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La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El duelo de la política de Locarno o de la Sociedad de las Naciones

Los estadistas, los parlamentarios más conspicuos de Occidente han despedido a su colega el Dr. Gustavo Stresseman con palabras emocionadas. El elogio de Stresseman ha desbordado del protocolo. Stresseman era un hombre de Estado que desempeñaba con arte y fortuna la gerencia de la política exterior de Alemania. Sus colegas lo estimaban, sinceramente, por la valoración solidaria de su éxito y de su habilidad. Existe cierto sentimiento gremial, cierta solidaridad profesional entre los ases, entre los “virtuosos” de la política y el gobierno. I el duelo tiene en la política una fina y compleja gradación sentimental. La muerte de otros grandes ministros del Reich, -Erzberger, Rathenau- causó una condolencia menos viva en el areópago político de Occidente capitalista. Erzberger, Rathenau, caían asesinados por la bala de un reaccionario y, por consiguiente, de modo más dramático. Pero eran hombres, sobre todo Rathenau, de los que el instinto burgués de las potencias occidentales desconfiaba un poco. Rathenau profesaba ideas algo heterodoxas y bizarras de reforma social. Estaba en este estado de ánimo, sospechoso a la ortodoxia burguesa, proclive a la aventura y a la desventura, del alemán resentido y humillado de post-guerra. Si su “Defensa de Occidente” hubiese sido escrita a tiempo para enjuiciarlo, Henri Massis no habría dejado de señalarlo como un signo de orientalismo, de asiatismo de una Alemania disolvente e inmanentista. Rathenau había firmado en Rapallo, al margen de la conferencia de Génova, con Chicheri: y Rakovsky, ese tratado ruso-alemán, en virtud del cual Alemania, acosada por los aliados de Versailles, se volvía hacia la Rusia bolchevique. Stresseman, en tanto, es uno de los ministros de la estabilización capitalista, uno de los diplomáticos de Locarno y Ginebra, uno de los artífices de la política que ha restituido al Occidente, después de la escapada de Rapallo, la fidelidad y la cooperación de Alemania. I ha caído, agotado y congestionado por un violento esfuerzo por dominar a una asamblea de partido, en la que todavía se agitaba irreductible el resentimiento de una Alemania subconscientemente revanchista y militar. Los estadistas, los parlamentarios de Occidente sienten la muerte de Stresseman por este carácter patético de accidente del trabajo, mucho más viva y entrañablemente de lo que le habría sentido en otras circunstancias. Stresseman es la víctima de un género eminente y raro de riesgo profesional. Y con Stresseman la burguesía occidental pierde a uno de los más grandes y sagaces realizadores de sus planos de estabilización y economía.
Líder del Volkspartei, el Dr. Gustavo Stresseman representaba en la política alemana los intereses de la burguesía industrial y financiera. Su partido había sido también el de Hugo Stinnes y el de la “Deutsche Allgemeine Zeitung”. Partido de derecha que, piloteado por Stresseman con estrategia de diestro oportunista, no habría seguido a los nacionalistas en la empresa de restauración de la monarquía, sino en caso de que esta restauración hubiese sido exigida por razones reales y posibilidades concretas de la política alemana. Mientras la dirección de la República estuvo en manos de los partidos de Weimar, mientras entre estos partidos, el de la social-democracia no parecía aún bastante resistente al fermento revolucionario, el Volkspartei se mantuvo próximo a los nacionalistas, en una actitud de conservantismo transaccional y realista. Pero desde que se mostró evidente que la estabilización capitalista necesitaba en Alemania las formas democráticas y parlamentarias, para asegurarse la colaboración o, por lo menos, la pasividad de la social-democracia, Stresseman se convirtió en uno de los más disciplinados sostenedores de la República de Weimar. Cierto que la República de Weimar, con el correr de los años, se había transformado también en la República de Hindemburg. Pero, de toda suerte, imponía inexorable y duramente la liquidación de la impaciente esperanza monárquica de las derechas. La burguesía alemana tenía que aceptar los hechos consumados no solo en la vida doméstica sino también en la vida internacional. Stresseman comprendió la necesidad de colaborar, dentro con la República y la social-democracia, fuera con las potencias de la Entente y ante todo con Francia. El para el Volkspartei ni para Stresseman esta colaboración importaba un sacrificio. La burguesía contemporánea no es liberal ni conservadora, no es monárquica ni republicana. Stresseman, monárquico bajo el Imperio, anexionista durante la guerra, republicano con Hindemburg, pacifista después de la ocupación del Ruhr, es un representante típico del posibilismo burgués, del excepticismo operoso de una clase a la que preocupa la salvación de una sola institución y un solo principio: la propiedad.
Alemania no ha sobresalido nunca por su diplomacia. El arte de los tratados, de los entendimientos, de las reservas, de los apartes se ha mostrado un poco inasequible a sus políticos. Stresseman, en el ministerio de negocios extranjeros del Reich, adquiría por esto el relieve de una figura de excepción. En poco tiempo, entonó perfectamente su labor al espíritu de Locarno: espíritu de tregua y compromiso, revestido de elocuencia pacifista. No le costó ningún trabajo aconsejar a sus compatriotas la reconciliación con Francia y aún con Poincaré, el ministro de la ocupación de Ruhr. I, bajo este aspecto, su principal labor de diplomático y de componedor es la realizada en el Reichstag, en Alemania. Un ministro de la social-democracia, un ministro del partido demócrata y hasta un ministro del centro católico, aunque no hubiese sido más flexible que Stresseman, habría encontrado siempre crítica excesiva, vigilancia desconfiada en la Alemania conservadora y nacionalista. Contra Stresseman mismo, se han amotinado a veces las derechas. Pero a él sus antecedentes de hombre de derecha lo preservaban de las sospechas que habrían despertado las transacciones de un hombre de otro sector político. La Alemania conservadora y nacionalista, burguesa y pequeño-burguesa, sabía muy bien que su actitud, en la política extranjera del Reich, se inspiraba estrictamente en los intereses del orden capitalista. El Volkspartei es el partido de la industria. I tiene, por esto, una visión más realista, moderna y práctica de la política y la economía que el otro partido de derecha, el “deutsche national”, representante de la nobleza y la gran propiedad agraria.
Stresseman, político de clase, estaba dotado de un sentido preciso de los intereses capitalistas. Toda su obra, toda su personalidad tienen el estilo de expresiones acabadas del espíritu burgués de nuestro tiempo. Desembarazado de principios, Stresseman lo mismo que como ministro de la paz y la reconciliación habría podido sobresalir como Canciller de Guillermo II y de su imperialismo agresivo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Georges Clemenceau

Entre los retratos que del primer ministro de la Unión Sagrada nos ofrecen sus biógrafos y sus críticos, ninguno retorna a mi recuerdo con la insistencia de este esquema de León Blum: “Lo que hay de más apasionante y de más patético en aquel que se ha apodado el Tigre es el drama interior, el conflicto que sostienen en él dos seres. El uno, moral, está animado por un pesimismo absoluto, por la misantropía más aguda, más cínica, por la repugnancia de los hombres, de la acción, de todo. La habita un escepticismo espantoso. Lo obsede la vanidad de las cosas y del esfuerzo. I su filosofía íntima es la del Nirvana. El otro ser, físico, tiene por el contrario una necesidad desmesurada de acción, una devorante fiebre de energía, un temperamento de ímpetu, de ardor y de brutalidad. Así Clemenceau, desesperando de lo que hace a causa de la nada terrible que percibe al cabo de todo, es empujado por su actividad demoniaca a luchar por aquello de que duda, a defender aquello que secretamente desprecia y a desgarrar a quienes se oponen a aquello que él congenitalmente estima inútil. Creo sin embargo, que en el fondo de este abismo de escepticismo, hay en él un refugio sólido y firme como una rosa; su amor por la Francia”.
Este retrato atribuye a Clemenceau el mismo rasgo fijado en la célebre: “Ama a la Francia y odia a los franceses”. La antinomia entre los dos seres, que se oponían en Clemenceau, entre su razón pesimista y su vida operante y combativa, está sagazmente expresada, de acuerdo con el gusto stendhaliano de León Blum por lo psicológico e íntimo. Clemenceau era, sin duda, un caso de escepticismo y desesperanza en una vocación y un destino de hombre de lucha y de presa. Ministro de la Tercera República, le tocó gobernar con una burguesía financiera y urbana que se sentía seguramente más a gusto con Caillaux, el hombre a quien Clemenceau, implacable y ultrancista, hizo condenar. Las ideas, las instituciones por las que combatió le era, en último análisis, indiferentes. No asignó nunca a las grandes palabras que inscribió en sus banderas de polemista más valor que el de santos y de señas de combate. Libertad, justicia, democracia, abstracciones que no estorbaban, con escrúpulos incómodos, su estrategia de conductor.
Pero no se explica uno suficientemente el conflicto interior, el drama personal de Clemenceau, si no lo relaciona con su época, si no lo sitúa en la historia. La fuerza, la pasión de Clemenceau estaban en contraste con los hechos y las ideas de la realidad sobre la cual actuaban. Este aldeano de la Vandée, este espécimen de una Francia anticlerical, campesina y “frondeuse”, era un jacobino supérstite, inconvencional, extraviado en el parlamento y la prensa de la Tercera República. No entendió jamás, por esto, los intereses ni la psicología de la clase que en dos oportunidades lo elevó al gobierno. Tenía el ímpetu demoledor de los tribunos de la Revolución Francesa. En una Francia parlamentaria, industrial y prestamista, este ímpetu no podía hacer de él sino un polemista violento, un adversario inexorable de ministerios de los que nada sustancial lo separaba ideológica y prácticamente. Pequeño burgués de la Vandée, humanista, asaz voltairiano. Clemenceau no podía poner su fuerza al servicio del socialismo o del proletariado. El humanitarismo y el pacifismo de los elocuentes parlamentario de la escuela de Jaurés se avenían poco, sin duda, con su humor jacobino. Pero lo que alejaba sobre todo a Clemenceau del socialismo, más que su recalcitrante individualismo pequeño-burgués de provincia, era su incomprensión radical de la economía moderna. Esto lo condenaba a los impases del radicalismo. Clemenceau, no podía ser sino un “hombre de izquierda”, pronto a emplear su violencia, como Ministro del Interior, en la represión de las masas revolucionarias izquierdistas.
La guerra dio a este temperamento la oportunidad de usar plenamente su energía, su rabia, su pasión. Clemenceau era en el elenco de la política francesa el más perfecto ejemplar de hombre de presa. La guerra no podía ser dirigida en Francia con las hesitaciones y compromisos de los parlamentarios, de los estadistas de tiempos normales. Reclamaba un jefe como Clemenceau, este perpetuo viento de fronda ansioso de transformarse en huracán. Otro hombre, en el gobierno de Francia, habría negociado con menos rudeza la unidad de comando, habrían plan­teado y resuelto con menos agresividad las cues­tiones del frente interno. Otro hombre no habría sometido a Caillaux a la Corte de Justicia. La guerra bárbara, la guerra a muerte, exige jefes como Clemenceau. Sin la guerra, Clemenceau no habría jugado el rol histórico que avalora hoy mundialmente su biografía. Se le recordaría como una figura de la política francesa. Nada más.
Pero si la guerra sirvió para conocer la fuerza destructora y ofensiva de Clemenceau, sirvió también para señalar sus límites de estadista. La actuación de Clemenceau en la paz de Versalles es la de un político clausurado en sus horizontes nacionales. El tigre siguió comportándose en las negociaciones de la paz como en las operaciones de la guerra. El castigo de Alemania, la seguridad de Francia: estas dos preocupaciones inspiraban toda su conducta, impidiéndole proceder con una ancha visión internacional. Keynes, en su versión de la conferencia de la paz, presenta a Clemenceau desdeñoso, indiferente a todo lo que no importaba a la revancha francesa contra Alemania. "Pensaba de la Francia -escribe Keynes- lo que Pericles pensaba de Atenas-; todo lo importante residía en ella, -pero su teoría política era la de Bismark. Tenía una ilusión: -la Francia; y una desilusión- la humanidad; a comenzar por los franceses y por sus colegas". Esta actitud permitió a Francia obtener del tratado de Versalles el máximo reconocimiento de los derechos de la victoria; pero permitió a la política imperial de Inglaterra, al mismo tiempo, contar en la reglamentación de los problemas internacionales y coloniales con el voto de Francia. Francia llevó a Versalles un espíritu nacionalista; Inglaterra un espíritu imperialista. No es necesario aludir a otras diferencias para establecer la superioridad de la política británica.
El patriotismo, el nacionalismo exacerbado de Clemenceau -sentido con exaltación de jacobino- era una fuerza decisiva, poderosa, en la guerra; en una paz que no podía sustraerse al influjo de la interdependencia de las naciones de sus intereses, cesaba de operar con la misma eficacia. Hacía falta, en esta nueva etapa política, una noción cosmopolita, moderna, de la economía mundial, a cuyas sugestiones el genio algo provincial y huraño de Clemenceau era íntimamente hostil.
El amigo de Georges Brandes y de Claudio Monet, consecuente con el sentimiento de que se nutrían en parte estas dos devociones, aplicaba a la política, por recónditas razones de temperamento, los principios del individualismo y del impresionismo. Era un individualista casi misántropo que no tenía fe sino en si mismo. Despreciaba la sociedad en que vivía, aunque luchaba por imponerle su ley con exasperada voluntad de dominio. I era también un impresionista. No dejaba teorías, programas, sino impresiones, manchas, en que el color sacrifica y desborda el dibujo.
La fuerza de su personalidad está en su beligerancia. Su perenne ademán de desafío y de combate, es lo que perdurará de él. No lo sentimos moderno sino cuando constatamos que, sin profesarla, practicaba la filosofía de la actividad absoluta. En abierto contraste con una demo-burguesía de compromisos y transacciones infinitas, de poltronería refinada. Clemenceau se mantuvo obstinada, agresivamente, en un puesto de combate. Tal vez, en el trato del pionner norte-americano, del puritano industrial o colonizados, se acrecentó, excitada por el dinamismo de la vida yanqui, su voluntad de potencia. "En la política, obedeció siempre su instinto de hombre de presa. Entre los bolcheviques y nosotros decía este jacobino anacrónico- no hay sino una cuestión de fuerza". Contra todo lo que pueda sugerir la obra de su primer gobierno. Clemenceau no podía plantearse el problema de a lucha contra la revolución en términos de diplomacia y compromiso. Pero le sobraban años, desilusión, aversiones para acaudillar a la burguesía de su patria en esta batalla. Y, por esto, el congreso del bloque nacional y de las elecciones de 1919, después de glorificarlo como caudillo de la victoria, votó eligiendo presidente a un adversario a quien despreciaba su jubilación y su ostracismo del poder.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La juventud española contra Primo de Rivera

Otra vez, la juventud de las universidades españolas se encuentra en acérrimo conflicto con la dictadura del general Primo de Rivera. La agitación universitaria coincide esta vez con la crisis, definitiva al parecer, del gobierno que preside el Marqués de Estella que acaba de solicitar, según el cable, el sufragio de los capitanes generales del ejército, la armada y la policía para saber si debe retener el poder.
La huelga universitaria de hace cerca de un año movilizó contra Primo de Rivera, con la vehemencia que todos recuerdan, la opinión de los estudiantes. La dictadura se halló de pronto en incómoda lucha con la juventud del claustro, fallida totalmente la esperanza de enrolar fascísticamente a una parte de estas, con una etiqueta más o menos romántica, en los rangos de la Reacción. Unamuno, el gran maestro de Salamanca, saludó desde su destierro esta insurrección que la juventud española contra un régimen que solo por insensibilidad anacrónica o escepticismo precoz habría podido obtener la neutralidad o la resignación de esa juventud.
Los que se imaginan que el régimen de Primo de Rivera tenía las mismas posibilidades de duración que el régimen de Mussolini solo por reposar como este en la fuerza, negligían o ignoraban uno de los aspectos fundamentales del fascismo: el romántico alistamiento de grandes contingentes de la juventud italiana bajo las banderas de Mussolini al canto de “¡Giovinezza, giovinezza!”. El fascismo antes de ser una dictadura había sido un movimiento, un partido, una milicia. Sus “condottieri”, sus agitadores habían usado expertamente en la excitación de la juventud burguesa y pequeño-burguesa un lenguaje d’annunziano y futurista que imprimía al fascismo un tono estrictamente nacional y le otorgaba una tradición, aunque no fuese política sino literaria o sentimental, en el proceso histórico de Italia. Primo de Rivera y sus eventuales colaboradores, antes y después de su golpe de Estado, eran impotentes para un trabajo semejante.
Asistido por generales, nobles y bachilleres de muy mediocre inteligencia, Primo de Rivera no ha sabido maniobrar de su suerte de ganarse, por alguna vía indirecta al menos, cierto séquito en la juventud universitaria. La juventud no es, necesariamente, revolucionaria. El Dr. Marañón que en su último libro proclama como su primer deber la rebeldía, conviene sagazmente en que el ímpetu combativo de la juventud puede ponerse al servicio de una política reaccionaria. “Lo típico de la juventud -escribe- es la rebeldía, la noble dificultad con que acomoda el ritmo generoso de su vida que empieza, al ritmo mesurado del ambiente; pero se concibe un joven que se sienta henchido de esta juventud y que sea, por lo tanto biológicamente joven, y que se aplique su rebeldía a sostener una causa profundamente antigua. Los camelots du roi, que en Francia luchan bravamente por un ideal incompatible con el tono de nuestros tiempos, como en el de resucitar en su país una monarquía reaccionaria, son todo lo anticuados que se quiera, pero tan legítimamente jóvenes como los comunistas que propugnan la implantación de un estado social fantástico de puro remoto. Y en nuestra patria podrían citarse muchos casos, algunos bien recientes (juventudes carlistas, juventudes conservadoras, jóvenes de la Unión Patriótica, etc) de como una auténtica juventud biológica florecía en gentes que sostenía criterios que trascendían a moho de vetustez”. No es esta ocasión de criticar el juicio que este párrafo contiene sobre el comunismo. En el hombre de ciencia y de cátedra, de espíritu liberal y humanista, que concede sin reservas al partido socialista de su patria, con un certificado de salud, un testimonio de simpatía y confianza, y que predica como un ideal de su tiempo la eugenesia. La palabra comunismo puede suscitar supersticiosas aprensiones, aunque la práctica del único estado comunista del mundo -la URSS- le enseñe que no existe entre los dos términos más conflicto que el originado por el cisma entre reformistas y revolucionarios y por la necesidad de distinguir estos dos campos con dos rótulos diversos. Lo que viene a cuento subrayar es la negación de que la juventud emplee natural y espontáneamente su energía y su entusiasmo en una empresa revolucionaria.
La dictadura no ha sido apta ni aún para crearse un influyente equipo intelectual. El estado de espíritu de una buena parte de los intelectuales, como lo atestigua la conducta de “La Gaceta Literaria” y de don José Ortega y Gasset, le habría permitido asegurarse cierto activo consenso de la literatura y la cátedra, con solo esquivar conflictos demasiado estridentes con ciertos fueros de la inteligencia. Pero Primo de Rivera no ha tenido esta habilidad elemental. La insolvencia espiritual e ideológica de su régimen lo ha condenado a gestos de agravio y desacato contra toda institución liberal. Su actitud contra los estudiantes en 1926 le acarreó, entre otras, la renuncia del propio Ortega y Gasset.
La presencia de los más autorizados maestros en las filas de la oposición, ha ejercido igualmente un fuerte influjo anti-dictatorial. La juventud española ha seguido, sin duda, las lecciones políticas de Marañón, Jimenez de Asúa, Besteiro, etc. más atentamente que sus lecciones científicas. Hay épocas en que la preocupación política está por encima de todas las otras preocupaciones, por una exigencia que Marañón llamaría tal vez biológica.
¿A dónde va España? Se preguntan vigilantes críticos de la situación española. Si la huelga universitaria sirve para acelerar la descomposición de la dictadura, y con ella la de la monarquía, la generación estudiantil de 1930, en lucha con Primo de Rivera, entrará a los veinte años en la historia. Debut precoz que no significará ciertamente la inauguración de una política ni de un régimen de la “nueva generación”, como con facilidad latino-americana se ambicionaría en algún claustro de nuestro continente en parecidas circunstancias, sino el impulso desinteresado, instintivo de los jóvenes en una vasta, larga y difícil batalla.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Croquis de la crisis española

