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Descripción archivística
Gobetti, Piero Proletariado
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Piero Gobetti y el Risorgimento

Gobetti tiene un sitio solitario e individual entre los críticos e historiadores del Risorgimento italiano. En este como en todos los debates, su posición era el resultado de un severo y original análisis de los hechos y las ideas, lo más distante posible de las fáciles transacciones de la erudición con las fórmulas de curso, oficiales. No era la crónica de la Unidad Italiana lo que le interesaba; menos todavía la solemne galería de los próceres victoriosos. Sus estudios prefirieron la reivindicación de los precursores vencidos por lo mismo que en ellos es más inteligible y diáfana la preparación ideal del Risorgimento.
En el prefacio del volumen que reúne estos estudios, escribe Gobetti: “El Risorgimento italiano es recordado en sus héroes. En este libro me propongo mirar el Risorgimento a contra luz, en las más oscuras aspiraciones, en los más insolubles problemas, en las más desesperadas esperanzas: Risorgimento sin héroes”. “La exposición no agradará -añade- a los fanáticos de la historia hecha: me atribuirán un humor díscolo, para reprobarme lagunas arbitrarias. Pero yo no quería hablar del Risorgimento que ellos vulgarizan en sus cátedras de apología estipendiada del mito oficial. El mío es el Risorgimento de los heréticos, no de los profesionales”.
En la crítica histórica y política de los últimos años no han escaseado en Italia actitudes que acusan cierta afinidad, en algunos aspectos, con la de Gobetti, ante los problemas del Risorgimento. Los ensayos de Mario Missiroli, -a pesar de ciertas incoherencias, cuya explicación se encuentra en su elaboración polémica, con variados reflejos de las batallas del periodismo,- constituyen en conjunto valiosos procesos del Risorgimento, en pugna en más de un punto con las interpretaciones catedráticas. En Giovanni Améndola, aunque su obligada discreción de político no le consentía excesiva libertad crítica, se constata igualmente la inclinación a sentir y plantearse el problema de una revolución incumplida, más bien que a contentarse de los formales laureles de su victoria. El fascismo con su política de liquidación reaccionaria del Estado democrático, surgido de esta historia, ha demostrado hasta que punto fue superior a las posibilidades de la burguesía y la pequeña burguesía italianas -a ese demos indiferenciado que se llama el pueblo- el esfuerzo de los líderes y precursores de la unidad por dar a Italia las instituciones y las exigencias de un régimen de libertad y laicismo.
Gobetti situaba su observación en el escenario de donde mejor se podía dominar el panorama de la política italiana: el Piamonte. La unidad italiana como expresión de un ideal victorioso de modernidad y reforma, se presentaba a la inquisición apasionada y señera de Gobetti incompleta y convencional. Las corruptelas de la Italia meridional, agrícola y pequeño burguesa, provincial y pobre, palabrera y gaudente, pesaban demasiado en la política y la administración de un Estado creado por el tesón de las “élites” setentrionales. El Estado demo-liberal era en Italia el fruto de una trasacción entre la mentalidad realista y europea de las regiones industriales del Norte y los gustos cortesanos o demagógicos de las regiones campesinas del Sur, afligidas aún por los problemas de la sequía y la malaria. Y, así como en los años del Risorgimento, la Italia setentrional, y más específicamente el Piamonte, había suministrado a la obra de la unidad, una casa real, la de Saboya, de sobria educación europea, un ideario político de fuerte y propia raigambre, un personal de estadistas y administradores que, de Cavour a Giolitti, se mostraron singularmente dotados para la realización; en los años de post-guerra, partían del Norte las fuerzas que anunciaban vigorosamente una democracia obrera y se formaban en Turín, sede de “L’Ordine Nuovo”, asiento de las usinas de la Fiat, los cuadros de la revolución proletaria. Y una vez más el impulso de una Italia absolutamente moderna, entonada económica y mentalmente al ambiente más estrictamente occidental, se esterilizaba por la resistencia de una Italia provincial, íntimamente güelfa y papista, deformada en la superficie por el espectáculo parlamentario, cuyo verbalismo inconcluyente y cuya retórica espumante inficionaban al propio socialismo, basado en clientelas electorales y agitaciones de la plaza mal avenidas en sus móviles con el entendimiento y la actuación de una política marxista.
Puede decirse que el drama del Risorgimento nunca apareció más vivo, en sus consecuencias, que en los días dramáticos en que, vencida sin combate la revolución socialista, se preparaba por la interacción de diversas fuerzas negativas y reaccionarias la revancha de la Italia pequeño-burguesa contra el Estado liberal. Este es, sin duda, el factor que excita la clarividencia de Gobetti para reconstruir tan lúcida y apasionadamente la génesis ideal del Risorgimento.
Y, a propósito de las ricas sugestiones que la economía ofrece al pensamiento de Piero Gobetti, me he referido al rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo. “El problema de nuestro Risorgimento: construir una unidad que fuere unidad de pueblo, -escribe Gobetti- permanece insoluto porque la conquista de la independencia no ha sido obra fatigosa y autónoma de formación activamente espontánea”. El liberalismo renunció en Italia a los objetivos de la Reforma protestante; el catolicismo, para mantener su predominio, devino demo-liberal; el juego político se sujetó a las leyes del oportunismo y la transacción. Italia no superó, ni aún en su ardiente estación demo-masónica, el equívoco del liberalismo católico. “El diletantismo literario, que había impedido una reforma religiosa y en el mismo modo un movimiento franciscano de redención autónoma, era sustancialmente anárquico y antisocial. Y una psicología libertaria así formada podía aceptar por mera inercia una fuerza tradicional como la iglesia, pero no podía dar su vitalidad a la creación del nuevo Estado; como la historia en su más vasta dialéctica europea desbordaba la contingente voluntad de la mayoría de los ciudadanos italianos, se aceptó la osamenta, el mecanismo del Estado liberal, sin vivificarlo interiormente. Las experiencias del 48 y del 49 ayudaron a la formación de la nueva clase dirigente, pero debiendo esta aceptar el equívoco que la circundaba, tuvo solamente una función de práctica habilidad, no fue revolucionaria, no creó al Estado. “En estas palabras está expresada la tragedia de una clase dirigente a la que la Italia fascista ha vuelto las espaldas, pero a la que debe, sin duda, Italia, su puesto actual en el mundo moderno.

