-Sen, era su única gran fortaleza. Hoy Shanghai se agita bajo la sombra de sus banderas que lo transforman en uno de los mayores escenarios de la historia contemporánea.

Sobre Shanghai convergen las miradas más ansiosas del mundo. Unas llenas de temor y otras llenas de esperanza. Para todas, un episodio de la epopeya revolucionaria vale más que todos los episodios sincrónicos de la política capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El debate política en Inglaterra

El debate política en Inglaterra

Se está librando hoy en Inglaterra una gran batalla parlamentaria, que precede, seguramente, a una gran batalla electoral. El partido conservador, -empujado por el extremistas que han conseguido obligar a Baldwin a adoptar sus puntos de vista más reaccionarios,- ha iniciado una ofensiva de vastas proyecciones contra el laborismo.

Esta ofensiva, venía siendo propugnada con impaciencia creciente por la extrema derecha inglesa casi desde que el partido conservador ganó las últimas elecciones. En Europa, arreciaba entonces la tempestad reaccionaria que parece haber galvanizado todas las energías del capitalismo, tan relajadas y agónicas después del período bélico. La extrema derecha inglesa quiso uniformarse al estilo fascista, predicando destempladamente una campaña contra la organización obrera de la cual extrae su fuerza política el Labour Party.

Pero al principio prevaleció en el partido un criterio más o menos moderado. Baldwin, aparentemente, no se mostraba dispuesto a ceder a la presión extremista. Los conservadores habían ganado las elecciones con plataformas a las que era extraño el plan de limitar el poder y la acción de los sindicatos. El gabinete necesitaba empezar su labor dentro de una atmósfera de confianza pública.
La derrota sufrida por los obreros en la huelga general de mayo pasado, mudó la situación. Los reaccionarios, a partir de ese suceso, ganaron terreno en el partido y el Gobierno. La huelga general había permitido a la burguesía inglesa, apreciar experimentalmente, al mismo tiempo, la debilidad y la fuerza del movimiento obrero. Se había visto claramente que la lucha sindical se habría transformado en una lucha revolucionaria, si su comando no hubiese estado en manos de los jefes reformistas. Socavada cada vez más la autoridad de esos jefes, se registraba un progresivo orientamiento revolucionario del Labour Party que no consentía dudas, respecto a su futura política.

La posición política de los conservadores favoreció la corriente y la tesis reaccionarias. El Gobierno conservador, después de la huelga de mayo, no había conseguido solucionar la cuestión de las minas. La rendición final de los obreros no había tenido más alcance que el de la aceptación de una tregua forzosa. Lloyd George, con su fino oportunismo y su sagaz perspicacia, había aprovechado la ocasión para asestar un golpe a la hegemonía conservadora, y rehabilitar en algunos sectores de la opinión la esperanza de ensayar una vez más en el gobierno la doctrina liberal. Era lógico que a los conservadores no les quedase más camino que el de una política netamente reaccionaria.

Baldwin no ha tenido más remedio que decidirse por tal camino. Hoy está empeñado a fondo en esta política. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el partido conservador no puede hacer otra cosa. Frente a Rusia, frente a China, frente al Labour Party, su actitud no puede ser distinta.

El envío de una nota agresiva al gobierno de los Soviets, el despacho de barcos y soldados a los puertos chinos y la presentación en el parlamento de un bill anti-laborista, son tres actos congruentes, tres maniobras afines de una misma política. El capitalismo británico conducido por el mesurado Baldwin toma la ofensiva en todos los frentes. Emplea por ahora la manera fuerte. Sin perjuicio, naturalmente de su libertad de reemplazarla, según sus resultados, por el método del compromiso, llamando de nuevo al servicio a Mr. Lloyd George que aguarda su momento con una sonrisa.

Los conservadores necesitan acentuar en la opinión burguesa y pequeño-burguesa la consciencia de los peligros revolucionarios, para desviarla de las proposiciones de Lloyd George que trabaja por atraer a los laboristas a una política de colaboración con el liberalismo. En las próximas elecciones les tocará colocar frente a frente el capitalismo y el socialismo, en términos de irreductible oposición. De sus actuales operaciones depende la suerte de la política conservadora en la batalla electoral inevitable.

Esta política se propone minar las bases electorales del Labour Party, aboliendo la cuota política de los obreros a la caja del laborismo. Tal abolición tiene por objeto dejar al Labour Party en una situación desventajosa en las elecciones. Hasta hoy su fondo político le ha permitido afrontar en las elecciones elevados gastos de propaganda.

Bernard Shaw, en el interesantísimo discurso que pronunció en el banquete de su jubileo, denunciaba e ilustraba el alcance político del monopolio por y para la burguesía, de la comunicación radiográfica. El radio ponía a los defensores del capitalismo en condiciones de una gran superioridad respecto de los propagandistas del socialismo. Cómodamente instalados en sus poltronas, los candidatos burgueses pueden dirigirse a la vez a millones de votantes, para acusar a los laboristas de abrigar los más terribles propósitos contra la civilización, la patria, la familia, etc.

El bill anti-laborista del partido conservador, que declara la ilegalidad de la huelga general y ataca el fondo político del Labour Party, demuestra que los conservadores van mucho más lejos de lo que Bernard Shaw suponía, en su plan de desarmar al proletariado en su lucha con el capitalismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

En torno al tema de la inmigración [Artículo]

En torno al tema de la inmigración

La Conferencia Internacional de Inmigración de la Habana, invita a considerar este asunto en sus relaciones con el Perú. Parecen liquidados, por fortuna, los tiempos de política retórica en que, extraviada por las fáciles elucubraciones de los programas de partido y de gobierno, la opinión pública peruana se hacía excesivas o desmesuradas ilusiones sobre la capacidad del país para atraer y absorber una inmigración importante. Pero el problema de la inmigración no está aún seria y científicamente estudiado, en ninguno de sus dos aspectos: ni en las posibilidades del Perú de ofrecer trabajo y bienestar a los inmigrantes, en grado de determinar una constante y cuantiosa corriente inmigratoria a su suelo, ni en las leyes que regulan y encauzan las corrientes de emigración y su aprovechamiento por los pueblos escasamente poblados.

Las restricciones a la inmigración vigentes en los Estados Unidos desde hace algunos años, han mejorado un tanto la posición de los demás países de América en lo concerniente al interesamiento de los inmigrantes por sus riquezas y recursos. Pero este es un factor general y pasivo del cual tienen muy poco que esperar los países que no se encuentren en condiciones de asegurar a los inmigrantes perspectivas análogas a las que convirtieron a Norte América en el más grande foco de atracción de la inmigración mundial.
Estados Unidos ha sido, en el período en que afluían a su territorio fabulosas masas de inmigrantes, una nación en el más vigoroso, orgánico y unánime proceso de crecimiento industrial y capitalista que registra la historia. El inmigrante de aptitudes superiores, hallaba en Estados Unidos el máximo de oportunidades de prosperidad o enriquecimiento. El inmigrante modesto, el obrero manual, encontraba, al menos, trabajo abundante y salarios elevados que, en caso de no asimilación, le consentían repatriarse después de un período más o menos largo de paciente ahorro. La Argentina y el Brasil, además de las ventajas de su situación sobre el Atlántico, han presentado, en otra proporción y distinto marco, parecido proceso de desenvolvimiento capitalista. Y, por esta razón, se han beneficiado de los aluviones de inmigración occidental en escala mucho mayor que los otros pueblos latino-americanos.

El Perú, en tanto, no ha podido atraer masas apreciables de inmigrantes por la sencilla razón de que, -no obstante su leyenda de riqueza y oro- no ha estado económicamente en condiciones de solicitarlas ni de ocuparlas. Hoy mismo, mientras la colonización de la montaña, que requiere la solución previa y costosa de complejos problemas de vialidad y salubridad, no cree en esa región grandes focos de trabajo y producción. La suerte del inmigrante en el Perú es muy aleatoria e insegura. Al Perú no pueden venir, sino en muy exiguo número, obreros industriales. La industria peruana es incipiente y solo puede remunerar medianamente a contados técnicos. Y tampoco pueden venir al Perú campesinos y jornaleros. El régimen de trabajo y el tenor de vida de los trabajadores indígenas del campo y las minas, están demasiado por debajo del nivel material y moral de los más modestos inmigrantes europeos. El campesino de Italia y de Europa central no aceptaría jamás el género de vida que puedan ofrecerle las mejores y más prósperas haciendas del Perú. Salarios, vivienda, ambiente moral y social, todo le parecería miserable. Las posibilidades de inmigración polaca, -apesar de ser Polonia uno de los países de mayor movimiento emigratorio, a causa de su crisis económica- están circunscritas como se sabe a la montaña, a donde el inmigrante vendría como colono -vale decir como pequeño propietario- y no como bracero. Las leyes de reforma agraria que, después de la guerra, han liquidado en la Europa Central y Oriental -Tcheco Eslovaquia, Rumania, Bulgaria, Grecia, etc., -los privilegios de la gran propiedad agraria, hacen más difícil que antes la emigración de los campesinos de esos países a pueblos donde no rijan mejores principios de justicia distributiva. El trabajador del campo de Europa, en general, no emigra sino a los países agrícolas donde se ganan altos salarios o donde existen tierras apropiables. Ni uno ni otro es, por el momento, el caso del Perú.
Las obras de irrigación en la costa, en tanto que una reforma agraria y el régimen de trabajo -no parecen tampoco destinadas a acelerar la inmigración mediante la colonización de las tierras habilitadas para el cultivo. El derecho de las yanacones y comuneros a la preferencia en la distribución de estas tierras, se impone con fuerza incontestable. No habría quien osara proponer su postergación en provecho de inmigrantes extranjeros.

La montaña, por grande que sea el optimismo que encienda intermitentemente la fortuna de sus pioniers, -cuyos innumerables fracasos y penurias tienen siempre menor resonancia,- presentará por mucho tiempo los inconvenientes de su insalubridad y su incomunicación. El inmigrante se aviene cada día menos a los riegos de la selva inhóspita. La raza de Robinson Cruzoe se extingue a medida que aumentan las ventajas de la convivencia social y civilizada. Y ni aún las razones de patriotismo logran triunfar del legítimo egoísmo individual, en orden a las empresas de colonización. Italia no ha logrado dirigir a sus colonias africanas ni las corrientes rumanas ni los capitales que fácilmente parten a América, con grave peligro de desnacionalización, como bien lo siente el fascismo, que se imagina encontrar un remedio en prerrogativas incompatibles con la soberanía y el interés de los estados que reciben y necesitan inmigrantes.

El Perú tiene que resolver muchos problemas económicos, antes que el de la inmigración. Y para la solución de este último, se prepararía con más provecho si el fenómeno de la emigración e inmigración, en su móvil realidad, fuera objeto de un estudio sistemático y objetivo, practicado con amplio criterio económico y social.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema editorial

El problema editorial

El problema de la cultura en el Perú, en uno de sus aspectos, -y no el más adjetivo- se llama problema editorial. El libro, la revista literaria y científica, son no solo el índice de toda cultura, sino también su vehículo. Y para que el libro se imprima, difunda y cotiza no basta que haya autores. La producción literaria y artística de un país depende, en parte, de una buena organización editorial. Por esto, en los países donde se actúa una vigorosa política educacional, la creación de nuevas escuelas y la extensión de la cultura obliga al Estado al fomento y dirección de las ediciones, y en especial de las destinadas a recoger la producción nacional. La labor del gobierno mexicano se destaca en América, en este plano, como la más inteligente y sistemática. El ministerio de instrucción pública de ese país tiene departamentos especiales de bibliotecas, de ediciones y de bibliografía. Las ediciones del Estado se proponen la satisfacción de todas las necesidades de la cultura. Publicaciones artísticas como la magnífica revista “Forma”-la mejor revista de artes plásticas de América- son un testimonio de la amplitud y sagacidad con que los directores de la instrucción pública entienden en México su función.

El Perú, como ya he tenido oportunidad de observarlo, se encuentra a este respecto en el estadio más elemental e incipiente. Tenemos por resolver íntegramente nuestro problema editorial: desde el texto escolar hasta el libro de alta cultura. La publicación de libros no cuenta con el menor estímulo. El público lee poco, entre otras cosas porque carece, a consecuencia de una defectuosa educación, del hábito de la lectura seria. Ni en las escuelas ni fuera de ellas, hay donde formarle este hábito. En el Perú existen muy pocas bibliotecas públicas, universitarias y escolares. A veces se otorga este nombre a meras colecciones estáticas o arbitrarias de volúmenes heterogéneos.

Publicar un libro, en estas condiciones, representa una empresa temeraria a la cual se arriesgan muy pocos. Por consiguiente, nada es más difícil para el autor que encontrar un editor para sus obras. El autor, por lo general, se decide a la impresión de sus obras por su propia cuenta, a sabiendas de que afronta una pérdida segura. Es para él la única manera de que sus originales no permanezcan indefinidamente inéditos. Las ediciones son así muy pobres, los tirajes son ínfimos, la divulgación del libro es escasa. Un autor no puede sostener el servicio de administración de una editorial. El libro se exhibe en unas cuantas librerías de la república. Al extranjero sale muy raras veces.

Una de las limitaciones más absurdas, uno de los obstáculos más artificiales de la circulación del libro es la tarifa postal. La expedición de un pequeño volumen a cualquier punto de la república cuesta al menos 34 centavos. Para una editorial, este gasto, que no tiene como otros plazo ni espera, puede ser mayor que el del costo de impresión del volumen mismo. La distribución de un libro es tan cara como su producción, que no tiene muy ciertas garantías de cubrirse con la venta.

He aquí, sin duda, una valla que al Estado no le costaría nada abatir. El libro debe ser asimilado a la condición de la revista y del periódico que, dentro de la república, gozan de franquicia postal. El correo perderá unos pocos centavos; pero la cultura nacional ganará enormemente. En otros países, el correo facilita por medio de la “cuenta corriente” o del pago de una suma mensual muy moderada, la difusión de toda clase de publicaciones. En un país, donde el público no siente la necesidad de la lectura sino en una exigua proporción, el interés nacional en proteger e impulsar la difusión del libro aparece cien veces mayor.
Y como hay también interés en que el libro nacional salga al extranjero, para que el país adquiera una presencia creciente en el desarrollo intelectual de América, la tarifa postal debe ser igualmente favorable a su exportación. Los autores y los editores triplicarán sus envíos con una tarifa reducida.

No hace falta agregar que el Estado y las instituciones de cultura disponen de otros medios de fomentar la producción literaria y artística nacional. El establecimiento de ediciones del Ministerio de Instrucción, de la Biblioteca Nacional, de las Universidades, es, entre ellos, indispensable, tanto para la provisión de las bibliotecas escolares y públicas como para el mantenimiento de servicios de intercambio, sin los cuales no se concibe relaciones regulares con las Universidades y Bibliotecas del extranjero.
Existe, en el congreso, un proyecto de ley que instituye un premio nacional de literatura. La institución de esta clase de premios ha sido en todos los países provechosa, a condición naturalmente de que se le haya conservado alejada de influencias sospechosas, y de tendencias partidistas. El sistema de los concursos tan grato al criollismo es contrario a la libre creación intelectual y artística. No tiene justificación sino en casos excepcionales. Es, sin embargo, entre nosotros, la única mediocre y avara posibilidad que se ofrece de vez en cuando a los intelectuales de ver premiado un trababa suyo. Los premios, mil veces más eficaces y justicieros, cuando recompensan los esfuerzos sobresalientes de la vida intelectual de un país, sin proponerles un tema obligatorio, estimulan a la vez a autores y editores, ya que constituyen una consagración de seguros efectos en la venta de un libro.
Aunque falte todavía mucho para que los problemas vitales de la cultura nacional merezcan en el Perú la consideración de las gentes vale la pena plantearlos, de vez en cuando, en términos concretos, para que al menos los intelectuales adquieran perfecta conciencia de su magnitud.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia y China

Rusia y China

El ataque a la U.R.S.S. por uno de los Estados que la diplomacia y la finanza de los imperialismos capitalistas puede movilizar contra la revolución rusa estaba demasiado previsto desde que a la etapa del reconocimiento de los Soviets por los gobiernos de Occidente -empujados en parte a esta actitud, según lo observa Álvarez del Vayo por la esperanza de que los negocios en Rusia aliviasen su crisis industrial- siguió la etapa de hostilidad y agresión inaugurada por el allanamiento de la casa Arcos en Londres. Desde entonces es evidente la reaparición en las potencias capitalistas de un acre humor anti-soviético. Mr. Baldwin no trepidó en aceptar las responsabilidades de la ruptura de las relaciones diplomáticas, restablecidas por el primer gabinete Mac Donald. Y en Francia una estridente campaña de prensa, subsidiada y dirigida por la más notoria plutocracia, exigió el retiro del Embajador Rakovsky.

Pero, generalmente, se pensaba que la ofensiva comenzaría otra vez en Occidente. Polonia se ha impuesto el oficio de gendarme de la reacción. Y el general Pilsudsky, en vena siempre de aventuras más o menos napoleónicas, se ha entrenado bastante en la Conspiración y la maniobra anti-soviéticas. Rumania, favorecida por la paz con la anexión de la Besarabia, a expensas de Rusia y del principio de libre determinación de las nacionalidades es otro foco de intrigas y rencores contra la U.R.S.S. Y, en general, a ningún trabajo se han mostrado tan atentas las potencias de Occidente como al de interponer entre la U.R.S.S. y la vieja Europa demo-burguesa una sólida muralla de Estados incondicionalmente adictos a la política imperialista del capitalismo.

La amenaza a que más sensible se manifestaba esta política era, sin embargo, la de la creciente influencia de Rusia en Oriente. Y era lógico, por consiguiente, que la nueva ofensiva anti-rusa eligiese para sus operaciones los países asiáticos. En esto, el Imperio Británico, sobre todo, continuaba su tradición. Inglaterra, desde los tiempos de Disraeli, ha sentido en Rusia su mayor rival en Asia.
En la política de Persia, la mano de Inglaterra se ha movido activamente contra Rusia en los últimos tiempos, en modo demasiado ostensible. Y, a partir del nuevo curso de la política china, que ha hecho del Kuo-Ming-Tang y sus generales un instrumento más perfecto y moderno de los intereses imperialistas que los antiguos caudillos feudales, la excitación de China contra Rusia no ha cesado un instante. La actitud de las autoridades de la Manchuria expulsando intempestivamente a los rusos de esa parte de la China y apoderándose de modo violento del ferrocarril oriental, no es sino un efecto de un trabajo, cuyos antecedentes hay que buscar en la lucha de los imperialismos capitalistas con los Soviets durante la acción nacionalista revolucionaria del Kuo-Ming-Tang.

El Japón juega, sin duda, en la preparación de este conflicto un rol preponderante. Las inversiones del Japón en la Manchuria alcanzan una cifra conspicua. La penetración japonesa en la China, en general, avanza a grandes pasos desde la guerra que hizo del Japón algo así como el fiduciario de la Entente en el Extremo Oriente. La Conferencia de Washington sobre los asuntos chinos, tuvo entre sus principales objetos el de contener la expansión japonesa en la China. Estos intereses económicos se han reflejado incesantemente en el desarrollo de la política. El Japón, occidentalizado y progresista, se ha esmerado a este respecto en la colaboración con los elementos más retrógrados de la China. El Club An-Fú fue su partido predilecto. Luego Chang-So-Ling, el dictador de la Manchuria, acaparó sus simpatías. Y las ambiciones del Japón sobre la Manchuria son de vieja data. El ferrocarril ruso de la Manchuria recuerda, precisamente, al Japón una de sus derrotas diplomáticas. Su victoria militar sobre la China en 1895 le pareció título bastante para instalarse en la península de Liao-Tung, en Port Arthur, en Dalny, en Wei-Hai-Wei y la Corea. Pero, entonces, este apetito excesivo y poco razonable estaba en absoluto conflicto con los intereses de las potencias europeas. Rusia zarista, particularmente, que acababa de construir la línea transiberiana, no podía avenirse a las pretensiones desmesuradas del Japón. La diplomacia de Rusia, Francia y Alemania obligó al Japón a soltar la presa. Y, más tarde, Rusia se hacía adjudicar el Liao Tung con Port Arthur y Dalny y obtenía la autorización de construir el ferrocarril de la Manchuria. Rusia perdió en la guerra con el Japón una parte de estas posesiones; pero entre otras, juzgadas incontestables, conservó la del ferrocarril. Y en 1924, el propio gobierno de Chan-So-Ling reconoció a Rusia sus derechos sobre esta vía férrea. La diplomacia revolucionaria de los Soviets había roto con la tradición del zarismo en sus relaciones con China, renunciando a los derechos de extraterritorialidad y otros que los tratados vigentes con las potencias europeas le reconocían. Rusia había inaugurado una nueva etapa en las relaciones de Europa con China, tratándola de igual a igual. Chang-So-Ling, dictador feudal del más reaccionario espíritu, no era por cierto un gobernante dispuesto a apreciar debidamente este lado de la nueva política rusa. Pero los derechos de Rusia aparecían tan indiscutibles que el tratado no podía conducir sino a su ratificación.

La conducta de la China va contra toda norma de derecho. Un telegrama de Ginebra comunica “que los juristas de Ginebra y La Haya se muestran generalmente inclinados a favorecer la actitud de los abogados de Moscú, quienes insisten en que la China no ha tenido ninguna causa justificada para proceder en la violenta y repentina forma que lo hiciera, sin tratar siquiera de justificar su actitud mediante avisos previos". Esta opinión, dada la ninguna simpatía de que goza la Rusia soviética en el ambiente de la Sociedad de las Naciones, revela que la sutileza de los jurisconsultos no encuentra excusa seria para el proceder chino. Se invoca, como de costumbre, el pretexto, bastante desacreditado, de la propaganda comunista. Pero esta propaganda, en caso de estar comprobada, podría haber sido una razón para medidas circunscritas contra los elementos no deseables. Es imposible explicar con el argumento de la propaganda comunista, las prisiones y exportaciones en masa y la confiscación del ferrocarril.

La política del Japón en la China obedece a intereses distintos y aún rivales de los que dictan la política yanqui. Habían dejado de coincidir aún con los de la política británica. La lucha entre los imperialismos rivales es, sin duda, un obstáculo para un inmediato frente único, anti-soviético, de las grandes potencias capitalistas. Pero la intención de este frente está en los estadistas de sus burguesías. El pacto Kellogg confronta su primera gran prueba, lo mismo que la diplomacia laborista. La China feudal y militarista, la China de Chang Hseuh Liang y Chang Kai Shek, carece de voluntad en este conflicto. No será ella, en el fondo, la que dé la respuesta que aguarda la demanda soviética.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

El debate sobre el proyectado Congreso Ibero-Americano de Intelectuales plantea, entre otros problemas, el de la educación pública en Hispano-América. Un cuestionario de la revista “Repertorio Americano” contiene estas dos preguntas: “¿Cree usted que la enseñanza debe unificarse, con determinados propósitos raciales, en los países latinos de nuestra América? ¿Estima usted prudente que nuestra América Latina tome una actitud determinada en su enseñanza ante el caso de los Estados Unidos del Norte?». El grupo argentino que propugna la organización de una Unión Latino-Americana declara su adhesión al siguiente principio: “Extensión de la educación gratuita, laica y obligatoria y reforma universitaria integral”. Invitado a opinar acerca de la fórmula argentina, quiero concretar, en dos o tres artículos, algunos puntos de vista esenciales respecto de todo el problema que esa fórmula se propone resolver.

II
La fórmula, en sí misma, dice y vale poco. La “educación gratuita, laica y obligatoria” es una usada receta del viejo ideario demo-liberal-burgués. Todos los radicaloides, todos los liberaloides de Hispano-América, la han inscrito en sus programas. Intrínsecamente, este anciano principio no tiene, pues, ningún sentido renovador, ninguna potencia revolucionaria. Su fuerza, su vitalidad, residen íntegramente en el espíritu nuevo de los núcleos intelectuales de La Plata, Buenos Aires, etc., que esta vez lo sostienen.
Estos núcleos hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América. No la agitan como una reforma nueva, como una reforma virginal. La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo.
Pero, entonces, conviene considerar que la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispano-americanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía y la religión del Estado conserva intactos sus fueros en la enseñanza. Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica sino de adoptarla. O sea de empeñar una batalla que puede conducir a la vanguardia a concentrar sus energías y sus elementos en un frente que ha perdido su valor estratégico e histórico.

III
De toda suerte, en materia de enseñanza laica, es preciso examinar la experiencia europea. Entre otras razones, porque la fórmula “educación gratuita, laica y obligatoria” pertenece literalmente no solo a esa cultura occidental que Alfredo Palacios declara en descomposición sino, sobre todo, a su ciclo capitalista en evidente bancarrota. En la escuela demo-liberal-burguesa, (cuya crisis genera el humor relativista y escéptico de la filosofía occidental contemporánea que nos abastece de las únicas pruebas de que disponemos de la decadencia de la civilización de Occidente) han aprendido esta fórmula las democracias ibero-americanas.
La escuela laica aparece en la historia como un producto natural del liberalismo y del capitalismo. En los países donde la Reforma concurrió a crear un clima histórico favorable al fenómeno capitalista, la iglesia protestante, impregnada de liberalismo no ofreció resistencia al dominio espiritual de la burguesía. Movimientos históricos consustanciales no podían entrabarse ni contrariarse. Tendían, antes bien, a coordinar espontáneamente su dirección. En cambio, en los países donde mantuvo más o menos intactas sus posiciones el catolicismo y, por ende, las condiciones históricas del orden capitalista tardaron en madurar, la iglesia romana, solidaria con la economía medioeval y los privilegios aristocráticos, ejercitaba una influencia hostil a los intereses de la burguesía. La iglesia romana, -coherente y lógica- amparaba las ideas de Autoridad y Jerarquía en que se apoyaba el poder de la aristocracia. Contra estas ideas, la burguesía, que pugnaba por sustituir a la aristocracia en el rol de clase dominante, había inventado la idea de la Libertad. Sintiéndola contrastada por el catolicismo, tenía que reaccionar agriamente contra la iglesia en los varios campos de su ascendiente espiritual y, en particular, en el de la educación pública. El pensamiento burgués, en estas naciones donde no prendió la Reforma, no pudo detenerse en el libre examen y llegó, por tanto, fácilmente al ateísmo y a la irreligiosidad. El liberalismo, el jacobinismo del mundo latino adquirió, a causa de este conflicto entre la burguesía y la iglesia, un espíritu acremente anti-religioso. Se explica así la violencia de la lucha por la escuela laica en Francia y en Italia. Y en la misma España, donde la languidez y la flojedad del liberalismo, -que coincidieron con un incipiente desarrollo capitalista- no impidieron a los hombres de Estado liberales realizar, a pesar de la influencia de una dinastía católica, una política laicista. Se explica así, también, el debilitamiento del laicismo, que en Francia como en Italia, ha seguido a la decadencia del liberalismo y de su beligerancia y, en especial, a los sucesivos compromisos de la iglesia romana con la democracia y sus instituciones y a la progresiva saturación democrática de la grey católica. Se explica así, finalmente, la tendencia de la política reaccionaria a restablecer en la escuela la enseñanza religiosa y el clasicismo. Tendencia que precisamente en Italia y en Francia, ha actuado sus propósitos en la reforma Gentile y la reforma Berard. Decaídas las raíces históricas de su enemistad y de su oposición, el Estado laico y la iglesia romana se reconcilian en la cuestión que antes los separaba más.
El término “escuela laica” designa, en consecuencia, una criatura del Estado demo-liberal-burgués que los hombres nuevos de nuestra América no se proponen, sin duda, ambicionar como máximo ideal para estos pueblos. La idea liberal, como las juventudes ibero-americanas lo proclaman frecuentemente, ha perdido su virtud original. Ha cumplido su función histórica. No se percibe en la crisis contemporánea ninguna señal de un posible renacimiento del liberalismo. El episodio radical-socialista de Francia es, a este respecto, particularmente instructivo. Herriot ha sido batido, en parte, a causa de su esfuerzo por permanecer fiel a la tradición laicista del radicalismo. Y no obstante que ese esfuerzo fue asaz mesurado y elástico en sus fines y en sus medios.

IV
El balance de la “escuela laica” no justifica, de otro lado, un entusiasmo excesivo por esta vieja pieza del repertorio burgués. Jorge Sorel, varios años antes de la guerra, había denunciado ya su mediocridad. La moral laica -como Sorel con profundo espíritu filosófico observaba,- carece de los elementos espirituales, indispensables para crear caracteres heroicos y superiores. Es impotente, es inválida para producir valores eternos, valores sublimes. No satisface la necesidad de “absoluto” que existe en el fondo de toda inquietud humana. No da una respuesta a ninguna de las grandes interrogaciones del espíritu. Tiene por objeto la formación de una humanidad laboriosa, mediocre, ovejuna. La educa en el culto de mitos endebles que naufragan en la gran marea contemporánea: la Democracia, el Progreso, la Evolución, etc. Adriano Tilgher, agudo crítico italiano, nutrido en este tema de filosofía soreliana, hace en uno de sus más sustanciosos ensayos una penetrante revisión de las responsabilidades de la escuela burguesa. “Ahora que la crisis formidable, desencadenada por el conflicto mundial, va poco a poco revolucionando desde sus fundamentos el Estado moderno, ha llegado para la escuela del Estado el instante de producir ante la opinión pública los títulos que legitimen su derecho a la existencia. Y se debe reconocer que si ha sido posible el espectáculo de una guerra, en la cual han estado empeñados todos los más grandes pueblos del mundo y que, sin embargo, no ha revelado ninguna de aquellas individualidades heroicas, maestras de energía, que las guerras del pasado, insignificantes en parangón, revelaron en número grandísimo, esto se debe casi exclusivamente a la escuela de Estado y a su espíritu de cuartel, gris, nivelador, asfixiante”. Y, examinando la esencia misma de la escuela burguesa, agrega: “La escuela del Estado es una de las tres instituciones, destruidas las cuales el Estado moderno, caracterizado por el monopolio económico, el centralismo administrativo y el absolutismo burocrático, queda subvertido desde sus cimientos. El cuartel y la burocracia son las otras dos. Gracias a ellas, el Estado ha conseguido anular en el individuo la libertad del querer, la espontaneidad de la iniciativa, la originalidad del movimiento y a reducir la humanidad a una docilísima grey que no sabe pensar ni actuar sino conforme al signo y según voluntad de sus pastores. Es, sobre todo, en la escuela donde el Estado moderno posee el más fuerte e irresistible rodillo comprensor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente”.
Si se tiene en cuenta que, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia, los pueblos ibero-americanos, que heredan de España la confesión católica, heredaron también los gérmenes de los problemas de los Estados latinos de Europa, se comprende perfectamente cómo y por qué la “educación laica” ha sido, como recuerdo al principio de este artículo, una de las reformas vehementes propugnadas por todos los radicaloides y liberaloides de nuestra América. En los países donde ha llegado a funcionar una democracia de tipo occidental, la reforma ha sido forzosamente actuada. En los países donde ha subsistido un régimen de caudillaje apoyado en intereses feudales, no ha habido la misma necesidad de adoptarla. Este régimen ha preferido entenderse con la iglesia, buena maestra del principio de autoridad, cuya influencia conservadora ha sido diestramente usada contra la influencia subversiva del liberalismo. Los embrionarios Estados liberales nacidos de la revolución de la independencia, tardíos en consolidarse y desarrollarse, débiles para imponer a las masas sus propios mitos, han tenido que combinarlos y aliados con un rito religioso.
El tema de la “educación laica” debe ser discutido en Nuestra América a la luz de todos estos antecedentes. La nueva generación ibero-americana no puede contentarse con una chata y gastada fórmula del ideario liberal. La “escuela laica” -escuela burguesa- no es el ideal de la juventud poseída de un potente afán de renovación. El laicismo, como fin, es una pobre cosa. En Rusia, en México, en los pueblos que se transforman material y espiritualmente, la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Roma, polis moderna

El señor Paul Bourguet, de la Academia Francesa, en una novela delicuescente y capitosa, nos ha descrito Roma como una cosmopolis. Pero, por fortuna, las opiniones del señor Bourguet han pasado ya de moda. La literatura decadente abastece a su clientela de novelas más adecuadas a su humor post-bélico. La generación de la post-guerra conoce a Bourget por el cine. Yo estoy seguro, por otra parte, de que el señor Bourget no conoce de Roma sino el “piccolo mondo moderno” de los hoteles del Quartrere Ludovisi. En este mundo, el señor Bourget, de la Academia Francesa, ha pescado las ideas y los personajes de su “Cosmopolis”. ¿No os parece ver al señor Bourget, sentado en el hall de un gran hotel, en una beata actitud de “pecheur a la ligne”?
Mas la idea de Roma Cosmopolis no pertenece exclusivamente al señor Bourget y a su literatura. Es muy difícil que un académico se atreva a poseer ideas personales. El señor Bourget, sobre todo, no habría osado nunca, en sus novelas psicológicas, sostener una tesis que no hubiese sancionado antes su clientela.
Todo turista se siente inclinado a reconocer en Roma una cosmópolis. El ambiente del hotel, del restaurant y de la Agencia Cook, ¿no es un ambiente cosmopolita? El turista no tiene tiempo para recordar que en Niza, Baden-Baden y Venecia acontece lo mismo. Y que, sin embargo, ni a Niza ni a Venecia se les llama Cosmopolis. Lo que quiere decir que no es el cosmopolitismo lo que hace de una ciudad una cosmopolis.
La civilización occidental no se contenta de una cosmopolis. Posee varias: New York, Londres, París, Berlín, La Ciudad Eterna tiene, -como Zola lo constata en el discurso de una novela folletinesca pero vigorosa- un ánima imperial. En Roma sobrevive obstinadamente el sentimiento del Imperio. (Roma-Imperial es la fórmula fascista). Pero no basta tener un ánima imperial para ser una cosmópolis. Malgrado el fascismo, Roma no tiene en el cosmos moderno la misma función que Londres, París, New York, etc. Plutos no se somete a la retórica ni a la megalomanía de las “camisas negras”.
II
Roma no es siquiera la metrópoli de la Terza Italia. La capital de la Italia moderna es, más bien Milán. Plutos y Demos residen en Milán; no residen en Roma. Milán tiene características físicas de urbe occidental: gran industria, proletariado. Milán es un núcleo de civilización capitalista. Milán es el ombligo y el motor de la vida económica de Italia. Milán es una ciudad de alta tensión. Milán es, como diría un norteamericano, una ciudad al 100 por ciento. En Milán se respira la misma atmósfera de usina, de bolsa, de feria y de mercado que en Londres, que en New York, que en París. Romain Rolland encontraría en Milán todos los personajes de “La Foire sur la Place”.
En la Italia capitalista y en la Italia del Cuarto Estado, Milán juega un rol primario. Un poco irónicamente se llama a Milán la capital moral de Italia. Milán, con su escepticismo setentrional y socarrón, se contenta de ser la capital económica. Roma vive de sus fueros y de sus títulos políticos y espirituales; Milán, de sus fuerzas y sus poderes económicos.
La urbe moderna constituye, sobre todo, un fenómeno económico. Es una concentración de fábricas, negocios, bancos, almacenes. Representa, fundamentalmente un foco de trabajo y de cambio. En Roma todas estas cosas tienen una importancia secundaria. En Roma la política ocupa más sitio que la economía. Las bases, los centros de la población romana son la burocracia del estado -corte, ministerios, parlamento- y la burocracia de la Iglesia -Vaticano, Santo Oficio, seminarios-. Estos dos grandes organismos burocráticos son los dos principales factores demográficos de Roma. El tercer factor es el turismo: hoteleros, cicerones, horizontales, etc.
Las raíces de la vida de Roma se encuentran en el Vaticano, el Quirinal y la arqueología. La civilización capitalista no ha hecho de Roma una capital productora. Roma conserva los rasgos morales y físicos de una capital medioeval. En el mundo medioeval, sus fueros políticos y espirituales podían bastarle para ser una gran señora. En el mundo moderno, en el mundo de Plutos, del dinero y de la máquina, no le bastan sino para ser una mantenida.
En Roma ha surgido potentemente, una sola industria: la industria del pasado. El comercio de Roma es un comercio de curiosidades, de reliquias, de antigüedades. Es un comercio para peregrinos, viajeros, coleccionistas. Los grandes hoteles son las mayores expresiones de vida moderna de Roma. Roma no explota, en vasta escala, sino sus ruinas, sus monumentos, sus castillos, su campiña, su cielo y su historia. La cosmópolis moderna se nutre de su presente; Roma se nutre de su pasado.
La Roma de la Terza Italia, la Roma moderna, se reduce, en último análisis, a una casa real, una burocracia, un parlamento. La máquina del Estado italiano funciona en Roma; pero recibe sus energías y sus direcciones de Milán, de Turín, de Génova, de Bologna, de Nápoles, etc. Todas las grandes corrientes de la Italia moderna se forman en estas ciudades. Y, sobre todo, en la Italia setentrional. Ninguna ha nacido en Roma. Roma ha sido invariablemente conquistada ya por una, ya por otra corriente forastera. El socialismo germinó, originalmente, en la Lombardía, en el Piamonte, en la Liguria. Su partida de bautismo es el acta de Génova. El futurismo reclutó sus primeras fuerzas en el Norte. El fascismo debutó en Milán. Y en los orígenes de la Terza Italia encontramos, predominantemente, elementos y energías setentrionales. La Unidad italiana no se hizo en Roma ni con Roma sino contra Roma.
III
El arte, naturalmente, no logra sustraerse a la influencia de estas fuerzas históricas. En la sociedad medioeval, los artistas medraban y florecían en torno de las cortes poderosas; en la sociedad burguesa, se sienten atraídos fatalmente por los grandes centros capitalistas e industriales. Un florecimiento artístico es, bajo muchos aspectos, una cuestión de clientela, de ambiente, de riqueza. Roma, mediocre mercado de arte, no puede ser, por ende, sino un mediocre centro de creación artística. En la historia de la pintura italiana moderna, Roma no aparece como sede de ninguna escuela sustantiva. El romanticismo prendió, principalmente, en Nápoles y en la Lombardía. El divisionismo fructificó en el Setentrión. Segantin, Fattori, Morelli, -tres pintores representativos de los últimos cincuenta años de historia italiana,- pertenecen a la Toscana, a la Lombardía, a Nápoles. El Instituto de Bellas Artes, la Academia de San Lucas y la Academia de Santa Cecilia de Roma están enfermos de decrepitud y de clasicismo. Se pudren en su tradición y en su pasado. La vida artística de Roma tiene algunas cosas modernas, algunas cosas vitales: la Casa de Arte Bragaglia, el teatro de los Doce, el teatro ruso, etc. Pero ninguna de estas cosas es específica ni originalmente romana.
IV
Roma se refleja en su prensa. En una prensa peculiarmente romana; la prensa del mediodía, “la stampa del mezzogiorno”. En esta prensa tiene un puesto referente el hecho de crónica: el “fattaccio”. El público de esta prensa degusta cotidianamente su “fattaccio” con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el “fattaccio” sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del “demi-monde” o del bajo fondo. El “Corriere della Sera” de Milán, parco en estos folletines, resulta un diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo novelesco. En una palabra, por el “fattaccio” político. Yo dudo mucho de que un artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle lectores en el Corso Umberto.
No obstante su millón de habitantes, Roma tiene, como dijo una vez Caillaux, un ambiente de provincia. Según Caillaux, en la tertulia del Café Arango se compendia y se resume toda la vida romana. Este juicio es, sin duda, excesivo. Pero se acerca a la verdad más que la tonta novela del señor Bourguet, de la Academia Francesa. Roma no es una cosmópolis. Tiene extensión, volumen, elegancia, refinamiento de gran urbe; pero no tiene, en nuestra época, espíritu ni función de cosmópolis. La Ciudad Eterna -la maravillosa Ciudad Eterna- no constituye uno de los focos de la historia contemporánea. Roma no es liberal, socialista ni fascista. No quiere ni puede ser una ciudad de opinión. El fascismo señorea, presentemente en el Capitolio. ¡Salve Roma Imperial! titulan sus legiones. Pero su incandescente retórica no consigue inflamar a la Ciudad Eterna. En sus palacios, en quince siglos, Roma ha visto instalarse sucesivamente, a muchos conquistadores. Para Roma, el fascismo no es más que un gran fattaccio, un inmenso fattaccio. Y tal vez, no se equivoca.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya en su reciente libro "Tempestad en los Andes" (Editorial Minerva, 1927) su evangelio —sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel— es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio un poder sobre-natural. Los españoles trajeron como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura, después lo creado, lo artificial. Esto a parte de que en el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de los técnicas.

Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, —que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,— es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballarezca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir, trágica, cristiana y grandiosamente el Medioevo.

El coloniaje, adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la conquista que, —el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo, si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la Caballaería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote jinete de un rocín sino de un asno. Pero visto que en la conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos —vale decir el secreto— de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su sangre que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.

La más agua intención poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente es la que creó su elogio de "Los caballos de los conquistadores". Cantar de este modo la conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.

La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.

El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegoría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El "gaucho" debe la mitad de sus ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo como habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia, como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.

Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.

La época industrial burguesa de la civilización occidental permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persitió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó por mucho tiempo un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando caballo de fuerza a la unidad de potencia motriz.

Inglaterra, que guardó en el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocráticos estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.

Mas, este prece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especia equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido sus sentido caballeresco. Norte América, prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego; la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Este ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.

Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Hilferding y la social-democracia alemana

Mala fortuna tienen, en esta época, las “ententes”. La Entente anglo-franco-italiana, desavenida y descompaginada, cruje periódica y ruidosamente. La entente entre Stinnes y la social-democracia alemana resulta también una unión morganática frágil y quebradiza. Las relaciones entre los populistas y los socialistas alemanes son corteses en la mañana, contenciosas en la tarde. A consecuencia de estos malos humores consuetudinarios se desplomó dramáticamente el ministerio Stressemann-Hilferding.
A la crónica de esa crisis ministerial -de la cual ha salido galvanizada y remendada la híbrida coalición industrial-socialista- está muy vinculado el nombre de Rudolph Hilferding, uno de los leaders primarios, uno de los conductores sustantivos de la social-democracia alemana. La figura de Hilferding, agriamente contrastada durante la crisis ministerial, tiene así contornos de actualidad y relieves de moda. Su presentación en este proscenio hebdomadario de personajes y escenas mundiales es oportuna, además, para enfocar a la socialdemocracia en una postura difícil de su historia.
La política de Hilferding en el ministerio de finanzas obedecía a la necesidad de apaciguar la agitación y la miseria de las masas. Tendía, por esto, a revalorizar el marco y a fiscalizar los precios de la alimentación popular. Hilferding proyectaba que el Estado se incautase de todas las divisas extranjeras existentes en Alemania. Decretó la declaración forzosa de estos valores por sus propietarios. Y amenazó a los remisos con severos castigos. Esta política fiscal atacaba el interés de los rentistas, de los agricultores y de otros acaparadores habituales de monedas extranjeras. Una gran parte de la burguesía alemana ululó contra la demagogia financiera del ministro-socialista. No se trataba, en verdad, de un caso de demagogia personal. Hilferding actuaba conminado por las masas, desconfiadas y malcontentas del entendimiento con Stinnes, defensoras vigilantes de la jornada de ocho horas. Pero las críticas eran inevitablemente nominativas. Y apuntaban contra Hilferding. Vino la fractura del bloque populista-socialista. Se predijo la imposibilidad de soldarlo y la inminencia de que brotara de la crisis una dictadura. Un frente único de todos los partidos burgueses -pangermanistas, populistas, católicos y demócratas- bajo el auspicio y la dirección de Stresemann. Pero los católicos y los demócratas -tendencialmente centristas y transaccionales- opinaron por la reconstrucción de un gobierno parlamentario emanado de la mayoría del Reichstag. Estas sugestiones centristas coincidieron con recíprocas concesiones de populistas y socialistas y promovieron la reconstitución del antiguo bloque mixto. Surgió así el actual gabinete Stressemann. La estructura parlamentaria de este gabinete es la misma del gabinete anterior; pero su personal es un poco diverso. Hilferding, por ejemplo, no ha vuelto al ministerio de finanzas.
Hilferding es uno de los economistas máximos de la social-democracia. (El viejo Berstein marcha hacia su jubilación.) El grupo socialista del Reichstag considera a Hilferding su mejor experto, su mejor técnico de finanzas. Una tarde, en el Reichstag, conversando con Breischeidt -otro leader de la social-democracia actualmente candidato al ministerio de negocios extranjeros- quise de él algunos esclarecimientos concretos sobre el programa financiero del grupo socialista. Olvidaba la tendencia de los alemanes a la especialización, al tecnicismo, al encasillamiento. Breischeidt, especialista en cuestiones extranjeras, no se reconocía capacidad para hablar de cuestiones económicas. Y me remitió al especialista, al perito: —Vea Ud. a Hilferding. Hilferding le expondrá nuestros puntos de vista. Presentado por Breischeidt, conocí a Hilferding. El marco -era el mes de noviembre del año último- caía vertiginosamente. Seguía la vía de la corona austriaca y del rublo moscovita. Hilferding estudiaba los medios de estabilizarlo. Nuestra conversación, inactual ahora, versó sobre este tópico.
Antiguo estudioso de economía, Hilferding es un exégeta original y hondo de las tesis económicas de Marx. Es autor de un libro notable, “El capital financiero”, dedicado al examen de los fenómenos de la concentración capitalista. Hilferding observa en este libro que la concentración capitalista está cumplida en los países de economía desarrollada. En Alemania, por ejemplo, la producción se encuentra casi totalmente controlada por los grandes bancos. Y por consiguiente, la simple socialización de estos sería la inauguración del régimen colectivista. El “Finanzkapital” interesó mucho a la crítica marxista. Y colocó a Hilferding en los rangos más conspicuos de la social-democracia.
La posición de Hilferding en el socialismo alemán ha sido, en un tiempo, una posición de izquierda y de vanguardia. Pero Hilferding no ha jugado nunca un rol tribunicio ni tumultuario. Se ha comportado siempre exclusivamente como un hombre de estado mayor. Ha sido invariablemente un estadista científico, terso, gélido, cerebral; no ha sido un tipo de conductor ni de caudillo. Durante la guerra, el grupo socialista del Reichstag se cisionó. Una minoría, acaudillada por Liebnecht, Dittmann, Hilferding, Crispien, Haase, declaró su oposición a los créditos bélicos. Y asumió una actitud hostil a la guerra. La mayoría expulsó de las filas de la social-democracia a los diputados disidentes. Entonces la minoría fundó un hogar aparte: el partido socialista independiente. En 1918, emergió de la revolución alemana una tercera agrupación socialista: los comunistas o espartaquistas de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. Los socialistas independientes ocuparon una posición centrista e intermedia. Diferenciaron su rumbo del de los socialistas mayoritarios y del de los comunistas. Hilferding dirigía el órgano de la facción: “Die Freiheit”. En 1920, los socialistas independientes tuvieron en Halle su congreso histórico. Deliberaron sobre las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional y de unión a los comunistas. Una fracción, encabezada por Hoffmann, Stoecker y Daumig propugnaba la aceptación de las condiciones de Moscou; otra fracción, encabezada por Hilferding, Crispien y Ledebour, la combatía. Zinoview, a nombre de la Tercera Internacional, asistió al congreso. Hilferding, orador oficial de la fracción esquiva y secesionista, polemizó con el leader bolchevique. El congreso produjo el cisma. La mayoría de los delegados votó por la adhesión a Moscou. Trescientos mil afiliados abandonaron los rangos del partido socialista independiente para sumarse a los comunistas. El resto de la agrupación reafirmó su autonomía y su centrismo. Pero aligerado de su lastre revolucionario, empezó muy pronto a sentir la atracción del viejo hogar social-democrático. En el proletariado no existen sino dos intensos campos de gravitación: la revolución y la reforma. Los núcleos desprendidos de la revolución están destinados, después de un intervalo errante, a ser atraídos y absorbidos por la reforma. Esto le aconteció a los socialistas independientes de Alemania. En octubre del año pasado reingresaron en los rangos de la socialdemocracia y del “Vorvaerts”. Y extinguieron la cismática “Freiheit”. Únicamente Ledebour y otros socialistas, bizarramente secesionistas y centrífugos, se resistieron a la unificación.
Hilferding está clasificado, dentro del socialismo europeo, como uno de los representantes de la ideología democrática y reformista. En la polémica, en la controversia entre bolchevismo y menchevismo, entre la Segunda y la Tercera Internacional, la posición de Hilferding no ha sido rigurosamente la misma de Kautsky. Hilferding ha tratado de conservar una actitud virtualmente revolucionaria. Ha impugnado la táctica “putschista” e insurreccional de los comunistas; pero no ha impugnado su ideología. Ha disentido de la praxis de la Tercera Internacional; pero no ha disentido explícitamente de su teoría. Ha dicho que era necesario crear las condiciones psicológicas, morales, ambientales de la revolución. Que no bastaba la existencia de las condiciones económicas. Que era elemental y primario el orientamiento espiritual de las masas. Pero esta dialéctica no era sino formal y exteriormente revolucionaria. Malgrado sus reservas mentales, Hilferding es un social-democrático, un social-evolucionista; no es un revolucionario. Su localización en la social-democracia no es arbitraria ni es casual.
Zinoview, en su prosa beligerante, polémica y agresiva, define así al autor del “Finazkapital”: “Hilferding es una especie de subrogado de Kautsky. Y el Hilferding enmascarado es más aceptable que el Kautsky tontamente sincero. Sus relaciones con banqueros y agentes de bolsa han desarrollado en Hilferding una elasticidad que no posee su maestro Kaustky. Hilferding esquiva con una facilidad extraordinaria las cuestiones difíciles. Sabe callar ahí donde Kautsky profiere abiertamente insulceses contrarrevolucionarias. En una palabra, es adaptable, elástico y prudente.”
Pero este Hilferding, mordazmente excomulgado y descalificado por la extrema izquierda, resulta, naturalmente, un peligroso y disolvente demagogo para la extrema derecha. Su caída del ministerio de finanzas, por ejemplo, es un efecto de la incandescente ojeriza reaccionaria y conservadora. El compromiso, la transacción entre la alta industria y la social-democracia, se tasaron sobre el interés precariamente común de una política de saneamiento del marco y de mitigamiento del hambre y la miseria. La requisición de valores extranjeros de propiedad particular y la fiscalización de los precios de los granos y las legumbres no molestaban a Stinnes ni a la alta industria. Pero herían intensamente a las varias jerarquías de agricultores, de comerciantes, de intermediarios y de especuladores, interesados en sustraer sus divisas extranjeras y sus precios al control del Estado. Y la social-democracia, en tanto, no podía renunciar a estas medidas elementales. Al mismo tiempo, no podía avenirse pasivamente a la abolición de la jornada de ocho horas ni al abandono de los ferrocarriles ni de los bosques demaniales a un trust privado. Aquí comenzó el choque, el conflicto entre los socialistas y los populistas. Este choque, este conflicto reaparecen en la cuestión de la emisión de una nueva moneda. A este respecto, los puntos de vista de la industria y de la agricultura, de los populistas y de los pangermanistas, casi coinciden y convergen. Helferich, leader del partido de los junkers y los terratenientes, propone la creación de un banco privado que emita una moneda estable respaldada con cereales y oro por la agricultura y la industria. Los industriales planean un banco de emisión con un capital de quinientos millones de marcos oro cubierto con suscriciones de la industria y del capital extranjero. Ambos proyectos trasladan del Estado a los particulares la función de emitir moneda. Esta es su característica esencial. Ahora bien. Los socialistas quieren absolutamente que la emisión de una moneda estable sea efectuada por el Estado a base de enérgicas imposiciones a la gran propiedad. Un compromiso, un acuerdo resultan, por tanto, asaz difíciles y problemáticos. El capitalismo alemán intenta asumir directamente las funciones económicas del Estado. Pretende, en suma, separar el Estado económico del Estado político. La crisis del Estado contemporáneo, del Estado democrático se dibuja aquí en sus contornos sustanciales. El capitalismo alemán dice que, si no es independizada del Estado, la emisión del marco, estará sujeta a nuevos exorbitantes inflamientos. Los ingresos del Estado no alcanzan a cubrir ni un quince por ciento de los egresos. El Estado, por consiguiente no dispone de otro recurso que la impresión constante, vertiginosa, desenfrenada de papel moneda. Estas observaciones descubren, indirectamente, la intención de los capitalistas. Despojado de la función de emitir moneda, subordinado a los auxilios voluntarios de los capitalistas, el Estado caería en la bancarrota, en la falencia, en la miseria. Tendría que reducir al límite más modesto sus servicios y sus actividades. Tendría que licenciar a un inmenso ejército de funcionarios, empleados y trabajadores. La industria privada se libraría de la concurrencia del Estado empresario en el mercado del trabajo. Los acreedores de Alemania -Francia, etc.- no pudiendo negociar ni pactar con el Estado insolvente y mendigo, negociarían y pactarían directamente con los trusts verticales.
Los leaders de la social-democracia no pueden aceptar esta política plutocrática. La burguesía alemana tiende, por eso, a una dictadura de las derechas. Y su actitud estimula en el proletariado la idea de una dictadura de las izquierdas. El gabinete de Stressemann puede ser muy bien el último gabinete parlamentario de Alemania. La tendencia histórica contemporánea es la tendencia al gobierno de clase. La situación del mundo se opone a que prospere la política de la transacción, de la reforma y del compromiso. Y la crisis de esta política, que es la crisis de la democracia, condena al ostracismo del poder y de la popularidad a los hombres de filiación democrática y reformista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El directorio español

La dictadura del general Primo de Rivera es un episodio, un capítulo, un trance de la revolución española. En España existe desde hace varios años un estado revolucionario. Desde hace varios años se constata la descomposición del viejo régimen y se advierte el anquilosamiento de la burocrática y exangüe democracia nacional. El parlamento, que en pueblos que más arraigada y honda democracia conserva todavía residuos de vitalidad, hacía tiempo que en España era un órgano entorpecido, atrofiado, impotente. El proletariado, que en otros pueblos europeos no vive ausente del parlamento, en España tendía a recogerse y concentrarse agriamente bajo las banderas de un sindicalismo abstencionista y sorelliano. España era el país de la acción directa. (Un libro muy actual, aunque un poco retórico, de Ortega Gasset, “España invertebrada”, retrata nítidamente este aspecto de la crisis española.) Los partidos españoles, a causa de su superada ideología y su antigua arquitectura, creían estar situados por encima de los intereses en contraste y de las clases en guerra. Consiguientemente, sus rangos se vaciaban, se reducían. La lucha política se transformaba de lucha de partidos en lucha de categorías, de corporaciones, de sindicatos. A causa de la escisión mundial del socialismo, el partido socialista español no podía atraer a sus filas a toda la clase trabajadora. Una parte de sus adherentes lo abandonaba para constituir un partido comunista. Los sindicatos barceloneses seguían ligados a sus viejos mitos libertarios. El panorama político de España era un confuso y caótico panorama de escaramuzas entre las clases y las categorías sociales. Las asociaciones patronales de Barcelona oponían su acción directa a la acción directa de los sindicatos obreros.
Como era lógico dentro de este ambiente, en la oficialidad española se desarrolló también una acentuada consciencia gremial. Los oficiales se organizaron en sindicatos, cual los patrones y cual los obreros, para defender sus intereses de corporación y de costa. Nacieron las juntas militares. La aparición de estas juntas fue una de las expresiones históricas más peculiares de la decadencia y de la debilidad del régimen español. Esas juntas no habrían germinado nunca frente a un Estado vigoroso. Pero en un período en que todas las categorías sociales libraban sus combates y pactaban sus treguas, al margen del Estado, era fatal que la oficialidad se colocase igualmente sobre el terreno de la acción directa. Acontecía, además, que en España la oficialidad tenía típicos intereses gremiales. España es un país de industrialismo limitado, de agricultura feudal, de economía un tanto rezagada. El ejército absorbe, por esto, a un número crecido de nobles y burgueses. Esta razón económica engendra una hipertrofia de la burocracia militar. El número de oficiales españoles es de veinticinco mil. Se calcula que existe un oficial por cada trece soldados. El sostenimiento de la numerosa burocracia militar, ocupada principalmente en la guerra marroquí, es una pesada carga fiscal. Los estadistas miraban en este pliego del presupuesto un gasto excesivo y desproporcionado a la capacidad económica del Estado español. Y esto estimulaba e incitaba a los oficiales a sindicarse y mancomunarse vigilante y estrechamente.
La historia de las juntas militares es la historia de la dictadura de Primo de Rivera. Las juntas militares no brotaron de la aspiración de conquistar el poder; pero si de la intención de rebelarse contra él si un acto suyo atacaba un interés corporativo de la oficialidad. Las juntas trajeron abajo varios ministerios. El gobierno español, desprovisto de autoridad para disolverlas, tenía que capitular ante ellas. Más de un decreto gubernamental, amparado por la regia firma, fue vetado y repudiado por las juntas que insurgían así contra el Estado y la dinastía. La continua capitulación del Estado, cada vez más flaco y anémico, generó en las juntas la voluntad de enseñorearse de él. El poder civil o las juntas militares debían, por tanto sucumbir. Contra el poder civil conspiraba su falta de vitalidad que se traducía en falta de sugestión y de ascendiente sobre la muchedumbre. En favor de las juntas militares obraba, en cambio, la desorientación mental de la clase media invenciblemente propensa a simpatizar con una insurrección que barriese del gobierno a la desacreditada y desvalorizada burocracia política. Las viejas y arterioesclerosas facciones liberales y conservadoras se alternaban en el gobierno cada vez más acosadas y presionadas por la ofensiva sorda o clamorosa de las juntas. Así llegó España al gobierno liberal de García Prieto. Ese gobierno representaba toda la gama liberal. Se apoyaba sobre una coalición parlamentaria en la cual se aglutinaban íntegramente las izquierdas dinásticas: García Prieto y Romanones, Alba y Melquiades Alvarez. Significaba una tentativa solidaria del liberalismo y del reformismo por revalorizar el parlamento y galvanizar el régimen. Era, históricamente, la última carta de la democracia hispana. El régimen parlamentario, mal aclimatado en tierra española, había llegado a una etapa decisiva de su crisis, a un instante agudo de su descomposición. El pronunciamiento militar, en incubación desde el nacimiento de las juntas, encontró en esta situación sus estímulos y su motor.
¿Cuál es la semejanza, cuál es el parentesco entre la marcha a Roma del fascismo y la marcha a Madrid del general Primo de Rivera? Externamente, ambos movimientos son disímiles. Los fascistas se apoderaron del poder después de cuatro años de tundentes campañas de prensa, de alalás y de aceite de ricino. Las juntas militares han arribado al gobierno repentinamente, en virtud de un pronunciamiento. Su actividad no estaba públicamente dirigida a la asunción del poder. Pero toda esta diferencia es formal y adjetiva. Está en la superficie; no en la entraña. Está en el cómo; no en el porqué. Sustancialmente, espiritualmente, el fenómeno de fuerza que desgarran la democracia para resistir más ágilmente el ataque de la revolución. Son la contraofensiva violenta y marcial de la idea conservadora que responde a la ofensiva tempestuosa de la idea revolucionaria. La democracia no se halla en crisis únicamente en España. Se halla en crisis en Europa y en el mundo.
La clase dominante no se siente ya suficientemente defendida por sus instituciones. El parlamento y el sufragio universal le estorban. Clemenceau ha definido así la posición de la clase conservadora ante la clase revolucionaria: “Entre ellos y nosotros es una cuestión de fuerza”.
Algunos cronistas localizan la revolución española en la inauguración de la dictadura militar de Primo de Rivera. Ahora bien. Este régimen representa una insurrección, un pronunciamiento, un “putsch”. Es un fenómeno reaccionario. No es la revolución sino su antítesis. Es la contrarrevolución. Es la reacción, que, en todos los pueblos, se organiza al son de una música demagógica y subversiva. (Los fascistas bávaros se titulan “socialistas nacionales”. El fascismo usó abundantemente, durante su “trainning” tumultuario, una prosa anticapitalista, anticlerical y aún antidinástica.)
La buena fe de las muchedumbres reaccionaria es indiscutible. Los propios condotieros de la contrarrevolución no son siempre protagonistas conscientes de ella. Sus faustores, sus prosélitos, creen honestamente que su gesta es renovadora, revolucionaria. No perciben que la clase conservadora se adueña de su movimiento. En España es un dato histórico muy claro la adhesión dada al directorio por la extrema derecha. La insurrección de noviembre ha reflotado a las más olvidadas y arcaicas figuras de la política española; a los polvorientos y medioevales hierofantes del jaimismo. En los somatenes se han enrolado entusiastas los marqueses y los condes y otros desocupados de la aristocracia. Toda la extrema derecha siente su consanguineidad con el directorio. Otras facciones conservadoras se irán fusionando poco a poco con la facción militar. Maura, La Cierva no tardarán tal vez en aprovechar la coyuntura de exhumar su ideología arqueológica.
Pasemos a otro tópico. Examinemos la capacidad del directorio para reorganizar la política y la económica españolas. Primo de Rivera ha pedido modestamente tres meses para encarrilar a España hacia la felicidad. Los tres meses van a vencerse. El directorio no ha anotado hasta ahora en su activo sino algunas medidas disciplinarias y correccionales. Ha mandado a la cárcel a varios alcaldes deshonestos; ha podado ligeramente algunas ramas de árbol burocrático; ha reclamado implacable la observancia puntual de los horarios de los ministerios. Pero los grandes problemas de España están intactos. Veamos, por ejemplo, la posición del directorio ante dos cuestiones urgentes: la guerra marroquí y el déficit fiscal.
España quiere la liquidación de la aventura bélica de Marruecos. Pero el ejército español, naturalmente, no es de la misma opinión. El abandono de Marruecos traería crisis de desocupación militar. El directorio, que es una emanación de las juntas militares, no puede, pues renunciar a la guerra de Marruecos. La psicología de todo gobierno militar es, de otro lado, una psicología conquistadora y guerrera. España e Italia acaban de tener un diálogo sintomáticamente imperialista. Han considerado la necesidad de desenvolver juntas una política que acrescente su influencia moral y económica en América. Esta tendencia, discreta y moderada hoy, crecerá mañana en otras direcciones. España sentirá la nostalgia de su antiguo rango en la política europea. Y entonces consideraciones de prestigio internacional se opondrán más que nunca al abandono de Marruecos.
El problema financiero es solidario del problema de Marruecos. El déficit español ascendió en el último ejercicio a mil millones de pesetas. Ese déficit proviene principalmente de los gastos bélicos. Por consiguiente, si la guerra continúa, continuará el déficit. ¿De donde va a extraer el directorio recursos extraordinarios? La industria española, malgrado el proteccionismo de las tarifas, es una industria embrionaria y lánguida. La balanza comercial de España está gravemente desequilibrada. Las importaciones, son exorbitantemente superiores a las exportaciones. La peseta anda mal cotizada ¿Cómo van a resolver estos problemas complejamente técnicos los generales del directorio y sus oráculos jaimistas? La puntualidad en las oficinas y la punición de los funcionarios prevaricadores no bastan para conferir autoridad y capacidad a un gobierno.
El insulso y sandio José María Salaverría anuncia que la insurrección de setiembre ha sido festejada por toda la prensa de Londres, de París, de Berlín, etc. Salaverría, probablemente, no está enterado sino de la existencia de la prensa reaccionaria. Y la prensa reaccionaria, lógicamente, se ha regocijado del putsch de Primo de Rivera. No en vano la reacción es un fenómeno mundial. Pero aún se edita en Londres, París, Berlín, etc., prensa revolucionaria y prensa democrática. Y así, ante la dictadura de Primo de Rivera, mientras “L’Action Francaise” exulta, el “Berliner Tageblatt” se consterna. Un órgano sagaz de la plutocracia italiana “Il Corriere delle Sera”, ha publicado varios artículos de Filippo Saschi tan adversos al directorio que ha sido advertido por los fascistas milaneses con la colocación de un petardo en su imprenta de que no debe perseverar en esa actitud.
El fascismo saluda con sus alalás a los somatenes. León Daudet, Charles Maurras, Hittler, Luddendorff, Horthy miran con ternura la reacción española. Pero Lloyd George, Nitti, Paul Boncour, Teodoro Wolf, los políticos y los fautores de la democracia y del reformismo, la consideran una escena, un sector, un episodio de la tragedia de Europa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

[Conferencia] - La crisis filosófica

[Transcripción Completa]
La Crisis Filosófica

Cada civilización tiene una propia intuición del mundo, una propia filosofía, una propia actitud mental que constituye su esencia, su ánima. La decadencia de una civilización está marcada por un desgaste, un debilitamiento, una quiebra de su ideología. Las ideas peculiares de una época son un síntoma, un índice importante. Las ideas brotan de la realidad en influyen luego, sobre esta, modificándola. El idealismo de Hegel y Fichte supone al espíritu una fuerza que adquiere consciencia de sí mismo al choque con el límite que le opone la realidad. Hay ideas efímeras, son las que no representan una época; pero todas las ideas son temporales. El espíritu humano actúa sobre la realidad y es, después, influido u modificado por esta. La metafísica tiene reacciones evidentes sobre la física social, sobre la realidad histórica. Efectos del descubrimiento copernicano. Muerte del antropocentrismo.
Ahora bien. Actualmente se siente el desgaste de la ideología de esta civilización. No es solo que la organización capitalista no satisface ya las nuevas direcciones y necesidades de las fuerzas productivas. Es que ha perdido su fe, su optimismo. Florecen desde hace algún tiempo manifestaciones filosóficas y artísticas que revelan el agotamiento de las civilización capitalista. Todas las tendencias son pesimistas, negativas, escépticas. El espíritu de la ideología contemporánea es relativista.
La sociedad burguesa para desarrollarse y desenvolverse tuvo necesidad de una fuerza espiritual que le abriese paso y le inyectase fe. Esa fuerza fue la filosofía racionalista. Sin la filosofía racionalista la burguesía no habría emprendido la abolición de las castas y de sus privilegios. Consiguientemente la burguesía no habría cumplido su misión. La Razón siguió su trayectoria revolucionaria. La Razón dijo que la igualdad era incompleta si era solo política, si no era también económica.
Como toda filosofía responde a una necesidad de la época que la genera, se inició entonces un proceso de revisión de la mentalidad racionalista. Aparecieron las ideas evolucionistas e historicistas.
La humanidad tiene una trayectoria determinada. No es posible forzar su rumbo, no es posible apresurar ni retardar su marcha. Toda la mentalidad burguesa se saturó de evolucionismo y de historicismo. El intelectualismo, el racionalismo de esta suponía la existencia de un mundo objetivo y absoluto. La humanidad creía en la ley inflexible del progreso. El futuro no sería sino la coronación del presente. Poco a poco aparecieron esfuerzos filosóficos destinados a minar el dominio de la razón, a valorizar el mundo de la intuición, del sentimiento, de la voluntad. El mundo comenzó a dudar de la efectividad del progreso, la civilización comenzó a desconfiar de sí misma. Finalmente, apareció la corriente relativista.
El relativismo no se reduce a la teoría de Einstein que es ya bastante. Einstein no es sino un físico. Su teoría se llama teoría de la relatividad no porque Einstein la haya concebido como filosofía relativista sino Einstein ha tenido como punto de partida el principio el principio del movimiento relativo de Galileo. El relativismo es un vasto movimiento del cual forman parte diversos fenómenos artísticos, científicos, etc. Ocurre que de repente la humanidad se ha puesto a pensar de una manera relativista. Relativista es Unamuno que sostiene la realidad de los personajes creados por la imaginación. Relativista es Pirandello que encuentra en el hombre un ser con mil fisonomías diferentes, todas ellas igualmente válidas. Relativistas son los cubistas que niegan la imagen permanente de las cosas. Relativista es la nueva filosofía de la historia de Spengler. Relativista es la filosofía del "como si" de Hans Vaihingher. Relativista es Ortega y Gasset no obstante su empeño de conciliar racionalismo y relativismo. La filosofía del punto de vista es auténticamente relativista.
Todo el pensamiento contemporáneo está saturado de duda, de negación, de relativismo. Muchos pensadores comparan esta época con la de decadencia romana. La cultura burguesa, la inteligencia burguesa, sin embargo, no son capaces de percibir su tramonto con toda la proposición . Anécdota del cónsul de Atenas.
Los relativistas concluyen en pleno pesimismo. Ortega Gasset habla del alma desilusionada, del alma servir. Solo hay una fe: la de la revolución.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la conferencia Nacionalismo e Internacionalismo

[Transcripción completa]

He explicado ya hasta qué punto se ha conectado la vida de la humanidad. Entré las naciones incorporadas en esta civilización se han establecido lazos nuevos en la historia. El internacionalismo existe vigorosamente como ideal porque es la realidad nueva, la realidad naciente. Es aquel ideal que Marx y Engels definen como la nueva y superior realidad histórica que, encerrada dentro de las vísceras de la realidad, actual, pugna por actuarse y que, mientras no está actuada, mientras se va actuando, aparece como ideal frente a la realidad envejecida y decadente. Un gran ideal humano no brota del cerebro ni emerge de la imaginación sino de la realidad histórica. La humanidad marcha tras de aquellos ide les cuya realización presiente madura, cercana, posible.

Veamos, por ejemplo, como aparecieron las ideas socialistas y cómo apasionaron a las muchedumbres, Katusky enseñaba que la voluntad de realizar el socialismo nació de la creación de la gran industria. Donde prevalece la pequeña industria, el ideal de los desposeídos no es la socialización de la propiedad sino la adquisición de una pequeña propiedad. La pequeña industria genera siempre la voluntad de conservar la propiedad privada de los medios de producción y no la voluntad de socializar la propiedad, de instituir el socialismo. Esta voluntad surge allí donde la gran industria está desarrollada, donde ya no existe duda acerca de superioridad sobre la pequeña industria, donde el retorno a la pequeña industria seria un retroceso. La fabrica reúne a una gran masa de obreros y crea en ellos el deseo de la explotación colectiva y asociada de ese instrumento de riqueza.

Desde hace casi un siglo se constata en la civilización la tendencia a preparar una organización internacional. Esta tendencia no tiene solo manifestaciones proletarias; tiene también manifestaciones burguesas. Ninguna de ellas se ha producido porque si; ha sido el reconocimiento de un estado de cosas nuevo o latente. El régimen burgués libertó de toda traba los intereses económicos. El capitalista, dentro del régimen burgués produce para el mercado internacional. Los grandes bancos resultan entidades complejamente internacionales y cosmopolitas.

Es por este, por esta constatación de un hecho histórico que las clases trabajadoras tienden a asociarse en organismos de solidaridad internacional que vinculen su acción y unifiquen su ideal.

Pero al mismo efecto de la vida económica moderna no son insensibles, en el campo opuesto, los intereses capitalistas. Pero el capitalismo no puede ser internacionalista porgue su naturaleza es necesariamente imperialista. Provoca los conflictos entre los bloques de intereses económicos. Este conflicto entre dos capitalismos, adversarios condujo a Europa a la gran guerra. De ella la sociedad burguesa ha salido minada precisamente a causa del contraste en las pasiones nacionalistas y la necesidad de la solidaridad y la cooperación entre ellos como único medio de reconstrucción común. La crisis reside justamente en la contradicción entre la economía y la política de la sociedad capitalista. La política y la economía han cesado de coincidir. La política es nacionalista, la economía internacionalista. El Estado está construido sobre una base, nacional; la economía necesita una base internacional. El Estado, además ha educado al hombre en el culto de la nacionalidad. Este contraste entre la estructura económica y la estructura política del régimen capitalista es el síntoma más hondo de la disolución de este orden social. La organización política de la sociedad no puede subsistir porque dentro de sus moldes y sus formas no pueden desarrollarse las nuevas tendencias económicas y productivas.

Pero esta incapacidad de la sociedad capitalista para transformarse no impide que aparezcan en ella las señales preliminares de la organización internacionalista. Dentro del régimen burgués se teje una densa red de solidaridad internacional que prepara el porvenir. La burguesía no puede abstenerse de forjar con sus manos institutos que atenúan la rigidez de su teoría y su práctica. Hemos visto así aparece la Sociedad de las Naciones.

La existencia de la idea de la Sociedad es un reconocimiento de la verdad histórica del internacionalismo de la vida contemporánea. Todo tiende a vincular en este siglo a los hombres. En otro tiempo el escenario de una civilización era reducido. En este abarca casi todo el mundo.

En todas las actividades asoma la tendencia a constituir órganos internacionales de comunicación y coordinación. Entre estos movimientos se esboza uno paradójico. La internacional fascista.

Pasemos a un aspecto del internacionalismo que os interesa más que ningún otro. Veamos en qué consisten las organizaciones internacionales de las clases trabajadoras.

La I Internacional nació en Londres en 1864, murió en Filadelfia en 1876.

La II Internacional nació en Paris en 1889 y acordó la celebración internacional de 1 de Mayo.

La crisis de la 2a Internacional. Su orientación fue reformista porque la situación histórica así lo imponía.

Los orígenes de la III Internacional. La reunión de Zimmerwald en setiembre de 1915. Kiental en abril de 1916. El 1er congreso de la Internacional se reunió en Moscú en 1919, marzo. La Internacional de la Juventud en 1920, junio.

La 2a Internacional se reconstituyó en Ginebra en julio de 1920.

En Viena en 1921 se reunieron los organizadores de la Internacional dos y media. Este ano, en Hamburgo, volvieron a la 2a Internacional.

En Berlin se fundó en este año una tercera internacional sindical: la anarquista. Su numero y su influencia son mucho menores.