Los factores inmediatos de la rápida caída de Primo de Rivera -seguida en tan breve término por su deceso-, que el cable dejó en los primeros días en la sombra, son ya detalladamente conocidos por las revelaciones de Eduardo Ortega y Gasset, Marcelino Domingo, Indalecio Prieto y otros líderes de la oposición al régimen. Se sabe que un movimiento destinado a deponer, con la dictadura, al monarca que la instigó y autorizó, debía haber estallado entre el 5 y el 8 de febrero. El general Goded, gobernador militar de Cádiz, trabajaba desde el mes de octubre de acuerdo con los elementos constitucionales para producir un vasto pronunciamiento militar. Casi todas las guarniciones de Andalucía estaban comprometidas para esta acción revolucionaria. Alfonso XIII y Martínez Anido tuvieron informes de la conspiración, ante los cuales Primo de Rivera decidió la destitución del General Goded y del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, no sin enviar a Cádiz un emisario, encargado de negociar un arreglo con Goded, quien asumió una actitud de rebeldía, declarando que no tenía que obedecer ninguna orden de destitución. Este conflicto movió a Primo de Rivera a la desdichada consulta a los jefes militares y al Rey a reemplazarlo por el general Berenguer, capitulando ante la tendencia constitucionalista del ejército. Goded se consideró exonerado de todo compromiso con esta solución. Se trasladó a Madrid, donde le aguardaba un importante nombramiento. Eduardo Ortega y Gasset que, bajo su firma, ha explicado de este modo la génesis del ministerio Berenguer, en un artículo titulado “Cómo ha salvado su trono Alfonso XIII”, agrega que muchos oficiales quisieron seguir adelante sin Goded, pero que la indecisión se propagó desde entonces en todas las organizaciones”.
Antes que la restauración del orden constitucional, la misión del gobierno de Berenguer es el salvamento de la monarquía. Este es el juicio que, apenas anunciado el cambio, emití sobre su significado, y en el que me confirma el conocimiento de sus antecedentes. Alfonso XIII se encuentra ante un dilema: el absolutismo o la constitución. No tiene sino estos dos caminos. Tomará cualquiera de los dos para salvarse. Pasará de uno a otro, sin la menor hesitación, si las circunstancias se lo imponen. Por el momento, prefiere el camino del regreso a la legalidad. Pero este camino puede llevar muy lejos: a la Constituyente, a la reforma de la Constitución, al juzgamiento de las responsabilidades, a la proclamación de la República.
Liquidar seis años de dictadura no es un asunto de ordinaria administración. Alfonso XIII ha dado este encargo a un gabinete de familiares, que puede licenciar en cualquier momento para volver a la manera fuerte. En el instante en que se decidió por la rendición a la tendencia constitucional, no le quedaba otra cosa que hacer. Martínez Anido no compartía la confianza de Primo de Rivera sobre la posibilidad de dominar el espíritu de rebelión que cundía en el ejército. El Rey tenía los informes privados del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, y de otros jefes. Se dice que en una oportunidad, advertido del peligro de que el Rey lo echara por la borda para arreglarse de nuevo con los grupos constitucionales, Primo de Rivera afirmó: “¡A mi no me borbonea este Borbón!”. La decepción de que, años después, no fuese otra su suerte, debe haber amargado profundamente los últimos días del derrotado dictador.
Una monarquía constitucional, así sea la de España, no puede abandonar impunemente la legalidad más de seis años, para restablecerla cuando los acontecimientos se lo impongan conminatoriamente. Viejos servidores de la monarquía como Sánchez Guerra, ajenos a toda veleidad republicana, han cumplido el deber de notificar a Alfonso XIII sobre las irreparables consecuencias de la responsabilidad en que ha incurrido violando el pacto constitucional, en que descansaba su autoridad. Alfonso XIII querría que se le amnistiase alegremente, con todos sus compañeros de aventura, por estos seis años de vacaciones. Pero aún entre lo más ortodoxos monárquicos encuentra censores severos, jueces inexorables como Sánchez Guerra, cuya actitud descubre hasta qué punto está comprometido y socavado el régimen monárquico en España.
¿Cómo va a restablecer la legalidad el gobierno de Berenguer, sin que se ponga en el tapete la cuestión del régimen y las responsabilidades? Ya hemos visto cómo este ministerio normalizador ha tenido que detenerse y retroceder en la primera modestísima etapa de la normalización. La censura de la prensa sigue vigente. ¿Cuándo se restituirá a los ciudadanos y a los partidos la libertad de reunión y de tribuna? Si el discurso de un líder conservador tiene una resonancia revolucionaria tan amenazadora, es fácil prever las aprensiones que van a seguir a los discursos de los líderes republicanos, socialistas, comunistas. I mientras estas elementales libertades no hayan sido restablecidas, ¿qué campaña eleccionaria ni que convocatoria a elecciones será posibles?
Estas son las dificultades del régimen en el orden político. Habría que examinar aparte las que confrontan actualmente en el orden económico. La política hacendaria y financiera de la dictadura ha sido el factor decisivo de su quiebra. Cambó no ha aceptado, en el gabinete de Berenguer, el ministerio de las finanzas, para no cargar con esta ingrata y riesgosa herencia. ¿Qué autoridad tiene un gobierno de transición, de interinidad manifiesta, para abordar eficazmente este problema? La misma que tiene para suprimir la censura de la prensa, resistir la crítica de la opinión, tolerar los comicios de los partidos ir al encuentro de elecciones normales.
No existe, sin duda, en España un partido bastante poderoso y organizado para llevar al pueblo victoriosamente a la revolución. Si existiese, la insurrección no habría estado a merced, en los primeros días de febrero, de la defección del general Goded, posiblemente confabulado con el Rey. El partido socialista es el único partido de masas; pero carece, en su burocracia, de espíritu y voluntad revolucionarias. La crisis del régimen confiere grandes posibilidades de acción a la concentración de los elementos republicanos. Pero lo característico de las situaciones revolucionarias es la celeridad con que crean las fuerzas y el programa de una revolución. La dinastía española, que tiene añeja experiencia de esta clase de vicisitudes, no lo ignora. I tan pronta está probablemente, a festejar en la plaza su retorno al pacto con el pueblo, como a preparar en las capitanías generales un segundo golpe de estado; jugándose, si los riesgos de las elecciones y la constituyente le parecen excesivos, la carta desesperada del absolutismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política alemana

La prolongada y exasperante crisis ministerial, resuelta en Alemania, después de una serie de maniobras y de fintas de los grupos parlamentarios, con un feble ministerio Luther, ha venido, casi enseguida de una análoga crisis francesa, a ratificar todo lo que ya sabíamos de la crisis del parlamentarismo. En Alemania, para obtener la mediocre y precaria solución Luther ha sido preciso que el mariscal Hindemburg, con esta admonición, ha dado a entender demasiado claramente su inclinación, prudente y mesurada pero firme, por el segundo término.
El parlamento no puede producir en Alemania un ministerio sostenido por una sólida mayoría. El bloque de derechas que llevó a Hindemburg a la presidencia del imperio está en minoría en el Reichstag. El bloque democrático y republicano que opuso la candidatura centrista de Marx a la candidatura derechista de Hindemburg, se encuentra desde hace algún tiempo roto, a consecuencia de un progresivo y lógico viraje a derecha de los partidos demócrata y católico. Por consiguiente, la única fórmula ministerial posible es la que ha producido penosamente esta crisis. Un ministerio de tipo más burocrático que político, salido de una combinación, no muy segura, de las derechas moderadas (partido popular alemán y partido popular bávaro) y de las izquierdas burguesas (partido demócrata y centro católico).
Este ministerio más o menos centrista no tiene mayoría en el Reichstag. Pero, en cambio, no tiene tampoco una oposición compacta. Sus adversarios se reparten entre las dos alas extremas de la cámara. Son, a la derecha, los nacionalistas y los fascistas; a la izquierda, los socialistas y los comunistas. I estas dos, o cuatro, oposiciones consideran los problemas y los negocios del Estado alemán desde diversos y opuestos puntos de vista.
La vida de un ministerio minoritario se explica por esta pluralidad y este antagonismo de las fuerzas adversarias. El ministerio vive del perenne desacuerdo entre las dos extremas. Su política consiste en buscar, en unos casos, el apoyo de la derecha y, en otros casos, el de la izquierda. Es una política de balancín y de equilibrio que debe esquivar a toda costa el riesgo de una votación en que las dos extremas puedan encontrarse, en algún modo, de acuerdo en el sí o en el no, aunque partan, como es natural, de principios radicalmente adversos.
Luther cree contar con los nacionalistas para la aprobación de su política interna y con los socialistas para la de su política exterior. Sobre este cálculo reposa toda la combinación ministerial que preside y dirige. Su política debe ser, con una curiosa equidad, reaccionaria dentro, democrática fuera. (Nada más alemán que esto -observarán socarronamente los franceses).
Pero este mecanismo de péndulo es, en la práctica, excesivamente delicado. La menor arritmia puede malograrlo. El gabinete es una nave que navega entre dos filas de arrecifes y que, para evitarlos, debe virar con precisión matemática unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda. El menor golpe de timón equivocado, encallará a un lado o a otro.
El régimen parlamentario se ha salvado una vez más en Alemania; pero esta vez, en verdad, se ha salvado en una tabla. El tono y los bigotes militares de Hindemburg no permiten, además, hacerse demasiadas ilusiones sobre su seguridad en las futuras tempestades. La primera tempestad que turbe demasiado sus nervios puede decidir a Hindemburg a echarlo por la borda.
Los partidarios del parlamentarismo tienen razón para mostrarse melancólicos. Su sistema funciona todavía, regularmente, en la Gran Bretaña. Pero también ahí, cuando la amenaza de una huelga de mineros constriñe al gobierno conservador a una concesión de laborismo, el rol decisivo de la mayoría parlamentaria aparece asaz desmedrado y disminuido.
Hasta hace poco los partidarios del parlamentarismo se mantenían optimistas sobre el porvenir del régimen. Constatando los efectos del sistema de la representación proporcional, decían que había terminado la época de los gobiernos de partido y que había empezado la época de los gobiernos de coalición. Eso era todo. Pero los gobiernos de coalición funcionan cada día peor y menos. No solo es excesivamente difícil mantenerlos. Más difícil todavía, si cabe, es componerlos. La alquimia de las coaliciones y de las amalgamas no ha encontrado hasta ahora una fórmula siquiera aproximada.
La experiencia de los años post-bélicos ha probado la imposibilidad de constituir coaliciones homogéneas y duraderas. Como lo observa en Francia un diputado reaccionario, Mr. Mandel, las coaliciones no son realizables sino “por un juego de concesiones recíprocas, de ventajas descontadas que invalida la doctrina, disminuyen el valor combativo de los partidos, los solidarizan el uno al otro, en un renunciamiento mutuo y una política negativa”. El método de coalición se resuelve en un método de parálisis y de impotencia. Y la inestabilidad de los ministerios, acaba, de otro lado, por exasperar a la opinión, por ascendrada que sea su educación democrática, hasta persuadirla de la necesidad de una dictadura.
El remedio está para muchos en el abandono del sistema de la representación proporcional. Pero esta solución es de un simplismo extremo. La democracia, el parlamento, conducen fatalmente a la representación proporcional. La representación proporcional es una consecuencia, es un efecto. No se llega a ella por voluntad de los legisladores sino por necesidad del parlamentarismo. Y, en la presente estación del parlamentarismo, no se puede renunciar a la representación proporcional sin renunciar al propio régimen parlamentario. Como lo acaba de recordar Hindemburg a la democracia alemana, no hay modo de escapar al dilema: parlamento o dictadura.
En Alemania se observa, desde hace algún tiempo, un movimiento de concentración burguesa. Los partidos democráticos de la burguesía se han separado del partido socialista. Del gabinete presidido por Luther, forma parte Marx, el opositor de Hindemburg en las elecciones presidenciales. Marx, ministro de Hindemburg. He ahí, sin duda, un síntoma de que las diversas fuerzas burguesas se reconcilian. Todavía los demócratas y los católicos se sienten demasiado lejos de los nacionalistas, esto es de la extrema derecha. Pero, de toda suerte, las distancias se han acortado sensiblemente. Pero este camino se puede llegar a la constitución de un frente único de la burguesía.
Pero no se vislumbra, ni aún por este camino, la solución de la crisis del régimen parlamentario. Porque su vida no depende solo de que crea en él la burguesía sino, sobre todo, de que crea en él la clase trabajadora. En cuanto el parlamento aparezca como un órgano típico del dominio de la burguesía, el socialismo reformista cederá totalmente el campo al socialismo revolucionario. O sea al socialismo que no espera nada del parlamente.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La huelga general en Inglaterra

Para comprender la magnitud de esta huelga general, que paraliza la actividad del país más importante del mundo, basta considerar la trascendencia del problema que la origina. No se trata de una mera cuestión de salarios. El proletariado británico lucha en apariencia contra la reducción de salarios de los obreros de las minas de carbón; pero, en realidad, lucha por el establecimiento del nuevo orden económico. El problema de los salarios no es sino una cara del problema de las minas de carbón. Lo que se discute fundamentalmente es la propiedad misma de las minas.
Los patrones pretenden que las condiciones de la industria no les permiten mantener los salarios vigentes. Los obreros se niegan a aceptar la rebaja. Pero no se detienen en este rechazo. Puesto que los patrones se declaran incapaces para la gestión de la industria con los actuales salarios, los obreros proponen la nacionalización de las minas.
Esta fórmula no es de hoy. Los gremios mineros sostuvieron por allá en 1920 una huelga de tres meses. Les faltó entonces solidaridad activa de los gremios ferroviarios y portuarios. I esto les obligó a ceder por el momento. Mas el primer intento patronal de tocar los salarios, la reivindicación obrera ha resurgido. Hace varios meses el gobierno conservador evitó la huelga subsidiando a los industriales para que mantuvieran los salarios mientras se buscaba una solución. El plazo ha vencido sin que la solución haya sido encontrada. I como patrones y obreros no han modificado en tanto su actitud, el conflicto ha sobrevenido inexorable. Esta vez está con los mineros todo el proletariado británico.
Presenciamos, en la huelga general, inglesa, una de las más trascendentes batallas socialistas. Los verdaderos contendientes no son los patrones y los obreros de las minas británicas. Son la concepción liberal y la concepción socialista del Estado. Las fuerzas del socialismo se encuentran frente a frente a las fuerzas del capitalismo. El frente único se ha formado automáticamente en uno y otro campo. La práctica no consiente los mismos equívocos que la teoría. Los liberales han declarado su solidaridad con los conservadores. Los reproches a la política conservadora que acompañan la declaración no disminuyen el valor de esta. I en el frente obrero, luchan juntos Thomas y Coock, Mac Donald y Savlatkala.
Inglaterra es la tierra clásica del compromiso y de la transacción. Mas en esta cuestión de las minas el compromiso parece impracticable. En vano trabajan desde hace tiempo por encontrarlo los reformistas de uno y otro bando. Sus esfuerzos no producen sino una complicada fórmula de semi-estadización de las minas, cuya ejecución nadie se decide a intentar hasta ahora.
El problema de las minas constituye el problema central de la economía y la política inglesas. Toda la economía de la Gran Bretaña reposa, como es bien sabido, sobre el carbón. Sin el carbón, el desarrollo industrial británico no habría sido posible. Cuando el Labour Party propone la nacionalización de las hulleras, plantea el problema de transformar radicalmente el régimen económico y político de Inglaterra. En un país agrícola como Rusia la lucha revolucionaria era, principalmente, una lucha por la socialización de la tierra. En un país industrial como Inglaterra la propiedad de la tierra tiene una importancia secundaria. La riqueza de la nación es su Industria La lucha revolucionaria se presenta, ante todo, como una lucha por la socialización del carbón.
El Estado liberal desde hace tiempo se ve constreñido a sucesivas esporádicas concesiones al socialismo. Sus estadísticas han inventado el intervencionismo que no es sino la teorización del fatal proceso de la idea liberal ante la idea colectivista. El período bélico requirió un empleo extenso del método intervencionista. I, durante la post-guerra, no ha sido posible abandonarlo. El fascismo, que, en el plano económico, propugnaba un cierto liberalismo, incompatible desde luego con su concepto esencial de Estado, ha tenido que seguir en el poder una orientación intervencionista.
Pero el intervencionismo no es una política nueva. No es sino un expediente de la política demo-liberal. En Inglaterra, por ejemplo, ha podido hace meses postergar el conflicto minero, pero no se ha podido resolver la cuestión que lo engendra. El Estado liberal se queda inevitablemente en estas cosas a mitad de camino.
Los hombres de Estado de la burguesía inglesa saben que la única solución definitiva del problema es la nacionalización de las minas. Pero saben también que es una solución socialista y, por ende, anti-liberal. I que Estado burgués ha renegado ya una parte de su ideario pero no puede renegarlo del todo, sin condenarse a sí mismo teórica y prácticamente.
Por esto ninguno de los proyectos de semi-estadización de las minas ha prosperado. Han tenido el defecto original de su hibridismo. Los han rechazado, de una parte, en nombre de la doctrina liberal y, de otra parte, en nombre de la Doctrina socialista. I, sobre todo, a consecuencia de su propia deformidad, se han mostrado inaplicables.
No hagamos predicciones. El desarrollo de la batalla puede ser superior al que son capaces de prever los cálculos de probabilidades. Lo único evidente hasta ahora para un criterio objetivo es que se ha empeñado en Inglaterra una formidable batalla política que sus resultados pueden comprometer definitivamente el porvenir de la democracia burguesa. Los ingleses tienen una aptitud inagotable para la transacción. Pero esta vez la mejor de las transacciones sería para el régimen capitalista una tremenda derrota. Solo la suposición cruda y neta de sus puntos de vista puede contener la oleada proletaria.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena suiza

El orden demo-liberal-burgués tiene su más acabada realización en la república federal suiza. Inglaterra es, ciertamente, la sede suprema del parlamentarismo, el liberalismo y el industrialismo, esto es de los principios y fenómenos fundamentales de la civilización capitalista. Pero Inglaterra es demasiado grande para que todas las instituciones posibles de la democracia hayan podido ser ensayadas y establecidas en su gobierno. Inglaterra ha continuado siendo una monarquía. Su aristocracia ha conservado todas sus fuerzas formales y algunos de sus privilegios reales. Inglaterra, sobre todo, es un imperio, de modo que internacionalmente no está en grado de aceptar y menos aún de aplicar las últimas consecuencias del pensamiento demo-liberal. Suiza en cambio, hasta por su geografía de país de tráfico internacional, se encuentra en condiciones de conformar tanto su política interna como su política exterior a este ideario. La democracia puede funcionar en Suiza con la misma precisión con que funcionan sus relojes. El ordenado espíritu suizo ha dado a su democracia un mecanismo de relojería. En un país pequeño, de población densa y culta, exenta de ambiciones e intereses imperialistas, la experiencia democrática ha conseguido cumplirse casi sin obstáculos.
El demos tiene en Suiza, como es sabido todos los derechos. Tiene el derecho de referéndum y el derecho de iniciativa. El poder ejecutivo se renueva anualmente. El ciudadano suizo se siente gobernado por la mayoría. Le basta formar parte de la mayoría para que no le quepa la menor duda de que se gobierna a sí mismo. I esto lo induce, como es lógico, a gobernarse lo menos posible. Las mayorías hacen en Suiza el uso más prudente y ponderado de sus derechos. Lo que no es solo una cuestión de educación democrática sino también de comodidad política de todo suizo mayoritario.
En esta época de pustchismo y fascismo, Suiza se presenta como el primer país más inmune a la dictadura. Ni el burgués, ni el pequeño burgués suizos pueden comprender todavía la necesidad de reemplazar su consejo federal por un directorio ni su presidente de la república por un Mussolini. Suiza no quiere césares ni condottieres Mussolini es el más impopular de los jefes de estado contemporáneos de la democracia helvética, no por su propósito nacionalista de reivindicar el Ticino como por su personalidad megalómana de César y dictador. El demos suizo está demasiado habituado a la ventaja de no sufrir, ni en la política ni en el gobierno, personalidades exorbitantes y excesivas. Un buen presidente de la república puede ser un relojero. Motta, elegido varias veces para estar a cargo, tiene, por ejemplo, el prestigio de hablar correctamente las tres lenguas de este país trilingüe y de pronunciar hermosos discursos en las asambleas de la Sociedad de las Naciones.
La función de Suiza en la historia contemporánea parece ser -a consecuencia de su democracia, de su urbanidad y de su geografía- la de servir de hogar de casi todos los experimentos y los ideales internacionalistas. Desde hace muchos años las organizaciones internacionales eligen generalmente una ciudad suiza como su sede central. A comenzar de la Cruz Roja, tienen su asiento en Suiza todas las centrales del internacionalismo humanitario y pacifista. No están en Suiza las internacionales obreras. Pero a la historia de la Segunda Internacional se halla memorablemente vinculado el país suizo, por haberse celebrado en Basilea el último de sus congresos pre-bélicos y en Berna el congreso que en 1919, concluida la guerra, estableció las bases de su construcción. Y en cuanto a la Tercera Internacional puede considerarsele incubada en Suiza por haberse realizado en Zimmerwald y Kienthal, durante la guerra, las conferencias de las minorías socialistas precursoras del programa de Moscú. De otro lado, la Suiza albergó hasta la víspera de la revolución, a sus principales actores, de Lenin a Lunateharsky. En Zurich, en un modesto cuarto amueblado, habitaron y trabajaron Lenin y su mujer por varios años preparando esta revolución que, según sus propios adversarios, constituyen el más colosal ensayo político y social de la época.
Mas el internacionalismo que característicamente reside en suelo suizo es el internacionalismo liberal, no el socialista. Ginebra, la ciudad de Rousseau y de Amiel, aloja periódicamente a los parlamentarios del desarme o de la paz. Ahí tiene su domicilio la Sociedad de las Naciones. Hace algunos años se firmó en Lausanna la paz entre Occidente y Turquía. Hace un año se firmó en Locarno la nueva paz europea. A orillas de un lago suizo, Europa se siente, invalorablemente, pacifista.
¿Desmiente, entonces, Suiza la tesis de la irremediable decadencia de la democracia? No la desmiente; la confirma. Ni su democracia ni su neutralidad han preservado a Suiza de la tremenda crisis post-bélica. Suiza, país prevalentemente industrial -el 78% de la población en 1919 trabaja en la industria y el comercio- vio declinar a consecuencia de esta crisis, sus exportaciones. Sus principales industrias tuvieron que afrontar un periodo de duras dificultades. Los industriales pretendieron naturalmente encontrar una solución a expensas de la clase trabajadora. El gran número de desocupados creó una atmósfera de agitación y descontento. Se sucedieron como en los demás países de Europa, las huelgas y lock-outs. La izquierda del socialismo suizo dio su adhesión al comunismo. Y la crisis, en general, evidenció que la democracia y sus instituciones son impotentes ante la lucha de clases. Suiza, malgrado su tradición de liberalismo, no ha sabido abstenerse de emplear medidas de excepción contra los comunistas. La democracia suiza no admite ninguna amenaza seria al dogma de la propiedad privada.
El sino de la democracia en Suiza tiene que ser, por otra parte, el mismo que en los otros pueblos de Occidente. No es en Suiza sino en Inglaterra, en Alemania, en Francia, donde se esclarece actualmente si la idea demo-liberal ha cumplido ya su función en la historia. Pero la experiencia suiza no estará, en ningún caso, perdida en el progreso humano.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria y la paz Europea

La llamarada súbitamente encendida en Viena, ha arrojado una luz demasiado inquietante sobre el panorama europeo que, -según las descripciones prolijas unas veces simplistas otras, de sus observadores- parecía ya reajustado por el trabajo de estabilización capitalista al cual están entregadas con alacre voluntad las naciones de Occidente desde que Alemania y Francia signaron el plan Daxes. Ahora resulta evidente que las bases de esa estabilización, destinada según sus empresarios a asegurar la pacífica reconstrucción de Occidente, son asaz movedizas y convencionales. Cualquiera de los problemas de la paz sin solución todavía, puede comprometerla irreparablemente. El problema de Austria, que acaba de hacerse presente, por ejemplo.
Este problema, a juicio de los optimistas, no había sido, ante todo, un problema económico, -nacido de la separación de Austria de los pueblos que antes habían compuesto juntos el Imperio de los Hapsburgos,- que la gestión sagaz del Caciller, Monseñor Seippel tenía prácticamente resulto con los créditos patrocinados por la Sociedad de las Naciones. Las dificultades subsistentes aún, se resolverían mediante convenios aduaneros con los Estados independizados, o por el gradual reactivamiento de la producción manufacturera.
En contraste completo con estas beatas conjeturas, los últimos sucesos de Viena demuestran que el proletariado austriaco no se siente demasiado distante de los días post-bélicos en que agitaba a las clases trabajadoras europeas un espíritu de violencia. Los teóricos de la democracia veían en esta violencia un mero fruto de la atmósfera material y moral dejada por la guerra. Es posible que en algunos casos episódicos haya sido acertado su diagnóstico; pero, en tesis general, hay que inclinarse que la violencia proletaria acusa factores más propios. La marejada de Viena no ha sido menos que ninguna de las que, sin obedecer a un plan de golpe de Estado, se produjeron en Europa, por estallido espontáneo, en los primeros años de la post-guerra.
El hecho de que su origen no haya sido un conflicto del trabajo sino una sentencia judicial estimada injusta, no atenúa en lo más mínimo el valor de este movimiento como síntoma del estado de ánimo del proletariado austriaco. Y, por otra parte, es imposible que a la creación de este estado de ánimo no concurran los resultados negativos de la obra que se creía más o menos cumplida por Monseñor Seippel en colaboración con los banqueros americanos y europeos. Todos los datos últimos de la economía austriaca denuncian la subsistencia de una crisis industrial a la cual no es fácil encontrar salida. Austria, pueblo principalmente industrial, carece de materias primas bastantes para la alimentación de su industria. Por la insuficiencia de su agricultura, tiene un fuerte déficit alimenticio. El desequilibrio entre la producción y el consumo mundiales, no le consiente esperar, de otro lado, un crecimiento salvador de su comercio extranjero. Estas cosas no las resuelven los créditos de la Sociedad de las Naciones.
Los días de Viena no son ya tan duros como aquellos de 1922 -y de julio precisamente- en que César Falcón y yo vimos caer hambrienta a una mujer en una acera del Ring. Pero el Estado austriaco continúa como entonces sin encontrar su equilibrio. La prueba, políticamente, en forma incontestable, el hecho de que el socialismo haya conservado integra, y tal vez acrecentada, su influencia sobre las masas. El gobierno de Monseñor Seippel ha tenido necesidad de la cooperación solícita del partido socialista para contener la insurrección. El próximo gobierno se constituirá, a lo que parece, con la participación de los socialistas.
El partido socialista que, con el partido cristiano-social encabezado por Monseñor Seippel, se divide la mayoría de los electores, tuvo en sus manos el poder de 1919 en 1920. Acomodó en ese período su político al mismo criterio reformista que la social democracia de Ebert y Scheidemann en Alemania. En su activo no se registra sino una alerta defensa y de las instituciones republicanas y un conjunto de leyes sociales y obreras. Del gobierno lo desalojaron los cristianos-sociales y los nacionalistas que ocupan el tercer puesto entre los partidos austriacos, aunque a buena distancia de los dos mayores. Pero, bajo el prudente gobierno de Monseñor Seippel, ha continuado influyendo, con una oposición más o menos colaboracionista, en la política gubernamental de este período. Y, si ahora se habla de su retorno al poder o de una segunda coalición con los cristianos-sociales, es porque la política de estos no ha sido capaz ni de realizar todo lo que prometió en el orden económico e internacional ni sustraer a las masas al dominio de los socialistas.
El socialismo austriaco no tiene, evidentemente, un criterio uniforme. Entre sus dos alas extremas, reformismo y comunismo -que forma un partido autónomo, pero que aplica a todas las luchas el método del frente único- no es probable ningún compromiso teórico. Parten de puntos de vista radicalmente opuestos. Otto Bauer, el famoso leader del partido austriaco, es uno de los teóricos máximos de la social-democracia. En esta posición, le ha tocado a lado de Kautsky y otros, sostener una polémica histórica con Lenin y Trotsky. El fracaso de la praxis social-democrática en Alemania, y en la misma Austria, después de la Revolución de 1918, no ha modificado la actitud de Bauer. No hay, pues, que sorprenderse de encontrarlo una vez más en abierto conflicto teórico y práctico con los comunistas de su país. Estos no constituyen un partido de importancia numérica, pero en cambio se mantienen estrechamente articulados con las masas obreras, de suerte que en cualquier momento propicio pueden ejercer sobre estas un influjo intensamente superior al que corresponde a su número.
Estos hechos eran, ciertamente, contrastable desde hace tiempo. Pero ha sido necesaria una llamarada formidable, políticamente visible a todos los pueblos de Occidente, para obligar a estos a considerarlos. El problema económico, político e internacional de Austria que, contra un tratado defendido tan celosamente por Italia y Francia, pugna por unirse a Alemania, [- ha recordado de pronto a los buenos y a los malos europeos lo artificial y deleznable de la paz y el orden de Europa].

José Carlos Mariátegui La Chira

El parlamento de Primo de Rivera

La dictadura española ha querido celebrar su cuarto aniversario con la convocatoria a la asamblea nacional tantas veces prometida por Primo de Rivera desde que, conchabado con don Alfonso XIII, restauró en España, con especiosos disfraces, la monarquía absoluta. Esta asamblea debía haber sido, conforme al ambicioso designio de Primo de Rivera, cuando enfáticamente anunciaba la inauguración de un nuevo régimen destinado a rehacer España -una asamblea con poderes de constituyente. Pero en estos cuatro años los planes de la dictadura han sufrido más de una metamorfosis. La idea de la asamblea nacional ha encontrado, según se ha dicho, no poca resistencia en la propia monarquía, temerosa de dar un paso excesivo, superior a sus mediocres y achulado oportunismo borbónico. Varias veces la convocatoria a la asamblea ha parecido inminente; otras tantas la ha frustrado el desgano de Alfonso para esta gruesa jugada. Y en esta difícil gestación, la asamblea se ha achicado a tal punto que ahora que nos la enseñan nacida, casi no la reconocemos. No porque la esperásemos más o menos apta y válida, sino porque no es la misma de que Primo de Rivera, con jactanciosa paternidad, nos había anticipado el diseño.
La asamblea de Primo de Rivera, conforme a la descripción que nos ofrece de todas sus piezas y funciones en decreto de convocatoria, es modesto instrumento de legislación, de facultades muy restringidas, que recibe solo el encargo de elaborar el anteproyecto de la reforma constitucional. El personal, de elección real, pretenderá representar nada menos que a la nación; pero, en verdad, no representará en su gran mayoría, sino a la clientela de la dictadura. La representación subsidiariamente acordada a algunas categorías del trabajo intelectual o manual no alcanzará a conferir una autoridad siquiera aparente a este parlamento larvado.
Habría sido bastante comprometedor para la monarquía española el confiar a una asamblea designada por el rey la reforma de la Constitución. Por esto, la facultad de la asamblea ha quedado reducida a la mera confección del proyecto respectivo. La reforma resulta así aplazada al menos por tres años fijados como término a la asamblea. Este plazo de tres años es también el que provisoriamente se señala a si misma la dictadura para continuar su experimento.
Desde su aparición, esta dictadura se ha presentado modestamente como un gobierno a plazo fijo. No ha osado atribuirse la misión de reorganizar por si misma el Estado español. Primo de Rivera ha comprendido siempre que debía renovar periódicamente a sus compatriotas la garantía de su interinidad. El lenguaje de su gobierno, hasta en sus más fanfarronas proclamas, es íntimamente el de un gobierno provisorio.
Esta es una de las cosas que más profundamente diferencias a la dictadura de Primo de Rivera de la de Mussolini. El fascismo no conoce la preocupación del plazo. Se siente definitivo y perdurable. Emprende sus reformas, directas e inmediatamente. Tiene una idea mística de su función histórica. Además de todo lo que personal e intelectualmente separa a Mussolini de Primo de Rivera, los distingue y distancia, desde un punto de vista político, el hecho de que el primero tiene tras de sí un partido fuertemente organizado mientras el segundo se apoya en un séquito precario de elementos sin cohesión, congregados eventualmente en torno suyo por el influjo del poder.
Primo de Rivera tiene siempre el aire de pedir permiso para seguir. Mussolini obra como si estuviera totalmente seguro del consenso indefinido de su pueblo. El general juerguista ignora todavía la magnitud de su aventura. Teme mucho los riesgos de exagerarla. Puede ser que ambicione la duración ilimitada de su poder. Pero se propone ganarla por prórrogas sucesivas, como una suma de interinidades.
Basta este rasgo para juzgar la incurable mediocridad de la dictadura española, cuya subsistencia se explica únicamente como el resultado de un conjunto de circunstancias y elementos negativos: la descomposición de los viejos partidos constitucionales; el descrédito del régimen parlamentario; la insolvencia popular de los líderes liberales o reformistas; la inmadurez del proletariado cuya educación revolucionaria ha sufrido de una parte la influencia enervante del socialismo domesticado y de otra parte el efecto disolvente del sindicalismo anarquista.
La esperanza de los políticos desalojados del gobierno y del parlamento por el golpe de estado de Primo de Rivera se ha alimentado hasta ahora de la confianza en la incapacidad constructiva de la dictadura, sin tener en cuenta su propia insolvencia en este plano. En vez de una activa y combatiente, han preferido oponerle una expectación pasiva y expectante. Licenciados por el rey, no han sabido rebelarse contra la monarquía desleal al pacto del cual emana su autoridad. Hoy mismo, la convocatoria de esta asamblea, que cancela sus ilusiones, -porque dentro de tres años el desamparo de los viejos políticos será más grande aún que ahora- en vez de empujarlos a una acción de resulta defensa de los principios liberales contra la monarquía les inspira apenas el gesto inocuo e impotente de retirarse a la vida privada o de reprochar, melancólicamente al rey una infidelidad que están, sin embargo, dispuestos a perdonarle apenas el badulaque lo solicite. El único documento serio, entre los que recogen la protesta o la queja de los políticos despedidos del servicio real, parece ser la carta de Sánchez Guerra que recuerda a Alfonso XIII que su familia reina en España no por ser haber representado el principio de la monarquía constitucional en oposición al principio de la monarquía absoluta encarnado por el carlismo.
Si esta tesis hubiese sostenida por todos los líderes de los grupos constitucionales en una forma beligerante y agresiva, es probable que Alfonso XIII, a quien no se conocen aún rasgos audaces de héroe sino modestas habilidades de mundano, no había autorizado a Primo de Rivera a esta continuación de su aventura.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia en Ginebra

Sin la presencia de Rusia, la conferencia preliminar del desarme, que acaba de celebrarse en Ginebra, habría transcurrido más o menos monótonamente. Un magnífico discurso de Paul Boncour habría acaparado, como tantas otras veces, los mejores aplausos, conmoviendo hasta lágrimas a esos suizos perfectos, demócratas ortodoxos, de quietas y azules perspectivas lacustres, nutridos de excelentes ideales y sanos lacticinios, que constituyen por antonomasia la barra más pura de todas las grandes asambleas de la paz. Discurso lleno de mesura francesa, de claridad latina y de idealismo internacional, pulcra y sabiamente dosificado.
Pero con Rusia la asamblea no podía tener ya este tranquilo curso. Rusia trastorna todos los itinerarios. La burguesía occidental emplea en su propaganda anti-soviética dos tesis que se contradicen y que, en consecuencia, se anulan y destruyen entre sí. Según la primera, Rusia representa el caos, la locura, el hambre, la utopía, el amor libre, el comunismo y al tifus exantemático. Según la otra, la revolución ha fracasado, el Estado ha vuelto al capitalismo. Stalin es un reaccionario, la “nep” ha cancelado al socialismo y no queda ya nada en el Kremlin que recuerde ni la doctrina de Marx ni la praxis de Lenin. Cuando un burgués de alta inteligencia y gran corazón como George Duhamel visita Rusia, desmiente el caos, la locura, el hambre, etc y encuentra viva aún la revolución. Pero el mejor desmentido y la más resonante ratificación le tocan siempre a la propia Rusia soviétista, cada vez que la Europa capitalista la convida a discutir un tema de reconstrucción mundial y a confrontar las ideas bolcheviques -supuestas bárbaras y asiáticas- con las ideas reformistas- occidentales, modernas y civiles. En la Conferencia Económica, Rusia propuso al Occidente, como base de cooperación estable y efectiva, el principio de la legítima coexistencia de Estados de economía socialista y Estados de economía capitalista. Y, ahora, en la Conferencia Preliminar de Desarme, Litvinov y Lunacharsky sostienen la doctrina del desarme radical, contra los propugnadores del desarme homeopático: limitación de armamentos, difícil equilibrio, paz armada; sistema que, asegurando y garantizando ante todo el poder de los grandes imperios, mantienen el peligro bélico. En ambas ocasiones, la palabra de los delegados rusos han hablado como los embajadores de un nuevo orden social. La Revolución se ha mostrado alerta y activa, a pesar de la tendencia europea a la estabilización.
Boncour ha opuesto al espíritu de Moscú, el espíritu de Locarno. Los pactos de seguridad son, a su juicio, el camino más seguro del desarme y, por tanto, de la paz. Pero únicamente pueden suscribir de buen grado esta teoría los países como Francia, interesados en que se ratifique el actual reparto territorial. Alemania aspira a la revisión del tratado de Versalles. No aceptará ningún pacto con Polonia, por su parte, pretende que Alemania reconozca solemnemente sus fronteras del Este. Italia codicia mandatos territoriales. El dux del fascismo no disimula su política imperialista.
Estos factores desahucian, por ahora, la esperanza de Paul Boncour, cuya elocuente prédica pacifista traduce, de otro lado, con demasiada nitidez, los intereses de la política francesa. De suerte que si el Occidente capitalista no puede aceptar, en cuanto al desarme, la doctrina revolucionaria, tampoco puede actuar, efectivamente, la doctrina reformista. El reciente fracaso de las negociaciones entre Inglaterra, Estados Unidos y el Japón para la limitación de los armamentos navales, no permite excesivas ilusiones respecto a la próxima conferencia de desarme.
No es posible, sin embargo, desconocer la significación de que en una solemne asamblea, en la que participan los mayores Estados del mundo, se discuta un tema que hasta hace muy poco parecía del domino exclusivo de utopistas y pacifistas privados y se escuchen proposiciones como las de la Rusia sovietista. Este hecho indica, contra todos los signos reaccionarios, que se avanza, aunque sea lenta y penosamente, hacia ideales de paz y solidaridad que aún los Estados que menos lo aprecian, se ven forzados a saludar con respeto.
Los Soviets han mandado a Ginebra a dos de sus hombres de espíritu más occidental y de cultura más europea. Litvinov, miembro del Consejo de Negocios Extranjeros, que reemplaza a Tchicherin en este portafolio en todas sus ausencias, es uno de los más experimentados e inteligentes diplomáticos de la nueva Rusia. Lunacharsky, humanista erudito, que hasta la revolución residió en Europa occidental y que desde 1917 trabaja alacremente por afirmar el Estado ruso sobre un sólido cimiento de ciencia y de cultura, es también un hombre profundamente familiarizado con los tópicos y los hechos de Occidente. No es probable que Litvinov ni Lunatcharsky hayan sugerido a los asambleístas de Ginebra esa fatídica imagen de una Rusia oriental y bárbara con que se empeñan en asustar a la Europa burguesa algunos intelectuales fantasistas. No Litvinov ni Lunatcharsky, -aunque agentes viajeros de la revolución- tienen traza de enemigos de la civilización occidental, las calles de Ginebra y de Zurich guardan muchos recuerdos de la biografía de desterrado y estudiosa de Anatolio Lunatcharsky.
La ruptura anglo-rusa no ha bloqueado a los Soviets. La Sociedad de las Naciones sabe que su trabajo no puede prosperar sin la colaboración de Rusia, cuyo aislamiento, empujándola hacia el Asia, puede en cambio perjudicar a Europa mucho más que a Rusia misma. Este es el criterio que, a pesar del incidente Rakowsky, domina en el gobierno francés, obligado a inspirarse en los intereses de sus innumerables tenedores de deuda rusa.
He ahí las principales indicaciones de la conferencia preliminar del desarme. El desarme mismo, por el momento, no es sino un pretexto. Lo interesante es la palabra de cada nación en torno a este tema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Trotsky y la oposición comunista