José Carlos Mariátegui La Chira

Moral de productores y lucha socialista [Recorte de prensa]

Moral de productores y lucha socialista

Cuando Henri de Man, reclamando al socialismo un contenido ético, se esfuerza en demostrar que el interés de clase no puede ser por si solo motor suficiente de un orden nuevo, no va absolutamente “más allá del marxismo”, ni repara en cosas que no hayan sido ya advertidas por la crítica revolucionaria. Su revisionismo ataca al sindicalismo reformista, en cuya práctica el interés de ciase se contenta con la satisfacción de limitadas aspiraciones materiales.

Una moral de productores, como la concibe Sorel, como la concebía Kautsky, no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clase, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados, en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la consciencia de clase,— o en los grupos parlamentarias, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones. Henri de Man dice algo perfectamente ocioso cuando afirma: “El interés de clase no lo plica todo. No crea móviles éticos”. Estas constataciones pueden impresionar a cierto género de intelectuales novecentistas que, ignorando clamorosamente el pensamiento marxista, ignorando la historia de la lucha de clases, se imaginan fácilmente, como Henri de Man, rebasar los límites de Marx y su escuela.

La ética del socialismo se forja en la lucha de clase. Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral de la humanidad, su misión histórica, es necesaria que adquiera consciencia previa de sus interés de clase; pero el interés de clase, por si solo, no basta. Mucho antes que Henri de Man, los marxistas lo han entendido y sentido perfectamente. De aquí, precisamente, arrancan su acérrimas críticas contra el reformismo poltrón. “Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria”, repetía Lenin, aludiendo a la tendencia amarilla a olvidar el finalismo revolucionario por entender solo a las circunstancias presentes.

