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Pirandello, Luigi Europa Forma y Género Literario
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La realidad y la ficción

La fantasía recupera sus fueros y sus posiciones en la literatura occidental. Oscar Wilde resulta un maestro de la estética contemporánea. Su actual magisterio no depende de su obra ni de su vida sino de su concepción de las cosas y del arte. Vivimos en una época propicia a sus paradojas. Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copie a la Naturaleza. Es la Naturaleza que copia al arte. Massimo Bontempelli, en nuestros días, extrema esta tesis. Según una bizarra teoría Bontempelliana, sacada de una meditación de verano en una aldea de montaña, la tierra en su primera edad era casi exclusivamente mineral. No existían sino el hombre y la piedra. El hombre se alimentaba de sustancias minerales. Pero su imaginación descubrió los otros dos reinos de la naturaleza. Los árboles, los animales fueron imaginados por los artistas. Seres y plantas, después de haber existido idealmente en el arte, empezaron a existir realmente en la naturaleza. Amueblado así el planeta, la imaginación del hombre creó nuevas cosas. Aparecieron las máquinas. Nació la civilización mecánica. La tierra fue electrificada y mecanizada. Mas, después de que el maquinismo hubo alcanzado su plenitud, el proceso se repitió a la inversa. Minerales, vegetales, máquinas, etc. fueron reabsorbidos por la naturaleza. La tierra se petrificó, se mineralizó gradualmente, hasta volver a su primitivo estado. Esta evolución se ha cumplido muchas veces. Hoy en el mundo está una vez más en su periodo de mecánica y maquinismo.
Bontempelli es uno de los literatos más en boga de la Italia contemporánea. Hace algunos años, cuando en la literatura dominaba el verismo, su libro habría tenido una suerte distinta. Bontempelli, que en sus comienzos fue más o menos clasicista, no los habría escrito. Hoy es un pirandelliano; ayer habría sido un d’annunziano.
¿Un d’annunziano? ¿Pero en D’Annunzio no encontramos también más ficción que realismo? La fantasía de D’Annunzio está más en lo externo que en lo interno de sus obras. D’Annunzio vestía fantástica, bizantinamente sus novelas; pero el esqueleto de estas no se diferenciaba mucho de las novelas naturalistas. D’Annunzio trataba de ser aristocrático; pero no se atrevía a ser inverosímil. Pirandello en cambio, en una novela desnuda de decorado, sencilla de forma, como “El difunto Matías”, presentó en caso que la crítica tachó en seguida de extraordinario e inverosímil, pero que, años después, la vida reprodujo fielmente.
El realismo nos alejaba en la literatura de la realidad. La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. Y esto ha producido el suprarrealismo que no es sólo una escuela o un movimiento de la literatura francesa sino una tendencia, una vía de la literatura mundial. Suprarrealista es el italiano Pirandello. Suprarrealista es el norte-americano Waldo Frank. Suprarrealista es el rumano Panait Istrati. Suprarrealista es el ruso Boris Pilniak. Nada importa que trabajen fuera y lejos del manípulo suprarrealista que acaudillan en París Aragón, Bretón, Elouard y Soupault.
Pero la ficción no es libre. Más que a descubrirnos lo maravilloso parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Este es su drama.
La muerte del viejo realismo no ha perjudicado absolutamente el conocimiento de la realidad. Por el contrario, lo ha facilitado. Nos ha liberado de dogmas y de prejuicios que lo estrechaban. En lo inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil. En el abismo del alma humana cala más hondo una farsa inverosímil de Pirandello que una comedia verosímil del señor Capus. Y “El estupendo cornudo” del genial Fernando Crommelynk vale, ciertamente, más que todo el mediocre teatro francés de adulterios y divorcios a que pertenecen “El adversario” y “Ña Falena”.
El prejuicio de lo verosímil aparece hoy como uno de los que más ha estorbado al arte. Los artistas de espíritu más moderno se revelan violentamente contra él. “La vida -escribe Pirandello- para todas las descaradas absurdidades, pequeñas y grandes, de que está beatamente llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de aquella verosimilitud a la cual el arte se ve obligado a obedecer. Las absurdidades de la vida tienen necesidad de parecer verosímiles porque son verdaderas. Al contrario de las del arte que para parecer verdaderas tienen necesidad de ser verosímiles”.
Liberados de esta traba, los artistas pueden lanzarse a la conquista de nuevos horizontes. Se escribe, en nuestros días, obras que, sin esta libertad, no serían posibles. La “Jeanne d’Arc” de Joseph Delteil, por ejemplo. En esta novela, Delteil nos presenta a la doncella de Domremy dialogando, ingenua y naturalmente, como con dos muchachas de la campiña, con Santa Catalina y Santa Margarita. El milagro es narrado con la misma sencillez, con el mismo candor que en la fábula de los niños. Lo inverosímil de esta novela, no pretende ser verosímil Y es, así, admitiendo el milagro, esto es lo maravilloso, como nos aproximamos más a la verdad sobre la Doncella. El libro de Joseph nos ofrece una imagen más verídica y viviente de Juana de Arco que el libro de Anatole France.