La expulsión de Trotsky y Zinoviev del partido comunista ruso y las medidas sancionadas por este a la oposición trotskysta, reclaman una ojeada a la política interna de Rusia. La crítica contrarrevolucionaria, tantas veces defraudada por los acontecimientos rusos, se entretiene ya en pronosticar la inminente caída del régimen sovietista a consecuencia de su desgarramiento intestino. Los más avisados y prudentes de sus escritores prefieren conformarse con la esperanza de que la política de Stalin y el partido representan simple y llanamente la marcha hacia el capitalismo y sus instituciones. Pero basta una rápida ojeada a la situación rusa para convencerse de que las expectativas interesadas de la burguesía occidental no son esta vez más solventes que en los días de Kolchak y Wrangel.
La revolución rusa, que como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso. No conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. Los problemas externos se complican, en su proceso, con los problemas internos. Es la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impulso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. El partido bolchevique no se sometió nunca pasivamente a las órdenes de Lenin, sobre cuyo despotismo fantaseó a su modo un periodismo folletinesco que no podía imaginarlo sino como un zar rojo. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenía, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique. Así sucedió, por ejemplo, en octubre de 1917, la víspera del asalto al poder, que lo encontró en estricto acuerdo con Trotsky y en abierto contraste con Zinoviev y Kamanec.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotsky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotsky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotsky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución,- acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la consciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotsky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotsky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotsky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotsky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotsky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenía Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido.
El conflicto entre Trotsky y la mayoría bolchevique, que arriba a un punto culminante con la exclusión del trotskysmo de los rangos del partido, ha tenido un largo proceso. Tomó un carácter de neta oposición en 1924 con los ataques de Trotsky a la política del comité central, contenidos en los documentos que, traducidos al francés, se publicaron bajo el título de “Cous nouveaus”. Las instancias de Trotsky para que se adoptara un régimen de democratización en el partido comunista miraban al socavamiento del poder de Stalin. La polémica fue agria. Pero entre la posición del comité y la de Trotsky cabía aún el compromiso. Trotsky cometió entonces el error político de publicar un libro sobre “1917”, del cual no salían muy bien parados Zinoviev, Kamanev y otros miembros del gobierno, duramente calificados por Lenin en ese tiempo por sus titubeos para reconocer el carácter revolucionario de la situación. El debate se reavivó, con un violento recrudecimiento del ataque personal. Zinoviev y Kamanev, que hacían causa común con Stalin, no ahorraron a Trotsky ningún recuerdo molesto de sus querellas con el bolchevismo antes de 1917. Pero, después de una controversia ardorosa, el espíritu de compromiso volvió a prevalecer. Trotsky se reincorporó en el comité central, después de una temporada de descanso en una estación climática. Y tornó a ocupar un puesto en la administración. Pero la corriente oposicionista, en el siguiente congreso del partido, reapareció engrosada. Zinoviev, Kamanev y otros miembros del comité central, se sumaron a Trotsky, quien resultó así el líder de una composición heterogénea, en la cual se mezclaban elementos sospechosos de desviación derechista y social-democrática con elementos incandescentemente extremistas, amotinados contras las concesiones de la Nep a los kulaks.
Este bloque, con todo, acusaba dominantemente en su crítica las preocupaciones y recelos del elemento urbano frente al poder del espíritu campesino. Trotsky, particularmente, es un hombre de cosmópolis. Uno de sus actuales compañeros de ostracismo político, Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo (“¿A dónde va Inglaterra?”) lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial, le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente, una unidad. Es lógico que en esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente sienten su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de estos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso: el presidio o Siberia era Rusia todavía. Mientras tanto Trotsky, como Radek, como Rakovsky, pertenecen a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión ecuménica. Pero ahora, a solas con sus problemas, Rusia prefiere hombres más simples y puramente rusos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gobierno de la gran coalición en Alemania

La laboriosa gestación del gabinete que preside el líder socialista Herman Müller, denuncia la dificultad del compromiso logrado entre la Social-democracia y el Volkspartei para constituir un gobierno de coalición en Alemania. Los socialistas, que en las últimas elecciones obtuvieron una magnífica victoria, han hecho las mayores concesiones posibles a los populistas y Stresseman (Volkspartei), que en dichas elecciones perdieron no pocos asientos parlamentarios. La social-democracia ha vuelto al poder pero a condición de compartirlo con el partido que representa más específicamente los intereses de la burguesía alemana. El programa del gabinete Müller-Stresseman es un programa de transacción, en cuya práctica tienen que surgir frecuentes contrastes. A eliminar en lo posible las causas de conflicto, ha estado destinadas, sin duda, las largas negociaciones que han precedido la formación del gobierno. Pero el compromiso, por sagaces que sean sus términos, está siempre subordinado en su aplicación al juego de las contingencias.
La culminación de la victoria de los socialistas habría sido el restablecimiento de la coalición de Weimar: socialistas, centristas y demócratas; la asunción del poder por la coalición negro-blanco y oro; la restauración en el gobierno de los colores y el espíritu republicanos y democráticos. Pero una victoria electoral no es la garantía de una victoria parlamentaria. Las elecciones francesas del 11 de mayo de 1924 dieron la mayoría al bloque de izquierdas; pero la asamblea salida de ellas concluyó por restablecer en el gobierno a Poincaré. El parlamento y el gobierno parecer ser, además, en Alemania, desde hace algún tiempo, una escuela de prudencia y ponderación. Los partidos creen servir mejor sus doctrinas por la transacción, que por la táctica opuesta. Alemania está resuelta a dar al mundo, -que le reprochó siempre su tiesura, su rigidez y su lentitud,- las más voluntarias seguridades de su flexibilidad y de su ponderación, recibía el tono y el verbo de los nacionalistas, fue estimada por muchos como el comienzo de una restauración monárquica y conservadora, que en poco tiempo habría cancelado el espíritu y la letra de la constitución de Weimar. Mas la ascensión de Hindemburg a la presidencia tuvo, por el contrario, la virtud de conciliar poco a poco a las derechas con las instituciones democráticas. El partido populista ya había superado esta prueba. Pero el partido nacionalista conservaba aún, enardecido por la marejada reaccionaria, su intransigencia anti-republicana. El paso de la oposición al poder, lo obligó a abandonarla, al mismo tiempo que a suavizar, en obsequio a la política de Stresseman, su aspereza revanchista. No obstante sus críticas y reservas, los nacionalistas han aceptado prácticamente la política de reconciliación de Alemania con los vencedores, hábilmente actuada por Stresseman. I han relegado, durante largo tiempo, a último término, sus reivindicaciones monárquicas. Su colaboración con la república, aunque dosificada a las circunstancias, ha servido a la estabilización democrática y republicana del Reich. Los nacionalistas han salido diezmados de las últimas elecciones, en cuales, en cambio, los partidos del proletariado, socialista y comunista, han hecho una imponente afirmación de su fuerza popular. Los socialistas no han podido, a su turno, sustraerse al influjo de esta atmósfera de moderación y compromiso. El retorno a la coalición de Weimar no les ha parecido inoportuno y aventurado a los centristas, sino también a los propios directores de la social-democracia. Por esto, la participación de Strresseman y el Volkspartei en el gobierno, reclamada también seguramente por Hindemburg, ha exigido una gestión empeñosa, en la cual los jefes socialistas se han sentido impulsados a una estrategia muy cauta. Stresseman, ha discutido con ellos en una posición ventajosa. Algunos votos menos en el parlamento, no han restado a su partido absolutamente nada de su significación de órgano político de la gran industria y la alta finanza. La social-democracia sabe perfectamente que al parlamentar con los populistas, trata con el estado mayor de la burguesía alemana.
[Y desde un punto de vista, el proceso de estabilización democrática de] Alemania nos descubre, en sus raíces, un aspecto de la crisis del parlamentarismo o sea de la democracia. La potencia de un partido, como lo demuestra este caso, no depende estrictamente de su fuerza electoral y parlamentaria. El sufragio universal puede disminuir sus votos en la cámara, sin tocar su influencia política. Un partido de industriales y banqueros, no es lo mismo que un partido de heterogéneo proselitismo. Al partido socialista, que un partido de clase, sus ciento cincuenta y tantos votos parlamentarios, si le bastan para asumir la organización del gabinete, no lo autorizan a excluir de este a la banca y la industria.
La gran coalición no deja fuera de la mayoría parlamentaria, sino de un lado a los nacionalistas fascistas y, de otro lado, a los comunistas. A la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los comunistas, -que a consecuencia del fracaso de la agitación revolucionaria de 1923 han atravesado un período de crisis interna,- han realizado en las últimas elecciones una extraordinaria movilización de sus efectivos. Grandes masas de simpatizantes, han vuelto a favorecer con sus votos al partido revolucionario. Las consecuencias de la victoria de la clase obrera en la política ha sido, por esto, la amnistía para todos los perseguidos y procesados político-social. Esta amnistía fue uno de los votos del pueblo. El gobierno no podía dejar de sancionarlo.
Los socialistas tienen cuatro ministros en el gabinete: Müller, canciller, Hilferding (Finanzas), Severing (Interior) y Wisel (Trabajo). Pero esta fuerte participación en el poder, no es la que corresponde a la fuerza electoral del proletariado. Stresseman y sus amigos pesan en el gobierno de la gran coalición, tanto como los ministros de la social-democracia. El equilibrio de este gobierno, por lo tanto, resulta artificial y contingente en grado sumo. Ya se habla de la probabilidad de apuntarlo en el otoño próximo, con un remiendo. I esto es lógico. La gran coalición es un frente demasiado extenso para no ser provisional e interino.

José Carlos Mariátegui La Chira

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