El internacionalismo no niega la nación; el nacionalismo niega la prevalencia de los intereses humanos o universales sobre los nacionales. Sostiene la identidad de estos y aquellos. El nacionalismo es paradójico. En el nombre de la nación ataca al obrero que es parte de ella.

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a Eduardo Goycochea, 7/11/1928

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Al Dr. Eduardo Goycochea, que con generoso espíritu me asiste en mi combate y que fraternamente estuvo a un lado en horas difíciles, homenaje de gratitud y de afecto"
José Carlos Mariátegui
Lima 7 de noviembre de 1928

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a César A. Rodríguez, 30/12/1928

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Al poeta César A. Rodríguez con la vieja y devota amistad y la invariable estimación de su affmo compañero."
José Carlos Mariátegui
Lima, 30 de diciembre de 1928
P.S- A nombre de los compañeros de "Amauta", reclamo su colaboración en nuestra revista que esperamos tenga siempre su simpatía. Creo no tener que esforzarme demasiado al excusar el que no le escriba. Vivo agobiado de trabajo exigiendo de mis fuerzas más de lo que puedan dar. Pero siempre, aunque no le escriba, lo tengo presente en mi recuerdo y mi afecto y deseo conocer el desarrollo de su obra y sus personalidad que algún día comentaré con toda la atención que merece.
José Carlos

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a Luis F. Bustamante, 31/7/1929

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"A Luis F. Bustamante con la amistad y estimación de su affmo compañero.
P.D.- Hace tiempo que te tengo este ejemplar, pero no he estado seguro respecto a su dirección. Parece que los ej. de 'Amauta' enviados a su dirección a París, se han perdido.– Que Rabines le informe sobre nuestro trabajo– La extensa carta que Ud me anunció al margen de su envío no vino nunca. Reclamamos puntos de vista. Gracias por su colaboración. Muy bueno. Persevere. Suyo"
José Carlos Mariátegui
Lima, 31 de julio de 1929

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Samuel Glusberg, 4/7/1928

[Transcripción literal]
Lima, 4 de julio de 1928
Señor don Samuel Glusberg
Buenos Aires
Muy estimado compañero:
Tengo que explicarle por qué no le he escrito en tanto tiempo. He atravesado una crisis en mi salud y durante más de dos meses no he podido escribir una línea. Ahora tengo un saldo de trabajo, del cual voy ocupándome poco a poco. Por fortuna, los médicos se manifiestan muy optimistas respecto al tratamiento que sigo actualmente. Quesada, un gran cirujano de aquí, está seguro de curarme en un plazo de ocho a diez meses y deponerme en condiciones de caminar con una pierna ortopédica. Me ha contagiado su seguridad.
A causa de mi enfermedad, no he podido revisar ni ordenar los originales del libro ofrecido a Babel. Acepto titularlo de otro modo, conservando como subtítulo “Polémica revolucionaria”. Igualmente acepto las condiciones de la edición, contenidas en su carta al respecto, la última que de Ud. he recibido.
He visto el prospecto de La Vida Literaria. Anunciaré su aparición en Amauta y la comentaré en la sección respectiva. Gustoso colaboraré en sus páginas. Le mandaré pronto un artículo con algunas noticias literarias del Perú.
Le adjunto unos recortes: el de una nota sobre España Virgen de Waldo Frank y el de un artículo en que, incitando a una campaña pro-libro en este ambiente somnoliento, me referí a la exposición organizada por Ud. El de la recensión de España Virgen, le ruego remitirlo a Waldo Frank cuando le escriba, porque no tengo otro. —Me comprometo a gestionar, cuando Waldo Frank llegue a Buenos Aires, la invitación de la Universidad de Lima para que visite el Perú. En la Facultad de Letras no faltan catedráticos amigos. Con la reforma han entrado otros más próximos que se ocuparán de buen grado de esta invitación. Esto, además de que es fácil que la iniciativa encuentre entusiasta acogida de los estudiantes. —Frank tiene ya el cartel que corresponde a su España Virgen. La traducción de otras obras suyas lo acrecentará. —Entre los intelectuales, algunos lo han leído en inglés y en francés. Estoy muy contento de haber sido aquí tal vez el primero en recomendarlo a la curiosidad de la gente de letras.
No he visto a Garro últimamente. Sé que ha tenido un duelo en su familia y que ha estado algunos días fuera de Lima. Supongo que lo tendrá a Ud. directamente informado de su trabajo.
Va a Buenos Aires, con el objeto de exponer sus óleos y xilografías en el salón de los “Amigos del Arte”, nuestro gran pintor José Sabogal. En Amauta y alguna otra revista, ha visto Ud. sin duda cosas suyas. Es un artista y un hombre, en la más noble acepción de ambas palabras. Me permito recomendárselo, aunque Sabogal se recomienda solo por su obra, porque a veces en las grandes ciudades el tráfico de la calle no deja oír bien una nota de arte puro. Ud. puede hacer bastante porque Sabogal sea debidamente apreciado, presentándolo a Gerchunoff, Lugones y otros colegas de autoridad.
Sabogal me ha dejado esta dirección en Buenos Aires: Agrelo No. 3538 Además, en la Legación del Perú darán razón de él.
Hace meses le enviamos certificado con los primeros números de la segunda época de Amauta, el libro Tempestad en los Andes de Valcárcel. Remitimos Amauta como canje a “Babel”, a Cuadernos de Oriente y Occidente y a La Vida Literaria. —Puede Ud. enviarnos 20 ej. de esta última revista para su venta en la librería. Le haremos toda la propaganda necesaria.
En espera de sus gratas noticias, le estrecha la mano muy cordialmente su afmo. amigo y compañero.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth) [2/1916]

Amiga mía:
Estas son las cuartillas en que escribe a veces Juan Croniqueur. No tengo a mano la Underwood donde tanta ayuda encontré. Produje en ella mucha prosa. Versos nunca. Son cosas incompatibles.
Le escribo a Ud. desde el Convento de los Descalzos, Esta mañana he venido aquí porque el padre Aramburú me había invitado y porque es plácida, grata, dulce y reconfortante esta soledad. Me acompaña un artista, cuyo espíritu es selecto y comprensivo. Y he venido también para escribir. Y he venido también para escribir una novela corta, un cuento que será el primero de los que voy a reunir en un libro. Quiero publicar primero este libro de cuentos, para ratificar mi personalidad como prosista. Mi prosa es más accesible a la inteligencia del público que mis versos. Estos son muchas veces abstrusos, exotéricos, extravagantes. Responden a complejos estados de alma y no es posible entenderlos sin conocerme. Son pocas las personas que gustan mucho de ellos. El Conde de Lemos, More, yo, escasas gentes mas. Yo amo y admiro mis versos. ¡Los siento tan sinceros y tan hondos! Sé que no he apresado en ninguno de ellos toda mi emoción artística, toda mi sensación íntima y esto me atormenta. Tal vez en uno de ellos que llamé "Viejo reloj amigo..." apresé toda mi visión.
Por este motivo, mi libro de versos no aparecerá antes de seis meses. Me preocupa la cuestión del prólogo. Busco entre los literatos cuajados, uno bastante comprensivo. Y he pensado en Luis Fernán Cisneros. El lo hará con gusto y bien.
Repito que he venido para escribir una novela corta. Tendrá francos y tibios perfumes de voluptuosidad y de amor. Y por eso he buscado este asilo místico. Es una paradoja. Hoy inquiero la voluptuosidad del misticismo y mañana, tal vez, el misticismo de la voluptuosidad, ¿Gusta usted de las cosas paradojales? Yo las amo mucho.
Conforme le prometí, tuvo Ud. ayer mi recuerdo en el lunch. Mi brindis íntimo fue por Ud. Me rodearon amigos leales. Faltaron todos los que temen las actitudes rebeldes y se asustan ante el fantasma del poder y la influencia de los monos de la casa de Pando. Me enviaron su adhesión personas altísimas cuyo aplauso me enorgullece. Guardo para mí sus nombres que he sustraído la publicidad. También he sustraído a la publicidad mis frases de agradecimiento.
Tuve el propósito de renunciar al agasajo. No lo hice porque no se tuviera asidero para acusarme una vez más de pose o teatralidad.
¿Por qué soy triste? ¿Quién sabe nunca el origen de estas cosas? Mi tristeza tiene vieja genealogía. Mi alma está de antiguo triste porque el dolor es la verdad única de la vida. Pero el dolor y la tristeza son cosas voluptuosas que hacen a veces al espíritu más bien que la alegría y el optimismo.
Aquellas son...

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth),16/4/1916

[Transcripción literal]
Ruth:
Por encima de todas las formas en que pueda dirigirme á ti, está la única y sencillísima que hoy empleo: Ruth.
Tu carta del 14 ha sido para mí un dulce consuelo y una dulce reparación. La he ansiado muchos días,- cuatro ó cinco solamente, pero á mi me han parecido muchos-, abrigando siempre la confianza de que me traería las palabras que me ha traído.
Por tu carta comprendo que no habías recibido una segunda que te dirigí antes del viernes. Creo que hoy ya estará en tu poder.
Eres muy buena al interesarte tanto por mí. ¿Porqué es tan grande mi tristeza? Yo mismo no lo sé bien. Quien sabe mis cartas, una á una, sin decírtela claro te lo sugieren elocuentemente. En los versos que formarán mi libro, listo ya y que aparecerá muy pronto, encontrarás todo un hondo y sentido boceto de mi vida, de mis inquietudes y de mis anhelos.
La misma vaguedad de mi tristeza tiene mi sufrimiento. Ya te he dicho que la vida tiene para mí algunos afectos y algunas compensaciones y algunos halagos que si yo fuera un pobre diablo bastarían para que me creyera feliz.
Todo lo que hay dentro de mí, te lo dirán mis confidencias poco á poco. Se han espontaneizado con muy escasas personas, pero casi siempre con la seguridad de que no iban á ser comprendidas.
Apruebo la broma al Conde, pero, egoistamente, no quiero que él comparta tu conocimiento personal. Soy muy egoísta y un avaro de tu amistad.
Leí en "Lulú" un artículo tuyo, cuyas frases cariñosas agradezco. Es un simpático artículo tuyo, cuyas frases cariñosas agradezco. Es un simpático artículo. No tiene sin embargo el perfume de sinceridad y espontaneidad de tus cartas.
Ayer te vi, cuando tenía ya perdida la esperanza de que pasaras. Hoy también te he visto. En el libro, que nunca se escribirá, de mis sensaciones íntimas, yo diré que estos días han tenido dos instantes luminosos para mí.
Me tienes ofrecido tu retrato. Creo que no esperaré mucho este gratísimo regalo.
Son las 11 de la noche. Te escribo después de haber engarzado diez o doce acápites para escribir un artículo obligado. ¿Es bueno este artículo? ¿Es malo?. Yo sé tan solo que es un artículo que me ha dictado la obligación. ¡Que se va á hacer Ruth!
Tu á esta hora talvez duermes. Yo pienso en tu mientras pongo este punto final.
Juan Croniqueur.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 19/5/1916

[Transcripción literal]
19 de mayo
Ruth amabilísima:
Perdón Ruth, Hasta hoy no me ha sido posible cumplir con mi ofrecimiento de escribirte. Tu sabrás disculparme. Es siempre la intranquilidad de esta vida de escritor de periódico la que me sustrae á tan íntimas obligaciones. Está uno á merced de toda la gente que lo asedia y lo llama.
El domingo también quise escribirte extensamente, muy extensamente, pero no he podido hacerlo.
El lunes tuve la gran satisfacción de verte. Pasaste por el Palais y sentí como una consolación tu mirada y tu sonrisa.
Todas la tarde salgo. Estoy en mi casa hasta las 4 regularmente, porque hasta esa hora me retiene la lectura o la siesta. A las 4 vengo á La Prensa ó voy al Jockey Club. La charla, aquí o alla, sobre literatos y caballos respectivamente, me distrae hasta las cinco y media. A esta hora tomo the, el ritual the que amenizan las vienesas. Después, el cinema ó el teatro que son siempre preferibles al chisme del Palais, insoportable, completamente insoportable. Si tu sales frecuentemente á las 6, me soprende no verte siempre.
El "dejo de reflexiva travesura". Pero, si está claro, Ruth. Es precisamente una travesura tuya que pretendas que te lo explique mejor. Tu lo entiendes bien seguramente. ¿Esto de haber creado esta correspondencia confidencial no fué obra de una travesura? Pero, una travesura grave, reflexiva y simpatiquísima. No fue una travesura trivial y vulgar.
El domingo te incluiré en mi carta una página de "Alma Latina" en que se publican versos míos. Los escribí en el Convento de los Descalzos, donde hice otros mas de sensaciones místicas. El proyecto de escribir en el Convento una novela corta me fracasó completamente. El ambiente del convento era refractario á la sugerencia de ambientes extraños y sus sensaciones me ocupaban por completo.
¡Mira, qué sentimental soy!
Tuve que dejar de escribir en máquina, porque asaltaron la oficina muchos inoportunos. ¿Qué escribías? ¿Versos? ¿A ver?
Otra vez los inoportunos impiden a Juan Croniqueur decir mas cosas a Ruth.
Dejaré esta carta antes de irme á almorzar. ¿Cuando la recibirás?
Ha llegado Valdelomar. Está gordo y un poco provinciano. Ya Lima lo adelgazará. He conversado mucho con él. Me preguntó: - ¿Sabe Ud. de Ruth? Le mentí: -No. -¿Sabe Ud. quién es?- Tampoco. Seguimos hablando de otras tonterías.
Hasta pronto.
Con toda mi simpatía.
Juan

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 1/6/1916

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
01 de junio
Dulce amiga:
Perdón. Te escribo solo hoy porque no he podido o no he sabido hacerlo antes. No me he sentido hasta hoy lo suficientemente solo para escribirte. Ocurre Ruth que yo no escribo nunca en mi casa. Nunca casi. Y en la imprenta ó en el Jockey Club me rodean y a veces por completo muchas miradas y muchas voces. Hay ocasiones en que apenas salgo de mi casa, me encuentro con alguien que me acompaña y que no me deja. Si me deja lo reemplaza otro u otros.
He sentido de veras no escribirte. Mas he sentido no verte el domingo. ¿No saliste? ¿Fuiste al teatro? Yo voy al Colón con mucha frecuencia también porque hay que aburrirse en alguna parte y siempre una comedia entretiene.
Celebro que te gustasen mis versos. Una de esas composiciones ha salido también en "Vesperal". En esta revista hay también una hermosísima página de Abraham.
Los estudiantes y la huelga no me interesan. Ascanio ha buscado un éxito fácil. Yo no sabría nunca ser leader de cualquier grupo. Tengo mala idea de nuestra juventud y sé que estos movimientos nunca hay ideas sino intriga. Estoy completamente desencantado de la gente de esta tierra. Verdad que nunca fui optimista sobre ella.
El turf no me quita tiempo. Solo me ocupa tres o cuatro horas a la semana. Soy director en el nombre. Solo organicé las secciones y ahora escrito dos o tres artículos para cada número. Todo lo hacen en el Jockey Club. El periódico se hace solo. Revista, programa, pronósticos. Todo está hecho. La verdadera causa de que no salgan mis cartas está en que desde que se encuentra ausente el director de La Prensa no hay ya quien me exija la puntualidad en mis artículos. Yo soy perezoso y abúlico. Sin embargo, para mañana he escrito. Acabo de corregir la prueba. Y me propongo seguir escribiendo por lo menos una vez a la semana.
¿Vas el domingo al Palais? ¿al Colón?
No le he preguntado nada a Abraham porque cuando he querido hacerlo y le iba ya a interrogar, he tenido miedo de reirme y hacerle comprender la comedia. El es experto en comprender una comedia. ¡Como todo el día hace teatro!
Perdona mi retardo. Y escríbeme.
Te espero
Juan

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 17/9/1916

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
17 de septiembre
Todos los días he sentido la necesidad de escribirte. Y sin embargo, ¿Por qué no te he escrito? Mi espíritu está indeciso é incierto desde hace mucho tiempo. Y aunque te recuerda siempre, no sabe hacerte ostensible á cada instante su recuerdo.
Un día encontré en el correo dos cartas tuyas. Es informal y deplorable este servicio de correo. Tus cartas se diferenciaban en muchos días. Recordé entonces el presentimiento de cada una de tus cartas.
Hoy pensé ir á Chosica. Pero recordé con horror que en Chosica se reune "todo Lima" los domingos. Y que en lugar de tenerse impresión de soledad y aislamiento, se ve uno rodeado por innumerables gentes conocidas.
Hace días que no escribo nada. Solo lo ritual, solo lo del periódico. Esto te explicara que no le haya escrito. Las cartas á ti no pueden ser rituales, obligadas y vulgares. Tienen que responder á una sincera efusión del alma.
Tu sabrás perdonarme estas inconsecuencias y estos olvidos. Eres buena y comprensiva.
Te quisiera decir muchas cosas.
Estoy aburrido.
Hay acaso alguien que me comprenda?
Tenía que escribir un artículo literario para mañana. No he tenido espíritu para hacerlo. Y me he limitado á adar unos versos viejos. Escríbeme extensamente.
Y recuérdame como yo te recuerdo.
Juan

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 11/10/1916

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
11/10/916
Anoche te recordé tan intensamente que hoy he sentido la obligación imperiosa de escribirte.
Tu que has perdonado muchas veces mis olvidos, sabrás perdonar también que esta carta haya tardado tanto, y sabrás comprender que esta tardanza no puede deberse a que haya dejado de recordarte.
Yo no sé explicarte por que he dejado de escribirte.
Y me apresuro a escribirte para reclamarte también que me escribas. Al trazas estas líneas pienso en que tendrás la eficacia de proporcionarme el bien inapreciable de tus cartas, interrumpidas desde hacer tanto tiempo.
No tardes en escribirme y hazlo con extensión.
Perdona mi exigencia.
Tengo una intensa inquietud espiritual que se refleja en parte en un artículo del lunes.
¿A qué hora recibirás esta carta?
Son las 11 a.m. Te escribo en mi oficina. Y debo hacer luego un artículo sobre no sé cual tema trascendental.
Dime muchas cosas.
Y recuérdame.
Juan

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 6/3/1920

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
Roma, 6 de marzo 1920
Tu carta me ha llegado con mucho retardo. Antes de ser depositada en la estafeta ha tenido que sufrir una larga tramitación burocrática. Sólo después de haber recorrido todas las oficinas postales ha arribado a una donde un sello me ha calificado así: “Sconosciuto dal portalettere”.
Yo la esperaba. Sabía que tú me escribirías. Que no podías dejar de escribirme. Y, al recoger mi correspondencia, unas veces del consulado, otras veces del apartado de la legación, otras veces de la estafeta, buscaba siempre tu grato sobre de anónimo femenino. Perdóname el calificativo. Pero desde que recibí tu primera carta, guardo de tus sobres la impresión de unos sobres de anónimo. De anónimo amable y bien hecho; pero anónimo siempre. ¿Me lo perdonas?
Me dices: "Tu letra está cansada. No es la misma de años atrás". Es muy cierto. No solo la letra está cansada en mí. También están cansadas la juventud, el alma, la voz, la sonrisa, la mirada, la frase, todo, todo. La adolescente y lírica fé de mis años pasados, - de cuando yo era Juan Croniqueur, de cuando yo era un “niño talentoso y malcriado" como, más o menos, me dijo una vez Clemente Palma en su “Crónica”—, me ha abandonado.
Tú sabes que no todos han sido conmigo, igual que tú, generosos y comprensivos. Me han agredido tanto que he tenido que vivir siempre en son de combate. Se ha aprovechado los menores pretextos para soliviantar contra mí la ciudad. He salido de una asechanza para caer en otra. Escándalo tras escándalo. Escándalo de Norka Rouskaya, escándalo de los militares, etc., etc. Cierto que yo no he sido prudente jamás. Pero es que no he podido, no puedo, ni podré serlo. Un hombre todo sinceridad no puede ser prudente. No puede ocultar su abominación de la estupidez, ni su pasión por la belleza, la verdad y el talento.
La agresividad que yo he despertado generalmente me envanece a ratos. (Contigo no debo ser falsamente modesto). Ves que si no valiese algo, si fuese un mediocre como los demás, no sería posible que suscitase sórdidas hostilidades. Mas que yo las ha suscitado contemporáneamente Abraham Valdelomar, mi amado amigo, el más brillante talento literario del Perú de hoy y del Perú de ayer. En el Perú es necesario ser absolutamente mediocre para no ser detestado. El talento causa miedo y, por ende, reacción.
Pero no vale la pena hablar de estas cosas cuando se está tan lejos de Lima y, sobre todo, cuando, en los momentos sentimentales, se le extraña amorosamente. Porque mi querida Ruth, yo soy lo bastante romántico, a pesar de mis excepticismos, para extrañar amorosamente mi ciudad. No te miento. En el fondo soy un alma sencilla fiel a sus afectos y menesterosa de ternura.
¿Qué quieres que te cuente de mi vida actual? ¿Que leo y estudio? Esto carece de importancia. ¿Que Roma es hospitalaria y buena conmigo? Esto carece de importancia también.
Hasta ahora mi sensación más plácida es esta: la sensación de la libertad. En New York, en París, en Roma, se siente uno libre, totalmente libre, ilimitadamente libre. No hay quien espíe, no hay quien vigile, no hay quien controle, no hay quien envidie, no hay quien aceche. Y el desconocido es más libre que todos. La ciudad lo acoge sin prevención, sin prejuicio, sin reticencia. ¡Es muy interesante, Ruth, ser un desconocido!
Leo en tu carta: “Ya nada te falta”. Y yo, en el mismo instante, siento que me falta todo. Si Ruth, no me falta nada y me falta todo. He hecho una vida febril, intensa, vertiginosa, he recorrido la escala de todas las emociones, he conocido lo desconocido; y, sin embargo, me falta todo.
Tu lealtad, tu dulzura, tu solicitud conmigo me hacen mucho bien. Te los agradezco con todo el corazón. Nuestra amistad rara, secreta y desinteresada es, como tú dices, una amistad única. Es y será una amistad única en nuestras vidas y en el mundo.
Otra carta mía te llevará algunas impresiones. Te hará conocer también algunos versos míos. A condición de que los conozcas tú sola. Me traicionarías si los hicieras conocer a otras personas. ¿No es verdad?
Ahora debo recibir a mi profesor de italiano. Son las 3 y 25 p.m. Dentro de cinco minutos llegará. Tal vez antes de cinco minutos. Hoy su visita, su lección y su italiano serán inoportunos para mí. Serán detestables, serán fastidiosos, serán mortales. La tarde es de primavera. Mi estancia está llena de sol. Llega hasta ella, no sé de dónde, una música de piano, una música apasionada y sentimental como el alma de este pueblo. Yo quisiera escribirte esta tarde, largamente, interminablemente, como si en este rincón de Roma, tú y yo conversáramos solos y silenciosos. Otra vez será. Pero otra vez no habrá esta tarde de primavera, ni habrá esta sol, ni habrá esta música. ¡Ni habrá la inminencia del profesor de italiano!
Tuyo.
José Carlos
P.D. Mi dirección es: Legación del Perú. La demora de tu carta se debe a su falta de dirección. Para que una “lettera” sea depositada en la estafeta debe estar dirigida así: "Fermo posta", o “Poste restante”. Lo que equivale a nuestro español “Lista de Correos”. Pero el español, la sonora lengua de Cervantes y Gastón Roger, es completamente ignorado en los correos de Italia. Escríbeme bastante. No es una exigencia, es un ruego. Cuéntame algo interesante de la vida limeña. ¿Debo dirigirme siempre a Ruth? ¿0 debo dirigirme a Bertha? ¡Oh! He aquí al profesor. Lo precede el “cameriere” con su ritual anuncio en francés: “Monsieur, le professeur est ici”. El “camariere” no me cree capaz de entenderle dos palabras en italiano.
Adiós.
José Carlos

José Carlos Mariátegui La Chira

Tarjeta Postal a Bertha Molina (Ruth), 3/8/1920

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
Florencia, 3 de agosto 1920
Mañana me marcho de Florencia. De ella te escribí hace un mes contestando tu carta. De ella te escribo ahora para que tengas una segunda carta que contestarme. Así se acortarán los plazos de nuestra correspondencia. ¿Que esta no es una carta? No me digas eso que sería una tinterillada femenina. ¿Acaso las cartas deben llenar siembre muchas hojas de papel? ¿Acaso no pueden caber, como esta, en el envés de una postal. Además, mira. Haz de cuenta que esta es la última de muchas hojas que yo dejo en blanco para que tú las llenes con tu fantasia y para que te digas en ellas muchas cosas inteligentes, bellas y armoniosas que yo no sabría decirte. Porque interpretándome como me imaginas me querrás mejor que interpretándome como soy. Ensáyalo. Y créeme que bien te recuerdo.
José Carlos.

José Carlos Mariátegui La Chira

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