De este nuevo concepto de lo real extrae la literatura moderna una de sus mejores energías. Lo que la anarquiza no es la fantasía en si misma. Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarlo en su exceso de ficciones sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las novelas de Leonhard Frank: Karl y Ana

I: Karl y Ana
¿Por qué no hablar de “Karl y Ana”, de Leonhard Frank, a propósito de los libros de guerra alemanas? “Karl y Ana”, novela y drama, no es catalogable entre los libros de guerra. Pero como “Siegfried” de Giraudoux, obra con la que se emparenta lejanamente en la historia “Karl y Ana” no podía haber sido escrita sin la guerra. Mi intento de lograr una interpretación poco heterodoxa del caso del profesor “Canella”, corresponde a los días en que leí “Karl y Ana”. Yo buscaba entonces la explicación de este caso, tan indescifrable para la policía Italiana, en la novela de Giraudoux, aunque no fuera sino para decepcionar a las que no creen que yo pueda entender sino marxistamente, y, en todo caso, como una ilustración de la teoría de la lucha de clases “L’apres-midi d’un faune” de Debussy. “Karl y Ana” me confirmaba en la sospechada de que Sigfried era el primer espécimen de una numerosa variedad bélica.
Leonhard no tiene todavía en el público hispano-americano la popularidad que con un libro ha ganado Erich María Remarque. No pienso que esto sea debido exclusivamente a la magnífica maquinaria de réclame de Ullstein cuyo perfecto funcionamiento aseguró a “Sin Novedad en el Frente” un tiraje de 600.00 ejemplares en Alemania. De Leonhard Frank no se ha traducido al español sino una de sus primeras novelas “La Partida de Bandoleros” (Editor Galpe, Traductor Manuel Pedroso). Se trata, sin embargo de uno de los más grandes novelistas de lengua alemana.
El de “Karl y Ana” es generalmente clasificado como un caso pirandelliano. El problema psicológico podría hacer sido del gusto del autor de “Cada uno a su manera”. Pero no se define nada cono colocar “Karl y Ana“ bajo el signo de Pirandello y Freud. Leonhard Frank emplea en esta novela -trasladada con gran fortuna a la escena- la más estricta técnica freudista: verbigracia en la descripción de los sueños. Puede ser que con esto tengan que ver algo Zurich y Viena, ciudades que lo han familiarizado con el psicoanálisis. Pero la realización artística en esta novela, como en todas las suyas, no debe nada a Pirandello ni a Freud: es toda de Leonhard Frank. Pirandello no habría podido dar a “Karl y Ana” ese clima poético, ese todo lírico que Frank obtiene con tan espontáneo don. Karl y Ana habían tenido, en una obra pirandelliana, ese acento de befa y de caricatura de que Pirandello, profundamente italiano en su filiación de autor para marionetas, no puede prescindir. Leonhard Frank emplea, en cambio, en la creación de estos personajes, los matices más puros de la ternura.
Karl y Richard, dos soldados alemanes prisioneros de los Rusos desde el comienzo de la guerra pasan cuatro años en un campo de concentración. Los dos son obreros, los dos tienen la misma edad, la misma talla y la tez morena de los metalúrgicos. Los diferencia el estado civil y la experiencia amorosa. Richard es casado. Hacía poco había desposado a una sólida, intacta y hacendosa muchacha de veintitrés años y se había instalado con ella en un pequeño departamento en la ciudad, cuando la guerra lo llevó al frente oriental. Karl y Richard, durante el verano, labran la tierra. Leonhard Frank nos ahorra la descripción de sus inviernos. Podemos imaginarlos como una larga y aburrida velada en la que las fantasías, los deseos y la sangre de los soldados carecen totalmente de estimulantes. El invierno en una “isba” del confín de la Rusia europea deben ser para dos obreros de usina, jóvenes y ardientes, una morosa noche polar en la que se congelan todos los recuerdos. En primavera, con el deshielo, empiezan a fluir de nuevo. Pero únicamente en verano, el olor y la temperatura de la tierra asoleada les devuelven toda su potencia. Richard, en este tiempo, no ha pasado de hablar a Karl de su mujer. Le ha contado toda su vida con ella. Le ha hecho de ella un retrato meticuloso, al que una evocación animada por el deseo ha dado una plasticidad perfecta y excitante. Poco a poco, Karl ha ido interesándose por esa mujer hasta enamorarse de ella. La ausencia de Ana llena la vigilia y el sueño de los dos hombres. Los dos sientes la nostalgia de su carne lozana, de su temperamento rescatado, de su belleza tranquila y modesta. Karl no ignora nada de Ana. Le basta cerrar los ojos para representársela exactamente. Richard se la ha descrito prolijamente hasta comunicarle agrandada su impaciencia por retornar a ella. Karl sabe que tiene el pecho muy blanco, las caderas y el vientre algo morenos como el cobre claro. El departamento, el menaje le eran también familiares. Sabía cuándo y cómo Richard había comprado cada uno de los enseres. Los muebles habían sido adquiridos a plazos y Ana debería haberse impuesto muchas economías y muchas fatigas para pagarlos. Una ausencia de cuatro años y una camaradería de guerra en la frontera de Asia revelan a un prisionero de toda reserva pudorosa, acerca de su esposa y de su hogar. Karl sabía que el atizador tenía un mango de cobre y Ana “tres pequeños lunares brunos como terciopelo”.
Con el cuarto verano, la confidencia había agotado sus secretos. La nostalgia de los dos prisioneros estaba en su grado extremo de intensidad. Expedido Richard con varios prisioneros a otro lugar, Karl se fuga del campo de concentración. Lo lleva a Alemania el deseo de Ana, la mujer de Richard. No se propone conquistarla con una farsa. “Su naturaleza estaba nostálgicamente tendida hacia un ser para el cual él podía ser la vida y que podía también ser la vida para él. Tenía el mismo oficio, la misma talla, el color de los cabellos y de los ojos, en tinte oscuro propio de los obreros metalúrgicos y aún, como Richard, las cejas particularmente tupidas y arqueadas; pero Karl no recordaba esto sino de manera superficial. Conocía el pasado de Ana acerca de Richard con detalles tan exactos como si lo hubiera vivido. Estaba pleno de esta mujer. Ella se había transformado, en su imaginación, en el país natal, en aquello que todo ser busca al lado de otro ser. Él la amaba”. Y, cuando llega donde Ana, este sentimiento hace invencible y natural su presencia, su entrada en una intimidad de la que nada ignora. Karl ha tomado de Richard, en su luengo coloquio, algo que no es solo psíquico sino físico. Era tan fuerte y vital el sentimiento que lo ponía delante de esta mujer, que Ana no podía resistirle. La escena de este encuentro, de tan rápidas transiciones psicológicas, está escrita con la maestría única de Leonhard Frank. Nada nos sorprende en el desenlace. Todas las palabras, todos los gestos corresponden a los que una profunda intuición nos hace esperar.
“¿Y bien Ana, no me crees?... Y yo que no conozco sino a ti en el mundo... Sobre su sonrisa pasó la corriente cálida de la vida, todas las desgracias y todas las venturas; y la mentira se convirtió para él en la verdad cuando agregó: “Tú eres mi mujer”. Ana sabía que este hombre no decía la verdad y al mismo tiempo presentía en sus palabras un sentimiento verdadero. Con las manos cruzadas sobre el pecho estaba ahí desamparada, puesto que el extraño estaba sentado sobre la silla, no le era absolutamente extraño”.
Una carta de la administración militar había comunicado a Ana que Richard había muerto el 4 de setiembre de 1914. Karl podía destruir esta prueba débil y formal con la convicción serena del que posee la verdad. Cuando en Ana se revelaba tímidamente la razón, el desembarazo y la soltura con que este hombre, impregnado de su intimidad, se movía en su presencia y reconocía todos los objetos, contenía y relajaba su reacción. Dos elementos se combinaban y se alteraban en a función de ambos destinos. Karl no tenía el propósito de triunfar de la resistencia de esta mujer por la simulación. Pero, cuando ella recordó con amor a su marido, a quien no había podido olvidar, los celos se apoderaron de Karl, que empezó a mentir de una manera consciente “empujado por el miedo de perder a esta mujer que creía ya conquistada”.
Karl ocupa sin violencia el lugar de Richard. Todos los impulsos vitales de Ana se rebelan de golpe contra su larga soledad. Karl la conquista con un amor, que en parte es el de Richard. Karl y Ana se aman. Para los vecinos, él es Richard que ha regresado. Y cuando toda ficción es ya innecesaria entre los dos, la verdad de su amor basta para unirlos definitivamente. El regreso de Richard no puede ya nada contra este vínculo de carne y espíritu.
Pero no es sólo en el Siegfied moderno, inverosímil y humorístico de Giraudoux con el que Karl nos hace pensar por abstracta asociación de casos post-bélicos. Benjamin Cremieux se remonta, -en una crítica de “La Nouvelle Revue Francaise” sobre la pieza teatral hasta el Siegfried mitológico. Piensa, asistiendo al drama de Karl, en el más antiguo y clásico Siegfried germano. “Bajo su aspecto modesto y despojado bajo el feldgrau de Karl, percibo a Siegfried -escribe- y esta Ana que él viene a buscar al fondo de la humilde cocina es Brunhilda. El duo del amor que canta es el de Tristán e Isolda y Richard es un irrisorio rey Manrique que ha vertido a Karl en palabras el filtro del amor. Es toda la profunda Germania la que viene a nosotros una vez más, la Alemania a la vez sobrehumanamente pura y espesamente, cósmicamente animal”.

José Carlos Mariátegui La Chira