La lucha por el socialismo, eleva a los obreros, que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista, en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos. Luc Durtain, después de visitar una escuela soviética, preguntaba si no podría encontrar en Rusia una escuela laica, a tal punto le parecía religiosa la enseñanza marxista. El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, solo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista. Ya Unamuno, tocando otro aspecto de la oposición entre idealismo y materialismo, ha dicho que “como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo”.

El trabajador, indiferente a la lucha de clase, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzará jamás a elevarse a una ética socialista. Y es una impostura pretender que Marx quería señalar al obrero de su trabajo, privarlo de cuanto espiritualmente lo une a su oficio, para que se adueñase mejor de él el demonio de la lucha de clase. Esta conjetura solo es concebible en quienes se atienen a las especulaciones de marxistas como Lafargue, el apologista del derecho a la pereza.

La usina, la fábrica, actúan en el trabajador psíquica y mentalmente. El sindicato, la lucha de clase, continúan y completan el trabajo de educación que ahí empieza. “La fábrica —apunta Gobetti— da la precisa visión de la coexistencia de los intereses sociales: la solidaridad del trabajo. El individuo se habitúa a sentirse parte de un proceso productivo, parte indispensable en el mismo modo que es insuficiente. He aquí la más perfecta escuela de orgullo y humildad. Recordaré siempre la impresión que tuve de los obreros, cuando me ocurrió visitar las usinas de la Fiat, uno de los pocos establecimientos anglosajones, modernos, capitalistas, que existen en Italia. Sentía en ellos una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por toda suerte de dilettantismo. Quien vive en una fábrica, tiene la dignidad del trabajo, el hábito al sacrificio y a la fatiga. Un ritmo de vida que se funda severamente en el sentido de tolerancia y de interdependencia, que habitúa a la puntualidad, al rigor, a la continuidad. Estas virtudes del capitalismo, se resienten de un ascetismo casi árido; pero en cambio el sufrimiento contenido alimenta con la exasperación el coraje de la lucha y el instinto de la defensa política. La madurez anglo-sajona, la capacidad de creer en ideologías precisas, de afrontar los peligros por hacerlas prevalecer, la voluntad rígida de practicar dignamente la lucha política nacen de este noviciado, que significa la más grande revolución sobrevenida después del Cristianismo”. En este ambiente severo, de persistencia, de esfuerzo, de tenacidad, se han templado las energías del socialismo europeo que, aún en los países donde el reformismo parlamentario prevalece sobre las nasas, ofrece a los indo-americanos un ejemplo de continuidad y de duración. Cien derrotas han sufrido en esos países los partidos socialistas, las masas sindicales. Sin embargo; cada nuevo año, la elección, la protesta, una movilización cualquiera, ordinaria o extraordinaria, las encuentra siempre acrecidas y obstinadas.

Si el socialismo no debiera realizarse como orden social, bastaría esta obra formidable de educación y elevación para justificarlo en la historia. El propio de Man admite este concepto al decir, aunque con distinta intención, que “lo esencial en el socialismo es la lucha por él”, frase que recuerda mucho aquellas en que Berstein aconsejaba a los socialistas preocuparse del movimiento y no del fin, diciendo según Sorel una cosa mucho más filosófica de lo que el líder revisionista pensaba.

De Man no ignora la función pedagógica y espiritual del sindicato y la fábrica, aunque su experiencia sea mediocremente social-democrática. “Las organizaciones sindicales — observa— contribuyen, mucho más de lo que suponen la mayor parte de los trabajadores y casi todos los patronos, a estrechar los lazos que unen al obrero el trabajo. Obtienen este resultado casi sin saberlo, procurando sostener la aptitud profesional y desarrollar la enseñanza industrial, al organizar el derecho de inspección de los obreros y democratizar la disciplina del taller por el sistema de delegados y secciones, etc. De este modo prestan al obrero un servicio mucho menos problemático, considerándolo como ciudadano de una ciudad futura, que buscando el remedio en la desaparición de todas las relaciones psíquicas entre el obrero y el medio ambiente del taller”. Pero el neo-revisionista belga, no obstante sus alardes idealistas', encuentra la ventaja y el mérito de éste en el creciente apego del obrero a este bienestar material y en la medida en que hace de él un filisteo. ¡Paradojas del idealismo pequeño-burgués!

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira